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Cuadernos de antropología social

versión On-line ISSN 1850-275X

Cuad. antropol. soc.  n.26 Buenos Aires ago./dic. 2007

 

Programas sociales entre los tobas del este formoseño: ¿reproducción de una población obrera sobrante?1

Valeria Iñigo Carrera*

* Licenciada en Ciencias Antropológicas. Becaria Doctoral del CONICET. Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, UBA. Dirección electrónica: valsic@yahoo.com.

Fecha de realización: julio de 2007. Fecha de entrega: agosto de 2007. Fecha de aprobación: diciembre de 2007.

Resumen

Las poblaciones tobas del este de la provincia de Formosa constituyen parte de la población trabajadora que ve acentuada la pérdida del ejercicio de su capacidad para garantizar la propia reproducción social, al ser expulsada de manera inmediata del proceso de la producción como parte de la dinámica de acumulación capitalista. Al mismo tiempo, son objeto de la implementación generalizada de diversos programas sociales de asistencia en los que se hace visible una tendencia creciente a sostener niveles mínimos de reproducción material de la vida. El presente trabajo avanza sobre las modalidades que encarnan esos programas, así como sobre sus supuestos, alcances e implicancias en relación con las capacidades productivas de los sujetos o “población objeto” de su implementación.

Palabras clave: Tobas; Atributos productivos; Población obrera sobrante; Programas sociales; Estado

Abstract

The Toba population of eastern Formosa province forms part of the laboring population that sees its capacity to guarantee its own social reproduction increasingly deteriorated, as it is immediately expelled from the process of production as part of the capitalist accumulation dynamics. At the same time, it is the object of the generalized implementation of different social assistance programs in which a tendency towards the maintenance of minimal levels of the material reproduction of life is noticeable. The present article focuses on the modalities taken by these programs as well as on their assumptions, scopes and implications with relation to the productive capacities of the subjects or “target population” of their implementation.

Key Words: Indigenous Toba people; Productive attributes; Surplus laboring population; Social programs; State

Resumo

As populações tobas do leste da província de Formosa constituem parte da população trabalhadora que vê acrescida a perda do exercício da sua capacidade para garantir a própria reprodução social, por ter sido expulsa de forma peremptória do processo da produção, como parte da dinâmica da acumulação capitalista. Ao mesmo tempo, ela é alvo da implementação generalizada de diversos programas sociais de assistência, onde se torna visível uma crescente tendência a manter níveis mínimos de reprodução material da vida. Este trabalho profundiza sobre as modalidades desses programas, sobre os pressupostos, alcances e implicações, com relação a capacidades produtivas dos sujeitos ou a “população objeto” de sua implementação.

Palavras-chave: Tobas; Atributos produtivos; População operária excedente; Programas sociais; Estado

Introducción. La producción de una población obrera sobrante y su realización en la generalización de los programas sociales de asistencia

En un intento por entender el proceso de transformación en su condición de sujetos productivos del que han sido y son objeto los pueblos originarios de nuestro país, este trabajo habla del lugar que les cabe a esos sujetos en la forma actual de organización de la producción social general. En el espectro de estudios sobre estos pueblos –particularmente en los referidos a los indígenas chaqueños–, tienen particular presencia los análisis que los presentan como irreductiblemente “otros”; otredad atribuida justamente a su condición particular de indígenas. Es esa condición la que termina por explicar, cada vez, su participación en la organización de la producción social. Desde ya, esto no es patrimonio exclusivo de la producción de conocimiento académico, impregnando asimismo la producción de políticas y de imaginarios políticos referidos a estos sujetos.

El desafío consiste, creo yo, en poder avanzar –sin dejar de lado la especificidad dada por la condición de indígenas, y todo lo que ello implica en cuanto a la materialidad de las relaciones en las que entran para producir su vida– sobre lo que es su relación social general. Y, en la organización de la producción social bajo la forma general de la valorización del capital,

“la dependencia mutua y generalizada de los individuos recíprocamente indiferentes constituye su nexo social. Este nexo social se expresa en el valor de cambio, y sólo en éste la actividad propia o el producto se transforman para cada individuo en una actividad o en un producto para él mismo. El individuo debe producir un producto universal: el valor de cambio o, considerado éste en sí aisladamente e individualizado, dinero. Por otra parte el poder que cada individuo ejerce sobre la actividad de los otros o sobre las riquezas sociales, lo posee en cuanto es propietario de valores de cambio, de dinero. Su poder social, así como su nexo con la sociedad, lo lleva consigo en el bolsillo ” (Marx, 1971:84; el subrayado es mío).

