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Intersecciones en antropología

versão On-line ISSN 1850-373X

Intersecciones antropol. vol.11 no.1 Olavarría jan./jun. 2010

 

ARTÍCULO

Educación no formal y patrimonio arqueológico. Su articulación y conceptualización

 

María Eugenia Conforti

María Eugenia Conforti. CONICET, INCUAPA-PATRIMONIA, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires (UNICEN), Avda. Del Valle 5737, (B7400JWI) Olavarría, Argentina. E-mail: meconfor@soc.unicen.edu.ar

 

Recibido 14 de Julio 2009.
Aceptado 18 de Agosto 2009

 


RESUMEN

Este artículo aborda la relación entre arqueología y educación centrando el análisis en el patrimonio arqueológico y la educación no formal. Esta temática ha sido altamente desarrollada desde las prácticas arqueológicas pero escasamente conceptualizada, sistematizada, evaluado su impacto y discutido de modo que permita orientar las estrategias en relación a la transmisión del conocimiento científico de la arqueología y a su contribución en la revalorización del patrimonio arqueológico. El trabajo plantea un análisis y discusión teórica como aporte a la articulación conceptual y práctica de ambos campos.

Palabras clave: Educación no formal; Arqueología pública; Patrimonio arqueológico.

ABSTRACT

Non-Formal Education And Archaeological Heritage: Articulation And Conceptualization. This article addresses the relationship between archaeology and education, focusing on archaeological heritage and non-formal education. This relationship has been highly developed in archaeological practice but its impact has been poorly conceptualized, systematized, evaluated and discussed in a way that would guide strategies on the transmission of scientific archaeological knowledge and its contribution to the enhancement of archaeological heritage. An analysis and theoretical discussion are proposed as a contribution to the conceptual and practical articulation of both fields.

Keywords: Non formal education; Public archaeology; Archaeological heritage.


 

INTRODUCCIÓN

Podría hablarse de transmisión cultural desde el mismo momento en que los grupos humanos desarrollan un lenguaje y se rigen por normas inspiradas en valores compartidos. La cuestión de la transmisión se vincula directamente con una problemática educativa que excede ampliamente a lo escolar y se ubica en el centro mismo del tejido social, como parte de un proceso por el que cada grupo construye y se inscribe en su propia identidad cultural (Frigerio y Diker 2004).

El presente trabajo propone discutir la relación entre el patrimonio cultural -en particular el arqueológico- y la educación, enfatizando en su carácter social y concebida como un complejo proceso de transmisión cultural, centrando el eje del análisis en la educación no formal. Para ello, es necesario determinar a priori qué se entiende por educación no formal, el contexto de su surgimiento y las razones por las cuales es tan utilizada para la transmisión de conocimientos relacionados al patrimonio cultural y arqueológico. Para ello es necesario remitirse al sistema formal de educación para dar cuenta de las razones que justifican el surgimiento y la utilización de los circuitos no formales.

Las nociones de patrimonio cultural -entendido como conjunto de bienes que merecen ser colectados y protegidos para el goce público- y de educación formal tienen sus orígenes en la Modernidad (desde s. XVIII) y se consolidan con el surgimiento de los Estados nacionales (s. XIX).

En consecuencia, para discutir el rol de la educación y del patrimonio en la sociedad será necesario previamente rever la naturaleza del lazo social en el marco de los Estados nacionales. "Lo que desde las prácticas de los Estados nacionales se instituye como soporte del lazo social que habría de dar fundamento a esos Estados, lo que hace que un pueblo sea un pueblo nación constituido es un intangible, es su historia" (Lewkowicz 2004: 30). Las historias del siglo XIX fueron masivamente historias nacionales que construían el ser nacional, así el ciudadano es el sujeto instituido en las prácticas propias de los Estados como las escolares, electorales y de comunicación que son "operaciones ideológicas" (Lewkowicz 2004: 30). Para el caso puntual de la educación formal argentina, se manifiesta claramente en los recortes arbitrarios respecto de qué se seleccionó y qué se omitió en el discurso de la historia oficial.

Actualmente, el debilitamiento de la superestructura que dio origen a la educación "formal", ha hecho emerger con mayor fuerza a la educación no formal como una práctica legítima para el tratamiento de diversos temas de relevancia social. La educación se convierte en una intervención que puede operar con los valores; puede hacerlo en un sentido favorable pero también negativo, al omitir ciertos elementos de la historia o al abordarlos desde una valoración desfavorable (Fontal Merilla 2004). En este sentido, la histórica omisión de temas vinculados al pasado prehispánico nacional en los estamentos formales por donde circula el conocimiento socialmente válido, hizo necesario la emergencia de otras instancias y/o estrategias de educación que mantengan la transmisión de sus producciones culturales.

Aún si consideramos al museo como un espacio por excelencia de educación no formal en términos de su actividad de transmisión cultural (Dujovne 1995), la correspondencia ideológica e historiográfica entre escuela y museo decimonónico, lleva a advertir el peligro de circunscribir el universo escolar en el ámbito de los museos y de transformar estos espacios de educación no formal en una propuesta de educación formalizada. En este sentido, el museo adolece del mismo tipo de omisión que la educación formal. Tal situación se evidencia en la historia de los museos surgidos desde la segunda mitad del siglo XIX, que muestran que la historia indígena en estas instituciones presenta los mismos problemas de articulación en el relato histórico nacional que tuvo la escuela (Dujovne 1995). En este sentido, "existe una relación mutua de refuerzo en el tratamiento de estos conocimientos en la escuela y los tradicionales criterios de exposición del patrimonio, especialmente en los museos de antropología e historia" (Batallán y Díaz 1990: 44).

