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Intersecciones en antropología

versão On-line ISSN 1850-373X

Intersecciones antropol. vol.13 no.2 Olavarría dez. 2012

 

ARTÍCULO

La integración dinámica de las perspectivas nativas en la investigación etnográfica

Fernando Alberto Balbi

Fernando A. Balbi. Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Puán 480 4to piso, of. 463 (1406) Ciudad Autónoma de Buenos Aires. E-mail: fabalbi@yahoo.com.ar

Recibido 22 de noviembre 2011.

Aceptado 10 de diciembre 2011

 


RESUMEN

El objetivo de este artículo es contribuir al desarrollo de una comprensión adecuada de la naturaleza de la investigación etnográfica en la antropología social y cultural. A tal efecto, se emprende una revisión crítica de sus caracterizaciones como un intento de describir el mundo social desde el punto de vista de los actores y como una empresa fundada en el establecimiento de un diálogo entre las teorías nativas y la del etnógrafo. Apelando al análisis de algunos clásicos de la literatura etnográfica, se argüirá que la etnografía se caracteriza por una forma de integración dinámica de las perspectivas nativas en la descripción que opera como motor de la investigación y como uno de los requisitos centrales que deben satisfacer los textos etnográficos.

Palabras clave:Etnografía; Antropología social y cultural; Perspectivas nativas

ABSTRACT

The dynamic integration of the native perspectives in ethnographic researchThis paper intends to contribute to the development of a proper understanding of the nature of ethnographic research in social and cultural anthropology. To this end, we will undertake a critical review of its characterizations as an attempt to describe the social world from the actors' point of view and as an enterprise founded in the development of a dialogue between the theories sustained by the natives and by the ethnographer. Drawing on the analysis of several classics of ethnographic literature, we will suggest that ethnography is characterized by a form of dynamic integration of the native perspectives into the description, and that this procedure operates as the research's driving force and as one of the central requirements that ethnographic texts must satisfy.

Keywords: Ethnography; Social and cultural anthropology; Native Perspectives.


 

INTRODUCCIÓN

La mera enunciación de la palabra 'etnografía' plantea una serie de problemas complejos, habida cuenta de que la historia de sus usos atraviesa diversos territorios académicos bien establecidos e incluso los excede, y de que puede empleársela para hacer referencia tanto a textos como a métodos de investigación y a perspectivas analíticas, o a todo ello a la vez. En estas páginas me interesa explorar apenas una pequena parte de esa complejidad, relativa al campo de la antropología social y/o cultural. En primer lugar, abordaré críticamente el entendimiento convencional muy extendido y quizás predominante en nuestra disciplina según el cual la práctica de la investigación etnográfica supone dar cuenta de los fenómenos sociales desde la perspectiva de sus protagonistas, argumentando que esta versión de nuestro quehacer es engañosa. Luego consideraré brevemente la descripción -más reciente- de la etnografía como una práctica de investigación centrada en el establecimiento de un diálogo entre las perspectivas nativas y la del investigador, sugeriré que representa un avance en el sentido correcto aunque no llega a ser enteramente satisfactoria y, tomándola como punto de partida, intentaré delinear una caracterización más satisfactoria de la forma en que tales perspectivas se articulan en la etnografía. En el curso de mi argumentación, exploraré diversos textos etnográficos del acervo clásico de nuestra disciplina para contrastarlos con las formas en que suele ser presentada la labor etnográfica y, también, para desarrollar mi propio argumento. Con todo ello no me propongo realmente ofrecer una nueva fórmula para definir la etnografía -aunque, en verdad, no podré evitar hacer algo similar a esto- sino, más bien, hacer una módica contribución al proceso, que entiendo inevitablemente incompleto, de explicitación de nuestro entendimiento colectivo respecto de nuestra propia actividad profesional. Antes de internarme en el tema, sin embargo, es necesario aclarar que al limitar mi indagación al tipo de concepción de la etnografía enunciada en el párrafo precedente no sólo dejaré de lado la variedad de concepciones alternativas -aunque más o menos interrelacionadas- desarrolladas al respecto en los campos de la sociología cualitativa y las ciencias de la educación, sino también, y especialmente, a otro tipo de mirada sobre el quehacer etnográfico que ha sido producida en nuestra disciplina y que se encuentra ampliamente extendida. En efecto, las críticas postestructuralistas a la antropología clásica han dado lugar a otro conjunto de formas de concebir la etnografía que giran en torno de la idea de que ésta supondría una producción intersubjetiva de conocimientos coprotagonizada por el etnógrafo y los sujetos con que toma contacto durante el curso de su trabajo de campo (cf. Clifford 2003 [1988]). Estas miradas han sido fuertemente cuestionadas desde puntos de vista relativamente distantes de las preocupaciones postestructuralistas (cf. Geertz 1989 [1988]: 140 y 150) o más afines a ellas (cf. Hastrup 1992) y, en mi opinión, resulta hoy bastante claro que, con muy pocas salvedades, las etnografías de inspiración postestructuralista son de hecho productos de los propios antropólogos -o, a lo sumo y apenas en algunos casos, los productos de una colaboración jerárquica de acuerdo con la cual estos retienen el control editorial y habilitan una mayor o menor participación autoral de los actores-. Desde este punto de vista, las definiciones ofrecidas por los antropólogos postestructuralistas respecto del quehacer etnográfico no describen adecuadamente las prácticas de investigación que pretenden sintetizar -tal como sucede, curiosamente, con el tipo de definición clásica de la etnografía ya mencionado-. En lo que sigue, pues, no haré más referencias a las concepciones postestructuralistas de la etnografía, opción que supondrá también dejar de lado los argumentos de sus defensores en cuanto a que la pretensión de los etnógrafos clásicos de captar el punto de vista nativo e incorporarlo a sus etnografías era un mero artificio retórico, una convención del género literario del realismo etnográfico (cf. Marcus y Cushman 2003 [1982]). A este respecto, me conformaré apenas con señalar que tales argumentos pecan, ante todo, por incurrir en una suerte de sinécdoque más bien ingenua, reduciendo la totalidad de la investigación etnográfica al acto de escritura de la etnografía (cf. Guber 1994). Cabe agregar, por otra parte, que si los etnógrafos clásicos afirmaban que pretendían dar cuenta de aquellos mundos sociales desde el punto de vista de sus miembros, lo menos que nos corresponde hacer en tanto antropólogos es tomar en serio sus afirmaciones, atender seriamente a su perspectiva nativa sobre su propio trabajo. Es con este espíritu, entonces, que en la próxima sección me internaré en el examen de la concepción convencional de la tarea etnográfica que hemos heredado de los antropólogos clásicos.

¿"SU VISIÓN DE SU MUNDO..."?

