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Intersecciones en antropología

versão On-line ISSN 1850-373X

Intersecciones antropol. vol.15 no.1 Olavarría jun. 2014

 

ARTÍCULOS

Lazos sociales y violencia urbana. Exploraciones de una dinámica territorial

 

Daniel Pedro Míguez

Daniel Pedro Míguez. Instituto de Geografía, Historia y Ciencias Sociales. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires. Pinto 348 (7000), Tandil. E-mail: dpmiguez@gmail.com

Recibido 17 de agosto 2012.
Aceptado 21 de marzo 2013

 


RESUMEN

Este trabajo explora la incidencia de la condición social y las redes de sociabilidad vecinal en los niveles de violencia urbana. En particular se utilizan datos de una encuesta realizada entre 2004 y 2006 en seis ciudades del país para ver las asociaciones entre nivel de vivienda, redes de sociabilidad vecinal y victimización. Los resultados de la encuesta son comparados con lo hallado en investigaciones etnográficas. Se observa que diversos tipos de red social poseen efectos distintos sobre la victimización. Las redes vecinales basadas en el parentesco y la amistad parecen no tener efectos sobre ella. En contraposición, los liderazgos locales tienen efectos disuasivos, mientras las redes sociales conflictivas promueven el delito. Así, los datos de la encuesta en parte confirman y en parte redimensionan lo hallado en la investigación etnográfica.

Palabras Clave: Sociabilidad; Lazo Social; Delito; Territorio.

ABSTRACT

Social ties and urban violence. Explorations in territorial dynamics. Our research focuses on the relationships between socio-economic status, vicinal social networks and urban violence. Specifically, we use data from a survey done between 2004 and 2006 in six Argentine cities to explore the relationships between housing levels, social networks and victimization. The survey results are compared to what was found in ethnographic research. We discover that diverse kinds of social networks produce differing effects over victimization rates. Social networks based on kinship and friendship, do not have an effect on them. Instead, local leadership does play a deterrent effect, while conflictive social networks promote victimization. In this way, the survey data partly confirms and partly redefines what was found in ethnographic research.

Keywords: Sociability; Social ties; Delinquency; Territory.


 

INTRODUCCIÓN

Este trabajo expone los resultados de una investigación en la que estudiamos la influencia de las redes vecinales de sociabilidad en la exposición a episodios de violencia en contextos de segregación urbana. Es decir, buscamos conocer en qué medida los lazos de cooperación o de conflicto en condiciones de precariedad material y habitacional previenen o promueven la victimización por robos o violencia interpersonal. El planteo del tema requiere dos aclaraciones. Un problema ético que suele presentarse en este tipo de indagación es que estudiar la violencia en los enclaves urbanos con mayores condiciones de precariedad habitacional y marginación social (las "villas de emergencia") implica el riesgo de reproducir los estigmas que pesan sobre ellos. Sin embargo, en este caso, intentamos mostrar la complejidad y diversidad de los procesos que ocurren en esos espacios. Esto pone en evidencia la excesiva simplificación en la que incurren esos estigmas. Y, además, muestra la importante gama de continuidades que poseen estos enclaves urbanos con los habitados por otros sectores sociales. Una segunda aclaración es que nuestro trabajo restringe el estudio de la violencia al daño que se produce mediante las formas de uso de la fuerza o amenaza de uso de la fuerza que se encuentran sancionadas por el código legal (luego detallaremos las formas específicas de delito consideradas). Este "recorte" de las diversas formas que adquiere la violencia urbana ha recibido distintas críticas. Restringir el estudio de la violencia a la producción de daño mediante el uso de la fuerza o amenaza de su uso deja afuera muchas otras formas de producción de daño (simbólica, psicológica, etc.) que no asumen esa modalidad1. Además, tomar sólo las formas de producción de daño que son sancionadas por la ley (el delito) implica no indagar sobre otras formas "legales" de producción de daño (por ejemplo, las que produce el propio Estado) o formas no sancionadas por el código legal.
La necesidad de recortar nuestro estudio a formas físicas e ilegales de producción de daño responde a la complejidad del fenómeno. Como lo han mostrado Benbenishty y Astor (2005) para el caso de las escuelas, las distintas formas de la violencia son resultado de procesos diferenciados y afectan en grados y maneras distintas a diversos sectores de la población. Esto dificulta el estudio agregado de sus manifestaciones, que suele conducir a la confusión: se lo trata como homogéneo y se le atribuye un mismo conjunto de causas a fenómenos que son en realidad heterogéneos y con causas diferenciadas para cada una de sus formas (Míguez 2012). Para evitar este problema estudiaremos sólo algunos modos específicos de la violencia delictiva, como el robo en distintas manifestaciones, y las lesiones y amenazas. Esta selección no es, sin embargo, totalmente arbitraria, ya que destaca algunas de las formas de producción de daño más preeminentes (sobre todo en las últimas décadas) en que las dinámicas de la marginación exponen a los sectores más vulnerables de la sociedad. De esta manera, si bien el recorte ocluye algunas formas de violencia a las que son sometidos estos sectores, lo hace para resaltar otras.
Además de un recorte específico sobre las formas de violencia, este estudio se basa en una particular manera de abordar las redes sociales. Los estudios sobre la sociabilidad en las periferias pobres de las ciudades latinoamericanas reconocen dos períodos. En las décadas de 1960 y 1970 se centraron en la constitución de formas de pertenencia de clase y de lazos de reciprocidad producto de la primera fase de industrialización. Hacia las décadas de 1980 y 1990 se abordaron los procesos de destitución de esas identidades y la ruptura de los lazos sociales que habrían resultado de la desindustrialización y caída de la sociedad salarial que tuvo lugar en esas décadas. Pero, con todos sus aportes, estos trabajos no se concentraron en la manera en que las redes sociales inciden en los grados de victimización recíproca entre vecinos. Y menos han buscado establecer esa relación por medios cuantitativos.
La ausencia de este tipo de tradición en el medio local nos obliga a recurrir a indagaciones llevadas adelante en el mundo sajón, donde sí existe una larga tradición de estudios cuantitativos sobre la relación entre redes sociales territoriales y victimización. Pero donde los procesos de constitución de los enclaves marginados del mundo urbano y las formas en que han sido estudiados difieren sustantivamente de lo ocurrido en América Latina. De manera que un punto de partida necesario para esta indagación es mostrar la particular perspectiva de la relación entre redes sociales y victimización que surge de integrar, aunque sea de manera inicial y exploratoria, ambas tradiciones -la norteamericana y la latinoamericana-.