Es por ello que de esta compleja práctica social, educación no formal, resulta necesario detallar el contexto socio político que le dio origen. El análisis de esta situación es central para entender por qué afirmamos que constituye una herramienta útil y apropiada para trabajar en la puesta en valor del patrimonio arqueológico como eje comunicacional central de la transmisión de la cultura.

ESTADO, EDUCACIÓN Y PATRIMONIO CULTURAL

La formación de un Estado nacional es el resultado de un proceso convergente de constitución de una nación y de un sistema de dominación. Supone un plano material: el surgimiento y desarrollo de relaciones sociales capitalistas y, un plano inmaterial: la creación y difusión de símbolos y valores generadores de sentimientos de pertenencia a una comunidad diferenciada por tradiciones, etnias, lenguajes y otros factores de integración que configuran una identidad colectiva que encuentra expresión en el desarrollo histórico. Es decir, que la constitución del Estado supone la creación de una instancia y un mecanismo capaz de articular y reproducir el conjunto de relaciones sociales establecidas dentro del ámbito material y simbólicamente delimitado por la nación (Ozslak 2004).

Este ejercicio de poder del Estado moderno no implica solamente prácticas políticas, sino también pedagógicas. La construcción de un ciudadano democrático supone la construcción de un sujeto pedagógico (Hall e Ikenberry 1989). La educación implica un proceso por el cual los jóvenes son persuadidos a identificarse con los principios y las formas de vida de los miembros "maduros" de la sociedad. De este modo, el proceso de construcción del sujeto pedagógico democrático es un proceso de crianza (educación) cultural, pero también incluye principios manipulativos de socialización pedagógica y democrática en sujetos que no son ni tabula rasa en términos cognitivos o éticos, ni están totalmente provistos para el ejercicio de sus derechos y obligaciones democráticas. Existen instituciones del Estado que son responsables de la ley y el orden (i.e. la justicia, la policía y el ejército) y también las responsables de las funciones simbólicas e ideológicas que comprenden las vinculadas con la política social y la educación. El Estado monopoliza la elaboración de normas dentro de su territorio y esto lleva a la creación de una política común compartida por todos los ciudadanos (Hall e Ikenberry 1989).

Es así que durante los siglos XIX y XX la educación llega a ser cada vez más una función del Estado. Los sistemas y las prácticas educativas son patrocinadas, están bajo el mando, son organizadas y certificadas por el Estado. Esto significa que la educación pública no es solamente una función del Estado en términos del orden legal o el apoyo financiero; sino que además, los requisitos específicos para la obtención de grados, la formación de los docentes, los contenidos de libros de textos obligatorios y los cursos requeridos en los currículos son controlados por el Estado y otras agencias estatales y son diseñados siguiendo políticas públicas específicas del Estado (Torres 1996). Como explica Torres (1996) el Estado define los problemas reales de la educación y sus respectivas soluciones dependerán de las teorías del Estado que sostienen, justifican y guían los diagnósticos educativos y las propuestas de soluciones. Se trata entonces, de una acción coercitiva con base territorial y de un sistema hegemónico y homogeneizador. El Estado a través de su administración burocrática intenta salvaguardar los intereses de la educación y este es un claro ejemplo de relaciones de poder cultural.

La educación es una práctica social eminentemente política y como tal, las relaciones de poder la atraviesan. Sin embargo, cabe destacar que la relación entre la educación, la política y el Estado no puede discutirse tan sólo desde la perspectiva de la cultura política dominante. Es decir, que la educación no es ni políticamente neutral, ni técnicamente objetiva (Torres 1996).

En síntesis, en este período de consolidación del Estado Nacional, el objetivo de la educación fue acompañar el progreso social, forjando una identidad para los ciudadanos desde las instituciones culturales. La idea de "identidad nacional" fue un factor clave en el surgimiento y la consolidación del Estado moderno. Sin embargo, como señala Bauman (2005), esta identidad no se gesta ni se incuba en la experiencia humana de forma natural, ni emerge de la experiencia como un hecho vital evidente por sí mismo. La identidad nacional nace como ficción y requirió de mucha coerción y convencimiento para fortalecer y cuajar como la única realidad imaginable. En este sentido, la identidad nacional concienzudamente construida por el Estado y sus organismos tuvo por objetivo justificar el derecho de monopolio estatal. Para ello, se necesitaba una historia propia para educarlos y generarles un sentido de identidad (Bauman 2005). Estas historias, serían "tradiciones inventadas", es decir, relatos construidos intencionalmente con el fin de "educar" en los fundamentos nacionales a las generaciones presentes y futuras. Estas invenciones establecen una cohesión social de pertenencia a un grupo, legitiman instituciones e inculcan creencias y sistemas de valores por medio de la utilización de la historia como "legitimadora de la acción y cimiento de la cohesión" (Hobsbawwm y Ranger 1983: 19).

En Argentina, en el período de consolidación del Estado Nacional, la educación formal, la historia oficial y el desarrollo de una ciencia nacional con un fuerte énfasis en las ciencias naturales (particularmente la arqueología y la paleontología) fueron los encargados de forjar una identidad nacional para los ciudadanos (Podgorny 2000) y el patrimonio cultural proveyó un sustrato material a la historia oficial. En este contexto, los yacimientos arqueológicos y paleontológicos debían ser protegidos porque eran el fundamento último de la nacionalidad, razón por la cual se sancionó la ley 9080/13 que los incluía en el dominio público del Estado (Endere y Podgorny 1997). De este modo se fue creando el patrimonio nacional inmueble (formado por ruinas y yacimientos arqueológicos y paleontológicos -y décadas después, iglesias, edificios y lugares de valor histórico-), y el patrimonio nacional mueble (constituido por las colecciones alojadas y exhibidas en museos) (Endere 2009). Durante esa época se formaron las grandes colecciones etnográficas y bioantropológicas y se crearon los museos de La Plata (1888); Etnográfico (1904), así como el Museo Histórico Nacional (1891) y el de Bellas Artes (1896), entre otros (Podgorny 1992).