Al menos desde los tiempos de Bronislaw Malinowski, los antropólogos se acostumbraron a concebir a la etnografía como un tipo de investigación tendiente a comprender los fenómenos sociales desde la perspectiva de sus protagonistas. Ya Malinowski, con su bella prosa, decía que: "La meta es, en resumen, llegar a captar el punto de vista del indígena, su posición ante la vida, comprender su visión de su mundo" (1975a [1922]: 41, el énfasis es del original). Esta idea, junto con la de que la descripción etnográfica 'incorporaría' el punto de vista nativo, que suele ser presentada como más o menos equivalente a ella (cf. Marcus y Cushman 2003 [1982]: 181), parecen haber predominado como descripciones sintéticas del quehacer etnográfico en antropología por décadas. El auge del interpretativismo -especialmente del inspirado por Clifford Geertz- vino luego a reformular y revitalizar este lugar común al abrazar la analogía del 'texto' para representar a la vida social y, subsecuentemente, resaltar la presunta semejanza entre la labor interpretativa y la de traducción: "Contemplar las instituciones sociales, las costumbres sociales, los cambios sociales como 'legibles' en algún sentido, implica modificar todo nuestro sentido sobre lo que es la interpretación hacia modos de pensamiento más familiares al traductor, al exégeta o al iconógrafo [...]", escribía, en este sentido, Clifford Geertz (2003 [1980]: 74). Ya incorporadas las críticas surgidas de los estudios poscoloniales y feministas, así como las observaciones -bastante más banales- de la primera camada de comentaristas posmodernos en torno de los problemas de la denominada representación etnográfica, aún es común que los antropólogos definan su principal actividad en términos que reiteran, más o menos, el espíritu de la formulación canónica de Malinowski. Así, por ejemplo, en un manual escrito por la destacada especialista en metodología etnográfica Rosana Guber puede leerse que la etnografía es concebida como "una concepción y práctica de conocimiento que busca comprender los fenómenos sociales desde la perspectiva de sus miembros" (Guber 2001: 12-13). Y en el manifiesto de presentación de una publicación periódica dedicada a la etnografía que fuera lanzada hace poco más de diez años, sus editores escribían: "?Qué es, para nosotros, la etnografía? En lo fundamental, es una familia de métodos que involucran un contacto con los agentes directo y sostenido, así como una rica escritura de ese encuentro respetando, registrando, representando el carácter irreductible de la experiencia humana al menos parcialmente en sus propios términos" (Willis y Trondman 2000: 5, las itálicas son del original, mi traducción). Según he adelantado, trataré de mostrar que este tipo de definición de la labor etnográfica es engañosa. Sin embargo, no voy a argumentar que hablar de la etnografía como un intento de dar cuenta de los fenómenos sociales desde la perspectiva de sus miembros sea incorrecto porque dicha perspectiva no es realmente suya sino nuestra. Al contrario, daré por sentado que, aunque tenga un fundamento empírico -cuestión sobre cuya significación regresaré más adelante-, la así llamada perspectiva nativa es una construcción analítica, un instrumento heurístico desarrollado por el etnógrafo y no una mera transcripción de lo que los nativos efectivamente piensan acerca de su mundo social, una suerte de reflejo pasivo de un hecho empírico (cf. Guber 1991: 72 y ss.). Los antropólogos solemos hablar de la 'perspectiva del actor' o 'nativa' como si nos refiriéramos literalmente a cómo los actores entienden su mundo social pero, en general, sabemos que se trata de una mera convención, que el punto de vista del que hablamos como 'suyo' es, en realidad, nuestro artefacto, el producto de los esfuerzos que nosotros mismos desarrollamos con el fin de entender los universos de referencia de los actores cuyos asuntos nos ocupan. El propio Malinowski fue plenamente consciente de esta diferencia entre el punto de vista nativo tal como él lo presentaba y lo que los nativos pensaban realmente. Así lo revela la detallada discusión que dedica en "Baloma" (Malinowski 1985 [1916]: 303-327) a establecer los procedimientos que un etnógrafo debería desarrollar durante su trabajo de campo para analizar las 'creencias' de los nativos: para formularlas partiendo del material que ofrece la observación, que se le antoja caótico e ininteligible; para distinguir entre las creencias dogmáticas o ideas sociales (incorporadas en instituciones), las opiniones generales y populares (ampliamente extendidas en una comunidad) y las especulaciones individuales; etc. Sin duda, la concepción de Malinowski -lo mismo que las de gran parte de los antropólogos de la primera mitad del siglo XX- respecto de la relación entre la llamada perspectiva nativa y los 'hechos empíricos' en que aquella se basaría aparece como poco sofisticada si se la juzga con parámetros actuales, pero no se puede decir que no fuera clara y distinta y que no preocupara seriamente al autor, tal como lo ilustra su afirmación de que las atribuciones de creencias a los nativos "son, a no dudarlo, falsas o, en el mejor de los casos, incompletas, etnográficapuesto que nunca se da el caso de que 'los nativos' (así, en plural) tengan creencia o idea alguna, sino que cada uno de ellos tiene las suyas propias" (Malinowski 1985 [1916]: 307). No parece casual, entonces, que "Baloma", su primer texto extenso basado en materiales referidos a las islas Trobriand, revistiera la forma de un ensayo metodológico disfrazado de etnografía, un texto sutilmente estructurado en el cual la discusión metodológica se desarrolla en la última sección pero los procedimientos propuestos son empleados una y otra vez como recursos narrativos para la construcción del texto etnográfico previo. Daré por descontado, entonces, que al referirnos a la perspectiva nativa o perspectiva del actor estamos usando expresiones convencionales que designan a una construcción heurística. Existen, por otra parte, ciertas diferencias entre ambas convenciones que, aunque no puedo extenderme en su tratamiento, hacen que me incline a hablar de la perspectiva 'nativa' antes que de la 'del actor'. Baste aquí con observar que un rasgo distintivo, y muy positivo, de las tradiciones clásicas de investigación etnográfica en la antropología es que por lo general, aunque no siempre, tal construcción no se basa sólo en el limitado y sumamente parcial material que ofrecen las declaraciones expresas de los actores; al contrario, siguiendo un patrón más o menos difuso consagrado por Malinowski, la construcción de la perspectiva nativa por muchos antropólogos tiende a fundarse en la totalidad del comportamiento observado (incluyendo las declaraciones de los actores, pero también desbordándolas) y, más ampliamente, en el análisis de la materialidad del mundo social en cuestión (esto es, de la organización del espacio, la vestimenta, la tecnología, etc.). Por esta razón, evitaré usar la expresión 'perspectiva del actor', que remite fuertemente a la tradición metodológica de la sociología cualitativa en que, por el contrario, las declaraciones de los sujetos entrevistados suelen ser la materia prima central y, muchas veces, la única con que operan los investigadores. Si bien soy consciente de las incomodidades que resultan de la adopción del adjetivo 'nativa', con sus ecos de exotismo y su aroma a poder colonial, entiendo que esas asociaciones son parte de nuestro pasado, mientras que la reducción de los marcos significativos de los seres humanos a sus verbalizaciones es un problema teórico-metodológico muy actual, de manera que en lo que sigue haré uso exclusivamente de la expresión 'perspectiva nativa'1. Entrando ya en tema, resulta curioso, al menos para mí, comprobar hasta qué punto las definiciones sumarias de nuestra actividad como un intento de dar cuenta de los fenómenos sociales desde -o incorporando- la perspectiva de sus protagonistas difieren de la apreciable variedad de cosas que los antropólogos solemos decir cuando necesitamos detallar en qué consiste la tarea del etnógrafo. En efecto, en términos generales, las explicaciones detalladas encajan muy mal en esas definiciones sumarias. Para comenzar, el famoso manifiesto metodológico que es la "Introducción" de Malinowski a Los argonautas del Pacífico Occidental (1975a [1922]) esboza una empresa compleja de descripción analítica científicamente informada que, ostensiblemente, no es condensada en su totalidad por la fórmula sobre aquello de 'comprender su visión de su mundo' -que el autor presenta recién hacia el final del apartado-. De igual manera, las explicaciones ofrecidas por Geertz respecto de la labor etnográfica (que, por cierto, son bastante variadas) desbordan claramente la imagen de la traducción y aun la de 'exégesis cultural', a las cuales recurre a modo de síntesis y consignas. Así sucede, por ejemplo, cuando escribe:

Nuestra doble tarea consiste en descubrir las estructuras conceptuales que informan los actos de nuestros sujetos, lo 'dicho' del discurso social, y en construir un sistema de análisis en cuyos términos aquello que es genérico de esas estructuras, aquello que pertenece a ellas porque son lo que son, se destaque y permanezca frente a los otros factores determinantes de la conducta humana (Geertz 1987a [1973]: 38).

