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Cuadernos de antropología social

versión On-line ISSN 1850-275X

Cuad. antropol. soc. v.17 n.1 Buenos Aires ene./ago. 2003

 

ARTÍCULOS

El Sida y la violencia estructural: La culpabilización de la víctima

Arachu Castro y Paul Farmer*

*Arachu Castro: Profesora Instructora de Antropología Médica, Departamento de Medicina Social, Facultad de Medicina, Universidad de Harvard, Partners in Health, Arachu_Castro@hms.harvard.edu. Paul Farmer: Profesor Titular de Antropología Médica, Departamento de Medicina Social, Facultad de Medicina, Universidad de Harvard. Partners in Health en Haití , PIHPaul@aol.com. Artículo original para Cuadernos de Antropología Social, N° 17, versión en castellano de los autores.

Fecha de realización: diciembre 2002. Fecha de entrega: diciembre 2002. Aprobado: mayo 2003.

Resumen

En este artículo presentamos cómo algunos de las publicaciones principales elaboradas por organismos internacionales de salud y por equipos de investigación tienden a reproducir la manera según la cual, con frecuencia, se acusa a las personas que tienen Vih/Sida de padecer la enfermedad. Estos documentos no tienen en cuenta que en la gran mayoría de casos el Vih/Sida está causado por las fuerzas de una violencia estructural frente a las cuales a las personas afectadas les resulta difícil desarrollar y llevar a la práctica una mínima autonomía individual o colectiva. Concluimos que algunas políticas y recomendaciones de salud reproducen una ideología que culpabiliza a la víctima, lo cual sitúa la causa del sufrimiento y de la pobreza de las personas que viven con Vih/Sida en su propia falta de autonomía y no en las fuerzas sociales, políticas e históricas que se escapan a su control.

Palabras clave: Vih/Sida; Violencia estructural; Pobreza; Estigma; Haití.

Abstract

In this paper we analyze how some of the main publications prepared by international health organizations and research teams tend, all too often, to blame the HIV patient for suffering the disease. These documents do not take into account that, in the great majority of cases, HIV/AIDS is caused by structural violence, which make difficult the development of individual and collective agency. We argue that some health policies and recommendations reproduce the ideology of blaming the victim, which places the cause of suffering and the poverty of people living with HIV on their own lack of agency, and not on social, political, and historical forces that are inescapably beyond their control.

Keywords: HIV/AIDS; Structural violence; Poverty; Stigma; Haiti .

"Sin duda, la investigación cualitativa que encuadra su propósito en el contexto de preocupaciones teóricas críticas consigue producir, en nuestra visión, un conocimiento innegablemente peligroso,
el tipo de información y perspectiva que enfurece a las instituciones y que amenaza con destituir a los regímenes soberanos de la verdad" (Joe L. Kincheloe y Peter L. McLaren, 1994).

Introducción

La violencia que se ejerce contra los pobres encuentra sus fundamentos en las fuerzas históricas, muchas veces forjadas por procesos económicos. Estos procesos y estas fuerzas constituyen la base de la "violencia estructural", una violencia de intensidad constante que puede tomar varias formas: racismo, sexismo, violencia política, pobreza y otras desigualdades sociales. A través de la rutina, del ritual o de las transcursos difíciles de la vida, esta violencia estructural pesa sobre la capacidad de las personas para tomar decisiones sobre sus vidas1.

La violencia estructural no se deja siempre comprender con facilidad por quien lo observa desde el exterior. Primero, porque el sufrimiento de las personas distanciadas por la geografía, el origen social o la cultura nos afecta menos de forma inmediata. En segundo lugar, el peso del sufrimiento, por lo general vivido por las personas "sin voz", es difícil de percatar. Asimismo, a la conciencia de las personas con medios pocas veces le afecta la violencia sufrida por los pobres, incluso si el sufrimiento de éstos suele tener una relación directa con la abundancia de los otros. Por último, la dinámica y la distribución del sufrimiento todavía son grandes desconocidas. Para bien comprenderlas, es necesario poder situar la existencia de quienes sufren en un contexto que asocie cultura, historia y economía política (Héritier, 1996; Farmer, 2003).

