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Cuadernos de antropología social

On-line version ISSN 1850-275X

Cuad. antropol. soc.  no.28 Buenos Aires Aug./Dec. 2008

 

Convenios y leyes: La retórica políticamente correcta del Estado

Ana María Gorosito Kramer*

* Departamento de Antropología Social, Postgrado en Antropología Social, Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Misiones. Versión escrita de la presentación en el Panel "Estado y demandas sociales: procesos, relaciones y sujetos", de las V Jornadas de Investigación en Antropología Social organizadas por la Sección de Antropología Social del Instituto de Ciencias Antropológicas (FFyL, UBA), Buenos Aires, 19 al 21 de noviembre de 2008.

Desde la creación del Estado nacional en la Argentina, no han sido grandes las variantes que organizaron, y aún lo hacen, la perspectiva con que han sido considerados los pueblos indígenas en el país. Para orientar las ideas de esta presentación, distinguiremos sucintamente las siguientes etapas: la que se extiende desde la organización nacional, circa 1880 y hasta 1945, en la que prevalece la dicotomía guerra/pacificación, con dos resultados posibles, a saber, el exterminio o bien la administración controlada de la inclusión, a través de la creación o el apoyo a reducciones y reservas. Desde 1945 a 1985, la segunda etapa se inicia con el reconocimiento oficial de la existencia de poblaciones indígenas en el país, al incorporarse como Estado miembro al Instituto Indigenista Interamericano, organismo de la OEA; sigue con la adhesión al Convenio 107 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en 1957; se organiza el primer Censo Indígena Nacional (publicado en 1968 y que, de hecho, constituye el único relevamiento que con ese nombre se realizará en la Argentina hasta el presente); y culmina en 1985 con la sanción de la Ley 23302 "De Política Indígena y de Apoyo a las Comunidades Aborígenes", creando un organismo específico de alcance nacional, el Instituto Nacional del Indígena. Entre 1985 y 1994, la tercera etapa se caracteriza por la creación de cuerpos jurídicos provinciales que, con diversas variantes, incorporan el concepto de participación de organizaciones indígenas en los asuntos de su incumbencia, a través de reparticiones creadas al efecto. Finalmente, la cuarta y última etapa se inicia con la reforma constitucional de 1994; en el enunciado del artículo 75, inciso 17, en el que la cuestión indígena aparece explicitada dentro de las atribuciones del Congreso (es decir, sin que merezca un título específicamente orientado al tratamiento de los pueblos indígenas u originarios, sino como delegación al cuerpo legislativo), se ratifica la adhesión al Convenio 169 de la OIT y se realiza la Encuesta Complementaria de Pueblos Indígenas entre 2004 y 2005.

Como cualquier intento de periodización, el que se presenta aquí parte de la selección arbitraria de algunos criterios para orientar la comprensión general de un proceso que, obviamente, no puede ser contenido en los cortes o momentos diferenciales que aquí estamos postulando.

Estas cuatro etapas representarían sintéticamente los marcos de la legalidad institucional del Estado con relación a tales pueblos, y bien pueden ponerse en confrontación con las que eventualmente podrían construirse por la selección de criterios diferentes, por ejemplo, los momentos y modalidades de incorporación a los mercados de trabajo regionales, la institucionalización de esquemas de educación pública y evangelización religiosa en regiones con predominancia indígena, o bien las estrategias seguidas para la incorporación de contenidos relativos a las culturas indígenas en los aparatos oficiales y sus repertorios educativos, museísticos, académicos, etc. En todo caso, estamos presentando alternativas de criterios que privilegian la perspectiva estatal, pero que podrían ser reemplazados por otros radicalmente diferentes, como los que partieran de las modalidades de acción desplegadas por esos mismos pueblos ante las presiones estatales, o las ejercidas por las sociedades regionales que ocuparon su territorio, a través de los organismos provinciales de control, protección o cambio dirigido, etc.

Una alternativa de abordaje consiste en revisar en qué medida las modificaciones legislativas indican nuevos enfoques sobre la cuestión, o cambios en la filosofía jurídica que las orienta, o en el conjunto de sus definiciones y disposiciones o, en fin, en la indicación de los procedimientos a seguir, considerados como derivaciones institucionalizadas de modificaciones localizadas en las corrientes de ideas de época con respecto a la nacionalidad, la participación de sus segmentos sociales o étnicos y otros temas relacionados.

En las reflexiones que siguen, lo que sustentamos es que, a lo largo de esas etapas, se han expresado muy limitados cambios de perspectivas, y que éstas han incidido muy escasa y fragmentariamente en las políticas públicas relativas a las poblaciones nativas.

