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Intersecciones en antropología

versión On-line ISSN 1850-373X

Intersecciones antropol. vol.17 no.1 Olavarría mar. 2016

 

ARTÍCULOS

¿La frontera del oeste? Prospecciones arqueológicas en el bosque montano del extremo occidental del valle medio del río Ibáñez (Andes patagónicos, Chile)

 

Christian García P. y Francisco Mena L.

Christian García P. Investigador independiente, El Salado 628, La Florida, Santiago de Chile, CP 8240934. E-mail: cuvieronius@gmail.com
Francisco Mena L. Centro de Investigación en Ecosistemas de la Patagonia (CIEP; CONICYT-Regional R10C 1003). Bilbao 323, oficina 216, Coyhaique, Chile. E-mail: francisco.mena@ciep.cl

Recibido 6 de agosto 2014.
Aceptado 15 de octubre 2014


RESUMEN

Como una forma de poner a prueba el límite occidental de la distribución arqueológica observada en el valle del curso medio del río Ibáñez, en el marco de un proyecto de investigación desarrollamos un plan de prospecciones sistemáticas. El objetivo de este trabajo es presentar el diseño de prospección utilizado y la forma de resolver los desafíos del trabajo de campo, en un área caracterizada por montañas cubiertas de bosque, con baja accesibilidad y visibilidad. La prospección de una muestra del área de estudio permitió identificar diversas evidencias arqueológicas entre hallazgos aislados, concentraciones de artefactos, aleros con pinturas rupestres, además del registro sistemático de otros sitios ya conocidos. Estos resultados cuestionaron el supuesto de que la sección occidental del valle del curso medio del río Ibáñez correspondería a una frontera absoluta para las distribuciones arqueológicas, y condujeron a nuevas preguntas y actividades de investigación. Pese a que el diseño metodológico original no pudo ser aplicado sin modificaciones, consideramos que la experiencia fue exitosa y que su aplicación flexible y criteriosa condujo a nuevos hallazgos y ofreció una herramienta para poner a prueba un supuesto sobre la distribución de las evidencias materiales de un sistema cultural.

Palabras clave: Prospección arqueológica; Bosques montanos; Andes patagónicos; Límites arqueológicos.

ABSTRACT

The western frontier? archaeological surveys in the mountain forests of the middle valley of the Ibáñez river (Patagonian Andes, Chile).

As a way to test the western boundary of the archaeological distribution observed in the valley of the middle section of the Ibáñez River, a design of a systematic archaeological survey was developed. The aim of this paper is to present the survey design used and its application to a challenging area characterized by wooded mountains, with difficult access and poor visibility. The survey of a sample of the study area, allowed the identification of several archaeological items, ranging from isolated finds to artifact concentrations and rockshelters with paintings. It also allowed the systematic recording of other already known sites. These findings challenge the assumption that this section of the valley corresponds to an absolute limit for archaeological distributions; thus leading to new questions and research activities. Although the original survey design could not be applied without modification, we consider that the practice was successful. The flexible and judicious application of this survey design actually led to new findings and offered a tool to test an assumption about the distribution of material evidence of a cultural system.

Keywords: Archaeological survey; Mountain forests; Patagonian Andes; Archaeological boundaries.


 

PROBLEMA DE INVESTIGACIÓN

Las investigaciones arqueológicas en Patagonia se han ido alejando de la noción de la existencia de un sólo grupo homogéneo de cazadores-recolectores en esta vasta región, exclusivamente adaptado a las planicies esteparias (Mena 1999). Incluso en este mismo ambiente parece haber habido grupos más o menos discretos, lo que es difícil de detectar puesto que estos sistemas de cazadores-recolectores de baja demografía serían altamente móviles y mantendrían relaciones y vínculos de parentesco con sus vecinos en amplias distancias (MacDonald y Hewlett 1999). A falta de indicadores no perecibles de “identidad” o pertenencia a un determinado paraje y/o grupo social, como pueden ser las vestimentas, la pintura facial o las variantes dialectales, se ha recurrido al estudio de diferencias somatométricas (Barrientos y Pérez 2002; Pérez 2002) o en conjuntos artefactuales (Charlin y González-José 2012; Franco 2013), en ocasiones usando algoritmos de morfometría geométrica. Otros indicadores de circulación explorados han sido los isótopos, los restos faunísticos (Barberena 2008; Borrero et al. 2009), las materias primas líticas (Méndez et al. 2012) y el arte rupestre (Charlin y Borrero 2012). Obviamente, cada una de estas variables aparece relativamente desacoplada de las otras, definiendo así diferentes “esferas de interacción”. En el caso de los bosques andinos se discute incluso si fueron visitados de manera ocasional (quizás estacional y de forma complementaria), en incursiones relativamente breves, o si hubo sistemas más “localizados” y “adaptados” al bosque, con una movilidad anual restringida a este ambiente (Hajduk et al. 2004; Pérez y Smith 2008; Lezcano et al. 2010; Borrero y Borrazo 2011; Fernández et al. 2011; Carballido y Fernández 2013). Ha habido pocos intentos, sin embargo, por definir y buscar indicadores arqueológicos de estas aperturas y clausuras relativas, lo cual es particularmente importante considerando la posibilidad de que una misma zona haya sido escenario de diferentes modalidades de ocupación en el tiempo (Borrero 2004). El proyecto de investigación en el cual se inscribe este trabajo asume como hipótesis a contrastar la de una relativa clausura y/o restricción, partiendo por la investigación del territorio límite de un área de distribución arqueológica. Como caso piloto, hemos escogido el valle del Ibáñez medio, de donde se ha obtenido información durante varias décadas (Bate 1970; Mena y Ocampo 1993; Mena et al. 2004; Muñoz 2011). En este trabajo, nos limitamos a describir los métodos de prospección y sondeo que utilizamos en la evaluación de los límites de la distribución arqueológica comúnmente aceptados. Aunque tales límites se asocian en ocasiones a nociones de “identidad étnica” (Hodder 1985; Shennan 1994; Jones 1997), nosotros usamos el término simplemente para referirnos a la máxima extensión de una distribución arqueológica. Nos enfocamos específicamente en el sector oeste del valle medio del río Ibáñez, caracterizado por extensos bosques montanos (Mena 2013) y que corresponde al límite de la distribución arqueológica conocida (Mena y Ocampo 1993). En este sentido, nuestro trabajo busca aportar también a la reflexión sobre las dificultades inherentes a la labor arqueológica en el bosque, así como a la discusión del papel de los bosques en la constitución de límites y zonas marginales en diferentes escalas temporales y espaciales en Patagonia.