En este período, el proyecto político hegemónico se construyó a partir de la "campaña del desierto", es decir el avance y conquista del territorio indígena que supuso la construcción física y simbólica del "desierto" (Bengoa 2004) e implicó no sólo la eliminación de los pueblos que allí habitaban sino también la negación de su propia existencia a partir de la destrucción de sus testimonios materiales (Bengoa 2004; Mandrini 1992). Este proyecto estuvo justificado por el propósito de terminar con la "barbarie" de los indios, para poder poblar las pampas con inmigrantes europeos enfáticamente considerados "civilizados". En términos de Rotker (1999), la esencia de la pretendida modernidad argentina durante el siglo XIX, se inscribía en esa dicotomía tan simple como arbitraria, señalando que "la historia deja de ser un proceso complejo de negociaciones sociales, para quedar simplificada a un binomio movilizador de prácticas políticas: civilización o barbarie" (Rotker 1999: 24).

Así, desde finales del siglo XIX, la problemática indígena fue abordada sólo como telón de fondo del proceso de conquista. La historiografía desplazó a los pueblos originarios y a sus descendientes reales. La presencia indígena en la historia nacional fue reducida a su mínima expresión, cuando no totalmente eliminada y esto respondió a la necesidad de "construir" una nación racial y culturalmente homogénea, cuyas raíces debían ser europeas. La historia argentina (particularmente la historia académica de raíz positivista y liberal) fue una historia sin "indios", dejando en el olvido tres siglos de historia (Balazote y Radovich 1992; Mandrini 1992; Slavsky 1992). Más tarde, la historiografía revisionista, vinculada a la tradición hispano-criolla y católica, mantuvo esta imagen, reafirmando un quiebre con el pasado indígena y, en términos generales, negando cualquier otra influencia que no sea la tradición hispano-católica, o rescatando al gaucho como forjador de la identidad nacional (como proponía Leopoldo Lugones), exaltando siempre la figura de los héroes nacionales, a quienes se sumarían los caudillos federales. Así, el revisionismo invirtió los términos de la dicotomía sarmientina "civilización o barbarie", aunque esto no supuso reconocer un papel importante al indígena en la historia nacional (Svampa 2006). Esta homogeneidad encubrió diferencias étnicas y sociales y contribuyó a crear un patrimonio unívoco y estático, asi como a difundir masivamente un pasado glorioso e irreversible de una cultura pretérita, sin nexo con sus descendientes actuales (Endere 2007).

No fue hasta las últimas décadas del siglo XX cuando se produce un cambio de la ideología oficial que se plasmó en la reforma de la Constitución Nacional Argentina de 1994, que reconoce la pre-existencia étnica de comunidades indígenas y la conformación de una sociedad pluriétnica.

En la actualidad, no puede desconocerse el nuevo contexto sociopolítico e histórico, en el cual el rol del Estado ha dejado de ser el tradicional. Los sistemas educativos estatales fueron un fenómeno mundial propio de un período determinado de la historia (Narodowski 2005). En este sentido es oportuno abordar la cuestión de la educación a partir de los cambios producidos en las condiciones sociales, políticas y económicas del mundo contemporáneo en el marco de la denominada "postmodernidad".

Postmodernidad y educación

Se ha definido a la modernidad como la concepción del mundo que surge de la Ilustración (s. XVIII) y que se fundamenta en la idea de que la naturaleza se transforma y el progreso social se puede alcanzar desarrollando de modo sistemático la comprensión científica y técnica para su aplicación a la vida social y económica (Hargreaves 1998). La crisis de la modernidad y el surgimiento de nuevas condiciones sociales y culturales, con características diferenciadas y bien definidas, han dado lugar al surgimiento de la postmodernidad, es decir a un nuevo estado de la cultura luego de las transformaciones que han afectado las reglas de juego a partir del siglo XIX. La postmodernidad se caracteriza, en lo económico por una nueva concepción del consumo y la acumulación tanto de bienes materiales como de conocimientos e información; en lo político, por la globalización y la reconstrucción de las identidades nacionales; en lo social, por la muerte de las certidumbres que da paso a la aceptación de la diversidad en sus más amplias facetas (religiosas, culturales, étnicas) y en lo organizativo, por una tendencia hacia instituciones más flexibles, capaces de adaptarse a nuevas funciones. En términos de Colom y Mèlich (1994: 53): "la cultura postmoderna es la cultura del archipiélago. Nada es homogéneo. Es el triunfo de la heterogeneidad". El multiculturalismo ha irrumpido con toda su fuerza y el modelo europeo ya no tiene razón de imposición. Se abandona la colonización (Colom y Mèlich 1994) y su discurso hegemónico, dando paso al postcolonialismo que "cuestiona el modo en que los centros imperiales de poder se construyen a sí mismos mediante el discurso de narrativas totalizadoras y cuestiona también la autoridad monolítica ejercida mediante representaciones y pretensiones de universalidad" (Giroux 1997: 34). La era del postcolonialismo plantea la exigencia de nuevas ideas y estrategias, afectando entre otros ámbitos, el educativo. Esta pluralidad emergente comienza a buscar espacios y maneras diversas de manifestación y expresión que superen ampliamente las estructuras modernas, para el caso que nos ocupa, los sistemas educativos y su materialización en las instituciones escolares.

