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Intersecciones en antropología

On-line version ISSN 1850-373X

Intersecciones antropol. vol.18 no.1 Olavarría June 2017

 

ARTÍCULOS

El patrimonio como forma de resistencia a la gran minería. El caso del Huasco Alto, Chile

 

Mauricio Lorca y Marc Hufty

Universidad Autónoma de Chile. Av. Pedro de Valdivia 425, Providencia, Santiago de Chile. Universidad Bernardo OHiggins, Centro de Estudios Políticos, Culturales y Sociales de América Latina, EPOCAL. Fábrica 1990, Santiago de Chile. E-mail: maurolorca@gmail.com
Graduate Institute of International and Development Studies - IHEID, Chemin Eugène-Rigot 2 | CP 1672– CH-1211 Genève 1, Switzerland. E-mail: marc.hufty@graduateinstitute.ch

Recibido 1° de marzo 2016.
Aceptado 3 de septiembre 2016


RESUMEN

El artículo aborda el uso del patrimonio por parte de la Comunidad Agrícola de Ascendencia Diaguita Los Huascoaltinos como estrategia de resistencia contra dos grandes proyectos mineros. La progresiva articulación de un discurso patrimonial orientado a valorizar el territorio coincide con el inédito proceso de reetnificación que emprendieron esas familias comuneras en torno al etnónimo "diaguita" hace ya casi dos décadas. De esa forma, ambas dinámicas se imbrican para revitalizar a la organización comunitaria en pos del resguardo de la propiedad y el derecho a un modelo de desarrollo local libremente elegido.

Palabras clave: Desarrollo; Extractivismo; Identidad; Patrimonio; Territorio.

ABSTRACT

Heritage as a form of resistance to large-scale mining: the case of Huasco Alto, Chile

This article discusses how the idea of territorial heritage has been used by the Comunidad Agrícola de Ascendencia Diaguita Los Huascoaltinos as a resistance strategy against two large mining projects. The progressive articulation of a heritage discourse aimed at valuing territory coincided with a process of re-ethnicization undertaken by local families around the Diaguita ethnonym 20 years ago. These two dynamics interacted and led to a revitalization of Diaguita institutions, helping the community to claim an increased control over their property and the right to choose its own path towards development.

Keywords: Development; Extractivism; Heritage; Identity; Territory.


 

INTRODUCCIÓN

Durante las últimas décadas, la gran minería ha tenido en Chile una asombrosa expansión, que ha significado la penetración del gran capital en espacios que habían permanecido, hasta ese momento, marginales a su acción. Esos enclaves extractivos se constituyen en eventos de enorme relevancia al establecer nuevas fórmulas estatales y privadas de territorialización (Vandergeest y Peluso 1995). Esas formas de ocupación y control espacial desencadenan una marcada conflictividad, dadas las diferencias y asimetrías existentes entre los actores sociales en pugna. Dentro de este tipo de conflictos destacan los ubicados en el valle del Huasco de la región de Atacama. En efecto, en la parte alta de ese valle, en la comuna de Alto del Carmen, se ubican dos de las más controvertidas inversiones mineras del país: los proyectos Pascua-Lama y El Morro. Ambos han tenido importantes repercusiones ambientales y sociales: contaminación de suelos y agua e impactos en el manejo del territorio y las instituciones sociales locales (Yáñez y Molina 2008; Salinas y Karmy 2009; Larraín y Poo 2010). Por ende, han encontrado una férrea oposición en la población local y nacional, que se ha expresado utilizando el repertorio clásico de los movimientos sociales: manifestaciones, marchas, toma de carreteras y recursos jurídicos (Tilly 1984).
De modo complementario a esas tácticas de movilización, desde el año 2005 se observa el desarrollo de una nueva forma de resistencia por la principal afectada por esos proyectos mineros: la Comunidad Agrícola de Ascendencia Diaguita Los Huascoaltinos (en adelante, la Comunidad)1. Dicha forma se basa en la patrimonialización –entendida como el proceso de aumento de la carga simbólica de ciertos bienes mediante la progresiva articulación de un discurso (Davallon 2006; Roigé y Frigolé 2010)– de elementos culturales y naturales presentes en su territorio, con el objetivo de que esos recursos, además de constituirse en soportes de reetnificación2, añadan valor antropológico y ambiental a la propiedad –lo que legitima su conservación y protección– y entorpezcan la acción empresarial. Este artículo examina esa forma de resistencia para descubrir sus orígenes, sus limitaciones y/o sus contradicciones y oportunidades. Para ello se hace referencia a la aplicación del modelo extractivista en Chile y el valle del Huasco, las respuestas que ha originado y cómo se han implementado los procesos de reetnificación y de patrimonialización del territorio diaguita huascoaltino. Por último, se analiza la dimensión política del patrimonio y el rol que cumple en dinámicas de confrontación entre agentes sociales que divergen respecto de cómo gestionar los recursos territoriales y de lo que entienden por desarrollo3.