Recordemos rápidamente la cuestión bélica, con la que se inicia esta propuesta de periodización. Aunque se la consideró clausurada en su condición de programa nacional para el control territorial y la extensión máxima de la organización de la propiedad fundiaria con las llamadas Conquista del Desierto y Campaña del Chaco, a fines del siglo XIX, todavía mereció episodios localizados ya avanzado el siglo XX (como la Matanza de las Lomitas, Chaco, en 1924), o su apelación metafórica, ya fuera desde el campo de las luchas indígenas (como en el Malón de la Paz de 1946 y su reedición en 2006), ya desde la reorganización de los fastos patrios durante la última dictadura militar, en los actos de homenaje al General Roca, a la campaña al sur y la reiterada presentación de la "Retreta del Desierto" como reafirmación peculiar de la identidad nacional y sus luchas.

De aquel momento fundante de la organización institucional del Estado proviene también el fomento en las poblaciones pacificadas, ya por pacto o por reducción, de las actividades de labranza de la tierra, del pastoreo y, básicamente, del sedentarismo y la inculcación de los llamados "hábitos de la vida civilizada". Principios de economía doméstica para las mujeres, incluyendo las labores de costura y bordado, los hábitos de higiene, en fin, una estrategia de educación que proponía el disciplinamiento para las poblaciones en general, ya se tratara de criollos, europeos inmigrantes o indios, bajo el supuesto doble de la redención por el trabajo, y de la inexistencia de éste en la vida cotidiana de dichas poblaciones, de modo que se lo concebía como producto de la mediación del Estado y de las órdenes religiosas introduciendo en estos sectores sociales el sentimiento cívico y el orden en las costumbres.

En los informes producidos por algunos legisladores, así como por viajeros europeos que recorrieron por entonces el país, o los que se redactaron para el Departamento de Trabajo durante las dos primeras décadas del siglo XX, se consignaban insistentes referencias a las crudas realidades del trabajo indígena bajo condiciones de explotación, o a su incorporación concreta a las actividades productivas regionales durante siglos. Pero ninguna de estas advertencias e informaciones conmovería la convicción legislativa en cuanto al carácter ennoblecedor y civilizatorio del trabajo, considerado como una parte de la misión innovadora estatal.

Escasamente metamorfoseada, tal concepción reaparecerá, revestida de un nuevo lenguaje, en la segunda etapa de nuestra proposición, que se inaugura en 1945 y se caracteriza por la apelación a los temas del desarrollo y la planificación. Ya no se habla de la pacificación o de la evangelización de los indios, pero subsiste la idea de su distanciamiento respecto a la nacionalidad en la voz de orden del término "integración". Tanto en los antecedentes teóricos que preceden a la reunión de los países sudamericanos en Pátzcuaro, con la tardía incorporación argentina algunos años después, así como en la letra del Convenio 107 de la OIT, la concepción dominante es la de atraer, vincular con el conjunto nacional, lo que permanece a la vez aislado y distinto. Una vez más, la óptica estatal es narcisista: prefiere atender a su condición de agente de cambio hacia venturosos porvenires (la tecnificación, la industrialización, la orientación al cambio y la modernización, etc.), antes que al orden social concreto que administra y controla.

Ya en el período de entreguerras el país había comenzado a modificarse por la aparición conjunta de dos factores mutuamente implicados: la transformación de su organización productiva y la de su composición demográfica producida por la migración interna y transfronteriza. Si bien buena parte de las acciones que alientan el primero de estos cambios es motorizada por la inversión o el endeudamiento estatal, los segmentos indígenas que se movilizan hacia los mercados urbanos de trabajo o que, según los conceptos oficiales, están procurando su "integración", lo harán de manera autónoma, a menudo como alternativa a las modalidades de incorporación cuasi serviles en sus lugares de origen o a las condiciones de subordinación que se les imponen en ellos para condicionar el acceso a la tierra, la venta de sus productos artesanales, etc.

Parte de esta visión narcisista estatal se puede observar en la metodología aplicada en el Primer Censo Indígena Nacional. Como corolario de la concepción subyacente según la cual los indios han permanecido inmunes a los efectos de la civilización y de la historia, se instruye a los agentes censales a reconocerlos en cuanto tales -y en consecuencia a censarlos- siempre que se encuentren en territorios que ocupen tradicionalmente (en tal caso, el supuesto que se oculta tras este requisito es que no hayan sido alcanzados por las políticas del control territorial y de la aplicación universal del régimen de propiedad), hablen su propia lengua (en tal caso, se supone que a lo largo de la historia del contacto no fueron alcanzados por la acción educativa misional o estatal) y conserven sus propias organizaciones (es decir, que en esos procesos no hayan sido descabezados sus liderazgos, perseguidas y suprimidas sus ideas religiosas, etc.).