La educación, tal y como la definió la Modernidad, no ha quedado ajena a la situación postmoderna. Es por ello, que este contexto de crisis tuvo un fuerte impacto en ella, al pasar de tener la misión de consolidar una visión hegemónica de la realidad para transmitirla socialmente (dejando afuera de manera arbitraria todo lo que fuera disonante con la historia oficial), para representar en la postmodernidad el triunfo de la heterogeneidad, la diferencia y el multiculturalismo. No obstante, la postmodernidad aún permanece con sus significados abiertos y no han culminado las luchas contra las fuerzas burocráticas de la modernidad. Para el caso de la educación, la escuela es el último elemento de la edad postmoderna que se aferra al pasado. La escuela es moderna pero el contexto es postmoderno. Por otra parte, en la postmodernidad los saberes cambian de estatuto al cambiar las condiciones sociales que lo sustentan, afectando, entre otras cuestiones, su transmisión en cuanto se debe delinear un nuevo paradigma educativo para aprenderlos (Colom y Mèlich 1994).

El contexto actual presenta profundas transformaciones sociales caracterizadas por el desbordamiento de los sistemas de políticas públicas que fueron soporte fundamental de la consolidación del Estado moderno. El éxito del Estado educador "moderno" en Argentina es la causa por la cual existe aún hoy una reducción clásica que vincula casi de manera exclusiva a la educación con la escuela. En consecuencia, hay un olvido y una omisión generalizada de los procesos educativos no formales e informales, que fueron objeto de reflexión pedagógica en los años '60, con el auge de la pedagogía de la liberación y las críticas en torno a la dependencia, el imperialismo y las concepciones restringidas de educación popular.

En efecto, desde una perspectiva radical y crítica de la pedagogía (Freire 1992; Giroux 2003; entre otros) se advirtió tempranamente sobre las posibilidades que se abrían para una educación emancipadora ante el corrimiento de los cánones modernos como la normatividad, el disciplinamiento y la homogeneidad que formaron a los sujetos en la etapa de expansión del capitalismo.

En Argentina, la educación más allá del Estado, del sistema educativo y de la escuela fue abordada con énfasis y profundidad en las décadas del '60 y '70, luego habría sido presuntamente acallada durante el período de la dictadura militar. A partir de la década de los '90 se retoman los análisis sobre educación no formal e informal pero con características diferentes en el contexto social y político de la globalización. En este contexto, se recupera el sentido amplio y el valor de la educación como acto político (Frigerio 2003; Frigerio y Diker 2004, 2005; entre otros). Estos nuevos escenarios permiten resignificar prácticas educativas no formales desde la perspectiva de la educación popular (Torres 1996) y explorar otros/nuevos campos, como los de la denominada pedagogía social1(Núñez 1999) y los desarrollos de la economía del trabajo en su mirada sobre la educación2(Coraggio 1998).

Ante esta situación, la práctica de la educación no formal se contituye en espacios claves para la instalación de temas de relevancia social, sin dejar de considerar que requieren nuevas formas de aprendizaje (Barbero 2003). En este punto es necesario definir y discutir la educación no formal.

La noción de educación no formal

En la actualidad, se reconoce que la educación atraviesa todos los aspectos sociales y, por ende, la edad para educar es todas y el lugar puede ser cualquiera (Barbero 2003). En consecuencia, es imprescindible atender todos aquellos otros espacios (institucionales o no) que contribuyen a la conformación del sujeto social, delimitar sus condiciones, reconocer sus prácticas y analizar qué tipo de sujeto constituyen y qué alternativas ofrecen.

Resulta oportuno aclarar que desde la práctica educativa debe establecerse una distinción sobre sus diferentes modalidades: educación formal, educación no formal y educación informal (Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura [UNESCO] 2000): La educación formal, a la cual ya se ha hecho referencia anteriormente, remite a la educación institucional (escuela). La educación no formal, incluye todas aquellas propuestas educativas estructuradas en contextos que no están diseñados específicamente para las relaciones de enseñanza-aprendizaje; no sólo el museo sino otras, como por ejemplo la ciudad, las casas de cultura, sociedades de fomento, clubes, etc. La educación informal quedaría vinculada al aprendizaje continuo a lo largo de toda la vida, a los aprendizajes cotidianos, fundamentales para la existencia y el desarrollo pleno de los seres humanos. A esta clasificación puede incluirse también el uso de Internet. A pesar de que esta herramienta puede utilizarse en cualquiera de los tres contextos resulta oportuno incluirlo en la dimensión informal del aprendizaje, independientemente de los usos que de ella se pueden derivar para los otros dos contextos (Fontal Merrilla 2004).

Efectuada esta distinción, se centrará el análisis en la modalidad de educación no formal que implica prácticas, espacios y escenarios sociales, que no están estrictamente circunscriptos a la escolaridad convencional formal, pero que son importantes para la formación de las personas. Esta es definida como cualquier actividad educativa organizada y sistemática llevada a cabo fuera del sistema formal (de manera paralela o independiente) con el objetivo de ofrecer tipos selectos de aprendizaje a subgrupos particulares de la población (La Belle 1986); aun cuando las experiencias educativas sean secuenciales, se caracterizan por no acreditarlas o certificarlas y, en parte, integran contenidos que la escuela tarda o nunca llega a incorporar en sus programas. Esto, en parte es justificado por el hecho de que la escuela no puede (ni debe) cubrir todo el conjunto de necesidades educativas del ciudadano actual. Por ello, el complejo y heterogéneo mundo de la educación no formal "demanda la misma seriedad y rigor en la actuación pedagógica que la educación formal a pesar de sus peculiaridades" (Sarramona 1992: 9).

