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Cuadernos de antropología social

versión On-line ISSN 1850-275X

Cuad. antropol. soc.  n.31 Buenos Aires ene./jul. 2010

 

La parte ideal de la crisis: Los mineros cooperativistas de Bolivia frente a la recesión

Pascale Absi*

* Doctora en Antropología, Investigadora del Institut de Recherche pour le Développement (IRD), equipo "Trabajo y mundialización" (UMR 201, IRD/Universidad Paris 1). Dirección electrónica: pascale.absi@ird.fr .

Fecha de recepción: 8 de diciembre de 2009. Fecha de aprobación: 12 de abril de 2010 .

Resumen

Aun en las situaciones más precarias, las respuestas a las crisis económicas no se limitan a la resolución práctica de la supervivencia. Ellas movilizan imaginarios, representaciones morales, así como experiencias previas que dan sentido a los acontecimientos y organizan las estrategias. Partiendo de esta constatación, este artículo se propone analizar la parte "ideal" de la recesión global a través de la experiencia de los mineros cooperativistas de Bolivia, cuyas lógicas de interpretación coinciden poco con los análisis forjados desde el empleo asalariado y el centralismo del Estado. De esta manera, la crisis se revela como un contexto heurístico particularmente rico para entender las representaciones del mercado y del trabajo de los actores sociales. De hecho, veremos que para los mineros, el desmoronamiento del mercado minero fue menos desestructurante que la bonanza inédita que le precedió. Una constatación que recuerda que el enriquecimiento brutal es tanto una crisis del sistema liberal como la recesión.

Palabras clave: Bolivia, Cooperativas, Mineros, Representaciones sociales, Trabajo, Dinero

The ideal side of the crisis. Mining cooperative members facing recession

Abstract

Even in the most precarious situations, the responses to the economic recessions are not limited to the practical application of survival resolution. These answers generate imaginaries, moral representations and prior experiences that give sense to the events and organize strategies. Taking this fact into account, this paper proposes to analyze the idealistic aspects of the economic global crisis through the experiences of the cooperative workers in the mines of Bolivia. Their logic of interpretation is far from those proposed by the salary and the welfare State. Thus, the crisis appears as an ideal heuristic situation to understand market and labour representations of the social actors. As a matter of fact, we can observe that for the Bolivian miners the breakdown of the miner's market was less traumatic that the previously unseen prosperity. This assessment reminds us that the sudden excessive accumulation of wealth can be a crisis equal to that experienced by the economical recession.

Key words: Bolivia, Cooperatives, Miners, Social Representations, Work, Money

A parte ideal da crise: Os mineiros cooperativistas de Bolívia frente à recessão

Resumo

Nas situações mais precárias, as respostas a crises econômicas não se limitam a soluções práticas de sobrevivência. Mobilizam imaginários, representações morais, bem como experiências prévias que dão sentido aos acontecimentos e organizam as estratégias. Partindo desta constatação, este artigo se propõe analisar a dimensão "ideal" da recessão global através da experiência dos garimpeiros cooperativistas da Bolívia, cujas lógicas de interpretação pouco coincidam com as análises feitas por empregados assalariados e pelo centralismo de Estado. Desta forma, a crise se revela como contexto heurístico particularmente rico para entender as representações do mercado e do trabalho pelos atores sociais. Assim, veremos que para os garimpeiros, o desmoronamento do mercado de minérios foi menos desetruturante que a fartura inédita que o antecedeu. Uma constatação que lembra que tanto o enriquecimento brutal, como a recessão, são crises do sistema liberal.

Palavras-chave: Bolivia, Cooperativas, Mineros, Trabalho, Representações Sociais, Dinheiro

Introducción

El carácter asombroso de la crisis financiera no se debe únicamente a su impacto en la producción, el empleo y el ingreso. Vista desde las plazas financieras, desestabiliza el mito del liberalismo como estado natural y sostenible de la economía. ¿Pero qué sentido puede tener la crisis desde el punto de vista de las personas que nunca han tenido un trabajo estable, ni se han beneficiado de políticas de empleo y cuya relación con el sistema bancario es inexistente, o se limita a las cuotas de un micro-crédito?, ¿Cómo la recesión va cobrando sentido en trayectorias donde la crisis —la de la inestabilidad del empleo y de los ingresos— es permanente y donde, en ausencia de cobertura social, cualquier percance repercute brutalmente en los niveles de vida y en el empleo?, ¿Cómo los contextos locales dan un sentido y un valor particular a los procesos económicos globales?.

No estamos sugiriendo que la naturaleza de la crisis pueda comprenderse únicamente en términos de representaciones, o que sea la suma de ellas. Éstas organizan, sin embargo, las respuestas de los individuos, de los grupos sociales, pero también de las instituciones, quienes a fin de cuentas dan cuerpo a los procesos económicos. De esta manera, el estudio de las representaciones no constituye solamente una prioridad sociológica: la de poner a las personas y sus vivencias en el centro del análisis. Al enfocarse en un factor central del funcionamiento de los mercados, es también una prioridad metodológica para comprender el despliegue de las crisis. Por lo tanto, la intención de este artículo es reflexionar sobre la construcción "ideal"1 de la crisis y su impacto en las estrategias de los actores a través de la experiencia particular de los mineros cooperativistas de Potosí. Sus lógicas de interpretación coinciden poco con las de los análisis forjados desde el empleo asalariado y el centralismo del Estado. Sus prácticas desplegadas en un contexto de precariedad relativizan también el contenido supuestamente universal de los status quo afectados por la recesión. De hecho, veremos que para estos trabajadores, el desmoronamiento de las cotizaciones de los minerales fue menos crítico que el alza que le precedió. Los datos de campo en los que se basa el análisis fueron recogidos entre enero y agosto de 2009, es decir, en plena crisis minera.

La crisis: una dinámica constitutiva de las cooperativas mineras

"Ustedes hacen crisis y nosotros cooperativas", me dijo hace ya varios años un dirigente de la Federación de las Cooperativas Mineras de Bolivia. Es cierto que el sector siempre ha servido para absorber a los buscadores de empleo.2 Su historia se remonta a los años 1930 y a la organización de los primeros sindicatos de kajchas3 en Potosí. Excluidos de las filas de las grandes empresas, los kajchas habían obtenido de los propietarios la concesión de minas marginales a cambio de un tercio de su producción. A lo largo del siglo XX, este modo de producción original se fue difundiendo en el territorio boliviano con el consentimiento de los sucesivos gobiernos, quienes dieron la bienvenida a esta externalización de la gestión del empleo. Desde la nacionalización de las minas en los años 1950, es el Estado quien concede las minas a los kajchas . La retención sobre la producción se redujo considerablemente, pero la forma de trabajo siguió siendo la misma. Tampoco se transformó cuando, a partir de los años 1960, los sindicatos de kajchas pasaron a ser cooperativas mineras. Al igual que los kajchas , los mineros cooperativistas de hoy organizan libremente su producción. A cambio de una cuota de admisión (entre 1.000 y 3.000 dólares) y de un porcentaje sobre sus ventas, eligen trabajar solos o en equipo, con o sin empleados, comercializan sus minerales y son los únicos responsables de sus ganancias y pérdidas. Desde el fin del monopolio del Estado sobre el comercio de los minerales a mediados de los años 1980, la cooperativa ya no es el intermediario obligado en la venta de la producción; decenas de pequeños ingenios privados compran los minerales. Así, y contrariamente a lo que la denominación podría sugerir, el principal rol de la cooperativa es el de asegurar el acceso de sus socios a las minas alquiladas al Estado.

