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Cuadernos de antropología social

versão On-line ISSN 1850-275X

Cuad. antropol. soc.  no.33 Buenos Aires jan./jul. 2011

 

CONFERENCIAS

Después de la masacre: la memoria como conocimiento histórico

 

Myriam Jimeno*

 

*Profesora titular Universidad Nacional de Colombia. Correo electrónico: msjimenos@unal.edu.co. Versión escrita de la presentación en la Mesa Redonda "Campos, objetos y sujetos: la etnografía como modo de construcción de conocimiento", VI Jornadas de Investigación en Antropología Social organizadas por la Sección de Antropología Social del Instituto de Ciencias Antropológicas (FFyL-UBA), Buenos Aires, 3 al 6 de agosto de 2010.

 


Resumen

¿Para qué rememorar experiencias de violencia? ¿Por qué preguntamos los antropólogos por relatos de dolor? ¿Puede la etnografía ser una herramienta que aliente la reconstrucción personal y colectiva en sociedades que vivieron eventos traumáticos? ¿Desde qué punto de vista se construye la memoria de eventos traumáticos y cómo se inserta la narrativa de la memoria en juegos de poder y subordinación por una parte, y contra hegemonía y autoafirmación por la otra?
Estas preguntas son abordadas a través de la reflexión sobre el caso de una masacre ocurrida en Colombia en el año 2001, la masacre del Naya. El texto reconstruye el uso de la aproximación etnográfica para comprender la forma en que un grupo de personas afectadas por este hecho reconforma el sentido de la vida e inscribe lo sucedido en determinados referentes cognitivo-emocionales. En este proceso, el ejercicio de indagación del antropólogo va más allá de ser un medio de recuperación del pasado para volverse parte de la acción de reconstrucción. Esto ocurre por la relación que se establece entre el antropólogo y el sujeto de estudio: un vínculo recíproco socio afectivo que se proyecta en la acción social de unos y de otros.

Palabras clave: Etnografía; Memoria; Violencia; Víctimas; Recomposición social

After the massacre: Memory as historical knowledge

Abstract

Why recall experiences of violence? Why do we, as anthropologists, inquire about painful stories? Can ethnography foster personal and collective reconstruction in societies that have experienced traumatic events? From what point of view is memory of traumatic life events constructed, and how is the narrative of memory interwoven in games of power and subordination on the one hand, and counter hegemony and self-affirmation, on the other?
These questions are addressed by reflecting on a massacre that took place in Colombia in 2001: the Naya massacre. The article explores the use of ethnography to understand the way in which a group of people affected by this event reconfigure the meaning of life and inscribe what happened in certain cognitive-emotional schemes. In this process, the anthropologist's inquiry is more than a means of recovering the past; it becomes part of the action of reconstruction itself, due to the relationship that is established between the anthropologist and the participants: a reciprocal social affective tie that is projected on to the social action of both.

Key words: Ethnography; Memory; Violence; Victims; Social recomposition

Depois da massacre: a memória como conhecimento histórico

Resumo

Para que reviver experiências de violência? Por que perguntamos, os antropólogos sobre relatos de dor? A etnografia consegue ser uma ferramenta que ajude para a reconstrução    pessoal e coletiva em sociedades que viveram situações traumáticas? Desde que ponto de vista se constrói a memória de eventos traumáticos e como ela se insere na narrativa da memória nos jogos de poder e subordinação, por uma parte, e a contra-hegemonia assim como a auto-afirmação pela outra?
Essas questões são abordadas através da reflexão sobre a ocorrência de uma massacre acontecida na Colômbia durante o ano 2001: a chacina de Naya. Nesse texto se reconstrói a utilização de uma aproximação etnográfica com o intuito de entender a maneira em que um grupo de pessoas afetadas por este fato refaz o sentido da vida e inscreve o acontecido em determinados referentes cognitivos e emocionais. Neste processo, a pratica de indagação do antropólogo vai além de ser um meio de recuperação do passado para se volver parte da ação da reconstrução. Isto acontece pela relação que estabelece-se entre o antropólogo e o sujeito de estudo: um vínculo recíproco social e afetivo que projeta-se na ação social dos uns e dos outros. 

