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Cuadernos de antropología social

On-line version ISSN 1850-275X

Cuad. antropol. soc.  no.23 Buenos Aires Jan./July 2006

 

Hacia una antropología del presente

Gérard Althabe (1932-2004) *

* Título original “Vers une ethnologie du présent”, en Althabe G., Fabre D. & Lenclud G. (dir.) (1992), Vers une ethnologie du présent . Paris, éd. MSH: 247-257. Reedición de la versión castellana incluida en Althabe G., Schuster F. G. (comps.) (1999) Antropología del presente . Buenos Aires, Edicial. Traducción de Cecilia Hidalgo y Clara Lourido.

Demandas a la Antropología y estrategias de los antropólogos

¿Cómo se constituye la investigación antropológica contemporánea de una sociedad tal como la francesa, esa antropología que ha elegido como su campo o terreno de investigación lugares sociales centrales como la ciudad, las empresas, la administración pública, en vez de sus márgenes? Nos referiremos en adelante al caso de Francia.

En primer lugar, debemos señalar que la pregunta que planteamos aparece como significativa recién desde la década de 1980. La creación de equipos de investigación y la ejecución de sus trabajos se ha producido con lentitud y a escala reducida. Por lo tanto, nos encontramos en un ámbito cuyos límites recién están comenzando a esbozarse. Grande es nuestra sorpresa cuando comparamos esta situación con lo que sabemos de la antropología anglosajona. Y la situación resulta tanto más paradójica cuando advertimos que la “demanda” de investigación antropológica que en el campo de las ciencias sociales surge coincidentemente alrededor de 1980, se presenta como una demanda de “etnografía”, lo que supone descripción a través de observación participante y abarca dispositivos conceptuales que permitan aprehender el nivel de la realidad social definido como cotidiano o microsocial.

Tal demanda se articuló principalmente alrededor de las empresas (o a través de la noción de cultura de las empresas) y de las operaciones del urbanismo (por ejemplo, en el vasto programa de rehabilitación de los denominados “islotes sensibles” en las periferias urbanas). La demanda de antropología se inscribe en la definición de estas operaciones y concierne al aprovechamiento de las potencialidades socioculturales que poseería la población que habita estos territorios urbanos. Tal demanda es el signo de transformaciones internas en las ciencias sociales: el decaimiento de las perspectivas explicativas globales y que se elija a las prácticas cotidianas como dominio principal de investigación. Paralelamente, acompaña el paso de una concepción estructuralista de la vida social a una concepción según la cual de ahora en más son los sujetos los productores de lo social.

De un modo general, los que hacen de la antropología su especialidad no han sabido aprovechar una coyuntura tan favorable. La antropología se ha convertido poco a poco en una sigla que se manipula en el juego de las transformaciones internas de otras disciplinas. Por ejemplo, en el marco de las ciencias de la administración, ingenieros de la Escuela Politécnica han creado y financian un laboratorio de antropología y hasta encontramos que estos mismos especialistas en administración se autodenominan “etnólogos” en el seno de las oficinas de consejo empresario.

¿Cómo se puede entender que los antropólogos no se hayan trazado una estrategia frente a una oportunidad tal? Del mismo modo, ¿cómo comprender las dificultades que tienen los antropólogos franceses para confrontarse con el presente de su propia sociedad?

Las dos antropologías: de lo lejano y de lo próximo

Hasta hace unos pocos años, salvo excepciones muy raras,1 se han constituido y cristalizado en Francia dos antropologías, distintas tanto a nivel de los investigadores como de las instituciones que las emprenden: la que estudia lo lejano y la que se dedica a Francia. Esta dualidad encubre, por otra parte, una jerarquía. Mientras que la creatividad y las transformaciones teóricas se localizan en la antropología de lo lejano, donde reside hasta hoy el prestigio intelectual, la antropología de Francia sigue siendo patrimonial, rural, estrechamente ligada a la museología. Los ecos de lo que ocurre en una antropología resuenan en la otra de un modo muy apagado.

Tal fijación de la disociación entre ambas antropologías es una particularidad francesa, como surge tras una rápida comparación con lo que ocurre en la antropología anglosajona. Esta disociación explicaría por qué el movimiento actual de la antropología interpretativa (uno de cuyos ejes es que el conocimiento de la propia sociedad y de la propia cultura pasa por el de la sociedad y la cultura de los otros) no ha tenido repercusión alguna en Francia y no ha encontrado más que un eco muy sutil y demorado, tal como lo atestigua la tardía fecha de la primera traducción de los textos teóricos de Clifford Geertz (1986).

Del presente, del aquí, como objeto antropológico

Junto con esta disociación de dos antropologías, a partir de los años 1960, incide la hegemonía de una concepción como la de Claude Lévi-Strauss que excluye al presente de nuestra sociedad de la investigación antropológica. Muy esquemáticamente, recordaremos sus dos argumentos fundamentales:

a) la antropología no tiene objeto si el dominio que le es propio, es decir, el de los intercambios personales, no posee autonomía: no se puede percibir en él más que la actualización de sistemas globales de comunicación;

b) solo en el marco de una distancia máxima (es decir, en la condición recíproca de extranjero)2 es posible producir un conocimiento desde adentro (lo que constituye una de las metas fundamentales de la antropología). Cuando el antropólogo aborda un universo social del que es actor, es incapaz de liberarse de la complicidad que lo liga a sus interlocutores. Termina deglutido por las representaciones que comparte con ellos; el conocimiento que puede producir queda cautivo de la perspectiva de aquellos.

En Lévi-Strauss la argumentación termina en una prohibición; sin embargo, los dos puntos que plantea son decisivos y la pertinencia de una antropología que se proponga estudiar el presente de su propia sociedad pasa en gran medida por las respuestas que se brinden a estos interrogantes.

De una antropología a la otra

Desde 1980, a pesar del rechazo masivo de la mayoría de los antropólogos a liberarse del marco que acabamos de describir, comienza a delinearse un movimiento que apunta a hacer del presente de nuestra sociedad un terreno de investigación antropológica. Al mismo tiempo, asistimos a un esfuerzo por superar la disociación entre ambas antropologías.

