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Cuadernos de antropología social

versión On-line ISSN 1850-275X

Cuad. antropol. soc.  no.40 Buenos Aires dic. 2014

 

ARTÍCULOS

Entre lo decolonial y la formación racial: luchas afro-indígenas por el territorio y por (¿o en contra de?) un nuevo lenguaje contencioso

Charles R. Hale*

*Doctor en Antropología (Ph.D., Stanford University, 1996). Profesor en la Universidad de Texas, Austin. Correo electrónico: crhale@mail.utexas.edu.

Artículo elaborado especialmente para Cuadernos de Antropología Social a partir de la exposición del autor en las VII Jornadas Santiago Wallace de Investigación en Antropología Social.

 

 

Las reflexiones que quisiera compartir en este ensayo abarcan treinta años de historia centroamericana: el auge y el cierre de la época revolucionaria (1970-1990), las dos décadas del multiculturalismo neoliberal (1990-2010) y finalmente el momento actual, marcado por otra ruptura y el comienzo de una nueva época que aún no entendemos bien.1 Intento caracterizar cada época, con énfasis tanto en los patrones de dominación y gobernanza como en las formas de movilización y lucha de los pueblos afro-indígenas.

Para ser lo más concreto posible, me enfoco en las luchas por el territorio y en lo que podemos llamar –siguiendo a William Roseberry (1994), que seguía a Antonio Gramsci– el "lenguaje contencioso" de estas luchas. Observo, para las primera dos épocas, transformaciones marcadas en el lenguaje contencioso que coinciden generalmente con el patrón de gobernanza, como la teoría gramsciana nos haría esperar. La época emergente, en cambio, genera más perplejidad, sobre todo por el auge de voces –tanto teóricas como de protagonismo político– que buscan un rechazo radical de los marcos occidentales y modernos que han regido hasta la fecha. Para tomar en serio estas últimas críticas e intentar entender el momento actual, se requiere un elemento más de auto-reflexión: ¿Qué conceptos claves hemos empleado para entender estos procesos y cómo ellos nos posicionan en relación a la contienda política del momento?

Inspirado por la revolución sandinista, y disgustado por las políticas imperiales del gobierno norteamericano, fui a Nicaragua en el año 1981 con el deseo de vivir y trabajar en un contexto donde abundaba lo que Fernando Henrique Cardoso llamaba, siguiendo a Albert Hirschman, "la pasión por lo posible".

Me encontré entonces con un proceso político con horizonte amplio de justicia social y de lucha digna por la soberanía nacional, y a la vez con un mar de contradicciones.

Trabajé con el Centro de Investigación y Documentación de la Costa Atlántica (CIDCA), un centro de investigación nicaragüense que tuvo el mandato de estudiar una de las contradicciones más marcadas –el conflicto entre el Estado sandinista y los pueblos afro-indígenas de la Costa Atlántica–. Logré aprender miskitu, vivir en una comunidad miskitu lejana y apreciar el conflicto desde las perspectivas de los habitantes. Dos preguntas claves enmarcaron nuestros esfuerzos de análisis como equipo de CIDCA: "¿por qué motivos se alzaron los costeños afro-indígenas en contra de una revolución hecha en nombre los pobres?" y "¿cuáles serían las bases esenciales de una resolución del conflicto?".

Las teorías de la etnicidad, su conjugación con el análisis de clase y con la "cuestión nacional" guiaban nuestros esfuerzos.

Aunque la eventual resolución del conflicto en la Costa Atlántica –cuya pieza central fue la concesión de autonomía para los pueblos afro-indígenas– se negoció en plena época revolucionaria, el mismo no se implementó hasta el año 1990, cuando los sandinistas perdieron las elecciones, marcando así la transición definitiva en Centroamérica a la época neoliberal.

Nuestros primeros esfuerzos de teorizar el neoliberalismo como proyecto de gobernanza y dominación enfatizaban la lógica individualista del mercado y el efecto "aplanador" del capital que eliminaría toda diversidad cultural. Sin embargo, después llegamos a entender que el neoliberalismo se combinaba nítidamente con una afirmación de los derechos multiculturales –aunque sea una versión acotada y limitada de tales derechos, pero en fin, una combinación con repercusiones mayores–. El caso de los derechos territoriales es el más marcado, y analíticamente desafiante, por ser tan inesperado.

Trabajé en equipos de investigación activista sobre este tema por las dos décadas de la época neoliberal, acompañando a varias organizaciones afro-indígenas –primero en Nicaragua, después en Honduras y Guatemala– en su lucha por los derechos al territorio. Los Estados y la élite política, reacios al principio a estos reclamos, fueron sujetos mediante presión, aliento y mucho dinero por parte de actores improbables, como el Banco Mundial, para cambiar de parecer.

Mientras acompañamos estas luchas marcadas por el "leguaje contencioso" de los derechos culturales concedidos por el Estado, intentamos teorizar las perplejidades: "¿cómo puede ser que las instituciones neoliberales hayan permitido –¡y a veces hasta promovido!– los derechos afro-indígenas al territorio?" El concepto clave que resultó de esta teorización –el "multiculturalismo neoliberal"–siguió en deuda con Gramsci, pero combinado con Michael Foucault y la teoría crítica de raza. Este último generó la pregunta estratégica de la época: "¿se pueden usar los derechos acotados, concedidos por el sistema, para luchar en contra del sistema?".

Si bien nuestra respuesta a lo largo de ese período fuera afirmativa, en los años recientes las dudas se han acumulado. Por un lado, hemos observado en toda América Latina una ola creciente de movimientos anti-sistémicos de contenido nuevo: no de luchar por capturar el Estado y sustituirlo con un sistema mejor; no de negociar por derechos más expansivos; sino de rehusar los parámetros mismos de la contienda política; de resistir o "agrietarlo" para debilitar su capacidad de dominación y defender espacios para formas propias de organización (Holloway, 2010). Por muchos años los zapatistas figuraban como ejemplo excepcional de esta postura; pero recientemente tales movimientos han proliferado (Zibechi, 2010).

Por otro lado, las voces teóricas en esta misma línea son también abundantes. Me interesan en particular dos corrientes: la primera tiene como concepto clave la "colonialidad del poder" –que como Silvia Rivera Cusicanqui (2010) nos recuerda, tuvo una larga trayectoria en el sur antes de que se difundiera en el norte con el artículo de Aníbal Quijano de este mismo nombre (Quijano 2000)y con elaboración de Walter Mignolo (2005), entre muchos otros. La segunda corriente lleva el nombre "afro-pesimismo", asociada principalmente con teóricos del norte (Wilderson, 2003) pero con resonancia fuerte en Brasil.

A diferencia de los dos primeros momentos, no me identifico plenamente con estas corrientes teóricas, aunque reconozco la importancia de ambas para pensar la época emergente. Las preguntas clave que generan son tanto de estrategia política como de epistemología: ¿cuál es el fin de la movilización política cuando los protagonistas afro-indígenas no comparten lenguaje (¡ni siquiera contencioso!) con sus adversarios?, ¿qué papel jugaría la teoría de estos movimientos si dejáramos de usar el lenguaje de la teoría crítica reconocida por la academia y adoptáramos en su lugar el lenguaje alternativo propio de los protagonistas, sin ningún esfuerzo de traducirlo o hacerlo "legible"?

La categoría de Roseberry (1994), "lenguaje contencioso", es útil porque corrige un malentendido y es crucial para las luces analíticas que enciende, pero en última instancia es incompleta. El malentendido –tan común hoy en día como hace dos décadas cuando Roseberry escribió– es que "hegemonía" equivale a consenso ideológico o a sumisión intelectual. Aun si hubiera frases sueltas en los escritos de Gramsci que se prestan a esa interpretación, el sentido principal es justamente el contrario. "Uso el concepto –dice Roseberry– […] no para entender el consenso sino la lucha. [Aquí la hegemonía construye] un lenguaje común […] que establece los términos centrales alrededor de los cuales la contestación y la lucha pueden ocurrir" (Roseberry, 1994: 360).