EL MODELO EXTRACTIVISTA CHILENO

La integración de los metales chilenos a la economía global comenzó durante la colonia, se consolidó a fines del siglo XIX con la explotación de salitre y se afianzó en las primeras décadas del siglo XX, con la llegada de capitales estadounidenses y el desarrollo de la gran minería cuprífera. A partir del año 1966, el cobre fue "chilenizado" mediante la compra de la parte mayoritaria de esas empresas y, finalmente, fue nacionalizado en 1971.
El régimen militar (1973-1990) mantuvo la nacionalización, pero adoptó políticas neoliberales que limitaron el rol del Estado y fomentaron la inversión extranjera, lo que significó la alineación de la economía nacional hacia la exportación. Para lograrlo, fue establecido un nuevo orden jurídico: el decreto ley 600 (1974) redefinió el papel de la inversión extranjera en la economía nacional ofreciéndole una igualdad de tratamiento, para luego, en 1984, ser modificado y conceder a las empresas mineras extranjeras de un valor de USD 50 millones o más la invariabilidad tributaria durante un período de diez años; la ley 18.097 (1982) de concesiones mineras garantizó a los inversionistas privados el derecho de propiedad de los yacimientos mediante la "concesión plena". En 1983, se adoptó un nuevo código de minería y, posteriormente, en la década de 1990, se promulgaron y modificaron otras leyes que proporcionaron nuevas ventajas fiscales a la gran minería. Por ejemplo, la ley 19.137 permitió la venta de pertenencias mineras de la estatal Corporación Nacional del Cobre (CODELCO) a empresas extranjeras y en 1997, Chile y la Argentina firmaron el Tratado de Integración y Complementación Minera que, junto con el Protocolo Adicional Específico del año 2004, crearon un tipo de jurisdicción supranacional que permitió la puesta en marcha del proyecto Pascua-Lama (Luna et al. 2004; Larraín y Poo 2010). Asimismo, para completar este orden jurídico, en 1981 se dictó un código de aguas que disoció ese recurso del suelo, con lo que se inauguró un mercado de derechos de aprovechamiento que, en un comienzo, fueron gratuitamente asignados pero que, con el tiempo, han provocado la especulación y el acaparamiento de ese recurso por parte de empresas y personas naturales, y la reducción a su acceso para las poblaciones de varias áreas del país (Barros 2011). Este escenario administrativo y normativamente anuente a la inversión privada, sumado a la estabilidad política demostrada por el país significó, entre otros efectos, la proliferación de proyectos extractivos que convirtieron al área conocida como Norte Chico en uno de los territorios con mayor desarrollo de inversiones mineras del país4. Asimismo, aunque la economía chilena se ha diversificado, sigue dominada por la extracción de minerales, entre los que el cobre es claramente el predominante5.
Este modelo económico calificado como "extractivista" puede ser entendido como la obtención intensiva de altos volúmenes de materias primas para ser exportadas con un procesamiento mínimo. Así, dentro de una lógica económica global, el extractivismo corresponde a la primera etapa de una cadena de producción cuyos restantes eslabones están dispersos por el mundo. Debido a esto, los emprendimientos extractivos son intensivos en capitales, pero sus demandas de empleo son bajas, y su valor agregado, restringido (Gudynas 2013). Otra característica del modelo es la presión que ejercen sobre el medioambiente la infraestructura, el transporte, las comunicaciones y las actividades implicadas en la extracción de las materias primas. A esto se añade la fragmentación territorial que significa la inserción de estos enclaves en configuraciones territoriales preexistentes que muchas veces han perdurado ajenas incluso a la presencia del Estado (Gudynas 2011). Resulta coherente entonces detectar importantes grados de oposición y conflictividad en poblaciones locales afectadas por este tipo de proyectos, las que fundarían sus cuestionamientos en la valoración exclusivamente comercial de los recursos sostenida por el modelo extractivista; más cuando, por el contrario, muchas de ellas se apropian y usan sus territorios de forma comunitaria y más sustentable (Fernández y Salinas 2012; Delgado 2013, entre otros).

LOS HUASCOALTINOS Y SU PROCESO DE REETNIFICACIÓN

La población indígena diaguita se reparte actualmente entre la Argentina y Chile. La Comunidad Agrícola de Ascendencia Diaguita Los Huascoaltinos se ubica en la parte alta del valle del Huasco de la Región de Atacama, Chile (Figura 1). Es una organización productiva y social legalmente considerada como privada, cuyos primeros antecedentes se remiten a la colonia y conciernen el reconocimiento del pueblo de indios de Huasco Alto, que permaneció relativamente aislado de los procesos coloniales (Molina 2013). La Comunidad hoy abarca una superficie de 377.964 hectáreas y ha pasado por distintas etapas. Durante la república, el sustrato y las condiciones indígena y colectiva del territorio continuaron siendo reconocidos bajo el título de Pueblo de Indios Estancieros (Pizarro et al. 2006). En 1903, para evitar su desmembramiento, la propiedad fue inscrita por los comuneros como Estancia Los Huascoaltinos. Sin embargo, esto no significó que parte del territorio fuera vendido o usurpado. En efecto, entre las tierras despojadas mediante procesos usurpatorios no consentidos durante la década de 1920 están las actuales haciendas Chollay y Chañarcillo, que en 1998 fueron adquiridas por la empresa minera Barrick Gold y que hoy son reclamadas por la Comunidad como espacios de uso y posesión ancestral (Pizarro et al. 2006; Molina 2013). Además, a esto se suma la controversia y los litigios que sobre los derechos de agua sostienen las poblaciones, los terratenientes, los agricultores de riego y las empresas ubicadas en el valle, cuya renovación hídrica depende directamente de los glaciares amenazados por la actividad minera.