Pueden considerarse actividades de educación no formal, la extensión cultural, la difusión cultural, la divulgación científica y la popularización de la ciencia, entre otras. Estas actividades se caracterizan por: a) estar o no altamente integradas a otros fines y objetivos no educativos; b) algunas propuestas sirven de complemento o reemplazo de la educación formal; c) tiene diferente organización, diversos y heterogéneos métodos de instrucción; d) en general, son prácticas voluntarias y están destinadas a personas de cualquier edad, origen e interés. El acceso a estas actividades se da con un mínimo de requisitos y la mayoría no culminan con la entrega de acreditaciones. Preferentemente se realizan donde el grupo de interés vive y trabaja. Su duración y finalidad en términos generales son flexibles y adaptables (La Belle 1980).

Cabe destacar que existe una vertiente de la educación denominada "educación patrimonial" (Fontal Merilla 2004), que incorpora a la modalidad no formal aunque su modelo la excede. Esto es porque incluye en su propuesta teórica y metodológica, además de la modalidad no formal, a la educación formal y a la informal. Circunscribe casi exclusivamente este espacio no formal a la institución museo, aunque sus bases y supuestos podrían ser resignificados en otros escenarios no formales de transmisión cultural.

En este trabajo no se pretende desconocer otros análisis sobre la relación entre arqueología y educación realizados por arqueólogos en Argentina. Pero si reconocer que dichas investigaciones abordan la transmisión realizada a través de los circuitos educativos formales (Novaro 1999; Podgorny 1999; Pupio et al. 2007; Pupio et al. 2008, entre otros). Sin embargo, y a pesar del interés evidenciado por investigar estas temáticas, poco se conoce respecto de la circulación del conocimiento arqueológico a través de la educación no formal, en especial respecto de la manera en que el conocimiento producido en relación al patrimonio arqueológico es apropiado y reutilizado en espacios no-institucionales (no formales).

A nivel nacional, las investigaciones sistematizadas provenientes de este campo derivan principalmente de las tareas educativas desarrolladas con mayor énfasis en los museos, como espacio público en donde el conocimiento puede ser aprendido (Alderoqui 1996; Bilbao 1991; Chierico 1991; De la Llosa y Méndez 1991; González de Bonaveri y Grisendi de Machi 1991; Pazzarelli y Zabala 2004; Zabala y Roura Galtés 2006; entre otros). Otros abordajes relacionados al patrimonio arqueológico y la educación no formal, surgen desde la práctica y están centrados en la descripción de experiencias de extensión universitaria aunque no han sido sistematizados como trabajos de investigación en si mismos (Bonnin 1999; Mazzanti 1999; Correa y Correa 1999a, 1999b; Uvietta y Paleo 2006; entre otros). En todos estos trabajos se evidencia un uso directo (e indirecto) del término "no formal" y la justificación de su utilización pero no su definición, ni conceptualización.

Postcolonialismo, arqueología y patrimonio

Para el caso de la arqueología, a finales del siglo XIX y principios del XX, con el auge de los Estados nacionales, fue necesario crear una "ciencia nacional" y para ello la paleontología y la arqueología ocuparon un rol fundamental. Los planteamientos evolucionistas y positivistas caracterizaban los primeros desarrollos científicos, y en ese momento surge la arqueología, como mecanismo fundamental de creación de las nuevas formas modernas de identidad sociopolítica. La antropología y la arqueología fueron utilizadas como instrumentos para definir a Europa en términos de su posición contemporánea y sus antecedentes históricos, justificando el orden establecido como "normal" y de esta manera controlar a la sociedad colonizada (Gosden 1999). Como lo explica claramente Gosden (1999), todos estos elementos derivaron en el sentido de progreso y superioridad europea asumidos en el siglo XIX. En este siglo fue cuando se acuñó de manera definitiva el concepto de patrimonio, una noción que estuvo teñida, por décadas, de una visión "eurocentrista" del mundo y de la cultura.

El hallazgo de los "otros culturales contemporáneos" y la posibilidad de hacer comparaciones interculturales entre América y Europa hizo posible el surgimiento de la arqueología prehistórica. En este sentido, la antropología y la arqueología fueron utilizadas como instrumentos para definir a Europa en términos de su posición contemporánea y sus antecedentes históricos (Gosden 1999).

La particular conformación del mundo en "occidental o europeo" (es decir, moderno, avanzado) y de los "otros" (el resto de los pueblos y culturas del planeta) que se estableció durante la modernidad, determinó una organización del mundo (saberes, lenguaje y memoria) típicamente colonial. En este período la formación discursiva de la otredad se dio desde un lugar de enunciación asociado al poder imperial y a la universalidad excluyente. Este proceso organizó el espacio y el tiempo -culturas, pueblos y territorios; presentes y pasados- en una gran narrativa universal, en la que Europa era el centro geográfico y la culminación del movimiento temporal. Con las crónicas españolas se inicia la "masiva formación discursiva" de construcción de lo europeo y "lo indígena", desde un lugar de enunciación asociado al poder imperial. Esta construcción tuvo como supuesto básico el carácter universal de la experiencia europea. Desde la antropología y otras disciplinas sociales, se constituyó en un proceso humanitario que ayudaría a los países atrasados y más o menos exóticos en su inexorable camino hacia la "civilización" (Prats 2007).

