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Intersecciones en antropología

versión On-line ISSN 1850-373X

Intersecciones antropol. vol.17 no.1 Olavarría mar. 2016

 

ARTÍCULOS

Sobre árboles, volcanes y lagos: algunos giros ontológicos para comprender la geografía mapuche cordillerana del sur de Chile

 

Juan Carlos Skewes y Debbie E. Guerra

Juan Carlos Skewes. Departamento de Antropología, Universidad Alberto Hurtado, Chile. Almirante Barroso 10, Santiago. E-mail: jskewes@uahurtado.cl
Debbie E. Guerra. Instituto de Estudios Antropológicos, Universidad Austral de Chile. Independencia 641, Valdivia. E-mail: dguerra@uach.cl

Recibido 4 de mayo 2014.
Aceptado 30 de octubre 2014


RESUMEN

Los fenómenos sociales, entendidos como ensamblajes de seres humanos y no humanos, invitan a reconsiderar el papel que los materiales juegan en los procesos culturales. La asociación de las especies arbóreas con los volcanes, lagos, seres humanos y espirituales, revela la existencia de un complejo paisaje que contextualiza la actividad del presente y condiciona las reacciones de la comunidad frente a las intervenciones externas. En las poblaciones mapuche cordilleranas, los árboles intermedian su relación con las aguas y demás fuerzas naturales, constituyéndose no sólo en vehículos de la memoria sino también en puentes que unen lo natural con lo sobrenatural y lo cotidiano con lo sagrado. Este papel se advierte con especial nitidez en las prácticas rituales y en la construcción de los descansos como hitos conmemorativos de los difuntos. Este caso revela el protagonismo de los materiales en la conformación de la cultura y abre un campo para investigar en áreas que no han recibido suficiente atención, planteando desafíos a las visiones teóricas que han excluido esta dimensión en su explicación de la cultura.

Palabras clave: Mapuche; Árboles; Muerte; Paisaje.

ABSTRACT

About trees, volcanoes and lakes: necessary ontological turns for understanding the andean mapuche geography of southern Chile.

Social phenomena, defined as an assemblage of human and non-human components, invite to revisit the role that material aspects play in cultural processes. In the case of the mountain Mapuche communities, trees mediate between humans and water as well as with other forces of nature, becoming not only vehicles for memory but also links between nature and the supernatural and the sacred and everyday life. The analysis of the role played by tree species in Mapuche relationship with lakes and volcanoes reveals the existence of a complex landscape that influences community’s reactions towards external interventions. This role is clearly evidenced in the ritual practices and the construction of descansos (resting areas). This study acknowledges the role of material phenomena in the configuration of culture, inviting further research in areas that have not received enough attention while it challenges those theoretical approaches that excluded material aspects from their explanations of social processes.

Keywords: Mapuche; Trees; Death; Landscape.


 

INTRODUCCIÓN

Los descansos en el mundo mapuche cordillerano, vistos desde la perspectiva del materialismo contemporáneo, revelan el papel que cabe a los árboles -junto con los lagos y volcanes– en la configuración de un paisaje que, en sus procesos generativos, integra con igual protagonismo a seres humanos, no humanos y espirituales. Dicho protagonismo se evidencia tanto en la celebración del nguillatún, la principal rogativa comunitaria, donde los árboles marcan los principales hitos de la celebración, como en las prácticas familiares y personales asociadas a los descansos y que mantienen vigente la relación con los difuntos. A través de estas prácticas se establece la identidad entre las personas, los árboles -especialmente, los koyán o robles (Nothofagus obliqua)- y los espíritus que los habitan. La contigüidad entre estos seres facilita sus transformaciones recíprocas, la transubstanciación de sus propiedades y la comunicación entre las distintas dimensiones de la vida local, a la vez que permite precisar los contornos de una ontología distintiva de las poblaciones mapuche que habitan los escenarios cordilleranos del sur de Chile. Los descansos son pequeños altares, de no más de un metro de alto, erigidos en la memoria de los difuntos junto a un árbol (Figura 1)1. La presencia de estas construcciones religiosas en el mundo mapuche cordillerano del sur de Chile representa una forma de articular los espacios cotidianos y los sagrados, a la par que de separar lo comunitario de lo familiar. La arquitectura de los descansos adopta la forma de una casa o alero, ornamentado con una cruz y dispuesto a los pies de un árbol, de preferencia un pellín o roble antiguo (N. oblicua). Se ubica dentro de los límites prediales, a una decena de metros de la morada del difunto o difunta, y su localización puede ser definida por la familia o estipulada con anterioridad por la misma persona. En algunos casos, lo único que se constituye como descanso es el árbol escogido para recordar al difunto (Rojas et al. 2011; Skewes et al. 2011).


Figura 1
. Un descanso (fotografía de los autores).