En este sentido, conocer el lenguaje contencioso no dice mucho sobre el contenido de la contienda política, y nada sobre su resultado, pero sí establece los parámetros dentro de los cuales determinada lucha se desenvuelve. La premisa clave para Roseberry (1994) es que los movimientos de resistencia se encuentran obligados a adoptar las formas y lenguajes de dominación, para ser escuchados y que, de esta manera, los actores e instituciones dominantes logran contener la lucha según sus intereses.

El concepto "lenguaje contencioso" es básico para las preguntas analíticas planteadas aquí porque en cada época los regímenes intentan establecer un tal lenguaje que abre posibilidades y también fija límites en cuanto al reclamo afro-indígena del momento. Sin embargo, el concepto es incompleto en dos sentidos importantes.

En primer lugar, no dirige atención al rol del analista como productor de conocimiento y actor político. Nos favorecería mucho poder aseverar que la teoría crítica siempre está en la avanzada, descubriendo los efectos hegemónicos del lenguaje contencioso, alentando el pensamiento y la acción que rebasan estos límites. Creo que la realidad es más variada y frecuentemente al revés: los conceptos académicos aparecen en momentos posteriores, cuando los protagonistas ya han abierto la brecha y se toman tiempo para reflexionar sobre lo que hicieron. De todas formas, la pregunta debería quedar abierta, sujeta a indagación: en cada uno de los tres momentos, ¿qué rol han jugado la teoría social y el teórico en relación al lenguaje contencioso predominante?

Segundo, Roseberry asume, en concordancia con la teoría gramsciana, que la política siempre va seguir el patrón establecido: resistencia y negociación dentro de determinado lenguaje contencioso hasta que haya una ruptura que dé lugar a un nuevo lenguaje. Lo fascinante de la época emergente es la posibilidad de que hayamos salido de este marco: movimientos afro-indígenas que se sublevan en contra de la idea –sea por obligación o conveniencia– de plantear demandas en lenguajes que los actores e instituciones dominantes encuentran legibles, o simplemente que no prioricen tal diálogo. Si bien han existido casos sueltos de esta protesta "ilegible" a lo largo de la historia colonial / moderna, la aseveración frente al futuro es que podrían llegar a definir la época.

Mi argumento se desenvuelve en relación a estos tres momentos históricos.

En cuanto a la época revolucionaria, critico nuestra tendencia de ubicar a la lucha afro-indígena en una posición preestablecida dentro del llamado "proyecto revolucionario" y sugiero que el concepto clave de "etnicidad" obstaculizó más que aclaró, limitando especialmente nuestro análisis del racismo.

Para la siguiente época, por útil que fuera el concepto del "multiculturalismo neoliberal" para generar una diagnosis del proyecto de gobernanza, señaló su debilidad en la teorización de las subjetividades afro-indígenas, sobre todo la conciencia y la identidad en los procesos de acción colectiva.

Frente a la época emergente, más que todo tengo interrogantes que se desprenden de una aseveración general: las teorías decoloniales y del afro-pesimismo generan desafíos que son demasiado profundos para ignorar y lagunas demasiado grandes para dejar de criticar.

 

La época revolucionaria (1970–1990): "lucha simultánea" y wan tasbaya dukiara.

Aunque el análisis de la "época" debería abarcar la región centroamericana (con resonancias en toda América Latina), la narrativa aquí se limita a Nicaragua. Planteo la idea de que el "proyecto revolucionario"–en Nicaragua como proyecto de Estado y en otros países como horizonte político– se estableció como el lenguaje contencioso principal.

En Guatemala, por ejemplo, el movimiento revolucionario no llegó al poder pero su presencia durante varias décadas, y sobre todo a partir de 1978, dio forma al lenguaje de casi toda la interacción política sustantiva durante ese período. En particular, en relación al pueblo maya: hubo una variación considerable en las posiciones políticas a través del tiempo y el espacio, pero esta variación se expresaba mayormente en el grado de autonomía de, o integración con, el "proyecto revolucionario."

El liderazgo político revolucionario también pensaba justamente en estos términos: ¿cómo dar cabida a la "cuestión indígena" dentro de la revolución? Otro factor notable para nuestro argumento aquí es la ausencia relativa del discurso de "derechos" que se volvería tan ubicuo en la época posterior. Quisiera explorar este argumento con más detenimiento en relación al conflicto en la Costa Atlántica de Nicaragua: ¿por qué se alzaron los pueblos afro-indígenas en contra del gobierno sandinista?, ¿cómo habíamos teorizado el conflicto?

Fue en abril del 1985 que conseguí un permiso para visitar una comunidad miskitu. Formé parte de una delegación de la Cruz Roja que viajó a la zona del Río Grande de Matagalpa para evaluar el impacto de la guerra y distribuir servicios básicos a la población civil. A finales del año anterior habían comenzado las negociaciones entre el gobierno sandinista y MISURASATA (Miskitos, Sumos, Ramas, Sandinistas Unidos), la organización armada indígena. Dichas negociaciones habían logrado una tregua que había hecho posible el viaje. Hubo esperanza de paz, sobre todo con el anuncio sandinista de que crearía un régimen de autonomía para la Costa Atlántica.

Este anuncio también fue una afirmación implícita de que los miskitu alzados en armas –aunque hubieran recibido fondos de la CIA y aunque antes fueran tachados de "contrarrevolucionarios"– habían tenido demandas que cabían dentro del proyecto revolucionario. Cuando llegamos a Sandy Bay Sirpi, donde viviría por largos períodos en los meses subsiguientes, la comunidad había estado incomunicada, inmersa en la guerra por casi tres años. Eso supimos. Más sorprendente fue el hecho de que la comunidad aledaña de Kara aún servía como base militar de los "alzados".

Mientras otros distribuían comida y evaluaban necesidades médicas, usé mi miskitu rudimentario para preguntarles a tres jóvenes alzados por qué luchaban. Citaron la opresión estatal y reclamaron respeto para la cultura miskitu, pero la respuesta más contundente que escuché aquel día, y que escucharía con frecuencia a lo largo de la investigación, fue: "wan tasbaya dukiara"2. O sea: por nuestro territorio.

Nuestro equipo de investigación, con base en el municipio de Bluefields, trabajó todos los aspectos de la cultura, la sociedad y la política costeñas; y en relación al conflicto, a grandes rasgos, con dos aportes principales.

Primero trabajamos sobre la hipótesis de que, efectivamente, los costeños lucharon por motivos propios con demandas de plena inclusión dentro del proyecto revolucionario. Esto implicaba, por un lado, documentar el racismo que los indígenas y los negros habían sufrido desde la formación del Estado-Nación nicaragüense a manos del gobierno central, de la élite económica mestiza y también de los inversionistas extranjeros. Argumentamos que, en vez de romper definitivamente con ese patrón, la revolución sandinista lo había prolongado. También documentamos las múltiples vertientes de movilización y resistencia costeña de larga data, con el hilo común del anhelo por la autonomía.

El segundo aporte se enfocaba más en la revolución misma: las condiciones históricas (de subdesarrollo, desigualdad, etcétera) que heredó; el proyecto de transformación social que emergió con el derrocamiento de la dictadura somocista y, especialmente, el lenguaje teórico que abriría espacio para pensar la incorporación, dentro del proyecto revolucionario, de la posibilidad de autonomía para los indígenas y los negros costeños.

Justamente en esta línea, Edmund T. Gordon, mi colega senior en CIDCA, escribió un artículo en 1984 titulado Explotación de clase, opresión étnica y la lucha simultánea. El artículo –por cierto, muy influyente entre los investigadores del CIDCA y leído cuidadosamente por el liderazgo sandinista– merece atención detenida por encapsular el pensamiento crítico teórico del momento y por su relación con el lenguaje contencioso.