Podemos señalar dos componentes en esta orientación. Uno concierne al desarrollo de una práctica analógica que consiste en utilizar las nociones y los dispositivos conceptuales elaborados en el marco de la antropología de lo lejano para identificar y cimentar la comprensión de los fenómenos que surgen en el presente. La primera trampa de una práctica tal consiste en introducir una distancia, un extrañamiento que queda fijado en un único discurso. Decir que un partido de fútbol es un acontecimiento religioso con sus ritos y sus dioses, designar como “tribus urbanas” a los grupos de jóvenes de los suburbios periféricos, establecer contigüidades con acontecimientos extraídos de alguna sociedad africana, no son más que operaciones de estilo que carecen de todo valor interpretativo.

Cuando no queda prisionera de las reglas de formación del discurso escrito, la investigación analógica tiene un interés cognoscitivo: permite revelar e identificar fenómenos que quedan ocultos en las evidencias que se comparten. El ejemplo de los rituales políticos es significativo: su número es impresionante, se dividen entre la conmemoración y la inauguración e intervienen en todos los niveles de la vida política. Como el sentido de estos rituales está implícito, ni los participantes ni quienes ofrecían explicaciones de ellos lo habían tomado en serio, pero a partir de la perspectiva de la antropología de lo lejano, en la cual los rituales y su sentido ocupan un lugar central, han salido de su insignificancia y se ha planteado la cuestión de qué sentido atribuirles.

Más allá de este papel de cuestionar lo que se considera evidente, la práctica analógica conlleva un riesgo: el de interpretar a los fenómenos ahora identificados a partir de definiciones y análisis elaborados en las sociedades lejanas y relevantes para ellas. Para analizar los rituales políticos que se desarrollan en la Francia contemporánea, algunos investigadores pueden sentirse tentados de forzar su conformidad con la concepción determinada del ritual, como por ejemplo, la elaborada por Víctor W. Turner.

El otro componente consiste en reproducir en el terreno francés el modelo epistemológico sobre el que se ha desarrollado la antropología de lo lejano. Su eje consiste en convertir a los sujetos en actores de un universo social extraño al del investigador. Desde la posición exterior que se ha atribuido, el investigador se propone penetrar en tal universo de manera de producir un conocimiento desde adentro.

En esta perspectiva, tenderá a elegir a los sujetos más lejanos de sí: habitantes de las periferias urbanas, familias de los sectores populares, minorías étnicas, entre otros. Al hacerlo, transformará una distancia social en una separación de tipo etnocultural. Y una operación semejante compromete el sentido de la investigación.

En resumen, los dos componentes que hemos puesto de relieve traducen el esfuerzo actual por convertir a la antropología en un modo de conocimiento del presente en nuestras sociedades, y muestran claramente que esta nueva orientación se inscribe en la continuidad de una coyuntura histórica: la conservación de la subordinación de la antropología de la Francia contemporánea a las antropologías de lo lejano. En efecto, se pretende dar cuenta de la sociedad francesa a partir de perspectivas elaboradas en estas últimas y la continuidad se advierte también en la conservación de un dispositivo epistemológico según el cual el conocimiento antropológico solo puede producirse en el interior de un universo extraño al investigador.

Es preciso que nos interroguemos acerca de la razón de tal continuidad que, recordemos, se elabora en un contexto global en el que quienes ejercen la disciplina antropológica se niegan en su gran mayoría a abordar el presente.

Legitimidad científica y distancia con respecto al otro

Es necesario reubicar a la antropología en el campo de las ciencias sociales tal como se ha constituido y desarrollado en Francia. El surgimiento de las ciencias sociales se realizó a través del establecimiento de una separación entre el investigador y sus sujetos, de la presentación del investigador como figura específica y de la constitución de un medio capaz de segregar sus propios modos de reconocimiento y transmisión, todo ello en un esfuerzo por diferenciarse de los sujetos, y de su mundo social erigido en objeto de investigación. Con Emile Durkheim y sus herederos, esta separación se realiza de una manera unívoca a través de la mimetización con las ciencias exactas. Toma la forma de una cientificidad dura y se reproduce instando al distanciamiento del mundo de los sujetos y de su lenguaje, y a la elaboración de dispositivos simbólicos (lenguaje) e institucionales (universidad). Una ilustración ejemplar de esta orientación puede encontrarse en la obra El oficio del sociólogo de Pierre Bourdieu y J.C.Passeron.

Semejante desarrollo unívoco ha implicado la marginalización, por no decir la casi anulación de las corrientes de pensamiento que, de manera general, constituyen la “sociología comprensiva”: Max Weber y, sobre todo, George Simmel, cuya primera traducción se realizó recién en 1984. Por cierto, en estas orientaciones, la relación del investigador y sus sujetos está pensada sobre bases diferentes de aquellas de la producción y reproducción de una separación.

En este marco, la antropología toma un lugar particular: elabora la separación a su manera, la produce a través de una operación que consiste en considerar a los sujetos como habitantes de un universo social extraño. Así, adquiere legitimidad en el campo de las ciencias sociales en tanto conocimiento producido en el marco de la separación etnocultural entre el investigador y sus sujetos, es decir, en el conocimiento de sociedades definidas como lejanas. En la medida en que la distancia se reduce, la legitimidad se esfuma. Es significativo en relación con esto que la urbanización masiva que tuvo lugar en el oeste de África fuera soslayada por los muy numerosos antropólogos franceses que trabajaron en la región hasta 1978-1980. Cuando el antropólogo pretende afrontar al presente de su propia sociedad, la separación etnocultural se desdibuja completamente y esto pone en cuestionamiento la legitimidad de su investigación.

Esta falta de legitimidad, de la que acabo de hablar de manera un poco caricaturesca, tiene expresión a su vez en los debates intelectuales y dentro del campo institucional (en el reclutamiento de investigadores, la obtención de subsidios para la investigación, la cerrazón de los programas de formación doctoral).

En este contexto, se comprende a un mismo tiempo el rechazo por parte de la mayoría de los antropólogos y la continuidad en la que se ubica el pequeño número de los que se han visto tentados por la aventura. En virtud de esta continuidad, los últimos se esfuerzan por conservar la legitimidad de lo lejano, respondiendo de este modo a la acusación de ilegitimidad que se atribuye de antemano a su empresa.

Tres dominios actuales de la antropología del mundo contemporáneo en Francia. Tres tipos de preguntas, algunas sugerencias

El surgimiento de esta corriente antropológica delimita el contorno de tres grandes dominios con respecto a los cuales se plantean las siguientes cuestiones.