Un mapa con los hitos fúnebres en las poblaciones cordilleranas de la región de Los Ríos en el sur de Chile marca nítidamente la frontera entre el mundo mapuche y la sociedad chilena: a un lado se ubican las pocas animitas que dan cuenta de accidentes trágicos ocurridos en los caminos y a través de las que chilenas y chilenos evocan a quienes allí han fallecido; al otro lado se encuentran, en los límites de las propiedades indígenas, los descansos, hitos recordatorios de los difuntos de la familia2. Aun cuando la diferencia es nítida y definitoria en cuanto a las adscripciones étnicas, los descansos han sido soslayados en la literatura acerca de la cultura y la sociedad mapuche. Semejante omisión no responde a la poca visibilidad que pudiera tener un fenómeno cuya materialidad es evidente. Se trata más bien de los sesgos con que se ha asumido el estudio de los procesos socioculturales, donde las teorías contemporáneas han privilegiado sus dimensiones discursivas, haciendo abstracción de sus materialidades. La omisión de estos enclaves materiales de la memoria y nodos de prácticas sociales corresponde a un hábito metodológico que escudriña hasta donde sea posible en la conciencia de las y los actores pero no en la materialidad de su existencia. En las últimas décadas, la relevancia de la cultura material en los estudios de los procesos sociales ha retomado su posición. Las cosas importan, plantea Daniel Miller (1998), y los desafíos se concentran más bien en saber cuánto importan, qué cosas importan más que otras y, sobre todo, en dar cuenta de la proliferación de ensamblajes e identidades entre ellos y los seres humanos.
Los descansos se tornan visibles cuando se opta por una mirada teórica que privilegia la materialidad del fenómeno cultural y que se apoya en la observación como técnica preferente en el trabajo de campo. Cuando el foco de la lectura de los hechos sociales abandona el mundo abstracto de las subjetividades que las animan y se desplaza hacia las articulaciones materiales que se dan entre humanos y no humanos, se abre un inusitado espacio de indagación científica. Mediante esta aproximación es posible desentrañar la intrusión de las categorías analíticas occidentales que han sesgado tanto la comprensión de la visión indígena como de la relación entre seres humanos y los demás seres que concurren a la constitución de los mundos de vida. La separación entre vida y muerte, por un lado, y de naturaleza y cultura, por el otro, da cuenta de una ontología occidental que oscurece más que aclara la comprensión de las procesos vitales, como lo atestigua una extensa literatura surgida en los últimos decenios (Miller 1998; Latour 2005; Ingold 2011a; Descola 2012, 2014; Kohn 2013). Árboles, ríos, volcanes, piedras, pumas, bandurrias, entre otros, reclaman, desde esta perspectiva, ser considerados en sus trayectorias y en sus encuentros, afortunados o no, con los seres humanos, quienes, como lo subraya Kohn (2013: 134, traducción nuestra), son “los productos de múltiples
seres no humanos que han concurrido y continúan concurriendo a formarles”. El bosque es un escenario en el que se evidencia el enredo –el meshwork de Ingold (2012: 435)–, la vida que engendra vida. Las trayectorias de las diversas especies, incluyendo a las poblaciones humanas, en su mutua transformación, en su fuga constante, van creando nuevas posibilidades, nuevos paisajes, nuevos enredos. Para comprender la relación entre los humanos y los no humanos es preciso definir a las comunidades locales como coaliciones vivientes más que como ficciones narrativas fruto de la imaginación etnográfica y del poder colonial (Fabian 1983). Desde esta perspectiva, las poblaciones afincadas en las zonas boscosas pueden ser analizadas simultáneamente como prolongaciones de procesos bióticos y como sitios de fricción en relación con las expansiones provenientes de los valles que dan cuenta de las transformaciones materiales inducidas por las relaciones mercantiles. En este contexto, la textura de un mundo moldeado por la relación entre las trayectorias de humanos y no humanos adquiere nuevos sentidos, lo que demanda, a su vez, un reconocimiento más fino del paisaje local frente a la voracidad del mercado y a la intervención de actores externos. El escenario en que se inscribe este estudio corresponde a las poblaciones indígenas que se han constituido a partir de su relación con el bosque o sus retazos en un marco dominado por los volcanes Villarrica, Mocho Choshuenco, y, a la distancia, Lanin. Estas poblaciones son parte de las coberturas vivientes emplazadas entre la zona cordillerana y las elevaciones de la depresión intermedia de las comunas de Lanco, Panguipulli, Futrono y Lago Ranco en el sur de Chile (para una descripción, cf. Gay 1844). En este marco, las poblaciones se emplazan cercanas a los cursos de agua y riberas lacustres y a las pendientes a ellos asociadas, y sobreviven a la penetración profunda de la sociedad chilena, estimulada por la explotación de los bosques a lo largo del siglo veinte (Skewes et al. 2012).
El trabajo de campo en las áreas de refugio, donde históricamente se atrincheraron las comunidades indígenas (así definidas por la legislación vigente), se hizo entre los años 2009 y 2011, con viajes posteriores durante el año 2014. La actividad incluyó visitas continuas con entrevistas hechas a interlocutores calificados, reuniones grupales y caminatas de reconocimiento con ellos3. También se verificó la participación de los miembros del equipo en las actividades rituales como el wetripantu (celebración del solsticio de invierno) y el nguillatún (rogativa comunitaria). El trabajo se ha fundado en la creación de vínculos con las personas y organizaciones locales en términos de reciprocidad: los progresos de la investigación fueron retroalimentados a las y los actores locales, quienes han podido usar parte de los productos del estudio en sus propios proyectos y demandas hacia el Estado. El estudio se concentró en las laderas occidentales del lago Neltume con las comunidades de Juan Quintumán e Inalafquén; en las elevaciones al poniente de los lagos Panguipulli y Calafquen, en la comunidad de Milleuco en Huitag y, un poco más hacia el surponiente, la comunidad de Chosdoy, en la comuna de Lanco. Asimismo, se entrevistó a interlocutores relevantes de las comunidades de Coñaripe, hacia el nororiente del área incluida en el mapa, y de Lago Ranco, hacia el surponiente (Figura 2). En total se ha entrevistado a 45 personas adultas de estos sectores (30 hombres y 15 mujeres), se han hecho cuatro discusiones grupales en torno a las temáticas del bosque y el agua y se han desarrollado de modo complementario tres cabildos con vecinos (con una asistencia promedio de 12 personas a cada uno) en relación con el bosque y la madera. De especial interés fue la constatación acerca de la vigencia de los descansos como ritos familiares de articulación social, lo que llevó a una exploración más focalizada en torno a estos hitos rituales y el diálogo con 10 personas que han participado del rito mismo.


Figura 2.
El área de estudio (mapa elaborado por Jessica Castillo).

La información recogida a través del trabajo de campo ha sido complementada con referencias a los relatos compilados por Yosuke Kuramochi y Juan Luis Nass (1991), y Mayo Calvo (1990) en la misma área considerada por este estudio. Las narraciones compiladas por Bertha Koessler-Ilg (2000) dan cuenta de una cultura mapuche cordillerana transandina que manifiesta muchos elementos en común que, toda vez que se condicen con lo recabado en el terreno, son aquí incorporados. Desde la perspectiva materialista vital, usando la terminología de Jane Bennett (2010), se analiza al papel que los árboles juegan en la configuración de los paisajes locales y su relación con el mundo mapuche y, más específicamente, de la identidad que se establece con los koyán o roble (N. obliqua). Los árboles, aunque han sido compañeros permanentes de los mapuche, como indirectamente lo atestiguan estudios como los de Bragg et al. (1986), Grebe (1993), Villagrán (1998), Molina et al. (2006), Camus y Solari (2008), entre otros, no han sido abordados en su identificación con los seres humanos4. La reflexión acerca de la mutua constitución de las poblaciones mapuche en relación con especies culturalmente estratégicas (Garibaldi y Turner 2004) merece ser profundizada, especialmente en lo relativo a los árboles, cuya importancia decanta a partir de una etnografía con vocación materialista.
Es menester subrayar que este estudio se inscribe en un territorio marcado por tensiones socioambientales y en los que las comunidades indígenas tienden a ser crónicamente perjudicadas. Las fuentes de estos conflictos se relacionan con la expansión de los capitales asociados a la generación hidroeléctrica, a la industria del turismo y a la conservación de predios por privados para fines de recreación y/o de filantropía ambiental (Skewes et al. 2011). Investigaciones como esta y otras similares están llamadas a contrarrestar el peso que aquellas iniciativas tienen en la política regional y su impacto en la organización del territorio y en quienes lo habitan. Se concluye subrayando la necesidad de profundizar la mirada materialista, no sólo con la intención heurística de alcanzar una mejor comprensión de los hechos sociales y culturales del territorio, sino como una forma de revisar los procedimientos usados para valorar el patrimonio de las comunidades locales.