Palavras-chave: Etnografia; Memória; Violencia; V ítimas; Recomposição social


 

La producción de antropología y sus desafíos

El trabajo de investigación antropológica -nos dicen algunos textos sobre método, muy difundidos- sostiene una tensión interna que la constituye: es experiencia vital, relaciones y vínculos personales. Por el otro lado, la investigación pretende ser metódica, rigurosa y dar resultados sistemáticos de conocimiento. La antropología, entonces, cabalga entre lo sistemático y lo subjetivo, podríamos decir entre vínculos racionales y apegos emotivos, si es que en verdad unos y otros pueden separarse.

En un caso hablamos de rigor, verificación, validez; en el otro, de empatía, confianza, complicidad, colaboración. Para hacer las cosas un poco más complicadas, propongo que además existe otro desdoble, un pliegue, de lo anterior: la tensión entre el compromiso con la producción de conocimiento y su inserción global, y el compromiso con los apremios del entorno social del antropólogo. Así, en nuestro contexto latinoamericano me parece que el enfoque etnográfico es una forma de ejercicio de la ciudadanía, dados los graves problemas sociales en medio de los cuales se ejerce y produce la antropología.

Argumento, espero serles convincente, que como lo dijo hace algunos años Roberto Cardoso de Oliveira (1998), la antropología en América Latina creó un nuevo sujeto cognoscitivo que ya no era más un extranjero constituido desde el exterior, sino un miembro de la sociedad que estudiaba. Esto tiene implicaciones sobre el lugar del "otro" estudiado. Hemos retomado esta idea fructífera para resaltar que el trabajo de ese antropólogo gira alrededor del interés permanente por la propia sociedad nacional y su conformación, por las condiciones sociales de quienes estudia y por la repercusión de sus conceptos (Ramos, 1999-2000). Realiza, pues, su trabajo a la luz de la conciencia social de que es al mismo tiempo ciudadano e investigador dentro de su propia sociedad nacional. Esa conciencia ciudadana, este percibirse como investigador-ciudadano, enmarca sus relaciones y producciones (Jimeno, 1999, 2008).

Para Cardoso de Oliveira la preponderancia que tuvo el indigenismo en la conformación de la antropología latinoamericana revela esa condición dual de esta antropología. El indigenismo, a diferencia de las etnografías de extranjeros, ve a las sociedades indias a la luz de las relaciones de dominación que sobre ellas han establecido los estados nacionales. El indigenismo permitió una elaboración específica, por ejemplo, los conceptos de fricción interétnica o de colonialismo interno, que reflejaban la importancia y condición subordinada de las poblaciones indias en nuestras sociedades.

Pero esta relación de co-ciudadanía conlleva un malestar del antropólogo, pues significa un desafío tanto para la comprensión del entorno, como para la conciliación entre la pretensión de universalidad de las antropologías metropolitanas y las propias preocupaciones e intereses locales (Cardoso de Oliveira, 1998). Este malestar es asumido y enfrentado de manera específica por cada generación de antropólogos, por cada entorno nacional y produce frutos de sabor variado. En un momento, entre los años treinta y sesenta del siglo XX, fue el indigenismo que se produjo como corriente que recorrió el continente con influencias cruzadas entre México, Perú, Colombia, Brasil y la Argentina (Jimeno, 2005).

