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Cuadernos de antropología social

versão On-line ISSN 1850-275X

Cuad. antropol. soc.  no.43 Buenos Aires jul. 2016

 

DOSSIER

Producción teórica y circulación de ideas en las ciencias sociales en la Argentina. Tres casos contrastantes de las décadas de 1960 y 1970

 

Theoretical Production and the Circulation of Ideas in Social Sciences in Argentina. Three Contrasting Cases during the Decades of 1960s and 1970s

Produção teórica e circulação de ideias nas ciências sociais argentinas. Três exemplos contrastantes entre as décadas de 1960 e 1970

 

Gastón Julián Gil *

* Doctor en Antropología Social. Investigador independiente del CONICET - Universidad Nacional de Mar del Plata. Mar del Plata, Argentina. Correo electrónico: gasgil@mdp.edu.ar.

Fecha de recepción: diciembre de 2015. Fecha de aprobación: abril de 2016.

 


Resumen
Este artículo presenta tres casos de desarrollos teóricos en las ciencias sociales argentinas entre las décadas de 1960 y 1970. Como tres ejemplos contrastantes del modo en que circulan las ideas en diversas tradiciones disciplinares (en este caso antropología y sociología) y cómo son apropiadas en contextos periféricos, se analizan los principales fundamentos conceptuales -y eventualmente metodológicos- sobre los que se asentaron esos posicionamientos. La condición periférica de las ciencias sociales en la Argentina, que se institucionalizaron definitivamente en los últimos años de la década de 1950, produjo un marco propicio para que se generaran adaptaciones eclécticas e innovadoras en relación a las teorías de mayor peso en las tradiciones centrales, así como también propuestas que se presentaron como revolucionarias y transformadoras.

Palabras clave: Historia de las Ciencias Sociales; Antropología de la Ciencia; Neo-evolucionismo; Fenomenología; Ciencia Nacional

Abstract
This paper presents three cases of theoretical developments in the Argentinean social sciences during the 1960s and 1970s. I aim at analyzing the main conceptual (and, eventually, methodological) foundations that characterize three contrasting examples of the circulation of ideas among different disciplinary traditions (in this case anthropology and sociology), and their appropriation in peripherals contexts. The peripheral nature of social sciences in Argentina, which was finally institutionalized in the last years of the decade of 1950s, produced a favorable environment not only for the eclectic and innovative adaptations that were elaborated in relation to mainstream central traditions, but also for proposals that were presented as revolutionary and transformative.

Key words: History of Social Sciences; Anthropology of Science; Neo-evolutionism; Phenomenology; National Science

Resumo
Este artigo apresenta três casos de desenvolvimentos teóricos nas ciências sociais argentinas entre as décadas de 1960 e 1970. São três exemplos contrastantes de como as ideias circulam em diversas tradições disciplinares (neste caso na antropologia e na sociologia) y como elas são apropriadas em contextos de periferia. Asim, são objeto da analise os principais fundamentos conceptuais -eventualmente metodológicos- sobre os quais foram definidos esses posicionamentos. A condição periférica das ciências sociais na Argentina -institucionalizadas definitivamente nos últimos anos da década de 1950- tem produzido um cenário favorável para gerar adaptações ecléticas e inovadoras em relação às teorias de maior peso nas tradições centrais, além das propostas que foram apresentadas como revolucionarias e transformadoras.

Palavras chave: História das Ciências Sociais; Antropologia da Ciência; Neoevolucionismo; Fenomenologia; Ciência Nacional


 

Las ciencias sociales argentinas de la década de 1960

El polémico epistemólogo austríaco Paul Feyerabend consideraba que "la historia de la ciencia no sólo consiste en hechos y en conclusiones extraídas de ellos. Se compone también de ideas, interpretaciones de hechos, problemas creados por un conflicto de interpretaciones, acciones de científicos, etcétera" (Feyerabend, 1984: 14-15).

Esta cita resume a grandes rasgos los contenidos de un artículo que se propone contribuir al conocimiento del proceso de constitución de las ciencias argentinas entre las décadas de 1960 y 1970. Para ello se presentarán tres casos contrastantes que involucran a dos referentes claves de la antropología argentina en momentos distintivos de su trayectoria (Alberto Rex González con su prédica neo-evolucionista y Marcelo Bórmida en su conversión fenomenológica) y a un conjunto de sociólogos que desplegaron una propuesta de construir una sociología nacional, es decir una ciencia social desvinculada de los estándares internacionales y con objetivos específicos tales como transformar la realidad por la vía revolucionaria.

En este artículo se analizarán precisamente tres casos de afiliaciones teóricas en los que la circulación de ideas experimentó procesos cualitativamente diferentes y que pusieron en perspectiva el pluralismo teórico que imperó en las ciencias sociales argentinas en las décadas de 1960 y 1970.

Esas ideas contrastantes no necesariamente entraron en conflicto directo pero evidenciaron diversos esquemas interpretativos que daban cuenta de significativos proyectos intelectuales en disciplinas como antropología y sociología. En uno de esos casos se trató de un posicionamiento sostenido en gran parte desde las novedades gestadas en una tradición antropológica central (a grandes rasgos el neo-evolucionismo en los Estados Unidos), protagonizado por el arqueólogo Alberto Rex González.

El segundo de los casos tratados remite a una innovación teórica (la etnología tautegórica de Marcelo Bórmida) que, a partir de la combinación de una serie de diversas fuentes filosóficas y etnológicas, plasmó una formulación conceptual a contramano de las corrientes en boga en las antropologías centrales.

El tercero de los casos, la autodenominada sociología nacional, engloba a los principales lineamientos que diversos autores esbozaron para configurar una propuesta colectiva que se planteó como objetivo prioritario crear nuevas categorías analíticas alternativas a las tradiciones centrales que permitieran desarrollar no sólo interpretaciones de la realidad nacional sino también una transformación de la sociedad. Si bien algunos referentes de esta sociología nacional lograron destacarse del resto (tal vez el más notorio haya sido Roberto Carri), se opta por considerarlos en este caso como grupo porque no existió un claro proceso de liderazgo (formal, carismático) que se haya podido cristalizar, en el marco de un colectivo heterogéneo, conformado por referentes con diferentes formaciones y trayectorias políticas y académicas (Gil, 2011).

Luego de que se produjera la institucionalización definitiva de disciplinas como la sociología y la antropología1 en la última parte de la década de 1950, el decenio siguiente se caracterizó no sólo por una radicalización política del campo intelectual sino también por un desarrollo teórico plural, conflictivo e inestable. Desde su condición periférica, las ciencias sociales en Argentina combinaron adaptaciones teóricas creativas con aplicaciones un tanto más lineales de fundamentos teóricos abandonados en las tradiciones centrales así como también innovaciones teóricas que anticiparon debates disciplinares y hasta propuestas que se presentaron como revolucionarias y transformadoras en torno a la concepción de la ciencia.

En ese sentido, Immanuel Wallerstein considera que las disciplinas en las ciencias sociales operan en tres dimensiones de manera simultánea. En principio, funcionan como categorías intelectuales, es decir como constructos sociales cuyos límites suelen ser objeto de controversia y que se originan en las dinámicas específicas de las propias disciplinas que se experimentan como ahistóricas. Las ciencias sociales se expresan también en estructuras institucionales (departamentos, programas de enseñanza, journals, asociaciones profesionales), que en su mayoría comenzaron a cristalizarse en la segunda mitad del siglo xx. Y en tercer lugar, es posible hacer referencia a las diversas ciencias como "culturas disciplinares". Ello implica la existencia de grupos que comparten tradiciones, representaciones, símbolos, autores clásicos y debates aceptados, que son considerados por Wallerstein como "prejuicios culturales que están firmemente enraizados y que funcionan en el mundo real de las interacciones entre los académicos" (Wallerstein 2003: 453). Podría agregarse que las fronteras disciplinares implican fuertes identidades, es decir, categorías de autoadscripción que remiten a respectivas historias disciplinares ancladas en tradiciones localizadas (nacionales, regionales, institucionales).