En los años '90 los enfoques posprocesuales de la arqueología (Hodder 1999), inscriptos en el contexto de la crítica postmoderna (Baudrillard 1981; Derrida 1978; Foucault 1972, 1979; etc.), comenzaron a cuestionar la objetividad de la interpretación arqueológica y pusieron el énfasis en el contexto socio-político en el cual se desarrolla esta disciplina, retomando de algún modo cuestiones debatidas en el marco de la denominada "arqueología social latinoamericana" (Lumbreras 1981) en los años '70 (Endere 2007). Los investigadores inscritos en estos enfoques analizaron el rol de la arqueología tanto en el contexto colonial como en la construcción de los patrimonios y las historias nacionales. Se presentaron elocuentes ejemplos en los cuales los vestigios del pasado y el patrimonio fueron manipulados por la arqueología con fines nacionalistas (e.g. Arnold y Hassmann 1995; Díaz Andreu y Champion 1996; Meskell 1998, etc.) y debatieron la contribución de la arqueología en el sostenimiento de la hegemonía occidental así como del nacionalismo (Trigger 1995). Todas estas cuestiones promovieron el desarrollo de una reflexión sobre la arqueología como una práctica crítica, situada, atenta a necesidades concretas (contextualizada, no disociada, dinámica, con un claro sentido de subversión y activismo); sujeta a un pensamiento "postcolonial" (que une epistemología y política, con un fuerte sentido local, de descentramiento y co-producción). La arqueología postcolonial intenta superar el hecho del "descubrimiento" de la historia de los colonizados y postula la posibilidad de intervención y cooperación cultural. Plantea, además, la construcción de la historia emancipadora con el propio pasado de los pueblos "subalternos". Esto está ligado a la perspectiva postmoderna, que defiende la hibridación, la cultura popular, el descentramiento de la autoridad intelectual y científica y la desconfianza ante los grandes relatos en contradicción con el eurocentrismo (sensu Gnecco 1999).

Pese a que el posprocesualismo aún tiene un impacto modesto en la arqueología latinoamericana, las particulares condiciones sociales sudamericanas hacen que los intereses posprocesuales sean sumamente relevantes (e.g. etnicidad, derechos indígenas, multivocalidad) (Politis 2003).

Estas nuevas corrientes críticas también discutieron la noción de patrimonio y su constitución en el marco de los Estados Nacionales. Como señala Prats todas las construcciones políticas, necesariamente, deben ser formalizadas y legitimadas ideológicamente y, si se quiere garantizar su eficacia para penetrar en el tejido social, se debe acudir a diversas doctrinas, sistemas de símbolos y representaciones, entre ellas las patrimoniales (Prats 2000).

La tradicional noción de patrimonio refería, hasta hace poco tiempo, al conjunto de bienes materiales con un valor intrínseco (desde la perspectiva histórica, científica o artística). Sin embargo, actualmente esta concepción ha evolucionado reconociendo la capacidad del patrimonio para representar simbólicamente la identidad de un pueblo o un conjunto social (Prats 2000). Desde 1970, la noción de patrimonio cultural se aplica más concretamente a aquellos bienes naturales y culturales que deben ser preservados para futuras generaciones (Merriman 1991). Es decir, que el patrimonio está formado por aquellos bienes materiales e inmateriales que una comunidad o, al menos determinados sectores de ella, eligen proteger como testimonios de su pasado, a la vez que, desean transmitirlo a las generaciones venideras (Endere 2009). Por ello, suele afirmarse que el patrimonio es una invención y una construcción social que se hace desde el presente con una fuerte intencionalidad respecto de lo que se desea preservar (Prats 2000).

Un claro ejemplo de ello lo constituye la exclusión de los pueblos indígenas en la construcción de la historia nacional argentina durante la segunda mitad del siglo XIX y su cuestionamiento en décadas recientes. En efecto, el sentido de nacionalidad argentina fue diseñado tomando como base la inmigración europea y la construcción de una historia nacional fue considerada un medio eficaz para separarse de las tradiciones nativas y del pasado colonial. Fue así como la tradición cultural de los pueblos indígenas quedó truncada. En los últimos años la situación empezó lentamente a revertirse y esta "cuestión nacional", que aparentemente había sido resuelta a principios del siglo XX, entró en conflicto ante la marcada diversidad cultural y su paulatino reconocimiento legal. Es decir, que por detrás de una identidad nacional única y forzada existieron siempre otras identidades dinámicas, particulares y diferentes. Durante finales del siglo XX este espíritu nacionalista dejó de ser concebido como un producto de orden natural y se convirtió en foco de investigaciones dentro de las ciencias sociales. Resultó necesario abandonar ideas, imágenes y conceptos fuertemente arraigados y someter a una crítica profunda todo lo antes escrito (Mandrini 1992). En este sentido, la incidencia de la diversidad cultural influyó también en la forma de valorar, utilizar y gozar del patrimonio, que comenzó a comprenderse en tanto construcción social y, por ende, diverso, dinámico y multívoco (Endere 2009).

DISCUSIÓN Y REFLEXIONES FINALES

En Argentina, el patrimonio y la educación fueron poderosas herramientas para la construcción de la identidad nacional. Comprender los cambios que ambos sufrieron a través del tiempo en la manera de concebir a cada uno de ellos y compararlos nos provee una clave para comprender las complejidades que revisten en la actualidad. Para la educación las transformaciones incluyen la expansión de las prácticas no formales como alternativas en el proceso de transmisión cultural. Así, concebir la educación más allá de los muros escolares significa superar a la idea de educación que permaneció circunscripta a la prescripción normativa, centrada en los procesos institucionalizados de enseñanza y reconocer, en la actualidad, la necesidad de reconceptualizar los procesos educativos, en tanto procesos de transmisión cultural multifocal (Errobidart et al. 2008). La idea de poner en juego otras perspectivas no tradicionales en educación responde a la clara convicción de que la educación es fundamentalmente un acto político que emancipa y que asegura, con justicia, la inscripción de todos en lo público y el derecho de todos de decir y decirse en el espacio público (Frigerio y Diker 2005).