Para interpretar un artículo como éste, el contexto es vital. Fue escrito antes de que prosperaran las negociaciones con MISURASATA, cuando todos los que luchaban en contra del gobierno sandinista eran tachados sin distinción de contrarrevolucionarios. Fue escrito por un negro norteamericano y diseminado por una institución donde trabajábamos varios extranjeros. Por ende, fue sujeto a mucha suspicacia. Por otro lado, a pesar de las críticas que contiene, fue escrito en el espíritu de fuerte apoyo para la revolución sandinista como paso imprescindible hacia la justicia social, a pesar de las contradicciones que la revolución generaba en la práctica. En fin, fue en parte cálculo político, en parte un esfuerzo de análisis riguroso, en parte expresión de nuestras aspiraciones e ideales.

Uso aquí el pronombre colectivo no porque haya sido co-autor sino por hacer referencia a un especial colectivo de pensamiento con el cual yo me identifiqué plenamente.

El artículo plantea primero, en pleno lenguaje marxista, la primacía de la explotación de clase en la formación global capitalista. Continúa aseverando que la historia ha rendido otros ejes de desigualdad estructurada que se combinan con la clase, siendo central entre ellos el de la "opresión étnica". En tercer lugar, plantea que este eje de opresión tiene una autonomía relativa con respecto a las relaciones de clase, de tal manera que el racismo frecuentemente persiste y que se manifiesta en la conciencia de la clase trabajadora mestiza, en la lucha revolucionaria y en el Estado revolucionario sandinista.

Recomienda, por ende, una "lucha simultánea" en contra de ambos (o de los múltiples) ejes de desigualdad, lo que implica que el grupo étnico oprimido tiene que desarrollar conciencia de clase (expresado en este contexto por apoyo al gobierno sandinista) y que las "clases populares revolucionarias" tienen que comprometerse explícitamente con la lucha en contra de la opresión étnica.

Dado que la eliminación de la explotación clasista "no significa automáticamente la eliminación de la opresión étnica [y aquí aparece la conclusión clave], diferentes análisis, tácticas, énfasis y quizás organizacionesson necesarios para combatir estos dos tipos de opresión" (Gordon, 1984: 13; énfasis mío).

Aunque suene suave y vago desde la perspectiva contemporánea, esta última declaración –un voto solapado a favor de la autonomía– fue en su momento sumamente herético. Se protege parcialmente de esta acusación con la oración siguiente: la "lucha simultánea contra las dos [opresiones] es esencial para el éxito de la lucha en contra de cada una" (Gordon, 1984).

Este concepto de la "lucha simultánea" llegó a formar parte –al menos implícitamente– del lenguaje contencioso que enmarcó un largo proceso de negociación que en 1987 resultó en la Ley de Autonomía. El gobierno sandinista adoptó la idea de que la "etnicidad" había sido eje histórico de desigualdad en Nicaragua y ofreció negociaciones a todos los que estaban dispuestos a buscar soluciones dentro del "marco de la revolución."

En cuestión de meses la autonomía dejó de ser una demanda contrarrevolucionaria para volverse una reivindicación histórica y los intelectuales del Estado sandinista comenzaron a diseñar una devolución substantiva de poderes de gobierno sin correr el riesgo de perder el control sobre lo que consideraban vital. Los costeños que optaron por entrar en el proceso –y muchos quedaron fuera– lo hicieron no tanto porque creyeran que su versión de autonomía sería realizada sino guiados por un pragmatismo escéptico. Ese al menos fue el sentido con el que lo hizo la mayoría de los que participaron en Sandy Bay Sirpi: aliviados por el cese del conflicto armado, curiosos por saber lo que los sandinistas ofrecerían y plenamente conscientes de la gran brecha existente entre esa oferta y la visión expansiva de MISURASATA, a quien seguían apoyando plenamente.

Brooklyn Rivera –el líder principal de MISURASATA, organización renombrada después como YATAMA (Yapti Tasba Masraka Nanih Aslatakanka, "Hijos de la Madre Tierra")– inició las negociaciones pero en cierto momento, frente a la brecha irremediable, se retiró. El punto medular de las diferencias fue las interpretaciones divergentes de "wan tasbaya": la propuesta de Ley incluía un artículo que aclaraba, en buen lenguaje del Estado, que la propiedad comunal es lo que ha pertenecido tradicionalmente a las Comunidades. MISURASATA,en cambio, reclamó un solo territorio indígena, encarnado en el "Mapa Polanco"3 que había sido catalizador del conflicto.

En el momento álgido de las negociaciones, indignado por el hecho de que la Ley propuesta hablaba de comunidades étnicas con derecho sólo a propiedad comunal, Rivera resumió nítidamente esta diferencia en una frase que después adquiriría cierta fama: "Los grupos étnicos son dueños de restaurantes; nosotros somos un pueblo; nosotros tenemos derechos."

La Ley de Autonomía se aprobó en 1987, con el concepto de "comunidades étnicas" intacto y sin la participación de Rivera. Releer el texto de la Ley ahora y recordar el arduo proceso de negociación refuerza la conclusión clave: no se trataba tanto de derechos concedidos sino de un proyecto político modificado para incorporar a los que anteriormente habían sido excluidos. Manteniendo la iniciativa y el poder del veto, el Estado sandinista pudo conceder la demanda principal de los costeños y a la vez inserir una serie de provisiones que consolidarían su ventaja: la persistencia de los municipios dentro de las regiones autónomas, la predominancia de los partidos políticos en las elecciones autónomas, una definición de tierras tradicionales que dejaba que cada comunidad individual defendiera lo suyo frente a los intereses de un poderoso Estado-Nación.

En este sentido, Rivera tuvo toda la razón en su crítica conceptual: la etnicidad, no sólo en Nicaragua sino en general, lleva un fuerte significado de subordinación a la lógica mayor del Estado; una autonomía de envergadura precisaba la resignificación o su abandono por completo a favor de un concepto más robusto. Como analistas del proceso registramos la crítica de Rivera y evolucionamos hacia una posición analítica que captaba más cabalmente las luchas costeñas –contra del racismo, por cuotas del poder autónomo más amplio– sin prejuzgar su cabida dentro del proyecto revolucionario. Al final de la década de 1980 el marco "clase-etnicidad" y la "lucha simultánea," con todo lo cierto que pudiera tener, llegó a formar parte del lenguaje contencioso de la revolución y, por ende, perdió utilidad frente al futuro.

Los miskitu de Sandy Bay, como los costeños en general, terminaron la década de 1980s en espera. La Ley de Autonomía se implementó con las elecciones de 1990 en el que los sandinistas perdieron. El voto costeño fue masivamente anti-sandinista y, en caso de los miskitu, a favor del YATAMA, que hizo alianza con la coalición de centro-derecha que ganó. Así comenzó en Nicaragua la ola de reformas neoliberales que inundó a toda América Latina a partir de esos mismos años.

En cuanto al reclamo histórico de wan tasbaya, las comunidades como Sandy Bay comenzarían aquella década con poco que mostrar por tanta lucha: una Ley con texto referente al reclamo que quedó sumamente débil, un gobierno central con políticas económicas que amenazaría fuertemente a estas tierras y sus recursos y un gobierno autónomo con lealtades mixtas y difusas; pero inesperadamente el emergente lenguaje contencioso entre los costeños y el Estado –como entre los pueblos afro-indígenas y sus respectivos Estados en toda la región– favorecería sustancialmente el avance de sus luchas.

Mientras que el marco anterior giraba en torno a la idea de modificar un proyecto revolucionario para incorporar sujetos colectivos anteriormente excluidos, en el marco emergente se trataba de definir y reconocer sus derechos.