En 2009, existían unas 560 cooperativas mineras en Bolivia y 30 en la montaña -el Cerro Rico de Potosí- donde realicé el trabajo de campo (APEMIN, 2008). El número de socios es potencialmente infinito, al igual que las galerías subterráneas.4 Ellos generalmente empiezan como peones (pagados por día o por tarea) asignados a las tareas más penosas, luego pasan a ser "segunda mano" de un cooperativista a cambio de un porcentaje de la producción. Finalmente, son los mercados —del mineral y del trabajo— los que regulan, día a día, el número de minas y de mineros activos, así como sus ingresos. Cuando las cotizaciones son buenas, centenas de nuevos trabajadores llegan para tentar su suerte en las galerías. En caso de crisis, las cooperativas reciben los desempleados de otros sectores, especialmente de las minas privadas y del Estado. El aumento de la producción, la reducción de los costos al mínimo —incluso el tamaño de las galerías es limitado para ahorrar la dinamita— y, sobre todo, la aceptación de los socios de trabajar a pérdida permiten a estas explotaciones artesanales seguir trabajando cuando las demás minas cierran sus puertas. De esta manera, la cooperativa proporciona el empleo pero no garantiza el ingreso. "La suerte", como dicen los mineros, es la que debe encargarse. Aunque lejana, la posibilidad de enriquecerse cuando el descubrimiento de una buena veta coincide con altas cotizaciones incita a aferrarse al empleo, incluso cuando las pérdidas superan los beneficios. Al igual que la seducción que ejerce el capitalismo financiero sobre los pequeños inversores, es esta esperanza la que induce a los mineros a aceptar asumir todos los riesgos de la producción minera. Hoy en día, ellos también se ven azotados por la crisis.

Las cooperativas en la recesión

Impulsados por cotizaciones extraordinarias desde el año 2006, los mineros de Potosí no vieron los primeros estremecimientos del mercado.5 Muchas veces, fue en la boleta de venta de sus minerales que descubrieron la magnitud del desastre. El zinc —principal producto de exportación de Bolivia después del gas— había caído a menos de 0,5 dólares por libra. Antes, su precio, multiplicado por tres desde 2005, había alcanzado más de 1,5 dólares. A los otros minerales explotados en Potosí no les iba mucho mejor; la libra de estaño pasó por debajo de 5 dólares, contra 9 en promedio en el primer semestre de 2008, y la plata a menos de 8 dólares contra 17 en el mismo período.

El despertar fue violento. Un socio de la mina vecina de Porco recordaba con fatalismo los 2.000 pesos bolivianos (unos 250 dólares) de beneficio neto que producía una camionada de zinc a principios del año 2008. En los mejores momentos del año 2007, este minero extraía hasta 10 camionadas por día. El cálculo es rápido: ¡este minero podía embolsar hasta 1.000 dólares en una sola jornada! Cuando nos encontramos a principios del 2009, la misma camionada no alcanzaba 50 dólares, y mi interlocutor estaba haciendo fila en la oficina de un comerciante de minerales para pedir un adelanto. Justo antes de la caída, la compra de un camión y de un compresor por más de 50.000 dólares había devorado todos sus fondos. Sentados en un bar, otros socios evocaban con nostalgia sus 300 o 400 dólares de ganancia semanales. La semana anterior, sus hojas de pagos no sobrepasaban 100 dólares.

Evidentemente, no todos los trabajadores se beneficiaron de la misma manera de la explosión de los precios. En un período tan corto (dos años), la obtención de beneficios dependió sobre todo, de la disponibilidad de una veta rentable lista para la explotación o de un capital para operar rápidamente. Pero incluso los más desfavorecidos doblaron o triplicaron sus ingresos, que raras veces superaban los 250 dólares por mes. Una suma más que modesta, considerando la dificultad y la peligrosidad del trabajo así como el costo de vida. De rebote, los "segunda mano" pagados por prorrata también prosperaron. Incluso los salarios de los peones fueron revalorizados para atraer su mano de obra. Por supuesto, los compradores de minerales se aseguraron la mejor parte.

Sin embargo desde principios del 2009, todos han visto bajar sus ingresos, sus ahorros y su nivel de vida; incluso algunos se han endeudado fuertemente por sus compromisos (adquisición de material, pago de sueldos, obras, inversiones inmobiliarias, estudios de los hijos, etc.). Se acabaron las salidas en familia, las fiestas ostentosas, las compras de equipos e incluso la carne en cada comida. Sus flamantes vehículos llevan ahora el letrero "en venta". En los bares, el alcohol barato ha sustituido a la cerveza. En la minas, los compresores neumáticos se han callado o bien sólo funcionan algunas horas por día. Donde antes cientos de hombres se aprestaban a toda prisa, sólo se ven algunas decenas de trabajadores. Un cálculo empírico sugiere que más de la mitad han abandonado las minas en los seis meses que siguieron a la caída de las cotizaciones.6 Pedro, un joven socio, antes empleaba una veintena de personas. Hoy tiene que hacerlo todo solo: preparar las galerías, perforar, cargar y empujar los carros metaleros. Tuvo que dejar su perforador neumático por un martillo y un barreno a fin de reducir los costos. Otros producen a pérdida. La costumbre obrera del "San Lunes" que alarga la borrachera de los fines de semana hasta el martes, volvió a la moda. Los lunes, decenas de cooperativistas dan vueltas frente a las oficinas de las cooperativas sin decidirse a tomar un camión para la mina. Las pocas ganancias que les esperan no alcanzan para dar ánimo en el trabajo.