La cuestión del enraizamiento en lo rural

La antropología acerca de Francia se ha limitado, hasta alrededor de 1980, al estudio de lo rural. Se investigaban casi exclusivamente las sociedades campesinas locales en vías de desaparición, atendiendo al salvataje de sus testimonios (la recolección museográfica, el registro de narrativas biográficas, etc.). Aún en 1980, en la significativa ocasión del Año del Patrimonio organizado por el gobierno de la época, Claude Lévi-Strauss lanzó un grito de alarma y solicitó créditos para una antropología de rescate.

Sin insistir sobre esta cuestión, hay dos razones que explican por qué cristalizó una concepción tan estrecha. Por una parte, la brutalidad de la centralización francesa lograda a través de la destrucción sin matices de las sociedades y lenguas locales. Por otra, el hecho de que los debates alrededor de la práctica antropológica tenían lugar en otra parte, en las situaciones coloniales.

La apertura hacia la ciudad y las empresas ha tomado una dirección que se inscribe en la continuidad con la antropología rural. Se trata de dar cuenta de una sociedad urbana e industrial en vías de desaparición y de convertirla en objeto de museo. Volvemos a encontrar en estos nuevos terrenos de investigación antropológica la recolección de objetos, descripciones y relatos biográficos. Surge la museografía de las fábricas a partir de las numerosas investigaciones que se han orientado a las cuestiones industriales. El artesanado urbano, la vida de los barrios se presentan como testimonio de una sociedad urbana que va desapareciendo.

Debemos señalar dos puntos:

a) lo que se ha de considerar objeto de recolección y de análisis es aquello que se concibe como relevante para una sociedad que está en vías de desaparición y es esta situación la que le confiere sentido. Sin embargo, en realidad pertenece al presente, en él tiene sentido y es por ende en este contexto presente donde debe ser analizado;

b) lo que produce esta antropología revierte a su vez en las prácticas sociales y termina constituyendo un recurso que se utiliza ulteriormente en la producción de identidades colectivas. Ahora bien, esta producción escapa completamente a la antropología; surge de una lógica que el antropólogo no se da los medios para analizar: el investigador se ubica en un juego social que se le escapa, pero que otorga sentido a lo que él hace.

Ilustraremos lo dicho con la situación creada por la regionalización que tuvo lugar en 1982-83. Por primera vez en la historia de la República, las autoridades locales comenzaron a poseer poder real frente al centro parisino. Quienes detentaban estos poderes locales se lanzaron a una producción simbólica considerable con miras a dar forma y realidad a las identidades regionales, mucho mayor cuando las regiones carecían de fundamentos geográficos, históricos o políticos para tal identidad. A través de estos esfuerzos, las nuevas autoridades produjeron el espacio simbólico, el marco de ejercicio de su propio poder. Juntamente con los publicistas, los antropólogos pudieron sentirse llamados a participar en esta construcción (museos, publicaciones, organización de acontecimientos emblemáticos). Esta atracción se dio en los tres niveles en que se localizan los nuevos poderes: la región, el departamento y la comuna.

Tal orientación es problemática. Al ponerla en funcionamiento se delimita al mismo tiempo un campo de investigación. Por una parte, esta producción de identidades colectivas, que se traduce particularmente en exposiciones y museografía (cada año se crean más museos) es una manera de hacer ingresar el pasado en el presente (avalada quizá al precio de una verdadera invención de tradiciones). La forma y el sentido que toman constituyen un dominio de investigación antropológica. Por otra, sin embargo, el museo antropológico es en sí mismo marco de tentativas (por cierto, minoritarias) de criticar esta perspectiva de producción de la identidad colectiva, de resistirla. Sería un error considerar a los museos como un dominio necesariamente estereotipado.

La cuestión de las minorías etnoculturales en Francia.

Otro terreno de debate lo constituyen las investigaciones antropológicas acerca de las minorías de origen extranjero instaladas en Francia. Algunos antropólogos, muchos de los cuales han perdido su campo de estudio en las áreas de descolonización, encuentran en estas minorías terrenos sustitutivos. En investigaciones de este tipo encuentran una manera de invertir el capital cognoscitivo que adquirieron en aquellos países. De este modo, tienen tendencia a privilegiar la continuidad frente a la ruptura que conlleva la inmigración (para los magrebíes y los antillanos) o el exilio (para los refugiados asiáticos). No podemos permanecer indiferentes con respecto a la manera en que han obtenido sus resultados en estas investigaciones:

a) los interesados (sus voceros), los rechazan: no aceptan la reducción de su identidad a su dimensión etnocultural o, más exactamente, no aceptan que esta dimensión sea dominante y provea el marco de expresión de los demás participantes. Se oponen a que la pertenencia etnocultural sea considerada el componente privilegiado;

b) los intelectuales de la “derecha xenófoba” integran estos trabajos a su argumentación; los ven como la ilustración del tema central de su propio discurso, a saber, la afirmación de la diferencia y de la imposibilidad de la asimilación. Así, el pensamiento de la derecha radical ha pasado de la afirmación antigua de las jerarquías étnicas, justificadora de la dominación, a la exaltación de las identidades etnoculturales singulares, y ha retomado en beneficio propio el eslogan progresista del “derecho a la diferencia” para todos, pero... eso sí, que cada uno permanezca en el lado que le corresponde.

Después de varios años la presencia de las minorías extranjeras instaladas definitivamente en Francia se ha transformado en objeto central del debate público. La cuestión de la exclusión interna, es decir, de si se mantendrá a las minorías en un estatus inferior o si se promoverá la integración, seguramente dominará el debate de los años venideros.

Al poner de relieve en sus trabajos universos sociales etnoculturalmente singulares, los antropólogos fijan los términos de esta exclusión y participan, aún en contra de su intención, en el proceso mismo de exclusión.

Lo que acabamos de afirmar con respecto al tema de las minorías étnicas se aplica del mismo modo a otras categorías: las bandas de delincuentes en las periferias urbanas, los “pobres” en las villas de emergencia, etc. A través de la operación antropológica que hace de los sujetos actores de una sociedad singular, mediante un recorrido que apunta a dar cuenta de los rasgos distintivos de un universo social, se cristaliza y se fija una categorización, alimentando y contribuyendo de este modo a los procesos de exclusión.