 

El multiculturalismo neoliberal (1990-2010): derechos amplios y racismo persistente

La época del multiculturalismo neoliberal comenzó con la indignación frente a las reformas neoliberales a secas, mejor conocidas como "el consenso de Washington." En la lista de elementos claves del "consenso" que ofrece John Williamson (1990), quien acuñó el término, la palabra "cultura" no aparece y los "derechos" sólo lo hacen en el décimo punto: "derechos seguros de propiedad", una referencia a la teoría de Hernando de Soto enfocada exclusivamente en derechos individuales, sobre todo urbanos.

Algunos han señalado los efectos inesperados de las reformas al liberar comunidades indígenas del corporativismo (Yashar, 1998); otros han enfatizado la amenaza de la expansión del mercado y la "acumulación por desposesión" como catalizador de la resistencia (Harvey, 2006); otros –y me incluyo aquí– sin menospreciar estos factores, también señalaron cierta apertura desde la llamada "sociedad civil global."

Sea cual sea la lógica causal, el auge de la movilización y el reclamo afro-indígena en los 1990s fue enorme. A la vez, está claro que los Estados y sus élites político-económicas aprendieron –algunos muy rápidamente, otros de manera más lenta– sobre la insistencia de actores poderosos multilaterales. El aprendizaje se resume en dos principios elementales: 1) las democracias "modernas" reconocen la diversidad cultural de sus sociedades y protegen con derechos a los desaventajados; 2) ceder derechos culturales estratégicamente concebidos, lejos de ser una subversión a la integridad del Estado, fortalece su capacidad de gobernanza.

La ola de implementación de estos principios –en modificaciones constitucionales, firma de convenios, leyes maestras– fue tan extensa que la reforma neoliberal fue igualmente contrastante con el status quoanterior, que consistía en una lógica homogénea de ciudadanía que se había modificado poco desde el siglo xix (Van Cott, 2000). Y el hecho de que la primera fase de derechos concedidos fuera de corte cultural, seguramente ayudó, dada la percepción generalizada de que "la cultura no es peligrosa" (Hale y Millaman, 2006).

Pero el "giro territorial", elemento clave de la segunda fase del multiculturalismo neoliberal, introduce retos analíticos mayores (Offen, 2003). Nuestra experiencia en Nicaragua de nuevo es ilustrativa. El equipo de investigación de CIDCA se reorganizó en forma transnacional entre Nicaragua y UT-Austin con el nombre de Caribbean and Central American Research Council (CCARC), y en 1997 entró en competencia para un contrato de investigación inconcebible en la época anterior.

A mediados de los 1990s, el Banco Mundial arrancó, en todo Centroamérica, programas de "Administración de Tierras" que perseguían la racionalización a nivel nacional del mercado y la tenencia de la tierra en concordancia con los principios neoliberales. En este mismo período se había actualizado su reglamento referente a los pueblos indígenas –ahora llamado DO 4.20– que estipulaba la anuencia indígena cuando los proyectos financiados por el Banco Mundial les afectaran. Esta combinación dio lugar a una licitación para producir un estudio sobre las tierras afro-indígenas –precisamente las que la Ley de Autonomía menciona sin definir. ¿Cómo pudo el Banco garantizar que la "propiedad comunal" de las "comunidades étnicas" no estuviera afectada por el proyecto de Administración de Tierras si no se sabía dónde estaba tal propiedad?

CCARC ganó la licitación, formó un equipo con fuerte presencia de intelectuales afro-indígenas de la Costa y arrancó un estudio inmenso de dos años para contestar esa pregunta.

En medio de una larga lista de obstáculos, tropiezos y contradicciones que incidieron en los resultados de la investigación, lo que quedó fuera de duda fue la gran divergencia entre lo que esperaban los oficiales del Banco Mundial –¡ni hablar del Estado nicaragüense!– y el concepto nuevo que el estudio avaló.

La metodología aprobada al principio mencionó a ciento veintiocho "comunidades étnicas" y pidió como producto un mapa de la "tierra comunal" de cada uno. Lo que se entregó al final del estudio fue un consolidado de veintidós mapas de "bloques multi-comunales". La innovación se debe en la primera instancia a Jorge Matamoros, sociólogo miskitu con larga trayectoria de praxispolítica a favor de la autonomía indígena. Al dirigir la implementación piloto de la metodología en Krukira, su comunidad natal, Matamoros hizo preguntas a la plenaria comunal de manera tal que alimentó su memoria social de lucha (Gordon et al., 2003).

Las preguntas que Matamoros hizo a la plenaria fueron: "¿cómo se dio su lucha por wan tasbayasegún los saberes de los ancestros?" y "¿hasta donde está wan tasbaya?"

Tomó forma como respuesta el consenso contundente de que las fronteras comunales habían sido impuestas, que un bloque multi-comunal (o territorio) aproximaba mejor la forma de uso tradicional y que, además, esta forma les daría más fuerza frente a sus adversarios. Menos explícito, pero por seguro clave también, era el resultado acumulativo de esta lógica: logrando todos los bloques podrían al fin conquistar el territorio amplio, el reclamo que había sido catalizador de la guerra en la década anterior. En ese momento la divergencia parecía abismal entre el territorio amplio, por un lado, y las islas de "tierra comunal étnica" en el mar del mercado de tierras, por el otro.

Con el beneficio de perspectiva histórica, ahora entendemos que esta divergencia –aunque fuera abismal en algún momento– rápidamente se resolvió. Para fines de la primera década del nuevo siglo, el "giro territorial" había tocado a muchos países de América Latina casi siempre en el modo de "bloques multi-comunales" y con alcances cumulativos sumamente impresionantes (Roldan, 2005). El CCARC ganó una licitación semejante para la Costa Norte y la Mosquitia de Honduras en 2002 y empleó la innovación metodológica que creó Matamoros, con éxito pleno en la Mosquitia aunque menor, por razones complejas, entre las comunidades garífunas de la Costa Norte.

Posteriormente regresamos a la Costa Norte para ayudar a mapear el territorio "Iriona", el primer bloque multi-comunal garífuna. En este mismo período, bajo condiciones a grandes rasgos semejantes, fueron ganados derechos territoriales por los pueblos afro-indígenas en Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Panamá y muchos lugares más. Falta una elaboración de las microhistorias que serían necesarias para formular una explicación cabal.

¿Hasta qué punto hubo, en momentos claves, intervenciones como la de Matamoros que hayan empujado los resultados mucho más allá de las intenciones desde arriba? De todas formas, llegando a 2010, la transformación había sido monumental: un concepto de derechos multiculturales que claramente abarcaba el territorio multi-comunal y que sentaba la base –al menos parcialmente– para una verdadera autonomía.

El marco teórico que empleamos para analizar esta época fue un esfuerzo por entender el discurso de los derechos multiculturales como un emergente "lenguaje contencioso". El argumento derivó de los conceptos clave de "hegemonía" y "formación de sujetos" de Gramsci y Foucault, respectivamente, de la distinción clave entre "reconocimiento" versus "redistribución" planteada por la politóloga feminista Nancy Fraser (1997) y de la noción de "formación racial" que es clave de la teoría crítica de raza.

Planteamos que el neoliberalismo no se puede entender simplemente como un paquete de reformas económicas sino en el fondo como proyecto cultural de gobernanza que, frente a los pueblos afro-indígenas, abriría amplios espacios de reconocimiento cultural –siempre y cuando esto no implicara redistribución material que afectara los intereses del capital– y que los espacios de reconocimiento contribuirían fuertemente al proceso de formación de sujetos neoliberales sentando una fuerte división entre los portadores de "derechos" y los que quedan afuera.

El argumento –resumido en la categoría de "multiculturalismo neoliberal"– generó mucho debate y bastante eco en varios contextos latinoamericanos pero encontró su reto mayor con el giro territorial. ¿Cómo pudo ser compatible el neoliberalismo con la concesión de derechos de propiedad en territorios enormes a bloques multi-comunales afro-indígenas?