PERSONAS, ESPÍRITUS Y COSAS

El giro interpretativo en antropología puso entre paréntesis una reflexión de largo alcance en el estudio de la cultura, que implicó un desplazamiento de la observación hacia la entrevista en la etnografía, lo que produjo a la vez una escisión entre las palabras y las cosas y entre las prácticas y las interpretaciones (Miller 1998). El desarrollo de los estudios de cultura material, a partir de 1996, con la creación del Journal of Material Culture, ha permitido recuperar las intuiciones iniciales tanto de Bronislaw Malinowski como de Marcel Mauss y Karl Polanyi en el sentido de que las sociedades se constituyen a través de flujos materiales asociados al intercambio, la apropiación y la localización de las cosas. El entramado social responde a los intercambios permanentes que se producen entre personas, cosas y espíritus. La afortunada expresión de Marcel Mauss cobra nuevas dimensiones cuando se asume la permeabilidad material de los términos involucrados. Las contribuciones de Latour (2001), Bennett (2010), Ingold (2011a) y Descola (2012) recogen no sólo la importancia de los intercambios sino también la vitalidad, sea de los objetos, en el caso de Bennett (2010); sea de las trayectorias, en el caso de Ingold (2011a). “El poder de la cosa”, escribe Bennet (2010: 20; traducción nuestra), “dirige la atención a la eficacia de los objetos por sobre los significados, diseños o propósitos humanos a los que expresan o sirven”. Sin embargo, como lo objeta Ingold (2013), la agencia ha de ser concebida relacionalmente: siempre depende de la colaboración, interfase o tensión que se establece entre cosas. Más que presentarse la agencia de cada cosa de modo congregacional, es el entrelazamiento de las trayectorias de los materiales lo que produce la vida. Estos entrelazamientos corresponden con los colectivos o ensamblajes de Latour (2001): confederaciones vivientes cohesionadas a pesar de las energías que, desde su interior, se difuminan en sentidos varios. El concepto de ensamblaje involucra la noción de actor-red, tal como la define Latour (2001). No obstante, tal referencia debiera entenderse por parcial toda vez que las redes se establecen sólo en un plano de la realidad. La contribución de Ingold (2011a), en este sentido, favorece una comprensión gruesa del amasijo vibrante del que los seres (vivos o no) son parte (Bennett, 2010). A la lógica de la hormiga, Ingold antepone la de la araña: la una establece conexiones entre puntos, la otra teje tales relaciones, constituyéndolas en parte de sí y del mundo. El amasijo o meshwork resultante es un concepto más apropiado para dar cuenta de procesos culturoambientales: la porción de la biosfera que interesa a la práctica de la etnografía es el paisaje, esto es, un amasijo en el que mutuamente se infiltran aspectos materiales y subjetivos cuya integración adquiere formas simbióticas que condicionan la práctica de los actores que allí coexisten (cf. también Massey 2005).
Desde esta perspectiva, la imaginación de los propios actores en relación con los otros seres con los que interactúan es otra fuerza que impacta al amasijo y que se articula, a través de las prácticas, en la organización emergente del paisaje y en los cuidados o no que se observen en la relación con los demás seres. La etnografía no puede, pues, abandonar su tarea de situar a las personas en la maraña de procesos vitales –en el flujo de la vida- y, a partir de ellas, recrear los contornos del territorio, que se ha de concebir como una totalidad viviente5. En este sentido, el paisaje cordillerano mapuche se reconoce como diverso en los márgenes de la cuenca hidrográfica (Figura 3). Más allá de ellas, otras colectividades vivientes comienzan a cobrar vida, las de los colonos chilenos (Skewes et al. 2012).


Figura 3.
La cordillera mapuche (fotografía de Pablo Rojas).