Para poder salir de esta situación se nos ha hecho necesario desplazar sistemáticamente la orientación que habrían tomado las investigaciones antropológicas que nosotros mismos emprendíamos: en lugar de centrarlas en una categoría de sujetos a la que se concibe como un universo social singular, nuestras investigaciones se han interesado por dar cuenta tanto de la producción de estas categorías como de la producción de las identidades colectivas, según aparecen en los intercambios de la vida cotidiana. De esta manera, en las situaciones de cohabitación étnica en las ciudades de la periferia urbana, por ejemplo, objeto de nuestras investigaciones ha sido -dicho en términos generales- la manera en que se elaboran los intercambios y el modo de comunicación que los estructura. En este marco intentamos analizar los modos en que se producen tales categorizaciones etnoculturales.

La cuestión de lo simbólico en la antropología del presente

Cuando aborda el presente , el antropólogo (al menos en Francia) se tortura con la pregunta por la legitimidad de su intrusión. Se le reprocha el que cuestione la partición de las incumbencias de la antropología, especializada en el estudio de las sociedades lejanas o en las sociedades campesinas autóctonas desaparecidas, y de la sociología que ocupa en gran medida los espacios donde quiere ahora intervenir (las residencias urbanas, el trabajo). La discusión sobre la legitimidad de su presencia es permanente, a menudo violenta y presenta consecuencias institucionales de consideración.

Los antropólogos intentan entonces construir su especificidad presentándose como especialistas en el conocimiento de los dispositivos simbólicos que se producen en la vida social y son a la vez producidos en ella. Dispositivos simbólicos que se darían tanto en las sociedades lejanas como en las ciudades o las empresas de su propio mundo. Cuando se trate de estas últimas, afirmarán poder exponer a la luz del día dimensiones ocultas que escapan a la consideración de otros especialistas. Unifican así en la misma perspectiva todos los terrenos de investigación de campo, lo que por otra parte, engendra acercamientos arriesgados en el tiempo y en el espacio.

Volvemos a encontramos aquí con la antigua pregunta de la pertinencia de la operación que consiste en aislar una esfera particular, la de lo simbólico, esfera que poseería en sí sus propias reglas de funcionamiento, provista de una lógica propia de la que dará cuenta el investigador.

Esta pregunta se plantea concretamente en el vasto dominio de las prácticas colectivas urbanas, sean festivas (el carnaval) o rituales (las procesiones religiosas y marchas políticas). Por otra parte, luego de algunos años este dominio se ha extendido mucho: en lo que concierne a los rituales colectivos se siente el atractivo que ofrece cuando advertimos la inmensa cantidad de investigaciones (más de veinte hacia 1992) que han logrado financiamiento, el gran número de publicaciones especializadas que se le dedican o incluso la realización de reuniones académicas tales como el coloquio franco-alemán y el seminario en Montpellier. Estos ejemplos han dado lugar a investigaciones propias y hemos podido analizar tales acontecimientos bajo el ángulo del escenario ritual y simbólico que las constituye, por entender que estos escenarios (y los acontecimientos en cuestión) participan de una práctica social que les da sentido, práctica que atañe a la producción de la identidad de un lugar -por ejemplo, una ciudad-, campo en el que diferentes grupos sociales se confrontan para legitimar o controvertir sus poderes.

Tomemos el ejemplo de las festividades de Saint-Junien (una pequeña ciudad industrial del centro de Francia). Se trata de grandiosas procesiones del rito católico: cada siete años se saca la imagen del santo patrón de su nicho y se la pasea por la ciudad. De este modo, los límites de la ciudad se vuelven a demarcar periódicamente de acuerdo con el itinerario que ha seguido el cortejo. ¿Qué sentido atribuirle a este acontecimiento, una movilización semejante en una de las ciudades y regiones del país más tempranamente descristianizadas y cuya municipalidad sigue siendo comunista desde el principio de 1930? El simbolismo y el ritual católico son el lenguaje que toma en préstamo una práctica de reafirmación de identidad de la ciudad, de reivindicación de su continuidad histórica y de renovación de la legitimidad de las autoridades comunistas municipales.

Otro ejemplo entre cientos: en Meaux, a principio de la década de 1980, se ha creado un carnaval sui generis y esta creación ha sido presentada como la restauración de una tradición (he aquí uno de los numerosos casos de invención de un pasado). El cortejo parte de los barrios periféricos para llegar al centro de la ciudad. Aquí también un lenguaje simbólico (el escenario) es usado como recurso para superar la ruptura que se crea entre los barrios nuevos de la periferia y los del centro, para reconstituir la unidad de la ciudad. Un acontecimiento tal no es más que uno de los elementos de una práctica global establecida con el fin de lograr ese mismo objetivo.

Vemos que en el análisis de acontecimientos semejantes no es legítimo aislar el escenario ritual y simbólico de la práctica social en la que toma sentido. Solo a fortiori , luego de partir del análisis de muchos acontecimientos de este género podrán ponerse de relieve algunos procesos simbólicos generales que actúan en lo más profundo de la sociedad francesa.

El ángulo desde el que presentamos la cuestión principal en este caso es muy estrecho; el esfuerzo por separar a lo simbólico como el dominio propio de la antropología está presente en todos los campos de la investigación (los rituales políticos señalados antes, el análisis de la cuantiosa producción mediática). Para evitar lo artificioso o el estancamiento de un proceso de investigación se debe velar por no aislar los lenguajes simbólicos y los escenarios rituales de los lugares donde se los pone en funcionamiento. Es indispensable tomar en cuenta las lógicas de la comunicación que se despliegan, y las relaciones sociales que entran en juego.

Producción ejemplar de patrimonios urbanos

En vez de hablar de patrimonio urbano y de antropología urbana, nos parece más apropiado analizar la articulación entre la antropología y el patrimonio, en la medida en que la investigación antropológica se construye sobre una operación que supone una relación cara a cara con personas que conviven en un territorio, dentro de un espacio o una red. El investigador las convierte en actores del universo social, actores de procesos simbólicos que poseen su propia autonomía, y él se sitúa en el “exterior”. Todo el trabajo consiste en entrar en ese universo. De esa manera, la investigación antropológica encierra ya la noción de patrimonio simbólico, puesto que las personas compartirían procesos simbólicos. Tal patrimonio simbólico es inherente a la investigación misma, no es crítico sino impuesto. ¿Cuál es su rol y cuál es el sentido implícito que introduce?