REDES SOCIALES Y VICTMIZACIÓN

Un hito fundacional en los estudios sobre la relación entre redes territoriales de sociabilidad y violencia delictiva puede reconocerse en los clásicos trabajos de Shaw y Mckay (1969). Estos investigadores dividieron las plantas urbanas de varias ciudades norteamericanas en grillas que permitían estudiar la relación entre distintos problemas sociales por cada milla cuadrada. Comprobaron que las tasas de delito no se distribuían homogéneamente en el espacio, sino que se concentraban en ciertos lugares: aquellos en los que existía inestabilidad habitacional, alta desocupación, bajas remuneraciones, altas tasas de deserción escolar, de desavenencia y disgregación familiar y de población con enfermedades mentales, entre otras cosas.
Vistos estos hechos, los autores formularon la hipótesis de que en esas áreas se combinaban tres tipos de fenómenos. Por un lado, factores de tipo estructural como la precariedad e inestabilidad habitacional, bajo nivel socioeconómico y, además, ser zonas de (in) migración reciente, tanto europea como de residentes afroamericanos que migraban desde los distritos rurales del sur norteamericano a las ciudades industrializadas del noreste. Por otro lado, factores culturales. Estos inmigrantes recientes y de orígenes diversos no poseían un sistema común de representaciones y de prácticas sociales que les permitiera una integración fácil al entorno urbano al que llegaban, ni hacía sencillo que lograran establecer vínculos armónicos de colaboración entre ellos. Finalmente, factores sociales. La relativa ausencia de representaciones y prácticas compartidas dificultaba la existencia de redes de sociabilidad dentro de esos distritos urbanos, tanto las íntimas (familiares, de amistad, etc.) como las públicas (organizaciones vecinales). Y además, debido a ello, a las personas les resultaba complejo construir ámbitos de pertenencia colectiva. Se les hacía difícil a los "individuos" encontrar contextos que les permitieran formular un proyecto de vida personal que fuera significativo en un grupo social de referencia.
Debido a estas condiciones, las mayores tasas de delito respondían a que, al estar limitados los sistemas compartidos de actitudes y hábitos, se inhibían los niveles de confianza que permitían la protección recíproca entre vecinos y la defensa conjunta del espacio público, lo que transformaba a este en "zona de riesgo". Por otro lado, al verse limitados los lazos significativos entre vecinos y al no estar los proyectos individuales integrados al colectivo social, se hacía más probable que las interacciones tomaran una lógica instrumental en la que se operaba en beneficio propio sin tener en cuenta el perjuicio ajeno, y que esto derivara en distintas formas de victimización.
Está claro que el contexto en que se formularon estas tesis difiere en muchos aspectos del latinoamericano. Como lo han mostrado estudios ya clásicos (Lomnitz 1975; Roberts 1978), los procesos de inmigración y migración en América Latina rápidamente dieron lugar a la constitución de sistemas de reciprocidad y a la conformación de identidades sectoriales. Y esto facilitó, casi desde un inicio, la integración de la trayectoria personal de los (in)migrantes a un sentido y destino colectivo. Es decir, la tesis de que los procesos de (in)migración, urbanización e industrialización se expresaron en lazos sociales conflictivos que surge de la indagación en América del Norte no parece condecirse con los resultados de indagaciones homólogas en América del Sur.
Particularmente en el contexto argentino, son varios los trabajos que sugieren que, tempranamente, los inmigrantes europeos llegados entre finales del siglo XIX y primeras décadas del XX lograron (re)producir importantes formas de pertenencia colectiva. Las tradiciones asociacionistas que traían de Europa les permitieron promover organizaciones vecinales como sociedades de fomento, bibliotecas populares o clubes sociales de pertenencia étnica que facilitaron su articulación entre sí y a la sociedad receptora (Gutiérrez y Romero 2007).
Por otra parte, tanto las indagaciones antropológicas (Ratier 1969, 1972) como las sociológicas (Margulis 1974) muestran que, entre las décadas de 1930 y 1960, los migrantes internos configuraron formas de sociabilidad que permitían (re)construir diversos modos de pertenencia social. Y son también varias las investigaciones históricas que muestran un rápido proceso de constitución de un sentido de pertenencia sectorial, en el que la inserción territorial se combinaba con una identidad forjada en el ámbito laboral y se canalizaba en expresiones políticas como el laborismo primero y el peronismo luego (James 1994; Lobato 2001; Aboy 2005).
Las transformaciones de integración de las redes de sociabilidad territorial. Las contribuciones hechas por Robert Castel (1991) en el contexto europeo inspiraron tesis homólogas para la Argentina de la década de 1990. En ambos casos, se percibió a la retracción del Estado y a la destitución de la integración por vía del sistema de relaciones sociales basadas en el salario como amenazas al lazo social. El fin de la sociedad salarial y la desestructuración de los tradicionales mecanismos de socialización fueron vistos como causantes, sobre todo en los sectores sociales más vulnerables, de la destitución de formas colectivas de pertenencia promoviendo el individualismo, la atomización y el aislamiento (Svampa 2000: 12-13).2
Como veremos enseguida, muchas indagaciones etnográficas ven en la caída de esos vínculos la emergencia de formas de victimización recíproca entre vecinos. Por ejemplo, Javier Auyero y Agustín Burbano de Lara (2012) argumentan que el deterioro de condiciones ambientales, seguridades sociales y mecanismos de integración social expone a los más pobres a diversas formas de daño (harm), incluidos mayores grados de violencia interpersonal y delictiva. En la misma vena, María Epele (2010) describe cómo el complejo cultural que se articula en la asociación entre marginación y adicción a las drogas ilegales (fundamentalmente la pasta base de cocaína o "paco") tensa los vínculos sociales y promueve el uso de la fuerza física como mecanismo de regulación social.
Sin embargo, una advertencia temprana (Murmis y Feldman 2002) sugería la necesidad de prestar atención a la diversidad de formas que pueden adquirir las redes de sociabilidad territorial (que dan lugar a veces a la colaboración y otras al conflicto). Y, en eso, proponían ahondar en un más detallado análisis de su evolución. Siguiendo el trabajo pionero de Wilson (1996), los autores sugerían la posibilidad de que, paralelamente a procesos de fragmentación del lazo social, ocurrieran nuevas formas de constitución de este. Así, los procesos ocurridos durante la década de 1990 no se caracterizarían sólo por la ruptura de lazos sociales anteriores, sino por la emergencia de nuevas formas de sociabilidad. Notablemente, el interrogante que abre la contribución de Murmis y Feldman respecto de la diversidad de lazos posibles y de la variedad de sus contenidos y efectos, es homólogo al debate que se suscitó en torno a la pionera tesis de Shaw y Mackay.
Uno de los problemas que les fueron imputados a Shaw y Mackay era que no proponían una definición precisa de las redes sociales que permitiera estimar con exactitud su incidencia en la relación entre pobreza y victimización (Kornhauser 1978; Bursik 1988: 521, 1999: 86). Para intentar superar esta dificultad, una nueva serie de estudios precisaron la noción de redes sociales, a las que definieron como "sistemas complejos de redes familiares y de amistad" (Kasarda y Janowitz 1974: 329; Sampson y Groves 1989: 777; Bellair 1997: 677). En esta perspectiva, la presencia de estas redes, junto con el "capital social" de un barrio (expresado en la presencia de organizaciones vecinales y liderazgos comunitarios) favorecían mecanismos informales de control social y limitaban los niveles victimización de sus integrantes (Bursik 1988: 530; Sampson y Groves 1989: 774; Kubrin y Weitzer 2003: 374; Sun et al. 2004: 1).
Lejos de conducir a conclusiones simples en las que la hipótesis principal (que las redes previenen la victimización) fuera confirmada o refutada, la serie de estudios que surgieron de esta perspectiva arribaron a conclusiones complejas. Por ejemplo, mientras varios investigadores encontraron que las redes sociales densas basadas en el parentesco o la amistad podían prevenir la victimización (Smith y Jarjoura 1988; Sampson y Groves 1989; Patterson 1991), otros no encontraron ninguna asociación entre esos factores. En cambio, descubrieron que los contactos más esporádicos y extendidos (en lugar de frecuentes o cercanos) eran los que tenían un efecto disuasivo mayor (Bellair 1997; Bursick 1999).
Otros investigadores mostraron que, mientras ciertos tipos de redes podrían actuar como un control informal del delito, otras podían constituir el entorno en que se promovieran actitudes contrarias a la ley (Lerman 1967; Smicha-Fagan y Schwartz 1986: 684; Anderson 1990). Incluso, la superposición entre redes integradas por personas que no transgreden y aquellas que sí lo hacen pueden dar lugar a una disminución de los grados de control sobre las segundas. Debido a que el "conocimiento" recíproco entre transgresores y no transgresores disminuye la predisposición de los segundos a poner en evidencia o controlar a los primeros (Browning et al. 2000).
Así, quedó establecido que existen diversos tipos de redes, que producen, a su vez, efectos diferentes. La mera existencia de "relaciones" entre personas que cohabitan un cierto enclave urbano no permite predecir el sentido en que operará esa trama social. Los "efectos" de una red dependen de la particular manera en que esos lazos están constituidos, del tipo de actores involucrados y sus intereses (Kubrin y Weitzer 2003: 376, 379).
Tanto las advertencias de Murmis y Feldman para el caso argentino, como los debates más recientes sobre las originarias contribuciones de Shaw y Mackay abren interrogantes respecto de cuáles han sido efectivamente los niveles de destitución del lazo social en la Argentina de la década de 1990, qué tipos de lazos sociales han sido afectados y cuáles son los efectos de esa destitución. Nuestra intención es buscar respuestas a estos interrogantes analizando específicamente los efectos de distinto tipo de red social territorial (y sus grados de destitución) sobre los niveles de victimización.