Frente al desmoronamiento de la demanda de mano de obra y de los salarios, los primeros en partir fueron aquellos que tenían lazos más débiles con la cooperativa: los peones y, en menor medida, los "segunda mano". No eran, en su mayoría, mineros profesionales, sino personas en búsqueda de mejores ingresos (pues muchos abandonaron sus anteriores actividades) seducidas por las promesas de la mina: peones, artesanos, estudiantes y campesinos que el boom7 había atraído por miles.8 La seducción había sobrepasado las tradicionales zonas de migración, extendiéndose a todo el país, incluidas las tierras bajas tropicales. La mina se había convertido en una verdadera alternativa a las migraciones hacia Argentina y España.

Mientras que la mano de obra poco calificada se retiraba en masa, la mayoría de los socios se quedó en Potosí. Acceder al estatus de socio implica inversiones a las que no se renuncia fácilmente: el pago del derecho de admisión, los descuentos para la cobertura social, la compra de materiales y los acuerdos pasados con los ingenios por el alquiler de las compresoras. Una ausencia prolongada acarrearía también el riesgo de ver su lugar de trabajo pasar a manos de otro socio. Además, ¿qué puede hacer un minero fuera de las galerías? Sobre todo si ha invertido todos sus ingresos en la mina, en la compra de una casa o de un vehículo. Algunos alquilaron un taxi o un bus a un chofer, otros dotaron a sus esposas con un pequeño comercio. Pero estas actividades de bajo rendimiento no pueden considerarse una verdadera reconversión económica. Incluso los más pobres no pensaban regresar al campo. Para las personas de origen rural, que constituyen la mayoría de los cooperativistas, volverse socio acompañó una ruptura programada con el mundo campesino: escolarización de los hijos en la ciudad (mientras que las familias de los peones suelen quedarse en el campo) así como adquisición de modos de vida y de consumo urbanos. Muchos socios conservaban tierras y una actividad agrícola en sus comunidades de origen. Pero el repliegue a una economía principalmente orientada al autoconsumo sería signo de una caída social inaceptable. La coyuntura internacional tampoco incitaba a migrar fuera de las fronteras. Por tanto, la mayoría de los cooperativistas prefirió apostar al próximo repunte.

¿Dónde está la crisis cuando se tiene un empleo y brazos para trabajar?

Ni siquiera en las situaciones más precarias, las respuestas a las crisis se limitan a gestionar la supervivencia. Ellas movilizan imaginarios en los que las representaciones del mercado, del trabajo y del ingreso, así como las experiencias, dan sentido y forma a los acontecimientos. En este sentido, la crisis es también una construcción "ideal". En las cooperativas de Bolivia, esta construcción se basa en la percepción de la crisis como un estado casi permanente, en el que la recesión económica sólo es un incidente entre otros (la ausencia de vetas, la enfermedad, etc.). Esta concepción acompaña una lectura asistémica de los procesos socioeconómicos que lleva a los actores individuales a asumir solos la responsabilidad de una recesión identificada como una contingencia personal y local. Para los mineros que regresan a sus áreas rurales y a sus antiguos oficios, la crisis significa, sobre todo, un retorno al punto de partida. En Bolivia, los campesinos, los trabajadores que viven al día y los independientes no esperan la recesión para conocer la precariedad estructural en sus trayectorias profesionales. La recesión los lleva a considerar el empleo bien pagado como una oportunidad excepcional más que como la expectativa legítima, y su ausencia como la rutina. La crisis reactualiza entonces estrategias económicas preexistentes (de empleo y de ingresos alternativos, de manejo de los gastos, de redes sociales, etc.).

Recursos similares permitieron a los socios enfrentar la recesión desde lo práctico y quedarse. Los aprendizajes de las crisis pasadas amortiguaron también sus efectos en la moral. Aun en los meses más negros, el relativo optimismo de los socios nació de la experiencia empírica de la volatilidad de las cotizaciones. Bastaba tener diez años de antigüedad para saberlo; ya a principios de los años 2000 una depresión (de menor magnitud) había afectado a las cotizaciones. Antes, en 1986, el precio del estaño, entonces único mineral explotado en Potosí, había caído a menos de la mitad. Esta crisis anunció el cierre de la empresa del Estado. Incluso las cooperativas mineras habían paralizado sus operaciones. Obreros y cooperativistas migraron masivamente a las áreas rurales, a las plantaciones de coca del trópico y a la Argentina. Pero con las primeras noticias de reactivación, la mayoría volvió a la mina. Mientras tanto, la diversificación de los minerales explotados en Potosí permitió de ahí en adelante pasar de la plata al zinc o al estaño y jugar con las cotizaciones. Los meses que siguieron a la investigación darían razón a los mineros. Un año más tarde, en octubre 2009, la plata y el estaño prácticamente se habían recuperado, y el zinc se había vuelto relativamente estable y rentable.

Pero lo más sorprendente de la actitud de los mineros no era su confianza empírica en la recuperación de las cotizaciones. En este panorama desolador, lo que más me desconcertaba era escuchar a varios mineros negar firmemente la existencia de una crisis: "No estamos en crisis todavía, hemos parado personal pero seguimos trabajando. Ahora, si no hubiera nadie, nadie ya estuviera subiendo, eso sería crisis" afirmó esa mañana un socio en la bocamina de Santa Elena. Se refería implícitamente a la crisis del estaño, cuando la total imposibilidad de vender, incluso a pérdida, había cerrado la puerta a cualquier perspectiva. Sentados sobre unos carros metaleros en desuso, una decena de mineros masticando coca asintieron con la cabeza: "Esta crisis es mentira, nosotros siempre hemos sido la lechera de todos, para ellos será crisis... los que viven de nosotros. Como buenos potosinos tenemos que quedarnos acá. Nosotros no trabajamos en función de eso...", concluye, mostrando el periódico en el que los mineros siguen las cotizaciones.

Así, para los cooperativistas atrapados en una sucesión de riesgos, la crisis es en primer lugar un sinónimo de la imposibilidad de trabajar, incluso cuando el empleo supone el endeudamiento y pocas perspectivas de recuperar la inversión. De hecho, sus definiciones de la palabra "crisis" priorizan la enfermedad, el accidente, la desaparición de una veta y la prolongación inesperada de las etapas improductivas: es decir, acontecimientos que difieren el trabajo productivo en un contexto en el que los trabajadores asumen solos los infortunios de una vida arriesgada. Ni siquiera los asegurados están protegidos: la seguridad social no compensa los días de paro, tampoco reembolsa los medicamentos. Ya sean antiguos obreros del Estado reconvertidos en cooperativistas o migrantes que retornaron de la Argentina, los antiguos asalariados son los únicos que evocan también el hecho de no tener empleo como sinónimo de crisis. Para todos los demás, la crisis se desliga del empleo para significar la imposibilidad de dar una oportunidad al trabajo y al esfuerzo. Todo lo contrario de las promesas del autoempleo cooperativista, incluso en época de recesión, como lo atestigua la determinación de Pedro. Cuando le pregunté justamente a él, quien ahora debe asumir solo la carga agotadora de todas las etapas de la producción, si no estaba demasiado preocupado por la crisis, me contestó con un orgullo no disimulado: "Soy socio, tengo mis parajes, dos brazos para trabajar. Si he podido ascender de carrero a 'segunda mano' y a socio... voy a salir adelante. Somos mulas, mulas, burros....". Como si únicamente dependiera de él, Pedro acababa de poner la salida de la crisis en el mismo plano de esfuerzo personal que le costó subir todos los peldaños de la jerarquía cooperativista.