Cuesta, realmente, entender cómo semejante tarea, con sus proporciones casi épicas, puede ser equiparada a la labor, comparativamente mucho más limitada, de presentar el comportamiento traduciendo el punto de vista de los sujetos que lo protagonizan, y no conozco texto alguno que aclare esa asimilación, sea de Geertz o de quienes se han hecho eco de sus afirmaciones. Son muchos los antropólogos que afirman, con mayor o menor análisis, que la etnografía es esencialmente una labor de traducción cultural, pero vale la pena observar que la gran autoridad ancestral citada habitualmente en favor de esa idea, E. E. Evans-Pritchard (1978a [1950]: 18-19), consideraba a dicha tarea tan sólo como la primera de tres fases que, en conjunto, conformarían el trabajo del antropólogo social (de hecho, la segunda de esas fases, dedicada a descubrir el 'modelo latente' que 'subyace' en una sociedad o cultura, también corresponde claramente al campo de la etnografía, y apenas la tercera, relativa a la comparación entre distintas estructuras sociales, podría ser entendida como ajena a aquel). Basta, entonces, con repasar las explicaciones que estos y otros autores daban respecto de lo que habría que hacer a fin de describir un mundo social desde la perspectiva de los actores para dudar seriamente que realmente fuera esto lo que ellos hacían. La lectura de algunos textos representativos del corpus etnográfico clásico no hace sino alimentar esas dudas en la medida en que cabe suponer que, normalmente, lo que los etnógrafos escriben guarda una relación directa con la forma en que cada uno de ellos cree que debería desarrollarse una investigación para merecer el calificativo de etnográfica. Si, como es sabido, el vocablo etnografía es empleado indistintamente para hacer referencia a perspectivas analíticas, a un método o conjunto de métodos y a uno o varios tipos de textos (cf. Guber 2001), ello sucede porque los textos etnográficos son producto de investigaciones que han sido también etnográficas en cuanto a su perspectiva rectora y al despliegue metodológico que han suscitado. Esto no significa, claro está, que no exista una amplia variedad de concepciones respecto de cómo deberían ser esas investigaciones y esos textos -es decir, de qué debería ser la etnografía, en un sentido amplio del término- pero sí que normalmente existe una mutua correspondencia entre las características de las prácticas de investigación y de los textos a que dan lugar. En este sentido, pues, cabe tratar a las características de las etnografías clásicas como indicadores de las prácticas de investigación desarrolladas por sus autores. Así, pues, si se considera desde este punto de vista a las tradiciones académicas donde se produjo más tempranamente el desarrollo de la moderna práctica etnográfica de campo, la norteamericana y la británica (dejando de lado a la francesa, donde se estableció más tardíamente como un actividad profesional institucionalmente sancionada), resulta claro que en la mayor parte de los textos que fueron considerados como etnografías2 en el medio profesional de la época los autores hicieron algo más -más realista y más amplio- que tratar de adoptar la perspectiva nativa. En el medio británico, cabe observar que, de las etnografías de Malinowski, el hombre que más hizo por legitimar la práctica de la investigación de campo desarrollada por 'científicos', sólo "Baloma" puede (con cierto esfuerzo pues, como vimos, se trata también de un ensayo metodológico) ser aceptada como un intento de presentar algunas cuestiones desde el punto de vista nativo. Sus etnografías posteriores van claramente mucho más allá, en la medida en que se internan en el terreno más complejo de la tarea esbozada en las páginas introductorias de Los argonautas... al ofrecer más o menos explícitamente numerosos análisis que desbordan ampliamente cualquier posible mirada nativa y que sirven de base para afirmaciones generales sobre la naturaleza de las sociedades 'salvajes' y los problemas teóricos y metodológicos relativos a su estudio científico. En efecto, si bien tales textos pueden transmitir una impresión ilusoria de que se limitan a ofrecer 'descripciones' hechas, al menos en parte, desde el 'punto de vista del nativo', ello se debe a la insistencia con que Malinowski trataba de aferrarse a la exigencia -de inspiración empirista y inductivista- de dejar las generalizaciones para otra clase de escritos, y a su preferencia por la adopción de estructuras narrativas (una expedición kula, la trayectoria vital de un individuo, el ciclo agrícola anual) como núcleos argumentales de sus libros. Sin embargo, las generalizaciones están allí, aunque generalmente de maneras más o menos discretas, y la preferencia por las estructuras narrativas no es sino el resultado combinado de las inspiraciones literarias de Malinowski y de su carencia de una teoría que, apelando a nociones como las de estructura o sistema, le ofreciera un armazón argumental explícitamente teórico (cf. Kuper 1973: 40-41, 93-95). Una serie de cuestiones abiertamente teóricas atraviesan todos esos textos, operando como elementos centrales en torno de los cuales se estructuran sus descripciones en tanto que éstas son, precisamente, analíticas: el tema de la reciprocidad entendida como un mecanismo que estabiliza relaciones sociales al comprometer los intereses de los individuos, aprovechando su racionalidad y movilizando sus sentimientos para proporcionar sanciones capaces de sustentar las reglas que las rigen; la afirmación y reiterada demostración de la racionalidad de los 'salvajes'; la centralidad atribuida al análisis de las diferencias entre el ideal normativo y el comportamiento real; etc. Aquí y allí, estos y otros temas afloran de manera explícita en breves discusiones que, siendo teórico/metodológicas, suelen revestir la apariencia de meras explicaciones destinadas a aclarar la descripción etnográfica, ilusión que se debe en parte a que Malinowski raramente introducía referencias explícitas a la literatura teórica con que discutía y/o en que se basaba, y también, ciertamente, a que el autor había llegado a formular dichas cuestiones como resultado de su encuentro con el mundo social de Mailu y de las Trobriand. A tal punto la teoría, siendo central, asume una apariencia difusa en sus etnografías que, cuando Malinowski se permitió usar sus materiales y apreciaciones sobre las islas Trobriand para escribir un texto explícitamente teórico, terminó alumbrando un libro en el que las generalizaciones siguen tan estrechamente ligadas a la descripción que muchos de sus lectores creen, incluso hoy, que se trata de una etnografía. Tal es el caso de Crimen y costumbre en la sociedad salvaje (1986 [1926]), donde los temas que enumeré más arriba a modo de ejemplo alcanzan su desarrollo más explícitamente teórico; en el prólogo del volumen, Malinowski expresaba sus intenciones en un tono de incomodidad propio de las disculpas de un creyente que sentía que estaba vulnerando su propia fe, que anticipaba, curiosamente, la lectura empobrecida a que el texto estaba destinado:

El investigador antropólogo, al hacer el sumario escrito de los resultados obtenidos, siente naturalmente la tentación de anadir a sus descripciones de hechos concretos sus más amplias y algo difusas experiencias intangibles; a detallar las costumbres, creencias y organizaciones sobre el fondo de una teoría general de la cultura primitiva. Este librito es la consecuencia de que un investigador de campo haya cedido a tal tentación. Como atenuante de esta caída -si caída puede llamársela- me gustaría insistir en la gran necesidad que hay de más teoría en la jurisprudencia antropológica, especialmente de teoría nacida del real contacto con los salvajes. Asimismo, quisiera hacer observar que en este libro las reflexiones y generalizaciones se destacan claramente de los párrafos descriptivos (Malinowski 1986 [1926]: 10).

Quizás porque, aunque se cuentan entre las más fértiles de la historia de la antropología, las generalizaciones de Malinowski se mantenían en un nivel de abstracción relativamente modesto, él no consiguió que se destacaran lo bastante claramente de la descripción, haciendo que la caída que le preocupaba haya sido erróneamente percibida, más bien, como una incapacidad suya para despegarse del suelo. Siguiendo en mayor o menor medida y en diversas direcciones el modelo consagrado por Malinowski, las etnografías más influyentes producidas por las primeras espadas de la era dorada de la Escuela Británica (Raymond Firth, Audrey Richards, E. E. Evans-Pritchard, Meyer Fortes, S. F. Nadel, Isaac Schapera, Max Gluckman y E. R. Leach)3, así como las de sus principales discípulos, colaboradores y sucesores (pienso en investigadores como Victor Turner, Jack Goody, Mary Douglas, Clyde Mitchell, Adrian Mayer, F. G. Bailey, Fredrik Barth y un muy largo etcétera) tendieron a ir mucho más allá de la presentación del mundo social desde el punto de vista de los actores, tanto si lo evidenciaban como si evitaban adrede hacerlo: Sistemas políticos de la Alta Birmania, de E. R. Leach (1977 [1954]) y Brujería, magia y oráculos entre los azande, de Evans-Pritchard (1976 [1937]), ilustran esos extremos con particular propiedad. Terminaré este breve recorrido por la producción de la Escuela Británica con una referencia al notable La relación hombre-mujer entre los azande, el último libro de Evans-Pritchard (1978b [1974]) que, de todos los textos producidos por los miembros de esa generación, es probablemente el que mejor se corresponde con la idea de la presentación del mundo social desde la perspectiva nativa. En efecto, el libro consiste en una compilación de registros literales de declaraciones de individuos azande analfabetos hechas hacia fines de la década de 1920 y de textos escritos treinta años más tarde por algunos hombres azande, que el propio autor tradujo y que ofrece al lector como "una presentación de una forma africana de reflexionar sobre cómo se ven mutuamente los hombres y las mujeres" (Evans-Pritchard 1978b [1974]: 8). Sin embargo, y significativamente, en ningún momento Evans-Pritchard presenta al libro como una etnografía, caracterización que recién surgiría de la mano de la crítica postestructuralista de la escritura etnográfica clásica, cuando llegó a ser considerado como una etnografía compuesta por citas (Clifford 2003 [1988]: 164, nota 12). En lo que se refiere a la antropología norteamericana de la primera mitad del siglo XX, su orientación 'cultural' predominante puede resultar engañosa, ya que sugiere que en dicha tradición los textos etnográficos estarían más directamente centrados en aprehender los diversos mundos culturales en los términos de sus protagonistas, pero creo que lo dicho se aplica también allí de manera bastante clara. Es cierto que un texto de las características de "Ethnology of the Kwakiutl", de Franz Boas (1921 [1916]), con sus más de 1300 páginas de textos 'registrados' en lengua kwakiutl por George Hunt y publicados junto con su traducción al inglés4, puede dar la falsa impresión de que se trata meramente de una descripción de la vida kwakiutl desde un punto de vista kwakiutl, al punto que resulta tentador atribuir la autoría de la mayor parte del texto a Hunt o incluso -si uno fuera capaz de entregarse a la candidez de los primeros escritos del postestructuralismo antropológico- a los individuos que le brindaron la información. Sin embargo, una lectura atenta revela que el texto sigue un patrón teórico de organización de los materiales incluso al precio de romper con la lógica de las declaraciones de los informantes, tal como lo explicita Boas en su brevísimo prefacio: "He clasificado el material de acuerdo a sus contenidos, tarea que en ocasiones ha conducido a la necesidad de desmembrar un registro que contenía datos relativos a la cultura material, la costumbre y las creencias" (Boas 1921 [1916]: 45, Part I, mi traducción). Y el mismo Boas informa que los "datos" fueron registrados por Hunt "siguiendo instrucciones y preguntas enviadas por mí" (Boas 1921 [1916]: 45, Part I, mi traducción), revelando así que, lejos de limitarse a regir la organización de los materiales a posteriori, la orientación teórica presidió también su producción. Sin lugar a dudas, Boas era extremadamente consciente de la fuerza y los efectos de los criterios analíticos que se erguían por detrás de las 'descripciones' de las culturas producidas por los antropólogos, incluso cuando éstas solían limitarse a seguir el patrón taxonómico convencional que implicaba describir sucesivamente la cultura material y la economía, la vida social, la religión, el arte, etc. Así, desde por lo menos mediados de la década de 1920 se reitera en sus textos la preocupación por los efectos negativos de la tendencia a seccionar la "información sobre la vida social, como si constara de categorías estrictamente separadas" que, aseguraba, hacía "difícil hallar el lazo unificador" (Boas 1967 [1934]: 8). En uno de sus artículos sobre problemas metodológicos, Boas definía el problema y trazaba los contornos de lo que, a su juicio, debía ser su solución:

Nos es suministrado como una lista de invenciones, instituciones e ideas, pero poco o nada aprendemos sobre la forma en que vive el individuo bajo estas instituciones y con estas invenciones e ideas, y tampoco sabemos cómo estas actividades afectan los grupos culturales de los que él es un miembro. Es enormemente necesaria la información sobre estos puntos, puesto que las dinámicas de la vida social sólo pueden ser comprendidas sobre la base de la reacción del individuo frente a la cultura en la cual vive y de su influencia en la sociedad. Muchos aspectos del problema del cambio cultural sólo pueden ser interpretados sobre esta base (Boas 1993 [1930]: 64 y 65).

Boas no estaba pidiendo más teoría sino una mejor teoría y esa fue, al menos en parte, la agenda que trataron de concretar los textos de naturaleza teórica escritos por Edward Sapir y por Ruth Benedict, con su énfasis en el análisis de patrones culturales y de los procesos por medio de los cuales cada cultura moldearía las personalidades de sus miembros. Este tipo de enfoque encuentra su encarnación prototípica en las etnografías de Margaret Mead, en que la primacía de las orientaciones analíticas de la etnógrafa por sobre el punto de vista nativo es totalmente autoconsciente y, además, aquellas son abiertamente justificadas en relación con intenciones políticas expresas: baste citar, entre muchos otros ejemplos, a New lives for old (Mead 1956), el fascinante -en más de un sentido- reestudio dedicado por la autora a los manus con el objeto de entender cómo habían podido experimentar una 'transformación cultural' tan extrema en apenas una generación, entre 1928 y comienzos de la década de 1950, y de contribuir a colocar a los Estados Unidos de América en mejores condiciones de "hacer planes para un mundo que estaba tomando una nueva forma frente a nuestros ojos" (Mead 1956: 14, mi traducción). Aunque muchas de las etnografías producidas por los herederos de Boas, tal como la mayor parte de sus propios escritos etnográficos, tuvieran orientaciones teóricas menos ostensibles que las de los estudios de cultura y personalidad (y pese a que casi siempre eran menos abiertamente políticas que las de Mead), creo que no es aventurado afirmar que la mayor parte de ellas no pueden ser adecuadamente descriptas como intentos de comprender el mundo social desde el punto de vista de los actores. Sería ocioso extenderme en una suerte de inventario de las muchas etnografías de estas dos tradiciones académicas que van más allá de la exposición de la perspectiva nativa sobre uno o varios aspectos de la vida de un grupo humano: es sabido que la inducción no proporciona pruebas para las generalizaciones empíricas y que siempre puede presentarse un cisne negro para desautorizarnos. El breve repaso de algunos textos que acabo de hacer no está dirigido a probar mi argumentación sino a desarrollarla con claridad y, en cualquier caso, no me caben dudas de que el lector apelará a sus propios conocimientos y experiencia para ponderarla críticamente. Pasaré directamente, entonces, a explorar qué era lo que hacían de facto los autores enrolados en esas tradiciones cuando hacían etnografía, intentando detectar los elementos comunes a sus muy variadas aproximaciones a la investigación de los mundos sociales llamados primitivos, el sustrato común que caracteriza a la etnografía tal como ellos la practicaban -y como muchos de nosotros seguimos haciéndolo-.