Ocasionalmente como cuerpos de teorías sistemáticas, como postulados metodológicos o como concepciones de ciencia, las tradiciones metropolitanas se difundieron desde los centros de producción de conocimiento y fueron, en ese proceso de traslación, incorporadas en una tradición periférica como la argentina, con sus propias lógicas encarnadas en actores específicos y en luchas político-académicas, desarrolladas en redes de sociabilidad académica y, por supuesto, enmarcadas en instituciones, por lo general universitarias. Todo ello en el marco general de una internacionalización de la ciencia y la correspondiente circulación de ideas que se reconfiguró notablemente después de la segunda guerra mundial.

Ese nuevo escenario implicó, puntualmente para el caso de las ciencias sociales, situaciones de relativa autonomía e innovación pero también de dependencia académica (Beigel, 2010) con respecto a los centros internacionales. En efecto, las maneras en que circulan las ideas (en este caso, por ejemplo, como postulados teóricos) dan cuenta de las apropiaciones locales de ciertos autores, de sus posiciones en las luchas de poder dentro de un campo, de la conformación de liderazgos, del nacimiento de líneas de investigación y el establecimiento de genealogías académicas, explícitas e invisibles (Darnell, 2001) así como de "linajes ocultos" (Guber, 2006).

En ese sentido, es posible leer -a la luz de esa circulación de ideas- cómo interactúan las nuevas perspectivas analíticas con los cambios institucionales, principalmente en lo que hace a la consolidación de nuevas redes académicas emergentes con capacidad de producir alteraciones en el equilibrio de fuerzas en un determinado campo disciplinar.

En líneas generales, la circulación de ideas provenientes de las tradiciones centrales fue el proceso que caracterizó a los desarrollos científicos periféricos, lo que por supuesto no excluyó que se produjeran apropiaciones creativas y fenómenos de "especialización" (Anderson y Adams, 2008; Rodríguez Medina, 2013) que redundaron en eclecticismos que combinaron categorías analíticas y posicionamientos teóricos en principio antagónicos.

El modo en que se produce la circulación de conocimiento del centro a las periferias produce la cristalización de modelos que dan cuenta de lineamientos homogéneos a escala globalizada, lo que además permite la colaboración internacional y el reconocimiento institucional a partir de las sólidas redes que se van construyendo en esa interacción, como ocurre con la traducción de textos, la coautoría o la movilidad internacional de académicos (Rodríguez Medina, 2013). Sin embargo, esa espacialización implica que no necesariamente se importan junto con esas ideas los contextos en los que se produjeron, dada la amplitud que por definición posee "la estructura del campo de recepción" (Bourdieu, 2000: 161). En efecto, como en muchos otros contextos nacionales periféricos, las ciencias sociales en la Argentina se caracterizaron por un pluralismo teórico que en algunos casos remitía a definiciones teóricas y epistemoló- gicas aparentemente incompatibles.

En ese sentido, un ejemplo paradigmático y también notorio es Gino Germani, presentado aquí de modo resumido e introductorio de los tres casos propuestos en este artículo. Como referente de la sociología científica2 y fundador de la carrera de sociología de la Universidad de Buenos Aires (UBA), adhería, a grandes rasgos, al estructural-funcionalismo norteamericano. Sin embargo, evidenció una mayor amplitud teórica con una trayectoria académica caracterizada por estudios que ponían un énfasis notorio en los aspectos socio-históricos de las sociedades latinoamericanas y las dinámicas psicosociales en los procesos de cambio, lo que favoreció una coincidencia programática con el enfoque desarrollista de organismos como la CEPAL (Comisión Económica para América Latina) (Suasnábar, 2004; Blanco, 2006).

Inclusive, como ha mostrado Blanco (2006), las inquietudes analíticas de Germani estuvieron influenciadas también por distintos teóricos de la Escuela de Frankfurt,3 por el destacado sociólogo de origen húngaro Karl Mannheim y por la psicología social, además de su continuo diálogo intelectual y proyectos conjuntos (por ejemplo en los estudios sobre inmigración en la Argentina) con el historiador José Luis Romero.

Eliseo Verón considera que hacia 1961 aquel grupo encabezado por Germani alcanzó "un grado notable de homogeneidad" (Verón, 1974: 43), tanto desde lo profesional como desde lo ideológico. Aquella sociología científica mostraba una notorias coincidencias con el desarrollismo cepaliano y en torno a ese paradigma se produjo, de acuerdo con Alejandro Horowicz, un "doble apalancamiento" (Horowicz, 2007: 140), complementado con el antiperonismo del mundo universitario, que le dio un notable impulso al proyecto de la carrera de sociología.

En el caso de este artículo, el enfoque comparativo se sostiene en un análisis de producciones relevantes (algunas de ellas paradigmáticas) en las ciencias sociales argentinas, lo que permite concebirlas como una conversación masiva (Collins, 2002) en la que circula el capital cultural en intermitentes rituales de interacción.

En ese sentido, los diálogos establecidos, en este caso por parte de cientistas sociales de distintas latitudes, constituyen excelentes puertas de entrada para pensar etnográficamente el pasado de las ciencias sociales atendiendo al modo en que circulan las ideas, los contextos en los que se generan, cómo son apropiadas y hasta transformadas (con mayor o menor "fidelidad") en ese proceso de traslación entre diferentes contextos.

De ese modo, es posible comprender de forma global las relaciones entre las tradiciones centrales y las periféricas, es decir, los mencionados diálogos que quedan expuestos al detectar las condiciones de reconocimiento (Verón, 1987). Ello supone entonces que las huellas discursivas que las ideas circulantes dejan en la materialidad de los discursos (principalmente escritos) de los referentes disciplinares constituyen los datos a ser leídos para comprender los diversos procesos de traducción (Callon y Law, 1998; Latour, 2008; Rodríguez Medina, 2013) que permiten que una producción académica forme parte de una densa red disciplinar.

Alberto Rex González y el neo-evolucionismo

La Escuela Histórico-Cultural (EHC) de raiz germana se había instalado en Argentina hacia mediados del siglo xx, de manera particular a partir del liderazgo ejercido por el italiano José Imbelloni (1885-1967), como la corriente teórica que hegemonizaba la antropología argentina antes de su definitiva institucionalización. Ana Teresa Martínez y Constanza Taboada (2011) plantean que, al autopercibirse como un "iniciador y estimulador", Imbelloni fue consolidando su carrera académica ganando paulatinamente espacios que le posibilitaron imponer sus lineamientos teóricos.

Las capacidades de Imbelloni para presentarse como un referente teórico con sólidas credenciales académicas (su formación específica en la Italia natal) y como un iniciador de cadenas intergeneracionales de discípulos, se vieron fortalecidas por el contexto de la política nacional, de manera puntual por su afiliación al peronismo. De ese modo, pudo "ofrecer una alternativa teórica que fue monopolizando poco a poco el campo [excluyendo], durante alrededor de treinta años toda otra posibilidad teórica" (Martínez y Taboada, 2011: 356).

En el marco de ese liderazgo, otros referentes del reducido campo antropológico argentino "negociaban sus ideas con más o menos rigor y en búsqueda de consensos" (Martínez y Taboada, 2011: 360), ocultando sus diferencias y privilegiando sus posiciones institucionales y el sentido de pertenencia a la relativamente pequeña "comunidad científica" antropológica.

Esa centralidad que detentaba Imbelloni, ejercida desde las sólidas posiciones institucionales que detentaba en la UBA, se frustró luego del derrocamiento de Juan Domingo Perón en 1955, cuando las universidades fueron intervenidas por el nuevo gobierno.

Su adhesión al peronismo le valió su salida de la UBA, que fue resuelta mediante una jubilación anticipada. Sin embargo, quienes lideraron la disciplina en los años siguientes se habían formado bajo su impronta y constituyeron el núcleo central del cuerpo docente que nutrió la apertura de las carreras de antropología desde 1957, sobre todo en el ámbito porteño.