La crítica recurrente a los mendigos que tienen "manos y pies para trabajar" revela una misma confusión de la capacidad de trabajo de los individuos con el empleo y el ingreso, sin tomar en cuenta la (in)capacidad real del mercado de redistribuir las riquezas. Lejos del concepto de empleo decente, cualquier articulación con el mercado de trabajo se vuelve entonces deseable, aun cuando las ganancias son hipotéticas. Esta confusión entre lo posible y lo probable, lo precario y las promesas de lo que no está jugado de antemano, estructura las representaciones del autoempleo de las clases populares bolivianas y su sobrevaloración. La huella del latifundio y de la servidumbre campesina realza, además, el privilegio de ser su propio patrón. En Bolivia, menos de la mitad de los trabajadores son asalariados, y únicamente el 17% de ellos no tienen un empleo precario (Escobar de Pabón, 2009). El hecho de no haber conocido nunca —ni en sueños— las ventajas de un empleo "convencional" les ahorra el sentimiento de fracaso de los trabajadores de los países del Norte o de las antiguas repúblicas de la Unión Soviética (Bazin et al., 2009) expulsados del empleo asalariado. En Argentina, en un contexto de explosión del desempleo y del empobrecimiento, los sociólogos pusieron en evidencia la pérdida de referencia de las clases medias estructuradas por el salario, así como la falta de adaptación de sus experiencias y de estrategias, comparadas con las de los pobres estructurales (Svampa, 2003). En Bolivia, la ausencia de expectativas ligadas al empleo asalariado y de una visión clara del funcionamiento del mercado cede el paso a una lógica moral donde se mezclan ética campesina y catolicismo. Resumida en la sentencia "cualquier trabajo produce sus frutos", esta lógica confunde el éxito con el esfuerzo y percibe el fracaso como una falla individual. Mi planteo es que esta percepción particular no remite únicamente a las características del trabajo independiente y de las cooperativas mineras. Refleja las fallas del Estado y la debilidad de las organizaciones profesionales como mediadores de sentido y de acción.

Sin Estado ni organización profesional como mediadores de sentido y de acción

La condena moral de los desempleados como "flojos" no es algo específicamente boliviano. Es más sorprendente constatar la falta total de un contra discurso por parte de los poderes públicos. La idea misma del desempleo está prácticamente ausente del debate político. En los medios de comunicación apenas se mencionan las estadísticas. Por supuesto que en un país en el que el autoempleo y la mezcla entre agricultura y trabajo asalariado temporal son muy frecuentes, las estadísticas son poco confiables. La tasa oficial (10,2% en 2008) tampoco toma en cuenta el sub-empleo. Caso contrario, llegaría a más del 52% (Escobar de Pabón, 2009). No obstante, una mayor publicidad permitiría reubicar el autoempleo en su justo lugar, incluso en el sentir de los trabajadores precarios. A la inversa, la decisión del gobierno de anteponer a las políticas de empleo una redistribución basada en la posición personal de los beneficiarios (bonos para los alumnos, las personas mayores, las madres de niños pequeños, etc.) podría profundizar la interiorización del carácter esencialmente individual de las situaciones económicas.

En Bolivia, se pensó que la recesión no afectaría al país. Es lo que algunos han calificado como "blindaje boliviano" ( Monde diplo , ed. boliviana, 06/2009). Es cierto que el relativo aislamiento de la economía boliviana de los circuitos financieros internacionales es un factor que juega a su favor. Pero su dependencia de la exportación de materias primas la vuelve, no obstante, muy vulnerable en el plano de la economía real. De todas maneras, las medidas adoptadas frente a la crisis siguen siendo, en palabras de los analistas, bastante limitadas. Ni antes ni después, el gobierno ha elaborado una verdadera política en favor del empleo y de la producción más allá de medidas coyunturales ( Pulso económico, La Paz, 02/05/2009). El verdadero problema residiría, sin embargo, en la ausencia de una intervención del Estado en la planificación, prospección y mecanización necesaria para la modernización del sector cooperativista. Hemos visto que este desentendimiento es constitutivo de la historia de las cooperativas; también de la identidad profesional de los cooperativistas, quienes evocan con orgullo el hecho de depender solamente de su propio esfuerzo:

Como [la región de] Santa Cruz ha pedido autonomía, nosotros también, porque nosotros hacemos con nuestro propio material, nuestros propios recursos, nuestro propio dinero hacemos trabajar. Somos autónomos, yo no soy dependiente de nadie. No tengo quién me pague, de mi esfuerzo nomás vivo... [Enfatiza Virgilio al comentar la perspectiva de incorporarse en una nueva empresa estatal como asalariado]. Los cooperativistas estamos acostumbrados a perder y ganar. Perdemos, bien; ganamos, bien también. Aparte pienso que más pobre van a volver a la COMIBOL [empresa de Estado], los asalariados todos se van a volver vagos...

Mientras el tratamiento superficial de la cuestión del empleo por los medios de comunicación confirma la idea de que el problema y su solución radican en las personas, el desentendimiento del Estado con relación al sector cooperativista y el mercado laboral refuerza el sentimiento de soledad entre los mineros. Tampoco las organizaciones profesionales, las cooperativas y sus federaciones, son capaces de llenar este vacío interpretativo.

Bolivia es conocida por la fuerza y las conquistas sociales de sus sindicatos, especialmente el de los mineros, que lideró la Revolución Nacional de 1952, la nacionalización de las minas, y luego la resistencia civil a la dictadura. Pero desde finales de los años 1950, el sector cooperativista fue distanciándose del movimiento obrero y de su proyecto revolucionario, encerrándose en la defensa de sus intereses sectoriales.9 Esta separación refleja el abismo abierto por la nacionalización de las minas entre el estatus de obrero asalariado y la gestión individual del empleo y de los ingresos de los cooperativistas.10 Desde entonces, los dirigentes nacionales han preferido la negociación y el compromiso con los sucesivos gobiernos, incluidas las dictaduras, a la lucha de clases. Esta política clientelista se prolonga en el seno de las cooperativas donde la corrupción y la fuerte intromisión de los partidos políticos relegan los intereses generales en beneficio de las carreras de los dirigentes. Desprovista de un proyecto de sociedad, la cooperativa no desempeña el rol de universidad popular a menudo otorgado a los sindicatos. De ello deriva una política cortoplacista, principalmente orientada a asegurar que el Estado otorgue la concesión de nuevos yacimientos y a limitar las deducciones impositivas. Tanto es así que, frente a la crisis, los dirigentes sólo propusieron a sus bases seguir con lo que ya estaban haciendo: trabajar, esperando que pase la crisis. La soledad interpretativa de los trabajadores de base se evidencia en una lectura extremadamente localizada de la recesión global.