En otro momento, la antropología expresa su malestar y su compromiso de ciudadanía en el lenguaje crítico y a menudo ácido del marxismo. O el acento "comprometido", tan caro en la antropología hecha en Colombia, hace del repudio de la neutralidad política y el compromiso con los grupos de base, su gran prioridad (Arocha, 1984). Pese a un nuevo lenguaje, más reposado y cuidadoso, pese a la intensificación de los contactos con las antropologías del mundo, este trazo comprometido sigue vivo de manera diferencial y propia en la antropología que se practica en Colombia. Me he atrevido a decir que las manifestaciones radicales son la expresión de un rasgo más profundo, según el cual la realización de la profesión de antropólogo es simultáneamente la participación como ciudadano: el antropólogo ciudadano (Jimeno, 1999, 2000, 2008). Como ethos, cobija no sólo a los antropólogos, sino también a un sector amplio de intelectuales, siempre ansioso por ser útil a la realidad social del país.

En este contexto, la etnografía no sólo es un instrumento de conocimiento sino también un enfoque. Un enfoque que bien puede enmarcar las preocupaciones por conocer el punto de vista subalterno y una herramienta para ir más allá de su registro textual, hasta una modalidad de acción conjunta. Algunos antropólogos norteamericanos, entre ellos Joanne Rappaport (2008) y George Marcus (1997), plantean la categoría de "colaboración o "antropología colaborativa" y "complicidad" para dar cuenta de este trazo de la práctica antropológica oculto o desestimado en la noción de observación participante. Rappaport ha usado el enfoque y las técnicas etnográficas para realizar trabajos "de colaboración" con el programa de educación de la organización indígena Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC). Creo que eso que ellos llaman "colaboración" o "complicidad" es más que una acción personal: es una forma de ejercicio de ciudadanía, pues apunta a hacer etnografía en medio de las relaciones de poder en que están inmersos los grupos sociales con que trabaja, y en el marco más amplio de la sociedad, el estado nacional y el contexto global. Es decir, el investigador ciudadano no es tan sólo el que tiene una inquietud ética por la relación con sus sujetos de investigación y la soluciona con su "colaboración". Su inquietud es más amplia, es ético-política: tiene que ver con cómo se concibe la nación, quién habla, quién calla y qué dice, qué derechos tiene y cuáles le son negados. Es decir, tiene que ver con la forma en que el antropólogo como sujeto se ve a sí mismo en acción en un conjunto global. Es entonces una lucha política y una manera en la que la política intersecta la producción de conocimiento.

 

Memoria y reparación en Kitek Kiwe

Veamos lo dicho en relación con el trabajo sobre memoria y reparación en Kitek Kiwe . La pregunta por la etnografía como herramienta que alienta la reconstrucción personal y colectiva, y no es sólo un medio técnico de registro, se sustenta en la idea del carácter constructivo y relacional del acto de evocar frente a otros. Toma así un sentido la pregunta por los puntos de vista desde los que se construye la memoria de eventos traumáticos; también indagar por la inserción de la narrativa resultante en juegos de poder y subordinación por una parte, y contra hegemonía y autoafirmación por la otra.

El pasado 11 de abril se cumplió el noveno aniversario del hecho de violencia conocido como la masacre del Naya. Durante esa semana del año 2001, pobladores nasa, afrocolombianos, campesinos y comerciantes habitantes de una remota región del sur occidente de Colombia, la región del Naya, sufrieron el ataque de un grupo armado de las autodenominadas Autodefensas Unidas de Colombia, o paramilitares. Mataron cuarenta personas de los distintos grupos humanos que pueblan el Naya. Algunas fueron asesinadas de forma cruel y pública, y obligaron a huir a varios miles hacia las poblaciones más cercanas, distantes más de 10 horas de camino.

La masacre del Naya se inscribe en el conflicto interno en Colombia, cuyo ciclo más reciente se extiende entre los años 1997 y 2005, año en que se desmovilizaron cerca de treinta mil personas pertenecientes a los llamados paramilitares, a raíz de la ley de Justicia y Paz (Romero, 2003; Wills, Sánchez Gómez y Gutiérrez, 2006; Varela, 2007).