Los vínculos verticales (cadenas de maestro-alumnos a través de las generaciones) establecidos a partir de algunos discípulos descollantes como Marcelo Bórmida, pero también de otros referentes "menores" de destacada labor institucional en otros ámbitos (Gil, 2010a) diseminaron el legado de Imbelloni en otros espacios académicos como en la Universidad Nacional de La Plata. Imbelloni adhería fervientemente a la EHC alemana que había perdido -casi por completo- relevancia en el campo antropológico mundial, más allá de que algunos de sus postulados seguían parcialmente vigentes en una de las tres principales tradiciones metropolitanas como el culturalismo boasiano que hegemonizaba la disciplina en los Estados Unidos.

Los referentes locales de EHC consideraban la disciplina antropológica dentro de los parámetros filosóficos del historicismo y rechazaban tajantemente los enfoques neoevolucionistas y funcionalistas, estos últimos por la fuerte impronta sociológica en sus planteos. Entre otros aspectos, ello llevaría a que durante décadas -especialmente en los espacios institucionales de Buenos Aires y La Plata- la antropología social fuera excluida completamente de los planes de estudio o que, como máximo, ocupara espacios marginales (Guber, 2007 y 2008). Las posibilidades de formación en esta subdisciplina en la UBA quedaron relegadas a la cátedra de antropología social que se dictaba en el departamento de sociología (en los primeros años a cargo de profesores norteamericanos, entre ellos el destacado Ralph Beals) o en materia afines de esa carrera (Bartolomé, 1982).

La hegemonía de esta matriz de pensamiento comenzó a sufrir algunos embates a mediados del siglo xx, en especial por la labor renovadora de un joven arqueólogo formado en el departamento de antropología de la Universidad de Columbia: Alberto Rex González (1918-2012).

Graduado como médico en la Universidad Nacional de Córdoba, González realizó estudios de posgrado en los Estados Unidos desde 1949, y a su regreso a la Argentina comenzó a construir una trayectoria político-académica opuesta -aunque no siempre conflictiva- con el mainstream de la antropología argentina de la época. Ya asentado en el país, González logró insertarse dentro del "ciclo de credibilidad" (Latour y Woolgar, 1986) en la arqueología argentina, publicando asiduamente, incluso en las revistas que controlaba el grupo liderado por Imbelloni como Runa. Archivo para las Ciencias del Hombre.

Aunque sus trabajos se despegaban de los lineamientos dominantes, no confrontaban con ese mainstream de manera abierta y provocadora (Gil, 2010b). De hecho, sus primeras publicaciones no contienen demasiadas referencias teóricas que polemizaran con los postulados teóricos dominantes. No por ello esas producciones se privaban de formular observaciones críticas, en especial en los aspectos metodológicos. Por ejemplo, un artículo publicado en Runa indicaba que:

No es imposible que algún día podamos vincular específicamente algunos de los antiguos horizontes de cazadores de América del Norte con sus similares de América del Sud y Mesoamérica y elaborar secuencias válidas de gran amplitud geográfica, pero debido a la enorme variedad y a la diversidad tipológica de los instrumentos utilizados habrá que tener mucha cautela en la valoración de estas afinidades (González, 1952: 129).

En ese mismo artículo prefiguraba que "la etapa de investigación inevitable que se nos impone es la de tratar de hallar y definir los grandes complejos dentro de las distintas áreas, para lo que se requiere mucha y cuidadosa labor en el terreno, tarea más que olvidada entre nosotros" (González 1952: 130). Sin embargo, su capital científico comenzó a incrementarse una vez que rompió con ese "ciclo de credibilidad" original y tuvo la posibilidad de hacer valer en el campo de la antropología argentina la confiabilidad de sus datos, sus credenciales académicas y sus soportes institucionales y fuentes de financiamiento. Así, pudo tejer una sofisticada red de alianzas cada vez más sólida y completa que le permitiría ocupar cargos en diversas universidades, construir compactos discipulados, presidir comisiones y reuniones científicas de relevancia (como el Congreso de Americanistas de 1966 que se desarrolló en Mar del Plata) y posicionarse como un actor central en la arqueología argentina, pero también como una referencia impostergable para quienes se volcarían por la todavía incipiente subdisciplina de la antropología social en los años 1960s (Gil, 2010b).

Progresivamente, los métodos empleados por González entraron en tensión con los postulados aceptados mayoritariamente en el campo antropológico argentino. En principio, la utilización sistemática de la estratigrafía y el empleo "revolucionario" del fechado radiocarbónico, configuraron "una nueva etapa para la arqueología en la Argentina" (Pérez Gollán, 1998: 18), que empezaría a incorporar preocupaciones y conceptos de la corriente histórico-cultural norteamericana (Politis, 2001) como el de "área cultural", las "tipologías" y las "influencias ambientales".

Entonces, la noción de "área cultural" -ampliamente desarrollada por su profesor en Columbia, Julian Steward- comenzó a cumplir un papel relevante en las interpretaciones, descripciones y clasificaciones, ya que se ponía el énfasis en la relación de las respectivas poblaciones con su medio ambiente, considerada esa vinculación como más directa en aquellas culturas de menor desarrollo (González y Pérez Gollán, 1972). Ello no excluía, en esta concepción, la existencia de un gran centro de irradiación de civilización: el "Centro Nuclear Andino".

Aunque para muchos arqueólogos no están demasiado claros los fundamentos neoevolucionistas en gran parte de los trabajos de González, éste nunca dejó de afirmar que su búsqueda analítica fue siempre la "evolución cultural". Mucho tiempo después de su formación en Columbia, González seguía confiando en que "la idea de evolución y la explicación de sus mecanismos es uno de los objetivos fundamentales de la ciencia" (González, 1998: 364). Así, le adjudicaba a la complejidad de la cultura la imposibilidad de haber encontrado todavía explicaciones análogas a las de evolución biológica y abogaba por la formulación de explicaciones evolutivas de la cultura que contemplasen todos los subsistemas de ese proceso de cambio constante en el tiempo hacia formas más complejas.

Al considerar al proceso evolutivo de la cultura como un "hecho incontrovertible" (González, 1998), postulaba la utilización de un enfoque descriptivo ("cómo" se desarrolló la evolución) del que deben hacerse cargo la prehistoria y la arqueología, y el restante explicativo ("por qué ocurrió" la evolución) es tarea de la antropología social y cultural.

De cualquier modo, González (1974) había insistido en desligar cualquier tipo de relación mecánica entre el desarrollo tecnológico y sus aplicaciones prácticas, ya que "los sistemas simbólicos pueden intervenir y llegar a jugar un rol decisivo. Pero esto no significa que no exista otro proceso paralelo e independiente que origine el cambio a partir de inventos o creaciones cuyo origen sea directamente el de llenar necesidades prácticas inmediatas. [Por consiguiente], el proceso de Evolución Cultural estaría basado en la interacción permanente entre los sistemas simbólicos y los tecnológicos, junto a los bio-demográficos. Actuando en conjunto como un todo frente a los procesos ecológicos de adaptación al medio natural como al cultural" (González, 1998: 369-372).

El vínculo entre las subdisciplinas antropológicas que propició González se sostendría en una obra enfocada a mostrar que es "posible buscar una interpretación integral de la cultura sin perder por ello el rigor en el nivel más básico de descripción arqueológica o desatender el desarrollo de técnicas refinadas de recopilación e interpretación del material de campo tanto propio como ajeno" (Ceballos e Hidalgo, 1998: 19). Las mismas autoras señalan que González desarrolló un proyecto "ambicioso" que giró en torno a tres dimensiones fundamentales: la relevancia de la investigación empírica, la utilización de nuevos y más rigurosos métodos y tecnologías, y "la articulación en explicaciones abarcativas y unificadas teóricamente. [Todo ello en pos de lograr una síntesis entre] una aproximación descriptiva (clasificaciones, tipologías, seriaciones) y una aproximación interpretativa o explicativa de escenarios históricos" (Ceballos e Hidalgo, 1998: 20).

Precisamente, uno de los tantos "alumnos informales" de González destaca, en relación a su afiliación teórica adquirida en los Estados Unidos, que el neo-evolucionismo "prestaba atención a los procesos actuales. La evolución no había cesado o menguado y el interés por lo contemporáneo se extendía a sociedades campesinas o aun urbanas" (Ratier, 1998: 49).