Miradas etnográficas
Las contribuciones específicas en este campo han sido mayoritariamente de carácter etnográfico. En general, han coincidido en que la inestabilidad laboral y la precariedad de las economías domésticas producto de las políticas de la década de 1990 habrían producido una profunda dificultad para articular la identidad personal al trabajo y a la carrera profesional3. Esto habría resultado, además, en la destitución de los modelos familiares tradicionales y afectado los ciclos de escolarización prolongados a los que habitualmente aspiraban los sectores medios e incluso los sectores pobres en ascenso. Estas transformaciones serían las causantes de la ruptura del lazo social y del incremento de la conflictividad vecinal expresada en mayores tasas de victimización.
Por ejemplo, Duchatzky y Corea (2002) notan que la violencia que emerge en las escuelas, pero que en realidad parece provenir de un sustrato relacional de los alumnos que se constituye en su exterior, se articula a la destitución de formas tradicionales de autoridad familiar. Niños o jóvenes que deben asumir el rol de proveedores del hogar, que deben proteger a sus progenitores en vez de ser protegidos por ellos, que no ven ninguna articulación entre su posible trayectoria escolar y una inserción laboral futura, desarrollan sistemas vinculares en los que la transgresión y el uso de la fuerza se vuelven a la vez constitutivos de la identidad y recursos que median los vínculos entre ellos y con los "otros".
En la misma vena, Kessler (2002, 2004) indica que entre los jóvenes que entran en conflicto con la ley, la lógica del trabajo como fuente que garantiza los ingresos es suplantada por la lógica de la provisión. En este segundo caso, el trabajo pierde su capacidad intrínseca de fuente de dignidad personal y familiar y, en cambio, lo que legitima la actividad y el ingreso es meramente su capacidad de satisfacer las necesidades propias y del núcleo familiar. Así, si el origen de los ingresos es una actividad legal o ilegal pierde relevancia y, en cambio, la mera satisfacción de la necesidad es suficiente como instancia justificadora de ellos.
Nuestras propias indagaciones (Míguez 2008) coinciden con estas perspectivas, y sugieren que la desregulación de las relaciones familiares que se producen en contextos de marginalidad extrema se asocia a experiencias que no conducen a las rutinas temporales y habituaciones corporales que favorecen ciclos convencionales de escolarización e inserción laboral. Más vale lo contrario, los jóvenes que incurren sistemáticamente en prácticas que están en conflicto con la ley suelen provenir de familias en las que predominan formatos extendidos e inestables que muchas veces conducen a prolongados lapsos de permanencia "en la calle" y, a veces, a la internación en instituciones. Estas experiencias producen una habituación alternativa a la convencional, en la que el uso de la fuerza física para la regulación vincular y la transgresión legal aparece como un elemento de integración endogámica.
En rigor, si bien estos trabajos permitieron captar los sistemas de representación y prácticas sociales que regulan el mundo del delito, particularmente el juvenil, ninguno centró su mirada específicamente en las redes territoriales de sociabilidad4. Sin embargo, tangencialmente, ponen en evidencia que la mutación del lugar del trabajo en la provisión del hogar y el uso de la fuerza en la regulación vincular incidió en la constitución del lazo social territorial. En particular en lo que émicamente se conoce como "bardo" (Kessler 2002: 76; Míguez 2008: 131) aflora la tendencia de estos grupos a desconocer la tradicional pauta que condenaba la victimización recíproca por robos entre vecinos. Esto ha habilitado a la naturalización del pequeño robo ocasional en el espacio vecinal como práctica recurrente y que tensiona los lazos sociales. Algo que ya era reportado como "síntoma emergente" en trabajos tempranos, de inicios de los ochenta (Guber 1984), y está también presente en testimonios de líderes de enclaves urbanos precarios en la actualidad (Chancalay 2007). La tendencia es, además, confirmada por algunas de las relativamente pocas investigaciones recientes que han hecho foco en la relación entre sociabilidad territorial y violencia urbana.
Por ejemplo, el trabajo de Nathalie Puex (2003) ilustra cómo durante los años noventa el robo sistemático entre vecinos se transformó en un problema ubicuo en los enclaves territoriales precarizados y con restricciones materiales del sur del conurbano porteño5. Estas formas de victimización recíproca no sólo amenazaban las formas de cooperación y solidaridad que habían caracterizado el entorno barrial, sino que segregaban notablemente el espacio vecinal. Sólo los vínculos territoriales inmediatos y basados en relaciones íntimas o cuasiprimarias operaban como garantías de predictibilidad del comportamiento ajeno. El territorio que se extendía más allá de esos vínculos ("pasillos" de la villa que no eran los propios) se percibía, y a veces directamente operaba, como un ámbito ominoso en el que convenía no adentrarse.
Los trabajos de Bonaldi y Del Cueto (2009, 2010) sugieren una dinámica similar en municipios del oeste del Gran Buenos Aires. También allí las dinámicas organizativas y las configuraciones del lazo social sectorizan el espacio vecinal. Tal como lo hallado por Puex en el sur de Buenos Aires, en este caso, unos espacios del barrio se vuelven intransitables o de sumo riesgo para quienes no poseen vínculos primarios en ese ámbito. Los robos internos y los mecanismos de competencia entre quienes, como propiciadores o víctimas, están involucrados en ellos desatan muchas veces hechos de sangre y una dinámica de venganzas recíprocas que frecuentemente subyace a esta sectorización del espacio vecinal.
En un estudio de caso, Diez (2009) muestra cómo estas dinámicas tensan las relaciones establecidas de cooperación entre vecinos al imponer demandas contradictorias a los miembros de una misma red social. En el caso particular que relata Diez, el homicidio de un joven hace pesar sobre los actores de una única red la demanda de "denuncia" a las agencias oficiales que promueven quienes poseían vínculos primarios con quien fue asesinado, en contraposición al "código de silencio" que buscaba imponer la sección más cercana al supuesto culpable. Este sistema de tensiones no solo disgregó la red social, sino que afectó a las organizaciones vecinales, incluso la que integraba la propia autora. Pero además, como existe una profunda desconfianza en las organizaciones oficiales como la justicia o la policía (lo cual agrega legitimidad al código de silencio mencionado), aparecen mecanismos de regulación autónoma que suelen involucrar el uso de la fuerza y la producción de daño. La práctica de "estropear" -dar un tiro en la pierna- a quien roba indiscriminadamente en el barrio ("loquitos" o "perros rabiosos"), o "reventar la casa" -balear sin contemplaciones una vivienda- en venganza por un robo o una herida, muestra la vigencia de "instituciones informales" que suplantan a la regulación formal (Puex 2003: 32; Míguez 2008: 83). Pero estas regulaciones informales tienen el costo de agregar mayores niveles de uso de la fuerza y tensiones en el sistema de relaciones sociales territoriales.
La imagen que proyecta la investigación etnográfica es bastante consistente con las tesis que ven en los procesos de retracción del Estado, la precarización del mundo laboral y en la destitución de las regulaciones sociales establecidas por el vínculo salarial condiciones propiciatorias de tensiones en el lazo social y de la violencia interpersonal y delictiva. Pero a la luz de los análisis más minuciosos de las formas de constitución de las redes territoriales de sociabilidad, esta imagen tan homogénea abre interrogantes acerca de cuánta de la sociabilidad territorial se expresa en este tipo de vínculo.
Nuestro interés por poner estos procesos descriptos etnográficamente en el marco de las mediciones realizadas a través de una encuesta busca proponer respuestas a este último interrogante. Sin embargo, no obedece a la idea de contraponer métodos cualitativos y cuantitativos o de estimar estrictamente la representatividad de los casos etnográficos. Lo que sí tratamos es de establecer un sustrato empírico desde el que evaluar en qué medida ha existido, en realidad, una destitución del lazo social y cuánto se articula esto a la incidencia de la violencia en enclaves urbanos pobres y segregados. Intentamos, en definitiva, evitar el riesgo de tratar como excesivamente homogéneos a procesos y sectores sociales que tienen composiciones complejas, en las que se manifiestan diversos grados de recurrencia y diversidad.