El valle del río Ibáñez
El área de estudio específica del proyecto abarca alrededor de 250 km2 en el curso medio del valle del río Ibáñez (Figura 1), pero este artículo se refiere exclusivamente a su porción occidental que, lejos de ser una franja limítrofe, corresponde a alrededor de un tercio del área. Operacionalmente corresponde al polígono que define el río Manso al oeste, el río Claro al este, el lago Lapparent al sur y el río Ibáñez por el norte (Figura 2). El relieve de esta porción occidental es abrupto y quebrado, y puede ser descrito como compuesto por cuencas relativamente altas, tributarias al curso principal del río y rodeadas por alturas moderadas en todas direcciones. Muy próximos a la costa norte del lago Lapparent hay varios cerros que se empinan por sobre los 1000 metros, e inmediatamente al sur del río Ibáñez se registran alturas superiores a los 500 metros, mientras que los lagos Verde y Alto están rodeados por cerros de hasta 500 y 900 metros, respectivamente. El sector prospectado incluye parte de las cuencas tributarias de los ríos Las Horquetas y Manso, así como varios lagos de diverso tamaño, entre ellos la laguna Fontana y los lagos Las Ardillas, Alto, Verde y la costa norte del lago Lapparent. Desde un punto de vista ecológico, esta área se caracteriza como de “clima templado frío sin estación seca”, y se lo suele describir como “trasandino de degeneración esteparia”, caracterizado por una disminución de las precipitaciones al este de la cordillera (Fuenzalida 1950). La vegetación dominante es la de bosque templado frío e incluye fundamentalmente los tipos deciduos lenga (Nothofagus pumilio) y ñire (N. antárctica), así como siempreverdes en sectores restringidos (Gajardo 1994).


Figura 1.
Localización del área de estudio en la región de Aisén. cio de recursos en corta


Figura 2. Valle medio del río Ibáñez en Aisén y Patagonia.