Figura 1.
Ubicación de la Comunidad Agrícola de Ascendencia Diaguita Los Huascoaltinos y de los proyectos mineros Pascua-Lama y El Morro.

A partir de 1990, se identifica una etapa de reorganización de los comuneros y el saneamiento legal de la Comunidad (Pizarro et al. 2006). Asimismo, durante ese período ocurrió un hecho fundamental en el desenvolvimiento de la organización y de la propiedad: el proceso de reetnificación que, desde 1998, emprendieron algunas familias del Huasco Alto y de las ciudades de Copiapó y Vallenar alrededor del etnónimo "diaguita". Hasta fines del siglo XX, las ciencias sociales nacionales adoptaron la teoría de una aculturación y un mestizaje progresivo para explicar la pérdida de rasgos culturales de una población indígena que desapareció gradualmente. Es cierto, la violencia, las enfermedades, la aculturación y el mestizaje hicieron desaparecer a los diaguitas de buena parte de los valles del Norte Chico, pero no de otros espacios considerados como "tierras marginales" desde el punto de vista del colonizador (Villalobos 1983). El Huasco Alto corresponde a un espacio que, desde la conquista y la colonización europeas, desarrolló una cultura específica y características resultantes de un cúmulo de relaciones interétnicas, productivas, comerciales, etcétera (Niemeyer 1994). En la práctica, en el Huasco Alto se habría dado una continuidad en la ocupación del espacio pero, en lo que concierne a la pertenencia a un grupo singular por los individuos que lo componen, esa persistencia presentaría fracturas en el tiempo. Pues, si bien se habría mantenido una pertenencia al territorio y a sus antiguos habitantes, habría habido un rechazo a esa distinción como forma de camuflar las manifestaciones diacríticas de una vinculación étnica históricamente estigmatizada por la sociedad dominante. De acuerdo con la ley indígena 19.253, en Chile, el criterio para reconocer un vínculo étnico es el autorreconocimiento fundado en líneas parentales indígenas y la presencia de manifestaciones culturales propias. Las fuentes documentales constatan la conexión entre los apellidos de los actuales diaguitas con linajes prehispánicos de los siglos XVI y XVII, vínculo que permanece en documentos tales como los Registros de Propiedad del Conservador de Bienes Raíces de Vallenar (1850 a 1880), en la inscripción de la Estancia Los Huascoaltinos (1903) y en la reconstrucción de líneas de parentesco con las poblaciones actuales. Así, hoy, alrededor del 60% de los comuneros poseen un apellido considerado diaguita, porcentaje que se repite tanto en la lista de asociados del título constitutivo de la propiedad de 1903 como en la actual (Correa y Pizarro 2005).
En esas tierras se han desarrollado actividades agrícolas y ganaderas tradicionales, mediante las cuales se elaboran productos que hoy son considerados parte del acervo cultural diaguita (por ejemplo, el pajarete, el arrope, etc.). Esas actividades, sumadas al ejercicio del microcomercio y al trabajo asalariado en plantaciones agroindustriales, permiten la sobrevivencia tanto de la población indígena como de la mayoría de los campesinos huascoaltinos. Sin embargo, si bien la reetnificación diaguita encuentra fundamentos en la persistencia del vínculo entre linajes y territorio, en la continuidad de un conjunto de saberes y prácticas propias, también deben considerarse las coyunturas sociopolíticas de las que ese proceso es parte. La reemergencia diaguita se enmarca dentro de la producción de una etnicidad enmarcada por dispositivos institucionales que ofrecen a esa dinámica un importante grado de consenso y cooperación entre los individuos que reivindican esa pertenencia y el Estado que otorga la legitimidad y la legalidad de ser indígena. La reaparición diaguita es consecuencia importante del entusiasmo y la colaboración del gobierno regional de Atacama durante el período en que Yasna Provoste Campillay fue intendenta (2001-2004), pues, al autoidentificarse ella como perteneciente a la etnia, ofreció un sostén privilegiado a la emergencia, la organización y las reivindicaciones de las personas que en ese momento comenzaban a identificarse como indígenas. De esta forma, luego de una demanda simbólica de algunos diaguitas frente al Congreso el año 2002, los políticos de la región al unísono presentaron una moción para introducir la etnia en la ley indígena, modificación que finalmente fue promulgada en 2006. De esta forma, hoy resultado de un largo proceso de reetnificación y reconocimiento legal, más de 45.000 personas se reconocen diaguitas en Chile (Instituto Nacional de Estadísticas 2012) y alrededor de 32.000 en la Argentina (Instituto Nacional de Estadística y Censos 2005).
En otras palabras, la etnicidad no es vista sólo de forma descriptiva, culturalista, sino también como una categoría de comprensión de la organización social contemporánea dentro de un proceso generativo, contextual e interaccionista. La reemergencia diaguita articula así una concepción de etnicidad y su representación en los espacios institucionales como estrategia de reposicionamiento del grupo dentro del espectro social y político chileno. En este sentido, la reetnificación no representa un punto de partida de lo diaguita, sino una de entre varias estrategias destinadas a transformar una serie de inequidades, las cuales, a pesar de reproducirse a lo largo del tiempo, permitieron la mantención de una cultura común que hoy
actúa como fundamento de organización, solidaridad y acciones colectivas dirigidas a generar nuevas formas de gobernanza en el territorio huascoaltino. En resumen, la etnicidad diaguita se implanta como un agente que condiciona las relaciones interculturales del Huasco Alto, y se constituye en uno de los principales sustentos de cohesión, solidaridad y movilización sobre los cuales los comuneros basan sus relaciones con el Estado y con dos proyectos mineros que tienen un fuerte impacto en el territorio: Pascua- Lama y El Morro.