Cuando comenzamos el trabajo en los procesos de mapeo social, a finales de los 1990s, partimos de la premisa de que un avance en los derechos territoriales sería un baluarte frente al neoliberalismo. Desde la perspectiva actual, consideramos que esa premisa es verdad sólo a medias.

Hay dos momentos claves de análisis: la promulgación de las políticas y los resultados después de su implementación.

En cuanto al primero, no cabe duda que el protagonismo colectivo afro-indígena empujó las políticas más allá de su intención original. Tanto en Centroamérica como más allá, el área de uso tradicional de los recursos casi siempre abarcaba múltiples comunidades y cada historia local incluía procesos de movilización y lucha para avanzar con esa interpretación de los derechos. A la vez estaba claro, sobre todo en el momento de la promulgación, que este protagonismo combinaba con sectores poderosos dentro de los gobiernos y los organismos multilaterales que perseguían fines diferentes pero con resultados convergentes. La experiencia de Nicaragua, en plena época neoliberal, es ilustrativa: la Ley 440, que reglamentó el derecho a los territorios multi-comunales, fue promulgada como respuesta a la condición definitiva del Banco Mundial de que sin una tal ley no habría más préstamos.

El segundo momento de la implementación es más difícil de evaluar porque la experiencia del goce de derechos territoriales es muy variada y reciente. Está claro que subestimamos las repercusiones del enredo profundo con los sistemas jurídicos y económicos que venía junto con los derechos de propiedad y que sobreestimamos los beneficios de sustentabilidad económica que lograrían (Hale, 2011). Sin embargo, sigo pensando que los derechos territoriales afro-indígenas pueden constituir un contrapeso al proyecto de gobernanza neoliberal, sobre todo si se generalizan y unifican con un proyecto económico y con una voz política ampliada.

El balance de la utilidad del concepto de "multiculturalismo neoliberal" para entender el entorno de la movilización y la lucha afro-indígena también terminó siendo mixto: fue clave como óptica crítica frente al proyecto de gobernanza y perceptivo en precisar los espacios de la formación de sujetos, pero inadecuado para guiar el análisis de las subjetividades afro-indígenas: ¿qué entendían que hacían en momentos clave del reclamo y movilización por los derechos?

El aporte más duradero, a mi parecer, fue mostrar cómo un proyecto de gobernanza que defendía con tanta vehemencia los derechos multiculturales podría a la vez reproducir el racismo. Se trataba de derechos acotados, en nombre de todos pero que beneficiarían a una minoría, dejando a los demás en condiciones de desigualdad estructurada con poca esperanza de remedio a través de reclamos por derechos adicionales. Esta configuración dio lugar al concepto –que acuñó Silvia Rivera Cusicanqui (2004) y que después elaboré junto con Rosamel Millamán– del "indio permitido" (2004; 2006).

La idea fue señalar espacios –especialmente dentro del Estado– de la formación de sujetos neoliberales, y a la vez dirigir la atención a los espacios "no autorizados" que serían la fuente de un protagonismo político más cuestionador y menos disciplinado por el lenguaje contencioso de los derechos. El éxito de unos pocos se presenta como evidencia de que "todos pueden" y, por extensión, de que los que no lo logran es por culpa propia o por portar una cultura defectuosa que no logran superar. El racismo retorna a través de la lógica cultural.

La eficacia del concepto para iluminar las subjetividades afro-indígenas frente a este proyecto de gobernanza es menor. Ni la teoría crítica de raza, ni la idea foucaultiana de la "formación de sujetos" ayuda mucho a guiar el análisis de la conciencia en los procesos de reclamo y resistencia.

La teoría crítica de raza visualiza una sociedad formada por identidades racializadas y conflicto político cuando las identidades subalternas asumen estas identidades racializadas y las llenan de significado propio. Sin embargo, los protagonistas indígenas casi siempre rechazan a la "raza" como categoría de identidad propia, insistiendo en que sólo es útil para analizar y denunciar el racismo.

De igual manera, el concepto foucaultiano de "formación de sujetos", tan potente para analizar los procesos de gobernanza, es poco útil para iluminar los momentos de movilización, cuando los protagonistas logran romper con los discursos y significados dominantes. Pensamos de nuevo en los que respondieron a la pregunta de Matamoros: fueron instados a recordar, como era antes, pero a la vez a soñar cómo podría ser; la respuesta contuvo elementos de imaginación política colectiva pero también de cálculo estratégico. Estas formas de subjetividad política no invalidan el análisis guiado por las teorías mencionadas, pero sí las rebasan.

Llegamos al fin de época, en resumen, con una buena diagnosis crítica del sistema dominante y con un entendimiento menor de las posibilidades de resistencia afro-indígena dentro del parámetro de derechos establecidos –lo que una activista garífuna en uno de los talleres de mapeo describió como estrategia de "usar el sistema en contra del sistema".

Lo que más le faltó al concepto del "multiculturalismo neoliberal" fue una dimensión que se enfocara centralmente en las subjetividades políticas en contextos de resistencia constreñida: ¿cómo han lidiado con los espacios del indio (o afro) permitido?, ¿cómo dar cuenta de los procesos comunes de racialización y a la vez registrar las sensibilidades colectivas tan diferentes frente a la "raza" como base de la identidad y política propia?

En relación al lenguaje contencioso de la época, nuestro análisis logró señalar la amenaza de una nueva hegemonía de los derechos pero avanzó menos en vislumbrar el pensamiento y la práctica de los protagonistas frente a ella. Destapó una brecha en este pensamiento entre los protagonistas afro e indígenas, así como una perplejidad enorme frente a la pregunta "¿resistencia para qué?". Si los derechos al territorio, y detrás de ellos el derecho a la autonomía política, los han vuelto vulnerables y vulnerados: ¿cómo se concibe el horizonte político? Éstos son algunos de los retos con los cuales se abre la nueva época.

 

Economías vibrantes, derechos en repliegue: crisis civilizatoria y el problema de lo político

A través de dos visitas breves a Sandy Bay Sirpi, una en 2009 y la otra en 2014, he podido apreciar –aunque sea de manera muy superficial– los enormes cambios que esta comunidad había experimentado. De primera importancia, al menos en relación a la narrativa desarrollada aquí, es el hecho de que en 2009 habían recibieron un título de propiedad para un territorio de 241 mil hectáreas, que abarcaba unas dieciséis comunidades. En particular, quise conversar con personas que habían estado más próximas a aquella lucha de hacía treinta años, wan tasbaya dukiara.

Encontré de nuevo un mar de contradicciones.

En términos políticos, las elecciones de marzo de 2014 habían producido un giro histórico: por primera vez en tiempos recientes, y posiblemente desde la penetración del Estado en esta región en el siglo xix, la zona de Sandy Bay Sirpi había arrojado una preferencia mayoritaria para el partido del Estado –en este caso el Frente Sandinista.

Sin entrar en una explicación detallada de este giro, se pueden delinear algunas consecuencias probables en materia de derechos. En la medida en que un partido nacional lograba control mayoritario sobre las estructuras políticas locales y regionales que se presentaban como "autónomas", es lógico aseverar que la "autonomía" se había comenzado a desvanecer como conjunto de instituciones y prácticas políticas. Lo más impactante de esta observación provenía de la misma lógica: los miskitu de Sandy Bay Sirpi no podían responder fácilmente a estas condiciones con una nueva ronda de reclamos por los derechos, dado que estas batallas ya se habían ganado: ya tenían derechos, sólo que estaban siendo vaciados desde adentro.