Del mismo modo, Hugo Ratier considera que aquello que en los años sesenta se denominó "antropología social" por sus primeros cultores fue antes que nada una "actitud hacia el estudio del presente y las pretensiones de aplicabilidad del conocimiento eran la frontera. En Buenos Aires dimos en llamar antropología social a aquella que privilegiaba la problemática actual y aspiraba a intervenir en la resolución de problemas" (Ratier, 1998: 43).

Como aquí se sugiere y se ha trabajado con mucho mayor detalle en otros escritos (Gil, 2010b; 2014), la labor renovadora de González no se reduce a la introducción de nuevas líneas teóricas -cuya firme adhesión tampoco es su características saliente- sino que se apoya en gran medida en un conjunto de rasgos que posibilitaron escapar de los dictados de un EHC y su aplicación local, que retardaban cualquier actualización teórica y metodológica de la antropología argentina. Tanto por su labor arqueológica y sus innovadoras técnicas de investigación como por su liderazgo construido especialmente en diversas instituciones universitarias (Soprano, 2010), González se constituyó en un punto de referencia obligado para arqueólogos y antropólogos sociales que encontraron, en torno a su figura, a un actor fundamental para producir cambios en la densa red disciplinar de la antropología argentina. Y aunque las rupturas institucionales de tinte autoritario en la política nacional (sobre todo en 1966, 1974 y 1976) produjeron procesos de desinstitucionalización que desestructuraron esos cambios progresivos, su legado nunca dejó de permanecer vigente.

Bórmida y la etnología tautegórica

Nacido en Italia, Marcelo Bórmida (1925-1978) es todavía un autor "maldito" en la antropología argentina. Durante mucho tiempo su sola mención despertaba severas condenas morales e ideológicas a causa de sus afiliaciones políticas y las cuotas de poder que ejerció en distintos momentos en la UBA y en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), particularmente en los momentos de rupturas políticas autoritarias, como 1966, 1974 y 1976 (Ratier y Ringuelet, 1997; Garbulsky, 2000; Ratier, 2010).

A sus imputadas inclinaciones fascistas se sumaba la resistencia sistemática hacia la antropología social, la subdisciplina postergada en el país (Guber y Visacovsky, 1999; Guber, 2006) y su proyecto -poco antes de su muerte- de cierre de la carrera de ciencias antropológicas en la UBA, para que la disciplina volviera a ser una especialidad de la carrera de historia y también una opción de postgrado (Ratier, 2010).

Bórmida había estudiado ciencias biológicas en la Universidad de Roma, donde se había formado con el raciólogo Sergio Sergi (Silla, 2012). Desde su radicación en la Argentina en 1946 estudió historia en la UBA, donde se vinculó con su compatriota José Imbelloni. Adhirió tempranamente, como su maestro Imbelloni, a la EHC, pero hacia mediados de los sesenta comenzó a elaborar una propuesta teórica original (la etnología tautegórica) que a su modo anticipó debates hoy vigentes en la teoría social contemporánea, como lo ha demostrado Silla (2014). Sin embargo, como la parte "maldita" de la antropología argentina, todo aquello vinculado con Bórmida fue excluido de cualquier continuidad legítima y su obra quedó relegada a sus seguidores nucleados en el Centro Argentino de Etnología Americana (CAEA).4

La temprana adhesión de Bórmida al difusionismo alemán y sus inquietudes analíticas -y tal vez ideológicas- por la problemática de las razas configurarían el principio de una trayectoria intelectual sensiblemente diferente a la que puede advertirse tras su conversión a la fenomenología al promediar la década de 1960 y sus trabajos de campo entre los ayoreo en el Chaco boreal.

En efecto, Bórmida iría modificando paulatinamente sus principales esferas de interés. Los postulados difusionistas y sus inquietudes sobre la problemática racial irían desapareciendo de su obra a la par de que se interesaba más por los pueblos del presente y dejaba fluir fuentes intelectuales como Edmund Husserl, Giambattista Vico, Friedrich von Schelling, Ernst Cassirer, Georges Gusdorf y el contemporáneo etnólogo italiano Ernesto de Martino.

Según uno de sus primeros discípulos, Mario Califano, a comienzos de la década de 1960 Bórmida se vio impactado por una diversidad de pensadores que lo alejaron del difusionismo, como los autores ya nombrados y los antropólogos franceses Lucien Lévy-Bruhl y Maurice Leenhardt. El propio Califano (2003) describió que la nueva orientación que siguió Bórmida comenzó a plasmarse en una serie de seminarios sobre "conciencia mítica" que se dictaron en la segunda mitad de los años sesenta. En esos cursos intentó sistematizar experiencias de campo previas (por ejemplo entre los "tehuelches meridionales") y contemporáneas al dictado de esos seminarios (entre los pilagá, mataco, toba y ayoreo, entre otros pueblos).

Para la sistematización de la etnología tautegórica resultó fundamental la obra de Friedrich Wilhelm Joseph von Schelling (1775-1874), de quien tomó el rótulo tautegórico con el que definiría su propuesta etnológica (Silla, 2014). Según von Schelling, los mitos constituyen "hechos tautegóricos" dado que, lejos de suponer alegorías (por ejemplo, de la organización social), implican una verdad para la conciencia humana, es decir, deben ser explicados sin salir de ellos mismos, en su esencia. Como consecuencia, el enfoque tautegórico busca dar cuenta de la esencia del mito sin apelar a determinaciones históricas y psicológicas o buscar las causas y razones de su constitución.

Los primeros escritos de la nueva orientación que asumió Bórmida estuvieron altamente marcados por la obra de Giambattista Vico (1668-1744). Este filósofo italiano había reflexionado sistemáticamente sobre el mito como una de las formas autónomas del espíritu humano que escapa a las pautas de la razón, por lo que planteaba que debía ser estudiado en sí mismo como una forma de adentrarse en el conocimiento de las concepciones humanas del mundo.

El mito sería entonces una de las expresiones de la actividad "espontánea" e "inconsciente" del espíritu y que remite a lo sensorial. Al no operar la conciencia racional en la formulación de estas "historias primitivas" de los "tiempos oscuros" (Bórmida, 2003), los mitos se constituyen en guías espontáneas de acción, a diferencia del modo "racional", "consciente" que caracterizaría a Occidente. Y de allí surge la oposición entre dos conciencias, una propia de los pueblos "primitivos" y otra de los "occidentales". Siguiendo esa línea, esa "historia primitiva" puede ser comprendida por un investigador "occidental" siempre y cuando sea capaz de recrear esas condiciones espirituales que caracterizarían a los pueblos "primitivos", poniendo entre paréntesis su razón occidental (Bórmida, 2003).

Hacia finales de la década de 1960 comenzaron a aparecer los primeros artículos de Marcelo Bórmida, principalmente en Runa, que daban cuenta del giro hacia la fenomenología y el planteo de aquello que denominará etnología tautegórica (Bórmida, 1969-1970; Silla, 2014). Aunque seguía interesándose por el mundo indígena americano, los pueblos "bárbaros", sus inquietudes analíticas se comenzaron a concentrar en torno a las mitologías. Esa fenomenología que proponía Bórmida consistía en primera instancia "en la intuición y en la enunciación sucesiva y ordenada de todo lo dado inmediatamente en los fenómenos que la constituyen, es decir, de todos los aspectos de sus hechos vividos" (Bórmida 1976: 36).

Según Califano, "fueron los ayoreo quienes le dieron la oportunidad de corroborar sus ideas a la vez que le facilitaron la revisión de algunas de ellas y la formulación de nuevos conceptos" (Califano, 2003: 17) que le permitirían publicar su formulación teórica más sistemática en 1976 con Etnología y fenomenología. La posibilidad de familiarizarse con la cosmología ayoreo, por ejemplo con el estudio de los erga5 como contenidos de conciencia, o los canales6 como modos diferenciados de acceder al status de potencia (y por ende de acceso a la realidad), le permitió a Bórmida ir más allá del estudio de la conciencia mítica como único fundamento de conocimiento de la realidad. Todo ello quedó plasmado en su obra póstuma, Cómo una cultura arcaica concibe su propio mundo, publicada en 1984 en la revista del CAEA.