EL AVANCE DE LA GRAN MINERÍA: LOS PROYECTOS PASCUA-LAMA Y EL MORRO

El proyecto Pascua-Lama
Propiedad de Barrick Gold, Pascua-Lama es el primer proyecto minero binacional del mundo y consiste en el desarrollo de un yacimiento de minerales de oro, plata y cobre (Instituto Nacional de Derechos Humanos INDH 2012: 62). Se trata de uno de los proyectos de inversión más objetados en Chile, debido a la remoción de glaciares que originalmente implicaba la operación de la mina, la permisividad demostrada por la institucionalidad pública nacional, la permanente cooptación por parte de la empresa de los actores que se oponen al proyecto y el negligente desconocimiento de la empresa y las instituciones públicas respecto de la población diaguita huascoaltina. El primer estudio de impacto ambiental (EIA) de Pascua-Lama fue presentado en el año 2000 y evidencia serias omisiones sobre la presencia y los impactos en tres glaciares ubicados en el área de explotación que ponen en peligro parte importante del suministro hídrico de la cuenca del Huasco. El proyecto obtuvo la resolución de calificación ambiental al año siguiente, bajo la condición de trasladar 850.000 m3 de glaciares a una altura similar o superior de donde se encuentran (Larraín y Poo 2010). A partir de ese momento, la población del valle comenzó a manifestar su descontento y convocó a hacerlo también a los agricultores, uno de los grupos más influyentes del valle (Salinas y Karmy 2009). En 2004, Barrick presentó un nuevo EIA para ampliar el yacimiento en alrededor de un 30%. En forma paralela, la Junta de Vigilancia del río Huasco firmó un acuerdo con la empresa que la comprometía a responder en conjunto las observaciones hechas por la institucionalidad al EIA y, una vez que ese documento fuese aprobado, a no oponerse a la ejecución del proyecto. Además, ese compromiso contemplaba la transferencia a la Junta, por parte de la empresa, de USD 60 millones en un lapso de 20 años (Salinas y Karmy 2009).
En 2006, ese segundo EIA fue aceptado bajo restricción de no tocar los glaciares y de que las vetas que se encuentran debajo de ellos fueran explotadas en forma subterránea. La Comunidad impugnó el acuerdo entre la minera y la Junta de Vigilancia ante la Dirección General de Aguas (DGA) argumentando que el directorio de esa organización había excedido sus atribuciones al no consultar a los regantes sobre la decisión tomada. La DGA estimó que el asunto no era de su competencia, pues correspondía a un acuerdo realizado entre privados (Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales s/f). La Comunidad interpuso entonces un recurso de protección ante los tribunales de justicia reclamando que sus derechos no habían sido considerados. En el año 2007 también procedió a hacerlo ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que lo declaró admisible pues estimó que el Estado chileno, al calificar el proyecto Pascua-Lama positivamente, no había considerado la calidad indígena de la Comunidad (Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales 2010).
En forma paralela a esas acciones judiciales, la aprobación del segundo EIA implicó la conformación de una amplia red de actores que generalizó la oposición y protesta ciudadana a nivel nacional e internacional (Salinas y Karmy 2009). Mientras tanto, la oposición que provocó el proyecto en la Argentina condujo a la sanción en 2010 de la ley 26.639 de preservación de glaciares y ambiente periglacial. Por su parte, la empresa continuó su política de cooptación mediante la transferencia de fondos a la población y a las autoridades regionales, y la entrega de equipos computacionales, bibliotecas e instalación de señal Wi- Fi en el lugar. Lo eficaz de esa estrategia se reveló en 2008 cuando, en medio de la descoordinación de los opositores al proyecto, resultó electa como alcaldesa de la comuna Nora Rojas, exsecretaria de Barrick (El Ciudadano 15/11/2009). Desde entonces y hasta el año 2012, el conflicto se estabilizó: los opositores a Pascua-Lama continuaron las protestas, las denuncias y las movilizaciones; y la empresa emprendió la difusión del proyecto utilizando una política mediática centrada en la "minería responsable" como forma de construir una identidad corporativa sobre un discurso que considera las problemáticas suscitadas como estrictamente técnicas. Esto, además de presentar "la explotación minera como una necesidad imperante para el desarrollo de la Nación", haciendo coincidir el discurso empresarial con el gubernamental con el fin de disminuir la oposición (Boccardi et al. 2008: 59). En el año 2012, cinco recién organizadas comunidades diaguitas del Huasco Alto presentaron ante la Corte de Apelaciones de Copiapó un recurso de protección contra Pascua-Lama debido a incumplimientos relacionados con la protección de los recursos hídricos de la cuenca del Huasco (Porras 2013). En mayo de 2013, después de cuatro meses de investigación, la Superintendencia del Medio Ambiente sancionó al proyecto con una multa de USD 16 millones y ordenó paralizar las faenas después de corroborar los graves incumplimientos medioambientales cometidos por el proyecto (diarioUchile 24/05/2013).
En septiembre del mismo año, la Corte Suprema ratificó la suspensión decretada por la Corte de Apelaciones de Copiapó (La Tercera25/09/2013), y en octubre se sumó otro recurso de protección contra el proyecto, esta vez ante la Corte de Apelaciones de Antofagasta, que lo declaró admisible (El Diario de Antofagasta 09/10/2013). A fines de octubre de 2013, el director general de Barrick Gold anunció la suspensión temporal del proyecto debido a la caída del precio del oro y a la multiplicación por 10 de su costo, que aumentó a USD 10.000 millones (Emol 31/10/2013). Pese a todo, en enero de 2014, una comisión de la Cámara de Diputados destinada a investigar los efectos del proyecto en la situación ambiental del valle del Huasco estimó que, si bien Pascua-Lama había incurrido en reiterados incumplimientos, estos se habían canalizado correctamente y que no era procedente la aplicación de normas dictadas con posterioridad a la aprobación de los EIA (Pulso 11/02/2014). La respuesta de la población del valle del Huasco fue un categórico rechazo a las conclusiones y las recomendaciones de esa comisión. Actualmente, el proyecto está paralizado, aunque la empresa ha declarado su afán de retomarlo (Correa 2014).