Los factores que contribuyeron a modificar esta apreciación no provendrían de la academia, que suministró los marcos metodológicos (incluidas esas instrucciones) y los agentes censales para la realización del Censo Indígena. Por el contrario, fue introducida por los propios indígenas, los que integraban la masa de población que se desplazaba hacia los centros urbanos, atraída por un mercado de trabajo demandante, y comenzaban a instalarse en los suburbios y villas miseria. Fue su peregrinar por los despachos de los legisladores, por las oficinas públicas, su progresivo entrenamiento en las rutinas y estilos de la organización gubernamental para el acceso a recursos, los que constituyeron la materia de un aprendizaje y dieron el impulso de una transformación legislativa, la que se concretaría, después de años de espera y dilaciones, y tras el retorno del régimen democrático, en la Ley Nacional 23302.

Lo nuevo de esta Ley, y que nos lleva a tomarla como una etapa diferente de la anterior, es la creación de un Instituto especialmente diseñado para la concentración de la cuestión aborigen a nivel nacional en un único organismo descentralizado con participación indígena, aspecto este último cuya inclusión debe también atribuirse a la fuerza impulsora de la actividad de sus militantes, pero que en rigor debió esperar hasta su reglamentación para ser implementada. No es ajena tampoco a esta novedad en materia participativa, y que constituye efectivamente una modificación importante en las perspectivas gubernamentales que primaron hasta entonces, la imposición de los organismos internacionales de crédito, que comenzaron a requerir la consulta a los sectores sociales afectados, en forma directa o a través de sus representantes, como paso previo para la realización de acciones gubernamentales que los afectaran. Ambos conjuntos de presiones, antes que una modificación interna al aparato estatal o a las concepciones de época sobre ciudadanía y participación, serán las que progresivamente habrán de incidir en el requisito de la aceptación expresa de las poblaciones indígenas para que el Estado logre acceder al otorgamiento de préstamos para la ejecución de planes y programas de variado tipo.

Gran parte del articulado de la Ley 23302, en cambio, expresa la influencia del Convenio 107, con sus propuestas de integración de lo que se supone aislado o, al menos, todavía desagregado del cuerpo central de la nación. Supone una integración imperfecta al enunciar que se propone atender a la "defensa y desarrollo" (de aborígenes y comunidades indígenas) "para su plena participación en el proceso socioeconómico y cultural de la Nación" (Art. 1, "Objetivos").

Entre los tópicos anteriores que, reproducidos en ese texto, expresan una continuidad de concepción, se encuentra la propia dependencia del Instituo Nacional de Asuntos Iindígenas, con sede en el Ministerio de Salud y Acción Social, cartera diseñada para la formulación y seguimiento de políticas públicas para atender a las necesidades de poblaciones vulnerables. El peso en cuanto a los objetivos está puesto en el "fomento (a la puesta en producción de la tierra) ya sea agropecuaria, forestal, minera, industrial o artesanal", con lo que una vez más se enfatiza la promoción de la producción y el trabajo, junto con los planes de enseñanza y protección de la salud. En este último aspecto, se trata de implementar los planes comunes de educación con el agregado de la enseñanza de técnicas modernas para el laboreo de las tierras y la industrialización de productos.1

La ley deja en suspenso el difícil problema de hacer efectivas sus intenciones de garantizar la identidad cultural, a través de estrategias de transmisión escolar que postulan inicialmente mono y posteriormente bilingües, puesto que no se dispone de conocimientos sistematizados y accesibles que permitan sostener tal propósito. Tampoco prevé, como alternativa a este impasse entre intención y acción eficaz, la introducción de algún párrafo que se refiera a la necesaria participación en las prácticas escolares de los adultos indígenas, conocedores de la lengua y la cultura propias, para darle visos de aplicación práctica a este tramo del articulado.

Donde sí hay referencia expresa es en la formulación de los objetivos y acciones de los planes de salud. En tal caso, la mención a "personas que a nivel empírico realizan acciones de salud en áreas indígenas", así como a la "formación de promotores sanitarios aborígenes especializados en higiene preventiva y primeros auxilios" (Art. 21, incisos f y g), refuerza simultáneamente que, en cuanto a conocimientos sobre prevención y atención de la salud, todo debe ser enseñado; que, aún así, el conocimiento que pueda transmitirse a los aborígenes sólo podrá habilitarlos para cumplir funciones menores y subordinadas dentro del sistema; que las prácticas médicas indígenas son estrictamente empíricas (y con ello, desgajadas de respaldos y trasfondos reflexivos, cumplidas como meras rutinas) y que son patrimonio individual de "personas", y en consecuencia descontextualizadas, tanto de cuerpos de saberes colectivos, como de relaciones simbólicas entre planos, dimensiones y manifestaciones de una organización particular del conocimiento.

Merece la pena recordar que entre los tópicos de enseñanza se recomiendan los relativos a la teoría y práctica del cooperativismo (Art. 15, inciso c). La cuestión no es antojadiza, porque guarda estrecha relación con las modalidades jurídicas de reconocimiento e inscripción de las comunidades, puesto que aquéllas que alcancen el reconocimiento tras el otorgamiento de la personería jurídica, habrán de regirse "de acuerdo a las disposiciones de las leyes de cooperativas, mutualidades u otras formas de asociación contempladas en la legislación vigente" (Art. 4), y es también por dicho motivo que un representante de la Secretaría de Acción Cooperativa integrará el Consejo Asesor.