Tomemos la pandemia del Sida, responsable del mayor número de muertes de personas adultas por enfermedades infecciosas en el mundo, con casi tres millones de muertos en 2001 (ONUSIDA, 2002a). Más del 90% de las defunciones y de las infecciones nuevas ocurren en los países pobres, donde menos del 5% de las personas que necesitan tratamiento antirretroviral pueden tener acceso a esta terapia: de los al menos seis millones de personas pobres que se estima necesitan tratamiento antiretroviral, sólo 230.000 tienen acceso a la terapia, la mitad de los cuales están en Brasil (OMS, 2002:8). Esta cifra sería en realidad de menos del 1% en África Sub-Sahariana, el continente más afectado (basado en ONUSIDA, 2002b, si tenemos en cuenta que, en promedio, 10% de las personas con Vih necesitan tratamiento antirretroviral).

Los países de América Latina y el Caribe cuentan con más de 1.8 millones de personas con Vih: 1.5 millones en América Central y del Sur (incluidos 130.000 nuevos casos en 2001) y 420.000 en el Caribe (de los cuales 60.000 fueron nuevos casos). El Caribe, con una prevalencia de Vih en la población adulta de 2.2% tiene la segunda tasa más alta de infección de Vih en el mundo, sólo después de África Sub-Sahariana. La prevalencia mayor es en Haití, con más del 6%, mientras que Cuba contiene la epidemia con una tasa de prevalencia adulta de 0,03% (ONUSIDA, 2002a).

Con escasas excepciones, durante los últimos quince años la lucha contra el Sida en América Latina y el Caribe, como en gran parte del mundo, se ha centrado exclusivamente en la prevención de la trasmisión de Vih (Castro, Farmer, Kim y colab., 2002). El énfasis en la prevención primaria fue un enfoque de salud pública apropiado durante una fase de la epidemia en la que, a falta de un tratamiento eficaz, la reducción de nuevas infecciones fue la preocupación fundamental. En este artículo presentamos cómo algunos de los documentos principales elaborados por organismos internacionales de salud están repletos de una ideología que va al encuentro de las necesidades de la mayoría de personas que viven con Vih/Sida. Se trata de una ideología que mantiene la noción de que el tratamiento antirretroviral sólo es para quien se lo pueda pagar mientras que la prevención es adecuada en todas partes. Además, estos documentos tienden a reproducir la manera según la cual, con frecuencia, se acusa a las personas que tienen Vih/Sida de padecer la enfermedad, cuando en la gran mayoría de casos la enfermedad está causada por las fuerzas de una violencia estructural frente a las cuales resulta difícil desarrollar y llevar a la práctica una mínima autonomía individual o colectiva.

Violencia estructural, estigma y autonomía individual

Las instituciones nacionales e internacionales de salud pública, como la Organización Mundial de la Salud, están encargadas de elaborar políticas y recomendaciones que deberían contribuir a frenar la progresión de las enfermedades infecciosas, incluyendo el Vih/Sida y otras tragedias de la humanidad. Sin embargo, al seguir una ideología que no tiene en cuenta los efectos sobre la persona de las fuerzas sociales que se escapan de su control (sobre todo en caso de pobreza), estas instituciones buscan a veces medidas que excluyen las huellas de la historia, muchas veces una historia de explotación, y de las desigualdades sociales y terminan por acusar a las personas de sus propios males y de su propio destino. Estos enfoques descontextualizados "juegan un papel esencial en el desarrollo de lecturas hegemónicas aptas para engrasar las ruedas de la opresión" (Farmer, 2002: 7). Un examen de documentos recientes sobre la pandemia de Sida destaca estas evidencias.

ONUSIDA, el Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre el Vih/Sida, declaraba en su informe anual de 2000: "La mayor parte de los 34.3 millones de personas en todo el mundo que viven actualmente con el Vih no sabe que están infectada por el virus. En los países más afectados por la epidemia de Vih, esta proporción es aun mayor. Son muchas las razones que explican esta situación; entre ellas, la ignorancia acerca del Vih, la falta de servicios adecuados de asesoramiento y pruebas, y el estigma aún generalizado que se asocia al Sida y que puede provocar el rechazo e incluso la violencia contra las personas que se sabe que son Vih positivas" (ONUSIDA, 2000a: 80). Es cierto que "la ignorancia" de las personas afectadas puede jugar un papel en la propagación de esta pandemia. Pero esta afirmación no tiene en cuenta que son las situaciones de precariedad en las que viven centenas de millones de personas las que favorecen la trasmisión del Vih y las que impiden que las personas con Vih conozcan su status serológico. Este proceso está relacionado asimismo con el círculo vicioso en el que están atrapados los países pobres, siempre endeudados y con la necesidad de endeudarse cada día más antes de poder ofrecer atención en salud de calidad y otros servicios básicos a sus poblaciones, y con la marcha sin piedad de las compañías farmacéuticas, para las que el deseo de aumentar beneficios sobrepasa el objetivo de contribuir a curar a las personas enfermas. Pero, una vez más, la ideología de la culpabilización de la víctima sitúa la causa del sufrimiento y de la pobreza de las personas con Vih en su propia incapacidad, y no en las fuerzas sociales, políticas e históricas que se les escapan sin control.

