Introducción: monstruos, manifestaciones y parir en euskera
A fines de octubre de 2018, mientras realizaba trabajo de campo en Euskal Herria,1 en el marco de una investigación sobre el independentismo vasco actual, una amiga me invitó a ver la versión de 1935 de la película La novia de Frankenstein. Me pareció una buena manera de alivianar la rutina etnográfica, ya que me alojaba en casa de uno de los más activos del movimiento social en el cual se centra mi investigación y asistía diariamente al frenesí de organizar una “consulta popular” (una suerte de referéndum no legal, no vinculante y de alcance meramente local) que iba a celebrarse en menos de dos semanas. Acepté no sin titubeos, porque ese mismo día y a la misma hora estaba convocada la marcha “Erraustegia gelditu/Paremos la incineradora”, contra la construcción de una planta de procesamiento de basura en Zubieta, un pueblo a 10 kilómetros de Donostia/San Sebastián. Tenía intenciones de participar de esa edición de la movilización, ya que asistirían varios de mis informantes.2
La película nos resultó actual y conmovedora, pese a tratarse de una obra rodada hace casi un siglo atrás. Esto tiene que ver con la eficacia simbólica de lo monstruoso para expresar el problema de la norma, en este caso biológica y social, especialmente cuando la vida y la muerte son abordadas de formas brutales y cómicas. La monstruosidad como categoría política cumple una función crucial en el discurso político-jurídico de nuestro tiempo. Como señalara Michel Foucault (2000), aun cuando el monstruo fue gradualmente reemplazado por el anormal, con el surgimiento de la criminología y la psiquiatría, no dejó de funcionar como una amenaza biopolítica para la población. Mi amiga no tardó en visualizarlo desde su propia experiencia. Había sido madre recientemente y mientras caminábamos hacia Alde Zaharra (la Parte Vieja), relacionó el fracasado proyecto de Pretorius de crear una mujer para acompañar la soledad de Frankenstein con su propia experiencia en el servicio vasco de salud (Osakidetza). Muchos de los aspectos de la violencia obstétrica que me relataba me resultaban familiares: el colapso hospitalario por haber demasiadas mujeres pariendo a la vez; camas hechas para los médicos en las que las parturientas no llegan a los estribos; la aplicación forzosa de la peridural y la oxitocina, y un largo etcétera. Pero de entre las condiciones de desigualdad e “indiferencia burocrática” (Herzfeld, 1992) que mencionaba, hubo una que me impactó fuertemente, a pesar de provenir de un país, Argentina, donde hay poblaciones indígenas que se manejan en idiomas diferentes al español. Se trataba del problema no “poder parir en euskera”. A pesar de que las instituciones especializadas en la relación vita/bio (Biehl, 2005; Fassin, 2018) en el País Vasco permiten a las futuras madres solicitar matronas que hablen euskera (lengua reconocida oficialmente por el gobierno local junto con el español e incorporada en las exigencias formales del empleo público), la demanda suele ser insatisfecha porque no hay suficientes personas hablen esa lengua minorizada.3 En consecuencia, no poder parir en la lengua propia se transforma en un dispositivo biopolítico de excepción que afecta la (re)producción de la vida, incluso cuando, como le sucedió a mi amiga, la matrona sea amorosa y profesional.
Esa noche, aún afectada por aquella expresión, la comenté con algunos conocidos (mujeres y hombres). Las respuestas fueron más bien un gesto de resignación; pero algunos me sugirieron indagar en violencias de más largo aliento relativas a la partenogénesis y la brujería. Así supe que, en euskera, erditu (parir) significa “dividirse” y que las encargadas de asistir en esta labor eran las sorginak, vocablo que se traduce como “brujas” y se compone de sortu (crear) y el sufijo -egin (hacedor/as). No es este el lugar para desarrollar las dimensiones monstruosas que adquirió la persecución de la brujería en el País Vasco, pero sí subrayar cómo irrumpe lo monstruoso en un esquema más amplio, como una categoría “teratopolítica” (Picart y Browning, 2012) que articula ley y soberanía, el poder que gobierna la vida y el que la aniquila (Negri, 2005; Torrano, 2015).4
Política y soberanía eran los temas que me habían llevado al País Vasco, y no los monstruos, la partogénesis o la brujería. Para ese entonces, llevaba ocho meses de investigación con los miembros del movimiento social Gure Esku Dago, etnografiando la construcción cotidiana de repertorios de movilización soberanista y sus “trabajos políticos” (Gaztañaga, 2010, 2018) por instalar en la agenda vasca el “derecho a decidir” como superación jurídica, política y social del “derecho de autodeterminación” (López Hernández, 2017). Para conocer las bases sociales y culturales del independentismo vasco actual, el caso de Gure Esku Dago (en adelante GED) resulta estratégico por diversas razones.