En ausencia de especificación acerca de la modalidad bajo la cual se expedirán los títulos de propiedad de las tierras, parece ser también la figura de la cooperativa la que subyace en la Ley en cuanto a este tema, incluyendo la eventual disolución de la misma. Este crítico tema, expuesto en el artículo 13, que expresa "En caso de extinción de la comunidad o cancelación de su inscripción (...)", es una sutil reelaboración de la eventual desaparición de una etnia indígena, ya sea en términos físicos o en términos jurídicos, algo que puede traducirse sin metáforas como genocidio o etnocidio. En la pluma de los legisladores, nutrida en el tintero de la organización cooperativa, la hipótesis deriva simplemente en una eventual extinción de la voluntad colectiva a la acción común, con lo cual el drama de la desaparición de un pueblo es reemplazado por la renuncia de los individuos a mantener actualizado un contrato de coparticipación.

Aunque, como se ha dicho, no hay mayor especificación en la Ley acerca de cuál será la entidad a cuyo nombre se expedirán los títulos de propiedad, un tema que en el texto es extremadamente ambiguo, pero en el que se definen dos formas, una colectiva y otra individual, subyacen en cambio con singular claridad los siguientes criterios: en ambas situaciones, la tierra debe ser puesta en producción en forma personal por los miembros de comunidades o familias, y en caso de que un miembro "las abandone", perderá todo derecho de reclamo sobre las mismas (Art. 12, inciso a, y Art. 13). Es decir que ser indio, en el texto de la Ley 23302, equivale a formar parte de la población rural, a trabajar la tierra (una vez más, el ideal del ennoblecimiento por el trabajo) sin contratación de personal, y mantenerse fijado a ella como sustento de su derecho. Con lo cual, lo que no consiguió la historia fijando a los indios al suelo, lo procura la Ley inhibiendo a la dinámica de la historia gracias al rigor estabilizante de la disposición. Y de paso, anula cualquier pretensión de asimilar tierra indígena a territorio étnico.

Este arcaísmo se reitera al especificar la participación en el Consejo Asesor de un representante de la Secretaría de Cultos y de la Comisión Nacional de Áreas de Frontera (Art. 5, parte II, incisos d y e), tópicos que remiten a las únicas definiciones de lo indígena contenidas en el texto de la Constitución de 1853, todavía vigente por esos años.2

Por otro lado, y a pesar de que los resultados del Censo Indígena habían comprobado, con variable eficacia, la existencia de colectivos diferenciados, con sus localizaciones regionales en cada provincia, la Ley persistirá en referirse a estos agrupamientos en cuanto grupos familiares,3 comunidades e individuos, y no como pueblos, y proveerá su definición también en 1989. Es recién en la cuarta etapa cuando se comienza a manifestar la tensión entre ambas designaciones: pueblos o comunidades.

Como hemos anticipado, esa cuarta etapa está marcada por la reforma constitucional, y buena parte del contenido del Art. 75, inciso 17, proviene de la activa participación indígena junto a los constitucionalistas para asesorar e impulsar su redacción. ¿Cuáles son las novedades que realmente incorpora, en contraste con los abordajes anteriores? El primer párrafo del inciso, que reza "reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos", ha sido celebrado como una conquista innovadora. Sin embargo, el enunciado es ambiguo: hay quienes afirman que esa preexistencia se refiere a que su existencia es previa a la creación de la nación argentina, pero el final de la frase parece poco propicio a tal lectura, ya que el texto establece "pueblos indígenas argentinos", por lo cual la argentinidad sigue precediendo a la proclamada preexistencia. La sustancia argentina en singular, asume las formas variadas y plurales de la indianidad, con lo que el enunciado es circular. De este juego de palabras, lo que se obtiene como novedad es que por primera vez se los denomina "pueblos", pero la naturaleza colectiva aludida en el término se disuelve unas pocas frases después, en una reiteración del precepto contenido en la Ley 23302: "reconocer la personería jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan (...)".

En consecuencia, hay un fuerte contraste entre el enunciado ambiguo de esos "pueblos indígenas argentinos" y la especificidad legal de las comunidades, reconocidas en la medida en que hayan obtenido la personería jurídica o, lo que es lo mismo, cumplido los requisitos necesarios para llegar a ser, para adquirir existencia.