El análisis del estigma en los procesos de salud lo introdujo Goffman a partir de su estudio sociológico sobre los hospitales psiquiátricos (Goffman, 1961; Goffman, 1963). Define el estigma como la identificación que un grupo social realiza de una persona (o grupo de personas) a partir de algún rasgo físico, comportamental o social que se percibe como desviado del grupo y de la descalificación que ello comporta en relación con la pertenencia al grupo. Las primeras publicaciones sobre estigma en revistas médicas empezaron a proliferar en los años setenta, sobre todo con respecto a enfermedades infecciosas como la lepra (Gussow y Tracy, 1970). Desde las ciencias sociales, Susan Sontag escribió un ensayo sobre el cáncer y la tuberculosis (Sontag, 1978) en el que asociaba el estigma del cáncer con la indefinición de su etiología y la falta de un tratamiento eficaz, al igual que había ocurrido antes con la tuberculosis, y en el que criticaba el modo en que se acusaba a los enfermos de su propia enfermedad2. Diez años más tarde, Sontag incorporó el análisis del Sida y cómo esta nueva enfermedad estaba absorbiendo una parte importante del estigma atribuido al cáncer (Sontag, 1988). Ya por entonces, y a diferencia del estudio de otras enfermedades, los primeros artículos sobre estigma y Sida habían empezado a surgir en las revistas médicas, poco después de que se identificaran los primeros casos de la enfermedad (Greco, 1983, sobre el estigma que en Estados Unidos relacionaba el Sida con Haití)3.

Desde la antropología se ha desarrollado la idea de que la introducción de una terapia invierte la lógica de la interpretación de la enfermedad (Lévi-Strauss, 1958). Por un mecanismo similar, la exposición de una sociedad a una enfermedad nueva, como fue el Sida en los años ochenta en Haití, generó nuevos modelos culturales sobre la etiología de la enfermedad (Farmer, 1990; Farmer, 1992). En Haití, la brujería y la teoría del germen son los dos esquemas causales principales de la tuberculosis y del Sida. Los dos se entrelazan en forma muy compleja y no dejan de evolucionar. Aunque muchas personas continúan asociando la tuberculosis a la brujería, se debate, tras la introducción de un programa de tratamiento de tuberculosis con una tasa alta de curación, que la medicación puede ser efectiva cuando se trata de formas "simples" de la enfermedad. En el caso del Sida, por el contrario, algunos creen que la variante causada por brujería es menos virulenta, en la medida en que permite una intervención mágica. La variante "natural", en cambio, es considerada por todos como una enfermedad mortal. A medida que extendamos nuestro programa de tratamiento de Sida en la Meseta Central de Haití (Farmer, Léandre, Mukherjee y colab., 2001), es muy posible que la interpretación de esta enfermedad y el estigma asociado se vuelvan a transformar.