Los contornos del paisaje mapuche cordillerano
Los árboles estuvieron en la raíz de la ocupación chilena del territorio mapuche cordillerano: la explotación de los bosques nativos fue una motivación central. Especies que en la tradición local constituían el corazón de la actividad humana se transformaron en víctimas de la tala indiscriminada. El sentido sagrado conferido a los árboles se trocó en comercial: sus maderas fueron mercancías estratégicas para el desarrollo de un capitalismo temprano: el mañío (Podocarpus saligna), el raulí (Nothofagus nervosa), el coihue (Nothofagus dombeyi), entre muchas otras especies, fueron incorporadas a los circuitos mercantiles. Pero, sin duda, el roble (N. obliqua) fue una víctima preferencial: aunque modesto, su papel fue vital para la creación del ferrocarril en Chile, dado que su manera sirvió para la fabricación de durmientes. La llegada de empresas colonizadoras –que en realidad no fueron otra cosa que empresas comerciales que usurparon los territorios a las poblaciones mapuche para la comercialización de las maderas– desplazaron a estos habitantes a espacios de carácter residual. La colonización chilena privilegió la ruta transversal a través de los lagos Piriheuico, Calafquen, Panguipulli, y, más al sur, Maihue y Ranco, para el transporte de aquellas maderas (Skewes et al. 2012). Las cotas más elevadas, las pendientes abruptas y los interiores cordilleranos inaccesibles escaparon a la
intrusión colonizadora, y permanecieron disponibles para las comunidades erradicadas de sus pagos históricos, donde, además, lograban sobrevivir paños de bosque nativo. Las actuales comunidades indígenas habitan corredores estrechos entre los montes, los que les sirven de tierras de refugio, significado este que ha quedado inscrito en la toponimia: Neltume, por ejemplo, significa “ir a la libertad” o “andar libre” (Alarcón 1958). Pero, tal como recuerda uno de nuestros entrevistados, para los mapuche del siglo XX, más que un tránsito a la libertad, se trató de desplazamientos forzosos hacia los márgenes: “Los más ancianos, los que llegaron primero, cuando los corrían de allá se venían a arrinconar aquí… Fueron arriados de Neltume, los otros llegaron allí, a ese ladito que le dicen Chauquén en esa parte” (cf. testimonios de la época en Bernedo 1994 y Díaz Meza 2006).
El contexto histórico y ecológico sufre las transformaciones derivadas de la presencia chilena. Tras la ocupación, la tierra se define como fiscal, con la subsiguiente “regularización” de la propiedad indígena a través del otorgamiento de títulos de merced en la segunda década del siglo pasado (Vergara et al. 1996). A pesar de los desplazamientos forzados, las poblaciones mapuche recrean los paisajes a través de sus prácticas cotidianas. Siguiendo patrones tradicionales de ocupación del suelo, las comunidades se asientan en torno a los cursos de agua, y, en cierta forma, a través de ellas se recrea la mutua infiltración entre humanos y no humanos, aun en un contexto de fricción (Skewes et al. 2012).
La presencia chilena se materializa en la fundación de los principales centros poblados (Panguipulli, Neltume, Choshuenco) que, entre los años cincuenta y sesenta, vieron su época de mayor esplendor derivado de la industria de la madera (Alarcón 1958). La actividad maderera no fue indiferente a las comunidades locales. Las generaciones jóvenes se quejan respecto de sus padres, quienes, en cierto momento, fueron obnubilados por la conversión de los árboles en madera, y la de esta en dinero. “Se olvidaron del respeto a los pellines (robles maduros)”. La expansión maderera abrió espacio para la venta de mano de obra, arriendo de animales y carretas, y, eventualmente, tala de árboles para ser comerciados. La industria maderera llegó a constituir una utopía política bajo el régimen de la Unidad Popular en Chile (1973) que, viendo la posibilidad de desarrollar un proletariado industrial en este territorio, había creado el Complejo Forestal y Maderero de Panguipulli sobre la base de la expropiación y anexión de 22 fundos –sólo uno de los cuales contaba con sus escrituras al día–, que cubrían una superficie de 360.000 ha. Durante su máximo apogeo, el complejo llegó a ocupar a 3000 trabajadores (Memorial a las Víctimas de la Dictadura 2010). Este escenario es recordado por las comunidades como un período de abundancia. El golpe militar en 1973 termina con este proyecto, cuando desmantela la organización y entrega las tierras a manos privadas. La devolución de los predios a los antiguos propietarios y su apropiación por parte de otros particulares excluye a la comunidad indígena del acceso a recursos básicos que les habían sido fundamentales para su existencia. El golpe “echó a perder todo”. “¿Por qué? El gobierno de esa época se comenzó a adueñar de esos campos de ahí para adentro, entonces toda la gente… Váyanse, váyanse nomás, ustedes no son de aquí, vayan a otro lado y ahí se fundó la población la que yo vivo”, a decir de un mapuche hoy residente en Panguipulli. El temor, el hambre y la supervivencia se impusieron como forma de vida en los años que siguieron. Frente a la progresiva desposesión, las familias mapuche encuentran en la geografía su soporte principal. En buena parte acogidas por las quebradas, por los retazos de bosque y suelo, se acomodan en torno a los cursos de agua y arroyos. La disposición espacial de estas comunidades, acompañadas por retazos de bosque, ancladas en las laderas, mirando sus casas hacia el este, deslizándose –como los cursos de agua– hacia las zonas lacustres, permitió mantener prácticas productivas y rituales que se replican en los ámbitos cordilleranos tanto hacia el sur, en las comunidades como Rupumeika, en la comuna de Futrono, y Coñaripe, hacia el norte; y otras aledañas al lago Calafquén, en el límite de las comunas de Panguipulli y Villarrica. Tal disposición permite, en un sentido, combinar recursos tanto del borde lacustre como de los bosques ubicados a mayores altitudes con una práctica de agricultura de autosubsistencia y pequeña ganadería, además de la venta de fuerza de trabajo y la obtención de subsidios públicos.
La verticalidad de la habitación no responde en forma exclusiva a la instrumentalidad de una relación primordialmente económica (Alvarado y Mera 2004): la pendiente se vive y se practica a partir de la experiencia cotidiana de vecinas y vecinos. Las viviendas están imbricadas en el paisaje y, con ellas, los árboles que las circundan, las huertas, los animales domésticos, el ganado menor, los pájaros y plantas con que se conversa, los antiguos cementerios y los descansos que proyectan, a lo largo del tiempo, estos núcleos vivientes atrincherados en los cerros y transformados en árboles que acogen a las nuevas generaciones.

La imbricación de los seres en los volcanes y lagos
Tres razones inciden en la incorporación estratégica de los árboles en las prácticas rituales en la vida cordillerana: (i) la identidad existente entre seres humanos y árboles; (ii) el vínculo que se establece a través del árbol entre los diversos dominios involucrados en el kimún o visión de mundo mapuche; y (iii) los procesos de descomposición y recomposición de los árboles y las maderas que, en su metabolismo con otros organismos, dinamizan los procesos vitales. Los materiales que se entretejen en las prácticas rituales en mucho exceden los que aquí se consideran. Los pájaros, los vientos, las piedras, la neblina, los pumas, son también parte del amasijo cordillerano. Las piedras, en particular, aparecen asociadas, por una parte, a la comunicación con lo trascendente –especialmente a través de hendiduras en las formaciones rocosas, que facilitan el tránsito entre los mundos, a los oficios de las machi (Cooper 1946) y a la brujería (Hilger 1957)– y a los encantamientos o la transformación en roca de figuras fundacionales como Mankian, en la costa mapuche (Faron 1964), y Huentellao, en la costa huilliche (Moulian 2002). Sin embargo, aquí se han privilegiado los árboles, las aguas y los volcanes, toda vez que son los que con mayor nitidez han evidenciado sus relaciones recíprocas con los seres humanos a través de la observación etnográfica y en las fuentes documentales de la región estudiada6.