Villa y Houghton (2005) proponen que los indígenas, por habitar en zonas de frontera agrícola y extractiva, se ven inmersos en el centro del conflicto armado colombiano. El Cauca, en particular, dicen los autores, ha sido foco de violencia política contra pueblos indígenas con 2.591 víctimas mortales entre 1974-2004. El período 2000-2004 fue uno de los de mayor intensidad en la lucha entre la guerrilla (FARC y ELN), los paramilitares (AUC) y el Ejército Colombiano. Desde la emergencia de las organizaciones indias de los años setenta, los reclamos por respeto a la diferencia cultural, autonomía y ampliación territorial, han colocado a los indios como foco de acciones de violencia y como víctimas por violación de derechos humanos (Villa y Houghton, 2005; Jackson, 2005; Jimeno, 2006).

El movimiento indígena surgió en el Cauca en 1991, con las banderas de "tierra y cultura" y en fecha reciente conmemoró cuarenta años de organización. La organización adoptó la modalidad de unión de cabildos locales de indios, en una readaptación de una tradición que se formalizó en las leyes de la colonia española y que de cierta manera correspondían a antiguos cacicazgos prehispánicos. La nueva organización, el Consejo Regional CRIC, se encaminó durante sus primeros años a reclamar la ampliación de las tierras asignadas (resguardos de indios) y el respeto a la "cultura" indígena, en el marco de un renacimiento étnico más general en América Latina (Gros, 1991; Jimeno, 1996, 2006; Rappaport, 2005).

La creación de organizaciones indígenas en el Cauca fue una novedad política e ideológica que replanteó las relaciones con el Estado nacional colombiano. Progresivamente, las demandas se desplazaron desde el énfasis en la diferencia y la lucha por la tierra, hacia reclamos por mayor autonomía, lo que significó un nuevo discurso agenciado por nuevos líderes (Rappaport, 2005; Jackson, 2005). Los derechos especiales ( fuero indígena) fueron parcialmente obtenidos en la reforma constitucional de 1991 (Jimeno, 2011) y sirvieron como anclaje de viejas reivindicaciones en tierras, educación, lengua. Pero, como lo señalan Villa y Houghton (2005), la preocupación de la organización indígena por mayor autonomía política, los confrontó con los grupos armados ilegales que interfirieran en su territorio y amenazaran sus objetivos de autodeterminación. En esa dinámica se inscribe la masacre del Naya en 2001, año de una intensa actividad nacional de los paramilitares.

Después de la masacre, la mayoría de los pobladores de la región del Naya -campesinos, indígenas y afrodescendientes- retornó a la zona pese a los riesgos que corrían y donde aún permanecen. Otros se dispersaron en ciudades.

Sin embargo, 56 familias se reagruparon para conformar una comunidad nueva que se ancla y estructura sobre el recurso cultural de la común pertenencia indígena, aún pese a la heterogeneidad del grupo en el que hay campesinos no indios y una variedad de indígenas de origen nasa. Esta identidad india les proporciona los principales recursos simbólicos y emocionales de recuperación personal, tanto como los dota de los elementos para la conformación de un nuevo grupo: el cabildo de indios Kitek Kiwe, Tierra Floreciente.

 