La experiencia de una mujer que entrevistamos en el Haití rural ayuda a esclarecer cómo la introducción de una terapia eficaz afecta este proceso. Adeline, de 36 años de edad, nació en la aldea de Kay Epin, en la Meseta Central de Haití. De sus ocho hermanos, cinco están vivos. Sus padres son campesinos y su padre además trabaja unas horas en la escuela del pueblo. Adeline creció en la aldea, de la cual sólo salía para acompañar a su madre al mercado. Cuando cumplió dieciocho años fue a la capital, Puerto Príncipe, para continuar su escolaridad primaria, pero como el costo de la escuela era elevado para su familia cambió a una escuela vocacional donde, a medio tiempo, aprendió a coser y a bordar. Vivía con su hermana en Cité Soleil, un asentamiento en el norte de la ciudad, donde lograr comer cada día era una lucha constante. Al poco de llegar, Adeline se casó con Joel, un joven de la Meseta Central. Poco después de que naciera su hijo, Joel se enfermó y murió un año más tarde por causas desconocidas. Cuando el hijo de Adeline cumplió dos años, conoció a Ronald, el padre de su segundo hijo, a quien apenas ve y quien no le ayuda a alimentar a los niños. Cuando Adeline tenía unos veinte años tuvo un episodio de neumonía y de herpes, lo cual condujo a su diagnóstico de infección por Vih. Durante casi diez años, su terapia se limitó al tratamiento de las infecciones oportunistas asociadas al Vih. A principios de 1999, su enteropatía crónica ya no respondía al tratamiento y en octubre de ese año pesaba 31 kilogramos y no podía levantarse de la cama. Su padre, desesperado, nos pidió ayuda para comprar su ataúd. Nuestra respuesta fue más contundente: a los pocos días Adeline empezó su tratamiento diario con tres antirretrovirales. A las cinco semanas había ganado 12 kilogramos. Nos explicaba: "¿Qué puedo decir? Los medicamentos hablan por sí solos. Lo que han hecho por mí es increíble. Todo el mundo se sorprendió cuando volví a casa por Navidad. Antes de empezar el tratamiento estaba muy enferma. Estaba delgadísima y los medicamentos me han vuelto grande. Estaba tan débil que ni siquiera podía andar". Ahora forma parte de nuestro equipo de trabajadores de salud, sigue tomando la triterapia a diario bajo la supervisión de un trabajador comunitario de su misma aldea y se ocupa de sus hijos. En ningún momento Adeline, sus padres, o ninguno de nuestros más de trescientos pacientes a quienes administramos antirretrovirales en forma gratuita se han resistido al tratamiento por culpa del estigma. Al contrario, los antirretrovirales les han devuelto la vida.

Sin embargo, continúan escribiéndose muchas informaciones contradictorias con respecto al estigma como obstáculo para acceder a las pruebas voluntarias de Sida. En otro documento de ONUSIDA leemos: "El estigma y la discriminación relacionados con el Vih y el Sida son los mayores obstáculos para prevenir nuevas infecciones, aportar atención, apoyo y tratamiento adecuados [...] y están provocados por muchas fuerzas, que incluyen la falta de comprensión sobre la enfermedad, los mitos sobre cómo se trasmite el Vih, los prejuicios, la falta de tratamiento..." (ONUSIDA, 2002d: 5; las itálicas son nuestras). Mientras muchos de los estudios elaborados desde las ciencias sociales, como los citados más arriba, muestran que la falta de un tratamiento eficaz contribuye a la creación del estigma, resulta difícil entender que el estigma sea causa y consecuencia y pueda impedir la aceptación de un tratamiento adecuado. A pesar de que no existe evidencia de que el estigma sea un obstáculo para el tratamiento, es uno más de los argumentos que se utilizan para no darse prisa en encontrar una solución a la pandemia.

Hay más. Uno de los informes que hemos citado dice: "La gente también tiene miedo de que un resultado positivo signifique una sentencia de muerte inmediata, aunque esto no es así. En un país en desarrollo, y aun en ausencia de terapia antirretrovírica, cabe esperar que una persona recién infectada por el Vih viva un promedio de nueve años antes de caer gravemente enferma y sobrevivir hasta un año más a partir de entonces" (ONUSIDA, 2000a: 80). Esto parece indicar que, incluso en ausencia de atención de calidad, un resultado positivo de la prueba serológica no es el inicio de una muerte anunciada. Dicho de otro modo, este comentario trata de mostrarnos que, cuando se es pobre, saberse portador del Vih no es una fatalidad. Como no es una fatalidad en todo caso para los pobres, ¿tendremos menos prisa en frenar la marcha trepidante del Vih? Este estancamiento, que dura ya veinte años, se debe en parte a que no se han puesto en práctica ideas propuestas hace ya mucho tiempo (ver Mann, Tarantola y Netter, 1992; Mann, 1993), y que ocurre bajo el áurea de expertos de Sida, de salud internacional o de desarrollo económico. Nos preguntamos si no se trata de una nueva forma de violencia estructural.