En trabajos anteriores (Iñigo Carrera, 2004 y 2005) desarrollaba el proceso de deterioro de esa relación social general entre los tobas de Namqom, un barrio periurbano ubicado a 10 kilómetros de la ciudad capital de la provincia de Formosa. Planteaba que el mismo capital que, en su movimiento, había llevado al asalariamiento –aunque más no fuera estacional– de los grupos indígenas del Chaco mediante su incorporación en diversas ramas agroindustriales, es el que ahora los excluye de manera inmediata del proceso de la producción. Los determina, así, como población obrera sobrante –o, lo que es lo mismo, como superpoblación obrera– (Marx, 2001).2 Una población sobrante estancada, en tanto una vez que ha migrado a los centros urbanos sobrevive vendiendo su fuerza de trabajo normalmente por debajo de su valor, no pudiendo, a la larga, reproducirla, ante la imposibilidad de comprar los medios de vida necesarios para reponerla con los atributos productivos materiales y mentales que tenía. Ahora bien, la migración a los centros urbanos tiene lugar sólo cuando la situación se vuelve insostenible. La superpoblación obrera rural (aquella que, habiendo sido históricamente desposeída de las condiciones materiales de existencia originarias –caza, pesca, recolección de frutos silvestres y miel–, y habiendo sido luego expulsada de manera progresiva e inmediata –ya en tanto mano de obra asalariada y/o pequeños productores mercantiles– de la producción agraria por la incorporación de la maquinaria, permanece en el medio rural bajo la forma de pequeños productores mercantiles agrarios semiproletarizados) tiene la peculiaridad de poder mantenerse en estado latente. Esta latencia consiste en la posibilidad de extender su subsistencia en el lugar de residencia, aún sin vender su fuerza de trabajo u otras mercancías, mediante la producción de medios de vida para el propio consumo (Iñigo Carrera, 2004). Recorriendo, entonces, en dirección contraria, el camino de emigración de la población rural hacia centros urbanos, este es el caso de los tobas de Misión Tacaaglé, una de las ocho colonias rurales que se encuentran comprendidas en la zona de influencia del poblado homónimo, ubicado a unos 240 kilómetros al noroeste de la capital provincial, sobre la ruta nacional N° 86 y a poca distancia del río Pilcomayo.

El proceso común de deterioro de la relación social general entre los tobas, tanto entre los pequeños productores mercantiles agrarios semiproletarizados como entre los proletarios urbanos, en otras palabras, el creciente cercenamiento de los atributos productivos de la fuerza de trabajo indígena de Misión Tacaaglé y de Namqom, encuentra su contracara en la también creciente recurrencia al Estado al momento de obtener los medios de vida.

En este sentido, el papel del Estado tiene una doble expresión, que excede, claro está, a la población indígena. Por un lado, la magnitud de la participación porcentual del sector público entre los ocupados de la provincia: es claramente significativo el peso de los asalariados del Estado insertos en la administración pública; en el año 2001, el 33,4% de los ocupados lo estaban como empleados de la maquinaria estatal. Por otro, la magnitud de la proporción de beneficiarios de programas sociales de empleo entre los ocupados: los últimos años han sido testigos de un salto en cuanto a la cantidad de beneficiarios a nivel provincial; en septiembre de 2004, unas 53.430 personas eran beneficiarias del Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados, sobre una población total de aproximadamente 486.000 habitantes.

Me interesa detenerme aquí en la segunda expresión del papel del Estado. Esto es, en que los distintos miembros de las unidades domésticas indígenas realicen buena parte de la reproducción social de su vida sobre la base del haberse constituido en beneficiarios de una sumatoria de programas sociales de asistencia a la pobreza y al desempleo. Ciertamente, una unidad doméstica de la Colonia Aborigen de Misión Tacaaglé está conformada por la que es considerada como “población objeto” de una larga serie de programas sociales de asistencia: Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados, Programa de Seguridad Alimentaria, Programa Familias por la Inclusión Social, Programa Materno Infantil y Nutrición, Plan Mayores, Programa de Apoyo Nacional de Acciones Humanitarias para las Poblaciones Indígenas, Programa Federal de Salud, Programa Nacional de Becas Estudiantiles, Programa Nacional 700 Escuelas, Fondo Nacional de la Vivienda, Programa de Provisión de Agua Potable, Ayuda Social y Saneamiento Básico, Programa de Desarrollo Social en Áreas Fronterizas del Noroeste y Noreste Argentinos con NBI, Proyecto de Desarrollo Rural de las Provincias del Noreste Argentino, Programa Agrícola de Autoconsumo, Por Nuestra Gente Todo, Atención de Pensiones No Contributivas. Lo que, traducido a números, encuentra la siguiente expresión, esta vez, para el Barrio Namqom: en 2000, más de la tercera parte de su población (el 37,6%) era beneficiaria de uno o más programas sociales (SIEMPRO, 2002).

A partir del análisis de las producciones técnicas y documentales referidas a estos programas, conjuntamente con la exploración cualitativa de su instrumentación a nivel local, este trabajo avanza sobre las modalidades que encarnan esos programas así como sobre sus supuestos, alcances e implicancias en relación con las capacidades productivas de la “población objeto” de su implementación. El problema cardinal desarrollado en este trabajo hace a las determinaciones concretas de las formas de acción y conciencia políticas de estos sujetos.

Los programas sociales de asistencia a la pobreza y al desempleo: sus modalidades y supuestos

En su gran mayoría, los programas sociales de asistencia instrumentados en Formosa están financiados, total o parcialmente, con recursos del gobierno nacional, de organismos no gubernamentales, contando incluso, en algunos casos, con financiamiento externo de organismos multilaterales de crédito. Esto revela la escasa capacidad financiera provincial: tras la magnitud del gasto público social –destinado a satisfacer necesidades de vivienda e infraestructura, educativas, sanitarias, de asistencia y previsión social– y del desarrollo de la estructura burocrática estatal, asoma una significativamente baja participación de los recursos de origen provincial en el total de los recursos corrientes, y una especialmente aguda situación de las finanzas públicas y de endeudamiento (Manzanal y Arrieta, 2000; Moore, 2003).3

Por otro lado, vistos los atributos productivos que hoy demanda de la población indígena el capital total de la sociedad (esto es, el conjunto de los capitales individuales), el complejo entramado de programas sociales de asistencia a la pobreza y al desempleo los tiene por beneficiarios sobre la base de una doble condición: la general, de población obrera sobrante; y la específica, de población indígena.