Memoria en Kitek Kiwe

En este contexto, surge una necesidad social específica para el uso de la memoria. Sabemos ya suficientemente que el pasado se reconstruye en función del presente, de los anhelos, esperanzas, deseos u odios de quienes acuden a él. Sabemos también que este proceso reconstructivo es en parte deliberado y explícito, y que es "trabajado" por "emprendedores de la memoria" (Jelin, 2003). También que expresa y se sirve de valores implícitos, tácitos y no intencionales, aún inconscientes dirían algunos, en suma, que emplea el lenguaje cultural de quienes hacen referencia del pasado. Pues bien, las personas agrupadas en el cabildo de indios Kitek Kiwe , comunidad recién inventada a raíz del desplazamiento provocado por la masacre, precisan de la memoria. En este caso es una herramienta de reconstrucción en un sentido amplio. Es un medio para obtener justicia y reparación por lo ocurrido ante el Estado, pero es también un medio de dignificación y auto reconocimiento personal. Es lo que le da sentido a crear la nueva comunidad en la forma de cabildo de indios como rastro de memoria del origen indio, nasa. Pero no opera como elemento externo, postizo y oportunista, sino que les permite reorientarse en la vida personal después de haber perdido tierras, casa, bienes, de haber perdido todo lo que hace la vida diaria de cada cual. Es la memoria del origen relativamente reciente, una generación atrás, cuando sus padres nasa, llegaron paulatinamente en los años cincuenta y sesenta al Naya en busca de tierras y paz. Pese a que al Naya llegaron luego campesinos no indígenas y que antes que todos parecen haber llegado ex esclavos de origen africano. Poner en vigor la memoria del origen indio les ha permitido acudir a las prácticas organizativas, el cabildo, por ejemplo, o la guardia indígena, tanto como a los usos simbólicos de la organización indígena sobre el territorio.

Reconstruir una memoria a partir de un hecho crítico, la masacre, es también una fuente de recuperación emocional: sabemos también ya suficientemente, que la elaboración de un trauma personal, de una pérdida, pasa por reelaborar el suceso para poder referirlo al presente y dejarlo anclado. Es esta reconstrucción de memoria, la que finalmente permite aceptar la condición de "víctima", no como una condición patológica, sino como un medio emocional de reconocer el dolor de las pérdidas sufridas, de sus parientes y de su forma de vida. Pero también de salir de ese dolor al compartirlo con otros en forma de acción organizada, a las que he llamado "comunidades emocionales" que son comunidades políticas.

Muy bien y ¿cómo entra allí la etnografía? Ya se habrán imaginado ustedes que son las características de intimidad y participación, viejos recursos etnográficos. La etnografía no es aquí ese método de abordaje directo, de observación de la vida diaria y de los "imponderables de la vida", que proponía Malinowski hace ya cien años. Claro que está modificado por la historia de los debates de la disciplina y las ciencias sociales en este centenio, sobre la autoridad etnográfica, sobre el colonialismo en las relaciones de conocimiento, sobre el uso jerárquico de las relaciones en campo. Pero sobre todo quiero señalar que aparece aquí de nuevo su tensión interna constitutiva, de la que hablé al comienzo, entre la etnografía como método y la etnografía como experiencia vivida.

En un primer aspecto, en el sistemático, cuando llegué hace tres años a esta comunidad, me propuse reconstruir de manera sistemática las medios culturales, afectivos y cognitivos mediante los cuales un grupo de personas afectadas por un hecho de violencia reconforman el sentido de la vida e incorporan lo sucedido en determinados referentes cognitivo-emocionales. Conformé con dos jóvenes colegas Ángela Castillo y Daniel Varela, un equipo para indagar por el evento crítico, por la huida, por la vida en campamentos de desplazados, por la reorganización por medio de una Asociación de Desplazados y su transformación en una asociación de carácter étnico, el cabildo indígena Kitek Kiwe . Para adentrarnos, mediante sus relatos de vida y mediante la vida en la comunidad (observación) en los aspectos afectivos del proceso de cada persona a partir del evento crítico. Hemos tomado en cuenta la manera como sectores diferenciados de la comunidad, mayores-jóvenes, hombres-mujeres, activistas-bases, han experimentado el proceso en los niveles intelectuales, afectivos y de la práctica. También es preciso comprender el surgimiento de conflictos y su manejo.

La permanencia etnográfica prolongada nos distancia de las numerosas agencias de servicio social a los desplazados o las víctimas de la violencia, que se sorprenden de nuestra duración en campo, nos han repetido varias veces con sorna, que ellos lo han hecho en ¡una semana y ya!

Pero aparece aquí también ese desdoblamiento del que antes hablé y que nos impele a responder como ciudadanos que investigan. Es decir, a emplear herramientas de reconstrucción de memoria mediante las cuales ellos mismos recobran para sí y para otros el sentido de lo ocurrido. Se trata, en efecto, de usar el proceso de recuerdo como medio de reconstrucción de sentido vital y de sentido de colectividad.