En los hechos, la gran mayoría de mis interlocutores sitúa el origen de la crisis únicamente en la saturación de los mercados. Atribuyen la caída de las cotizaciones a una sobreproducción superior a la capacidad de los ingenios extranjeros para comprar minerales: "Ha bajado el mineral, si no, no habría crisis . [¿Por qué?] Porque en otros países está el mineral, así [la mano de mi interlocutor dibuja un amontonamiento de minerales], listo para vender". Así, el horizonte analítico no va más allá de la relación con los compradores de minerales, sin que nunca se exprese la idea de que la demanda pueda desmoronarse. Tampoco se menciona el agotamiento de los yacimientos del cerro de Potosí, que se han vuelto menos competitivos. Al fin de cuentas, los mineros son demasiado ambiciosos con relación a sus volúmenes de producción, los que aparecen como los verdaderos responsables de la crisis. Es por eso que solo falta esperar que se acaben las reservas en el mercado para que éste tenga nuevamente la capacidad de absorber la producción.

Cuestiones de suerte

Hemos examinado cómo la organización de las cooperativas, la ausencia de referencias al empleo asalariado y el déficit de las instituciones mediadoras de sentido favorecen el que los mineros se perciban como los principales responsables de la salida de la crisis. Esta responsabilización individual acompaña la atribución de un valor particular al autoempleo, basado en una interpretación moral —probablemente de origen campesino— del esfuerzo laborioso. Esta representación privilegia lo que los mineros llaman "la suerte". Acá no se trata del destino. En la mezcla de herencia campesina indígena con creencias inspiradas por el medioevo europeo que infunde la cultura minera (Bouysse-Cassagne y Harris, 1988; Bouysse-Cassagne, 1998), la suerte es el resultado de la interacción de los hombres con las fuerzas del cosmos y las divinidades. Es en este plano que se juega, en última instancia, el manejo de las crisis por los cooperativistas y el repliegue interpretativo sobre el individuo. De ninguna manera estoy sugiriendo que los mineros se encuentran encerrados en una lógica cultural que les prohibiría el acceso a otros modelos de lectura y de acción. De hecho, en su trabajo sobre la notable tradición de lucha de los mineros bolivianos, la antropóloga June Nash (1979) ha mostrado cómo los ritos mineros se transformaron en bastión de la conciencia de clase obrera y de resistencia a la dictadura. Lejos de un sometimiento irracional a las conminaciones de una pertenencia étnica o cultural, la gravitación de las interpretaciones cosmológicas se debe a su adecuación con el proceso de responsabilización de los mineros por la crisis que examinamos.

En las minas de Bolivia, la suerte tiene el nombre y la cara del Tío. El Tío es un diablo obrero, una especie de capataz que distribuye las vetas a los que han obtenido sus favores. Dueño de la riqueza minera es, en boca de los cooperativistas, el verdadero patrón de la mina. En los relatos de sueños, las vetas se confunden con víboras, grandes o pequeñas, que dejan acercarse o que huyen. Estos escenarios reflejan la imposibilidad de conocer de antemano la ubicación exacta del mineral y su valor. Éstos dependen al final de la buena voluntad del Tío, junto al cual los trabajadores se reúnen cada viernes. Las luces de las lámparas desvelan un diablo de arcilla cuya boca abierta espera los cigarrillos, el alcohol y las hojas de coca que los hombres comparten con él a cambio del mineral. Descuidar la divinidad minera no solamente arriesga la producción. Hambriento, el Tío puede servirse solo, provocando un accidente mortal. Pues la mina no sólo se alimenta de alcohol o de coca. También el esfuerzo físico es percibido como un sacrificio energético que alimenta la circulación cósmica necesaria para la fertilidad del mundo (Absi, 2005). Última etapa del desgaste energético de los trabajadores, los accidentes mortales aceleran la reproducción de las vetas, y los trabajadores se disputan la explotación del lugar del drama para beneficiarse de la deuda de sangre de la mina. No cabe duda que esta concepción cosmológica del esfuerzo laborioso, por esencia productivo, no es ajena a la fe puesta en el autoempleo. La idea recurrente según la cual los mineros que saben trabajar, poco les afecta la crisis o que hay que saber ganar y perder deja vislumbrar una ética de la perseverancia en la que el trabajo a pérdida es una puesta a prueba casi mística. De la misma manera que hay comportamientos humanos (realizar los ritos adecuados, la constancia y el esfuerzo, etc.) que orientan positivamente la suerte en la minería, otros la contrarían. En ausencia de un verdadero escenario alternativo, la crisis toma sentido en esta lógica cultural donde los hombres cargan su parte de responsabilidad en todos los acontecimientos de su vida.

Interrogados sobre una posible traducción al quechua del concepto de crisis, los mineros hablaron de pena y de sufrimiento, pero también de haber sido atrapados por lo que designan con el castellanismo q'encherio ( q'encherio jap'iqawasayku ). El calificativo q'encha designa literalmente a las personas que infraccionan las reglas sociales de las relaciones sexuales, especialmente los incestuosos y más generalmente los adúlteros. Estos comportamientos desviados, que supuestamente alegran al diablo, pueden generar un enriquecimiento repentino. En los Andes, la principal atribución de los diablos, de los que el Tío forma parte, es ser fuente de cualquier riqueza, minera y monetaria. Sin embargo, esta riqueza es ilusoria, pues el destino de los q'encha es atraer la desgracia (el q'encherio ) que conduce a su ruina y a la de sus prójimos por contagio. Detrás de la idea de q'encherio se perfila así una interpretación de la crisis en términos de castigo cósmico; la sanción de comportamientos inadecuados que afectan la suerte en la producción. Pero, ¿qué castigaría la baja de los minerales? Debo a un joven minero, algo mareado, que encontré en un prostíbulo, la exposición inequívoca de lo que sus compañeros solo sugerían:

Hemos visto la plata, sacamos a la mano, alabamos al diablo, si la plata de él nomás viene, a él nomás se va. Cosas que no deberíamos hacer hemos hecho.
— ¿Qué tipo de cosas?
Gastar el dinero en todo, en los locales [de prostitución], las cantinas, hacer cosas malas. Ahora ya estamos arrepentidos.