La trayectoria del GED se monta sobre la experiencia previa de Nazioen Mundua, un movimiento creado en 2007 en la comarca del Goierri, orientado a reclamaciones pacíficas de la independencia vasca a partir de los deportes rurales y el folclore (Gaztañaga, 2017, 2019). Sin embargo, su recorrido se ha desarrollado en el contexto del posconflicto vasco que comenzaba a delinearse en el año 2009 (tema sobre el cual me extenderé más adelante). Desde su lanzamiento en el año 2013, GED se presenta como un movimiento ciudadano independiente de partidos políticos e instituciones de gobierno, aunque sus miembros mantienen una comunicación fluida con referentes culturales, políticos y sindicales vascos, tanto asociados a la democracia cristiana del Partido Nacionalista Vasco (PNV-EAJ) como de izquierdas, dentro de la coalición Euskal Herria-Bildu (EH-Bildu).
Otro aspecto que particulariza a GED es su posición bisagra con respecto a ciertos procesos políticos clave de la configuración reciente del independentismo en el contexto español más amplio. Por un lado, recuperan el “Plan Ibarretxe” presentado en 2002 por el lehendakari (presidente del País Vasco) en el Parlamento autonómico, que proponía un esquema de soberanía constituyente fundamentado en el derecho de autodeterminación, el cual fuera aprobado por el Parlamento Vasco (en diciembre de 2004) y que terminó siendo rechazado en el Congreso de los Diputados español a inicios de 2005.5 Cuando he planteado a mis interlocutores si GED podría ser una especie de 'plan Ibarretxe 2.0', sonrieron con benevolencia. Efectivamente, se observan sus principios (la identidad propia del pueblo vasco, el derecho a decidir libremente su futuro y el respeto a las decisiones ciudadanas) y los intelectuales orgánicos del movimiento mantienen contacto con Juan José Ibarretxe. Pero rechazan la idea de reeditarlo meramente, ya que defienden el valor de la soberanía como un demos que no está dado de antemano sino que será construido en el tiempo por vía de las decisiones ciudadanas.6 En segundo lugar, GED es identificado con la Assemblea Nacional Catalana (ANC), la asociación cívica soberanista creada en Cataluña en 2012 que marcó la hoja de ruta de la celebración de la consulta del 9 de noviembre de 2014 y motorizó el referéndum del 1° de octubre de 2017 junto con otras organizaciones y partidos políticos (Muñoz y Guinjoan, 2013; Clua i Fainé, 2014, 2018). GED ha actuado de manera permanente su solidaridad con el independentismo catalán, especialmente al denunciar las consecuencias jurídicas, políticas, sociales y económicas de la aplicación del artículo 155 de la Constitución española por parte del gobierno español. Asimismo, comparte referencias heurísticas y conceptuales clave con el “proceso catalán”, por ejemplo, la autoidentificación como soberanista en lugar de como secesionista, separatista o meramente nacionalista; la reclamación del “derecho a decidir” en tanto fórmula novedosa de participación ciudadana plural, democrática y de cambio social; las maneras performáticas de protesta y sensibilización por medio de cadenas humanas y manifestaciones multitudinarias; y la realización de consultas no vinculantes con una organización territorial de tipo local/nacional basada en asambleas locales y voluntariado. Sin embargo, sus miembros consideran que esas referencias también les han nutrido para recuperar “antecedentes propios”, como el recurso a las cadenas humanas que retoman de un proyecto del año 1999 impulsado por Kontselua, el Consejo de los Organismos Sociales del Euskera (Registro de campo, GED, Rentería, diciembre 2017). 7
Otro aspecto que singulariza a GED es que si bien sus portavoces han explicitado recientemente el objetivo de realizar un referéndum vinculante sobre el estatus político del País Vasco (en la línea del referéndum escocés, la moción parlamentaria en Quebec y el propio proceso catalán), sus acciones de los últimos cinco años estuvieron concentradas en la pedagogía y práctica del “derecho a decidir”. Se trata de una “filosofía de la praxis” (Gramsci, 1972, p. 96) que, tal como reza el nombre del movimiento traducido al castellano (“Está en Nuestras Manos”), considera que una sociedad más justa, pacífica y soberana es posible cuando las cosas importantes (aquello por lo que vale la pena trabajar y luchar) son activamente agenciadas por sus protagonistas. Es decir, cuando hay una “cultura de la decisión”, el soberanismo se transforma en una totalidad socialmente relevante en verdadero proceso de construcción. En este sentido, la emergencia de GED no está determinada de manera directa por la crisis económica española y del Estado neoliberal en general que se agudizó en 2008 (Campos Echeverría, 2008; Corsín Jiménez y Estalella, 2011; Fernández Navarrete, 2016), pero recupera el desarrollo de movimientos y subjetividades alternativas que se configuraron en ese entonces, tales como las protestas de los indignados y el M15 en España, la primavera árabe o el movimiento Occupy, y sus esfuerzos por imaginar condiciones para una democracia real y nuevas formas de hacer política (Badiou, 2012; Castells 2012; Graeber 2013b; Harvey, 2012).8 En este sentido, y por lo antes señalado, GED aparece como un caso fértil para examinar la producción social del soberanismo como valor; siendo el “valor” no un mero descriptor de lo deseable, sino la atribución de importancia a las acciones por parte de sus protagonistas, al ser incorporadas en una totalidad social más amplia (Graeber, 2018).