Desde este enfoque, resulta entonces necesario partir de la noción de educar como la responsabilidad de construir una posibilidad de filiación simbólica del sujeto con la sociedad (Frigerio 2003). En este sentido se construye la noción de educación como herencia cultural y derecho social, es decir que no es sólo un proceso capaz de desarrollarse en las escuelas, sino que es necesario explorar y comprender nuevos espacios, con sus lógicas, para desempeñarse en ellos (Errobidart et al. 2008).

Barbero (2003) postula para América Latina la necesidad de volver a pensar a la educación como la transmisión de la herencia cultural entre generaciones (tal como lo propusiera Hannah Arendt). Este proceso de tradición cultural, en los términos de Arendt (1999), es un testamento que las generaciones pasadas entregan a las generaciones futuras. Hacer testamento significa hacer una selección de las cosas más importantes que se quieren transmitir. El sentido de esta "transmisión" no es instrumental sino que implica compartir el relato; es decir, que hace posible un acto de relectura y asegura el pasaje de las biografías singulares a las gramáticas plurales propias de las sociedades (Frigerio 2003).

La cuestión de la transmisión en relación con la educación se encuentra en el centro del entramado social, como condición de construcción, inscripción e identidad cultural (Frigerio y Diker 2004). En este sentido, educar constituye un complejo proceso de comunicación social.

Esta concepción de la educación provee nuevas perspectivas a la comunicación pública de la arqueología en el marco del debate posprocesual y postcolonial. En el caso de Argentina, dar a conocer el pasado -a partir de los restos materiales- de las culturas nativas que nos precedieron y que por años permanecieron relegadas, continúa siendo un desafío para la arqueología y para la educación. Llevarlo adelante requiere generar un quiebre con las viejas nociones y para ello es necesario salir de la escuela y reforzar la transmisión con otras variadas acciones de educación no formal.

En este nuevo escenario social, es innegable que la arqueología, al igual que la educación, también ha establecido cambios y rupturas con los viejos modelos. Los enfoques posprocesuales se plantean como superadores de la arqueología tradicional orientada a la investigación básica, a partir de la reciprocidad entre el arqueólogo y la comunidad con la que interactúa. El trabajo con el público es el denominador común de la llamada "arqueología pública", que reúne a una larga lista de temas que se estudian a nivel mundial tales como el saqueo y tráfico de bienes culturales; la relación entre arqueología y nacionalismos; derechos humanos en arqueología; el reconocimiento de los derechos de los grupos indígenas a su patrimonio cultural; arqueología y educación; la representación de la arqueología en los medios de comunicación; la industria del patrimonio y la autenticidad de las representaciones del pasado para el público; entre otros. La arqueología pública concierne a los problemas que surgen cuando la arqueología se introduce en el mundo real, en los conflictos económicos y en las luchas políticas (Ascherson 2000). No existe una única forma de hacer arqueología pública, esta manera de hacer arqueología es plural (Gnecco 2007).

Estas nuevas posturas y enfoques de la arqueología se presentan como reflexivas, críticas y transformadoras, al igual que las nuevas corrientes educativas. Las primeras postulan trascender los límites académicos y las segundas los constreñimientos de la eduación escolar.

Planteados los cambios producidos, casi de manera paralela, en cada uno de los campos es necesario establecer su convergencia en este nuevo escenario en el cual se resignifican el contexto y las prácticas. Una manera posible de hacerlo sería a partir de la noción de transmisión cultural. Los agentes involucrados en estas prácticas podrían ser los mismos arqueólogos, pero ya no en el rol de científicos investigadores sino como educadores. Esta perspectiva aplicada al campo de la arqueología plantea prácticas educativas para generar un proceso de interpelación en el público que promueva nuevas lecturas del pasado. Esta situación redefiniría el rol del arqueólogo como un intelectual crítico, posicionado desde un lugar alternativo, radical y con la misión no sólo de investigar sino de traspasar los muros de la academia para comprometerse socialmente y generar conciencia respecto de la importancia del pasado, por ejemplo, en la construcción de identidades sociales. Se postula al arqueólogo como intelectual crítico, en oposición a una definición del mismo en términos puramente instrumentales o técnicos. Entonces, el arqueólogo tomaría una postura políticamente activa en la relación entre arqueología, educación y comunidad, otorgando un sentido diferente a su práctica.

El proceso de educación, en el sentido que lo plantea Hannah Arendt (1999) refiere a la capacidad humana de renovación, que se lleva a cabo continuamente al compartir la esfera pública. Su finalidad es la reconstrucción del mundo común. A través de la educación los individuos reciben algo, heredan un mundo, parte de algo dado, algo estable a partir del cual poder transformar. La sociedad es siempre más vieja que esos individuos, de modo que el aprendizaje se vuelve necesariamente hacia el pasado. Propone una educación en la cual se busque no sólo transmitir un saber, sino promover un pensamiento propio, un pensar que se produzca desde la existencia. Es decir que la identidad de una persona sólo se puede entender como relato de su historia, como un proceso de re-apropiación del pasado. La cuestión no es qué somos, sino quiénes somos, entonces la identidad depende en gran medida de lo que seamos capaces de hacer con nuestro pasado. Es en este punto en el que la noción de transmisión liga a la educación (no formal) con el patrimonio (arqueológico), en la medida que este pueda ser socialmente revalorado como un elemento constituyente de la identidad cultural colectiva.

El patrimonio arqueológico se constituye fundamentalmente como documento del pasado que nos permite materializar su existencia, recuperar su memoria y dar significado a sus huellas materiales (González Méndez 2000). Así, la significación del patrimonio arqueológico depende del conocimiento y del trabajo intelectual, tanto como de su difusión social. Aceptar la escasa significación que el público le atribuye al patrimonio arqueológico no implica negar que posea significación sino reconocer que en la investigación y respectiva divulgación social se concentra la clave de su verdadera revalorización social. Por ello, es necesario consolidar a la arqueología como práctica constructora del conocimiento del otro y del mundo, y al patrimonio arqueológico como elemento que permite pensarlo, a la vez que examinarnos a nosotros mismos (González Méndez 2000).