Reacciones ante la prueba del Sida: Una sorpresa ingenua

La violencia estructural crea sufrimiento desafiando casi toda explicación. ¿Cómo, si no, podemos explicar que se señalen las acciones e ideologías de las víctimas mucho más que las de los responsables? Varios estudios y proyectos ya mostraron que las personas que pueden acceder a la atención integral del Vih/Sida están más dispuestas a hacerse la prueba del Vih (Farmer, Léandre, Mukherjee y colab., 2001; ONUSIDA, 2002c). Cuando no se tiene la posibilidad de recibir tratamiento para las infecciones oportunistas, de recibir antirretrovirales cuando éstos son necesarios o de tomar medidas preventivas para evitar la trasmisión materno-infantil durante el embarazo y el puerperio, ¿cuáles son las motivaciones para conocer el status serológico?

Como escribió una investigadora de Zimbabwe: "En contextos con una alta prevalencia de Vih, donde el estigma y la negación siguen caracterizando la respuesta a la infección de Vih, debemos concluir que las mujeres tienen muy buenas razones para no querer conocer su status serológico. En el cálculo trágico de quizás salvar a su hijo o hija sin nacer versus el coste social de saber que se es seropositiva, el costo de saberse portadora de Vih es más alto" (Bassett, 2001). Pero la misma autora dice más adelante: "En el mundo hay millones de mujeres hoy que tienen Vih. No podemos prevenir su infección. Las mujeres son más que madres, pero muchas mujeres ven la maternidad como un beneficio, no sólo como una obligación. Para muchas mujeres con Vih, la posibilidad de tener un hijo/a sin la infección es la única buena noticia que pueden tener" (Bassett, 2001: 702). Esto que parece contradictorio demuestra la complejidad que existe en torno del valor de la maternidad. También es un ejemplo de cómo la percepción que desarrollan los investigadores/as sobre la vida de las personas que forman parte de sus protocolos de investigación puede distorsionar la variabilidad que existe entre el valor de la maternidad, o el valor de tener un hijo o hija, cuando la esperanza de vida de la madre va a ser corta debido al Vih/Sida, y cómo esto se refleja en las hipótesis de investigación.

Tomemos ahora el informe anual 2002 de ONUSIDA. En referencia a un estudio realizado por UNICEF en varios países, este informe nos indica que "sólo se ha sometido a la prueba a un minúsculo porcentaje de mujeres en diversos países africanos, aunque un porcentaje considerablemente mayor sabe adónde podría acudir" (ONUSIDA, 2002: 126). Esta afirmación culpabilizante parece estar ignorando el contexto social y político de la vida de estas mujeres. Hemos leído los cuestionarios utilizados en el estudio (UNICEF, 2002), así como el análisis de las respuestas. En primer lugar, no se indica en ningún lugar si las pruebas de Vih son gratuitas o no, lo cual podría representar un obstáculo para acceder a las pruebas. En segundo lugar, ni el estudio de UNICEF ni el informe de ONUSIDA nos hablan de las opciones disponibles para las mujeres con resultados seropositivos. De forma irónica, en ese mismo año, 2002, UNICEF dejó de distribuir sustitutos de leche materna a las madres seropositivas. Por ello no sirve de mucho seguir sorprendiéndose cuando las personas sin acceso al tratamiento del Sida y sus infecciones asociadas no quieren realizarse las pruebas. Incluso vamos más allá: esta sorpresa repleta de ingenuidad puede perpetuar el sufrimiento de los pobres de manera considerable.

Pobreza, sexismo y trasmisión materno-infantil del Vih

Las mujeres, con una mayor vulnerabilidad biológica y social a la infección del Vih, se infectan en la mayoría de casos directamente a través de sus parejas o a través de uno de los peores agravios contra la dignidad de la persona: la violación. Incluso cuando las mujeres conocen métodos para hacer frente a la infección, las relaciones desiguales entre varones y mujeres impiden que éstas puedan negociar con éxito la utilización del preservativo, casi siempre de uso masculino. Sin embargo, el Vih también puede trasmitirse de la mujer a sus hijos e hijas, sobre todo durante el parto o la lactancia. Las mujeres con Vih, pobres en su mayoría, se encuentran en esos casos en situaciones de extrema vulnerabilidad (Farmer, Connors y Simmons, 1996; Farmer y Furin, 1997).