Las personas participan de una pluralidad de pertenencias y el enfoque antropológico supone limitarlas, circunscribirlas a un universo particular, un universo social con identidades singulares. Esta multiplicidad de pertenencias los autoriza a delimitar una esfera de lo privado y de libertad de elección para las personas. Pero entonces, la investigación queda prisionera en un universo de ficción: se hablará de pueblos dentro de la ciudad, de cultura de empresa, de cultura juvenil... En el juego de relaciones provocado por esta operación fundadora que se impone al antropólogo, se da la posibilidad de establecer analogías, de hablar por ejemplo de “tribus urbanas”... Analogías como esta, no hacen más que crear universos fantasmagóricos que encierran a los actores en identidades que solo existen para la propia producción antropológica. En este contexto, la noción de patrimonio no resulta una casualidad.

El patrimonio es un producto y los poderes públicos producen lugares patrimoniales. Es además un producto que se consume. ¿Cómo vivir dentro de un patrimonio? Los barrios se diseñan y construyen como patrimonios. ¿Es eso posible? No se vive en un monumento. La transformación del centro de las ciudades en patrimonio supone una articulación entre la producción de lugares, de valorización de un pasado urbano y, al mismo tiempo, la producción de una identidad urbana ligada a la centralidad. ¡Es imposible separar esta noción de centralidad de la transformación del lugar urbano en patrimonio! Para construir una imagen de la ciudad como una realidad con su propia singularidad, las autoridades municipales -puesto que son ellas las que intervienen- ¿se contentan con transformar meros lugares en patrimonios, con jugar con el pasado? En Montpellier se restauró el centro histórico; se creó un nuevo centro, “Antigone”, a imagen de la antigüedad (tanto en el nombre como en la forma) y se impuso a Port-Mariane figura del porvenir, como un futuro que remite al siglo XVIII. Este juego de temporalidades está bien representado. El pasado, con sus hoteles, no puede separarse del sentido que se otorga a los nuevos centros que remiten a un mundo mediterráneo o a un siglo XVIII imaginarios. Vemos pues que lo esencial no es el análisis antropológico del patrimonio, sino de las prácticas de producción de una identidad.

Podemos tomar otros ejemplos, como el de Port-de-Bouc.3 Se trataba de construir la identidad de una ciudad que no lo era, que era conocida como una ciudad dormitorio, es decir, una a la que la gente solo vuelve para dormir luego de trabajar en otras áreas. La identidad de la ciudad se edificó alrededor de un astillero naval cerrado en 1966. De alguna manera se “restauró” la memoria obrera y ese proceso de producción de un pasado se articuló con un centro, una plaza central, que se crearía donde antes estaba el astillero. Tal práctica apuntaba a evitar la imagen de una ciudad dormitorio, multiplicando los loteos individuales, desarrollando una política en la que la producción de la memoria y su restauración se realizan a través de operaciones municipales. Por ejemplo, en Epinay-sur-Seine, una ciudad atravesada por vías férreas, se contrató a un especialista en comunicación para crear un centro ciudadano. El debía dirimir cómo construir esa identidad, a partir de qué memoria, cuáles eran las posibles historias susceptibles de cimentar una identidad. Se eligieron los estudios Eclair: bastaría con transformar esos estudios en patrimonio y edificar en torno a ellos la identidad de la ciudad. ¿Cómo emerge el patrimonio a través de estrategias comunicacionales? ¿Cómo construye un distrito suburbano una identidad para sí? Se necesita encontrar una historia para esas ciudades. Entre la producción patrimonial y la ciudad hay un fuerte vínculo. En el Museo Ecológico de Quentin-en-Yvelines se encontró el emblema en la vida ferroviaria. ¿Qué relación existe entre los 120.000 habitantes de Saint-Quentin-en-Yvelines y la identidad ferroviaria?

Por cierto, también se evidencian luchas. Como en Mazamet (industria peletera) donde se enfrentan dos concepciones de la historia: la del historiador progresista que se dedica a la vida obrera y la del alcalde de Mazamet para quien los empresarios del lugar son los que han recorrido el mundo para vender pieles llegando hasta Buenos Aires. A nivel barrial, como en La Guériniere (a tres kilómetros de Caen)4 este tipo de contradicciones desaparecen. En 1987, se presentó un folleto que contaba la historia de este núcleo urbano de treinta años con el objetivo de devolverle al barrio el carácter de un espacio social. ¿Qué sentido puede tener un folleto como ese para los actuales habitantes? No hace más que perpetuar el mito del calor social perdido. Esta movilización de un patrimonio supuestamente traduce dentro del núcleo urbano la imagen de una continuidad que se juega entre sus muros: el patrimonio está dentro de los muros; estas operaciones globales interpelan al conjunto de los habitantes de una ciudad o de un barrio. El caso de Montpellier es sorprendente: para construir esta identidad urbana que se ofrece a los propios habitantes interpelados por ella y en la cual el patrimonio introduce temporalidad y singularidad, se utilizan todos los medios de comunicación. La cuestión de saber qué significa semejante producción de identidad para los pobladores de la ciudad permanece pendiente. Se trata de producciones simbólicas que no pasan por los espacios de comunicación interpersonal, son construcciones de imágenes realizadas a través de los medios de comunicación. La producción del patrimonio participa de prácticas más globales de la creación de identidades colectivas al nivel de la ciudad. ¿Por qué los poderes necesitan este tipo de prácticas? ¿Por qué un poder debe producir el espacio simbólico dentro del cual ha de a ejercerse? ¿Cuál es el lugar de la producción del patrimonio, de la introducción de la memoria y de la temporalidad?

Los signos se constituyen independientemente de las personas. No son co-producidos por un juego de comunicación. Se consumen o no, pero siempre son impuestos. ¿Qué significación puede tener para los habitantes la referencia a la antigüedad del Forum, o el número áureo que ha supuesto montar “Antigone” en Montpellier? Esta producción de patrimonio es interna, identificatoria, y se realiza en el marco de prácticas de producción de identidades colectivas. Pero también es externa, posee un sentido comercial: el turista es la mirada exterior que participa en la elaboración de las identidades colectivas ¿Cuáles son los efectos propios de esa extranjeridad sobre las imágenes de la ciudad?