En cuanto a la posesión y propiedad de la tierra, ya no aparece como alternativa la propiedad individual, pero no queda claro quién será titular del derecho: ¿el pueblo o la comunidad? En el orden del texto es esta última, porque el pueblo como concepto queda preso de la extrema ambigüedad del enunciado inicial. El mismo efecto ambiguo limita la extensión de la siguiente atribución del Congreso: "Asegurar su participación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afectan"; esos "su", "sus", ¿serán atributos ejercidos por los pueblos o por las comunidades?

Lo que no puede soslayarse es que estos enunciados constituyen atribuciones del Congreso, y que en esta condición pueden ser ejercidas o no por dicho cuerpo, ya que no se trata de obligaciones. En situaciones tan sinuosamente definidas suele hablarse de la prudencia del legislador. Sólo que en este caso la prudencia constitucionalista puede llegar aún mas lejos. Como se sabe, el Congreso en la Argentina está compuesto por dos cuerpos colegiados, la Cámara de Diputados y la de Senadores, siendo este último el de la representación provincial, en la república federal. De modo que se trata de un caso extremo del celo del constitucionalista el que este controvertido inciso termine expresando que "Las Provincias pueden ejercer concurrentemente estas atribuciones", frase que da el toque final a este monumento a la ambigüedad, al "anuncio pero no confirmo ni ordeno", que es el enunciado actual de aquello que la Nación Argentina admite como reconocimiento a las organizaciones étnicas del pasado pre-nacional.

Si tan magras son las modificaciones introducidas en la Carta Magna, más pobres son aún las novedades que se introducen en 1996, cuando por Resolución Ministerial 4811 se establecen los requisitos para la organización del Registro Nacional de Comunidades Aborígenes, RENACI. Como se advierte, nada en la redacción se refiere a pueblos, sino a comunidades. Dentro de los que se presentan como sencillos pasos para obtener la personería jurídica, los miembros de la comunidad deben presentar la nómina de sus integrantes y el grado de parentesco que los liga. Queda claro entonces que pueblo y comunidad no son en absoluto sinónimos, salvo que por "pueblo" se entienda alguna dimensión exagerada de la familia extensa de los antropólogos. Por otro lado, que la comunidad será reconocida como indígena si presenta, además de su nombre y ubicación geográfica, una reseña sobre su origen étnico cultural e histórico, acompañada de documentación de respaldo (siendo reseña y documentación, obviamente, estilos de amanuense propios de las sociedades nacionales, de sus repertorios escritos y de su actividad archivística, muy valorados en la cultura occidental, o mejor, en los sectores letrados de ésta, con posibilidades técnicas y edilicias para la conservación de registros, memorias y otros repertorios).

Reiterando, sin mencionarlo, el modelo de las sociedades cooperativas, clubes y organizaciones vecinales, esto es, las formalidades de las asociaciones sin fines de lucro de la sociedad nacional, la documentación presentada deberá describir las pautas organizativas, los medios de designación y remoción de autoridades, así como los de integración y exclusión de miembros. Es decir, los mecanismos por los cuales algunos "parientes" pueden formar parte de la comunidad y otros excluirse. Esta vez no se hace necesario que cada comunidad reitere su inscripción, y en lugar de su extinción se menciona su vigencia: la personería tendrá validez mientras exista la comunidad o se sigan respetando las pautas organizativas descriptas en la documentación, en buen romance, mientras continúe siendo un grupo de gente emparentada congelada en los fríos marcos de la atemporalidad.

Esta insistencia en modelos de pensamiento, traspuestos a la legislación o a las ordenanzas y demás documentos reglamentarios, se producía cuando ya se había discutido y aprobado en la Organización Internacional del Trabajo, con sede en Ginebra, el Convenio 169 (del 7 de Junio de 1989, "Sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes").

Algunas de sus consideraciones, puestas en contraste con los tópicos por los que seguía circulando el Estado argentino, ilustran la arcaicidad del pensamiento de los legisladores y funcionarios del área. Revisemos unos pocos. En relación con la cuestión de la identidad, el Convenio dice: " La conciencia de su identidad indígena o tribal deberá considerarse un criterio fundamental para determinar los grupos a los que se aplican las disposiciones del presente convenio " (OIT, Convenio 169, Art. 1, inciso 2). En contraste, en la Argentina se planteaban (y aún lo hacen), dos series de criterios: por un lado, la antigüedad de la entidad indígena como condicionante del auto reconocimiento (" Se considerarán indígenas a las familias que se reconozcan como tales, siempre que desciendan de poblaciones que habitaban el territorio nacional a la época de la conquista o colonización ", Ley 23302, Art. 2), unida al carácter eminentemente parental de los lazos que la vinculan, y en segundo lugar, la persistencia de los llamados "modos tradicionales de organización".