La interpretación minera de la caída de los precios como un castigo cósmico actualiza los grandes relatos escatológicos coloniales que conciben la historia de Potosí como una sucesión de crisis de producción a través de las cuales la mano de Dios exhorta los mineros a expiar los pecados originados por la riqueza del Cerro Rico (Arzans de Orsúa y Vela, 1965; Absi, 2005).

Y si la crisis no estuviera donde se cree...

En los discursos mineros, el trastorno de las relaciones sociales y el desbarajuste de las representaciones que corresponden a la idea de crisis coinciden así más con el boom que la precedió que con la caída de las cotizaciones, finalmente percibida como banal. La extraordinaria afluencia de dinero, la explosión del crecimiento y del consumo, las migraciones y la inflación se conjugaron con la alteración de las jerarquías y de las asignaciones sociales para convertir una bonanza sin precedente en una crisis económica, social y de representaciones. El enriquecimiento repentino no es menos un accidente del sistema que su contrario; como el mundo de los traders , los mineros (re)descubren que ambos son del mismo modo crisis.

Con precios y volúmenes de producción multiplicados entre 2005 y 2007, la industria minera hizo estallar el crecimiento de Potosí, que pasó de +1,6% en 2006 a +12,9% en 2007, arrastrando al sector financiero y al de la construcción. Galerías comerciales, hoteles de lujo surgieron gracias al dinero de la mina en esta pequeña ciudad colonial con suburbios de campamentos. Centenares de casas de varios pisos reemplazaron a las viejas casonas hechas de adobe. Emulado por el estatus de Patrimonio de la Humanidad de Potosí, el arreglo neocolonial de sus fachadas sobrecargadas de balcones, de tejadillos, de tragaluces, de hierros forjados, da sin pudor testimonio de la fiebre de ascenso social y de prestigio que se apoderó de la ciudad. Con las regalías, aumentaron también fuertemente las inversiones públicas. Había además que ocuparse de los recién llegados que se apresuraban en las puertas de Potosí. Después de haber bordeado por mucho tiempo los 120.000 habitantes, en medio del boom la ciudad habría alcanzado una población de más de 160.000 ( Actualidad de la minería, La Paz, 02/07/07). La baja de la producción agrícola y el alza del poder adquisitivo contribuyeron a acelerar los efectos de la crisis alimentaria, y la inflación acumulada superó el 30% durante los dos años de bonanza ( La Razón , La Paz,  02/07/2007 ). Pero los inmuebles no eran el único signo exterior de riqueza. Los mineros también compraron autos, lujosos 4x4 y minibuses. El incremento en el número de hummers —esos jeeps de lujo estadounidense, con frecuencia más anchos que las sinuosas calles de Potosí que usados cotizan entre 30.000 y 50.000 dólares—, no ha dejado de ser noticia. Los gastos para fiestas se volvieron suntuosos. Las bodas, los bautizos, las celebraciones a los santos y los rituales mineros devoraron sumas considerables. Allí donde antes un equipo de trabajadores sacrificaba cada año una llama a la mina, ahora se mataba 4 ó 6 animales. En febrero de 2007, durante el Carnaval, los cooperativistas secaron la fábrica de cerveza de Potosí y los revendedores tuvieron que aprovisionarse en otras ciudades para hacer frente a la demanda. En los bares, la fiesta fue permanente. En los prostíbulos, los trabajadores desplazaron a los empleados, su clientela habitual. Pagar las rondas y apropiarse de la mujer más cara y más exótica permitieron a los socios y a los jefes de equipo reafirmar sus jerarquías laborales. Aunque no todos eran millonarios, todos participaron, en una escala u otra, en la carrera por el consumo.

Muy poco dinero se destinó al ahorro. Incluso los que tenían experiencias de acumulación dejaron de alimentar su cuenta bancaria o su colchón. El ahorro es, en primer lugar, una forma de gestión de la carencia que corresponde a las mujeres (Absi, 2009). A la inversa, la gestión del boom fue sobre todo asunto de los hombres. Hasta la compra de un terreno o de un auto dependieron de un ingreso excepcional o de una acumulación a muy corto plazo (algunas semanas). Lo mismo ocurría con las inversiones productivas y la compra de materiales de construcción. El flujo de dinero y la probabilidad de obtener mañana el doble de lo que se gastó hoy, favoreció una administración inspirada por la naturaleza del día a día de los ingresos de los cooperativistas. ¡Sobre todo que se decía que el boom debía durar por lo menos 5 o 6 años!. Las alzas inflacionarias de las décadas pasadas, que arruinaron a más de un minero, también indujeron la elección de las inversiones en bienes. Los esfuerzos de los organismos financieros que se habían multiplicado en la ciudad fueron incapaces de invertir la tendencia. Para muchos mineros, el banco sigue siendo un universo exótico más cerca del signo exterior de riqueza que de una herramienta de planificación, como explica Virgilio: "Hay comentarios de los amigos que se hacen a los grandes, 'que tengo cuenta en el banco', entonces yo también he dicho: 'abriré, si tienes, yo también tengo'". Los 2000 dólares que Virgilio colocó al abrir su cuenta en enero de 2007 siguen ahí, ni uno más ni uno menos. Sólo cuando los mineros han satisfecho sus principales deseos de consumo deciden a veces abrir una cuenta (y alimentarla). El banco sirve entonces para absorber los excedentes. La posición de Virgilio revela otro defecto del ahorro: el de invisibilizar la riqueza, cuando la magnanimidad, la ostentación y el prestigio forman un sistema. No basta con tener dinero, ni siquiera mostrarlo, también hay que redistribuirlo. Caso contrario, los hombres arriesgan ser tratados de q'ewa . Entre insulto y broma, este término significa a la vez afeminado y mezquino. Describe por contraste las cualidades ideales del minero. Al tiempo de fustigar la incompetencia de los mineros de administrar razonablemente su dinero, Virgilio, quien acaba de pagar la ronda, no puede dejar de preferir "ser un hombre":

Los ricos son los que [son] más maricones que cualquiera, no quieren gastar el dinero. Sólo la gente humilde no tiene muchas responsabilidades. Tienen dinero, hartito gastan, lo que quieren, y al día siguiente se arrepienten. Los ricos administran mejor, los que más ganan, más no quieren gastar...

Hoy sin embargo, los excesos de la carrera por el prestigio y por el ascenso social son acusados de haber abierto la puerta a la crisis. Algunos se arrepienten amargamente de no haber sabido ahorrar. Muchos piensan que la embriaguez del dinero ha perturbado el funcionamiento de una sociedad que, al tiempo de alentar el éxito nacido del esfuerzo individual, condena el enriquecimiento brusco, fuente de desigualdades demasiado explicitas. En la lógica minera, esta interpretación se traduce en la idea de que los mineros tentados por el diablo y el poder del dinero se han sumergido en una vida de derroche y de transgresiones. La mirada de Pedro sobre el éxito fulgurante que precedió su ruina es ejemplar de la lectura moral que construye el boom minero como una crisis personal y social, en la que la recesión restablece un poco el orden.