Los medios principales para esto han sido: un sociodrama en el que los niños de la escuela comunitaria narran en tres actos el proceso.

Talleres de memoria con líderes, jefes de hogar, jóvenes y mujeres, que arrojaron un itinerario de mapas de lo ocurrido; una línea del tiempo que apunta a la obtención de justicia mediante la reconstrucción de derechos vulnerados y acciones emprendidas por ellos; narraciones sobre la vida actual en la finca obtenida y sobre lo que ellos llaman "planes de vida" y sobre la manera como las personas han sentido el proceso.

Un documental de 20 minutos que registra visualmente testimonios variados. Este se propuso la evocación de la experiencia personal. Este video quedará, junto con la recuperación del acervo documental de las acciones y reacciones institucionales, en la comunidad para su uso futuro.

El conjunto se trata de un ir y venir entre los materiales etnográficos y las acciones que ellos emprenden para obtener financiación o para obtener reconocimiento político frente a otras comunidades y frente a las instituciones estatales, en especial las que tienen que ver con el proceso llamado de Justicia y Paz. Un ejemplo es el sociodrama de los niños y su uso en la séptima conmemoración de la masacre, que referiré muy brevemente (Jimeno, Castillo y Varela, 2010) .

Para concluir, lo que he querido decir es que en el proceso de construcción de sentido posterior a la masacre ha intervenido el propio ejercicio de indagación del antropólogo, que va más allá de ser un medio de recuperación de memoria como interpretación del pasado. La relación entre antropólogo y sujeto de estudio establece un vínculo recíproco socio afectivo que se proyecta en la acción social de unos y de otros. Por otro lado, la puesta en escena del sociodrama por los niños de la escuela bilingüe de la comunidad, muestra el surgimiento de narrativas compartidas sobre el evento de violencia y el proceso posterior de reconformación (Jimeno, Castillo y Varela, 2010). Estas narrativas articulan las demandas como grupo (Cabildo Kitek Kiwe y Asociación) frente a las instituciones nacionales y los organismos no gubernamentales. Su eje es exigir derechos políticos a la verdad, la justicia y la reparación. También observé que las categorías de adscripción étnica operan de manera simultánea como marcadores de diferencia y como mecanismos de inclusión en la comunidad política nacional (Rappaport, 2005). Esto se realiza mediante un discurso articulado que busca la generalización a la sociedad no india de su versión sobre los hechos ocurridos. Al mismo tiempo apela a símbolos de otredad y particularidad cultural, tales como la lengua indígena o los emblemas de la organización indígena, en una atmósfera altamente emocional. Aunque los asistentes a la conmemoración no conocieran el significado cultural específico de muchos detalles, se estremecieron emocionados cada vez que los niños agitaron en alto los bastones símbolo de autoridad tradicional, mientras entonaban en nasa yuwe el himno nacional. Este mismo dispositivo se encuentra en la presentación de proyectos -productivos, educativos o de organización- a entidades internacionales e instituciones regionales y nacionales. Además, es el eje de los trabajos colectivos (mingas) que procuran la reconstrucción de las actividades productivas y de la vida diaria (siembra de café orgánico, de huertos comunitarios, educación, dotación de vivienda, servicios, etc.).

La adscripción del grupo Kitek Kiwe a la identidad étnica india plantea el papel dinámico de la etnicidad (Rappaport, 2005; Jimeno, Castillo y Varela, 2010) y permite la discusión sobre los mecanismos en los que la política cultural alienta la recomposición emocional, subjetiva, tanto como la política, después de un hecho de violencia de gran magnitud. La etnografía es aquí una herramienta, no sólo de memoria de lo que ocurrió, sino parte misma del proceso de reconstrucción personal y colectiva que implica un acto de violencia extrema.