De nuevo, exagerando la capacidad que tienen las mujeres pobres para realizar elecciones sobre sus vidas, elecciones que en realidad son inexistentes, los expertos internacionales parecen estar ocultando en sus recomendaciones el peso de la pobreza y del sexismo. Leemos: "La disponibilidad generalizada de servicios de asesoramiento y pruebas del Vih, de forma que las mujeres infectadas puedan decidir si desean tomar fármacos preventivos durante el embarazo, es una medida que podría salvar la vida de cientos de miles de niños, además de ofrecer beneficios adicionales" (ONUSIDA, 2000a: 83; las itálicas son nuestras). En primer lugar, esta afirmación, aunque muestra que sin las pruebas las mujeres embarazadas no sabrán si son seropositivas, restringe la utilidad de la prueba de la mujer al tratamiento preventivo del niño, sin ni siquiera dar la opción para que la prueba sirva también para determinar si la mujer debería recibir tratamiento antirretroviral. Sin embargo, en segundo lugar, sitúa la posibilidad de salvar la vida del niño o la niña en las mujeres, y no en quienes tienen el poder de decisión y los medios para cambiar las fuerzas sociales opresoras que impiden que estas mujeres accedan al tratamiento, como quienes ocupan cargos de dirección en compañías farmacéuticas o en organismos financieros internacionales o los responsables políticos de países tanto del sur como del norte.

Algunos de los trabajos de investigación clínica y epidemiológica tampoco eluden la ceguera socio-política. La prevención de la trasmisión materno-infantil del Vih ocupa un lugar importante en el discurso sobre las prioridades internacionales relacionadas con el Sida así como en los estudios financiados por las universidades, las agencias nacionales de investigación o los organismos internacionales. Desde 1994 conocemos métodos eficaces para disminuir la trasmisión materno-infantil de Vih (Connor, Sperling, Gelber y colab., 1994). Desde que en 1996 se demostró la eficacia de la triterapia antirretroviral (Collier, Coombs, Schoenfeld y colab., 1996), se puede vivir el Sida como una enfermedad crónica. Sin embargo, la investigación sobre la prevención de la trasmisión materno-infantil del Vih se ha obstinado durante varios años en considerar a las mujeres embarazadas que participan en los protocolos de investigación tan sólo como vectores de la trasmisión o de la profilaxis (ver Mandelbrot y colab., 2001; Kourtis y colab., 2001; Leroy y colab., 2001) y no como personas que, si reúnen criterios clínicos, también deberían tener derecho a la triterapia antirretroviral.

Algunas publicaciones recientes sobre proyectos de investigación realizados por equipos norteamericanos y europeos, en asociación con instituciones locales en Uganda (Guay, Musoke, Fleming y colab., 1999), Costa de Marfil (Wiktor, Ekpini, Karon y colab., 1999; Dabis, Msellati, Meda y colab., 1999), Burkina Faso (Dabis, Msellati, Meda y colab., 1999) y Tailandia (Shaffer, Chuachoowong, Mock y colab., 1999) comparan la eficacia de uno o dos antirretrovirales en la prevención de la trasmisión materno-infantil del Vih. Estos protocolos utilizan diagnósticos del Primer Mundo pero proponen tratamientos del Tercer Mundo, es decir, ningún tratamiento para la mujer embarazada y con Vih. Es evidente que estos proyectos de investigación no los aprobarían los comités de hospitales o de universidades de países ricos. Al permitir estos proyectos en países pobres, la comunidad internacional parece estar perpetuando la brecha de desigualdad en el acceso al tratamiento entre países pobres y ricos. La posición según la cual el tratamiento está reservado para los habitantes de los países ricos mientras que la prevención es el destino de los pobres sería menos repugnante si existieran medios de prevención eficaces (Farmer, Léandre, Mukherjee y colab., 2001; Farmer y Castro, 2002; Castro y Farmer, 2002) como lo sería una vacuna contra el Vih, lo cual está todavía lejos del alcance.