El objetivo de este trabajo es contribuir al conocimiento antropológico de las maneras en que las personas se organizan colectivamente y producen formas de garantizarse vidas dignas en el contexto actual de crisis del capitalismo, de la puesta en jaque del Estado de bienestar y de un desgaste paulatino del valor de la imaginación política. Con el foco puesto en el caso de GED en tanto proyecto social alternativo de producción de soberanía, se pregunta por cómo situar etnográficamente, de una manera holística, los trabajos políticos por medio de los cuales las personas reflexionan y producen de maneras creativas la importancia de sus acciones como valores; particularmente aquellos que animan la producción social de entramados de derechos ciudadanos que cuestionan la letalidad inevitable del vínculo entre Estado-nación y capitalismo.
Vidas que valga la pena vivir
Para los miembros de GED, la reivindicación independentista está condenada al fracaso si no incorpora un enfoque crítico de las condiciones sociales materiales y afectivas, y de las relaciones de existencia. Este posicionamiento no es menor si se considera que, durante al menos medio siglo, la política vasca ha sido representada casi exclusivamente por medio de una relación entre lucha armada y deseo nacional-estatal (Aretxaga, 2003, 2005). Así, las diferencias socialmente relevantes entre nacionalismo, independentismo y soberanismo han sido, en el mejor de los casos, soslayadas; y en el peor, convertidas en argumento de los étnicos recalcitrantes.9 Este problema se expresa en la academia, donde existe una abultada producción en torno del problema histórico del nacionalismo vasco (Pérez-Agote, 1984; de Pablo, 1991; Azurmendi Intxausti, 2000; García Santiago, 2001) y temáticas relacionadas, tales como la política de la memoria y la identidad (Douglass, 1985; Zulaika, 1996; Douglass y Zulaika, 2007; Leizaola, 2002; Gatti, 2007), los vínculos entre violencia y cultura (Aretxaga, 1988; Lilli, 1994; Zulaika, 2007; Letamendia 2013; Eser y Peters, 2016), la economía social y el cooperativismo de base identitaria (Kasmir, 1996; Bretos y Pérez, 2018). Mientras tanto, la soberanía como proyecto y acción de vivir con otros (Arendt, 1998) no ha recibido atención. Es más, cuando el tema del euskera es abordado desde la politización y organización colectiva, como en el caso del movimiento de las ikastolas (Rodríguez Bornaetxea, 2011), rara vez se lo incluye dentro del proyecto social de la creación de un Estado vasco (Zabalo, 2016).
Advertida de la situación mencionada, mi etnografía de las acciones cotidianas de Gure Esku Dago me condujo a indagar en otras dimensiones de la producción social del soberanismo como valor. En estas páginas quisiera referirme a algo que mis informantes, en infinidad de charlas informales, declaraciones públicas y entrevistas, condensan en la fórmula de que la democracia real no es votar cada cuatro años, sino crear las condiciones para decidir sobre cómo producir vidas que valga la pena vivir.
Un trabajo seminal sobre procesos colectivos de construir "vidas que vale la pena ser vividas", ha sido el de Narotzky y Besnier (2014) y su propuesta de articular los conceptos de crisis, valor y esperanza con una reconceptualización de la economía en un sentido amplio; es decir, incluir el trabajo asalariado junto con las diversas formas de acción social que los modelos económicos convencionales generalmente consideran triviales y hasta contraproducentes, tales como las estructuras de aprovisionamiento, las inversiones en relaciones sociales y las relaciones de confianza y cuidado. En sintonía con esta propuesta se ubican los antecedentes provenientes de los estudios antropológicos de procesos de valorización monetaria en contextos de cambio social y crisis (Guyer, 2004; Hart, 2017; Narotzky y Goddard, 2017), el “giro subjetivo” en el estudio de los movimientos sociales (Lazar, 2019) y la economía feminista y su crítica del concepto de bienestar que antepone las prácticas de cuidado (Bear, Ho, Tsing y Yanagisako, 2015; Esteban, 2011; Gil, 2011; Federici, 2015). También son cruciales los aportes antropológicos que discuten la mirada restrictiva de la sociología del trabajo acerca el estudio del concepto de precariedad (Millar, 2014; Das y Randeria 2015; Sanchez, 2018), que han llamado la atención sobre la necesidad de ampliarlo a las condiciones totales de vida. En Argentina, estudios sobre trabajo callejero (Boy y Perelman, 2017) y el asociativismo de trabajadores desocupados (Carenzo, 2011; Fernández Álvarez, Gaztañaga y Quirós, 2017) han desarrollado estos temas, y han mostrado cómo las personas lidian activamente con experiencias de precariedad y desarrollan prácticas creativas de (re)producción de la vida que desafían un destino de fragmentación (Fernández Álvarez, 2018).