Las organizaciones y movimientos indígenas contemporáneos en Colombia puedan entenderse como campos activos de producción político cultural, tal como lo hicieron durante la reforma de la Constitución Política de 1991. Esto se encuentra bien destacado en el proceso que siguen quienes crearon la comunidad Kitek Kiwe a raíz de la masacre, y pone de presente el constante proceso de reinvención de la identidad étnica en el marco de relaciones complejas de las poblaciones subalternas con la sociedad nacional. Esto me permite resaltar la perspectiva teórica según la cual la acción subjetiva y la colectiva se entienden como partes de una misma formación cultural, en la que hay continuidad entre la interpretación emocional y personal de los sucesos y la acción pública. Subrayo así la interrelación y no la discontinuidad de los procesos subjetivos y los sociales.

Esto es posible por la política cultural que han puesto en marcha las organizaciones indias en Colombia desde hace más de tres décadas, pues la invocación a la "cultura" y a "lo propio" es algo más que esencialización táctica o estratégica. Es un lenguaje intercultural articulado, en el cual las comunidades indias se dirigen al poder establecido y, al mismo tiempo, a un conjunto mucho más amplio que puede identificarse con ellos y apoyar sus reclamos frente al Estado. Se pone aquí en evidencia la cuestión étnica como un activo campo de producción de sentido y acción ciudadana sobre el entorno social.

Finalmente, se trata de entender la producción cultural del grupo que apuntala una comunidad emocional por medio de lazos de empatía con el dolor de las víctimas, pues todo indica que es allí donde se unen el dolor subjetivo con la acción ciudadana y la particularidad cultural con la interculturalidad. La noción de víctima y su uso como medio simbólico para reivindicar derechos ciudadanos violentados, es puente de unión de la acción particular de Kitek Kiwe con el movimiento nacional de víctimas que se construye de manera aún incipiente en el país. Por otro lado, es de importancia comprender mediante estudios de caso como el que propongo, cómo las personas que sufrieron estas experiencias de violencia recomponen su lazo con la sociedad y reactivan la participación ciudadana a partir de ciertos dispositivos culturales. Estos propósitos guardan relación con mi interés de larga data por explorar la producción de sentido en torno a las experiencias de violencia, las interacciones sociales en las que aconteció el evento de violencia y la sombra que proyectan sobre la red de relaciones sociales y sobre la acción ciudadana (Das, 1997a, 1997b; Jimeno, 2008; Jimeno et al., 1996, 1998).

 

Conclusiones

¿Para qué rememorar experiencias de violencia? ¿Por qué preguntamos los antropólogos por relatos de dolor? ¿Puede la etnografía ser una herramienta que aliente la reconstrucción personal y colectiva en sociedades que vivieron eventos traumáticos? ¿Desde qué punto de vista se construye la memoria de eventos traumáticos y cómo se inserta la narrativa de la memoria en juegos de poder y subordinación por una parte, y contra hegemonía y autoafirmación por la otra? Estas preguntas son abordadas a través del estudio de un grupo particular que sufrió la masacre del Naya en 2001.

En esta ponencia, reconstruimos el uso de la aproximación etnográfica para comprender de qué manera un grupo específico de personas afectadas por la masacre del Naya recuerdan lo sucedido, reconforman el sentido de la vida e incorporan su memoria en la producción de nuevos referentes cognitivo-emocionales. Mediante la rememoración no sólo condenan el uso de la violencia, sino que identifican los sujetos detrás de las acciones y el entramado de fuerzas que las hicieron posibles; al tiempo, abren nuevos horizontes de identidad. Proponemos que la relación entre antropólogo y sujeto de estudio, a través de los testimonios de sufrimiento, establece un vínculo recíproco socio-afectivo que se proyecta en la acción social y ciudadana de unos y otros.