En términos generales, aparecen como objetivos explícitos de la política social el “promover la inclusión social” –o, a la inversa, “evitar la exclusión social”– de la familia en situación de “pobreza” o en condición de “vulnerabilidad social”, a través de garantizar la asistencia escolar, el control de la salud, la seguridad alimentaria, la capacitación laboral e incorporación en proyectos productivos o servicios comunitarios. La inclusión se encuentra así vinculada al “reforzamiento y pleno ejercicio de la ciudadanía”, en tanto conjunto de derechos políticos, civiles y sociales que deben alcanzar a la totalidad de la población; mientras que, a la inversa, la exclusión refiere a un acceso limitado a esos bienes y servicios básicos necesarios para tener un nivel de vida mínimo. Le cabe entonces al Estado constituirse en “garante de derechos” –a alimentación, salud, educación y trabajo– a todos los ciudadanos, “reparando las desigualdades sociales” (Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, 2003) .

Ahora bien, la manera de darle solución a los problemas sociales, expresada en una determinada política social, implica necesariamente una forma de construcción de los problemas sociales mismos (Grassi, 2003). Una y otra dejan entrever la ficción de una sociedad dual, que se presenta como evidente: incluidos/excluidos. En esta sociedad, cualitativamente distinta, la “vulnerabilidad social” –y, concomitantemente, la exclusión– es la de los indígenas (aunque también la de los pobres, mujeres, ancianos, jóvenes, niños y migrantes). Estas condiciones de etnia, sexo, edad y origen, dan forma a una heterogeneidad que, incluso, llega a presentarse como habiendo “superado la homogeneidad relativa de la generalización de relaciones «salariales»”, expresando “la fragmentación de la sociedad en grupos de orientación sociocultural diferentes”, y resultando en un énfasis analítico en “los dispositivos generadores de externalidad de los sujetos , de las formas de exclusión social y la constitución de situaciones extra-clase (sectores sociales que no se integran estrictamente a clase alguna)” (Villarreal, 1997:32-33; subrayado en el original).

Más allá de si es definida como una condición o un proceso, la antinomia inclusión/exclusión expresa una distinción (entre los que están “dentro” y los que están “fuera del sistema”) que, a la par de encontrarse ampliamente difundida en el discurso académico, político y hasta de los medios masivos de comunicación, adoptando connotaciones de lo más diversas y ambiguas, y obstruyendo el verdadero contenido de una relación en la que se encuentran implicadas clases sociales, es en sí misma una falacia. Ya he argumentado cómo, lejos de ser el de exclusión, el lugar que le está reservado a la población indígena es el de su inclusión bajo la condición de sobrante.

Todo lo cual cristaliza en una política social cuyas modalidades de asistencia a la pobreza y al desempleo, tal como toman cuerpo en la instrumentación de programas sociales entre la población del Barrio Namqom y de la Colonia Aborigen de Misión Tacaaglé, he sistematizado en tres grandes grupos. El primero de ellos, constituido por los programas que tienen por objeto la promoción de actividades produc­tivas orientadas a la venta de mercancías a la sociedad en general, es decir, a la producción de bienes que entren en el consumo social general (subsidio de la producción de algodón, instalación de ladrillerías y bloqueras, comercialización de la producción mercantil artesanal). El segundo de los grupos, conformado por los programas dirigidos a la asistencia a actividades productivas destinadas al consumo individual de quienes intervienen en ellas y el de la comunidad inmediata en su conjunto (mejoramiento de las condiciones de hábitat, vivienda e infraestructura social básica, fortalecimiento de la atención primaria de salud mediante la capacitación de agentes sanitarios, promoción de la producción comunitaria de alimentos a través de la asistencia técnica, capacitación y provisión de insumos). Por último, un tercer grupo, compuesto por los programas sociales consistentes en la provisión directa de servicios y medios de vida con vistas a sostener de manera inmediata las condiciones de existencia de “grupos vulnerables” (otorgamiento de ayudas económicas no remunerativas, pensiones asistenciales no contributivas, becas de estudio y ayuda alimentaria directa).

Tomando por base esta sistematización de las modalidades de asistencia oficial, es notoria la existencia de una tendencia consistente en sostener niveles mínimos de reproducción material de la vida –aún cuando se encuentren en implementación programas orientados al desarrollo de prácticas productivas–.4 Esta tendencia, que se manifiesta de carácter progresivo, habla de una de las expresiones del no reconocimiento de sujetos de la producción en la población indígena.