Desde casuísticas diferentes, los trabajos mencionados plantean la necesidad de romper con la lógica del intercambio y del cálculo que usualmente impregna a los análisis de las formas de valorización para, en cambio, indagar en un sentido holístico cómo las personas crean vidas dignas de ser vividas. Esta propuesta resuena con el planteo seminal de David Graeber (2013a, 2018) respecto de romper con la oscilación entre el economicismo (que reduce toda acción al intercambio) y las variantes de la “diferencia significativa” de Saussure (incompetente para tratar la acción social) que impregnan la teorización del valor en antropología. En la misma dirección, Terry Turner (2008) detectó la falta de una teoría sistemática del valor en antropología y propuso aplicar la teoría del valor trabajo marxiana a diferentes tipos de regímenes productivos, incluyendo la producción de personas sociales, familias, comunidades, necesidades, organización social y formas colectivas de conciencia. Ambos autores se basan en el planteo marxista de que lo que nos hace humanos no es tanto la razón como la imaginación, y que, por ende, la valorización es un proceso de realización que reúne actividad productiva, organización social y representaciones sociales, en el cual las personas se (re)crean a sí mismas al actuar en el mundo.10 Este enfoque no solo amplía las esferas de la producción y la reproducción, sino que discute su misma separación al situarlas dentro de la producción continua de lo social, en la cual la arena de realización del valor es siempre la producción de alguna forma de totalidad social imaginaria.
En vistas de este enfoque del orden social como algo provisional y cambiante donde los intereses últimos de la vida social -y por lo tanto, también de la política- son la producción de valores, voy a referirme a las maneras en que los miembros de GED producen cotidianamente al soberanismo como parte de un proyecto de vivir vidas que valen la pena.
Una sociopolítica abertzale
El trabajo político de GED puede visualizarse como la construcción de una forma renovada del valor del abertzalismo entendido como soberanismo democrático. Abertzale es un neologismo euskérico que significa, literalmente, patriota (formado por aberri, patria, y el sufijo -tzale, quien cuida o ama). Como valor, este vocablo no posee un sentido estable ni consensuado. La Real Academia Española lo identifica con un sujeto, el “nacionalista radical vasco”, acepción que es generalmente rechazada por las fuerzas políticas abertzales en sus expresiones partidarias como el PNV o EH-Bildu. La Real Academia de la Lengua Vasca (Euskaltzaindia) también ha cuestionado la reducción al uso social como sinónimo de izquierda abertzale y del movimiento de liberación nacional y social vasco. En la cotidianeidad vasca se lo utiliza de maneras amplias; por ejemplo, para referir a sentimientos primordiales nacionalistas, al compromiso con el euskera y a partidos políticos como el PNV y EH-Bildu (las “fuerzas abertzales” dentro del Parlamento).
Los principales hitos de reivindicación de GED han sido grandes eventos y performances en espacios públicos que reúnen a personas que se identifican de maneras plurales con el abertzalismo. El primero, en junio de 2014, consistió en la realización de una “cadena humana” entre Durango e Iruña-Pamplona en la que más de 150.000 personas tomadas de la mano unieron 123 kilómetros. Al año siguiente organizaron actos simultáneos en los principales estadios de fútbol vascos, donde cosieron enormes urnas con telas que portaban mensajes acerca de la democracia, que simbolizan la tarea de tejer la voluntad popular. Entre 2006-2018, las actividades se concentraron en organizar, difundir y concretar 203 herri galdeketak (consultas populares) en diferentes ciudades y pueblos vascos. El último gran evento de reivindicación se llevó a cabo el 10 de junio de 2018: una cadena humana de 202 kilómetros que conectó las tres capitales de Euskadi, desde el bulevar de Donostia hasta las puertas del Parlamento vasco en la ciudad de Vitoria/Gasteiz, donde los portavoces de GED presentaron el Pacto Ciudadano, un documento consistente en 2019 razones sobre el derecho a decidir. Voy a extenderme sobre este tema más adelante, pero aquí quiero notar que esa cifra simboliza la promesa anunciada seis años antes por GED, del final de su primera etapa en la que preveían haber dejado un “pozo”, una influencia, en cuanto al valor del derecho a decidir en el contexto de las elecciones vascas, españolas y europeas de ese año.
Mi trabajo de campo incluyó la reconstrucción y el registro etnográfico de los eventos mencionados mediante las técnicas de observación participante y de entrevistas (hasta el momento, 10 semiestructuradas y 20 abiertas). Asimismo, recolecté un vasto corpus de documentos producidos por GED, por la prensa local, española y francesa, textos jurídicos y material audiovisual. Sin embargo, el eje de mi etnografía ha sido la participación diaria y sistemática en las reuniones semanales del grupo de GED de Donostia/San Sebastián y sus actividades para la preparación de la consulta ciudadana que tuvo lugar el 16 de noviembre de 2018. Entre septiembre de 2017 y febrero de 2018, y entre octubre y noviembre de 2018 acompañé sus encuentros y las reuniones comarcales y provinciales en Rentería, Tolosa, Idiazabal y Hernani. También asistí a algunas de las reuniones semanales de la Secretaría General de GED ubicada en Arrasate-Mondragón y a espacios de formación (“la Escuela-GED”), asambleas extraordinarias de socios y eventos especiales de comensalidad, talleres y acciones callejeras. Finalmente, también tuve la oportunidad de actuar como begirale (observadora), junto con enviados de Cataluña y Escocia, en dos consultas ciudadanas, la de Andoain, el 6 de noviembre de 2017, y la de Donostia antes mencionada.