MEDIDAS DEL DELITO Y LA SOCIABILIDAD

Nuestro esfuerzo por medir la articulación entre redes sociales territoriales y delito consistió en implementar una encuesta realizada de manera personal y por timbreo al principal proveedor (jefe de hogar) o su cónyuge de los hogares encuestados6. Para ello utilizamos una muestra estratificada por conglomerados en seis locaciones del país7: Ciudad de Buenos Aires, Gran Buenos Aires, Gran Mendoza, Córdoba Capital, San Miguel de Tucumán y Tandil. Se tomaron aproximadamente 800 casos en cada localidad, lo que arrojó una muestra total de 4809 casos.
Medimos la presencia de redes sociales informales preguntando a los encuestados con cuántos amigos y familiares intercambiaban favores o participaban de celebraciones en común (navidades, cumpleaños, etc.) en un radio de cinco cuadras de su casa. Con base en esto construimos una variable dicotómica denominada "redes sociales vecinales" que segrega entre quienes poseen más y menos de tres contactos en el entorno vecinal. Luego indagamos sobre redes conflictivas preguntando con cuántos vecinos habían tenido conflictos en el último año. A partir de esto creamos la variable "redes sociales conflictivas" separando entre quienes tenían conflictos con tres o más vecinos de quienes no tenían conflictos o sólo los habían tenido con una o dos personas próximas a su vivienda. Los principales conflictos eran los ruidos molestos, el trato agresivo y arrojar basura en lugares indebidos.
Para medir la presencia de redes sociales institucionales indagamos respecto de la respetabilidad de organizaciones y los liderazgos vecinales. Preguntamos: ¿Cuán respetables cree que son las siguientes figuras como líderes dentro del barrio? y desagregamos esta pregunta considerando liderazgos religiosos, docentes, personas que organizan comedores populares, grupos de vecinos, o vecinos individuales que organizan actividades en el barrio y también líderes políticos. Además agregamos una pregunta para ver si existían organizaciones vecinales orientadas a prevenir el delito, y si estas tenían un efecto malo, regular, bueno o muy bueno.
Establecimos los niveles de victimización considerando varios tipos de delito: lesiones y amenazas, robo en vivienda, robo en garaje o cochera, robo con violencia, peaje y otros delitos. La primera variable refiere a ataques físicos o amenazas de lesión física que no tienen como motivo principal el robo o el atentado contra la propiedad. En el caso del robo en vivienda o robos en garaje o cochera, se refiere a la sustracción de objetos sin que medie la amenaza o uso de la fuerza respecto de los propietarios (en rigor, no son hurtos en la taxonomía legal, ya que hay violación del espacio privado, pero no se ejerce violencia interpersonal en el hecho). En el caso de los robos con violencia se trata de hechos perpetrados en el barrio en los que haya mediado el uso de la fuerza o la amenaza del uso de la fuerza. El peaje se trata de la solicitud extorsiva de dinero en la vía pública, y finalmente la variable "otros delitos" capta una serie heterogénea de hechos que escapaban a las categorías anteriores. En este caso, por motivos de simplicidad, hemos elegido agregar todos los tipos de delito en una sola variable dicotómica. Indagamos sobre la condición socioeconómica utilizando tres tipos de variables. Preguntamos sobre el nivel de ingreso del hogar8, sobre el grado educativo máximo del jefe de hogar y también utilizamos el índice del nivel de vivienda que distingue entre: E villa de emergencia, D barrio obrero, C3 vivienda de clase media baja, C2 casa o departamento en barrio de clase media, C1 casa o departamento de clase media alta, AB casa o departamento de sectores de altos ingresos. Este último indicador es de suma importancia ya que, dada nuestra intención de observar los efectos de las redes sociales en el ámbito territorial, permitió justamente considerar sus efectos relacionados con las características del espacio urbano.