Historia de un golden boy

Pedro, de 28 años, soltero sin hijos, es ese socio cooperativista que se negaba a percibir la crisis como una preocupación mayor, pues aún tenía brazos para trabajar. Nos encontramos una tarde de domingo en el bar donde él tomaba con algunos colegas. Entre ellos estaba el joven que me explicó en voz baja que la crisis era un castigo cósmico. Durante la conversación que Pedro me concedió unos días después, entendí hasta qué punto la sentencia se dirigía en primer lugar a él mismo. Pedro, más bien tímido, describió con gran sinceridad la trayectoria que lo convirtió de campesino pobre en millonario antes de rebajarlo otra vez al estatus de minero común.

Pedro es originario de una comunidad campesina de los alrededores de Potosí, donde sus padres poseen algunas tierras, una decena de ovejas y dos burros. Habiendo abandonado la escuela bastante temprano, partió a las tierras bajas para la cosecha de algodón. Allí, según la expresión empleada, "vio por primera vez el dinero". Es decir, una suma respetable, pagada cada semana, mientras que "en el campo no se agarra ni mensual". A su retorno, Pedro decidió emplearse como peón jornalero en la mina. El largo relato de su ascenso de simple peón a socio cooperativista deja entrever esta ética del trabajo y del esfuerzo productivo que caracteriza a los mineros y a los campesinos de los andes bolivianos. Insistir en los altibajos permite al joven legitimar su posterior enriquecimiento. En 2004, gracias a su veta, Pedro logró comprar un terreno en uno de los suburbios de Potosí y empezó a construir él mismo su casa. Con sus tres hermanos formaron un equipo y comenzaron a contratar algunos peones. Fue en esta etapa donde lo tocó el boom minero, haciendo volcar sus beneficios de la legitimidad ganada con el sudor de su frente en la embriaguez del dinero fácil. Su primera gran venta ascendió a "sólo" 2.000 dólares. Cuando se dispuso a saldar el crédito de su auto, la empleada del banco le convenció de abrir una cuenta. Él retrasó el pago de sus empleados para colocar 1.000 dólares. Hoy recuerda con gratitud a la empleada, pero sus ahorros nunca aumentaron un centavo: "A la otra semana, más he sacado [ganado]. Bien. De allí también ya no he dejado en el banco (...) Agarraba en mi mano, compraba. Agarraba y compraba. Casi no agarraba en la mano la plata. Todito le gastaba".

Era finales de 2006, Pedro acababa de entrar en el círculo desenfrenado del consumo. Poco después, compró "sin pensar" tres autos en menos de un mes porque le quedaba aún dinero:

Entonces esta semana he sacado no sé cuántas volquetas y me he admirado de lo que he cobrado. No puede ser, he dicho, ¿qué hago [con] esta plata?, he dicho. Me compraré otro auto. Desde allá [Chile] me he hecho traer una vagoneta linda, Pajero rojito, equipado, rico auto... ¿Quién tiene estos autos en Bolivia? Nadie. Los mineros [son] los únicos. Para navidad eso era mi regalo. Barato, 8.500 [dólares] era eso, pero bonito era eso. A la otra semana, para año nuevo, un mini me he comprado. ¿Cuánto costaba? 7.000. Igual nomás he comprado. Cuando he agarrado a la siguiente semana he trabajado más, otro auto más, ya...

Además, Pedro elevó su casa de dos pisos para alquilar habitaciones e hizo construir un garaje que no estaba previsto. Una mañana encargó a un comerciante amoblar para la misma noche su sala de estar y su dormitorio. El comerciante lo hizo, no sin duplicar la tarifa. Los mineros que han salido adelante no acostumbran discutir los presupuestos. Pedro, el antiguo obrero agrícola, no salía de su asombro. Se había convertido en un verdadero patrón. También en un hombre notable. Sus vecinos que antes lo ignoraban, ahora lo saludaban afectuosamente; incluso algunos soñaban con casarlo con sus hijas.

Hoy, Pedro trabaja nuevamente solo y tuvo que revender tres de sus cuatro autos. En su relato, el orgullo de su éxito se tiñe de autocrítica. Lamenta no haber comprado un segundo terreno. Sobre todo evoca el increíble y corruptor poder de una riqueza que prácticamente lo ha poseído, hundiéndolo en una especie de trance alcohólico e instalándolo en los prostíbulos de la ciudad:

Este último [tiempo] me he vuelto rebelde, ni a mis cuates les miraba. Porque el dinero tiene poder, ya cuando tienes platita, te sientes grande, como el primer millonario, debes botar tu dinero [por la ventana]. La plata todo hace ¿no? Cuando más tenía plata, ¿no ve? las chicas... ¡zas! Tenía una chica, otra chica, hasta arriba [a la mina] me venían a buscar. De allí ¿acaso he podido reaccionar? no he podido. Todos los días paraba en allí [los prostíbulos]. Todos los días. De allí subía a la mina. Y de allí otra vez al local. Me bañaba, me duchaba, allí [en] mis bolsillos no faltaba [el dinero], en mis zapatos, en mi coche, debajo de mis asientos no faltaba, por todos lados.

De hecho, fue en compañía de una prostituta que se accidentó en su lindo jeep rojo. En ese momento consideró abandonarlo al lado de la carretera pensando que siempre podría comprarse otro. Hoy interpreta el accidente como una señal divina "Era demasiado, demasiado era. Eso la experiencia me he sacado. La experiencia harto hace cambiar. Lo que me doy cuenta es que [la Virgen] me ha dado seña". Culminando la obra redentora de la Virgen, de esta manera la crisis permitió poner orden en la vida y las ideas de Pedro, que concluye con estas palabras sentenciosas: "Mejor no tener mucha plata y ser humilde. Es mi estima, lo que yo quiero...".

Sin llegar a evocar la intervención del diablo, el relato de Pedro revela una percepción moral y orientada de la historia que hace de la recesión una necesidad. Los mineros dicen que el dinero rápido es socializado de manera incompleta por el esfuerzo laboral; sigue perteneciendo al diablo y está condenado a volver a él.