Desde que se publicaron los primeros resultados sobre el efecto de la nevirapina en la prevención de la trasmisión materno-infantil del Vih en 1999 (Guay, Musoke, Fleming y colab., 1999), ha habido un gran entusiasmo en el uso de este fármaco. En mucho círculos de salud internacional se la considera la terapia de elección para las mujeres embarazadas que no han tenido acceso a la atención prenatal y, en contextos con una alta prevalencia de Vih, para todas las mujeres embarazadas que ni siquiera han tenido una prueba de Sida (Basset, 2002). El tratamiento consiste en una dosis a la mujer durante el parto y una dosis al recién nacido durante los primeros tres días de vida. Las agencias bilaterales y las fundaciones privadas, que siguen reticentes a financiar los componentes de tratamiento de programas de Vih/Sida, sí están financiando y promocionando el uso de la nevirapina como la manera más costo-efectiva para prevenir la trasmisión materno-infantil del Vih.

Pero esto no está libre de problemas. Primero, el análisis del uso de la costo-efectividad de las intervenciones de salud en países pobres muestra que el etiquetar una intervención como costo-efectiva casi siempre conlleva a que queden en el olvido otras intervenciones, que quizás son más costosas pero a la vez pueden salvar más vidas (Castro y Farmer, 2003). Segundo, la promoción del uso de la nevirapina en contextos de pobreza sin invertir en la mejoría del acceso a la atención prenatal, incluyendo la consejería y las pruebas voluntarias y el tratamiento de las enfermedades oportunistas, puede en realidad impedir cualquier esfuerzo de promoción del acceso a la atención prenatal. La elevación de una intervención costo-efectiva al estatuto de estándar de atención en contextos pobres muchas veces significa que el estándar de atención de contextos más ricos ni siquiera se toma en consideración.

Tras el parto, la mujer seropositiva que ha recibido asesoramiento sobre alimentación infantil y el Vih se confronta a la decisión de amamantar (para una discusión sobre decisión y lactancia, ver Desclaux y Taverne, 2000; Castro y Marchand-Lucas, 2000), lo cual aumenta el riesgo de trasmisión del virus, o de obtener sustitutos de leche materna, siempre demasiado caros y carentes de anticuerpos4. Si la mujer no ha recibido tratamiento antirretroviral para ella, o ni siquiera profilaxis antirretroviral para evitar la trasmisión durante el embarazo y el parto, su hijo o hija tiene una posibilidad sobre tres de infectarse, sobre todo en el momento del parto (ONUSIDA, 2000b). Ignorando esta situación, y sin tener en cuenta si los sustitutos de leche materna están disponibles, las recomendaciones internacionales nos dicen que "una información completa sobre las distintas opciones de alimentación infantil es esencial para todas las futuras madres seropositivas, con independencia de la disponibilidad de antirretrovirales" (ONUSIDA, 2001b: 11). Creemos que presentar las distintas opciones sin ofrecer los medios para que estén accesibles o sin esforzarse por cambiar la situación, no responde a las necesidades de las mujeres pobres seropositivas (sobre nuestros esfuerzos clínicos y de salud pública en esta área, ver Farmer, Léandre, Mukherjee y colab., 2001; Farmer y Castro, 2002; Castro, Farmer, Kim y colab., 2002). Una vez más, estas situaciones pueden reproducir las relaciones de opresión contra los pobres.

La culpabilización de la víctima y la violencia estructural

El estigma del Sida tuvo desde el principio una connotación culpabilizante. Una de las características de la discriminación asociada con el Sida es que desde el inicio de la epidemia se asoció el Vih/Sida con modos de vida que la sociedad atribuye, con poca evidencia, a "actos voluntarios". En América y en Europa, donde en los años ochenta la epidemia arraigó en grupos de homosexuales y heroinómanos, hubo muy poca solidaridad hacia las personas infectadas porque se culpabilizaba a estas mismas de haber optado por prácticas sexuales o de drogadicción reprochadas por la sociedad y consideradas inmorales. Por extensión, el estigma que ya existía hacia estos grupos de personas se amplificó (Altman, 1986). Este tipo de discriminación social se fue extendiendo a países donde empezaban a identificarse casos de Vih/Sida (Farmer, 1992) y a otros grupos de personas vulnerables, como las mujeres pobres, y fue penetrando ciertos foros de la comunidad científica, desde los cuales se ha creado un gran desentendimiento respecto de los millones de personas afectadas por la pandemia.