En las filas de GED trabajan conjuntamente personas con diferentes filiaciones políticas y trayectorias de compromiso social, quienes comparten una serie de postulados básicos acerca del abertzalismo como “sociopolítica” (Ssorin-Chaikov, 2015); es decir, de las maneras en que la política y las relaciones de poder se constituyen por medio de un discurso autorizado, crítico, de lo social. Repudian la violencia armada; cuestionan el modelo de bienestar (vasco, español y europeo); se oponen a los centralismos estatales (francés y español); sienten insatisfacción con las garantías autonómicas posfranquistas; y buscan, desde un posicionamiento progresista, la superación del foco clasista como eje único de la protesta social, en tanto ponderan formas alternativas de consumo, cuidado, relacionamiento y buen vivir. Sus participantes son voluntarios, a excepción de un puñado de “liberados”, terminología que en España se utiliza para los trabajadores de organizaciones sindicales y partidos políticos exceptuados de tener un empleo y que perciben su salario como dedicación exclusiva a dichas organizaciones. La mayoría, además, son “socios” del movimiento, lo que significa que aportan contribuciones mensuales que varían entre 5 y 15 euros. En términos ocupacionales, se reconocen como trabajadores y capas medias de sectores variados de la economía, tales como empleados municipales, amas de casa, comerciantes, estudiantes, artistas, profesores universitarios, juristas, administrativos y jubilados. Entre ellos hay una minoría de “afiliados” a partidos políticos e “independientes”, y una mayoría de simpatizantes de la izquierda soberanista vasca e internacional.
Su trabajo local y cotidiano está orientado a difundir el mensaje de que “vale la pena decidir”. La manera en que realizan esa labor es similar a la de los militantes de los partidos políticos de masa durante las campañas electorales (Gaztañaga, 2010), tales como poner mesas en las calles, hacer pegatinas, hablar con los vecinos, repartir folletos, aparecer en los medios de comunicación y contactarse con agentes sociales relevantes de Euskal Herria. El trabajo territorial de GED es descentralizado, aunque articulado mediante de instancias sistemáticas de reunión presenciales y de una comunicación permanente vía la tecnología de las redes sociales. En cada nivel (local-municipal, comarcal, provincial y nacional), hay comisiones y grupos con sus dinámicas de trabajo propias y autogestivas; si bien suelen financiarse de la misma manera, con el trabajo solidario de los grupos locales, por medio de rifas, comidas populares, venta de merchandising, espectáculos y gestionando pequeñas donaciones.
El trabajo político de GED, orientado a instalar el derecho a decidir, se inscribe en un proyecto soberanista más amplio que es, al mismo tiempo, productivo de las maneras en que sus miembros imaginan y entienden el valor de la política. Es decir, se trata de una militancia que incluye la reflexión sobre formas de identificación nacionalistas preexistentes y la construcción de nuevos repertorios y posicionamientos frente a las instituciones estatales (centrales y autonómicas), incluyendo el continuo de crítica del privilegio de ser ciudadanos de un Estado (Scott, 1998) que al mismo tiempo que les ha asegurado mayor autonomía fiscal que a otras regiones, cercena las aspiraciones soberanistas alternativas que van en detrimento de la propia.
El derecho a decidir como critica al bienestar del Estado
Recuperando la referencia al “Plan Ibarretxe”, mencionada en la primera sección, los ejes rectores de la filosofía de la praxis de GED son los siguientes: “somos un pueblo; tenemos derecho a decidir y es el momento de la ciudadanía”. Esta compleja y ambigua propuesta de gubernamentalidad (Foucault, 1991, 2006) enhebrada mediante de conceptos estatales semánticamente cargados (pueblo, derecho y ciudadanía), ha sido leída como oportunismo que esconde un nacionalismo banal (Billig, 1995) por parte de quienes manifiestan desinterés o se oponen a sus reclamos. Pero la interpretación que realiza GED de la figura del “Derecho a decidir” no solamente recupera antecedentes históricos (mencionados al comienzo de este trabajo), sino que se inserta dentro de un proceso de creación jurídico, por tratarse de una adaptación del derecho de autodeterminación a los espacios democráticos no coloniales que aún no goza de reconocimiento formal (Letamendia, 2013; Martínez y Zubiaga, 2014; López Hernández, 2017). Es decir, como un nuevo-viejo derecho, cuyo valor surge de un proyecto de construcción estatal alternativo que identifica a la soberanía con un demos a ser construido, alejado de cualquier esencialismo identitario.