La expresión general, es decir, en tanto población obrera sobrante, está vinculada entonces al peso de la asistencia en el sentido de la política social, característico de los 90 pero vigente aún hoy.5 Sin embargo, en tanto práctica estigmatizada y estigmatizante, se procura contrarrestar ese peso mediante la incorporación de objetivos organizativos, educativos, de autoayuda o contraprestación en trabajo en los planes asistenciales de provisión de bienes y servicios básicos. Aun cuando los programas ejecutados para la promoción del empleo comprendan la contraprestación en trabajo, la capacitación laboral o, aún, la participación en microemprendimientos productivos –en gran parte de subsistencia–, las mismas se erigen simplemente en una condición formal de las transferencias monetarias. Concomitantemente, los sujetos resultan ser “beneficiarios” que reciben una “ayuda económica”, no quedando definidos entonces por la actividad productiva o de servicio en la que quedan comprendidos. A la definición de beneficiario le subyace entonces el supuesto de carencia particular, suplida estatalmente, teniendo por base una relación social de distinta naturaleza a aquella en la que se genera un ingreso (esto, aunque los beneficiarios del plan de ayuda permanezcan ocupados, en el sentido corriente del término, y sean recuperados estadísticamente en tanto tales) (Grassi, 2003).

En suma, los programas sociales, y los de promoción del empleo en particular, se instituyen, por y desde su definición, sobre la base de una relación asistencial, no productiva, expresada en contraprestaciones laborales y capacitaciones superfluas planteadas como requisito de la asistencia, e inocuas en cuanto al desarrollo de prácticas sociales productivas (Grassi, 2003). Claramente es esto lo que cuenta, a pesar del aumento registrado en el número de programas sociales referidos al desarrollo productivo y a la capacitación para el empleo en la década pasada (González Bombal, Garay y Potenza, 2003).

En consonancia con la expresión general hasta aquí desarrollada, el no reconocimiento de sujetos de la producción en la población indígena tiene una expresión que le es específica, justamente relacionada con su condición de indígena. Especificidad que, como dije, le otorga la condición de sujeto “vulnerable” legítimo de las políticas de asistencia. Esta población, históricamente construida en los términos de un enemigo interno para la consolidación del proyecto “civilizatorio”, es actualmente reconocida y afirmada –con un signo positivo– en su particularidad étnica.6 Ahora bien, ¿cuáles son los términos en que aparece ese reconocimiento y esta particularidad en la política social?

El “Marco de Planificación para Pueblos Indígenas. Proyecto de Inversión en Formación Profesional Continua y Empleo”, recientemente elaborado por el Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social de la Nación, constituye una buena ventana para avanzar sobre esa pregunta. Partiendo de tomar como antecedente el marco jurídico e institucional nacional para los pueblos indígenas, afirma la necesidad de “fortalecer las calificaciones de la población [indígena] en su condición de ciudadanos y de trabajadores”, esto es, mejorar su acceso a estudios primarios y secundarios o bien a formación profesional específica, y facilitar su inserción en experiencias laborales calificantes. En suma, el Programa de Formación Profesional Continua (a implementarse a partir de mediados de 2007) busca “eficientizar” las acciones sobre las poblaciones indígenas, en el marco de una propuesta general de “inclusión social en dispositivos de formación y empleo de la población”. Para ello, “propone un enfoque particular que permita aproximarse y actuar sobre la cuestión indígena desde una concepción de inter-culturalidad, que resulte más apropiada al contexto social de estos pueblos”, desplegando una serie de instrumentos de acción “que posibiliten y aseguren que los beneficios del mismo se extiendan a los pueblos indígenas con un enfoque basado en sus intereses, valores y pautas culturales” (Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social de la Nación, 2007).7

A la vez, el documento hace hincapié en la necesidad de la información previa y la consulta a las comunidades y sus dirigentes respecto a las acciones comprendidas en el programa, con el objeto de “obtener una mayor eficiencia y adecuación cultural de los dispositivos que se apliquen”. La participación de la “sociedad civil”, de por sí un elemento central en la política social de los 90 con declarada continuidad en la actualidad,8 adquiere un nivel de significación mayor cuando esa política implica a la población indígena.

Central en la política de asistencia al desempleo –tanto por su envergadura presupuestaria como por su nivel de cobertura–, el Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados comienza a implementarse en el año 2002. Su objeto es brindar una ayuda económica no remunerativa de $150 mensuales a los jefes/as de hogar desocupados/as con hijos menores de dieciocho años o discapacitados a cargo, “con el fin de propender a la protección integral de la familia”, asegurando la concurrencia escolar de los hijos, el control de su salud, y propiciando la incorporación de los jefes/as de hogar desocupados/as a la educación formal o su participación en cursos de capacitación que coadyuven a su futura reinserción laboral (Decreto N° 565/02). Numerosas son las agencias estatales implicadas en la coordinación, ejecución y fiscalización del programa: desde la Gerencia de Empleo y Capacitación Laboral a nivel nacional, pasando por la Subsecretaría de Empleo de la provincia, hasta la Municipalidad a nivel local. Paralelamente a la estructura estatal –e imbricándose en ella–, numerosas son también las organizaciones sociales implicadas en esa instrumentación, habiéndose consolidado en gran medida estas últimas como administradoras directas de los planes (a partir de confeccionar la lista de beneficiarios, determinar el tipo de contraprestación laboral a realizar y registrar diariamente su realización).