VICTIMIZACIÓN y CONDICIÓN SOCIOECONÓMICA

Los resultados mostraron una tasa agregada de victimización del 23,9%, tomando todos los tipos de delito en los seis distritos urbanos considerados. La tasa más alta fue la de San Miguel de Tucumán, con un 30,9%, seguida por la ciudad de Buenos Aires (28,3%), ciudad de Mendoza (29,4%) y de Córdoba (23,9%). Tandil mostró la tasa más baja, con un 15,2%, y llamativamente el Gran Buenos Aires (20,1%) fue el segundo distrito con tasa más baja pese a ser frecuentemente señalado como el ámbito más "peligroso" y con mayor incidencia del delito. Es posible que dicho distrito presente una alta heterogeneidad respecto de la incidencia del delito, con zonas de alta incidencia que, a la vez que son el origen de la imagen mediática del conurbano, se diluyen al considerar los promedios.
En principio, nuestras estimaciones de las relaciones entre victimización y condición socioeconómica mostraron resultados complejos. Tomando a todos los delitos agregados, observamos que al medir la condición socioeconómica según el nivel de ingreso o el nivel de escolarización, la tendencia era contraria a la que suponíamos. Si siguiendo una vasta cantidad de estudios pensábamos que los sectores más postergados serían los más victimizados, encontramos que los niveles de victimización eran más altos en los sectores más escolarizados y de ingreso. Por ejemplo, el 15% de quienes no tenían estudios y el 20% de quienes habían llegado hasta la educación primaria completa declaraban haber sido víctimas de un delito, pero el 26,2% de quienes habían completado estudios terciarios o universitarios lo hacía. También, mientras el 17,3% de quienes tenían ingresos por menos de $380 habían sufrido victimizaciones, el 26,2% de quienes ganaban más de $2230 lo había hecho. Es decir que al medir la condición social por nivel educativo o de ingreso se constataba que, a mayor condición social, mayor proporción de delitos sufridos.
Llamativamente, esta tendencia se modificaba al medir la condición socioeconómica según el nivel de vivienda. En este caso, los niveles de victimización se concentraban en ambos extremos de la escala social. Quienes vivían en casas precarias hechas con material recuperado (chapas, cartón, maderas, etc.), en villas de emergencia (nivel de vivienda E) sufrían una victimización del 31,5%, y quienes habitaban en los niveles más altos, casas o chalets en barrios de clase media o departamentos y viviendas en barrios residenciales (niveles C2, C1 y AB), alrededor del 28%; mientras que los estratos intermedios (casas en barrios obreros o departamentos pequeños o de construcción económica: niveles D y C3) sufrían victimizaciones en el 17 y 21% de los casos, respectivamente.
Parecería ser, entonces, que al medir la relación entre victimización y condición social abstraída del entorno habitacional, la relación es inversa a lo que pensábamos inicialmente: se da que, a mayor nivel socioeconómico, mayor victimización. Pero al poner en juego el "factor ambiental", encontramos que efectivamente existe la tendencia a encontrar niveles relativamente más altos de victimización en los sectores de menor nivel socioeconómico.
Las modalidades que explican la mayor incidencia del delito en los sectores educativos y de ingreso más altos son fundamentalmente el peaje y los "otros tipos" de delito. En cambio, en el caso del nivel de vivienda, lo que parece explicar la tendencia a que la victimización se concentre en los dos extremos de la escala es, por un lado, la incidencia de los robos con violencia y el peaje. Es decir que tanto en los niveles de vivienda más altos como en los más bajos hay una mayor proporción de encuestados que son victimizados por este tipo de hechos. A su vez, otros tipos de delito muestran incidencias mayores ya sea en un extremo o en otro: mientras que las "lesiones y amenazas" se concentran en el nivel más bajo, el robo en vivienda lo hace en el más alto. En síntesis, podemos decir que quienes poseen niveles educativos y de ingresos más altos tienden a sufrir un mayor nivel de victimización que quienes alcanzan menor grado de educación formal y acceden a menor cantidad de recursos económicos. Sin embargo, aquellos que a los bajos niveles educativos y de ingreso les agregan condiciones habitacionales precarias se encuentran más expuestos a sufrir delitos que el promedio de la población e incluso que quienes disfrutan de los niveles de vivienda más altos.
Otra diferencia es que mientras en los estratos más altos suelen preponderar los atentados contra la propiedad, en los sectores con condiciones habitacionales más precarias se produce una mayor concentración de hechos violentos. Los robos con violencia, las lesiones y amenazas y el peaje tienen como principales víctimas a quienes agregan a su condición de pobres la precariedad habitacional. En este sentido, puede indicarse que, si bien la violencia delictiva no es un problema exclusivo de quienes padecen la carencia material, comparativamente, estos la padecen más y en su forma más lesiva: aquella que al daño contra la propiedad le agrega la posibilidad del daño físico.

SOCIABILIDAD Y VICTIMIZACIÓN

Además de la condición social, otra variable que a nuestro juicio incidía en la victimización eran, por supuesto, las redes sociales. Empezaremos por considerar el funcionamiento de las redes organizacionales con diversos niveles de formalidad. Nos referimos con ello tanto a aquellas redes que se constituyen en relación con organizaciones con reconocimiento público oficial -como las escuelas y las iglesias-, como a aquellas que remiten a liderazgos vecinales más informales. Por ejemplo, a las iniciativas de vecinos o grupos de ellos que por propia voluntad generan un comedor popular u otra organización de este tipo. También tomamos en cuenta los liderazgos políticos locales (punteros dentro del barrio)9. Además, incluimos una variable que considera a las organizaciones vecinales destinadas a prevenir el delito, como foros de seguridad ciudadana o programas comunitarios de protección recíproca entre vecinos (sacar la basura en los mismos horarios, cadenas telefónicas de protección de viviendas, organizaciones para contratar seguridad privada, etc.). Luego consideramos la incidencia de redes informales, como se dijo, los vínculos de parentesco y amistad en el entorno territorial y también los lazos vecinales conflictivos.