Ubicado en la vertiente oriental de los Andes y en el extremo occidental de las planicies esteparias, el valle del río Ibáñez presenta condiciones muy distintas de aquellas experimentadas por los tehuelche históricos y sus antecesores en aquel ambiente. De hecho, la subsistencia se basaba allá en el guanaco (Lama guanicoe), camélido actualmente ausente en el valle del río Ibáñez y aparentemente escaso en el pasado, a juzgar por la rara presencia de sus restos en los “sitios” arqueológicos (y sólo en aquellos situados más hacia la estepa), lo que no parece ser explicable por conservación diferencial (Mena et al. 2004). En cambio, en el área del río Ibáñez, el huemul (Hippocamelus bisulcus) podría haber sido más importante en la subsistencia de las poblaciones en el pasado (Mena 1992; Fuentes y Mena 2010; Barberena et al. 2011). Otra diferencia importante con las estepas de Patagonia oriental es que mientras en este ambiente la presencia humana data de fines del Pleistoceno (Steele y Politis 2009), la gente sólo llegó al Ibáñez, por lo que sabemos hasta ahora, hace unos seis mil años (Mena 2000). La estructura biogeográfica del valle, con una gran heterogeneidad de espacio de recursos en corta distancia y amplia cobertura de bosques, sugiere también diferentes actividades y formas de organización que aquellas más comunes al oriente. El río Ibáñez es el único curso fluvial principal en Chile que corre hacia el este, y desemboca en el gran lago General Carrera/Buenos Aires, que drena a su vez hacia el Pacífico a través del río Baker. Con apenas unos 85 kilómetros de largo, el valle cruza una abrupta gradiente biogeográfica desde bosques siempreverdes lluviosos en sus nacientes al oeste, hasta una estepa semiárida en su desembocadura. El perfil altitudinal de la cuenca agrega otra variable, que define así un complejo mosaico de diversos microambientes a poca distancia unos de otros. Esta situación es particularmente evidente en el curso medio del valle, donde se puede apreciar mejor la compleja “transición” entre los ambientes extremos arriba descritos y –pese a la existencia de “parches” de bosque siempreverde y estepa– el área se halla en gran parte dominada por bosques de lenga decidua en un relieve montañoso. Lejos de ser uniforme, sin embargo, este paisaje incluye subcordones y cuencas que amparan lagos y arroyos de diversos tamaños y caudales. Por otra parte, el hecho de que reciba menos precipitaciones y esté sujeto a mayores vientos que sectores más occidentales ha condicionado la extensión e intensidad de los incendios forestales en estas “áreas transicionales” (Mermoz et al. 2005), lo cual contribuyó a la diversidad de escenarios ecológicos.
Tanto la densa cubierta vegetacional como los incendios forestales afectan la visibilidad superficial –como también lo hace la caída de cenizas volcánicas1–, lo que explica parcialmente el énfasis otorgado en la arqueología local a la búsqueda y registro de paredones y aleros con pinturas rupestres (Bate 1970; Lucero y Mena 2000). Más allá de su innegable abundancia en el área, este tipo de locus se ve mucho menos afectado por estos agentes que los registros superficiales y, en muchos casos, se ven incluso favorecidos en su visibilidad, lo que ha llevado a que la arqueología del valle esté dominada por investigaciones en estos “sitios”2, al punto que tácitamente se asume que no hay evidencias arqueológicas más allá del área donde se conocen pinturas rupestres. Puesto que en ella hay poca infraestructura, y a que es muy difícil de recorrer y registrar, este supuesto no ha sido puesto a prueba, lo que se traduce en un buen ejemplo de “profecía autocumplida” o “afirmación del consecuente” (Popper 1962; Binford 1983).

PROSPECCIÓN ARQUEOLÓGICA EN BOSQUES

La prospección arqueológica es clave para obtener información acerca de la distribución, densidad y relaciones de la evidencia arqueológica en escala regional.
Tal información permite entender el uso prehistórico del paisaje, los patrones de asentamiento y, en general, la conducta humana (Banning 2002). Desde que se implementaran los enfoques “extrasitio” (“non-site” y “off-site”) y el desarrollo de una arqueología distribucional (Thomas 1975; Foley 1981; Dunnell y Dancey 1983; Ebert 2001), la unidad básica de observación y registro en la prospección arqueológica ha sido el artefacto (mueble o inmueble, como es el caso del arte rupestre), en lugar de la ambigua categoría de “sitio” en que se han basado tradicionalmente estos esfuerzos (Sullivan et al. 2007). Ello implica además dar la misma importancia a un hallazgo aislado o a una concentración de hallazgos, lo que a la vez posibilita registrar la conducta humana en toda su complejidad y diversidad, incluyendo actividades marginales y/o efímeras. Este desplazamiento coincidió con un reconocimiento más general de que debemos buscar evidencias arqueológicas tanto donde esperamos encontrarlas como donde no lo esperamos (Borrero et al. 1992), para expandir de este modo nuestras posibilidades de conocer el pasado en su integridad. Sin embargo, las estrategias de campo desarrolladas bajo esta perspectiva tienen resultados muy diferentes en diversos ambientes, dependiendo de sus condiciones de visibilidad y de la habilidad de los prospectadores para desplazarse en ellos. Estos factores tienen un efecto muy distinto en planicies desérticas y en montañas boscosas, lo que escapa al control del arqueólogo (Schiffer et al. 1978). Para lidiar con este problema, los arqueólogos que trabajan en áreas de baja visibilidad superficial han desarrollado diferentes estrategias de prospección que consideran y procuran minimizar los sesgos impuestos por estas circunstancias.
En áreas forestadas, por ejemplo, donde la visibilidad superficial puede ser muy baja, los arqueólogos dependen, en general, de pequeñas “ventanas”, como áreas erosionadas por el viento o denudadas por el fuego (Borrero y Muñoz 1999; Mena y Osorio 2011). Para reducir el sesgo que ello representa, algunos arqueólogos han aplicado diseños de prospección probabilísticos que permiten la cobertura sistemática de diferentes estratos ecológicos (Lovis 1976), para contrastar hipótesis por asociaciones estadísticas (Nance 1979) o simplemente para definir los límites de un “sitio” arqueológico (Chartkoff 1978). Para ello, usan tanto la inspección superficial como sondeos en cuadrantes o a lo largo de transectas (Chartkoff 1978; Alexander 1983; Lightfoot 1986; Nance y Ball 1986; Shott 1989). De este modo, una prospección probabilística permite levantar data sistemática y estimar márgenes de error, pero es costosa en términos de tiempo y de personal. En ambientes boscosos con dificultades adicionales de acceso y tránsito, las prospecciones probabilísticas han requerido modificaciones, como en el sur de Australia, donde este tipo de diseño fue reemplazado por una estrategia oportunista no probabilística (Lomax 1998); o en el centro-sur de Chile, donde se implementó una estrategia mixta que combinaba el muestreo probabilístico de diversas zonas ecológicas con entrevistas a informantes locales (Munita et al. 2010). En la Patagonia chilena, la prospección sistemática de diferentes estratos ambientales ha sido usada en el valle del río Cisnes, aunque no se intentó cubrir el bosque siempreverde (Reyes et al. 2009). Inmediatamente al este de nuestra área de estudios, en la misma cuenca del río Ibáñez, se han practicado prospecciones sistemáticas tratando de ponderar algunos factores de preservación diferencial (Mena y Ocampo 1993; Quemada 2008). La elección de una estrategia de prospección depende de los objetivos de la investigación, de la cobertura deseada y de las restricciones impuestas por factores locales, tales como las características del ambiente y el mismo registro arqueológico (Schiffer et al. 1978; Wandsnider y Camilli 1992).