Estos foros existen en las universidades, en los organismos internacionales, en las fundaciones, en los organismos bilaterales, en los gobiernos, en las instituciones financieras, en las compañías farmacéuticas. Es decir, en todos aquellos lugares desde donde se puede combatir la pandemia. La prevención del Sida se ha convertido en su leitmotiv; el tratamiento, en el privilegio de quien se lo pueda pagar. Son foros poderosos con posiciones cerradas, lo que Freire denominaría sectarizadas: "La sectarización en tanto mítica es irracional y transforma la realidad en algo falso que, así, no puede ser transformada" (Freire, 1970: 30). Al negar el valor indiscutible de la violencia estructural en la trasmisión del Sida y en el estigma que genera, estos "foros del saber" contribuyen a fomentar, a veces por inacción, más violencia y más discriminación.

La acusación que se ha venido desarrollando desde los años ochenta hacia las personas con Vih/Sida está relacionada con la falta de solidaridad que existe en la actualidad para atender y tratar a las personas que viven con la infección. Las únicas excepciones las constituyen los grupos que han contraído el Vih por lo que la sociedad considera causas ajenas a sus modos de vida. La primera excepción es la de profesionales de la salud que contraen la infección por accidentes ocurridos en contacto con sangre de personas con Vih. La segunda es la de hemofílicos y otros receptores de sangre que se infectaron por negligencia médica y política5, sobre todo en Francia en 1985 (Sultan, 1986). La tercera excepción es la de niños que contraen el Vih en el parto o durante la lactancia. Ni siquiera las mujeres que se infectan al ser violadas entran en esta categoría, ya que se sigue culpabilizando a las mujeres de la violencia que se ejerce contra ellas (Farmer, Connors y Simmons, 1996). Estas exoneraciones de la culpabilidad, acompañadas de una exageración de la autonomía y poder individuales, se traducen al nivel nacional en sistemas de seguro social o de seguros privados que cubren la terapia antirretrovial a estos grupos de excepción pero no a otros. En el nivel internacional, se traduce en la falta de voluntad en los países ricos para financiar los componentes de tratamiento de los programas de Vih/Sida en países pobres.

La distribución del Vih/Sida en el mundo no corresponde al azar sino que destaca los grupos de población más afectados por las estructuras sociales de desigualdad. Por eso no es sorprendente ni circunstancial que Haití, el país más pobre de América y uno de los más pobres del mundo, sea el país americano más afectado por la pandemia Pero las corrientes del pensamiento establecido, que suelen estar implicadas en la reproducción de los sistemas de clase, raza y opresión de género insisten sobre la idea de que las personas afectadas pueden decidir sobre su destino a pesar de tener recursos limitados. Sin embargo, sabemos que el margen de maniobra individual para desarrollar estrategias es estrecho para la personas que sufren distintas formas de violencia estructural. Tratar de aumentar la autonomía individual sólo puede contribuir al cambio social si reconocemos que los recursos están constreñidos por el peso pesado de la historia y de la injusticia social.

Notas

1 Ver Bourdieu, 1987, para una discusión no estructuralista sobre la oposición entre la persona y la sociedad.

2 Pero no fue sino hasta los años ochenta cuando se empezó a publicar en las revistas médicas sobre el estigma del cáncer (Michielutte y Diseker, 1982) mientras que, salvo escasas excepciones, el estudio del estigma de la tuberculosis no proliferó hasta los años noventa (Rubel y Garro, 1992).

3 Para un estudio antropológico reciente sobre estigma y cólera, ver Briggs y Mantini-Briggs, 2003.

4 Existen otras alternativas, como la pasteurización de la leche materna, el uso de nodrizas seronegativas, o la utilización de leche de otros mamíferos, pero tienen bastantes dificultades para su puesta en práctica.

5 Fue precisamente la noción de "acto involuntario" la que utilizaron los hemofílicos españoles para distinguirse de homosexuales y heroinómanos: "La Asociación Española de Hemofilia ha insistido, en un acto celebrado ayer en la Ciudad Sanitaria La Paz de Madrid para tratar sobre el síndrome de inmunodeficiencia adquirida (Sida), en que la opinión pública separe su caso del de los drogadictos y homosexuales, con los que normalmente se les viene asociando al hablar de los grupos de alto riesgo de contraer la enfermedad. En su caso, afirman, el contagio se produce de manera involuntaria y pasiva, ya que necesitan las transfusiones para sobrevivir" ( El País, 23 de septiembre de 1985).

Bibliografía

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