Redes institucionalizadas
Encontramos que las redes de sociabilidad institucionalizadas tienen cierta incidencia en la victimización. Pudimos constatar que entre los encuestados que fueron víctimas de delitos hay menos respeto por los liderazgos religiosos, docentes y políticos. Específicamente, en comparación con quienes no fueron víctimas, entre las víctimas de delitos hay un 39% más de encuestados que manifiestan un nulo o bajo nivel de respeto por los liderazgos políticos. La misma tendencia, aunque algo amenguada, se percibe en el caso de los liderazgos religiosos y docentes. Quienes desconfían de los liderazgos religiosos o los docentes son un 12% más entre quienes sufrieron delitos que entre quienes no los padecieron. Pero es importante estar atento a que los mecanismos causales que operan en estas relaciones pueden tener influencias recíprocas. En rigor, lo que la encuesta revela es que quienes sufrieron victimizaciones tienden a respetar menos a los liderazgos políticos, religiosos y docentes. Pero esto también sugiere la posibilidad de que sea justamente esta respetabilidad de los liderazgos la que proteja de la victimización (al fomentar la cohesión social y protección recíproca entre vecinos). Así, aunque los datos de la encuesta no alcancen para detallar esta dinámica, todo sugiere que la relación entre victimización y respetabilidad de los liderazgos funcionaría en un sistema de influencias recíprocas.
Es decir, los menores grados de victimización promoverían el mayor respeto por los líderes. Pero a su vez, podría ser que, al ser más respetados, estos mismos líderes estén en mejores condiciones de alentar la cohesión social creando contextos que disminuirían la victimización. Esto, al mismo tiempo, incrementaría nuevamente o en un nuevo grado su respetabilidad en tanto podría generar un ciclo de realimentaciones positivas (lo que podría operar en sentido inverso en caso de que las victimizaciones se incrementaran y los líderes no pudiesen revertirlas).
Las organizaciones vecinales destinadas a prevenir el delito también parecen intervenir a través de estos mecanismos complejos. En principio, los niveles de victimización son menores entre quienes no conocen este tipo de organización que entre quienes sí lo hacen. El riesgo relativo de ser victimizado es un 40% mayor donde hay organizaciones que donde no las hay. Ahora, entre quienes dicen conocer estas organizaciones hay importantes diferencias según las ponderen como buenas, regulares o malas. Entre quienes fueron victimizados la proporción de encuestados que considera buenas o muy buenas a estas organizaciones es un 32% menor que entre quienes no fueron victimizados. Inicialmente, esto sugiere que las organizaciones vecinales destinadas a prevenir el delito se desarrollan entre quienes han sido víctimas o se sienten expuestos al delito. Ello explicaría por qué la tasa de victimización es notablemente más elevada entre quienes las conocen en comparación con quienes no las conocen. Por otro lado, como en el caso de los liderazgos políticos, religiosos o docentes, lo que en rigor revela la encuesta es que quienes han sido víctimas de delito tienden a considerar más negativamente (regulares, malas o muy malas) a las organizaciones vecinales destinadas a prevenirlo. Y que quienes no han sido víctimas, pero conocen esas organizaciones, tienen una imagen más positiva (las consideran buenas o muy buenas). En este caso, también puede postularse la hipótesis de que es justamente el buen funcionamiento de estas organizaciones el que ha prevenido la victimización, lo que contribuye a su buena imagen frente a los vecinos. Así, nuevamente, encontraríamos un sistema de influencias recíprocas por el cual, a menor victimización, mejor imagen de las organizaciones vecinales de prevención, y a mejor imagen menor victimización. En síntesis, podemos concluir que algunas redes institucionalizadas de sociabilidad tienen cierta incidencia en los niveles de victimización.
Concretamente, cuanto menor es el grado de victimización, mayor es la respetabilidad de los liderazgos religiosos, docentes y, sobre todo, políticos. En el mismo sentido, las organizaciones destinadas a prevenir el delito tienen una imagen más positiva entre quienes las conocen pero no han sido víctimas de delito. En ambos casos (liderazgos y organizaciones vecinales) victimización y reputación podrían incidirse recíprocamente. Los menores grados de victimización podrían inducir a una mayor respetabilidad de los liderazgos e imagen más positiva de las organizaciones. Pero, a su vez, una mayor respetabilidad de los liderazgos e instituciones podría generar un contexto más favorable a la cohesión social, mayor protección recíproca entre vecinos y menor victimización, lo que incrementa la imagen positiva de los primeros.

Redes informales
Como ya lo mencionamos, además de estas redes formales de sociabilidad nuestra investigación indagó sobre redes familiares, de amistad y en conflicto. Es decir, buscamos ver en qué medida la proximidad de vecinos y familiares podía operar como una red protectora o promotora de la victimización. La Figura 1 muestra la extensión de las redes según el nivel de vivienda.


Figura 1.
Extensión de las redes por nivel de vivienda (Encuesta propia).

Un dato interesante es que porcentajes relativamente bajos de la población carecen de redes sociales territoriales. Apenas algo más del 10% no cuenta con ellas en los sectores de vivienda más precarios y algo más del 30% entre los más acomodados. Esto sugiere que la inclusión en redes de sociabilidad territorial es una práctica extendida y vigente en todos los sectores sociales aun luego de los procesos de transformación estructural ocurridos entre los años setenta y los noventa. Incluso los sectores más postergados son, comparativamente con otros sectores sociales, los más incluidos en este tipo de red.
Otro hallazgo contrario al esperado es que estas redes no parecen tener efectos muy significativos sobre la victimización o, en todo caso, actúan en sentido inverso a lo supuesto. Por ejemplo, mientras el 26,7% de quienes tenían más de tres contactos sufrió algún tipo de delito, el 21,7% de quienes no tenían contactos en el entorno vecinal fue víctima de ellos. La tendencia encontrada sugeriría que, en vez de ser redes que previenen el delito, lo promueven. Sin embargo, la baja significación estadística (p = 0,660) sugiere que no puede descartarse la hipótesis nula. Es decir, según nuestros datos, pertenecer a redes de vecinos o familiares con los que se intercambian favores y se participa de actividades comunes no tiene incidencia en los niveles de exposición al delito.
Sin embargo, aunque en su faz "positiva" las redes informales en principio no operarían como preventivas de la victimización, algo totalmente distinto ocurre al considerar sus aspectos más negativos: los conflictos entre vecinos sí poseen una fuerte asociación con la incidencia de los delitos. La Figura 2 muestra que, mientras sólo el 21,9% de los que no tienen conflictos han sido victimizados por algún tipo de delito, entre el 30 y casi el 50% de quienes sí los tienen han sufrido delitos. En este caso, la significación estadística (p<0,0001) permite descartar la hipótesis nula. Esto implica que, en promedio, el riesgo relativo de ser victimizado si se participa de redes sociales conflictivas relativamente extendidas (más de tres contactos) es más del doble que si no se participa de ellas. Podemos decir, entonces, que de los que hemos estudiado hasta aquí, la presencia de conflictos es el factor que por sí mismo más incide en la victimización. Dado el carácter tan influyente de este factor, es interesante profundizar algo más en sus características. En primer lugar hay que señalar que sólo una minoría de la población declara mantener conflictos con sus vecinos, el 20%. Y entre ellas, en sólo un 3,7% de los casos ese nivel de conflicto está extendido a una red social mayor a tres casos. Es decir que, al encontrar que el conflicto se asocia a la victimización, si bien detectamos un factor fuertemente influyente, es importante tener en mente que sólo lo es entre un conjunto acotado de habitantes.