¿Es posible vivir en un patrimonio? Hemos realizado investigaciones sobre dos intervenciones patrimoniales, una en Bologne, en el centro histórico, y la otra en Amiens.5 En ambos casos se trata de operaciones de producción de patrimonio. Los arquitectos, los consejeros municipales, las personas de las capas medias intelectuales pensaron en una operación que consistía en valorizar el territorio patrimonial y conservar a sus habitantes. Se reconstruirían los lugares en forma idéntica y se volvería a alojar a las personas en sus mismas casas: doble conservación, la del contexto inmobiliario arquitectónico y la de los habitantes, con la idea de contrarrestar el proceso clásico de mercado, es decir, el de restauración de los centros urbanos y expulsión de los habitantes para reemplazarlos por quienes pueden pagar. La elección consistía en mantener a las capas populares en el centro, evitando que se vieran desplazadas a las periferias. Al mismo tiempo, en el trabajo de los promotores se perpetuaba el fantasma de una sociabilidad medieval, de donde provendría la voluntad de los habitantes de participar en la reconstrucción de su entorno como centro, tal como en aquella época. En Bologne, donde la operación tuvo éxito, las viviendas se realizaron de una manera coherente, fuera de las reglas del mercado. Pero en este tipo de intervención aparece una contradicción: estos territorios reproducidos como patrimonio son a la vez estigmatizados, son lugares malditos: víctimas de la delincuencia, de la droga, donde la población autóctona es marginalizada. Esta doble realidad produce una contradicción violenta. No se puede transformar un barrio de este tipo en patrimonio sin eliminar a sus habitantes; se llega a la situación absurda de Saint-Leu, que la gente visitaba aterrorizada. En Bologne, a su vez, la policía solía cercar el territorio urbano rehabilitado para detener a drogadictos. En los dos casos, el municipio que había tomado la iniciativa para estas decisiones se impuso una distancia con respecto al desarrollo de la operación. La población de estos lugares estigmatizados no pertenecía a la clase obrera, era una población excluida del trabajo asalariado, que vivía de las pensiones al desempleo o de recursos extremos. Cuando el municipio más parecía establecer una relación privilegiada con este tipo de población, más se distanciaba políticamente de la población que constituía su base, y que se situaba en los H.L.M (Habitation á Loyer Modéré), es decir, viviendas de alquiler bajo. De esta forma, Le Courrier Picard podía publicar un día “El alcalde inaugura una casa rehabilitada” y al día siguiente “Crimen en Saint-Leu”. Se expandía cada vez más una contradicción entre la lógica municipal cuya base eran los sectores asalariados estables y la puesta en escena de una alianza con esta población “marginal”. Las intervenciones debieron cesar en los ambos casos, en el curso de los años 80.

Para comprender desde el interior lo que sucede en el nivel de las relaciones sociales y de las prácticas de los actores (los habitantes relocalizados en un marco como el que acabamos de caracterizar), la noción de patrimonio es externa. Es asunto de los poderes, y de los intelectuales que aconsejan a esos poderes, como los arquitectos, los sociólogos, etc. La gente no siempre valora la rehabilitación. En estos lugares se creaban procesos sociales que dejaban fuera a la autoridad municipal. Ahora bien, al convertírselos en patrimonio introdujo a la autoridad municipal en el centro de esos espacios y provocó divisiones internas. La autoridad se transformó en referencia de esas divisiones internas. En Bologne, el proceso de instalación en nuevas casas, reproducciones “idénticas” de las antiguas pero con comodidades modernas, sigue siendo quimérico para las personas que jamás tendrán ingresos suficientes. En nombre de la apropiación imaginaria de esos lugares, la gente se endeudará para renovar todo su departamento. Las relaciones sociales y los recursos que existían antes se romperán para dejar lugar a una distancia mucho más grande. Estos son los problemas que atañen al análisis etnológico. ¿La noción de patrimonio no termina desapareciendo cuando adoptamos esta perspectiva? Vemos cómo la investigación antropológica no debería estar asociada de manera estructural con la noción de patrimonio.

Antropología de una investigación antropológica

Desde hace unos diez años la antropología parece haber abierto una brecha dentro del campo de las ciencias sociales. Se la convoca insistentemente a participar de la construcción de la inteligibilidad del presente de nuestra sociedad. Reducida a la adopción de una metodología etnográfica, proclamada por investigadores que trabajan dentro de perspectivas definidas por otras disciplinas, esta apertura ha sido hasta el momento más bien simbólica.

Esta utilización de la antropología deber ser reubicada dentro de los desplazamientos que afectan actualmente a las ciencias sociales: por una parte, lo cotidiano, lo microsocial, lo privado, el individuo y sus prácticas, a pesar de que las fronteras están mal delimitadas y que las denominaciones varían, forman un dominio que cada vez más se identifica como el lugar central donde debe desarrollarse la investigación social. Por la otra, el contacto y el encuentro con los sujetos se considera como un momento cada vez más importante de la producción de conocimiento. Sus prácticas y sus discursos se toman ahora en serio, a diferencia de lo que imponían las orientaciones estructuralistas del período precedente, que los había descalificado por completo.

La antropología parece una disciplina que produce conceptos, nociones, esquemas explicativos que permiten construir la inteligibilidad del dominio en cuestión, y como una metodología (el trabajo de campo, la observación participante) que permite traducir los contactos con los sujetos.

Pueden denunciarse dos peligros en este tipo de apelación a la antropología:

1. Considerar que lo cotidiano o lo microsocial posee una realidad específica que exige un modo de aprehensión adecuado nos permite salir de la perspectiva estructuralista antes prevaleciente, para la cual este dominio era tan solo un lugar de actualización de procesos exteriores que se presentaban a la lectura del investigador a través de sus efectos más o menos deformados. Pero cuando se introduce críticamente una concepción de la vida social elaborada por la antropología de lo exótico (sea a través de la “cultura” que se investiga tanto en las empresas como en los grupos juveniles de las periferias urbanas; la “comunidad” que se busca en cada uno de los territorios urbanos; las prácticas rituales, las producciones míticas que se exploran en las interacciones y los discursos de la vida cotidiana), se corre el peligro de atribuir a este dominio una autonomía ficticia y de reforzar así la representación de un mundo social compartimentado y dividido en una pluralidad infinita de microsociedades.

2. La importancia que se otorga al contacto con los sujetos permite salir de un ambiente dominado por la actividad formal de los investigadores que terminaba por girar sobre sí, dejando a los sujetos el papel de pretextos o de artefactos. Pero reducir este movimiento a la adopción de una metodología antropológica que se limita a la observación participante y la descripción etnográfica genera la ficción de que es posible acceder a lo real estando exento de mediaciones conceptuales. Esta ilusión recurrente de estar ante lo inmediato y lo auténtico hace que se crea que el material de campo habla por sí mismo y que lo vivido se hace visible por virtud propia. El encuentro con los sujetos no logra convertirse en un modo de producción de conocimiento, a menos que se lo ubique dentro de una investigación rigurosa, que posea su propia coherencia y sus criterios de evaluación de resultados.