Mientras en la Argentina el acceso a la tierra en títulos de propiedad está mediado por el Registro previo de las unidades organizativas localizadas, denominadas Comunidades Indígenas, y posteriormente garantizado por el trabajo productivo y la residencia continuada en ese espacio, el Convenio liga el concepto de "tierra" al de "territorios" y a su cualidad de soporte de los valores del pueblo indígena. Así, afirma que "La utilización del término tierras en los Artículos 15 y 16 deberá incluir el concepto de territorios, lo que cubre la totalidad del hábitat de las regiones que los pueblos interesados ocupan o utilizan de alguna otra manera ". (Parte II, Tierras, Art. 13).

El artículo siguiente se refiere a la modificación de esos territorios a partir del desplazamiento forzoso, la expropiación resultante de su conquista, etc., es decir, el efecto de los procesos históricos, así como las situaciones de pueblos que, por características de su organización, no incorporaban concepciones del espacio que incluyeran delimitaciones territoriales.

"Deberá reconocerse a los pueblos interesados el derecho a la propiedad y de posesión sobre las tierras que tradicionalmente ocupan. Además, en los casos apropiados, deberán tomarse medidas para salvaguardar el derecho de los pueblos interesados a utilizar tierras que no estén exclusivamente ocupadas por ellos, pero a las que hayan tenido tradicionalmente acceso para sus actividades tradicionales y de subsistencia. A este respecto, deberá prestarse particular atención a la situación de los pueblos nómades y de los agricultores itinerantes " (Art. 14, inciso 1).

Siempre sobre el mismo tema, y en lugar de las prescripciones relativas a la inembargabilidad, inajenabilidad y demás formas de transmisión de la propiedad, que el régimen jurídico argentino incorpora como medidas casi tutelares de protección de un bien que podría ser perdido por los beneficiarios -dado que el legislador presume, aunque no explicita, incapacidad para percibir los engaños de los especuladores o las ambiciones de algunos de sus integrantes-, el Convenio prevé la responsabilidad colectiva de los pueblos indígenas sobre esas tierras/territorios y la plena capacidad étnica de su administración y sucesión hereditaria, indicando: "Deberán respetarse las modalidades de transmisión de los derechos sobre la tierra entre los miembros de los pueblos interesados establecidas por dichos pueblos ". (Art. 17).

Además de los contrastes, resuenan fuertemente los silencios de la legislación argentina en relación con el Convenio. Por ejemplo, en lo que se refiere a la usurpación de todo o parte de los territorios indígenas y de sus recursos naturales, el Convenio dice que " La ley deberá prever sanciones apropiadas contra toda intrusión no autorizada en la tierra de los pueblos interesados o todo uso no autorizado de las mismas por personas ajenas a ellos, y los gobiernos deberán tomar medidas para impedir tales infracciones " (Art. 18), un tema que actualmente ha tomado estado crítico con la extensión de los desmontes forestales -aún en el período de vigencia de la flamante Ley de Bosques-,4 la explotación de recursos minerales, la instalación de emprendimientos turísticos para sectores de alto poder adquisitivo, así como el uso, cercado y contaminación de los cursos de agua, entre otros.

Otros silencios u omisiones significativas son los que implican el reconocimiento y potestad de las normas de derecho consuetudinario de dichos pueblos, y sus relaciones con el derecho en cada país (Art. 8), sobre las modalidades de consulta y necesaria participación de esos pueblos en las decisiones o acciones que los afecten y el principio del consentimiento libre e informado (Art. 6, inciso 1.a).

El propio concepto de "pueblo", tan rápidamente desplazado por el de comunidades en la Constitución reformada argentina, tal vez por su ligazón semántica con el fantasma del separatismo, la presunción de autonomías, y toda otra amenaza de secesión territorial y de atentado a la soberanía nacional, sin duda omnipresentes en los legisladores argentinos como rémoras de la visión decimonónica de los "indios enemigos", queda resuelto en la Convención en un enunciado muy simple: " La utilización del término 'pueblos' en este Convenio no deberá interpretarse en el sentido de que tenga implicación alguna en lo que atañe a los derechos que pueda conferirse a dicho término en el derecho internacional " (Convenio 169, Art. 1, inciso 3).

El Convenio fue aprobado por el Congreso Nacional por Ley 24071 del 4 de marzo de 1992, en uso de las atribuciones del Congreso reconocidas por la Constitución Nacional vigente entonces, en el Art. 67, inciso 19. El reconocimiento, sin embargo, dejaba incompleto el trámite de incorporación como norma legal, y es probable que fuera celebrado apenas como un gesto ceremonial dentro de los fastos del Quinto Centenario, privándolo de eficacia real. Esto se produjo recién en el año 2000, cuando la Argentina ratificó su adhesión ante la OIT, y dentro de las atribuciones previstas para el Congreso por la Constitución Nacional reformada de 1994 (Art. 75, inciso 22, de la reforma de 1994).