El proyecto El Morro
Desde agosto de 2015 El Morro es propiedad de las empresas GoldCorp Inc. y Teck Resources Limited que, mediante la unión de los proyectos El Morro y Relincho, dieron origen al proyecto Corredor, que luego pasó a denominarse Nueva Unión, en referencia a esa fusión. El proyecto se ubica a unos 4000 msnm al interior de la Comunidad y el principal temor que suscita deriva de la modificación de los flujos de aguas subterráneas por el emplazamiento de las instalaciones de la mina y la pérdida del caudal y la calidad de las aguas y, por tanto, de la vegetación y las especies que ocupan la zona, asimismo de la afectación de unos 145 sitios arqueológicos protegidos por la Ley 17.288 de monumentos nacionales. Además, ese sector ha sido consuetudinariamente ocupado por algunas familias huascoaltinas para la crianza de animales, por lo que las operaciones mineras afectarían directamente las rutas trashumantes que cruzan ese espacio (INDH 2012) (Figura 2).


Figura 2.
Operaciones mineras en quebrada Larga, área de impacto del proyecto El Morro. Fuente: Ítalo Borlando.

El EIA de El Morro ingresó al Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental en 2008, y fue calificado positivamente tres años después. Sin embargo, el proyecto encontró una fuerte oposición en la Comunidad, que, con la experiencia de Pascua-Lama, había ganado poder y experticia en materias técnicas, ambientales y políticas. El principal reparo que generó ese EIA fue que había ignorado la condición indígena de la Comunidad, a la que se le negaban los derechos constitucionales que en materia territorial, cultural y participativa le confieren la ley indígena 19.253, la ley 19.300 sobre bases del medioambiente y el convenio 169 de la OIT. Con esos argumentos, en 2011, la Comunidad interpuso ante la Corte de Apelaciones de Antofagasta un recurso de protección para impugnar la resolución de calificación ambiental entregada al proyecto. En febrero de 2012, esa corte ordenó suspenderlo, fallo que en abril del mismo año fue ratificado por la Corte Suprema (2012), que daba indicaciones a la Comisión de Evaluación Ambiental de la Región de Atacama para retrotraer el proceso de evaluación, dada la ausencia de consulta previa a la Comunidad y el desconocimiento de los derechos que esta tiene sobre su territorio. La institucionalidad ambiental ordenó a la empresa subsanar esas observaciones, para lo cual esta solicitó sucesivas prórrogas con el objeto de generar la consulta indígena que establece el Convenio 169 (La Segunda on line 11/02/2014).
En 2013, la Corte de Apelaciones de Copiapó concedió orden de no innovar y suspendió el proceso de consulta ordenado por no cumplir con los estándares internacionales (Porras 2013). Sin embargo, en octubre de 2013, el proyecto obtuvo el permiso ambiental, pese a no haber realizado la consulta, pues la Comisión Regional de Medio Ambiente arguyó que la Comunidad se había negado a participar, sin manifestar que limitaron la ejecución de ese proceso a una semana, sin la posibilidad de extender ese plazo, lo cual generó contradicciones respecto de los dictados y las operaciones emprendidas por distintas instituciones públicas. Así, se dejó sin efecto la suspensión de la evaluación del proyecto decretada por las cortes de justicia (biobiochile.cl 22/10/2013). La Comunidad anunció nuevas medidas legales a nivel nacional e internacional. Después de varias peripecias jurídicas, en octubre de 2014, en una decisión de gran impacto mediático, la Corte Suprema ordenó a la Comisión Ambiental regional paralizar la calificación ambiental del proyecto y someterlo a una consulta indígena de acuerdo con el Convenio 169 (Corte Suprema de Justicia 2014).