Ahora bien, al monitoreo llevado a cabo por los Consejos Consultivos Municipales y Provinciales, creados como parte de la ejecución del plan e integrados por representantes de los trabajadores, los empresarios y las organizaciones sociales y confesionales y por los niveles de gobierno que correspondan, se suman los Consejos Consultivos de las Comunidades Indígenas. Conformados por representantes de las comunidades indígenas de cada provincia y/o localidad, entre sus facultades se encuentran: evaluar y aprobar proyectos de actividades comunitarias y de capacitación; solicitar conjuntamente con el Consejo Consultivo Municipal la incorporación de beneficiarios de su comunidad al programa, así como sus bajas frente al incumplimiento de los requisitos o condiciones de participación; promover el programa en sus comunidades integrantes; recibir y tramitar denuncias de irregularidades en el desarrollo y ejecución del programa; proponer iniciativas para la optimización de la ejecución del programa (Resolución MTEySS N° 121/03).

Entre los considerandos sobre los que se sustenta la resolución anterior se hace referencia, una vez más, al marco jurídico vigente y a los derechos específicos por él garantizados: el reconocimiento de la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas, de la personería jurídica de sus comunidades y de la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan, así como el asegurar su participación en la gestión referida a los intereses que los afecten. Lo cual resulta en que “el Estado se encuentra obligado a considerar a las comunidades indígenas como entidades territoriales diversas de los municipios y las comunas, con su propia organización y tradiciones, [con lo que] corresponde incorporarlas al circuito de evaluación y aprobación de los proyectos a ejecutarse en el marco del Programa Jefes de Hogar”. En suma, “a los fines de garantizar el status jurídico correspondiente a las comunidades indígenas, y propender a la diversidad cultural en la ejecución de la política pública de empleo, es conveniente su inserción en el Programa como Consejos Consultivos de las Comunidades Indígenas, con atribuciones similares a las de los Consejos Consultivos Municipales o Comunales, respetando la competencia que éstos últimos poseen” (Resolución MTEySS N° 121/03).

En definitiva, lo indígena aparece en las producciones técnicas y documentales referidas a los programas sociales a partir del reconocimiento de una cierta especificidad que, más allá de otorgarle la condición de sujeto legítimo de las políticas de asistencia a la pobreza y al desempleo en tanto “grupo socialmente vulnerable”, lo erige en objeto de una acción focalizada que afianza más que nunca un contenido asistencialista. Esto, aun en un grado mayor al de otros sujetos que se encuentran en una misma posición en la relación de compraventa de la fuerza de trabajo. Así, es moneda corriente encontrar, en los distintos programas sociales, componentes referidos a la población indígena que revelan esa acentuación sobre la base de aquella especificidad.9

A la vez, el reconocimiento de una cierta especificidad a la población indígena adquiere un tinte particular: no se trata meramente de una población con capacidades productivas crecientemente degradadas, que se constituye cada vez más en sobrante, sino que se trata de una población cuya condición de sujeto de la producción ha sido históricamente negada o, cuando menos, estigmatizada y naturalizada.

“Así como mariscan en el monte, mariscan en la ciudad” , es una expresión frecuente entre los agentes de la administración pública provincial. Una expresión que opera una naturalización de esas formas productivas en tanto configuradoras de una “cultura cazadora-recolectora” a la que se borra de toda especificidad histórica, en tanto orientaría su forma actual de participar en la organización capitalista de la producción social. “ La marisca es nuestra cultura ”, suele escucharse también entre los propios sujetos indígenas. Lo cual no impide que estos sujetos cuestionen la naturalización operada desde el Estado, así como su pretendido rol de “preservar la cultura”, en su contradicción con las condiciones materiales de existencia actuales:

“Nos obligan a mantener viva nuestra cultura. Pero necesitamos el espacio para desarrollar nuestras actividades culturales, como la caza y la pesca. Lo que yo quiero es un espacio, un territorio a partir del cual desarrollar nuestra cultura ancestral milenaria. Necesito un lugar para que yo pueda practicar la caza y la pesca, para mantener viva esa, [.] porque esa es mi cultura” (referente barrial de Namqom).

La apelación a la gravitación de la “especificidad cazadora-recolectora” de los indígenas del Chaco, claramente, no se revela exclusiva de los agentes de la administración pública. La misma se halla ampliamente difundida en la producción académica sobre esos grupos, la cual encuentra en ese carácter cazador-recolector la explicación de sus actuales modalidades de inserción en el mercado. Como señala críticamente Gordillo, se atribuye a ese carácter “la importancia entre ellos de la venta de fuerza de trabajo, la dependencia a programas asistenciales y de desarrollo de organismos oficiales y no-gubernamentales (ONGs), la práctica de la mendicidad y la búsqueda en las ciudades de bienes descartados, y por el contrario la relativamente débil gravitación de la producción agrícola mercantil” (Gordillo, 1993:74-75).

La tan mentada “dependencia” para la obtención de los medios de vida aparece asimismo a la hora en que los mismos indígenas hablan de su lugar en la organización de la producción social:

“Claro, el tema es que acá a la gente le hicieron acostumbrar en el comedor. Vino la política esta, crearon comedores comunitarios, la gente se van ahí, retiran comida. Y entonces la gente ya están acostumbrados, ya le metieron la mentalidad de mostrar la bolsita de pan. O sea, al pueblo aborigen lo enseñaron de mirar a la olla. [.] La verdad nosotros necesitamos, yo necesito para comer al día, pero necesito de vivir de un trabajo digno, y, bueno, lo que gano compro para mi mercadería y con eso me mantengo. Pero no es lo que me malacostumbren ya que ellos me mantienen. [.] O sea, que la gente ya le hicieron acostumbrar totalmente. Yo creo que eso es lo que tiene que cambiar el pueblo indígena, de no vivir en la dependencia, que no seamos como la paloma de Plaza de Mayo o de los dos Congresos de la Nación” (presidente de asociación civil de Namqom).