Figura 2.
Victimizados según la extensión del conflicto vecinal (Encuesta propia).

Un hecho importante es que en los sectores con menor nivel de vivienda ("E") la proporción de vecinos con conflictos es notablemente mayor al promedio. Particularmente, en los casos de redes extendidas este es más de un 50% mayor al promedio general (5,8% de la población, lo que implica un riesgo relativo de 1,56). Complementariamente, en este sector social, la asociación entre conflictividad y victimización parece ser algo mayor que en los más acomodados. Mientras en el nivel de vivienda más bajo, el riesgo relativo de ser victimizado es cerca de un 80% mayor si se tienen conflictos que si no se los tiene, este porcentaje se reduce al 30 en los sectores de vivienda más altos, y en realidad, para este sector social, esta diferencia no tiene validez estadística (no puede descartarse la H0). En síntesis, los conflictos parecen ser más frecuentes e incidir más en la victimización entre los sectores que padecen mayor precariedad habitacional.
Otra cuestión interesante es que, lejos de darse entre "extraños", los conflictos se manifiestan normalmente entre conocidos: un 64% de quienes respondieron que tenían conflictos con sus vecinos declararon que los conocían desde antes de que este se desencadenara. Y, además, un 30% de estos declaró tener una relación anterior "cercana o muy cercana" con los vecinos con los que luego entró en conflicto. Los problemas más frecuentemente señalados como origen del conflicto fueron el trato agresivo (34,5%), los ruidos molestos (27,8%) y arrojar basura en lugares indebidos (12,2%).
Pensando en aquellos factores que pueden incidir en la presencia de conflictos, además de las ya mencionadas condiciones habitacionales, encontramos que los liderazgos parecen tener incidencia sobre ellos. Por ejemplo, entre quienes manifestaban respetar mucho o bastante a sus líderes vecinales informales la conflictividad vecinal tenía una incidencia menor que entre quienes respetaban "poco o nada" esos liderazgos, que padecían una tasa más alta. Aunque algo menor, también encontramos que los liderazgos políticos inciden en los niveles de conflictividad.
En síntesis, pudimos observar que las redes sociales vecinales influyen en la victimización fundamentalmente de dos maneras. En el caso de las redes formales e institucionalizadas, la presencia de liderazgos respetados y de organizaciones vecinales orientadas a la prevención se asocia a menores niveles de victimización. Particularmente, son importantes los liderazgos políticos, en una medida algo menor los religiosos y docentes y las "buenas y muy buenas" organizaciones vecinales preventivas.
En el caso de las redes informales, no son tanto los vínculos "positivos" de intercambio los que tienen incidencia en la victimización, sino que los conflictos entre vecinos la promueven. Es decir, parecería ser que conocerse y colaborar informalmente entre vecinos, si bien puede ser muy importante para otros menesteres, no tiene un efecto directo sobre las tasas de victimización. Pero, por el contrario, el conflicto vecinal puede ser el contexto en el que proliferan los delitos. Como vimos en la introducción, esto puede ocurrir por dos motivos. Porque la conflictividad produce victimizaciones recíprocas entre vecinos, o porque al ser conflictivos, estos lazos no favorecen la protección mutua y tampoco benefician la preservación de los espacios públicos, que se vuelven "zonas de riesgo". Un dato importante es que los conflictos no parecen distribuirse al azar, sino que estos son más comunes en ámbitos donde existe precariedad habitacional y donde no hay liderazgos respetados.