Puentes entre mundos y personas: los árboles
El vínculo de los seres humanos con los árboles es de largo aliento. Así lo sugieren las características del koyán -roble (N. obliqua)- que, al igual que las poblaciones mapuche, ha sobrevivido, con toda su fortaleza, en condiciones de adversidad: la especie tiende a restringirse a sitios que son climatológica y edafológicamente subóptimos o a sitios expuestos a perturbaciones de carácter catastrófico recurrentes (Read y Hill 1985). Más aún, frente a devastaciones, el coihue (N. dombeyi) y el koyán ofician de especies colonizadoras junto a los cursos de agua, lo que permite la regeneración de los bosques (ver, por ejemplo, Donoso et al. 1999). No debiera sorprender, en consecuencia, que sea un koyán el centro de la preparación del nguillatún de Neltume, junto al antiguo cementerio, mientras que un palenque (o meliu en Latcham [1924]), hecho de la madera de este árbol, se constituya en el centro de rehue o lugar sagrado donde sea realiza la ceremonia (Figura 4). Bajo el koyán se reúnen, convocados por un sargento, las autoridades ceremoniales, quienes dirimen la fecha y detalles de la celebración, tras lo cual les corresponde solicitar el permiso de los seres espirituales para realizarla. El recorrido que siguen recrea el curso de las aguas hacia el lago. Bajan por un sendero rumbo a la pampa, ubicada a nivel del agua, la que aflora en primavera para ser cubierta por el lago durante el resto del año. Allí piden permiso al ngenco, el espíritu del lago, cuya autorización comunica el pez plateado que se acerca al muday (bebida ritual) que se le ofrece.


Figura 4.
El palenque del nguillatún del lago Neltume (fotografía de Raúl Henríquez).

El roble (N. obliqua) se incorpora en la vida ritual del grupo, y lo hace como expresión de una ontología que no establece demarcaciones rígidas entre seres humanos y no humanos sino que, por el contrario, los entiende en sus mutuas relaciones. En la rogativa se entreveran los hitos centrales del kimún mapuche cordillerano. El nexo visual entre lago y volcán está mediado por un proceso ceremonial cuyo inicio se asocia al koyán, bajo el que discurren las deliberaciones entre los vivos, y que culmina en un rehue o lugar sagrado, donde la madera de esa especie adquiere un carácter icónico de la relación con los otros mundos. Los árboles, especialmente el koyán y el trihue o laurel (Laurelia sempervirens), facilitan el tránsito entre mundos, en tanto se prestan para los encuentros de los vivientes y los antiguos. Son parte del eje cósmico que vincula las diversas dimensiones del universo con las entrañas de la tierra. Sus troncos ahuecados sirven de puertas a través de las que los seres espirituales pueden transitar entre mundos (Kuramochi y Nass 1991; Koessler-Ilg 2000). Las prácticas rituales representan un proceso metabólico mediante el que se subjetiva la experiencia en un territorio donde “el roble ejerce un dominio universal en toda la extensión de las montañas” (Domeyko 1971: 17).

Árboles, lagos y volcanes en una geografía sagrada
El eje existencial de las poblaciones se traza entre las profundidades de los lagos y las alturas de los cerros y volcanes, todos tutelados por seres poderosos: los ngenco, los ngen winkull, y los pillán (Grebe 1986). Tanto la actividad económica, el emplazamiento de las casas y de las líneas familiares y sus quehaceres domésticos, como los descansos contiguos a los árboles, el koyán junto al cementerio, se reconocen en una pendiente que privilegia la mirada hacia el este, la que se consagra por medio de las prácticas rituales individuales, familiares y comunitarias. El eje existencial, desde este punto de vista, se practica tanto en lo cotidiano como en lo ceremonial. El patrón paisajístico coincide con la descripción del complejo pitrén, del período Agroalfarero temprano (700-1400 DC), donde los cementerios se ubican en la parte alta, en una cota cercana a los 300 m sobre el nivel del mar, con visibilidad al lago y al volcán. “Esta situación implica una selección normada de los lugares para enterrar a sus antepasados, la cual se articula en torno a dos topos referenciales fundamentales como son el lago y el volcán” (Adan et al. 2007: 9). De igual manera, la ruka se construye en lugares altos, mirando al lago o al volcán, como eje existencial, próxima al cementerio y a la cancha de nguillatún, “que invariablemente en las comunidades mapuches del Lago Calafquén presentan una ubicación contigua” (Alvarado y Mera 2004: 567). El paisaje es tenido como el fruto de la disputa entre los volcanes que antaño se trenzaron en combate, donde el Mocho perdió su cabeza. El volcán Villarrica se constituye en un centro místico del mundo mapuche (Kuramochi y Nass 1991). “Eso es lo que me dejó mi Dios a nosotros, dejó el Volcán, resuello de la tierra”, conversa una vecina del lago Neltume. Los resuellos de la tierra se hacen sentir en las fumarolas, en la surgencia de las aguas termales y en los lagos. En su interior hay una casa donde viven los espíritus del pillán, o espíritu intermediador entre los seres humanos, y el Ngechén; también los espíritus de los muertos pasan por este volcán en su viaje a su destino final (Yanai 2004). La centralidad del volcán se reafirma a través del nguillatún, donde el toro escogido como animal sacrificial lo representa: entre los posibles animales, se busca aquel cuya piel amarilla más se le asemeje (Skewes et al. 2011). La relación del toro con la regulación ritual de las tensiones entre los seres de la naturaleza, particularmente las aguas y los montes, tiene características similares a la de la conflagración entre las serpientes tren-tren, protectora de los seres humanos, y caicai vilú, amenazante por su poder sobre las aguas. En Milleuco se señala que, al ver trancado el lago y el sentir el bramido de unos toros, enviaron a dos jóvenes a ver qué pasaba: “Vieron dos toros, un toro colorado con un toro amarillo, éste último era por el bien, el otro trancando la pasada del agua”7.
El carácter icónico que asume el toro con respecto al volcán adquiere nuevos significados tras su sacrificio en el nguillatún: su cuerpo, relleno de piedras, es sumergido en las aguas, con lo que se reconcilian las fuerzas en tensión. La inmersión simbólica del volcán transubstanciado en toro permite el encuentro generativo del monte y el lago en su condición de progenitores del sol y de la luna: “Kuyén [la luna] es hija de los lagos, así como Antü [el padre Sol] es hijo de las montañas” (Koessler-Ilg 2000: 96). En Chosdoy, este matrimonio adquiere otro sentido: entre una viviente y un longko tutelar. Entre ellos, escogieron una niña, “de la mejor herencia como se dice, del mejor sabio”. La dejaron en el monte, como ofrenda al longko tutelar, “para que vigile la tierra, para que de suerte, todas esas cosas, los animalitos, los cereales. Que no hayan epidemia grande, que no haya enfermedades”8.
En los lagos se concentran fuerzas trascendentes que reconocen el señorío de su dueño, el shompalhue: hay seres humanos atrapados en las cuevas interiores y otros seres numinosos que habitan las hendiduras de los troncos, que se entremezclan con los cuerpos de los toros sacrificados en las rogativas, con los hundimientos de embarcaciones y de otros restos asociados a la actividad humana y a los procesos de la naturaleza (cf. Bertha Koessler-Ilg 2000: 26). El fondo del lago corresponde a una geografía cuyos hitos –tales como una aparición, el avistamiento de algún objeto o de alguna persona ahogada– se graban en la memoria de la comunidad y se constituyen en puentes con el tiempo presente. Esta geografía sumergida –invisible al transeúnte chileno– cobra vida en las prácticas rituales.