LA RESPUESTA PATRIMONIAL

La judicialización de los conflictos es una de las principales estrategias utilizadas por la ciudadanía en disputas socioambientales. El problema es que esas acciones "tienen un fin de cautela expedita de garantías constitucionales y no de resolver sobre la idoneidad de fondo de las decisiones tomadas por la autoridad administrativa" (Von Unger 2012). En la práctica, esos juicios sólo dilatan la ejecución de un proyecto, ya que no impactan en las razones reales que gatillan los conflictos: la ausencia de una ordenación territorial en que se determine dónde y cuándo este tipo de proyectos puede ubicarse y desarrollarse, y las deficiencias o contradicciones existentes en la normatividad y los organismos estatales encargados de evaluarlos y sancionarlos. Estas instituciones, además, han demostrado no ser autónomas respecto de la política de inversión extractivista del país (Fernández y Salinas 2012). Es coherente, por tanto, detectar desconfianza y cuestionamiento de la ciudadanía en relación con las decisiones emanadas desde esos organismos y las suspicacias que levanta la parcialidad de las decisiones, las sanciones y el trato otorgado a las empresas desde el sector público y, en general, desde la clase política. Entre las estrategias utilizadas por la Comunidad para defender su territorio de las implicancias negativas de los proyectos mineros aludidos destaca la patrimonialización de elementos naturales y culturales existentes al interior de la propiedad. Así, además de constituirse en un soporte de reconstrucción étnica para el grupo, esa producción patrimonial también se transforma en un mecanismo que añade valor cultural y ambiental al territorio, al conceptualizarlo como un espacio señero que legitima el discurso y las acciones de protección y conservación.
En efecto, durante las últimas décadas del siglo XX, el patrimonio –entendido como un conjunto de referentes simbólicos con la capacidad de ajustarse a las necesidades y las funciones que les otorga el grupo al que pertenecen– se ha impuesto como un concepto dominante dentro de la vida cultural y pública, y se constituyó, junto con el territorio y la memoria, como un eje estructurador de la identidad y la especificidad cultural (Hartog 2012). Es decir, el patrimonio permite a la especificidad reconocerse a sí misma, representándose y materializándose socialmente, convirtiéndose en la manifestación de la cultura de un territorio. Esto constituye al patrimonio en una noción estratégica para grupos que pasan, así, de ser simples objetos de estudio a sujetos capaces de construirse subjetivamente desde sus experiencias cotidianas, cuestionando la visión que otros proyectan sobre ellos, reforzando y dándole a la cultura una dimensión política que hasta ahora no había tenido. De esta forma, la interpretación que la Comunidad tiene sobre su entorno y la producción de un discurso patrimonial acerca de la propiedad sitúan al patrimonio como vector en la disputa simbólica y la negociación política existentes entre la Comunidad, las empresas y el Estado. El conflicto que enfrenta a esos agentes radica entonces en cómo el territorio huascoaltino es conceptualizado y en los resguardos que debe o no tener la propiedad respecto de su protección y conservación. La estrategia de patrimonialización territorial implementada por la Comunidad se dirige entonces a que la propiedad sea reconocida por los propios comuneros como un "espacio histórico, relacional e identificatorio, un espacio personalizado, con vida social, particular" (Echavarren 2010: 1115). Y también para reivindicar que ese mismo territorio merece ser reconocido por el Estado como un ícono natural mediante el otorgamiento de etiquetas que aseguren su protección y conservación, dado el patrimonio biocultural que alberga y su importancia para la conservación de la flora nativa amenazada de extinción de la región de Atacama (Squeo et al. 2008). La decisión de proteger legalmente la propiedad mediante la asignación de una distinción patrimonial fue voluntariamente expresada por los comuneros en una asamblea del año 2005, cuando, con el asesoramiento de la Corporación Nacional Forestal (CONAF), acordaron iniciar el proceso de inscripción oficial de la propiedad al Sistema Nacional de Áreas Protegidas (SNAP). Paradójicamente, a pesar de que la figura legal de Área Protegida Privada está considerada en la ley 19.300 sobre bases del medioambiente, hasta la fecha no existe un reglamento que haga operativa esa categoría dentro del sistema (Praus et al. 2011).