Diseño de prospección
El objetivo de la prospección fue evaluar la hipótesis de que la sección occidental de la cuenca media del río Ibáñez es efectivamente un “límite” arqueológico, ya que lo escaso de los hallazgos allí podría deberse simplemente a problemas de visibilidad y a la dificultad del terreno, que han restringido las investigaciones. La verdad es que cualquier estrategia tendiente a detectar evidencias arqueológicas en este sector (incluso entrevistas a informantes locales) bastaría, pero buscamos aplicar un método que pudiera ser replicado en el estudio de otras áreas marginales (“bordes”) en el Ibáñez medio. Tras una revisión de prospecciones en bosques de diversos lugares, escogimos una estrategia pedestre, que permitiría cubrir un espacio relativamente grande y acomodar a la vez algunos criterios selectivos basados en factores conocidos, de modo de aumentar la probabilidad de hallazgos requerida para contratar la hipótesis (Gianotti 2004). Como hemos señalado, la unidad de observación fue el artefacto; y las unidades de análisis, las zonas de prospección y los estratos ambientales. Pese a que procuramos ser exhaustivos y cubrir espacios de alta y baja probabilidad de hallazgos, nos esforzamos por cubrir al menos todas las superficies erosionadas (senderos y “voladeros”) y todas las cuevas y aleros, abundantes en la zona y muy probables contenedoras de pinturas rupestres, como se ha visto en otras partes del valle (Bate 1970, 1971; Mena y Ocampo 1993; Lucero y Mena 2000). Estos loci son particularmente importantes porque –como hemos dicho– no están sujetos a problemas de visibilidad superficial. De acuerdo con esto, la estrategia escogida trató de ser lo más extensiva posible (para cubrir más superficie), e intensiva en sectores del espacio con mejor visibilidad. El sector prospectado (subárea oeste de nuestra área de estudios) fue dividido en once zonas (Tabla 1) conforme con estudios previos (Mena y Ocampo 1993) y con consideraciones prácticas (como la existencia de caminos y senderos). Mientras que los sectores orientales del Ibáñez medio han sido en gran parte quemados y/o exhiben vegetación relativamente baja y abierta, el sector occidental presenta una densa cubierta boscosa consistente en especies deciduas y siempreverdes. Esto y la caída de cenizas volcánicas vuelven casi nula la visibilidad superficial.

Tabla 1. Zonas de prospección.

Incluso ahora, el acceso al área de estudios (y en particular, al sector prospectado) es complejo, pese a la existencia de una red de caminos conectados a una ruta principal (el Camino Longitudinal Austral Ruta 7). Aparte de lo reducido y mal mantenido del sistema caminero, el acceso está limitado por los límites de propiedades, el relieve y la densa vegetación, criterios de gran importancia al momento de diseñar una estrategia de prospección, pues determinan las áreas al alcance de un vehículo motorizado, la distancia que los equipos de prospección deben caminar para emplazarse en sus respectivas zonas y, en consecuencia, el tiempo necesario para realizar la tarea. Todos estos factores fueron considerados al definir zonas de prospección de distinto tamaño basadas en accesibilidad y rasgos geomorfológicos principales como altitud, pendiente y presencia de cursos y/o cuerpos de agua (Figura 3, Tabla 1). La forma de estas unidades es irregular, puesto que sus lindes corresponden a los contornos de rasgos naturales como ríos y lagos y/o caminos. Aunque sabemos que es un ideal inalcanzable, intentamos minimizar el problema que estas diferencias de tamaño representan para cualquier comparación estandarizando la intensidad relativa (tiempo y cantidad de personas por unidad de superficie). Sobre la base de la altitud y pendiente promedio de cada zona, estas fueron agrupadas en estratos ambientales, que consideramos más útiles al momento de interpretar las distribuciones arqueológicas, puesto que las zonas son simples unidades operacionales para los fines de la prospección en terreno.


Figura 3.
Zonas de prospección en el valle medio del río Ibáñez.