Esta apertura simbólica de alguna manera insta a los antropólogos a enfrentar lo contemporáneo de su propia sociedad. Al mismo tiempo, los enfrenta con la utilización que hacen otras disciplinas de la antropología, aun cuando la mayoría de las veces, la referencia a esta es síntoma de una crisis interna en ellas, y también con su utilización en el campo de las producciones ideológicas. ¿No corre además el riesgo de prestarse a dar garantías a la promoción de lo privado, de lo individual, de lo microsocial y de las prácticas de intervención? Los gabinetes de asesores de las empresas ya se han adueñado de la noción de “cultura”, que les sirve para demarcar lugares de producción. Del mismo modo, en los barrios urbanos se considera que lo microsocial posee potencialidades socioculturales que el antropólogo debe poner en evidencia para que ulteriormente las prácticas de intervención exteriores se encarguen de liberarlas, guiarlas y ordenarlas.

Llamados a participar en la construcción de la inteligibilidad del presente de nuestra sociedad, los antropólogos, paradójicamente, tienen que responder continuamente a cargos de ilegitimidad que los sorprenden cada vez que abordan este nuevo campo. La demanda a los antropólogos está acompañada por la negación de legitimidad al enfoque de su disciplina para responder a ella.

Las ciencias sociales se han desarrollado, en particular en Francia, en el marco de la tradición durkheimiana, sobre la base de un proceso relativamente unívoco que consiste en eliminar de la producción del conocimiento la comunicación entre el investigador y los sujetos; las prácticas que establecen la distancia necesaria para la elaboración del conocimiento se excluyen de la comunicación; esta distancia es transformada en separación, y ésta no puede reproducirse sino por la negación de los dos actores. Las teorizaciones y las prácticas constitutivas de las ciencias sociales están dominadas por una tensión siempre presente, cuyo objeto es asegurar la ruptura entre el investigador y los sujetos, que invariablemente son colocados en la posición de objetos. Las metáforas tomadas del lenguaje de las ciencias naturales, la imitación de su metodología de investigación, la identificación con ellas -siempre infeliz porque nunca se realiza plenamente, se adecuan a este movimiento permanente de edificación de la separación entre investigadores y sujetos.

Gran cantidad de técnicas de investigación (los dispositivos centrados en el cuestionario y la entrevista, los protocolos de observación) aseguran que el investigador se excluirá de la comunicación. El encuentro se convierte de este modo en un evento delimitado totalmente por la perspectiva analítica producida por los investigadores: su finalidad es proveer datos e información cuya génesis y sentidos se investigan no dentro de la comunicación establecida en el contacto sino fuera de ella, desde aquella perspectiva analítica. Esto a su turno provoca la disociación y la jerarquización entre dos tipos de actores: a) quienes recogen los datos, a menudo provenientes de organismos especializados en encuestas, por ejemplo, y b) quienes producen las interpretaciones y los análisis abarcativos.

Esta separación apenas mantenida, nunca lograda, funda asimismo la existencia de lo que Pierre Bourdieu denominó la “Ciudad Sabia”. Los investigadores pueblan un universo social que produce sus propios modos de funcionamiento y sus jerarquías, sus tradiciones y sus criterios de evaluación, por lo que cristalizan su separación de un entorno social que tienden a considerar como exterior y, paradójicamente, del que se protegen al producir conocimiento.

En apariencia, los antropólogos son contrarios a este movimiento. Por una parte realizan observación participante de larga duración, es decir que su comunicación con los sujetos es el epicentro de la investigación. Por otra, dicen elaborar un conocimiento desde adentro, van a buscar el sentido de los fenómenos en el nivel de los sujetos, construyen la inteligibilidad de su mundo social desde la posición de aquellos.

Sin embargo, se mantienen dentro de la legitimidad interna de las ciencias sociales al colocarse en una situación particular: convierten a los sujetos en seres extraños, y al hacerlo se instalan a sí mismos en una posición exterior, la del extranjero al mundo que estudian. Encierran a los sujetos en un universo social que ponen delante de sí y al que penetran por medio de un itinerario iniciático: aprenden las lenguas y los códigos de conducta que allí imperan y al mismo tiempo se despojan de los prejuicios y hábitos enraizados en ellos por su propia pertenencia sociocultural. Al producir a los sujetos como extraños, los antropólogos se ven obligados a producirse ellos mismos como extranjeros.

Generar una situación tal es una manera de introducir una separación con los sujetos dentro de la comunicación misma. Se la neutraliza en el encuentro y la relación que se establece ya no es directamente el marco de la producción de conocimiento. El antropólogo construye así su aislamiento: el estatus de extranjero que se autoadjudica protege su trabajo intelectual de la comunicación con los sujetos.

De esta forma, en el conjunto de las ciencias sociales la antropología no se legitima sino en la medida en que se manifiesta como “ciencia de lo lejano”. Cuando la situación que se crea en virtud de esta separación forzada por haber convertido a los sujetos en extraños deja de ser evidente y ya no aparece justificada, tal como ocurre cuando ambos pertenecen a la misma sociedad, se la denuncia como una investigación regresiva, que rechaza las adquisiciones de las ciencias sociales. Esta falta de legitimidad es interiorizada en buena medida por los propios antropólogos que, en su mayoría, evitan el enfrentamiento con el presente de sociedades industrializadas y urbanizadas.

En una coyuntura como ésta, los pocos antropólogos que se arriesgan a enfrentar el desafío tratan de conservar la legitimidad de lo lejano para su propia investigación: siguen estableciendo situaciones fundamentadas en la producción de los sujetos como extraños e intentan reconstruir el viaje iniciático: para edificar la separación que supuestamente les garantizará la conquista siempre subjetiva de la “mirada antropológica”, se erigen en alquimistas que transforman lo familiar en extraño, lo cotidiano en exótico. Consiguen los medios para esta operación cuando eligen como sujetos a quienes en la escala social se ubican lo más lejos posible, más habitualmente hacia abajo (habitantes de villas de emergencia, de suburbios periféricos, migrantes) y muy rara vez hacia arriba (la alta burguesía). Por no hablar de la solución más radical, es decir, la elección de sujetos del pasado (la antropología histórica) en la que los antropólogos se ubican en una situación tal que la comunicación entre los dos participantes queda por definición excluida de la producción de conocimiento.