DEL DIÁLOGO ENTRE TEORÍAS A LA INTEGRACIÓN DINÁMICA DE LAS PERSPECTIVAS NATIVAS EN LA DESCRIPCIÓN ETNOGRÁFICA

La etnografía de cuno clásico me parece bastante mejor representada por las caracterizaciones que la presentan como un procedimiento de investigación basado en la producción de un diálogo entre las perspectivas de los nativos y la del etnógrafo aunque no, estrictamente hablando, entre sus personas5. Así, por ejemplo, Mariza Peirano (1992) caracteriza a la etnografía por la producción de un 'diálogo' -en el sentido de una 'confrontación'- entre las teorías nativas y la del etnógrafo6. Se trata de un abordaje que, según creo, tiene la virtud de merodear en torno del meollo de la cuestión pero que presenta dos problemas que conviene comentar brevemente. El primer punto problemático es la referencia a las 'teorías' nativas. Si bien colegas muy reconocidos consideran que la única manera de tomar realmente en serio los puntos de vista de los actores y aun de aprovecharlos plenamente a fines analíticos es reconocer su naturaleza teórica (cf. Goldman 2003), personalmente prefiero dejar de lado la idea de 'teoría nativa' a fin de evitar el intelectualismo que lleva implícito y de resaltar el carácter de construcción heurística de las llamadas perspectivas nativas. Según yo lo veo, aunque las formas en que los sujetos conciben su propio mundo social pueden tomar una forma pretendidamente distanciada y objetivadora, no necesariamente lo hacen -y, acaso, regularmente no lo hacen-, de modo que si las tratamos a priori como teorías corremos el riesgo de no ser capaces de aprehenderlas adecuadamente al introducir un sesgo intelectualista que responde, antes que nada, a nuestras expectativas. Además, ello implica introducir una noción de 'sistema', así sea abierto y flexible (cf. Goldman 2003: 472, nota 12), también como un a priori, de una manera ya naturalizada que esconde el hecho de que somos nosotros quienes tendemos a esperar que los marcos significativos de los actores presenten un carácter sistemático a pesar de que generalmente no lo hacen -tal como ensenaran tempranamente las etnografías de autores como Malinowski, Evans-Pritchard, Gluckman y Leach-. Ambos apriorismos me parecen pasos en dirección a un relativo olvido de la auténtica naturaleza de las perspectivas nativas, de modo que prefiero seguir pensando estas cuestiones en términos de la noción, menos cargada de sentido común y de presupuestos teóricos y, por ende, más manejable -aunque no carente de problemas-, de 'perspectiva'. El segundo punto que entrana alguna dificultad, el de la metáfora del 'diálogo', es, a la vez, el que hace interesantes formulaciones como la de Peirano (1992), pues pone el dedo en la llaga: en efecto, no se trata de que suceda algo a las perspectivas nativas (como podría ser su aprehensión, en el doble sentido de captación subjetiva y de captura, por el investigador y su posterior uso como punto de vista desde el cual éste emprendería la labor de descripción/análisis), sino de lo que sucede en la investigación etnográfica entre la perspectiva del investigador y las de los nativos, en la articulación entre una y otras. La metáfora del diálogo, que yo mismo he adoptado en trabajos anteriores (cf. Balbi y Boivin 2008), sin embargo, no parece captar adecuadamente esta clase de articulación: ante todo, porque parece implicar que las concepciones del investigador y las perspectivas nativas se encuentran en un pie de igualdad, fallando en reconocer adecuadamente que su articulación en el curso de la etnografía es inevitablemente jerárquica; y luego, porque implica que las perspectivas nativas ya estaban allí, listas para entrar en diálogo con la mirada del etnógrafo, con el subsiguiente riesgo de reintroducir una cierta reificación en nuestra consideración del asunto, de hacernos olvidar que se trata siempre de construcciones heurísticas -por lo demás, crónicamente incompletas, provisorias- que nosotros mismos producimos y usamos para orientar y dinamizar nuestro trabajo. Además se trata, precisamente, de una metáfora y, como todas las metáforas, tiene la virtud de ampliar nuestra mirada de una manera creativa pero no es tan informativa como puede parecer a primera vista. La imagen de la 'confrontación' entre las concepciones del etnógrafo y las perspectivas nativas, que Peirano (1992) usa como sinónimo de la figura del diálogo, parece quizás algo más adecuada en relación con la primera de las objeciones que he opuesto a ésta (ya que, al menos en teoría, el desequilibrio de fuerzas es posible en cualquier confrontación, sea como su punto de partida o como su resultado) pero no supone un avance en relación con mi segunda objeción y, por cierto, sigue siendo una metáfora. Por otra parte, no resulta igualmente adecuada para caracterizar todos los momentos de una investigación etnográfica dado que, si bien se adapta bastante productivamente a la descripción sintética del procedimiento por el cual un etnógrafo revisa una y otra vez sus análisis, no parece ser igualmente feliz para evocar el punto de llegada de la investigación, pues allí -para usar una metáfora emparentada- la mirada del investigador y las perspectivas nativas deberían hacer las paces, en el sentido de que deberíamos encontrarnos con análisis etnográficos capaces de incorporar exitosamente en sus páginas las perspectivas nativas. Cabe, entonces, apelar a la idea de la confrontación -teniendo siempre en mente su naturaleza metafórica- para pensar el curso de la investigación etnográfica, pero no para describir sus productos finales. Más allá de los reparos mencionados, estas metáforas ponen de manifiesto un hecho central: que el carácter dinámico de la investigación etnográfica deriva -sólo en parte, pero se trata de una que es central- de la forma en que las concepciones del investigador se articulan con las perspectivas nativas. En efecto, como observa Guber (1991: 79), el conocimiento etnográfico se muestra "permeable a la realidad que estudia" en la medida en que el investigador se aviene a "contrastar y reformular sus sistemas explicativos y de clasificación, a partir de los sistemas observados", es decir, de lo que la autora denomina la 'perspectiva del actor'. Esto, claro, no tendría el menor sentido si no se aceptara que -como escribí al comienzo de estas páginas- las perspectivas nativas tienen un fundamento empírico, es decir, que aunque sean construcciones analíticas, no son ficciones en el sentido vulgar del término. Así, por ejemplo, la misma autora define a la perspectiva del actor como un "universo de referencia compartido -no siempre verbalizable- que subyace y articula el conjunto de prácticas, nociones y sentidos organizados por la interpretación y actividad de los sujetos sociales", y afirma que ella "tiene existencia empírica aunque su formulación, construcción e implicancias estén definidas desde la teoría" (Guber 1991: 75). Se trata, sin duda, de un asunto complejo. La naturaleza de estos universos de referencia, la medida en que puedan ser efectivamente compartidos por los actores, sus fundamentos sociales y, especialmente, las formas que asumen, son problemas de difícil resolución, al punto que las distintas miradas teóricas al respecto son frecuentemente incompatibles. A los fines de estas páginas, me limitaré a señalar que uno de los supuestos básicos de la etnografía de cuno clásico es el de que las perspectivas nativas constituyen un camino privilegiado para acceder al conocimiento de lo social no sólo porque son parte de ello sino, particularmente, porque los actores deben necesariamente tener algún tipo de visión de su propio mundo social tal que les permita operar en él (cf. Balbi 2007: 419-420). Dicho de otra manera: los marcos de referencia más o menos compartidos por un grupo o categoría de actores no tienen por qué ser 'objetivamente' válidos o adecuados a su mundo social en términos empíricos pero sí, necesariamente, han de guardar alguna correspondencia -a priori indeterminada en su tipo y en su grado- con ese mundo tal que permita habitarlo y, consecuentemente, deben ser capaces de informarnos algo útil al respecto: de allí que, aunque pudiéramos hacerlo, no tendría mayor sentido que nos limitáramos a describir ese mundo desde el punto de vista nativo; y de allí también que tenga mucho sentido tratar de conseguir que nuestra mirada se haga permeable a esas perspectivas nativas. La continua confrontación -producida a lo largo de todo el período de trabajo de campo y prolongada hasta el momento mismo de la redacción de los resultados finales- entre las perspectivas nativas y la del investigador está orientada a sacar partido de ese hecho, propiciando la progresiva redefinición del análisis en función de esas otras miradas que se supone hasta cierto punto de vista ajustadas al mundo social considerado. Podría decirse (para emplear una fórmula quizás más adecuada pero gramaticalmente menos económica) que de lo que se trata es de colocar reiteradamente en tensión esos diferentes puntos de vista, asumiendo siempre que el nuestro no será adecuado hasta tanto no llegue a ser capaz de aprehender plenamente a las perspectivas nativas tornándolas, así, en partes integrales del análisis etnográfico, en piezas necesarias de la descripción analítica que, a la vez, resulten inteligibles por virtud de su integración en dicho contexto. Entonces, y sólo entonces, se podría decir que ha finalizado la confrontación o la tensión que animara al análisis etnográfico, aunque esto, claro está, raramente sucede en un proceso de investigación real, en el que más bien es el agotamiento de los plazos y/o de los recursos lo que nos fuerza a dar por terminado un análisis que nos parece tanto o más incompleto que al comienzo. En este sentido, Guber (1991: 77) atribuye a la antropología "un enfoque totalizador para el cual" la perspectiva nativa "es, a la vez, un punto de partida -pues hay que comenzar por conocerla- y de primera llegada -pues constituye una parte de la explicación de lo real-". Yo subscribiría plenamente esta afirmación, a condición de que se entendiera que esas instancias de partida y de primera llegada son apenas momentos lógicos y no partes de una secuencia temporal definida y limitada (y, de hecho, creo que esto es lo que quiere decir Guber). Por otra parte, es de notar que la confrontación o tensión no se produce directamente entre dos perspectivas omnicomprensivas respecto del mundo social analizado sino entre construcciones heurísticas referidas a algunos de sus aspectos. Así las cosas, el punto en el que la tensión y las confrontaciones desaparecen no puede sino ser un ideal, una sombra en la pared de nuestra caverna: el análisis etnográfico es, en este sentido, crónicamente incompleto -y así debe ser-. Desde este punto de vista, entonces, si bien la descripción etnográfica no adopta como su propio punto de vista a las perspectivas nativas, debe necesariamente incorporarlas en dos sentidos interrelacionados: primero, porque la propia descripción debe ser producida a través de la paulatina modificación de los marcos de referencia del investigador en función de su confrontación con ellas; y segundo, porque el producto final -es decir, el texto etnográfico- debe integrarlas coherentemente como parte de la descripción del mundo social analizado, esto es, debe dar cuenta de sus lógicas, fundamentos y vinculaciones con los procesos sociales examinados. En este sentido, podemos hablar de una 'integración dinámica' o 'analítica' de las perspectivas nativas en la descripción etnográfica. Pero decir esto no es lo mismo que hablar de la supuesta adopción de las perspectivas nativas como puntos de vista desde los cuales se emprendería la descripción de los mundos sociales analizados. Al contrario, dicha integración es, primero, en tanto búsqueda o aspiración, el motor de la investigación etnográfica, y luego, en tanto concreción, simultáneamente un requisito y -al menos hasta cierto punto- una prueba interna de la validez de la descripción etnográfica7. Así, más que como un intento -que, cabe esperar, sería vano- de dar cuenta de los fenómenos sociales desde la perspectiva de los actores, la etnografía puede ser entendida como una práctica de investigación que trata de aprehender una porción del mundo social a través de un análisis que se centra estratégicamente en las perspectivas nativas (cf. Balbi 2007: 37) y que apunta a integrarlas coherentemente a sus productos. Un rasgo característico de este tipo de investigación es, pues, la integración dinámica de las perspectivas nativas al análisis, su incorporación paulatina, siempre incompleta, orientada a tornarlas en partes integrales de la descripción analítica de una porción del mundo social.