El próximo 11 de abril se cumplirá el décimo aniversario del hecho de violencia conocido como "la masacre del Naya". Durante esa semana de 2001, pobladores nasa, afrocolombianos, campesinos y comerciantes habitantes de esa región del sur occidente de Colombia, sufrieron el ataque del Bloque Calima de las AUC. Asesinaron a cerca de 40 personas y obligaron a varios miles a huir hacia poblados de la zona plana del Cauca. Al poco tiempo, muchos de ellos retornaron al Naya, cansados de las condiciones de hacinamiento en los albergues para desplazados. 56 familias de origen heterogéneo, resistieron y no retornaron: se ampararon en la creación de organizaciones cívicas, desde un inicial Comité de Desplazados hasta una organización multiétnica.

Pasados tres años, por medio de una acción jurídica (tutela), consiguieron del Estado la asignación de un nuevo territorio en el centro del Cauca. Allí conformaron una nueva organización, el Cabildo Nasa Kitek Kiwe (Tierra floreciente). Así, se reagruparon para formar una comunidad nueva que se ancla en el recurso cultural de la común pertenencia indígena. Allí han encontrado los principales recursos simbólicos y emocionales para recuperarse como sujetos y como grupo, y desde allí narran su historia. Es una memoria posicionada, que sirve como mediadora de un proceso que ellos mismos llaman de "empoderamiento".

¿Cuál es allí el papel de una etnografía del recuerdo? La relación entre antropólogos y miembros de la comunidad ha incitado no sólo un proceso de rememoración personal sino su puesta en escena pública. En el escenario público interno en primerísimo lugar, donde la variedad interna de perspectivas se pone en evidencia y se negocia -a veces con grandes tensiones- en aras de puntos en común. En el escenario público de las instituciones de gobierno, donde la memoria es instrumental para acceder a derechos y se entrecruza y nutre del lenguaje global de las reivindicaciones por los derechos humanos. En el escenario político cultural de la etnicidad, al poner en vigor la memoria del origen indio, que los ha llevado a prácticas de organización interna como el Cabildo y al mismo tiempo los proyecta a un escenario global mediante el capital político y simbólico étnico.

Los talleres de memoria, las historias de vida, las conversaciones y encuentros personales, el sociodrama, un video documental y una "cartilla", entre otros, han ayudado a consolidar un lenguaje entre antropólogos y miembros de la comunidad. Por medio de éste, los de Kitek Kiwe construyen memorias de lo sucedido en el Naya, las dramatizan en actos públicos y se sirven de ellas para sus reclamos sociales y para que se esclarezca la verdad y se haga justicia.

Sabemos que la elaboración de un trauma personal pasa por reelaborar el suceso para poder referirlo al presente y no dejarlo anclado en el pasado doloroso. Al elaborar el lenguaje de la organización y la movilización indígena, han encontrado también un vehículo emocional para relatar su experiencia individual y hacerla compartida. Los de Kitek Kiwe han podido encontrarse con otros en el dolor compartido y traducir ese encuentro en acciones organizadas. A este proceso lo hemos llamado la conformación de comunidades emocionales que fundamentan la acción política en una ética del reconocimiento.

Así, la etnografía es más que un método técnico de recopilación de datos: es una experiencia vívida, marcada por la participación del etnógrafo en la intimidad de las relaciones sociales y por la construcción de vínculos socio-afectivos. En este contexto, la indagación que hicimos como antropólogos contribuyó a activar mecanismos culturales que ya poseían, y les permitió afirmar e incentivar -que no inventar- la comunicación de la experiencia violenta para reconformar el sentido de la vida. La etnografía de la memoria no se limita a una interpretación del pasado, sino que es capaz de ilustrar sobre los usos de la memoria en la recomposición personal y en la producción de referentes cognitivo-emocionales y políticos. Hace parte del proceso de construcción de sentido y es medio para que los relatos de indignación y contra hegemonía, lejos de las memorias ejemplares o las memorias heroicas, se expandan a la sociedad nacional en forma de marcos de referencia compartidos.

 

Bibliografia

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