Humanos trocados en árboles, árboles trocados en humanos
Los descansos, en tanto práctica ritual fúnebre del mundo mapuche cordillerano, invitan a reconsiderar las relaciones entre los vivos y los muertos, entre humanos y no humanos. La erección de un crucifijo y un pequeño altar a los pies de un roble (N. obliqua), laurel (L. sempervirens) u otra especie similar marca un espacio que permite a vivos y antiguos recrear sus vínculos sin poner en jaque la seguridad presente de los primeros. En torno a este altar familiar se congregan los deudos con el difunto en fechas significativas o cuando se sueña con esa persona. El descanso se define en relación con el püllün, uno de los espíritus de la persona, que separa al difunto del mundo de los vivientes pero, al mismo tiempo, crea una instancia para el encuentro con él (Course 2007). Debe recordarse que la “supervivencia del alma, para los mapuches, no tiene como referente la eternidad metahistórica: solamente es una experiencia de ‘haberse ido’, de haber llegado a la ca mapu (la otra tierra)” (Barreto 1996: 37). Schindler (1996: 165) señala que, en su travesía a otros mundos, debe asegurarse de que el püllün llegue a su lugar de destino, “lo que se logra mediante el amülpullün, esto es, del cierre fúnebre donde se estimula su partida”, o más exactamente, se “obliga a salir al püllün”.
La separación del difunto de su hogar reclama la realización del rito del descanso, el cual consiste en sacar el ataúd de la casa y detenerlo en el límite del predio familiar, donde se sacrifica una gallina amarilla. Aquí se entierra la cruz que sirve de referencia para construir la réplica de la casa, que permitirá confundir al espíritu del difunto en su eventual retorno. “Al sacar la fatal canoa del hogar doméstico”, escribe Domeyko (1971: 59) en 1845, “no se descuidan los apasionados hijos en observar las supersticiosas prácticas cuyo objeto es el impedir que la extraviada alma vuelva a la antigua morada de su casa”. En el lugar donde se ubica la cruz, se gira la urna, la cual pasa de los familiares a los miembros de la comunidad, quienes continúan con el cortejo rumbo al cementerio. El rito protege frente al posible retorno del püllün. El traslado posterior de los restos involucra otras detenciones, que se acompañan con el awun o cabalgata circular contrarreloj de cuatro caballos provistos de campanas, mientras se tocan las cornetas para que el alma del difunto “vaya divertida y alegre” (Duhalde y Jelves 1981; Calvo 1990: 101-102). Las pocas descripciones existentes acerca del descanso omiten un importante aspecto: servir de lugar de encuentro con los difuntos. “Mi papá pidió que le dejáramos el descanso, él iba a venir a vernos a nosotros, cómo estábamos”, explica una mujer de Milleuco. En su construcción “se prende su vela, se deja la corona y se parte al cementerio”, señala una vecina de Milleuco, “se le pone agüita”. Asperjar agua o servirla en un pocillo son gestos a través de los que las y los deudos propician al difunto. El gesto replica la acción regenerativa de la naturaleza a través de las aguas de lluvia. Más allá del encuentro entre dos mundos, el enclave ritual da cuenta de la relación subyacente entre humanos, antiguos y actuales, y los árboles, koyán o trihue, frecuentados por los pullün.
La geografía local es reconocible por los árboles que dan cuenta de la pasada existencia de los difuntos y difuntas; el descanso testimonia la habitación humana prolongada en árboles. La conversión de los seres humanos en árboles encuentra un correlato que aún es menester estudiar, cual es la transformación de los árboles en personas, aunque, en rigor, convendría hablar de la transmisión de propiedades entre unos y otros. La incorporación de algunos árboles y especies arbustivas a la dieta, además de sus frutos, es sugerente. Barreto (1996: 50) escribe, en este sentido, que “los araucanos ingerían una especie de alga de los ñirres (Nothofagus antartica) para tener hijos varones: a dicha alga la llaman payum ó barba”. Latcham (1924: 322-323) refiere que cuando nacía un hijo varón, se plantaba un árbol en el contorno del lepún. Y cita, a modo de ejemplo, que, en un litigio, un longko reclamó la propiedad de su tierra aduciendo: “¿Ve usted ese árbol? Pues se plantó para el día que nació mi abuelo, y ese otro fue plantado el día que nació mi padre, y éste, el día que yo nací. Aquellos otros se plantaron al nacimiento de mis hermanos, y todo este grupo personas de mi familia, que siempre ha ocupado esta localidad”.
Los árboles se hacen parte de la existencia social de los seres humanos, dado que condensan la memoria que luego pueden transmitirles. La relación íntima que se mantiene con ellos se proyecta en el tiempo a través de aquellas especies que son generacionalmente distinguidas por su longevidad: los únicos árboles que tienen este atributo, al menos en el área de estudio, son el coyán o roble y el coihue (N. dombeyi). Amén de su incorporación a la vida ritual y cotidiana, los árboles son seres sujetos a una existencia trascendente y, en tal condición, pueden permutar sus propiedades con las de los humanos. “Los árboles también tienen sus longko”, explica un antiguo residente de Milleuco, “principalmente el pellín, el laurel”. La presencia espiritual en el árbol se sedimenta a través de los años bajo la forma de un depósito de sabiduría y salud. Así, por ejemplo, al enfermo ayuda el abrazar un roble y, como cuenta el mismo interlocutor de Milleuco, “antes mandaban un joven a conversar ahí para ir a sacar sabiduría, lo mandaban a hablar con los árboles y así se practicaba”. Este vínculo concierne a la dimensión aún más general de la relación que los mapuche establecen con los árboles en tanto vehículos de prácticas rituales. La práctica ritual, en este sentido, pasa a ser constitutiva del paisaje, de tal modo que la geografía sagrada del mundo mapuche cordillerano no está separada del medio sino que es parte suya.