ALGUNOS EJEMPLOS CLÁSICOS

He argumentado que la etnografía de cuno clásico supone el intento -realizado de maneras muy diversas- de producir una integración dinámica o analítica de las perspectivas nativas en las descripciones del mundo social. Como ya he dicho páginas atrás, sería vano acumular ejemplos para tratar de probar mis afirmaciones pero, por otro lado, bien cabe apelar a unas pocas ilustraciones a fin de precisar qué es exactamente lo que estoy tratando de decir. A tal efecto recorreré, una vez más, algunas páginas selectas de la literatura etnográfica clásica. Quisiera, en particular, examinar sucintamente algunos aspectos del análisis desarrollado por Evans-Pritchard en Los Nuer (1977 [1940]), libro que sigue siendo, a mi gusto, una de las más notables etnografías jamás escritas y que, en todo caso, representa cabalmente la naturaleza de los procedimientos analíticos de la etnografía clásica. En este texto, las concepciones del autor respecto del parentesco, la política y las funciones del Estado son colocadas en tensión con las perspectivas nativas, con el resultado de que aquellas son reformuladas en un sentido que permite a Evans-Pritchard discernir -esto es, claro está, construir analíticamente- un 'sistema político' que sería propio de ese pueblo nilótico. En primer lugar, la atención que Evans-Pritchard (1977 [1940]: 212-213) brinda a la distinción nuer entre buth -que designa a las relaciones agnaticias entre grupos de personas- y mar -que designa a las relaciones de una persona con cualquier otra con la que tenga un lazo genealógico, sea este por el lado paterno o por el materno- le permite descomponer el concepto de 'sistema de parentesco' de Radcliffe-Brown (1974 [1941]), que incluía tanto a las relaciones diádicas trazadas bilateralmente como a los grupos de filiación unilineal y las relaciones entre estos, postulando la existencia de dos sistemas conceptualmente diferentes: el 'de linajes', que sería un sistema de relaciones entre grupos agnaticios (esto es, linajes patrilineales), y el 'de parentesco', que sería un sistema de relaciones diádicas trazadas respecto de cualquier individuo a través de ambas líneas de descendencia. En segundo término, al atender al uso situacional que hacían los nuer de los nombres de los linajes y de otros términos (como, por ejemplo, cieng, hogar), el autor llega a postular que los valores que esos términos denotaban se caracterizaban por su "relatividad estructural", esto es, por el hecho de que su incidencia sobre el comportamiento dependía de la "relación estructural entre las personas que componen la situación" (Evans-Pritchard 1977 [1940]: 154). Esta apreciación le permite postular la importancia del hecho de que ciertos nombres designaran, según el contexto en que eran empleados, a linajes (esto es, a conjuntos de parientes por filiación patrilineal) o a grupos de personas que residían en un mismo territorio (es decir, en una aldea o un distrito más extenso, según el caso), las cuales eran, entonces, representadas como si fueran miembros de un mismo linaje. Finalmente, el autor establece los mecanismos que, desde el punto de vista de los actores, hacían posible esa asimilación, develando así las formas en que se operaba la articulación de unidades territoriales en términos de linaje: la adopción, la creación mitológica de parentescos imaginarios y, especialmente, la apelación a la categoría de gaat nyet, que denotaba un tipo de relación de parentesco por afinidad que comportaba derechos y deberes asimilables a los existentes entre parientes por filiación (cf. Evans-Pritchard 1977 [1940]: 239-252). De esta forma, Evans-Pritchard es capaz de pensar el 'orden social' nuer revisando sus propias nociones -que permanecen implícitas a lo largo del texto- de la política en tanto mantenimiento del orden en un territorio mediante el recurso al uso de la fuerza y del Estado en tanto organización que se ocupa de cumplir dicha función a través del monopolio de ese recurso. En efecto, el autor llega a postular que, aunque no tenían instituciones políticas especializadas, los nuer tenían un sistema político, en el sentido de un conjunto ordenado de relaciones entre grupos territoriales que operaba a través de su asociación con el sistema de linajes, el cual le proporcionaba un "lenguaje", una suerte de "esqueleto conceptual sobre el que se levanta la organización en partes relacionadas de las comunidades locales" (Evans-Pritchard 1977 [1940]: 231). Asimismo, en ausencia de un monopolio del uso de la fuerza por parte de instituciones políticas formales, Evans-Pritchard atribuye la estabilidad del sistema político nuer a su distribución más o menos equilibrada en cada uno de los puntos de segmentación del sistema (esto es, allí donde dos o más grupos del mismo nivel de organización se encontraran en oposición) y a la adhesión de los actores a símbolos que representaban los intereses comunes de cada grupo (las genealogías de los linajes, entendidas como proyecciones hacia el pasado de las relaciones sociales contemporáneas). El estilo característico de la escritura del autor, siempre simple, directo, visual y renuente a hacer alusiones teóricas explícitas (cf. Geertz 1989 [1987]: cap. 3) no debe enganarnos: el análisis etnográfico de las bases de la estabilidad del sistema político nuer presentado en Los Nuer constituye, a la vez, un formidable esfuerzo de revisión de conceptos teóricos básicos, esfuerzo que se hace algo -pero no demasiado- más explícito en la afamada introducción que Evans-Pritchard escribiera junto con Meyer Fortes para African Political Systems (cf. Fortes y Evans-Pritchard 1985 [1940]). En suma, el orden político que Evans-Pritchard llega a atribuir a la sociedad nuer es un constructo analítico cuyo punto de partida son concepciones previas respecto del parentesco, la política y el Estado que, a la luz de la atención prioritaria que él brinda a la forma en que los actores conciben su propio mundo social (a sus categorías, a las relaciones entre éstas y a las formas en que los actores las usan), son repensadas de tal modo que el autor llega a considerar a la política como un orden que puede basarse en relaciones que a priori serían de parentesco pero que pasan a ser entendidas como de linaje, y que deriva en parte su estabilidad de una operación directamente opuesta a la que, supuestamente, permitiría a los Estados mantener el orden en las sociedades modernas. No hay aquí, según resulta evidente, una presentación del mundo social nuer desde la perspectiva de los nuer (la política sigue siendo pensada como un orden que es estable, esa estabilidad es pensada a partir de la imaginación de un sucedáneo del Estado, los grupos fundados en el linaje y en el territorio son distinguidos por series de términos específicas, etc.), sino una cierta integración de las categorías y concepciones nativas en un marco analítico en el cual las concepciones del etnógrafo han sido reelaboradas al ser confrontadas con ellas. Más allá de las críticas que hoy podemos hacer al enfoque estructural-funcionalista de Evans-Pritchard -que me permito dar aquí por descontadas-, Los Nuer permanece en pie como un cabal ejemplo de la naturaleza del procedimiento etnográfico tal como lo he caracterizado más arriba. Sería posible mostrar que, más allá de sus ostensibles diferencias teóricas e, incluso, de las distintas formas en que sus autores concebían expresamente la labor etnográfica, el mismo tipo de procedimiento analítico se encuentra habitualmente por detrás de la mayoría o, al menos, gran parte de los textos etnográficos clásicos, tanto extensos como breves -y otro tanto podría decirse en relación con buena parte de la producción etnográfica contemporánea-. Para mencionar al menos un ejemplo extraído de la antropología cultural norteamericana, diré que se lo encuentra de una manera muy evidente en el influyente artículo de Boas "The social organization of the Kwakiutl" (1940 [1920]), en el que revisa el uso que había hecho en textos anteriores de los conceptos de gens y clan para hacer referencia a las divisiones de las tribus de ese pueblo, optando por dejarlos de lado para emplear la categoría nativa de numaym que, sin embargo, examina y caracteriza a luz de los conceptos antropológicos de filiación unilineal, primogenitura, rango, endogamia, etc., y en función de una serie de preocupaciones analíticas referidas al análisis comparativo de la 'organización social' y de sus 'bases psicológicas'. También es posible encontrar el mismo tipo de procedimiento en muchos textos de la Escuela Sociológica Francesa (de hecho, es seguramente por esta razón que resulta tan natural leerlos anacrónicamente como escritos propiamente antropológicos a pesar de que normalmente no se basaban en la realización de trabajos de campo comparables a los de los antropólogos clásicos británicos y norteamericanos). Tal es el caso, notablemente, del llamado 'Ensayo sobre el don', de Marcel Mauss (1991 [1923-24]), resultado final de una prolongada investigación sobre el 'régimen de derecho contractual' y el 'sistema de prestaciones económicas' de las sociedades que, siguiendo los usos de la época, el autor denomina primitivas y arcaicas. En el curso de esa investigación, la atención brindada por Mauss a las concepciones nativas al