En su defecto, al año siguiente, la Comunidad pasó a ser parte de la Red de Áreas Protegidas Privadas (RAPP) que, coordinada por el Comité Nacional Pro Defensa de la Flora y la Fauna (CODEFF), involucra "conocer la biodiversidad que se está protegiendo, contar con un Plan de Manejo, proteger legalmente el área y contar con incentivos que estimulen, fortalezcan y fomenten la conservación del territorio protegido" (CODEFF 1999: 24). A partir de entonces, comenzó un trabajo de levantamiento de información, producción, diseño y difusión de contenidos y herramientas científicas y técnicas orientadas a respaldar y velar por la conservación del patrimonio cultural y natural existente en la propiedad comunitaria. En este proceso, es fundamental reparar además en el rol que juegan Internet y la generación de redes interregionales, nacionales y/o internacionales, como son la Red Ambiental Norte y la plataforma protestbarrick.net, para superar la marginalidad. Estas se constituyen en plataformas de difusión de experiencias, conocimientos y habilidades con grupos que enfrentan problemáticas similares, y sirven asimismo para que la denuncia contra las empresas rebase los límites locales. También ha sido estratégica la conformación de vínculos y alianzas que la Comunidad ha creado con un amplio equipo de profesionales y estudiantes universitarios, de quienes han obtenido valiosas asesorías y con quienes se han elaborado productos que han instalado el cuidado de la propiedad y la diversidad biocultural como una temática preeminente dentro de la organización y la articulación de discursos autorizados que reconocen ese territorio como un sitio prioritario de conservación (e.g., Squeo et al. 2008). Todo esto es sinónimo de nuevas lecturas que redundan en el posicionamiento del territorio en la opinión científica y pública y en la emergencia de mayores exigencias respecto de las medidas de mitigación, compensación y reparación que implica la instalación de los proyectos mineros al interior de la propiedad comunitaria.
En el año 2005 se generó una versión de Plan de Manejo (Peña 2005) que, a juicio de la Comunidad, contenía demasiados elementos de promoción turística que no ayudaban a conservar adecuadamente la biodiversidad y las tradiciones existentes en el territorio. Seis años después, se logró un documento definitivo que estableció programas de monitoreo participativo en materia de fauna silvestre, cursos superficiales de agua y sitios arqueológicos y paleontológicos (Mondaca 2011). Paralelamente, se generaron y difundieron conocimientos antropológicos y naturales orientados a conocer, gestionar y planificar mejor la propiedad: se publicó un libro sobre su origen y evolución histórica (Pizarro et al. 2006) y se produjeron de forma participativa las líneas base de patrimonio cultural y natural de parte importante del territorio (Leiva 2014). Asimismo, los comuneros elaboraron un Plan de Desarrollo que, como instrumento consensuado, guía las estrategias comunitarias para que el desarrollo y la organización de la propiedad ocurran "en un marco de sustentabilidad, esto es, que entregue beneficios a nuestra Comunidad en el corto, mediano y largo plazo y que permita la conservación de nuestro patrimonio natural y cultural […]. Por lo tanto queremos conservar todo este patrimonio que hace posible nuestra existencia y la de las futuras generaciones en este lugar" (Comunidad Agrícola de Ascendencia Diaguita Los Huascoaltinos 2008: 38). Dicho plan fue ingresado de forma voluntaria al Servicio de Evaluación Ambiental, y obtuvo como respuesta una declaración de incompetencia para calificarlo (Servicio de Evaluación Ambiental 2008).
Resulta lógico que este proceso de construcción, que busca adjudicarle una categoría patrimonial a buena parte de la Comunidad, termine generando "un proceso de intercambio en el que una diversidad de agentes negocia posiciones de valor e interés sobre lo que es o no es digno de conservación y estudio" (Cruces 1998: 80). Es decir, la patrimonialización del territorio activa toda su dimensión política al confrontar la legitimidad que posee cada actor para hacer valer su interpretación acerca del territorio y, por consiguiente, "la definición del espacio, la propiedad, la gestión y los usos" que se les pueden dar a los recursos que alberga (Echavarren 2010: 1117).