La búsqueda de recursos ya dados –antes, naturales, ahora, asistenciales– iría en detrimento de toda forma “productiva” de transformación de la naturaleza. “No hacen producción”, es otra de las expresiones habituales; incluso entre sujetos que se encuentran en una misma posición en la relación de compraventa de la fuerza de trabajo (como puede ser un pequeño productor mercantil agrario criollo), entre quienes producir es entendido en los términos de “trabajar la tierra, sembrar, tener animales”. Es en este sentido que no resulta banal preguntarse por la posibilidad de la continuidad de la reproducción del estigma de “improductivo” en relación con la población indígena. Se ha dado sobrada cuenta de que, ya sea empuñando el hacha en el obraje maderero, el machete en la zafra en los ingenios azucareros o la azada en los algodonales, los indígenas chaqueños se constituyeron tempranamente en un reservorio de brazos baratos no especializados para la expansión del capitalismo regional. Es justamente esta condición de sujeto de la producción la que ha sido paradójica y sistemáticamente obliterada en pos del diseño del estigma de “improductivo”.

Ahora bien, detrás de la reproducción de tal estigma se esconde el hecho de que es el capital total de la sociedad el que determina qué es un trabajador productivo. Ciertamente, desde un punto de vista abstractamente general, el trabajo se revela como “la condición eterna de la vida humana, y por tanto, independiente de las formas y modalidades de esta vida y común a todas las formas sociales por igual” (Marx, 2001:136). Pero, desde el punto de vista de la organización capitalista de la producción social, productivo es sólo el trabajo que valoriza al capital –esto es, que haya adicionado más valor al capital, que el capital haya engendrado plusvalía– (Iñigo Carrera 2004). Es así como las formas de trabajo implicadas en la caza, pesca y recolección (en suma, en la “marisca”), resultan productivas desde el punto de vista material de la producción social –en tanto producen valores de uso–, y aún desde el punto de vista de la organización de la producción social a través del mercado –en tanto producen valor–, pero no lo son cuando de lo que se trata es de la producción de plusvalía, de hacer rentable al capital. Todo lo cual se le presenta a los sujetos como la simple ausencia de una “cultura productiva” o bien como la “pérdida de una cultura productiva” que alguna vez la población indígena supo conseguir (a través del aprendizaje de la agricultura). Coletazos de una ideología “civilizadora”, tendiente a la radicación del indígena a la tierra y a su “elevación económica” a través de su orientación en ciertas prácticas productivas.

Conclusión. Los programas sociales de asistencia: sus alcances e implicancias

Los atributos productivos que demanda de los grupos tobas del este formoseño el capital total de la sociedad son los de una población obrera sobrante, incluso por encima del nivel con que la necesita ese capital como factor que contrarresta la solidaridad de la clase obrera en la compraventa de la fuerza de trabajo. El Estado, en tanto representante político del capital total de la sociedad (Iñigo Carrera, 2003), históricamente ha coadyuvado a la producción y reproducción de esa población como fuerza de trabajo disponible mantenida en reserva para las variables necesidades de explotación del capital (contrarrestando, en pos de la reproducción del proceso de acumulación del capital social, la acción de los capitales individuales que sólo pueden ver en esa fuerza de trabajo la fuente para su valorización inmediata). Esto es así, desde el momento mismo de expropiación de la población indígena de sus condiciones materiales de existencia originarias, o sea, de su transformación de productores directos en trabajadores asalariados o bien en productores simples de mercancías.

La negación hasta de su ser genérico humano (Marx, 1968) encuentra, hoy, una de sus manifestaciones en que su participación en la producción social es cada vez menos bajo la forma de un salario o de la producción de mercancías –ni qué decir ya sobre la base del recostarse en sus condiciones materiales de existencia originarias–, y cada vez más bajo la forma de recibimiento de medios de vida de manera directa con el objeto de reproducir de manera inmediata su fuerza de trabajo. Esto último, a través del constituirse en beneficiarios de un complejo entramado de programas sociales de asistencia a la pobreza y al desempleo en los que su no reconocimiento como sujetos de la producción tiene una doble expresión: una que le es general, en tanto población obrera sobrante, y otra que le es específica, en tanto población indígena. No deja de ser llamativo que, siendo manifiesta la posibilidad de que ni siquiera constituya ya fuerza de trabajo de reserva para la producción capitalista, esta población continúe siendo sostenida por el Estado.

Decía, al comienzo, que el problema desarrollado en este trabajo hace a las determinaciones concretas de las formas de acción y conciencia políticas de estos sujetos. No ha sido objeto de estas páginas detenerse en el despliegue pormenorizado de esas formas en sí mismas. Sólo mencionaré que la pregunta es, en definitiva, por la posibilidad de que el no reconocimiento de sujetos de la producción en la población indígena, muchas veces bajo la forma de estigmas que son producto de una larga trayectoria histórica y que se expresan a la manera de coletazos en la política social actual, interpelando a la vez a los propios sujetos, pueda ir de la mano de la constitución de formas de organización y movilización políticas en torno a la asistencia comprendida en esa política social.