La regeneración
El recuerdo de los difuntos comienza a inscribirse en el paisaje de modo tal que el progresivo deterioro de los crucifijos y maderas empleadas en el recordatorio va desplazando la memoria hacia el árbol con que se termina relacionándole y el cual sigue siendo foco de interacciones entre antiguos y vivientes.9 Los árboles asociados a los descansos permiten trazar los contornos de las historias familiares y establecerse como hitos de la memoria, como queda de relieve en el siguiente relato de un vecino de la comunidad Juan Quintuman: “Se cayó un cerro allá. Ahí donde hay un pino grande es un descanso que quedó, la mamá, papá y dos hermanas. Y de ahí pusieron el descanso, porque la casa estaba en todo lo que era el camino grande. Entonces el descanso lo hicieron al ladito del pino grande, quedó el puro pino”. A medida que pasa el tiempo, estas construcciones comienzan a mutar de modo tal que la cruz y la gruta que acogieron el recuerdo del difunto dejan su lugar al pellín. “Y lo dejé ahí [el descanso] largo tiempo para que mientras pasen los tiempos, unos diez años puede durar ahí, y después se elimina solo, queda el árbol no más de descanso. Es un árbol que viene a ser como santificado, no es cualquier árbol. Yo hallo que el espíritu queda habitando siempre en el árbol, porque el árbol no muere”, sostiene una de las vecinas de la comunidad Juan Quintumán (Figura 5). La transformación del descanso en árbol, o, más estrictamente, el desplazamiento de su sentido por contigüidad, sugiere la regeneración de la vida a través de la interacción de los materiales. Como se ha señalado, los descansos comienzan a transformarse por la acción de las aguas, los insectos, el viento y las aves. El “deterioro” de la construcción puede ser concebido más bien como una transformación que lo trueca en árbol. En la transformación de los materiales, la relación con la lluvia y las aguas es sugerente para dar cuenta de los procesos regenerativos que pueden identificarse en algunas prácticas y relatos significativos en este contexto. De especial interés son aquellas referencias que reconocen en la descomposición de los materiales por acción del agua y humedad, un valor transformador a través del que se recrean los procesos vitales. Esta es la tercera dimensión que interesa indagar aquí.


Figura 5.
La transformación de un descanso (foto de Pablo Rojas).

La invitación se abre para considerar desde otra perspectiva la descomposición que afecta a todas las cosas y seres. Desde este punto de vista, el carácter germinativo que tales procesos tienen se prolonga en la experiencia humana con sentidos diversos a través de las prácticas tanto cotidianas como rituales del mundo mapuche. La descomposición deriva su potencia del agua que fluye infiltrando de igual modo a seres humanos y no humanos. En el mundo mapuche, el contacto entre madera y agua tiene poderes generativos. El agua se hace presente en la vida del bosque como una fuente permanente de vida y, sobre todo, de transformación. La cooptación de los procesos de descomposición asociados a la interacción de los árboles, sus frutos y el agua se vincula a la alimentación, a la sanación y a la adivinación, entre otras prácticas. Los relatos dan cuenta de que el uso de las aguas en las cavidades de los árboles servía para dejar las papas que, podridas, eran parte de la dieta. “Las patatas podridas eran un manjar apetecido por los araucanos de antaño”, según Bertha Koessler-Ilg (2000: 140; ver también De Moesbach 1936). La descomposición también puede usarse con otros propósitos, como la adivinación (peutun). Así ocurre entre los mapuche de Chachaico (Argentina), quienes auguraban un mal año cuando se descomponían los piñones enterrados para su conservación (Barreto 1996). En este caso, las connotaciones negativas asociadas a la pérdida de los piñones no restan valor predictivo al proceso y, por lo mismo, vinculante respecto de períodos venideros. La interacción de los materiales, agua y árbol, puede producir efectos benéficos. La presencia del coihue (N. dombeyi) como una especie benefactora, y del winkull como reservorio de salud así lo atestiguan. Los y las machi recogen de estos bosques, donde agua, árboles y arbustos abundan, los elementos de su oficio. El tronco ahuecado, siempre lleno de agua, sirve para propósitos curativos: “Mi bisabuelo decía que el agua de un árbol hueco cura todos los achaques, limpia la piel, rejuvenece inmediatamente”. La piel enfermiza se mejora si uno se baña en el agua de un mañiu (Podocarpus nubigenus)” (Barreto 1996: 140).
Los procesos de transformación por la vía de la descomposición son consustanciales a la vida del bosque. Allí donde los técnicos sugieren ralear, algunos comuneros advierten la conveniencia de no hacerlo a fin de alimentar la vida que bulle en torno a los árboles caídos. Las prácticas humanas, en este sentido, prolongan estos procesos de modo de cooptarlos (Ingold 1993) y de alinearse con ellos en la vida cotidiana. En vez de entender la descomposición y las transformaciones asociadas al contacto con las aguas como decaimiento o muerte, las prácticas sociales y rituales mapuche las conciben en su potencia regenerativa.