Para contextualizar la manera en que GED actúa la “secularización unilateral” de la reivindicación del derecho a decidir (Zubiaga, 2015, p. 100) es necesario situar algunos de los grandes cambios de la sociedad vasca en las últimas décadas. El País Vasco es hoy un destino turístico en crecimiento con una industria gastronómica reconocida a escala mundial, hogar para el arte y la arquitectura contemporáneos de vanguardia, una economía manufacturera marcada por la investigación y la innovación, y un sector financiero y bancario en expansión. Una imagen que condensa todas estas transformaciones es que cualquiera que haya estado en la gris Bilbao de hace tres décadas hoy no la reconocería. Existe un consenso relativo de que este éxito tiene que ver con la combinación de tres elementos. Por una parte, el proceso de paz que comenzó a consolidarse desde 2009 hasta el fin del conflicto armado cuando, en abril de 2018, la organización armada ETA comunicó disolver completamente todas sus estructuras y poner fin a su iniciativa política tras 60 años de existencia y más de 800 asesinatos (que se suman a los cientos cometidos por las fuerzas estatales y paraestatales). En segundo lugar, la participación de la izquierda abertzale en la vida parlamentaria tras varias décadas de ilegalización, líderes y militantes encarcelados y torturados, actividad clandestina y una negativa sistemática a tomar parte en la política institucional. Desde 2011, el “cambio de estrategia” llevó a la creación de la coalición EH-Bildu, segunda fuerza en el Parlamento vasco después del PNV. Finalmente, el mayor bienestar relativo producto del Concierto Económico Vasco (desde 1878 y sucesivas reglamentaciones), que regula las relaciones financieras entre la Administración General del Reino de España y la Comunidad Autónoma, que para Euskadi y la Comunidad Foral de Navarra comporta mayor autonomía fiscal que para las demás regiones españolas (además de propia fuerza policial, sistema educativo y de salud).
Como ya mencionara, el proceso de conformación de Gure Esku Dago es posterior al momento en que explotó la crisis económica de 2008, y sus miembros no reconocen a aquella como motor excluyente de la reivindicación soberanista. En todo caso, “la crisis” puso en evidencia procesos de más largo aliento que venían impactando en la relación entre Estado, capital y trabajo, expresándose en el progresivo desmantelamiento del estado de bienestar (recortes sociales, políticas de austeridad y demás formas de precarización de la vida) y un conjunto de dispositivos represivos (el reforzamiento de políticas de seguridad, controles a la inmigración y políticas de contraterrorismo).11 Asimismo, dejó al descubierto la falacia de dos supuestos: que España era un Estado plenamente democrático y que el régimen de las autonomías dotaba de derechos (políticos, sociales, económicos y culturales) a los ciudadanos. Mis interlocutores consideran que el proceso democratización español está “incompleto” en la medida en que siguen presentes ciertos problemas estructurales al “régimen del 1978”.12 Finalmente, realizan un diagnóstico crítico del Estado como garante de derechos sociales importantes. La construcción de una soberanía alternativa en la que el marco nacional-estatal sea decidido por la ciudadanía se basa en el supuesto de que los resultados electorales por sí solos no garantizan cambios positivos, sino que para fijar consensos populares se requiere de una movilización sostenida, formas de autoorganización al margen de la política institucional, profundizar la cultura democrática, reconstruir el tejido asociativo popular y poner en valor derechos devaluados.
Considerando las maneras en que desde GED las personas producen el valor del soberanismo como un dignificador de sus vidas, es importante señalar que sus miembros convergen en otros espacios de lucha y protesta. Sin embargo, desde la organización asume un posicionamiento formal de apoyo sin involucramiento activo con lo que consideran luchas transversales tales como el empobrecimiento de las clases populares, la discriminación de las mujeres y el cambio climático.13 De aquí que la manera en que se involucren con esos temas sea como ciudadanos comprometidos con una vida mejor. En instancias informales de socialización debaten con vehemencia las inversiones raquíticas en política social, el aumento de la recaudación fiscal vía impuestos indirectos, la incertidumbre habitacional y previsional, la flexibilización laboral, la especulación inmobiliaria y la turistificación.
Todas estas cuestiones se pusieron en juego durante el proceso de elaboración del Herritarron-ituna o “Pacto ciudadano: 2019 razones para elegir”, mencionado en la sección previa, pensado como un paso previo para la redacción de un Herri-ituna o Pacto de País entre todos los agentes de Euskal Herria. El análisis del contenido de esas 2019 razones sería suficiente para escribir un libro; por ello, aquí voy a circunscribirme a un aspecto del proceso de compilación de ellas que expresa la filosofía de la praxis de GED en relación con el valor del soberanismo para construir vidas dignas.