El nuevo panorama económico era igualmente contradictorio. Por un lado, se notaban evidentes bolsas de prosperidad y mejoras modestas generalizadas en la infraestructura gracias a inversiones estratégicas del Estado. Las bolsas de prosperidad eran producto, en primer lugar, de la cocaína, que llegaba periódicamente en paquetes de envío anónimo del mar y que eran encontrados por las personas afortunadas que estuvieran caminando por la playa en el lugar y en el momento propicio. Había también mini-boomsprovenientes de la venta de recursos naturales como el granadillo o la tortuga de mar. A diferencia marcada de los años anteriores, muchos eran dueños de motores fuera de borda y televisores, y todos tenían teléfonos celulares. En cuanto a todas estas fuentes de ingreso, las jerarquías existentes se reproducían con un flujo de beneficios que se concentraba principalmente en los que ponían el capital y los que guardaban contactos cercanos con el Estado. Por otro lado, entre los menos afortunados, la pobreza continuaba.

Me encontré con Marco Thomas, el muchacho de dieciséis años que había conocido en ese primer viaje. Ahora era padre de familia y trabajaba de policía comunal voluntario. Expresó orgullo de haber luchado y satisfacción de haber logrado una parte de las reivindicaciones que los había motivado: "hay más respeto para la cultura miskitu ahora –me contó–; tenemos líderes propios en el gobierno, autonomía para la Costa Atlántica y un título que reconoce nuestros derechos"; pero su manera pausada de hablar también comunicaba tristeza: había perdido a dos hermanos en la guerra, había ido a la montaña con sólo cuatro años de escuela y nunca había podido continuar; algunos líderes habían recibido puestos y oportunidades mientras que los demás seguían igual de pobres.

Cuando le pregunté: "¿crees que el derecho al territorio traerá el cambio que esperaban?", su respuesta fue: "…saber". Esta reflexión sobria de Marco Thomas nos brindó la pregunta guía de la época emergente: si el paradigma de los derechos no les resultaba, ¿a que alternativa podían recurrir? La pregunta se volvía especialmente aguda entre los jóvenes, rebeldes a su manera, con nociones propias del buen vivir.

Quisiera aseverar, aunque sea con este retrato muy preliminar y algo superficial, que el panorama político-económico de Sandy Bay Sirpi resume nítidamente las condiciones generales que confrontan los pueblos afro-indígenas en la época emergente. El contexto macro-económico, aunque bastante variado, es en general de una expansión dinámica que representa una doble amenaza para los territorios afro-indígenas. Las tasas de crecimiento son altas, en algunos casos espectaculares, gracias a una reorientación hacia el extractivismo –sobre todo minería y monocultivos, principalmente para producir biocombustibles (Gudynas, 2009).

Las otras fuentes de dinamismo económico son el turismo, la producción tipo maquila, el comercio y el sector financiero; estos dos últimos impulsados principalmente por las remesas. Por un lado, el crecimiento rinde una apertura pequeña y vulnerable para el ascenso afro-indígena a la clase media. Es raro que estos "afortunados," aun cuando sigan sufriendo desprecio racial, mantengan compromisos con la gran mayoría (incluyendo los que aún viven en los territorios logrados) que quedan excluidos de estos beneficios.

Por otro lado, la base extractivista del dinamismo económico ha implicado amenazas directas a los territorios afro-indígenas y a la base de sustentabilidad económica y ecológica en general. Los conflictos entre comunidades y las compañías mineras son emblemáticas de estas nuevas amenazas (especialmente en Guatemala), pero también con los productores de azúcar y palma africana (Honduras), los proyectos de mega-turismo (Costa Norte de Honduras) y de infraestructura a escala mayor (Nicaragua). El caso del Chocó en Colombia es recordatorio de lo potencialmente grave de este escenario: cientos de miles de hectáreas de territorio concedidos a afro-colombianos durante la época anterior, volviéndolos portadores de derechos que ahora se encuentran despojados y viviendo como refugiados internos en las grandes ciudades.

Aunque todavía no podamos describir con precisión el nuevo proyecto de gobernanza, un elemento central es la observación de que los derechos afro-indígenas están en repliegue, desplazados por palabras clave como "plusvalía", "riesgo" y "seguridad". El Estado funciona principalmente para garantizar la producción de plusvalía en las áreas dinámicas de actividad económica que generan ingresos estatales amplios.

Si la época multicultural se caracterizaba por transformaciones en los marcos jurídicos, legislativos y hasta constitucionales, abriendo espacio para los derechos culturales, la época emergente es marcada por transformaciones –en las leyes que gobiernan la explotación minera, por ejemplo– para facilitar este "dinamismo" económico.

Una parte de los nuevos ingresos –parte sustantiva en caso de los gobiernos más populistas– va destinada a manejar el riesgo social: programas de transferencia directa de subsidios a las poblaciones más vulnerables y otros programas compensatorios para todos los que no tienen plena capacidad de competir en el mercado laboral. Y para los excluidos y los que levantan la voz a favor de aquellos, están bien preparados el discurso y las políticas de seguridad que tienden a criminalizar la protesta, tachándola de terrorismo. Esta criminalización de la protesta podría llegar a ser un elemento emblemático de la nueva época.

En esta coyuntura actual, si bien hay negociaciones y pactos con organizaciones afro-indígenas para avanzar en objetivos estatales, la noción de derechos basados en la diferencia cultural tiene cada vez menos cabida en los compromisos del Estado. Tampoco ha aparecido un nuevo lenguaje contencioso, más allá de la oportunidad para todos de competir por un lugar en la nueva economía.

La teoría crítica enfocada en la organización y la lucha afro-indígena también se encuentra en un impasseentre exprimir el jugo que queda del paradigma de los derechos e imaginar nuevas formas de política que les permita avanzar y defender sus intereses con una autonomía "sin permiso" de los adversarios dominantes.

De hecho, el paradigma de los derechos está aún lejos de encontrarse totalmente agotado. La cooperación internacional sigue llegando –aunque en magnitud menor– para organizaciones indígenas que trabajan en educación bilingüe, pluralismo jurídico y salud intercultural; los Estados centroamericanos todavía reclutan representantes afro-indígenas para completar su rostro multicultural; y más significativamente aun, el giro territorial continúa.

¡En Nicaragua, gracias a un pacto entre Brooklyn Rivera y el Presidente Daniel Ortega en los años anteriores, pronto habrá veintitrés territorios multi-comunales! Un proceso semejante está en marcha en la Mosquitia de Honduras, comenzando con la titulación temprana del territorio Katainasta y siguiendo con los demás territorios de la Mosquitia; pero aun en los territorios ganados se encuentra por delante el reto de convertirlos en unidades económicamente viables. En vez de esperar los resultados de tales esfuerzos, muchos jóvenes optan por migrar en busca de ingresos seguros, sobre todo en Guatemala, donde el movimiento maya tuvo un auge impresionante hace veinte años y ahora se han desatado una serie de luchas locales para defender el territorio frente a amenazas mayores de mega-proyectos, luchas en las cuales las organizaciones mayas de antes tienen muy poco poder de negociación.

Uno bien podría argumentar que esta coyuntura actual es indicio del éxito de la estrategia política en la época anterior: ocuparon el espacio de los derechos que los empujó más allá del límite de lo que los Estados pudieron tolerar; pero este argumento al final contribuye a la misma conclusión básica: hemos llegado al fin de la expansión de los regímenes del multiculturalismo neoliberal sin saber aún qué es lo que viene después.

El grupo de teóricos asociados con la noción de la "colonialidad del poder" ofrece una respuesta contundente a este interrogante.4Afirman que confrontamos una crisis civilizatoria con manifestaciones económicas, políticas y especialmente ambientales; que esta crisis exige un rechazo radical de las coordenadas establecidas de la modernidad capitalista para poder imaginar un mundo nuevo. Los proponentes de esta posición señalan el crecimiento de movimientos a los que no les interesa tomar a su cargo el Estado y que prefieren más bien confrontar con los poderosos sólo cuando obstaculizan el bienestar comunal.