La fenomenología propuesta por Bórmida apunta al hecho vivido, es decir, a las vivencias que puedan traducirse

"en ciencias, comportamientos, actitudes y emociones. [Por ende, considera al fenómeno cultural como] todo lo que se da inmediatamente en el hecho que se considera, cuando se lo intuye en su vivencia concreta como integrado por todo aquello que estructuralmente lo constituye. [Se trata entonces de un ejercicio metodológico que consiste en] intuir vivencias concretas y no rasgos esquemáticos y abstractos" (Bórmida 1976: 34).

El intuir hechos de vida le permite plantearse la garantía de captar lo "dado inmediatamente" en vez de buscar sistematizaciones intelectualistas que se traduzcan en rasgos, estructuras y categorías.

Argumentos conceptuales de estas características le servían a Bórmida para condenar la "etnografía tradicional" que pretendía "explicar lo irracional de la cultura en términos racionalistas" (Bórmida 1976: 29). Según su óptica, este tipo de explicaciones proyecta una racionalidad inexistente sobre los hechos vividos, cuando lo que corresponde es entender sus sentidos y, como consecuencia, acceder a las "estructuras generales de existencia o esencias vivenciales" (Bórmida 1976: 30).

Al colocar al hecho cultural vivido como la fuente de exploración del conocimiento antropológico, Bórmida pretendía suprimir la interferencia del observador, eliminando cualquier subjetividad que pudiera introducirse en el dato que condujera, por ejemplo, a "ver más de lo que hay en las vivencias culturales, agregándoles algo que en ellas no existe" (Bórmida 1976: 30).

El "hecho vivido" se refiere a los sentidos que se producen en contenidos de conciencia:

En cuanto contenido de conciencia propio de una cultura: tanto sus aspectos de racionalidad conscientes como sus facetas irracionales; tanto su sentido pragmático como la actitud emocional con que se lo apercibe. Un arma no es solamente un artefacto y una técnica, sino puede ser también un factor de prestigio, un don de los antepasados, un reservorio de potencia, un ente temido (Bórmida 1976: 30).

En ninguno de sus textos Bórmida abunda demasiado en sus fuentes teóricas para la construcción de su etnología tautegórica. Por supuesto menciona, aunque no lo cita sistemáticamente y de forma reiterada, al filósofo alemán Edmund Husserl. El concepto husserliano de reducción eidética es la clave conceptual de la propuesta teórica bormidiana, aunque previamente debe apelar a epojé (o reducción fenomenológica).7

Como explica el mismo Bórmida, se hace necesario "reducir la actitud subjetiva, procedimiento en base al cual es posible intuir lo dado objetivamente en esas vivencias. [Al excluir lo que procede del sujeto, el etnógrafo debe desplegar su intuición orientando] el conocimiento hacia la propia e inmediata vivencia del hecho cultural" (Bórmida 1976: 36-37), por lo que es necesario que el investigador se despoje de todo su conjunto de conocimientos previos. Esa posición supone entonces rechazar los "conceptos empíricos y abstractos" que proceden de los enfoques sociologistas, ya que una cultura etnográfica:

Formalizada y anatomizada por las categorías y conceptos etnológicos tradicionales, no es ya un hecho cultural viviente, sino un cadáver al que el integracionismo sociológico proporciona una vida convencional y ficticia. "Ir hacia la cultura misma" significa, entonces, prescindir conscientemente de toda conceptuación empírica previa y captar el hecho cultural vivido en su libre y espontánea integración, a partir de cómo el hombre lo vive en su actitud concreta (Bórmida 1976: 54).

Este proceso de reducción continúa mediante el reconocimiento que "yo soy" al realizar la epojé del mundo, lo que implica volver a empezar pero desde un estadio más alto. Ese yo filosofante provoca una revolución, ya que el original aislamiento que permite mantener a distancia su juicio frente a los de los demás, debe volver a ponerse en duda. Esa nueva soledad del ego, la soledad trascendental, constituye un yo que "pone en duda al mundo" que cuestiona lo que parece evidente. La trascendentalidad del ego actúa como condición para dar cuenta del mundo y de la experiencia del sujeto, tanto en su relación con los otros como con el mundo. Pero se trata en definitiva de un mundo que "puesto entre paréntesis" no es más que un "mero fenómeno" que refiere a la experiencia vívida. De esa forma, se transforma al mundo en "mero fenómeno", por lo que se llama "reducción" dado que nos obliga a retroceder hacia la fuente del significado y la existencia del mundo experimentado al descubrir su intencionalidad.

Las ocasionales revisiones de la obra de Bórmida han tendido a caricaturizar esta propuesta fenomenológica, cuestionándola además por las deficiencias de los trabajos de campo de sus discípulos. En esa línea, se ha puesto énfasis en el modo en que las investigaciones fenomenológicas locales más representativas le adjudican realidad a las interpretaciones postuladas por los sujetos de estudio (Tiscornia y Gorlier, 1984). Ello implicaría que ese "rechazo a toda explicación intelectualista en aras de una comprensión fenomenológica conduce a una suerte de apología de todo lo dicho por el informante" (Gordillo, 1996) o una "reproducción fiel; las operaciones reductoras que el etnógrafo realiza terminan sobrando [para lo que se necesita solamente de] un mecanismo de registro, de hecho, un grabador" (Reynoso, 1998: 135).

La sociología nacional y la crítica al cientificismo

La radicalización y fragmentación del campo intelectual argentino, y también latinoamericano (Gilman, 1999), tuvo su impacto directo en el desarrollo de la sociología. La carrera de sociología de la UBA ya venía experimentado profundas rupturas en sus alianzas originales y se había desatado una "guerra de todos contra todos" (Noé, 2005: 171).

Entre los puntos de mayor conflictividad, que atravesaban al claustro estudiantil pero también a muchos profesores de la carrera, se pueden destacar los debates en torno a la aceptación de subsidios de fundaciones extranjeras, la organización de cátedras de inspiración marxista, los conflictos suscitados en el seno del Partido Socialista (Noé, 2005; Horowicz, 2007) y la interpretación del peronismo y también de la revolución cubana. 8

Luego del golpe militar de 1966 y las intervenciones en las universidades nacionales (en el marco de una renuncia generalizada del cuerpo de profesores, sobre todo en la UBA),9 un conjunto de sociólogos, adherentes mayormente al peronismo y a ciertas vertientes del catolicismo, fueron designados directamente por el rectorado de la intervenida UBA, dándole forma a las cátedras nacionales en cuyo marco se plasmó de forma sistemática el proyecto sociología nacional.

Esta corriente se propuso "crear nuevos enunciados y categorías teóricas que permitiesen generar propuestas no sólo para comprender sino, sobre todo, para transformar la realidad nacional" (Buchbinder, 2005: 197). En ese sentido, las ciencias sociales en el país experimentaron con mayor vigor una directa influencia de esos procesos políticos en el marco de los que comenzó a concebirse a la universidad -y por ende a todas las disciplinas- como un instrumento más para lograr la "liberación nacional" (Pucciarelli, 1999; Barletta y Lenci, 2001; Barletta y Tortti, 2002).

Gran parte de las críticas llevadas adelante por aquella sociología nacional giraban en torno a la utilización de la ciencia, sus objetivos ocultos y el destino de los resultados. Todos ellos fueron críticos ejes de debate, atravesados en gran medida por el mencionado accionar de las fundaciones filantrópicas (en especial la Fundación Ford) y sus políticas de financiamiento a la investigación científica, que jamás dejaron de estar en el centro de la polémica (Gil, 2011).

Dentro de las formulaciones programáticas de la sociología nacional, se repudió al panteón de los próceres de la historia oficial argentina, recuperándose los aportes del revisionismo histórico con el objetivo de modificar "la lectura del pasado nacional que entendían dominante y llamaban historia oficial" (Cattaruzza, 2007: 180).

En ese marco, un sector importante de la intelectualidad argentina comenzó a modificar sus interpretaciones del gobierno peronista. Esa relectura del peronismo, en la que se destacó su impronta popular y nacionalista, fue alentada desde el mismo campo intelectual con autores como Arturo Jauretche, Juan José Hernández Arregui, Jorge Abelardo Ramos o Rodolfo Puiggrós, además de la mencionada recuperación de los aportes del revisionismo histórico "cuyo ideario fue traído al campo peronista por algunos de estos grupos nacionalistas" (Goebel, 2004: 263).