En tono con lo dicho hasta aquí, considero que la pregunta adquiere una densidad específica en la medida en que una de las formas que asume la práctica de la dominación ha sido, y aún hoy lo es, diferenciar culturalmente y etnicizar, fragmentándolas, las prácticas de clase (González et al, 2003). Podemos suponer, entonces, que la acentuación de la diferencia –con claros contenidos de esencialismo divorciados de la experiencia histórica concreta de estos sujetos– le permite al capital negociar las condiciones de compraventa de su fuerza de trabajo con cada porción de la clase obrera por separado.

Notas

1 El presente trabajo constituye una versión revisada, modificada y ampliada de la ponencia presentada en las III Jornadas de Investigación en Antropología Social de la Sección de Antropología Social, Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, UBA.

2 Al hablar de población obrera sobrante hago referencia, entonces, a la porción de la población trabajadora que es expulsada de manera inmediata del proceso de la producción como parte de la dinámica de la acumulación capitalista, constituyéndose, desde el punto de vista del capital, en ejército industrial de reserva que ejerce presión sobre la oferta de trabajo (Marx, 2001). La caída en la condición de sobrante no alcanza sólo a los vendedores de fuerza de trabajo por un salario, sino también a los productores independientes de mercancías que no pueden competir con la productividad alcanzada mediante la mecanización y tampoco encuentran una demanda normal para su fuerza de trabajo. En términos gruesos, a lo largo de los últimos 30 años, el capital ha determinado a una masa creciente de la población obrera argentina como sobrante, habiéndose consolidado el crecimiento del desempleo y del subempleo como condición normal de la economía argentina (Iñigo Carrera, 2004). Desde ya, esto no quiere decir que esta población se encuentre por fuera del sistema capitalista, o bien excluida en términos absolutos del mercado de fuerza de trabajo. Resultará de importancia tener en cuenta esta afirmación a la hora de enfrentarse en el desarrollo que sigue a las perspectivas que señalan –en términos generalmente ambiguos– la existencia de un proceso de exclusión del sistema económico y político, y a las implicancias políticas de estos discursos que “hace algo más de 20 años atrás, comenzaron apuntando a señalar una tendencia a la «desaparición del proletariado»” y que ahora hablan de “empujados sin retorno «fuera del sistema»” (Iñigo Carrera, 1999:519-520).

3 El régimen fiscal argentino, redistributivo de impuestos nacionales por el sistema de coparticipación federal, aporta a cada provincia un porcentaje de sus ingresos fiscales; al ser los índices de coparticipación mas elevados que la participación de la provincia en el PBI, estos fondos deben ser considerados como aportes exógenos, configurando un nivel de subsidio a la economía de la región. En lo que respecta a Formosa, mientras su participación en el PBI es del 0,33%, su índice de coparticipación federal es del 3,10%. A estos fondos deben sumarse recursos afectados (Fondo Nacional de la Vivienda, Coparticipación Vial) y aportes del Tesoro Nacional, con los que se sostiene entre el 80% y el 95% de los presupuestos públicos provinciales, que incluyen los gastos de las administraciones provinciales y municipales y obras públicas de igual carácter. También son recursos exógenos los aportes de programas y organismos nacionales como INTA, Programa Social Agropecuario, Fondo Participativo de Acción Regional. La mayor parte de estos fondos federales, ingresados a los circuitos económicos provinciales, generan un multiplicador primario expresado en servicios y, en menor medida, en industrias locales, de elevada incidencia en la conformación del producto bruto geográfico (Ledesma, 2000).

4 La incidencia de los Programas Agrícola de Autoconsumo y Algodón (instrumentados por el Instituto de Comunidades Aborígenes de Formosa y consistentes en la asistencia con semillas, insecticidas y asesoramiento técnico) es claramente poco significativa entre una población que ve crecientemente degradada la capacidad para producir sus propios medios de existencia. Mientras que el primero de ellos representaba en 2004 un total de 490 ha de cultivo en las comunidades, el segundo de los programas representaba un área de cultivo de apenas 975 hectáreas.

5 Esto, más allá de las diferencias que se quieran plantear: asistencia a través de la transferencia directa de bienes y servicios versus promoción de la inclusión social a través del empleo; fragmentación de la política social expresada en la dispersión y multiplicidad de planes y programas en diferentes áreas de gobierno versus integralidad de la política social expresada en la articulación de planes y programas no focalizados.

6 Hasta la reforma de 1994, el derecho constitucional argentino entendía a la población indígena como “habitantes de frontera”, con quienes había que mantener un “trato pacífico” y promover su “conversión al catolicismo”. Con posterioridad a esa reforma, se consagra la preexistencia étnica y cultural de los pueblos originarios al Estado argentino, lo cual les da un status jurídico particular. El reconocimiento de un tipo particular de ciudadano tiene una primera forma concreta en la promoción de la adscripción étnica voluntaria, más allá de la adscripción obligatoria a la ciudadanía. Se cristaliza, a la vez, en los términos contenidos en las legislaciones nacional y provinciales en tanto objetivos que, en apariencia, buscan implicar una actitud abstractamente positiva hacia la población indígena: “preservación”, “defensa”, “promoción”, “respeto”, “rescate”. Se trata de términos que hablan de un sujeto que requiere de un Estado en un rol de intervención en un grado mayor al del requerido por los restantes ciudadanos. Por otro lado, la construcción de un tipo particular de ciudadanía para el sujeto indígena también se materializa en la conformación de organismos específicos que centralizan la administración de recursos, programas y políticas vinculados a esa población, o bien en la multiplicación, al interior de la estructura burocrática de organismos de injerencia nacional, de dependencias que tienen por función atender específicamente los intereses indígenas.