Estrato I: incluye las zonas 1, 2, 3 y 11, caracterizadas por ser relativamente bajas (400-500 m) y por ocupar los márgenes de ríos principales (como Las Horquetas, Ibáñez). Este estrato incluye al lago Verde y la costa norte del lago Lapparent.
Estrato II: incluye las zonas 4, 5, 6 y 8, caracterizadas por altitudes de entre 500 y 700 m y montañas de laderas abruptas cuya base se emplaza por sobre los 300 m, así como por valles estrechos que corren fundamentalmente al este y contienen varias lagunas en rosario (por ejemplo, Pacho, El Gaucho y Tres Lagunas).
Estrato III: incluye las zonas 7, 9 y 10, correspondientes a tierras altas de entre 700 y 800 m, donde se incluyen cerros como el Percala y el Bayovera en la costa norte del lago Lapparent, que se elevan por sobre los 1000 m. En una angosta cuenca en la ladera norte de este sistema montañoso se encuentran lagunas como La Sombra, Fontana, El Espejo y Gloria.
Antes de ir al terreno, superpusimos una retícula de cuadrantes de 1 km2 sobre los estratos como guía para un muestreo sistemático no alineado. Las complejas condiciones del terreno, sin embargo, llevaron a que el proceso de prospección estuviera en gran parte condicionado por factores tales como accesibilidad, relieve, vegetación y límites prediales. Estos condicionamientos hicieron necesario cambiar la estrategia original a un muestreo aleatorio de cuadrantes dentro de cada estrato. Como hemos dicho, se procuró sí mantener una intensidad estandarizada y cubrir al menos un 25% de la superficie total de cada estrato (Tabla 2). A lo largo de dos semanas, en enero de 2012, se desarrolló una prospección con tres equipos de tres o cuatro personas cada uno, incluyendo arqueólogos profesionales y estudiantes de diferentes niveles, con variada experiencia y conocimiento del territorio. A cada equipo se le asignaron uno o dos cuadrantes diarios, cuya cobertura efectiva fue monitoreada mediante el uso de GPS. Para sistematizar la recolección de información se usaron formularios estándar en los cuales registrar tipo de hallazgo (artefacto aislado, concentración superficial, reparos rocosos con algún tipo de evidencia), altitud y localización, pendiente, vegetación actual, agentes de perturbación, tipo de agua más cercana y distancia a ella, visibilidad hacia el lugar y vista desde él, exposición actual al viento, altura sobre nivel base local y accesibilidad.

Tabla 2. Tamaño y porcentaje de cobertura por estrato ambiental.

Originalmente, el diseño consideraba sondeos regulares a lo largo de transectas, pero apenas iniciado el proyecto nos dimos cuenta del esfuerzo extra necesario para transportar equipo a través de laderas y vegetación densa, así como de que resultaba imposible mantener transectas lineales sin perder de vista (y a menudo contacto radial) a otros miembros del equipo o mantener una trayectoria constante al desplazarse por un territorio muy irregular con numerosas “bardas” (acantilados de magnitud variable), “mallines” (pastizales saturados de agua) y pantanos. Sin abandonar el ideal de mantener 50 m de intervalo entre los miembros de un equipo, consideraciones prácticas nos obligaron a ser flexibles y criteriosos en su aplicación. De esta forma, la superficie realmente cubierta a través de la prospección fue calculada considerando la longitud del trayecto de un prospector y un ancho de cuatro metros (sobre la base de que la visión de la superficie a más de dos metros a cada lado de un observador no es factible). Los datos de longitud y posición de cada trayecto fueron descargados de los dispositivos de GPS a mapas digitales, con los cuales se estimó la superficie cubierta en cada cuadrante y en cada estrato. Aunque construimos equipos de excavación especialmente pequeños y livianos, su transporte dificultaba y hacía más lentos los movimientos y –considerando que en esta etapa era más importante realizar una mayor cobertura del espacio– abandonamos la idea de practicar pequeños sondeos regulares. En lugar de ello, optamos por excavar pequeños sondeos (0,5 m2) en seis loci elegidos de acuerdo con la existencia de evidencias superficiales o con sus dimensiones. En el caso de los reparos rocosos, estos sondeos se localizaron a intervalos regulares entre la línea de goteo actual y la pared del fondo, o a lo largo del talud frontal en aquellos casos poco profundos. En el único caso de un loci a cielo abierto, los sondeos se ubicaron a intervalos regulares en dos lugares con diferentes condiciones sedimentarias.