En líneas generales, se culpaba a la izquierda por haber coincidido "con la oligarquía y el imperialismo en la lucha contra un gobierno democrático y progresista que contaba con el apoyo de las amplias masas populares. [Por lo tanto aquella] presunta ceguera del 45" (Terán, 2004: 73) consolidó, en el imaginario de los intelectuales que se volcaron al peronismo, la definición del intelectual como opuesto al pueblo y al verdadero país.

El creciente anti-intelectualismo comenzó a denigrar, además, otras formas de compromiso que no se tradujeran en una militancia directa en organizaciones revolucionarias, reconfigurando los criterios de legitimación dentro del campo intelectual (Gilman, 1999).

A estos planteos generales sobre la historia argentina y las interpretaciones sobre el presente político del país, desde la sociología nacional también se formularon planteos más especí- ficamente disciplinares. En oposición a la sociología científica dominante de la época que lideraba Gino Germani, los referentes de la propuesta de sociología nacional (en su mayoría recientes y jóvenes graduados de sociología en la UBA) rechazaron las formas convencionales de entender la práctica científica, adhiriéndole una connotación altamente peyorativa. En esa sintonía, las teorías provenientes de los centros metropolitanos de producción de conocimiento fueron impugnadas de manera tajante, en especial el estructural-funcionalismo, aunque tampoco el marxismo escaparía de esas impugnaciones.

La sociología nacional también retomó los cuestionamientos que desde las ciencias exactas -en particular el matemático Oscar Varsavsky (1920-1976)- se habían formulado hacia el cientificismo. Este investigador cumplió una notoria labor en consolidar la crítica a ciertos mecanismos del campo académico y la idea de un desarrollo científico vinculado estrechamente con los intereses nacionales. Sus contribuciones impactaron fuertemente en ideas tales como el "científico latinoamericano", guiado por su creatividad y un "espíritu nacional", es decir, dedicado a resolver grupalmente (y no de forma individual) asuntos problemáticos en la sociedad en la que vive, rechazando las imposiciones y los criterios internacionales acerca de qué y cómo se debe investigar.

Según Varsavsky (1994), la actitud cientificista es la de aquel investigador que relega sus deberes sociales por privilegiar su carrera, cuestionando severamente la idea de una "ciencia universal", como resultado de una adaptación a un sistema. La aceptación acrítica de este cientificismo constituía, para este autor, el resultado de una dependencia cultural poco percibida, por lo que definía como cientificista al investigador

Que se ha adaptado a este mercado científico, que renuncia a preocuparse por el significado social de su actividad, desvinculándola de los problemas políticos, y se entrega de lleno a su "carrera", aceptando para ella las normas y valores de los grandes centros internacionales, concretados en un escalafón (Varsavsky, 1994: 125).

En el ámbito de la sociología nacional, una de las figuras salientes fue Roberto Carri (1940 - desparecido desde 1977). Este sociólogo graduado en la UBA postulaba una ciencia social comprometida, revolucionaria, a la que colocaba del lado de un pensamiento nacional como opuesto a una sociología antinacional.

Carri optaba por un método "histórico global" a partir del cual, en consonancia con los argumentos de la historia revisionista, contraponía dos políticas: una nacional y otra antinacional, una de ellas favorable a un desarrollo productivo autóctono y otra a la expansión del imperialismo y la dependencia. En esa línea, colocaba a la sociología científica dominante liderada por Germani como una mera reproductora de ese patrón de pensamiento y posicionamiento ideológico, porque preservaba el sistema y no lo transformaba. Se refería entonces a un "falso rigor cientificista" que trataba de contener la inevitable lucha "contra la dominación extranjera y oligárquica, el fundamento de una sociedad nueva" (Carri, 1970: 148).

Por ello, entendía que la historia nacional debe definir la tarea de la ciencia social que, en la búsqueda de la conciencia nacional, 10 se enfrenta al imperialismo para concebir las herramientas para la construcción de una sociedad nueva, vinculándola así al conocimiento colectivo de los pueblos. Por ello, aparece con frecuencia la antinomia del pensamiento social argentino versus el pensamiento imperialista, caracterizado por un elevado carácter ideológico que se oculta en el poder imperial y que construye un sistema científico que despoja al pueblo de su verdadero poder. Esa historia nacional está entonces protagonizada por las fuerzas sociales que sistemáticamente defendieron la autonomía nacional, las masas populares, las economías del interior, todo ello para construir una Argentina "unida y soberana" (Carri, 1970: 151).

En sus intervenciones en revistas paradigmáticas de la época en la segunda mitad de la década de 1960, como Antropología del Tercer Mundo (de ahora en adelante ATM), Carri solía abordar recurrentemente estos tópicos en los cuales la problemática del cientificismo era dominante. En el primer número de ATM de noviembre de 1968, Carri ligó directamente el cientificismo con la ideología desarrollista, a la que calificaba como la variante local y sociológica del neo-imperialismo, por estar "siempre ligada estrechamente a un orden estatal, sin Estado no hay Sociología" (Carri, 1968: 1). Al invalidar las supuestas separaciones entre conocimiento y práctica así como entre ciencia y sociedad, Carri cargaba contra la práctica convencional del científico:

Porque se vive a sí mismo como científico individual o a lo sumo integrado a la comunidad de científicos. Por lo tanto, su vinculación con la exterioridad se produce a través de la elaboración de recetas técnicas para que la sociedad o sus líderes no actúen. No hay integración del conocimiento con la praxis, por tanto no hay conocimiento real. O mejor dicho, hay conocimiento burgués (Carri, 1968: 2).

Del mismo modo, afirmaba que:

la facticidad es un fetiche que domina el pensamiento científico, determinando su evolución, [lo que concluye en que] la ciencia pasa a ser un oficio burocrático ligado a la administración. [El resultado final redunda en que] el científico es el gerente del conocimiento en la sociedad imperialista (Carri, 1968: 5).

Otros autores, como Gonzalo Cárdenas, no dudaban en calificar la sociología científica practicada en el país como "profundamente reaccionaria [por intentar] congelar la historia política argentina" (Cárdenas, 1970: 125-126) y así retrasar cualquier posibilidad de cambio del sistema. Además,

Su cientificidad no es ciencia, sino cientificismo, y más aun, un cientificismo chauvinista, pretendidamente universal, pero que no es más que la versión de una sociología nacionalista euro-norteamericana, que es nacionalista (defensora) en lo que respecta a las áreas del centro del mundo; o sea del neo-imperialismo contra el cual batallan los pueblos en tránsito hacia la descolonización (Cárdenas, 1970: 126).

Por ende, consideraba la sociología científica que utiliza las teorías extranjeras, como el estructural-funcionalismo, como un "planteo teórico caduco, [además de] último intento del neocolonialismo para evitar la revolución. [Este profundo contenido reaccionario de] la ciencia social del neocolonialismo [sólo se sostiene en] recetas neoliberales" (Cárdenas, 1970: 126-128) que ni siquiera tienen la capacidad de retrasar las luchas populares con contenidos revolucionarios y que confía en que puede ocultar el conflicto en nombre del consenso y el consumo.

El marxismo tampoco quedaba indemne de los cuestionamientos, ya que si bien constituyó una fuente inspiradora para muchos de estos autores, en última instancia no dejaba de representar al cientificismo universalista que se consideraba dominante. Además de barrera para analizar y operar sobre nuestra realidad, diversos sociólogos nacionales también le adjudicaban al marxismo haber sido utilizado como un arma contraria a los intereses del pueblo, como lo parecían confirmar las variantes marxistas vernáculas que se habían opuesto al peronismo por "no entenderlo". Por ejemplo, Juan Pablo Franco cuestionaba al marxismo a causa de su vocación universalizante nacida por fuera del Tercer Mundo. De esta manera, equiparaba la "sociología crítica" (el marxismo) con la "sociología académica" (el estructural-funcionalismo), dado que ambos eran favorables a la aceptación de

Elementos científicos universales y postulan solamente la crítica a una utilización ideológica que tergiversa esos principios universales del método científico. En última instancia dejan incuestionada a la "ciencia", al método científico, a la realidad institucional y cultural heredada, a ese producto histórico que es la sociología (Franco, 1970: 120).