CONCLUSIONES

En resumen, el centro del conflicto radica en cómo los actores en pugna –la Comunidad, las empresas mineras y el Estado– interpretan el territorio en disputa, la gestión de sus recursos y el modelo de desarrollo que cada uno propone para ese espacio y los individuos que ahí viven. De esta forma, para los comuneros, el patrimonio se convierte en un instrumento de acción sociopolítica dirigido a la construcción, el control y la mantención de su territorio mediante una planificación que incluye la interrelación de los elementos culturales y naturales presentes en su interior gracias a una perspectiva de continuidad espacial. Dentro de esta dinámica, la patrimonialización, como instancia "de reflexividad y de complejidad dialéctica", adquiere protagonismo como medio de visibilidad y posicionamiento de la Comunidad en tanto actor social minoritario que reclama ser incluido en decisiones que son de su incumbencia (Prats 2005: 26). Es decir, el análisis deja de centrarse en el objeto para privilegiar la función que tiene el conjunto patrimonial, lo cual corrobora que "no es el objeto el que hace patrimonio, es la función patrimonial la que hace a un objeto cualquiera un bien patrimonial. [Pasando] del esencialismo de los valores a la contextualización de las operaciones de valoración" (Heinich 2012: 258-265).
No obstante, debe considerarse que la construcción de discursos como el aquí presentado –es decir, aquellos con características autodefensivas en los que se minimizan las diferencias internas– plantean peligros para los grupos, pues "pueden adquirir un carácter regresivo frente a nuevas realidades sociales percibidas como amenazas y adquirir un carácter narcótico que obstaculiza la reproducción social sobre los nuevos planos que la realidad plantea" (Prats 2005: 27). En efecto, los conflictos que oponen a la Comunidad con proyectos mineros han hecho que el grupo se aislara, lo que obstaculiza iniciativas que, estima, atentan contra sus intereses. Esto ha redundado en que, por ejemplo, la Comunidad interviniera y seleccionara a profesionales del ámbito social que planean investigar al interior del territorio, para exigir luego que los contenidos que generen cuenten con su aprobación. Asimismo, en el caso presentado se aprecian dos perspectivas que difieren y se oponen: la dictada por el mercado y el Estado, y la sustentada por la población local, que exige participar en igualdad de condiciones en determinaciones que afectan la sustentabilidad del lugar en que vive y reproduce su cultura (Bebbington 2009). De ese modo, estas activaciones se convierten en espacios de disputa política, pues los bienes simbólicos involucrados legitiman la gestión y el uso de la propiedad, y proporcionan nuevas lecturas del territorio que permiten conceptualizar y construir un proyecto de desarrollo que diverge del planteado por las empresas y el Estado. En última instancia, esto finalmente implica la problematización y la politización del concepto de desarrollo en el debate público. Estos conflictos pueden, por lo tanto, ser entendidos como resistencias que las poblaciones ejecutan para revertir las nuevas formas de dominación y producción territorial que impone la implantación de iniciativas extractivistas; para, a su vez, cuestionar las categorías identitarias que mantienen a los individuos y/o grupos en posiciones de subordinación (Wilkis 2007). En efecto, activaciones como la abordada se constituyen en estrategias identitarias que, ejecutadas desde el nivel local, a partir de las culturas y las tradiciones propias a cada actor social, extienden conceptual y funcionalmente la dimensión política del patrimonio.
En otras palabras, procesos de patrimonialización como el visto "se convierten en un lenguaje en el que se expresan los problemas implícitos en la reproducción social, incluso las tensiones políticas" (Prats 2005: 27). Pues cuando el patrimonio está presente en el discurso de grupos que se oponen a actores económicos y/o públicos que –de forma real o percibida– alteran negativamente los espacios que estos perciben y construyen como suyos, actúa como catalizador de las especificidades territoriales y socioculturales como forma de superar o, al menos, de manifestar las desigualdades existentes. Este tipo de dinámicas locales estimulan la autorreflexión y la participación para, en este caso, visibilizar al grupo y exigir al Estado que asuma la regulación y la coordinación real del comportamiento de los actores que intervienen en un territorio. Es decir, que exista un ordenamiento y una protección territorial efectiva y sustentable, en que la opinión de la población local sea vinculante y se concrete en resoluciones que se ajusten a las especificidades de cada lugar. Así, dentro de los efectos que estas dinámicas tienen, está la estructuración de nuevas formas de ciudadanía y gobernanza que encuentran en el patrimonio uno de sus principales vectores.

NOTAS

1 Abordamos comunidad sólo como apelación. Como es sabido, la noción de comunidad debe usarse críticamente, pues toda "comunidad" está permanentemente atravesada por tensiones y asimetrías de poder (Agrawal y Gibson 1999).

2 Entendido como un proceso activo de construcción de alteridad directamente relacionado con la hegemonía cultural (Briones 1998) o de ontogénesis como forma de resistencia subalterna a una opresión (Weik 2014).

3 El material con que se elaboró este trabajo responde a las experiencias etnográficas que significó la residencia de uno de los autores en el área estudio entre los años 2000 y 2002; vale decir, en el momento en que se visibilizan socialmente las reivindicaciones de reconocimiento de la etnia diaguita. Asimismo, de la colaboración que el mismo profesional sostuvo con la Comunidad entre los años 2008 y 2010 en el trabajo de lectura y redacción de observaciones a los estudios de impacto ambiental presentados por el proyecto El Morro. Por último, cabe señalar el trabajo de revisión de fuentes secundarias que significó el seguimiento exhaustivo de noticias sobre los conflictos de interés en medios de información digitales nacionales y regionales.

4 El Norte Chico posee una longitud aproximada de 750 km, y tiene como demarcación norte el río Salado y como límite sur la cuenca del río Aconcagua. Político-administrativamente comprende las regiones de Atacama, Coquimbo y una pequeña parte de la región de Valparaíso.

5 Por ejemplo, durante los últimos 20 años, el cobre superó el 42% de las exportaciones nacionales (Arellano 2012).

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