Al reconstruir la situación exótica en su propia sociedad, los antropólogos se meten en un atolladero. Transforman una distancia social en una separación a la que dan la forma de la relación entre el extranjero y el indígena y así se encierran en el solipsismo. En la antropología de lo lejano el solipsismo no se da pues, si bien los sujetos son tratados como extraños, ello constituye un marco de comunicación, dado que los sujetos también tratan al antropólogo como a un extraño, y en tanto tal lo convierten en actor del juego social indígena, haciéndolo ocupar una posición producida por el campo social que estudia. Su exterioridad, incluso en el caso de que no tenga conciencia de ella, es interna a ese campo. Cuando esta misma situación se da en la antropología de lo próximo, por ejemplo, en la sociedad francesa del presente, adquiere un modo completamente distinto de existencia: el antropólogo delimita su proceso de construcción de conocimiento desde una posición de extraño totalmente disociada de la que ocupa en el campo social, y esta disociación es un obstáculo insuperable para la comprensión de los procesos constitutivos de aquél.

Preservar la identidad de la antropología

Al abordar la contemporaneidad de nuestra sociedad, la antropología debe preservar su identidad para conservar las adquisiciones acumuladas por las investigaciones exóticas, es decir, según un conocimiento edificado en la comunicación con los sujetos (la investigación de larga duración, la observación participante) y en la búsqueda de un conocimiento desde el interior, elaborado a partir de la posición de los sujetos. Este es el umbral insoslayable de la investigación antropológica y la base desde donde se proyectarán los desarrollos ulteriores, en particular los análisis comparativos.

Este principio plantea dos cuestiones:

1. Los antropólogos se encuentran con los sujetos en un marco de comunicación que no está estructurado sobre la base de considerarlos como extraños, ni está neutralizado por los dispositivos de separación edificados por las demás ciencias sociales. En consecuencia, sin protección, corren el riesgo de disolverse en la perspectiva de los sujetos y, en última instancia, de reunirse con las disidencias que se desarrollan en los márgenes de las ciencias sociales donde los investigadores, invirtiendo los términos de la separación, reducen al máximo su diferenciación de los sujetos y se identifican con ellos en la búsqueda de una fusión imaginaria.

Sumergidos en las relaciones cotidianas con los sujetos cercanos, deben construir y proteger la autonomía de su investigación convirtiendo esas relaciones en uno de los ejes de la investigación. De tal forma, el antropólogo se transforma en un actor entre otros del campo social del cual intenta dar cuenta. No neutralizará su implicación en el campo considerándolo un obstáculo, sino que hará de ella uno de los elementos de su modo de producir conocimiento.

2. El trabajo de campo, la observación participante de larga duración, supone compartir la cotidianeidad, las relaciones interpersonales, las prácticas de los sujetos en una situación dada (barrio, edificio, taller, oficina, enclave de relaciones formalizadas o no, entre otros). Sólo si los procesos sociales que constituyen este dominio poseen cierta autonomía, pueden proporcionar acceso a él y pretender legítimamente haber puesto de relieve un conocimiento desde el interior.

En una sociedad donde los individuos pertenecen a una pluralidad de dominios (discriminados por ejemplo sobre la base de la separación geográfica entre el trabajo y la residencia), la investigación encierra al antropólogo dentro de uno solo de ellos. Pero la inteligibilidad que él construye a partir de ese único dominio deberá abarcar de alguna manera al conjunto de los demás a los que pertenecen los sujetos.

Por otro lado, el dominio de las prácticas cotidianas y de las relaciones personales parece depender de lo que Jurgen Habermas denomina la “colonización de lo vivido”, es decir, que su sentido y el origen de la coherencia que podemos descubrir en ellas deben ser buscados afuera (por ejemplo en las intervenciones institucionales o en las necesidades producidas por el funcionamiento del conjunto social). Si esto es así, la investigación antropológica aparentemente implica una contradicción importante: el dominio que el antropólogo enfoca en la investigación no poseería una autonomía tal que haga pertinente la intención de producir un conocimiento desde su interior. ¿Es posible considerar a este dominio como un campo social en que las intervenciones provenientes del exterior son remodeladas, reapropiadas, discutidas, a través de un proceso y una coherencia internos?

Estas son las preguntas que se le plantean a una antropología que quiere desarrollarse en el presente de nuestra sociedad. Son los antropólogos mismos quienes deberán responderlas y ello seguramente implicará además una nueva evaluación de las producciones de la antropología que se dedica a terrenos de investigación lejanos. Pero solo en la medida en que logre elaborar estas respuestas, la antropología podrá demostrar que le corresponde un lugar en la producción del conocimiento sobre las transformaciones actuales de nuestra sociedad.

Notas

1 Algunos investigadores y equipos han hecho y siguen haciendo trabajo de campo a la vez en terrenos lejanos y en otros de su propia sociedad.

2 La palabra francesa étranger significa “extranjero” pero también “extraño”. El autor juega con ambos sentidos al mismo tiempo, opción que no se tiene en castellano (N. de T.)

3 Garnier, Jean-Claude (1985) y Cornu, R. (1985).

4 Grimault, Jean-Alain (1988).

5 Althabe, Gérard, Bernard Légé y Monique Selim, (1984).

Bibliografía

1. Althabe, Gérard, Bernard Légé y Monique Selim, (1984). Urbanisation et rehabilitation symbolique , Paris, Anthropos.
2. Cornu, R. (1985). “Culture ouvrière, savoir-faire et pratiques sociales sur l'espace-port de Boucain”. En: Sociétés industrielles et urbaines contemporaines . Mission du patrimoine ethnologique.
3. Garnier, Jean-Claude (1985). “Port-de-Bouc d'hier et d'aujourd'hui: une ville à renaître”. En: Sociétés industrielles et urbaines contemporaines , Mission du patrimoine ethnologique.
4. Grimault, Jean-Alain (1988). “ Les Guérinois racontent ” (30 ans de souvenirs) (col.Michèle Leval). Centre Information Documentation, Caen.
5. Lenclud, Gèrard (1992). “Le grand partage”. En: Vers une ethnologie du présent , Althabe G., Fabre D. y Lenclud G. (dir.), éd. MSH, Paris.

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