Para sensibilizar sobre el proyecto de elaboración del Pacto Ciudadano y fomentar la participación ciudadana, durante enero de 2018 la Idazkaritza (Secretaría General de GED) organizó mesas redondas en las tres capitales vascas sobre los siguientes temas: Ongizatea (bienestar), Kultura (cultura), Herritartasuna (ciudadanía) y Gure Lurra (nuestra tierra, en sentido de la ecología). Los grupos locales trabajaron esos mismos temas dos meses más tarde, por medio de charlas y jornadas participativas. La metodología para la recopilación de las “razones para decidir” también fue delineada en las reuniones semanales de la secretaría a durante 2017, y luego aprobada en la Asamblea Anual General de socios, el 25 de noviembre en la ciudad de Agurain. Todo ese proceso preliminar quedó objetivado en un documento disponible en el sitio web de GED y circulado entre los grupos locales junto con un calendario de presentaciones a cargo de los “liberados” (quienes suelen pasar sus días recorriendo la geografía vasca para atender a las diferentes reuniones). Cuando visitaron al grupo de Donosti para explicar el proyecto del Pacto Ciudadano, siempre dejaron en claro que la propuesta era “de objetivos mínimos”, o sea, estaba abierta a nuevas incorporaciones (Registro de Campo, GED, Donostia, diciembre 2017).
Además de las mesas redondas y las charlas, la Idazkaritza propuso un conjunto de “actividades de empoderamiento” para los representantes de los grupos, ya que recaía en ellos la tarea de alentar a sus vecinos a formular las razones e inscribirlas en la web. Una de esas ocasiones fue un “seminario práctico” que tuvo lugar el sábado 17 de febrero de 2018 en una sidrería de la zona de Hernani.14 Asistí al seminario-taller con cuatro amigos del grupo de Donosti. La actividad estaba muy pautada. En el amplio salón, una de las portavoces nos dio formalmente la bienvenida y presentó a la oradora invitada, una especialista en metodologías participativas, quien versó brevemente sobre el tema apoyándose en la proyección de un video. El objetivo era hacer una experiencia piloto que los grupos locales replicarían entre el 17 y el 25 de marzo del año siguiente. También nos repartieron una “guía para facilitadores de los pueblos”, disponible en digital, donde figuraban los principales ejes del taller. Para la actividad práctica de “aprender a recopilar las razones para elaborar el Pacto Ciudadano”, nos agrupamos de a seis personas (provenientes de diferentes localidades) y trabajamos durante alrededor de una hora y media en completar una tabla de cartulina donde íbamos pegando notas adhesivas en columnas organizadas por los temas antes mencionados. Cada cual anotaba y pensaba para sí las “razones para decidir” y luego las sometía al debate antes de pegarlas en la tabla. El clima fue ameno y distendido aunque, como era de esperarse, surgieron desacuerdos a la hora de clasificar el contenido de las “razones”: ¿el problema del acceso a la educación pertenece al ámbito de la cultura, de la ciudadanía, o del bienestar? ¿No puede ser también una cuestión de nuestra tierra, ya que la ecología es materia de pedagogía? Y lo mismo ocurrió con “el sistema público de pensiones sostenible”, la “vejez digna”, la “soberanía alimentaria”, los “refugiados” y el “tratamiento responsable de la basura”. En suma, el objetivo de la actividad era, en cierto modo, metadecisorio; es decir, implicaba decidir cómo queremos decidir para luego hacerlo de una manera productiva, es decir, con un contenido concreto. Así, fue quedando en claro que el entrenamiento era necesario, no solamente porque las fronteras entre temas y ámbitos eran borrosas, sino porque había que debatir en poco tiempo, manejar amablemente el disenso, imaginar fuera de las estructuras, dar forma concreta a la ilusión y mantener el optimismo frente al reconocimiento de que todavía quedan muchos muros a derribar en la sociedad vasca. Por ejemplo, una mujer comentó que “muchas personas no van a participar con esta metodología porque tienen miedo o vergüenza a hablar”; otra apuntó al problema de la escala: “no es lo mismo hacer esto en un pueblo de 400 habitantes que en una ciudad de 40.000” (Registro de campo, GED, Hernani, febrero 2017).
El taller sirvió como antecedente de la manera en que las cosas finalmente se encauzaron: mientras que la secretaría esperaba que los grupos locales gestionaran la recopilación de “razones para decidir”, las personas terminaron volcándolas en la página web de manera individual. Sin embargo, esto no fue visto como una derrota sino como una oportunidad de aprendizaje, ya que en las mesas redondas, las charlas y los encuentros habían construido y llenado de contenido al lema de la actividad: “Herritarron duintasuna, askatasuna eta berdintasuna bermatzeko tresna da era- bakitzeko eskubidea” (“El derecho a decidir es un instrumento para garantizar la dignidad, libertad e igualdad de las ciudadanas y ciudadanos”).
El derecho a decidir frente al monstruo de la violencia
Comenzar con el problema de la monstruosidad, el euskera y la violencia para referirme a un movimiento social que se posiciona a favor de la paz, la pluralidad y la democracia en un contexto castigado por medio siglo de lucha armada y violencia cotidiana puede parecer un procedimiento analítico e ideológico de mal gusto. No obstante, espero haber dejado en claro que se trató de un intento, quizá por vía de la provocación, de abordar de manera novedosa un problema sobre el cual el debate académico y mediático siempre parece estar incómodamente (des)interesado.