El boom minero: una crisis de las relaciones sociales

Vivido en el ámbito personal como una pérdida de referencias y de valores, el boom también acarreó una crisis social en las ciudades mineras cuando la llegada de nuevos ricos trastocó las jerarquías en las que los mineros, considerados indígenas pobres y rústicos, deben ocupar los peldaños más bajos. Los permanentes ataques de los habitantes de Potosí y de la prensa local contra los cooperativistas testimonian la amenaza representada por su enriquecimiento en una sociedad que se piensa al mismo tiempo en términos socioeconómicos, culturales y raciales. Indios refinados, nuevos ricos mal pulidos, ésta es la idea que se hacen los citadinos de pura cepa de los cooperativistas, a los que les reprochan haber tomado los aspectos más ostentosos de la civilización urbana sin conocer sus etiquetas ni sus códigos. Se les acusó de fomentar la inflación, de tener grandes autos sin saber conducir, de perturbar la tranquilidad de los vecinos apropiándose de espacios de la burguesía local, de desfigurar la ciudad con sus casas, de hundir la sociedad en el alcoholismo, la prostitución y el desorden de los dinamitazos. En resumen, de no saber "lo que es el dinero". En un mercado, un vendedor cuenta cómo un minero comparó una decena de camisas sin siquiera probarlas. Otro menciona la falta de conciencia de los mineros que compran tomates con billetes de 200 bolivianos y ¡no reclaman su cambio! Estas críticas marcan la distancia e impiden a los mineros el acceso a la alta sociedad. Como si la legitimidad de sus reivindicaciones sólo dependiera de su pobreza, la población también se rebeló por el hecho de que durante las movilizaciones los mineros ya no bloqueaban las carreteras a pie, sino en sus lujosos 4x4... La prensa, más propensa a subrayar sus extravagancias que su rol de motor en la economía regional, no dudaba en multiplicar los grandes títulos edificantes: "Mineros se farrean la bonanza minera" ( El Potosí , 04/09/ 2007) o "El poder cooperativista atemoriza a la ciudadanía" ( La Razón , La Paz, 02/07/2007). Los accidentes mortales, que sufrieron los peones más jóvenes e inexperimentados, fueron la ocasión para deslegitimizar a los cooperativistas presentándolos como explotadores inescrupulosos. Pendientes de la mirada reprobadora de las clases medias y altas a las que sueñan pertenecer, los cooperativistas han aceptado hoy alienar sus proyectos de ascenso social.

Decir que la crisis ha podido ser vivida como salvadora no equivale a decir que para un minero da lo mismo ser rico o pobre, sino que contrariamente a lo que parece afirmar la ideología del neoliberalismo, el repentino enriquecimiento (y su lógica de depredación) no es menos un accidente del sistema que su contrario. Al subrayar el rol de la crisis financiera —que a partir del segundo semestre de 2007 fue generando una demanda anormal de minerales donde se habían refugiado las inversiones de las subprimes y del dólar— en el alza de las cotizaciones ( Pulso económico, La Paz, 26/04-02/05/2009), los analistas económicos dan algo de razón a los mineros: el boom y la crisis son claramente las dos caras de la misma moneda.

Conclusión

Detrás de la aparente universalidad de la expresión "la crisis" para designar al quiebre financiero de 2007 y la recesión económica que resultó de él, la experiencia de los cooperativistas de Potosí revela la existencia de una multiplicidad de vivencias y de estrategias. Estas últimas se construyen en continuas idas y vueltas entre las presiones objetivas y las elaboraciones imaginarias de los individuos y de los grupos sociales. Movilizan también experiencias preexistentes. En el caso de los mineros, la vulnerabilidad frente a cualquier tipo de crisis —de las que la recesión sólo es un episodio entre otros—, la ausencia de referente salarial, así como la obsesión del patronazgo favorecen la sobrevaloración del autoempleo y el repliegue sobre concepciones morales. A tal punto que los cooperativistas, atrapados en la inercia y las dominaciones que deslegitimizan su ascenso social, sitúan la crisis en el boom minero y el trastorno de las jerarquías sociales que la han precedido, más que en la caída misma de las cotizaciones de los minerales. La falta de articulación de las trayectorias individuales con el contexto global refuerza la confusión del individuo con el problema, su interpretación y la búsqueda de soluciones. Por tanto, la recesión actual, desprovista de las promesas mesiánicas de las instituciones mediadoras de sentido, no es para los trabajadores independientes y precarios de Bolivia la crisis del sistema y de sus valores que desmoraliza a los analistas de las plazas financieras. En cambio, significó una ampliación de la responsabilidad de los actores que responde perfectamente a las conminaciones ideológicas del neoliberalismo.

Agradecimientos:

La traducción de este texto ha sido posible gracias a la ayuda de Gudrun Birk y de Pablo Cruz.

Notas

1 Retomo el concepto de "ideal" a Maurice Godelier (1989) quien lo utilizó para revisitar la supuesta primacía de las fuerzas productivas sobre el mundo de las ideas.

2 La presencia de muchos campesinos entre ellos, así como de pequeños artesanos y de otros trabajadores por cuenta propia prohíbe hablar de desempleados en un sentido estricto.

3 Durante la colonia española el término kajchas designaba a los trabajadores que los fines de semana se introducían ilegalmente en las minas para explotarlas a cuenta propia (Tandeter, 1992). Esta práctica se fue institucionalizando poco a poco, y kajcha ha adquirido el sentido de "trabajador libre" (cooperativista) en oposición a obrero asalariado.

4 En Potosí, la concesión de las minas es otorgada por hectáreas, la cooperativa es usufructuaria de todas las galerías abiertas a partir de la entrada de sus minas hasta donde se topa con los trabajos de otra empresa.

5 Los minerales bolivianos se destinan principalmente al mercado asiático, sobre todo a China, Corea del Norte y Japón, así como a Bélgica y en menor medida a Argentina, Brasil, Canadá, Suiza y el Reino Unido.

6 Durante el boom , circuló en la prensa la cifra, según mi opinión sob reestimada, de 10.000 a 15.000 trabajadores para el cerro de Potosí. En efecto, la contratación oral de peones y "segunda mano" —que pueden constituir cerca de la mitad de los trabajadores— imposibilita estimar precisamente su número en un momento dado.

7 Los mineros usan este término indistintamente con el de bonanza.

8 Ya desde antes de la conquista española, las áreas rurales son históricamente la principal fuente de mano de obra de las minas andinas. Sólo la política voluntarista de las empresas modernas del siglo pasado logró asentar una parte de estos migrantes y especializarlos. En cambio, en las cooperativas, los movimientos pendulares entre el campo y la mina nunca han cesado.

9 En la retórica clasista de los mineros de Estado, los cooperativistas —así como los campesinos minifundistas— eran considerados "pequeños burgueses". Los cooperativistas, a su vez, percibían a los obreros como personas asistidas y subversivas.

10 La preservación por los cooperativistas de lazos más fuertes con el mundo rural favorece también una menor identificación proletaria.

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