Algunas pruebas más pueden aportarse a esta demostración acerca de la lentitud y reluctancia con que el Estado argentino ha incorporado los cambios que el pensamiento occidental ha ido acuñando en este último siglo y medio, y que tan poco han impactado en la modificación de las estructuras institucionales, particularmente en el campo del derecho y en el de los organismos estatales responsables de atender a la problemática indígena. De la misma manera, su insistencia en concebir la realidad social y cultural desde una dimensión paralela e impermeable a las evidencias de las reivindicaciones indígenas y de los ya muy abundantes estudios, diagnósticos, informes y recomendaciones generados por sus sectores académicos y sus cuerpos de investigadores, muy frecuentemente desde instituciones del propio Estado nacional. Esa impermeabilidad a los procesos sociales que, en esta materia, también son denunciados por sus comunicadores sociales, volcados a la producción artística en los más diversos campos, no puede encontrar explicación alguna más que en la propia índole del Estado y su particular filosofía social.

La duplicidad entre el enunciado retórico y la reglamentación conservadora y tradicionalista que rechaza o encubre una vocación por el desconocimiento de la realidad social que en materia indígena caracteriza al Estado nacional argentino, se pone especialmente de manifiesto en el modo como registra los datos de población y que surgen por el contraste entre los propios documentos oficiales. Uno de ellos es el material instructivo que acompaña al texto de la Ley 26160, de noviembre de 2006, "De emergencia en materia de posesión y propiedad de la tierra que tradicionalmente ocupan las comunidades indígenas originarias", sancionada en un contexto de alta conflictividad en diversas regiones de nuestro país, generadas por el auge de las explotaciones para la producción de commodities , la expansión consecuente de la frontera agraria y un notable proceso de concentración de la propiedad que aún debe ser estudiado más a fondo. El breve articulado prevé el relevamiento técnico, jurídico y catastral de la situación dominial de las comunidades, y a ese efecto suspende por el término de cuatro años las acciones judiciales de desalojo que pudieran haberse emprendido contra ellas. El voluminoso y complejo instructivo introduce información cuantitativa sobre los pueblos indígenas de la Argentina según diversas fuentes, organizadas por provincias y por definición étnica. Allí se cita el Registro Nacional de Comunidades Indígenas, RENACI, con 27 pueblos originarios distribuidos en 208 comunidades (como se recordará, estas últimas unidades de registro y reconocimiento), que aglutinan 10307 familias y 49924 personas. La cifra contrasta fuertemente con la proporcionada por la organización católica ENDEPA, Encuentro Nacional de Pastoral Aborigen, que se incluye también en el instructivo y que cuenta 17 pueblos originarios y una cantidad indeterminada de lo que genéricamente se agrupa bajo el rótulo de "indios urbanos", replicando la relación de la condición de indianidad con la vida rural que ya se ha señalado en los textos oficiales. El mismo Instructivo aporta finalmente los datos, por entonces provisorios, de la Encuesta Complementaria de Pueblos Indígenas tomada entre los años 2004 y 2005, cuyos registros se basaban en el auto reconocimiento de las poblaciones encuestadas, y según la cual existirían 31 pueblos originarios en el territorio nacional. No puede menos que admirarse la prolijidad con que se anotan en un documento oficial estas tamañas disparidades, a pesar del largo camino recorrido por la Argentina en materia de política indígena, y los dispositivos de control y confinamiento que hemos revisado hasta aquí en los textos legales, y en los que hemos obviado otros de dinámica social, expresados en los juegos de poder y manipulación de las representaciones indígenas, la creación de liderazgos alternativos y las muy variadas formas del clientelismo, para nada anuladas sino, por el contrario, azuzadas por las exigencias de participación y consentimiento informado que comenzaron a imponerse crecientemente desde la década del '80 hasta la actualidad.

Sobre las modalidades de instrumentación de la Encuesta Complementaria de Pueblos Indígenas, una addenda al Censo Nacional de Población que confirma la óptica estatal tradicional, resignando el tema indio a un segmento diferenciado y excluido del conjunto de su población, comienzan a conocerse más detalles en los análisis todavía exploratorios de Pilar Barrientos, alumna del Programa de Maestría en Antropología Social de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA).

Sobre los conflictos y problemas desatados por esta espesura de reglamentaciones, particularmente desde la sanción de la Ley 23302 hasta el presente, la colega Ana María González ha desarrollado un interesante trabajo que fue sometido a discusión hace unos meses, durante las sesiones del IX Congreso de Antropología Social, en Posadas. Coincido con esta autora en la importante acción de las organizaciones indígenas en impulsar interpretaciones de los textos legales que logran, paulatinamente, avances dentro de las estrechas posibilidades que abren sus enunciados, así como la influencia positiva que ejerce la interpretación de jueces, dispuestos a quebrar las rutinas de sus decisiones y a avanzar por caminos innovadores en la justificación de sus dictámenes.

Con las dos colegas nombradas, coincido también en que, salvo honrosas excepciones, estos temas no son frecuentados en nuestros foros académicos con la sistematicidad y urgencia que merecen, ni son tampoco merecedores de espacios de formación disciplinaria de las cohortes estudiantiles.