7 La atribución de “pautas culturales” no compartidas por la generalidad de la población ha servido invariablemente de fundamento en la producción que hace el Estado de los pueblos indígenas. A fines de los 70, en el marco del Programa Comunitario Integral para el Lote Rural N° 68, se preveía dotar a la comunidad del Barrio Namqom de infraestructura de servicios básicos y viviendas acordes con las “pautas culturales” imperantes en una población que se concebía atravesando un “proceso de aculturación” caracterizado por “un paulatino cambio de sus pautas originales hacia formas típicas de la cultura occidental y cristiana (civilización)” (Secretaría de Acción Social, Secretaría de Planeamiento y Desarrollo e Instituto Provincial de la Vivienda, 1978). La cuestión de un “prototipo particular, adaptado al modo de vivir de los aborígenes” se reproduce casi en los mismos términos en la actualidad. El IPV se encuentra ejecutando un plan habitacional en el que las casas a edificar aparecen teniendo un prototipo especial que respondería a “respetar las pautas culturales de las etnias que habitan Formosa”, en un marco en el que se pretende permitirles “a nuestros pueblos originarios una transición hacia este mundo contemporáneo sin que abandonen sus más puras tradiciones” ( La Mañana , 26 de noviembre de 2005). Por su parte, en un folleto del ICA se leía: “atendiendo las particularidades culturales que presenta cada comunidad indígena, donde la significación que le brinda a la vivienda una cultura difiere de la otra, donde los materiales de construcción utilizados tradicionalmente responden a una historia y a un ambiente, y en las que los diseños propios son el resultante de un desarrollo histórico-social-cultural determinado, los planes habitacionales asumen esa alteridad y recepcionan esas especiales originalidades”. ¿A qué da lugar esta atención a las “particularidades étnicas”? Como me mostraran en Namqom, a la construcción de viviendas precarias de palma y adobe: “Una casa de rancho de palma con techo de chapa de cartón, pared de barro, que son las viviendas, el hábitat natural del pueblo indígena, eso es de lo que habla el ICA. Cuando dice le estamos haciendo una vivienda de acuerdo a su hábitat natural, refiere a ese rancho. Es decir, me sacan un rancho y me colocan otro rancho. [.] yo estoy de acuerdo que me cambien de lugar, pero que me den una vivienda real, hecha con materiales, con ladrillos, cemento, reboque, pero no un rancho como el que tengo. Entonces, cuál sería el cambio, como dicen ellos” (referente barrial de Namqom). En resumidas cuentas, la “preservación de la cultura” promocionada por el gobierno provincial se revela como explicativa y justificadora de la forma que adopta su política.

8 Con el deseo imaginado de la eficiencia y la transparencia –y su realización en una transferencia al nivel local de responsabilidades y costos–, los procesos de formulación, gestión y control de los programas de asistencia se operan de manera descentralizada y con la participación de los distintos niveles de la administración estatal y de diversas “organizaciones de la sociedad civil” –en los términos y según los lineamientos de los organismos multilaterales de crédito–. Si bien se han incrementado, en apariencia, los espacios para la participación de las “organizaciones de la sociedad civil”, el avance sobre el real contenido y potencialidad de esos espacios da cuenta de una participación que se revela en gran medida superficial en tanto está limitada a la ejecución de las tareas previstas para la implementación de los programas sociales. No obstante lo cual, también opera una suerte de resignificación de los términos en que es planteada la participación de las organizaciones sociales, constituyéndose esta última en eje de una movilización política en la que los recursos que provee el Estado dejan de ser vistos en los términos de favores otorgados para constituirse en derechos adquiridos a través de la acción colectiva.

9 El PRODERNEA, a través del subcomponente Fondo de Apoyo a Comunidades Aborígenes, brinda, entre otras cosas, apoyo financiero y técnico para actividades productivas en un estrato de la población considerada como caracterizada por una situación de pobreza rural crítica a través de un fondo rotatorio no reintegrable (no se trata, aquí, de un crédito, como lo es para los restantes pequeños productores agropecuarios asistidos por el programa). El PROINDER también aplica criterios de focalización adicionales a los aplicados a la generalidad de la población objeto del programa –esto es, pequeños productores pobres y trabajadores transitorios agropecuarios–, contando con un presupuesto específico para la “estrategia indígena”; mediante ésta, se refuerzan las actividades de difusión y promoción que faciliten la incorporación de esa población a los subproyectos financiados y se promueven modalidades diferenciadas en la capacitación y en la asistencia al mercadeo. El desarrollo de acciones orientadas a los indígenas –en tanto “grupo vulnerable” con “pautas productivas bien diferenciadas”– y de mecanismos que aseguren su participación en las estructuras institucionales y subproyectos productivos implicados es contemplado, por último, en el Programa Social Agropecuario.

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