El mismo sociólogo señalaba que seguir estas corrientes implicaba reproducir la "escisión entre ciencia y sociedad, entre razón y práctica social de los pueblos. [Al cuestionar esta] concepción pasiva del conocimiento [que no llega a plantear una] actividad práctico-crítica de transformación de la sociedad" (Franco, 1970: 120), insistía, como otros autores de la época, en la omnipresencia del fenómeno del imperialismo como eje central de cualquier análisis de la realidad nacional.

El mismo sociólogo señalaba que seguir estas corrientes implicaba reproducir la "escisión entre ciencia y sociedad, entre razón y práctica social de los pueblos. [Al cuestionar esta] concepción pasiva del conocimiento [que no llega a plantear una] actividad práctico-crítica de transformación de la sociedad" (Franco, 1970: 120), insistía, como otros autores de la época, en la omnipresencia del fenómeno del imperialismo como eje central de cualquier análisis de la realidad nacional.

Un discurso tan radicalizado y alineado con el peronismo como el de Carri, Cárdenas o Franco fue el de Enrique Pecoraro, quien consideraba derrotado al par "reformismocientificismo" frente al pensamiento nacional, cuyas raíces encontraba en Raúl Scalabrini Ortiz, Rodolfo Puiggrós, Arturo Jauretche y Juan José Hernández Arregui. Para ese triunfo, consideraba vital la tarea desarrollada por las cátedras nacionales en su objetivo de "nacionalización mental y desgorilización política del estudiante" (Pecoraro, 1969: 75-76).

En la misma línea, cargaba contra la sociología que

se nos presenta vestida de universalidad y objetividad, cualidades etéreas que sólo le pertenecen a ellas, pero en realidad sabemos que eso es tan sólo lo aparente, lo real es que manifiesta la dominación y expansión del imperialismo norteamericano a nivel mundial. [Así, detectaba coartadas discursivas que no serían otras que la neutralidad valorativa y la objetividad convertidas] en el máximo valor científico para la elite científica que establece no sólo los límites de las investigaciones sino que suministra y controla los recursos, medios creados y necesarios para la sociología actual (Pecoraro, 1970: 81-82).

Por ello, la única opción posible para un intelectual comprometido consistía en concretar la "revolución peronista", reivindicando a sus hombres y al líder en las luchas "cada vez más organizadas y violentas" (Pecoraro, 1970: 85). De todos modos, este sociólogo consideraba que:

Tomar al anticientificismo como característica o eje fundamental para hacer el corte entre las sociologías, es un intento de mantener a las mismas dentro del "campo científico" y por consecuencia lógica aparece como una contraindicación, cuya significación no es otra que la de un pensamiento distinto (Pecoraro, 1970: 76).

Entonces, Pecoraro renunciaba a manejarse dentro de los límites de la disciplina sociológica, ya que por un lado ello implicaría el reconocimiento de una ciencia social "como ciencia pura y autónoma, independiente de los proyectos políticos autónomos que luchan por definir la realidad y hacen aparecer esta lucha como una lucha entre escuelas" (Pecoraro, 1970: 76). Y por el otro, no se consideraría de manera privilegiada:

La práctica social del pueblo, enmarcada por su proyecto histórico de liberación, el cual incluye a la misma tarea sociológica. Esto quiero decir que la sociología nacional es tal en la medida en que sus problemas, temas, metodología, etcétera, sean impuestos por las necesidades de la liberación y no desde su propio campo específico (Pecoraro, 1970: 76).

Aquel anticientificismo militante redundó, en líneas generales, en un conjunto de postulados de dudosa solidez teórica, que mezclaba categorías nativas, categorías descriptivas y categorías analíticas, montándose en cuestionamientos hacia las tradiciones clásicas, que fueron vaciadas de contenido y analizadas casi exclusivamente desde una dimensión ideológica.

Sin haber llegado tampoco a desarrollar trabajos empíricos de ninguna clase, propusieron una visión estilizada de la participación popular, de la trayectoria de la resistencia peronista y del propio "pueblo" al que sentían representar, pero al que de alguna manera pretendían concientizar para la lucha revolucionaria. Deben sumarse a ello los análisis de la historia y realidad social argentina que se asentaban en antinomias esquemáticas en las cuales el peronismo (mostrado casi sin fisuras) era presentado como un movimiento de masas revolucionario que contenía, en su asociación con los intereses del pueblo, un conjunto de afirmaciones de una verdad indiscutible.

La intervención en el campo de las ciencias sociales se concretó, entonces, a partir de una propuesta diferente de ciencia que en este caso supeditaba la validez del conocimiento a la concreción de los objetivos revolucionarios. Eliseo Verón definió al anticientificismo como "contra-ideología" y lo clasificó en dos vertientes: "de izquierda", donde la concepción antiimperialista conservaba ciertos rasgos conceptuales del marxismo, y "de derecha", caracterizada por un núcleo nacionalista-antimarxista" (Verón, 1974: 68). Señalaba que el anticientificismo ignoraba y ocultaba la práctica científica, negando además la propia identidad profesional desde la que se hablaba. Además, calificaba a sus producciones como "más incoherentes y contradictorios que los del cientificismo" (Verón, 1974: 70), sobre todo el "de derecha", porque

se coloca paradójicamente en la más extrema vaguedad y en un nivel de abstracción que por cierto es mucho mayor que el que alguna vez se atrevió a ejercitar el cientificismo. Sus conceptos claves son aquellos que carecen de todo valor analítico para el estudio de la realidad social (Verón, 1974: 79).

Conclusiones

Los tres casos presentados constituyen ejemplos de desarrollos teóricos que dan cuenta del pluralismo teórico que imperó en las ciencias sociales argentinas en el contexto de su definitiva institucionalización y de gran parte de las dos décadas que le siguieron. Se trató de tres dispositivos enunciativos que se montaron en conversaciones (Collins, 2002) con ideas provenientes de diversos ámbitos, por lo general de las tradiciones centrales.

En los tres casos, las ideas que sostuvieron estos dispositivos teóricos se materializaron de manera particular y aunque no lograron consolidarse como objetos subordinantes (Rodríguez Medina, 2014)11 en sus respectivas disciplinas, produjeron importantes condiciones de reconocimiento (Verón, 1987); e incluso en determinados momentos consiguieron regular algunos de los principales debates de esos campos disciplinares.

Uno de esos diálogos (el protagonizado por Alberto Rex González) se construyó a partir de una continuidad espacializada con las innovaciones (teóricas y metodológicas) que provenían de una tradición central. Pero también lo hizo en tensión con las ideas -tal vez dogmáticas- que imperaban en el campo antropológico argentino. Sin embargo, no se trató de un conflicto tan abierto que posibilitó la formación de franjas contiguas de trabajo (y hasta de colaboración) de quienes tenían hasta presupuestos epistemológicos antagónicos (Gil, 2014).

El segundo de los diálogos implicó una conversación con ideas relativamente periféricas en el campo de las ciencias sociales. Tomando tradiciones filosóficas no tan conocidas o no tan operacionalizadas en antropología, Bórmida desarrolló un diálogo desconectado con las ideas en boga, lo que resultó determinante en el bajo impacto relativo de su obra. Aunque su legado fue parcialmente sostenido desde el CAEA que fundó en 1973, quedó completamente relegado de los espacios académicos legitimados en la Argentina.

Además de su temprana muerte, la restauración democrática de 1983 produjo una nueva ruptura institucional de alto impacto en los espacios académicos, como las universidades nacionales y el CONICET. Tampoco Bórmida fue recuperado por ningún autor legítimo en el extranjero, como si lo está siendo unas de sus principales influencias, Ernesto de Martino (Gil, 2016), ni tampoco se insertó en ninguna red internacional que le posibilitara cierto grado de durabilidad a su obra.