respecto (no sólo al famoso hau de los maoríes sino también a las nociones de los indígenas de Melanesia sobre el kula y otros tipos de prestaciones, las de los nativos de la costa noroeste de Norteamérica sobre el potlach y sobre la capacidad de ciertos cobres para atraer a otros, las implicaciones de la noción de wadium en el antiguo derecho germánico y el ambiguo sentido de la palabra gift en las lenguas germánicas, los sentidos de términos centrales del derecho romano como nexum, res y mancipatio, etc.) lo condujo a plantear la inadecuación de los modernos conceptos jurídicos y económicos para describir las prestaciones que analizaba y a formular, en un intento de superar esa dificultad, las nociones de 'don', 'sistema de prestaciones totales' y 'hecho social total'. Tal como surge de la cuidadosa reconstrucción desarrollada por Lygia Sigaud (1999), se trata de una investigación -explícitamente vinculada con preocupaciones que el autor califica de morales, sociológicas y económicas y que bien podemos describir como políticas- verdaderamente modélica en cuanto a la manera en que Mauss pondera y reformula conceptos y procedimientos académicos en función de la decisión de incorporar las perspectivas nativas como un elemento coherente de su análisis: en tal sentido, constituye una muestra eminente de literatura basada en el procedimiento de análisis etnográfico aunque no sea, hablando con propiedad, una etnografía. ?Qué puede decirse, entre tanto, de los trabajos enrolados en la variedad del interpretativismo que equipara la etnografía con una labor de traducción cultural? Apenas puedo presentar aquí en favor de mi argumentación un breve examen del modelo ejemplar de la descripción densa, el siempre estimulante artículo que Geertz dedica a la rina de gallos balinesa (Geertz 1987b [1972]). Una lectura detenida permite constatar que el examen de la perspectiva nativa sobre esos eventos sirve de ocasión y medio para la producción de un análisis de la 'subjetividad' de los balineses, las formas en que ésta es generada y regenerada a través de una forma de 'arte', y sus vínculos con las distinciones jerárquicas de estatus que organizan la vida social, en un texto cuya propia estructura narrativa revela hasta qué punto el análisis responde a la mirada y a las preocupaciones de Geertz más que a las de los balineses. En efecto, el detallado pero -y esto es clave- totalmente abstracto análisis sociológico que dedica a las rinas de gallos (los tipos de apuestas; cómo éstas se relacionan con las formas de relación social existentes en la aldea y con su estado coyuntural; quién apuesta con quién y contra quién en cada circunstancia en particular y según se trate de la apuesta 'central' o de las 'periféricas'; cómo actúan las personas si se encuentran envueltas en relaciones de adhesión cruzada con los actores centrales o en relaciones personales de hostilidad institucionalizada; etc.) queda encapsulado entre el análisis previo de su simbolismo (las relaciones entre gallos y hombres, entre naturaleza y cultura, etc.) y la posterior introducción de la metáfora del arte, que permite a Geertz dejar completamente atrás los esfuerzos sociológicos dedicados antes a analizar a 'las rinas' en toda su diversidad para pasar, en cambio, a hablarnos de 'la rina de gallos' entendida como un 'texto'. De esta forma, 'lo dicho' en la rina de gallos queda separado de las ocasiones sociales (es decir, de la pluralidad de rinas concretas) de las cuales el etnógrafo lo ha arrancado al 'inscribirlo' y, así, recontextualizarlo en el plano de la 'cultura', operación que le permite a Geertz delimitar un terreno adecuado para desplegar su análisis interpretativo y establecer sus conclusiones. Creo que en ningún otro texto es tan evidente que este proceso de aislamiento y recontextualización del significado implicado por la 'textualización' geertziana (cf. Clifford 2003 [1988]: 156-158) representa una variante realmente extrema del tipo de integración dinámica de las perspectivas nativas que supone el procedimiento etnográfico: en este sentido, la etnografía de Geertz es tan clásica como pudiera serlo la de cualquiera de los autores llamados funcionalistas de quienes él mismo tratara de diferenciarse. Para terminar, debo admitir que el procedimiento que he seguido en las páginas precedentes al analizar textos individuales e intentar desentranar la dinámica del análisis vertido en cada uno no es totalmente satisfactorio, pues semejantes reconstrucciones tienen, inevitablemente, algo de ficticias. Quisiera, pues, cerrar esta sección con un ejemplo basado en una serie de textos disponibles en castellano y de acceso relativamente sencillo en nuestro medio. Me refiero al notable contraste existente entre los tratamientos brindados por Malinowski en tres de sus textos más importantes a los hechos relacionados con la cosecha anual de names en las islas Trobriand. Para comenzar, en "Baloma", que fue escrito durante la pausa entre las dos campanas de campo desarrolladas allí por el autor, su breve esbozo de la cosecha (Malinowski 1985 [1916]: 214-216) la presenta como una actividad festiva, marcada por el placer y la alegría de los nativos, quienes aprovechan cada oportunidad que se les presenta para exhibir artísticamente sus productos ante algunos grupos que visitan los huertos y admiran los names, los cuales pueden permanecer allí por semanas hasta su transporte a los poblados y, a menudo, desde otros poblados. Si bien en una nota (Malinowski 1985 [1916]: 216, nota 30) el autor advierte que existe un "complejo sistema" de "mutuos deberes de los hortelanos" que encuentra "en extremo interesante", opta por dejar su descripción para otros textos y, en general, su presentación de los hechos no sugiere que involucren un elemento de obligación significativo. años más tarde, sin embargo, el entramado de obligaciones que regía la cosecha y la posterior distribución de sus frutos se tornaría en un elemento central de los análisis del autor, mientras que los aspectos vinculados al placer y la alegría pasarían a operar como evidencias de la forma en que el carácter 'ceremonial' y 'público' de las tareas vinculadas con la cosecha operaba como un mecanismo social (analizado en detalle por Malinowski en Crimen y costumbre en la sociedad salvaje; 1986 [1926]) que proporcionaba las motivaciones psicológicas necesarias para que los individuos cumplieran con aquellas obligaciones. Así, en La vida sexual de los salvajes (Malinowski 1975b [1932]: 129-136) el tema de la cosecha es presentado en el contexto del análisis de los tributos económicos que la familia de una mujer debe pagar a su esposo, conocidos -junto con otras obligaciones- como urigubu. Allí queda en claro: que sólo la mejor parte de la cosecha (alrededor de la mitad del total) es exhibida de la manera ostentosa que llamara anteriormente la atención de Malinowski; que esa exhibición es obligatoria y que de la calidad y cantidad del presente depende centralmente la reputación de cada horticultor; que de esta importancia social del asunto provienen la alegría y el placer con que los trobriandeses se entregan a las pesadas tareas de la cosecha, la exhibición y el acarreo de sus productos; que los jefes, al ser polígamos, reciben múltiples urigubus que, además, son mayores y particularmente ricos; y que este regalo, entregado nominalmente al marido, corresponde a la contraparte económica mediante la cual, en esa sociedad en que el parentesco consanguíneo se traza matrilinealmente, el hermano de la mujer mantiene sus derechos en tanto autoridad legal sobre ella y sus hijos. Finalmente, en El cultivo de la tierra y los ritos agrícolas en las islas Trobriand, el autor complejiza considerablemente su análisis, dedicando un capítulo entero a examinar el tema de los regalos de la cosecha (Malinowski 1977 [1935]: Segunda Parte, cap. VI) y luego lo torna en una de las piezas centrales de un extenso examen del 'régimen de explotación de la tierra', al que presenta como basado en ciertas 'doctrinas míticas y legales' que establecen los derechos de acceso a aquella (Malinowski 1977 [1935]: Segunda Parte, caps. XI y XII). En suma, a lo largo de años de trabajo sobre sus materiales de campo, Malinowski fue modificando su visión de la naturaleza, la extensión, la complejidad y las implicaciones de los hechos relativos a la cosecha con base en el progresivo esclarecimiento del 'punto de vista nativo' y en sucesivas reformulaciones de sus propios análisis tendientes a incorporarlo coherentemente en su seno8. Ya se ha dicho que este tipo de proceso de integración dinámica de las perspectivas nativas a la descripción etnográfica es, por su propia naturaleza, siempre incompleto, y así es que, lógicamente, ni el propio Malinowski pudo darlo por saldado. Sin embargo, no es un detalle menor el hecho de que su examen del régimen de explotación de la tierra, que fue publicado recién en 1935 y como parte de su última etnografía, sea lo más cercano a un análisis de los lineamientos centrales de la 'estructura social' trobriand que Malinowski jamás haya escrito: se trata, si se lo contempla en su debido contexto, de un logro notable que acredita la productividad del trabajo del autor y, más ampliamente, del procedimiento de análisis etnográfico que él contribuyó a establecer.