El ejercicio de la autonomía es la modalidad preferida de esta política, mejor aun si es "sin permiso," para que refleje directamente los principios culturales profundos que se contraponen a la modernidad, tanto en sus expresiones del Estado-Nación como de las relaciones capitalistas.

En esencia, el argumento gira en torno de esta yuxtaposición "ontológica": aunque hostigados por la opresión colonial que ha sido una constante por quinientos años, persiste entre algunas comunidades e intelectuales (mayormente indígenas) una ontología alternativa que ofrece principios propios para confrontar y superar la crisis civilizatoria. Dichos principios, si fueran generalizados, producirían sociedades más solidarias, sustentables y armónicas, tanto entre los humanos entre sí como entre los humanos y lo que en léxico occidental se llama "la naturaleza".

Expresión de esta última idea es la insistencia de que la naturaleza tiene derechos –un préstamo del lenguaje anterior de "derechos," cuyo carácter anómalo marca los límites de aquel paradigma–. Quizá el razonamiento más convincente para tomar en serio este argumento "decolonial" es el más sencillo: si el sistema colonial / moderno ha producido la miseria y la destrucción que está llegando a proporciones casi apocalípticas, el único camino lógico es cambiar de rumbo radicalmente y explorar alternativas.

Lo que complica considerablemente la exploración de esta propuesta es que abarcar lo político basado en una ontología alternativa también nos obligaría a una renovación radical de lenguaje teórico. No tendría sentido, por ejemplo, seguir desde la perspectiva de la teoría decolonial la indagación guiada por la noción del lenguaje contencioso por dos razones: la propuesta política alternativa se define explícitamente por premisas radicalmente diferentes que no tienen cabida dentro de los parámetros existentes y que no acepta la relevancia de tal concepto gramsciano del lenguaje contencioso por estar inserto plenamente en las formas modernas (y por ende coloniales) del saber.

La tarea se complica aun más porque la epistemología decolonial todavía no ofrece un marco analítico alternativo, plenamente elaborado, desde el cual se podría llevar a cabo esta discusión. La literatura teórica existente apunta principalmente a otras tareas: criticar las deficiencias en las epistemologías modernas y elaborar, a grandes rasgos, el contenido de la ontología alternativa. Estos esfuerzos rinden conceptos como "pluriverso" (para contrariar el universalismo opresivo de la modernidad) y diagramas abstractos que muestran cómo varias ontologías diferentes podrían coexistir en un "pluriverso" (Blaser, 2010).

En contraste, cuando se trata de las relaciones contenciosas entre los portadores de estas ontologías alternativas y los de la sociedad dominante, se recurre a herramientas y conceptos analíticos familiares o se deja el tema sin profundizar. En fin, aprendemos mucho del desencuentro entre los "versos" que componen el "pluriverso" pero mucho menos sobre los resultados de su inevitable confrontación.

El problema se agudiza si intentamos aplicar las ideas "decoloniales" más allá de lo indígena, sobre todo a las movilizaciones y subjetividades políticas afro-descendientes. La literatura teórica asevera que la propuesta surge de y representa a los dos pueblos a la par. Walsh (2010) y algunas de las etnografías –notablemente la de Arturo Escobar (2008) –sustentan ampliamente esta posición.

Sin embargo, dos factores introducen dudas respecto a esta lógica unificadora. Primero, el argumento decolonial tiende a menospreciar la estrategia anti-racista, calificándola como disputa secundaria dentro de la modernidad, argumentando que el terreno contencioso primario debe ser ontológico. Marisol De la Cadena argumenta, por ejemplo, que "denunciar el racismo" no toca las raíces del antagonismo entre los empoderados para gobernar y los gobernados y que lo que requiere atención primaria es la maniobra epistemológica que determina qué se puede introducir en el campo de la política (De la Cadena, 2010).

En primer lugar, dada la centralidad del terror racial como factor definitorio de la modernidad y como momento de origen de la identidad negra en la diáspora, podría ser más difícil, desde un punto de vista afro-descendiente, soltar el racismo como elemento fundamental en sus luchas contemporáneas. Segundo, hay una tendencia marcada de buscar la alternativa ontológica en lo indígena rural e incluir en forma preferencial a los que más se acercan a ese marco. Los afro-colombianos del Chocó salen favorecidos en este esquema y también los afro-nicaragüenses en comunidades rurales de la Costa Atlántica. En contraste, la población creciente de negros urbanos corre el riesgo de quedar afuera. Para que prospere esta propuesta, en resumen, urge un argumento más específicamente sustentado en las diversas realidades afro-descendientes.

La corriente teórica "afro-pesimista" reúne esta característica básica con elementos convergentes y contrastantes con la teoría decolonial que resultan sumamente ilustrativos (Vargas, 2008; Wilderson, 2010; Sexton, 2010). Las convergencias son amplias.

Ambas rechazan rotundamente el marco gramsciano que he empleado en este ensayo (como también otras herramientas teóricas asociadas por estar insertas en una ontología moderna racista, vacía de imaginación política y, en fin, trasnochada). En otras palabras, no sólo rechazan el lenguaje contencioso de los derechos sino también la premisa de que pudiera haber un lenguaje común, aunque más no sea para articular desacuerdos. También ambas tienen una fuerte tendencia generalizadora. Aunque ancladas hasta cierto punto en un espacio, con un pueblo, las aseveraciones claramente van más allá: una "cosmopolítica" indígena sistemáticamente excluida de la modernidad y una condición de "muerte social" que describe la experiencia negra en general. Como resultado, no tiene sentido refutar las aseveraciones generales con casos empíricos específicos sino preguntar si las proposiciones globales nos ayudan a interpretar lo particular.

Yo creo que la respuesta es que sí, sobre todo justamente en el área débil de la teoría que hay detrás del concepto de "neoliberalismo multicultural": señala algo clave de la sensibilidad y la conciencia política del movimiento indígena en muchos contextos particulares, que la lucha no es por reconocimiento sino por otro mundo que nunca reconocerán. De manera semejante, la verdad teórica del afro-pesimismo está en cómo se centra lo que Franz Fanon llamó "el hecho de lo negro", que es tanto vehículo del racismo como también la base de la identidad y la lucha por la plena humanidad.

Las divergencias también son sustanciales e invitan al diálogo. La cosmopolítica ofrece principios, aunque sean bastante abstractos, de la nueva sociedad para la cual "los indígenas" están en lucha; la teoría afro-pesimista se abstiene, con el supuesto de que cualquier ejercicio de imaginación política, bajo el yugo de la supremacía blanca, terminaría incorporando un elemento a dicho yugo.

También hay una divergencia fundamental en el análisis de la opresión: la cosmopolítica identifica a la modernidad capitalista en sí como la raíz del problema y concibe a los ejes de desigualdad interna a la modernidad –raza, género, etcétera– como secundarios. El afro-pesimismo, en cambio, traza una distinción fundamental entre los negros y los demás, planteando que la relación negra con la modernidad es de exterioridad mientras que para los demás es de inmanencia. Como consecuencia, la teoría decolonial recluta una gama amplia de participantes en un movimiento anti-(no)-moderno, independientemente de su posición en la jerarquía racial, mientras que para el afro-pesimismo la postura frente al racismo anti-negro es primordial.

De lo anterior, otra divergencia sigue en cuanto al horizonte político: la cosmopolítica visualiza una coexistencia negociada entre proyectos alternativos (como el indígena) y el del capitalismo moderno, señalada por el término "pluriverso"; el afro-pesimismo sólo imagina alivio de la modernidad capitalista con su destrucción. Es más, argumenta que mientras perdure esta relación de antagonismo que condena a un grupo de seres humanos a la muerte social, otros escapan de la condena sólo al costo de contribuir al problema.