Por otra parte, el tercero de los casos se configuró como un diálogo que, en términos de clara confrontación y negación, colocó como interlocutores no sólo a las principales corrientes sociológicas de la época, tanto en el contexto nacional como internacional, sino que las interpeló bajo claves interpretativas proporcionadas por un pensamiento nacional en estrecha vinculación con un movimiento político (el peronismo). Así, esa sociología nacional contribuyó a alentar un proceso de desinstitucionalización que implicó consecuencias tales como una marcada inestabilidad laboral de los especialistas, la preeminencia de criterios endógenos de legitimación y una bajísima autonomía relativa de los campos científicos. A tal punto que por momentos llegó a ser determinante un capital heterónomo como el capital militante (Beigel, 2010).

Sólo la obra de Alberto Rex González se mostró lo suficientemente poderosa como para producir condiciones de reconocimiento perdurables en el tiempo, aunque no tanto por afinidad con sus inclinaciones teóricas; sino que fueron la solidez de sus investigaciones y las técnicas arqueológicas que introdujo en el país, junto con su labor institucional y su influencia como profesor en sus discípulos formales (los arqueólogos) e informales (los antropólogos sociales), lo que permitió que su legado gozara de una sólida estabilidad. Al tener el poder de generar esos discipulados, su figura se cristalizó como un punto de referencia, tanto del sueño de una antropología posible (por ejemplo la "social", a la que se oponía Bórmida) como de la gestación de genealogías en las que arqueólogos y antropólogos sociales podían inscribirse, al menos de manera parcial (Gil, 2010b). La movilidad académica de la que dispuso y que le garantizó amplias posibilidades de inserción y de formación de postgrado a muchos de esos discípulos formales e informales (Estados Unidos, Brasil) también incidió notablemente en la persistencia de un legado que se encuentra vigente.

Mientras que la obra de Bórmida ha sido recuperada como una anticipación (fuera de época y tal vez en mayor medida de contexto) de debates de plena actualidad en la teoría antropológica (Silla, 2014), el impacto de la sociología nacional tal vez pueda buscarse de forma mucho más indirecta y no tanto en la instauración de genealogías visibles o invisibles. Sin legitimidad explícita en las diferentes ciencias sociales, una parte importante de sus postulados y axiomas se mantienen como condiciones de producción en diferentes discursos sociales en nuestra contemporaneidad, presentes por ejemplo en cierto sentido común revisionista, en la discursividad política "populista", en publicaciones oficiales de organismos de cultura y hasta en la creación de organismos gubernamentales. Pero quienes propagan algunas de esas condiciones de producción en ciertos textos académicos (algunos de ellos de gran éxito editorial), suelen caer mistificados por el discurso de sus nativos. Como consecuencia, se terminan transformando en sus portavoces, tendiendo a confundir así las categorías nativas con las categorías analíticas o a estilizar la vida cotidiana de sus sujetos de estudio, por ejemplo, los sectores populares.

Notas

1. Como sostiene Alejandro Blanco (2006) para el caso de la sociología, apoyándose en la conceptualización de Edward Shils (1970), es posible hacer referencia a una definitiva institucionalización de una disciplina científica cuando alcanza a constituirse como un tema mayor de estudio (en este caso mediante la creación de carreras específicas) y es enseñada además por profesores especializados en el marco de oportunidades sistemáticas y especializadas de publicación, financiamiento y provisión logística. Además, para una definitiva institucionalización se requieren posibilidades de dedicación full time a la investigación y una demanda (estatal, privada) de los resultados de esa investigación. En ese sentido, la conformación de una comunidad académica especializada es un parámetro decisivo para considerar institucionalizada a una disciplina científica que, por supuesto, reclama ocuparse de una determinada porción de la realidad definiendo su propio objeto de estudio que es abordado de manera diferencial. Todo ello en un marco organizativo que garantice, por ejemplo, la formación continua de esos especialistas (Clarke, 1972).

2. Como se ha enfatizado, Germani "tuvo magnífico manejo de los tiempos políticos e institucionales" (Pereyra, 2007: 158) para erigirse en el padre fundador de la moderna sociología argentina. En la misma sintonía, "ello no significa que la historia de la sociología en la Argentina no tuviera otros desarrollos posibles y alternativos" (Pereyra, 2007: 158).

3. Más allá de estas referencias teóricas, Germani fue cuestionado por oponerse a que el marxismo clásico formara parte de manera más sistemática de los planes de estudio de la carrera, dado que su foco de interés estaba dirigido hacia "uno de los debates que sería constitutivo, al menos, de la formación de la sociología moderna en la Argentina: el debate relativo a los orígenes del totalitarismo en general y del autoritarismo moderno en particular" (Blanco, 2006: 136-137).

4. Este centro fue fundado por Bórmida en 1973 tras ser eyectado de sus posiciones en la UBA luego de las elecciones ganadas por Héctor J. Cámpora (Gordillo, 1996; Ratier, 2010). Diez años más tarde, esta estructura cobijaría a muchos académicos expulsados de las universidades nacionales tras la última restauración democrática. Además de nuclear a una buena parte de la tradición etnológica argentina, el CAEA publicó de manera regular las revistas Scripta Ethnológica y Mitológicas.

5. Bajo este término proveniente del griego, Bórmida se refiere genéricamente a los "artefactos", es decir los objetos que son el resultado de una fabricación que, en las concepciones occidentales, suponen la intencionalidad de los actos humanos, es decir, de su propia inventiva.

6. Según Bórmida (1984), la cosmovisión ayoreo sobre la persona distingue entre el hombre común, el loco, el soñador, el chamán y el sabio.

7. La epojé fenomenológica modifica radicalmente la tesis natural que da por supuesta la realidad frente a la que se está situado, simplemente porque "está ahí". Ello permite la puesta "entre paréntesis" de las teorías acerca de la realidad, de las acciones sobre esa realidad e inclusive sobre la realidad misma. Pero esa actitud no implica una eliminación sino una "suspensión". Esa epojé, en consecuencia, filtra lo pensado para vincularse de un modo radicalmente diferente frente a esa supuesta constancia, continuidad y obviedad del mundo tal cual se nos presenta en la actitud natural. La duda fenomenológica está dirigida, entonces, a los fundamentos de la realidad ya que esa experiencia del mundo es dudosa y no puede configurarse como la base de los juicios para conocer la realidad.

8. Alejandro Horowicz afirma que "bastó con que en 1962 una fracción de esa fuerza (el Partido Socialista de Vanguardia) estableciera un frente con el peronismo para que la convivencia se volviera casi imposible. De modo que, a cinco años de creada la carrera, la situación de su director ya era delicada; las aristas de una personalidad ríspida cobraron una importancia que antes se diluía en el arco de una tarea común. Germani había perdido el control intelectual e ideológico del proyecto y, lo que terminaría siendo mucho más agrave, no percibía que sus jóvenes y brillantes contertulios habían sido conquistados por la dinámica política de la revolución cubana" (Horowicz 2007: 143).

9. Según Claudio Suasnábar, el "renuncismo" masivo parece haber sido más bien una excepcionalidad porteña que una invariante en todas las universidades nacionales, ya que, por ejemplo, en la Universidad Nacional de La Plata se dio una "mezcla de ruptura y continuidad" (Suasnábar, 2002: 58).

10. La obra de Juan José Hernández Arregui (1960) es una referencia impostergable de ese pensamiento nacional en ciernes. Para este autor, el peronismo y su base proletaria y provinciana era una de las fuerzas que representa lo nacional, como continuidad de las montoneras y los caudillos federales. La crítica de Hernández Arregui apuntaba a la penetración imperialista y "la conciencia antinacional de las clases colonizadas", combatidas históricamente por fuerzas con conciencia nacional y origen nativo como el peronismo, genuino representante del "proletariado industrial y rural".

11. Según Rodríguez Medina (2014), cuando un conjunto sistemático de postulados teóricos y metodoló- gicos que proviene de los centros metropolitanos se transforma en un objeto subordinante en una traición periférica, adquiere la capacidad de organizar currículas, canonizar ideas y conceptos, fijar las agendas de investigación, orientar temáticamente las reuniones científicas e intervenir sobre la movilidad académica. Esa capacidad de estructuración de un campo puede incluso alcanzar una serie de implicancias políticas vinculadas con las lógicas de investigación.

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