PALABRAS FINALES

He tratado de mostrar que la práctica de la etnografía en la tradición clásica de la antropología generalmente ha recorrido un camino diferente del enunciado por los propios etnógrafos y que hay notorias contradicciones entre las fórmulas abreviadas que los antropólogos han tendido a emplear para enunciar el quid de la labor etnográfica y sus propias glosas detalladas de ésta. Uno esperaría que los antropólogos hubieran sido más conscientes de que las enunciaciones más caracterizadas de la labor etnográfica no se ajustaban a lo que hacían. Sin embargo, por lo general, las contradicciones que he mencionado no parecen haber sido advertidas por quienes escribían ni por sus lectores y, lo que es más notable, la situación que he trazado persiste con bastante fuerza aún hoy. Se diría que nos encontramos atrapados en una suerte de autoengaño colectivo tan poderoso que hasta muchos de los críticos de la práctica etnográfica clásica parecen criticar lo que se dice que es la etnografía antes que lo que ella es realmente. No dispongo ya del espacio necesario para explorar aquí esta extrana cuestión: diré, tan sólo, que sospecho que se trata de un caso de esa clase de desconocimiento activo, socialmente necesario y colectivamente producido que Pierre Bourdieu (1991) llamaba 'no-reconocimiento'. La pregunta, en tal caso, sería ?necesario para qué? Podría pensarse, a modo de hipótesis, que dicha necesidad tiene que ver con la fragmentación de nuestra disciplina, la dispersión de los intereses de los antropólogos, su falta de coherencia y aun de una mínima unidad que ha sido reiteradamente observada por numerosos autores y que ha conducido, incluso, a sentencias tan severas como la pronunciada por Maurice Bloch al afirmar que la "existencia de los departamentos de antropología en tanto unidades de trabajo" es "difícil de justificar intelectualmente" (Bloch 2005: 2, mi traducción). Incluso si no se lo considera tan dramático, y cualesquiera que sean sus causas, este estado de cosas ha conducido a que, desde hace décadas, muchos antropólogos concibieran la unidad de la disciplina como fundada en sus métodos: en este sentido, por ejemplo, Tim Ingold (2008) denunciaba hace poco que el tratar a la antropología y la etnografía como términos equivalentes se ha tornado en un lugar común. En tales condiciones, el mantenimiento colectivo de una serie de fórmulas abreviadas que representan mal nuestro trabajo más característico pero que lo hacen de una manera más o menos estable y, sobre todo, relativamente sancionada, adquiere una relevancia para nada despreciable. En efecto, tales fórmulas parecen cumplir una función similar a la que fuera atribuida por Jeffrey Alexander (1991) a los autores y textos considerados como clásicos de las ciencias sociales. De acuerdo con Alexander (1991: 42), el reconocimiento de un texto o autor como un "clásico" supone "fijar un punto de referencia común" que hace posible "mantener una delimitación" disciplinaria capaz de contener a escuelas y tradiciones sumamente disímiles: pues, según el autor, semejantes puntos de referencia compartidos operan como símbolos que, al representar a un conjunto heterogéneo de escuelas y tradiciones, reducen la complejidad y las condensan. De una manera similar, me parece, la fórmula descriptivamente inadecuada según la cual la etnografía sería una empresa de descripción del mundo social desde el punto de vista de los actores resulta socialmente eficaz en tanto recurso desplegado colectivamente para producir el necesario no-reconocimiento de la heterogeneidad y dispersión de nuestros intereses y procedimientos, simbolizando nuestra unidad disciplinaria como si resultara de una unidad de propósitos capaz de trascender todas nuestras diferencias. Resulta claro que una caracterización de la labor etnográfica como la que he delineado sería incapaz de proporcionarnos ese tipo de servicio simbólico, ya que sugiere, en última instancia, que el punto de vista del etnógrafo prima por sobre los de los actores, sugerencia que coloca en primer plano la dispersión de nuestros intereses y enfoques: en efecto, la integración dinámica de las perspectivas nativas que he presentado de manera abstracta y generalizada toma, en la práctica, formas concretas totalmente disímiles. Sin embargo, creo que es imprescindible que sigamos intentando esclarecer la naturaleza de nuestras prácticas de investigación, ya sea indagando en la dirección que he sugerido o en otras de las muchas posibles, precisamente para establecer más claramente las bases de nuestra disciplina -esto es, para reconocerlas- y, entonces, poder fortalecerlas o, si acaso fuera más conveniente, modificarlas.

Agradecimientos

Una aproximación, muy preliminar, al tema de este artículo fue presentada en agosto de 2010 en una mesa de las VI Jornadas de Etnografía y Métodos Cualitativos del Centro de Antropología Social- IDES. Quisiera expresar mi agradecimiento al coordinador de la mesa, Rolando Silla, quien me obsequió con observaciones y sugerencias que me han sido de gran utilidad y, en particular, me señaló la relación entre mi argumento y las ideas de Jeffrey Alexander sobre el papel de los clásicos en las ciencias sociales.

NOTAS

1-. Si bien normalmente prefiero hablar de 'perspectivas nativas' porque no cabe esperar que en un medio social dado exista una visión del mundo unificada y compartida, en ciertos pasajes de este texto adopto el singular a fin de seguir el uso que era habitual en la literatura etnográfica clásica (y que aún lo es en buena parte de la contemporánea), reservando el plural exclusivamente para denotar mi propio punto de vista.

2-Uso las itálicas para señalar que me refiero al uso 'nativo' de la expresión, a lo que los propios antropólogos de la época consideraban como etnografía.

3-Cabría mencionar también a A. R. Radcliffe-Brown, cuyo libro Andaman Islanders (1922) representa una forma premalinowskiana de la etnografía, pero tampoco puede ser adecuadamente caracterizado en términos de la definición sintética que estoy examinando.

4-Los asuntos cubiertos por los textos incluyen las tareas de caza, pesca y recolección, las 'industrias', la preservación y preparación de alimentos (tema para el cual, según hace constar Boas con un caballeroso paternalismo muy de época, Hunt recurrió al saber de su esposa; cf. Boas 1921 [1916]: 45, Part I), las creencias y costumbres sociales, las 'divisiones' kwakiutl, y algunos asuntos de difícil clasificación, además de la transcripción de historias familiares y canciones.

5-Por concepciones de la etnografía como literalmente fundada en el diálogo entre el etnógrafo y sus interlocutores en el trabajo de campo, véanse el texto, ya clásico, de Clifford (2003 [1988]) y la reconsideración crítica del tema en Hastrup (1992).

6-.Peirano (1992) se muestra imprecisa a este respecto. Por un lado, inicialmente presenta a la etnografía como centrada en una confrontación entre "la teoría y el sentido común" del investigador y "la observación entre los nativos" (Peirano 1992: 8; mi traducción) y como un diálogo "entre la teoría acumulada de la disciplina" y una "realidad" a entender e interpretar (Peirano 1992: 9; mi traducción) pero luego habla de un "diálogo entre 'teorías' académicas y nativas" (Peirano 1992: 10; mi traducción). Dado que, en la práctica, la autora centra su argumento en la segunda variante, cabe asumir que sus referencias a la realidad a confrontar remiten fundamentalmente a las teorías nativas. Por el otro, su presentación del polo de ese diálogo correspondiente al etnógrafo es también bastante vaga. En efecto, Peirano insiste en que las "impresiones del campo" impactan sobre "la personalidad total del etnógrafo" (Peirano 1992: 7 y 8; mi traducción), haciéndose eco de las posturas que colocan a la reflexividad en el centro del procedimiento etnográfico (cf. Guber 2001), pero vuelve una y otra vez a la idea de que son las teorías académicas del etnógrafo las que se ven confrontadas por las teorías nativas. No puedo examinar aquí el papel -sin dudas central- de la reflexividad en la investigación etnográfica pero quisiera aclarar que, más que de la teoría del etnógrafo, prefiero hablar de sus 'concepciones', a fin de abarcar a sus presupuestos preteóricos y de recordar que, por lo general, los investigadores no contamos con una armazón conceptual realmente coherente, al menos al iniciar nuestro trabajo.

7-Un papel de similar relevancia incumbe a la combinación de tres orientaciones analíticas interrelacionadas heredadas de los fundadores de la antropología moderna que no puedo examinar aquí: la aspiración holística entendida -de una manera contemporánea- como la predisposición a tomar en consideración un amplio espectro de hechos, tratando de manera conjunta cuestiones que el saber académico tiende a separar a priori; la preferencia por evitar, en la medida de lo posible, la preselección de la información a relevar; y la opción por relevar, analizar y determinar la relevancia de la información en su contexto de origen, tratándola siempre como la expresión de un entramado de relaciones socialmente situado. Como la integración dinámica de las perspectivas nativas, estos procedimientos fuerzan al etnógrafo a revisar sus esquemas analíticos a la luz de un material siempre en expansión, relativamente impredecible y capaz de plantear relaciones no contempladas a priori por el investigador pero que él debe ser capaz de integrar coherentemente a su descripción. Véase Guber (1991: cap. III).

8-Malinowski también usó el procedimiento analítico que he esbozado como base de la estructura narrativa de los capítulos mencionados. En un pasaje metodológico del capítulo XI (Malinowski 1977 [1935]: 338 y ss.) presenta una tabla de derechos sobre la tierra elaborada durante su trabajo de campo al sólo fin de mostrar que su análisis no resultó útil hasta que fue capaz de producir una "reorganización de los datos, dentro del contexto de la agricultura indígena, la ley de residencia, los tributos agrícolas y las obligaciones con la familia consanguínea y los parientes políticos" (Malinowski 1977 [1935]: 347), llegando así a "encontrar los principios de relevancia y relación en torno a los cuales se organizan y agrupan esos derechos sobre la tierra" (Malinowski 1977 [1935]: 348), es decir, las mencionadas doctrinas que rigen su explotación.

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