Si bien el patrimonio cultural expresa cierta solidaridad entre quienes comparten un conjunto de bienes y prácticas identificatorias, también es verdad que los diversos grupos se apropian en formas diferentes y desiguales de dicha herencia cultural (García Canclini 1999). Esta diversa capacidad de relacionarse con el patrimonio se origina en la desigual participación de los grupos sociales en su formación. Es en este sentido, en el que radica la importancia del proceso de educación en torno del patrimonio cultural y su respectiva resignificación para generar una eficaz identificación y apropiación del mismo. Es decir, que investigar, restaurar y difundir el patrimonio tienen como fin último y primordial reconstruir la verosimilitud histórica, o al menos aportar la mayor cantidad de elementos que permitan una reflexión acerca de ella. Ni la contextualización más fiel, ni la didáctica más creativa podrán acortar la distancia entre realidad y representación. Toda operación científica o pedagógica sobre el patrimonio es un metalenguaje, es decir que no hace hablar a las cosas por sí mismas sino que habla de y sobre ellas (García Canclini 1999).

Puede adoptarse en este sentido, y siguiendo las reflexiones de García Canclini (1999), la formulación del patrimonio cultural en términos de capital cultural (sensu Bourdieu 1979) para concebirlo como un proceso social no estable, neutro, ni con valores fijos, sino todo lo contrario, que se acumula, se renueva, y produce rendimientos de los que los diferentes sectores sociales se apropian de manera desigual.

En los términos de Fontal Merillas (2004) la educación es central en el proceso de patrimonialización. A partir de la transmisión cultural pueden generarse procesos de identificación y también la comprensión y el respeto hacia la diversidad. Resulta crucial en dicho proceso la mediación que opera sobre ese patrimonio y sobre la que somos directos responsables. Es imprescindible ocuparse de la actitud y los valores que, con relación a «los patrimonios», manifiestan los sujetos que aprenden.

Este proceso de apropiación desigual del patrimonio implica también un reconocimiento respecto de la común reducción que lleva a sostener que el patrimonio no es valorado socialmente. Por el contrario, lo que debemos entender como transmisores es que en relación al patrimonio cultural actúan diferentes grupos de interés que le atribuyen una diversidad de significados, sobre todo, en una nación multicultural como Argentina. Bajo el rótulo general de "público" se incluye una gran variedad de personas con diversos conocimientos e intereses sobre el patrimonio arqueológico cuya diversidad y complejidad suele subestimarse (Endere 2007). En este sentido, la educación no formal es la que mejor se adecua a los requerimientos del contexto y de la realidad inmediata y es por ello que sus propuestas -en la medida que sean variadas, plurales y heterogéneas- pueden ser de utilidad para la revalorización de las culturas del pasado y de su legado material e inmaterial. También resulta de vital importancia evaluar su impacto en tanto insumo para las futuras tomas de decisiones vinculadas con las estrategias de patrimonialización.

En suma, reconocer el aporte de la práctica no formal como un medio valioso y legítimo de educación y de la arqueología no sólo como una disciplina que permite conocer el pasado sino además como una práctica que se realiza en el presente y que cuyo cometido es generar un conocimiento socialmente útil, constituyen los pilares de una efectiva transmisión cultural. Cada vez que ambas converjan debe superarse la instancia descriptiva y producir una reflexión que permita generar actitudes y orientar acciones en relación al significado y valor del patrimonio.

Agradecimientos

A María Luz Endere por sus lecturas y sugerencias, a Constanza Pedersoli y Analía Errobidart por facilitar bibliografía y a los evaluadores anónimos por los comentarios que ayudaron a mejorar la calidad de este artículo. Este trabajo presenta parte del desarrollo de la investigación doctoral en curso titulada: "La comunicación en el proceso de construcción de la valoración social de las investigaciones arqueológicas y del patrimonio cultural en ámbitos de educación no formal en la provincia de Buenos Aires" (UNQuilmes), en el marco de la beca de postgrado (CONICET). A su vez, es el producto de investigaciones desarrolladas en el marco de PATRIMONIA (Programa de Estudios Interdisciplinarios de Patrimonio) del INCUAPA (Investigaciones Arqueológicas y Paleontológicas del Cuaternario Pampeano), Facultad de Ciencias Sociales, UNICEN y fueron financiados por la ANPCyT para el Proyecto: "Investigación y Manejo del Patrimonio Arqueológico y Paleontológico en el Área Interserrana Bonaerense" (PICT 2007-01563), dirigido por María Luz Endere.

NOTAS

1.- La Pedagogía Social se construye en el escenario social globalizado, significando la educación "como componente insoslayable de la construcción social y co-productora de subjetividad" (Frigerio en Núñez 1999: 11). Se presenta como un territorio que excede el ámbito escolar, no queda aprisionada por las organizaciones y sus propuestas no organizan el conocimiento en prescripciones curriculares.

2.- Los desarrollos teóricos provenientes de la Economía del Trabajo plantean una visión de la educación en términos de autoeducación; esto es, aprender a aprender mediante la participación en procesos educativos, de información y capacitación, formales, no-formales o informales. En esta concepción, el capital humano es una categoría social dialéctica, cuyo desarrollo es inseparable del sentido y el accionar económico y social de los individuos y grupos articulados en la sociedad. Las exploraciones en estos campos favorecerán la lectura de las prácticas alternativas cargadas de nuevos sentidos para la educación (Coraggio 1998).

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