RESULTADOS

Pese a que los análisis previos (recorridos vehiculares y estudio de cartas e imágenes aéreas/satelitales) presagiaban un trabajo difícil e ímprobo, decidimos emprenderlo por tratarse de la única forma de salir de la duda con respecto a la pregunta de si existía realmente una “frontera oeste”. Con todo, no estábamos preparados para asumir las dificultades reales de la prospección en terreno. Ni los análisis en gabinete ni las reiteradas visitas al área (para solicitar autorización de los propietarios, por ejemplo) dan una idea de las dificultades antes mencionadas, exacerbadas por la falta de entrenamiento físico y de experiencia de algunos prospectadores. Aunque intentamos por todos los medios corregir estos problemas temprano, nunca alcanzamos el mismo nivel de eficiencia entre prospectadores. Es particularmente meritorio, por tanto, el hecho de que esta aplicación flexible y pensada haya permitido una cobertura mayor del 25% considerado como un mínimo aceptable (Tabla 2) y se haya traducido en nuevos descubrimientos. Los prospectadores mantuvieron una velocidad promedio de 1 km/hora y las diferencias de cobertura por estrato reflejan las dificultades inherentes al trabajo en cada uno de ellos: las tierras altas, por ejemplo, fueron las de más difícil acceso, lo que explica que el estrato III fuera aquel donde se cubrió menos terreno. Más importante que ceñirse estrictamente al diseño original es que la prospección amplió nuestro conocimiento del registro arqueológico de esta parte del valle: descubrimos doce nuevos loci arqueológicos en los tres estratos ambientales (Tabla 3 y Figura 4). Además, la prospección permitió relocalizar y registrar sistemáticamente cuatro “sitios” conocidos por los lugareños y/o conocidos en el marco de otras visitas al área (todos aleros con pinturas).

Tabla 3. Características de los hallazgos arqueológicos.

Nota: * Conocido previamente. Vegetación actual: BSV = bosque siempreverde; BD = bosque deciduo; EA = estepa arbustiva.


Figura 4
. Hallazgos arqueológicos por estrato ambiental.

En todo caso, la frecuencia de artefactos observados en superficie fue muy baja (menor que 1/km2). La principal excepción es RI-77 en la zona 1 (estrato ambiental I), donde se observó una concentración relativamente grande (N = 43) de artefactos de obsidiana y distintas rocas silíceas en un área abierta sujeta a intensiva erosión eólica. De hecho, la mayoría de las evidencias arqueológicas se hallaron en este estrato, que es el más bajo. Ahí se registraron dos aleros, dos concentraciones líticas y dos artefactos líticos aislados. En uno de los aleros (Calfullanca 2) se excavaron cuatro sondeos de 0,5 m2 hasta una profundidad de 60 cm, donde se encontraron astillas de hueso y un fogón aún no datado. Un segundo alero (RI-76) y una concentración lítica (RI-77) se hallan aproximadamente a un kilómetro al este. Pese a que ambos fueron sometidos a sondeos limitados (dos en el alero y tres en la concentración de 0,5 m2), sólo RI-76 entregó materiales arqueológicos, representados por desechos de talla en basalto, obsidiana y chert, aparte de un retocador de hueso y varias astillas óseas. Por el contrario, todos los materiales recuperados en RI- 77 fueron recolectados en superficie (43 piezas, en su mayoría desechos, pero que incluyen también un fragmento de artefacto bifacial de obsidiana, cepillos y núcleo sobre basalto y un raspador en roca silícea), mientras que los sondeos no entregaron evidencias subsuperficiales. Otra concentración (RI-78), localizada en un camino vehicular en el borde N del lago Alto, estaba compuesta por desechos de talla de obsidiana, basalto y sílices. Los hallazgos aislados consisten en una lasca de obsidiana localizada en un sector entre el lago Alto y el lago Verde, y un raspador en una roca no determinada en un área de bardas muy afectada por erosión eólica, frente al río Las Horquetas. A estos nuevos hallazgos debemos agregar el antes conocido RI-40, un alero con improntas de manos en negativo ubicado cerca del río Manso. Los hallazgos arqueológicos son raros en el estrato II y consisten en una pequeña concentración lítica (RI-75) registrada en medio de un camino cerca del lago Las Ardillas (zona 4) y un alero (RI-74) con un único negativo de mano muy desvaído (zona 4). En este alero se realizó un sondeo de 0,5 m2, el cual no presentó materiales culturales. A estos nuevos hallazgos debemos agregar tres aleros con negativos de manos previamente conocidos en las zonas 3 (RI-28) y 4 (RI-27 y RI-30).
Los nuevos hallazgos en el estrato III también fueron escasos. Sin embargo, en la zona 7 se registraron dos aleros con pinturas muy difusas (RI-81 y RI-84); y en la zona 9, otros dos aleros sin pinturas revelaron un artefacto lítico en superficie cada uno (RI-79 y RI-73). Se excavaron cinco sondeos en RI-81 y, pese a que la mayor parte de los restos son fragmentos de hueso de los que no podemos asegurar en este momento que hayan sido descartados por humanos prehistóricos, el locus fue claramente ocupado, como evidencian desechos de talla en basalto y chert, un fogón datado en 590 ± 20 AP (UGAM 10801; carbón vegetal; ä13C = 28‰) y posiblemente pinturas en las paredes. Sin embargo, entre estas últimas, la simple observación no permite reconocer ningún motivo, y la aplicación de filtros digitales a la fotografía sólo reveló un grafiti histórico, por lo cual es muy probable que las superficies rojas que se observan en la actualidad tengan un origen natural (por procesos de oxidación de la roca o por el crecimiento de líquenes).