Antes de cerrar estas páginas quisiera señalar que mis interlocutores, además de ser abiertamente abertzales, son euskaltzailes (amantes del euskera). En el contexto de GED, el uso del idioma vasco y el amor hacia él es uno de los aspectos que nutren diariamente la importancia del soberanismo. Esto se expresa en las formas cotidianas y excepcionales en que hablan cotidianamente (en euskera) acerca del euskera: elogian el estilo académico de los pocos miembros que lo manejan, se ríen de sus toscos acentos campesinos, cuentan chistes en dialecto, inventan palabras en un pidgin euskerizado, les molesta tener que utilizar el español aun cuando sean bilingües, relatan anécdotas acerca de las detenciones debido al uso del euskera durante el franquismo y se quejan de que los niños que estudian en las ikastolas jueguen en español. Pero la lengua en este contexto es como un talón de Aquiles. Los miembros de GED lo saben perfectamente; algo que se expresa en el hecho de que la mayoría de los comunicados y acciones del movimiento sean en euskera y que requieran pasarlos al español. Traducir es considerado una tarea penosa aunque estratégica; no solamente para enfrentar las críticas de que se trata de un espacio “de entendidos para entendidos”, sino para difundir el mensaje del derecho a decidir. Despierta una incomodidad contradictoria porque la importancia de ampliar el mensaje es correr el riesgo de aniquilarlo, y con ello confirmar el problema de soberanía al que se enfrentan. No poder decidir en euskera, al igual que no poder parir en ese idioma, significa trasformar una experiencia digna en algo monstruoso.
Como poder productivo de sujetos y discursos, el monstruo puede ser pensado como un concepto biopolítico constituido por un poder-saber; es decir, un efecto de ciertas tecnologías de poder. Pero cuando la biopolítica se articula con el poder soberano, su “posición límite” combina “excepción” y “violación” (Foucault, 2000, p. 62). Así, mientras que el biopoder explica al monstruo como anormalidad, la soberanía explica la monstruosidad como excepción permanente. El problema de la violencia que impregnó y sigue impregnando de manera fantasmagórica al nacionalismo vasco es una dimensión de la propia dinámica soberana monstruosa de los Estados y los deseos estatales (Aretxaga, 2003, 2005). Si bien la violencia en Euskal Herria se remonta a varios siglos atrás (Douglass, 1985), el período que va entre la Guerra Civil española y la disolución de ETA, además de ser considerado como el que más traumatizó a la sociedad, terminó por desacreditar cualquier discusión seria acerca de la relación entre violencia y soberanía, ya sea de sus dimensiones productivas o destructivas, de su expresión generativa o su forma excesiva (Sahlins y Graeber, 2017).15
Considero que el abordaje del problema de la violencia soberana a través de su opuesto (el de cómo las personas se organizan colectivamente y producen formas de garantizarse vidas dignas) es una manera de abrir las posibilidades y límites de la imaginación política y académica para pensar seriamente qué significa un soberanismo alternativo al de la doxa estatal dominante -ese punto de vista particular que se eleva a lo universal y que remite al poder del Estado de producir e imponer las categorías de pensamiento que aplicamos al mundo, incluyendo al Estado (Bourdieu, 1997).
Para concluir, también quisiera retomar el planteo inicial relativo a la existencia de cierto sesgo económico o economicista a la hora de conceptualizar el tema de las formas de garantizarse vidas dignas que suelen ponderar procesos sociales marcados por el dramatismo y la urgencia de la pobreza y el despojo de oportunidades, en detrimento de una visión holística del entendimiento antropológico de qué significan vidas dignas que merecen ser vividas. Atrapados en dicotomías que nos destierran del territorio de la emancipación, otrora apelábamos a términos como democracia y procesos participativos para resolver nuestro descontento con los lenguajes tecnocráticos de las reformas del Consenso de Washington; ahora recurrimos a la “esperanza” y al “futuro” para resolver los dilemas que remiten al vínculo letal entre capitalismo y Estado-nación, es decir, a la soberanía territorial en el contexto de la globalización. Mientras que gran parte de la imaginación política se debilita (cuando la vida que vale la pena ser vivida es pensada desde -o contra- un marco estatal naturalizado, por parte de los actores y de los analistas), hay experiencias como la de GED y otros colectivos organizados, que se movilizan por construir vidas dignas, y que disputan el hecho de que las representaciones alternativas respecto de las “afirmadas por el Estado” sean necesariamente fragmentarias e inseguras (Corrigan y Sayer, 1985). Es el ejercicio de la soberanía y no su reclamo lo que desnuda el ejercicio monstruoso de la violencia. Una manera de resistirlo puede ser discutir (y decidir) no solo qué tipo de Estado es deseable, sino imaginar cómo sería vivir vidas dignas cuando se pueden construir las totalidades sociales significativas que les dan sentido.