Al poner estas dos teorías en diálogo, aumentamos el poder de su diagnosis de la fase emergente y focalizamos los problemas que ninguno resuelve adecuadamente. La diagnosis de ambos para las luchas afro-indígenas en Centroamérica se resume en un simple mensaje: radicalizar la ruptura con el sistema dominante y afianzar la autonomía sin permiso para defender lo propio y contrarrestar la injerencia de la sociedad dominante.

El resumen emblemático de la teoría decolonial –la modernidad ha engendrado problemas que las herramientas analíticas modernas no tienen la capacidad de solucionar– marca el paso: urge que surjan formas de pensar radicalmente diferentes, liberadas precisamente del sofocante "lenguaje contencioso" que es, en última instancia, una expresión de la hegemonía moderna; pero después viene la pregunta clave: "¿cuál es la estrategia política para abrir ese espacio a aquel pensamiento y a aquella práctica diferente?".

Los vacíos en las respuestas de cada teoría brillan, aunque de manera contrastante. La imagen del pluriverso es poco convincente por la razón que el afro-pesimismo señala: si el sistema dominante moderno está inscripto en la hegemonía, es poco creíble asumir que el principio de coexistencia perdure simplemente porque los subalternos lo quieren así. Por otro lado, la premisa de "todo o nada" del afro-pesimismo deja al subalterno negro con las manos atadas, negando la gran fuente de fortaleza de la cosmopolítica: un horizonte alternativo, nutrido bajo condiciones de opresión, que ha inspirado una lucha de larga duración con avances incrementales puntales.

Pensando en las luchas afro-indígenas por el territorio en Centroamérica, es difícil imaginar cómo podrían prescindir uno u otro de estas críticas contrapuestas: sin un horizonte amplio que desafía radicalmente a la hegemonía moderna, se hunden integrados en el sistema que les oprime; pero sin una estrategia de eficacia y pragmatismo que mejore las condiciones de vida y combata las amenazas más próximas, la radicalidad se disuelve en abstracciones academicistas. Abogo, entonces, por un marco teórico de visión dual, con capacidad para navegar en ambas dimensiones –el horizonte político alternativo y la estrategia de lucha cotidiana– y, sobre todo, para monitorear la relación compleja y peligrosa entre las dos.

Volvámonos una vez más al escenario alucinante de la lucha afro-indígena por el territorio en Nicaragua. El giro territorial está casi completo, con una transformación del mapa de la Costa que supera las aspiraciones de los jóvenes activistas de hace treinta años. Consistente con la teoría del multiculturalismo neoliberal, esta transformación está profundamente condicionada por los intereses macro-económicos, en este caso representados por el canal seco, una inversión billonaria de China planeada para una ruta que pasaría por el único reclamo territorial que no ha sido reconocido.

Sin embargo, el condicionamiento más grave, a mi parecer, es el escepticismo de Marco Thomas, que expresa dudas acerca de si haber ganado el territorio le permitirá a su familia salir de la pobreza. Aun con derechos, la desigualdad estructural racializada persiste, reforzando la simple conclusión de que el problema es sistémico.

A través de la región hay movimientos y organizaciones –en Nicaragua el Consejo de Ancianos, en Honduras OFRANEH (Organización Fraternal Negra Hondureña) y COPINH (Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras), en Guatemala la "tercera corriente" autonomista del movimiento maya– que han incorporado esta conclusión en su plataforma de lucha. Serían los protagonistas de avanzada de la teoría decolonial. Sin embargo, a la par con éstas, hay múltiples esfuerzos sumamente concretos enfocados en objetivos inmediatos y progresivos en todo ámbito, desde lo educativo hasta lo económico.

El daño más profundo que hizo la ideología neoliberal fue sedimentar esta dicotomía en la mente, no sólo entre los gobernantes sino también en buena parte de los subordinados entre "protesta" y "propuesta", entre reforma y transformación radical, concebida de tal forma que un lado descalifica al otro. La teoría de resistencia para la época emergente asumirá el reto de ser anfibia, igualmente a gusto en ambos lados de la brecha.

 

Conclusiones

Esta sugerencia –la de una teoría anfibia– es tanto familiar como sumamente extraña. En cada fase de lucha que hemos analizado aquí han habido dimensiones del horizonte afro-indígena que no tuvieron cabida dentro de la esfera explícita de la contienda política: una noción de autonomía basada en la memoria social que nunca encontraría lugar dentro del proyecto revolucionario sandinista y una práctica y sentir de la espiritualidad maya que siempre sería ininteligible al lenguaje de derechos multiculturales.

Otro tanto sucedió en el proceso de investigación de estas realidades, cuando conceptos como "saberes" o "ciencia" en la lengua y cultura garífuna tienen significados que fuera de contexto son ilegibles; pero si bien esta dimensión siempre ha existido como fuente de inspiración y fortaleza, hasta hace poco la lucha política afro-indígena se ha desenvuelto dentro de uno u otro lenguaje contencioso: buscando ampliar el espacio de maniobra o, más bien, el reemplazo de un tal lenguaje por el otro.

La propuesta ahora es diferente: convertir ese horizonte de crítica y rechazo radical en discurso político explícito que no busca ni permite que se establezca lenguaje común con el sistema dominante. No tenemos mucho precedente histórico para imaginar cómo se desenvolverá la contienda política sin el lenguaje contencioso (¿salvo, quizá, algunos movimientos milenarios?). Además, yo no podría estar totalmente cómodo con una propuesta que no incorpore un compromiso fuerte con el mejoramiento de las condiciones de vida materiales, lo que sí implicaría diálogo y lucha dentro de los términos hegemónicos de la política.

Entonces, concluyo sugiriendo la idea de una teoría anfibia que logre combinar la afirmación de horizontes alternativos con el abordaje de las necesidades cotidianas. ¿Es posible aceptar estas condiciones, a veces agobiantes, en lo cotidiano, y a la vez activamente nutrir un horizonte político radicalmente alternativo en el sentido discutido aquí? En el caso de que sí, ¿realmente se expresa todo eso en un sólo (contra)lenguaje?

Aunque no sea grato concluir sólo con preguntas, lo bueno es que no son preguntas ajenas, relevantes sólo a comunidades afro-indígenas ubicadas en la extrema periferia del sistema mundial. Al contrario, son variantes de las mismas preguntas que yo, como profesor y administrador en la Universidad de Texas, me hago con frecuencia. Son las preguntas que, dado el carácter general de la crisis civilizatoria, definen la época emergente de la historia que todos compartimos.

 

Notas

1 Versiones anteriores de este artículo fueron presentadas, en forma oral, en la conferencia Dinámicas de inclusión y exclusión en América Latina: perspectivas y prácticas de etnicidad, ciudadanía y pertenenciaen Guadalajara, México, del 4 al 6 de Septiembre del 2013 así como en el coloquio del Departamento de Antropología de la Universidad de Colombia el 25 marzo 2014 y en la Asociación Brasileña de Antropología en agosto de 2104. Agradezco los comentarios ofrecidos en todos esos lugares, y especialmente agradezco la oportunidad de presentar estas ideas en forma de ponencia magistral en la Conferencia vii Jornadas de Investigación en Antropología Social, Buenos Aires, Argentina, 27 de noviembre de 2013.

2 Para un análisis mas completo del concepto "wan tasbaya",ver Hale, 1994.

3 El "Mapa Polanco" fue realizado por el geógrafo salvadoreño Mauricio Polanco para la MISURASATA en 1980-1981. Reclamaba un área que abarcaba más del tercio oriental de la superficie de Nicaragua y, aunque nunca fue presentado públicamente, fue utilizado por el sandinismo como una evidencia del separatismo miskitu.

4 El concepto fue recuperado en cierto modo por Aníbal Quijano en su articulo del año 2000 (Quijano, 2000). Tiene una genealogía mucho más larga y compleja que no puede ser detallada aquí. Para un buen resumen, ver Escobar, 2007.

 

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