DISCUSIÓN Y CONCLUSIONES

Como se ha señalado, hallazgos circunstanciales de estos últimos años han puesto en duda que el área al oeste de los 72°15’ o 16’ W (UTM: 721341 E) carezca realmente de evidencias arqueológicas. Puesto que uno de los objetivos centrales del proyecto FONDECYT 1110556 es determinar si el Ibáñez medio albergó un sistema cultural relativamente “cerrado”, se contempló la prospección en los límites de la distribución arqueológica conocida y se dedicó especial atención a los toscos y escabrosos ambientes forestados de la sección occidental y al desarrollo de una estrategia para abordarlos. De este modo ha sido posible no sólo registrar sistemáticamente algunos “sitios” ya conocidos, sino descubrir nuevos loci de evidencia arqueológica. Los nuevos hallazgos arqueológicos se han efectuado donde antes no se esperaba hacerlo, es decir, más allá de los límites conocidos de la dispersión arqueológica (al oriente de los 72°15’S). En este sentido, la prospección arqueológica ha sido fructífera, ya que ha aportado nuevos datos. Sin embargo, dichos hallazgos no son numerosos, ni cronológicamente definidos, ni funcionalmente diferentes. La densidad de hallazgos es muy baja y sería concordante con una frontera, es decir, un área frente al centro de dispersión; y con un límite, que separa dos unidades. A medida que nos alejamos del centro de dispersión -que podemos plantear hipotéticamente en el ecotono bosque estepa, hacia el oriente, en el curso bajo del río Ibáñez- y nos adentramos en el área fronteriza, los hallazgos deberían ser escasos, tal como hemos registrado en la prospección. El límite, entonces, podría estar separando a los cazadores de las planicies orientales, de los grupos que ocupan los territorios de la cuenca del Pacífico.
En términos cronológicos, los artefactos y las pinturas rupestres registradas no permiten hacer una asignación relativa de la edad de las ocupaciones. Se registraron escasos artefactos líticos formatizados, y estos no presentan ninguna diferencia sustancial respecto de lo registrado en la estepa oriental. Los motivos observados en el arte rupestre tampoco permiten plantear una temporalidad, más aún cuando los motivos se superponen y están en malas condiciones de conservación. La única datación que hemos obtenido hasta ahora es bastante tardía en la secuencia regional y no permite asegurar en ningún caso que corresponde al inicio de las ocupaciones. Pensamos que la ocupación del área del curso medio del río Ibáñez debería ser concordante con lo que se registra en la zona ecotonal del curso medio-bajo, cuyas fechas más tempranas bordean los 5500 años AP (cueva Las Guanacas RI-16; Mena 1983). Por otra parte, los artefactos líticos registrados no presentan elementos diagnósticos ni diferencias funcionales respecto de aquellos registrados en el área oriental de la Patagonia. En este sentido, pareciera que el rango de actividades (y artefactos utilizados en ellas) desplegado en estos ambientes boscosos no fue demasiado distinto de aquel desarrollado al este (pese a las notables diferencias medioambientales), lo que, planteado de otro modo, señalaría que no se observa una especialización artefactual para el área de bosques montanos. Sin embargo, esta apreciación debe ser considerada con reservas hasta que no existan datos más específicos al respecto. Si bien nuestra meta en la prospección fue cubrir un 25% del área de estudios y esta se cumplió, la muestra es aún pequeña para realizar aseveraciones más avanzadas. Por ejemplo, no es posible plantear aún desde cuándo esta supuesta frontera en el sector occidental del Ibáñez habría funcionado, ni qué tipo de entidades habría separado este límite. Lo que sí podemos aseverar es que el área de bosques montanos sí fue ocupada en el pasado. Esto a partir de los nuevos hallazgos, que si bien son escasos, son informativos de la ocupación de un área no considerada hasta este momento por la arqueología regional. Desde otra arista, los resultados obtenidos en la prospección nos señalan un sesgo en la información recogida, que proviene de la mala visibilidad general del área de estudios, lo cual queda atestiguado en los tipos de hallazgos y sus emplazamientos: la mayoría son aleros con pinturas, o hallazgos aislados en aleros, o, hallazgos aislados en caminos o zonas erosionadas (Tabla 3). Es decir, siempre en “ventanas de mejor visibilidad”. Sin embargo, la baja frecuencia de hallazgos en superficie podría relacionarse con la baja frecuencia de hallazgos en los sondeos estratigráficos realizados (de cinco lugares sondeados, sólo en dos se registraron materiales culturales), lo cual podría sugerir que el escenario arqueológico general del área es de baja frecuencia de materiales. En este sentido, se debería evaluar en el futuro, aumentando la muestra, si realmente los datos están sesgados por la mala visibilidad o se corresponden con un escenario de baja densidad artefactual.