Resumiendo lo planteado hasta aquí, la cuestión indígena en la versión estatal se ha planteado, y lo sigue haciendo, desde conceptos amplios y genéricos (Pueblos Indígenas, Pueblos Originarios), que se particularizan sólo bajo la forma de comunidades de base parental, localizadas, preferentemente rurales, orientadas a las actividades de producción familiar como expresión de los lazos que las nuclean. Los criterios que sirven para definirlas en cuanto tales son los de la tradición, expresada en sus localizaciones, formas organizativas y lengua. No ha conseguido todavía surgir con fuerza, y expresada en programas de mediano plazo, respaldados en partidas presupuestarias racionalmente administradas y suficientes, la problemática instalada por las exigencias constitucionales en materia de Educación Intercultural Bilingüe, que por ahora parece sustentada en una ilusoria continuidad de una oralidad nativa intacta, y en el descuido de las formas de imposición que pueden resultar de su paso a la escritura y a la transmisión de contenidos culturales a través del material impreso.

El ideal de auto reconocimiento, explícito en los convenios internacionales como único requisito de aceptación de su singularidad y de su condición de interlocutor ante el Estado, se proyectó en la modalidad asumida por la Encuesta Complementaria, ya comentada, pero en los demás planos transita todavía por una provisoria legitimidad, sospechada de oportunismo e improvisación para el acceso a la tierra y otras políticas diferenciales.

Los planes de salud, de educación, y las modalidades de administración de justicia, no han relativizado los saberes consagrados por la organización republicana para reconocer la existencia y eficacia de las modalidades que los pueblos indígenas arbitran en cada caso. En los dos primeros, se entrena a los indios para ser auxiliares de los profesionales de cada una de estas áreas; en la administración de justicia, son muy contados los casos en los que se admite un lugar para la resolución de conflictos dentro de los principios nativos del derecho no escrito, consuetudinario.

Una cuestión suplementaria, aunque no menor, es la que afecta al lenguaje políticamente aceptado para referirse a los pueblos indígenas. Estas entidades colectivas son designadas alternativamente como "etnias", "pueblos" o "comunidades". A menudo, se asiste a pseudo debates en torno a su calificación, alternativamente "indios", "indígenas", "aborígenes", "amerindios" o, más recientemente, "originarios". Es mucho más raro, y a menudo contestado como un término inapropiado, la utilización del término "nación". Este último, al ser apelado, pareciera reconstituir bajo el signo del enfrentamiento bélico el fantasma de la frontera entre lo propio y lo radicalmente diverso, en los cauces en los que se ha concebido en los círculos oficiales y en la ideología nacional argentina la cuestión de la frontera. La reforma constitucional, que suprimiera el escueto párrafo dedicado en la Constitución de 1853 a los indios, y en los que precisamente se refería a la evangelización y a la frontera, implicando simultáneamente su paganismo y su potencial peligro para la soberanía territorial, no ha resuelto totalmente el segundo de estos temas al considerar la cuestión indígena.

Aún hoy, aplicar a estas entidades colectivas el concepto de nación es resistido porque supondría poner en juego la noción muy arraigada de integrar una única nación, la Argentina, diferente de otras y territorialmente soberana, apenas con clivajes sociales de diferente tipo en su interior.

Notas

1 La Ley 23302 se modificó parcialmente por Ley 25799, sancionada el 5 de noviembre del 2003, que refiere a planes de vivienda rural y urbana, y a principios de conservación de la cultura, previendo la inserción socioeconómica de las comunidades aborígenes, relacionándola con proyectos de generación de infraestructura social básica y posicionamiento económico de la base primaria. El texto habilitó a la aplicación de proyectos de inversión en infraestructura y en capacitación política y económica, con financiamiento internacional.

2 En 1989, el Decreto 155 da forma a la estructura jurídica del INAI. Gran parte de los debates posteriores entre este organismo y los pueblos se relacionarán con la participación efectiva indígena en el Consejo Asesor o en el de Coordinación, en sus funciones, en el modo de elección de los representantes, y hasta en el nombre que tendrá el cuerpo que conformen, llamado Consejo Consultivo Indígena (Resol. 484/01), Comité Ejecutivo de los Pueblos Indígenas Argentinos, CEPIA (Res. 31/03), o Consejo de Participación Indígena, CPI (Res. 152/04).

3 Se considerarán indígenas a las familias que se reconozcan como tales, siempre que desciendan de poblaciones que habitaban el territorio nacional a la época de la conquista o colonización y, finalmente, siempre y cuando hubieran completado su inscripción mediante un Registro de Comunidades Aborígenes.

4 Ley 26331 "Presupuestos mínimos para la protección ambiental de los bosques nativos", de noviembre de 2006 y sancionada en noviembre de 2007.

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