CONCLUSIONES

La relación que las comunidades mapuche cordilleranas establecen con los volcanes, las aguas y los árboles invita a profundizar las articulaciones materiales involucradas en dicha relación. Al considerar la geografía sagrada del mundo mapuche como un amasijo donde los materiales de la naturaleza se confunden con los humanos se invita a revisar las categorías de pensamiento que se han impuesto en el análisis del kimún. Por ejemplo, los modelos propuestos por María Ester Grebe (Grebe et al. 1973) que separan el mundo natural de la geometría cognitiva subyacente a las plataformas del bien y del mal debieran ser revisitados. En este caso, no sólo se despoja a la visión de mundo de las articulaciones materiales cuyas instanciaciones configuran el territorio sagrado sino que, además, se reifican las dicotomías propias de una ontología occidental. La invitación también incluye la posibilidad de una revisión de las separaciones taxativas que se presuponen en la relación entre difuntos y vivientes como, por ejemplo, la imputación a los rituales mortuorios del solo objetivo de “hacer del muerto un verdadero muerto, un antepasado” (Foerster 1993: 89). El ritual del descanso aquí descrito sugiere algo distinto: reformular los modos de vinculación con los antepasados en el ámbito cotidiano. La noción según la cual la naturaleza existe en un estado de permanente mutación, por otra parte, es de especial importancia toda vez que da cuenta de los eslabonamientos entre seres humanos y no humanos y del papel crucial que las aguas tienen en estos procesos. Semejante comprensión no se aleja de la que la botánica y la silvicultura tienen acerca de los ecosistemas forestales. Esta coincidencia reconcilia las diferencias que pudiera haber entre el conocimiento local y el conocimiento científico y propone un diálogo transdisciplinar en el que no sean ni el antropocentrismo ni el biocentrismo los ejes de la conversación, sino más bien los procesos vivientes del bosque.
Vista la práctica cultural a través de los árboles y demás especies se pone de relieve una ontología donde se desdibujan fronteras entre los seres humanos y demás seres constitutivos del paisaje. Convendría subrayar que esta reflexión lleva a relevar la identidad de los seres humanos con una especie en particular –el koyán o roble– que no ha recibido suficiente atención en la literatura. Esta identidad se manifiesta en la asociación con esta especie arbórea en los descansos. El análisis de la práctica revela otros aspectos a través de los que la presencia del koyán se hace sentir. Tanto el nacimiento como los cuidados de la salud y la adquisición de la sabiduría pasan por la relación con este árbol, al tiempo que los robles demarcan los territorios en los que transcurre la vida cotidiana y ritual de las poblaciones cordilleranas. Este ensamblaje ontológico establecido entre los seres humanos y los seres no humanos aparece con mayor precisión en las prácticas cotidianas y rituales que sirven de sustento a la habitación del mundo. Dos consecuencias prácticas se desprenden de estas constataciones. La primera es de orden metodológico e invita a recuperar el enfoque materialista en la exploración etnográfica. Por mucho tiempo se ha atendido en exceso a las palabras y poco a las cosas. Pareciera conveniente revertir esta jerarquía.
La otra consecuencia se refiere al valor del entramado vital en que se desarrolla la cotidianeidad de las comunidades cordilleranas. Desde la perspectiva chilena, resulta fácil desensamblar, inventariar y cosificar el mundo indígena. La vocación utilitaria del observador externo puede llevar a la destrucción de los tejidos paradojalmente invisibles –puesto que “están ahí”– y que sostienen la existencia cordillerana de los mapuche. La invisibilidad que para el chileno en general tienen las articulaciones entre seres humanos y no humanos torna especialmente vulnerables a las comunidades mapuche. La contribución de este y otros estudios similares consiste, justamente, en visibilizar nexos que fortalecen la defensa y reivindicación del territorio a la par que abren instancias de diálogo con otros actores relevantes en la región.

Agradecimientos

El presente artículo es producto de los antecedentes recabados a través de los proyectos de investigación F-1140598: “Antropología del Bosque” y Fondecyt F-1090465: “Los Paisajes del Agua”. Quisiéramos agradecer a quienes evaluaron el manuscrito, cuyas valiosas observaciones han sido incorporadas, y a Milena Sesar por la corrección de estilo. De especial significado fue la participación de nuestro ayudante, Pablo Rojas, en la obtención de la información de campo. Quisiéramos agradecer a las y los miembros de las poblaciones mencionadas en el artículo pero de modo muy especial recordar a don Fidel Jaramillo, residente de la comunidad Inalafquén del Lago Neltume, fallecido al momento de concluirse este manuscrito. Don Fidel fue un activo protagonista local, quien tuvo a su cargo la radio comunitaria. Al mismo tiempo, fue un interlocutor clave para nuestro conocimiento de la zona.

NOTAS

1 Pese a que la literatura señala que las mujeres no son objeto de ceremonias rituales asociados a su defunción (cf., Latcham 1924), en el territorio estudiado ello no se valida, aun cuando se constata la presencia predominante pero no exclusiva de descansos conmemorativos de varones.

2 La noción de descanso en el mundo mapuche debe ser discernida de aquella que se describe para el campesinado del centro sur de Chile. En este caso, se trata de detenciones a la vera del camino, donde se rezan oraciones en recuerdo del “finado”, y donde muchas veces se dejan cruces, velas y piedras en su memoria (Salas 1992; Plath 1993).

3 En virtud del contexto de tensiones políticas regionales ligadas a la instalación de represas de paso, se ha optado por no identificar a las y los interlocutores de este estudio, quienes, en todos los casos, accedieron a suscribir el consentimiento informado con el equipo de investigación.

4 Lo que no significa desconocer importantes estudios hechos en relación con árboles que han tenido un papel estratégico en las economías locales, como el pehuén o araucaria (Araucaria araucana) (Valenzuela 1981, 1984); en el comercio, como el lahual o alerce (Fitzroya cupressoides) (Molina et al. 2006); o en la vida ritual, como el foye o canelo (Drimys winteri), especialmente por sus asociaciones con la machi (Guevara 1911; Latcham 1924; De Moesbach 1992; Bacigalupo 2007).

5 Se recoge aquí la propuesta de Ingold (2011b) en el sentido de la necesidad de, en el caso de la antropología, volver a la persona en la reflexión acerca de los procesos vitales.

6 Al igual que en otros territorios del espacio mapuche, las piedras no se revelan en la etnografía con todo el poder que parecieran encarnar (véase, por ejemplo, Giminiani 2012).

7 El relato es prácticamente el mismo que aquel recogido por Kuramochi y Nass (1991: 176-178) de labios de María Clara Llancafilo, de la vecina comunidad de Chaura en Villarrica.

8 Ecos de esta narración se encuentran en los relatos acerca de Mankian (Carrasco 1989), de Shompalhue (De Moesbach et al. 1993), o el del matrimonio de una joven mapuche con el rey del lago (Koessler-Ilg 2000).

9 La memoria del bosque también se inscribía en trazas escritas en las cortezas de los árboles, cuya comprensión se ha perdido, según sugiere Bertha Koessler-Ilg (2000: 153): las cortezas o triken triken de los coihue “tienen hendeduras largas y cortas, consideradas por los indígenas escrituras, mensajes que ya no saben descifrar” (el destacado es nuestro).

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