De los hallazgos realizados, cabe destacar que sólo uno de ellos se registró efectivamente al interior del bosque. Es el caso de RI-84, localizado en el estrato 3 de mayor altura. Este, además, es relevante por cuanto se trata de un negativo de mano muy desvaído emplazado en un paredón rocoso de escasa cornisa, pero muy visible al interior del bosque. Otro dato interesante se relaciona con la ocupación de aleros rocosos. Si bien de acuerdo con los datos presentados en la Tabla 3, la mayor parte de los hallazgos se hicieron en aleros rocosos, durante la prospección se observó una alta disponibilidad de estos refugios naturales y se registraron numerosos aleros potencialmente ocupables por seres humanos (de acuerdo con la pendiente, accesibilidad, visibilidad, exposición a la luz y los vientos predominantes, así como cercanía a fuentes de agua), pero donde no se registraron materiales culturales. De acuerdo con esto, como primera aproximación podríamos adelantar que el uso de aleros no es tan alto como su disponibilidad en el área, y que cuando son ocupados presentan algunas peculiaridades. Por ejemplo, a diferencia de lo observado en el sector E del valle del Ibáñez, son pocos los aleros con pinturas y, entre estos, en la mayoría no se observaron otras evidencias superficiales de ocupación humana. Igualmente, se registraron otros aleros con artefactos líticos en superficie, pero sin pinturas en sus paredes (tal vez por razones funcionales, cronológicas o de otro tipo). Estos pequeños datos nos llevaron a excavar tanto aleros sin pinturas (como RI- 76), como aleros pintados (como RI-40 y RI-74), ya que la determinación de su edad y de otras características (como por ejemplo, la extensión y frecuencia de ocupaciones, o las actividades desarrolladas allí) aportaría a la discusión de si las pinturas rupestres marcaron fronteras, territorios o límites de dispersión; o si, por el contrario, se relacionan con ceremonias y otras actividades que por lo general se desarrollaban en espacios ocupados regularmente en el centro de un sistema cultural (Carden et al. 2009).
El área de estudios presentada aquí muestra algunas diferencias en relación con lo observado en las investigaciones en el sector este del Ibáñez (curso mediobajo). Lo primero y más notable es la frecuencia menor de hallazgos en el área occidental con respecto a su contraparte oriental. En segundo término, es en la zona oriental del Ibáñez donde se han registrado numerosos sitios con arte rupestre y campamentos habitacionales, prácticamente todos en aleros y cuevas (Mena y Ocampo 1993). En cambio, el área occidental presenta pocos sitios con pinturas (los ya conocidos RI-27, 28, 30 y 40, junto con los nuevos RI-74, 81 y 84) y sólo dos de los nuevos hallazgos podrían ser lugares de campamentos, RI-76, un alero sin pinturas y con deposito estratigráfico y RI-81, un alero con manchas de pintura sospechosas y un grafiti moderno, también con depósito estratigráfico. En síntesis, estas prospecciones han aportado un nuevo elemento a la discusión de un sistema relativamente cerrado, al demostrar que los “límites” (al menos el occidental) no son tan nítidos como podríamos creer. La búsqueda y el registro sistemático de evidencias arqueológicas han revelado de hecho más de lo esperado por un simple modelo de restricción territorial. Tampoco podemos descartar que diferentes elementos culturales correspondan a distintas “esferas” y que no haya un sistema cultural homogéneo. Por supuesto, tampoco podemos desconocer la posibilidad de límites cambiantes en el tiempo mientras no dispongamos de un mejor control cronológico.
De hecho, hay evidencia que respalda tanto la tesis de visitas marginales como parte de un sistema relativamente “abierto” (por ejemplo, uso de materias primas provenientes del este, tipos de artefactos similares a los empleados en la estepa) como la de un uso más intensivo de la zona en el marco de un sistema más “cerrado” (por ejemplo, impronta de manos de diversas edades, ocupaciones invernales); patrón mixto al que también apuntan otras líneas de evidencia (patrones de pintura rupestre, paisaje lítico) y que podría reflejar un palimpsesto cronológico o la coexistencia de diferentes dimensiones de inclusividad. Sea como sea, estas prospecciones han levantado varias preguntas interesantes acerca de la cronología y sobre los pulsos de expansión al oeste, que pueden haber estado condicionados por eventos eruptivos o fluctuaciones paleoclimáticas lamentablemente aún desconocidas. Esto último ha puesto también de relieve una serie de carencias y de necesidades (por ejemplo de cronología, estudios paleoambientales). Si estas prospecciones han servido para levantar nuevas preguntas y guiar actividades futuras en este proceso de conocimiento, consideramos que nuestro esfuerzo se justifica plenamente.

Agradecimientos

A todos los que participaron en las prospecciones y a los propietarios que autorizaron recorrer sus predios. A los evaluadores que nos han permitido mejorar el texto. A Raven Garvey por su lectura crítica. Este artículo y el proyecto del que forma parte (FONDECYT 1110556) han sido posibles gracias al apoyo del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas de Chile.

NOTAS

1 Ubicado en las nacientes del río, el volcán Hudson ha tenido varias erupciones mayores (Stern 1990), la última en 1991 (Naranjo et al. 1993), que han expulsado gran cantidad de cenizas/arena volcánica.

2 Los que además son un atractivo turístico con numerosa presencia patrimonial.

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