CONCLUSIONES

Las cuestiones que inicialmente planteamos en nuestra investigación consistían en comprender en qué medida se han destituido comparativamente los lazos sociales en contextos de pobreza y segregación urbana, y cómo inciden los distintos tipos de red social sobre los niveles de violencia delictiva presentes en enclaves caracterizados por la precariedad habitacional y la carencia material. A partir de analizar estas dinámicas nos proponíamos ponderar las tesis sobre la destitución del lazo social y los resultados de trabajos etnográficos que muestran un crecimiento del uso de la fuerza como elemento de regulación vincular y cierta tendencia a la transgresión normativa.
La encuesta revela una importante presencia de redes sociales territoriales en todos los sectores sociales. En promedio, el 80% de la población que encuestamos tiene al menos un contacto de este tipo en la proximidad de su vivienda. Esta proporción es mayor en los estratos sociales menos favorecidos, donde trepa a cerca del 90%, y donde las redes sociales extendidas tienen una incidencia comparativamente mayor a otros entornos sociales. No podemos saber, ya que no existen mediciones previas, si lo que nosotros hemos encontrado muestra una incidencia mayor o menor de la presencia de estas redes respecto del pasado. Sin embargo, es claro que tienen una presencia extendida en el conjunto social, y particularmente en contextos de precariedad habitacional y material. Así, si bien no pueden descartarse algunos efectos de la caída de los vínculos de sociabilidad basados en relaciones sociales asalariadas, no puede hablarse de una destitución absoluta de las redes territoriales. Las tradiciones que promueven la construcción de redes sociales vecinales parecen haberse sobrepuesto a condiciones estructurales aparentemente desfavorables.
Otro dato significativo es que, contrariamente a lo esperado, las redes familiares y de amistad no inciden en los niveles de victimización. Estas redes cooperativas e íntimas no manifiestan efectos preventivos del delito en los contextos que estudiamos. No podemos saber si, como lo han encontrado Bellair (1997) y Bursick (1999), redes más extendidas pero de contactos menos íntimos o frecuentes podrían tenerlos, ya que en nuestra encuesta no incluimos variables de este tipo. En lo que respecta a los liderazgos formales, descubrimos que estos tienen una compleja incidencia en la victimización. Particularmente, la respetabilidad de los liderazgos políticos, y en menor medida de los religiosos y docentes, está asociada a la victimización. También hay una relación compleja entre la victimización y las organizaciones vecinales destinadas a la prevención del delito. En general, donde estas no existen hay menores niveles de victimización que donde sí las hay. Posiblemente, entre quienes han sufrido escasa exposición al delito no hay motivaciones para promover organizaciones destinadas a prevenirlo. En cambio, estas están más presentes entre quienes han sido víctimas de ellos. En estos casos encontramos una tendencia a que las víctimas de delitos las ponderen negativamente y a que quienes no han sido víctimas tengan una percepción más favorable de ellas. En ambos casos (liderazgos y organizaciones para la prevención del delito) el vínculo podría tener algún tipo de "causalidad circular". Podría ser que la ausencia de victimizaciones incremente los niveles de respeto de los liderazgos o la consideración positiva de las organizaciones, y que los niveles de respeto por los liderazgos y percepción de la calidad de las organizaciones permitan una gestión que disminuya los niveles de delito (o una combinación de ambos). Pero independientemente de cómo sea exactamente el sentido de la causalidad, es claro que existe una asociación entre estos factores.
Finalmente, el factor que mostró mayor asociación con las tasas de victimización fue el correspondiente a las redes sociales conflictivas. El conflicto entre vecinos (trato agresivo, basura en lugares indebidos, ruidos molestos) suele ser un contexto en el que se encuentran mayores tasas de victimización. Esta conflictividad es más extendida en los entornos sociales más precarios y, además, su incidencia en los niveles de victimización es aún mayor allí. Notablemente, una buena parte de estos lazos conflictivos se desarrollan entre personas que se conocían previamente, e incluso entre quienes dicen haber tenido lazos de proximidad afectiva. Es decir que la existencia de lazos personales no necesariamente opera en el sentido de prevenir la victimización, sino que pueden mutar en un contexto que la favorezca.
Estos datos estadísticos permiten una compleja contextualización de aquello que exponían las investigaciones etnográficas y las tesis sobre la destitución del lazo social. La encuesta muestra que efectivamente existen sistemas de relaciones sociales conflictivos, en los que la victimización es notablemente más alta que en el promedio de la población. Y además, que ese tipo de relación social es más característica de los enclaves urbanos más segregados y pauperizados. Así, la encuesta revela una presencia mayor en enclaves territoriales segregados de sistemas de relación social territorial conflictivos en los que ocurren delitos. Complementariamente, las indagaciones etnográficas se detienen en describir las complejas dinámicas de interacción que caracterizan a esos lazos conflictivos, posiblemente señalando los ejemplos más extremos. Sin embargo, al detenernos en las magnitudes que provee la encuesta, puede agregarse algo más a esta imagen.
Si bien la conflictividad vecinal es propiciatoria de la victimización, no es característica de la gran mayoría de los lazos sociales, aun en los enclaves urbanos más segregados. Esto sugiere que las dinámicas del conflicto no pueden ser pensadas como algo que caracteriza al conjunto de los vínculos en esos enclaves ni tampoco que lo haga permanentemente. Si la estimación de porcentajes sugiere que los conflictos y la victimización son característicos de ciertos "segmentos" de la trama social, el hecho de que las tramas de conflictividad evolucionen en muchos casos de vínculos anteriormente armónicos sugiere también que son "momentos" en esos sistemas de relación social.
Así, lo que los datos estadísticos agregan a las hipótesis que surgen de la exploración etnográfica y de las tesis de la destitución del lazo social no es la negación de que los procesos de transformación estructural derivan en vínculos más conflictivos. Lo que los datos muestran es que esos cambios son parciales. El desarrollo o la presencia de vínculos conflictivos coexiste dentro de un sistema de relaciones sociales que la mayor parte del tiempo y para la mayoría de las personas está caracterizado por relaciones relativamente armónicas. Esto no quiere decir que esas dinámicas del conflicto no puedan afectar relaciones que están más allá de sus protagonistas inmediatos (de hecho, lo hace). Pero sí significa que el conjunto de relaciones sociales que caracteriza a esos grupos no puede sintetizarse en sus manifestaciones más altamente conflictivas.

NOTAS

1 Puede encontrarse un debate sobre la noción de violencia en Garriga y Noel (2010).

2 La tesis de que las transformaciones estructurales ocurridas desde mediados de la década de 1970 producían una 'fragmentación' de la estructura social y una destitución del lazo social fue ampliamente sostenida. Un ejemplo temprano puede encontrarse en Minujin (1993), pero luego, y aunque no hay espacio para una revisión exhaustiva aquí, la idea de una estructura social fragmentada y la tendencia a niveles incrementales de aislamiento social e individualismo constituyó una perspectiva muy extendida en los estudios sobre clases medias y populares en Argentina.

3 Sin ánimo de ser exhaustivos, buenas síntesis de esta serie de transformaciones pueden verse en los sucesivos trabajos de Beccaria y Vinocour (1991), Beccaria (1993), Beccaria y López (1996) y Beccaria (2002). Otra buena síntesis puede verse en Guadagni et al. (2002).

4 Existen pocos estudios realizados desde el 'enfoque sistémico' para el caso argentino en particular. Algún antecedente, incluso anterior al surgimiento de este enfoque propiamente dicho, puede encontrarse en Defleur (1967a y b), en Córdoba. Para el caso brasileño hay algunos desarrollos incipientes, por ejemplo, el trabajo de Villareal y Silva (2006), y también, aunque desde una aproximación cualitativa, el trabajo de Arias (2004).

5 Esta tendencia también es encontrada por Crovara (s/f) y por Rossini (2003) en sendos trabajos etnográficos, el primero en una villa de emergencia del Gran Buenos Aires, y el segundo en una ciudad intermedia de Entre Ríos.

6 Aunque pudieran suponerse dificultades en el acceso a los enclaves urbanos más segregados como las villas de emergencia, no existieron mayores rechazos o dificultades de acceso a esos ámbitos. Contrariamente a lo esperado, resulto más difícil el acceso a sectores medio-altos y altos.

7 La estratificación se realizó estimando el nivel socioeconómico promedio de los radios censales (según nivel de hacinamiento y nivel educativo del jefe de familia) de cada conglomerado urbano y luego distribuyendo el número de casos dentro de ellos con un procedimiento de selección al azar. Se sobreestimaron los niveles socioeconómicos más bajos, con el propósito de acumular suficientes casos en ese sector social para realizar análisis pormenorizados en ellos, pero en este caso corregimos esa sobreestimación mediante ponderaciones que restituyen las proporciones arrojadas por el censo 2001.

8 Seguimos la división por deciles de ingreso establecida por el INDEC para los años de realización de la encuesta (2004-2006).

9 La encuesta consideró también organizaciones del sistema penal formal como la justicia o la policía, pero el análisis de conglomerados jerárquicos mostró un comportamiento marcadamente diferente y complejo de estas variables, por lo que no hay espacio para ser consideradas aquí.

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