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Revista argentina de cardiología

versión On-line ISSN 1850-3748

Rev. argent. cardiol. v.76 n.5 Ciudad Autónoma de Buenos Aires sept./oct. 2008

 

Pequeño ensayo sobre la muerte

Alfredo Buero

La muerte sólo será triste para los que no hayan pensado en ella.
FRANCOIS DE SALIGNAC DE LA MOTHE FÉNELON
Arzobispo de Cambrai (1651-1715)

En ocasión de diagnosticar una enfermedad grave, o de indicar un procedimiento a un paciente, éste o sus familiares suelen interrogarnos sobre los riesgos. En esta pregunta parece quedar implícita la duda sobre la ocurrencia de efectos o complicaciones generadas por la patología o la intervención; sin embargo, en general, no es posible discernir si el interlocutor también considera a la muerte entre estas posibilidades. Es raro que un paciente pregunte directamente si puede llegar a morir de su enfermedad.
De la misma forma, todos los médicos asistimos frecuentemente a la situación en la que la muerte admisible de un enfermo terminal o de edad avanzada despierta un dramatismo exagerado e incomprensible entre los familiares, capaz de llevarlos al enfado y al litigio contra el sistema médico. La tenacidad con la que no se reconoce ni se acepta la muerte se presenta anacrónica en nuestra era empapada de ciencia y de razón.
Hace ya casi 50 años que el sociólogo inglés Geoffrey Gorer (1) señaló cómo la muerte se ha convertido en tabú y reemplazado al sexo como símbolo de censura. Antiguamente se les decía a los niños que nacían de un repollo, pero asistían a la escena del adiós a la cabecera de un familiar moribundo. En la actualidad, los niños son iniciados desde pequeños en la fisiología del amor y la anticoncepción, pero jamás podrán ver cómo su abuelo deja este mundo.
Parece ser que técnicamente admitimos la posibilidad de morir cuando padecemos una enfermedad, pero en el fondo solemos sentirnos inmortales. Sin duda, la medicina también aporta sus motivaciones para creer que no vamos a morir, o que por lo menos no existirán más muertes “prematuras”. La idea que nos hacemos de este buen porvenir parece estar autorizada por los trasplantes de órganos, la terapia génica y celular, la clonación o las terapias rejuvenecedoras.
A través de algunos relatos de la historia nos percatamos de que morir en Occidente nunca fue fácil. En la primera mitad de la Edad Media se había establecido un ritual de la muerte basado en elementos antiguos y que contaba de los siguientes pasos: Comenzaba con el “presentimiento” de que el tiempo se acababa (¿presentirá el hombre del siglo XXI la llegada de la muerte?). Entonces el enfermo se acostaba y yacía sobre el lecho rodeado de sus familiares, amigos y vecinos. La actitud del moribundo en esta liturgia pública de su muerte incluía el pedido de perdón y reparación por los errores que había cometido y la encomienda a Dios de los sobrevivientes. Parece que en esa época era natural que el hombre sintiera la proximidad de la muerte; rara vez ésta sobrevenía de manera repentina. Y si el principal interesado no era el primero en percatarse de su destino, le correspondía a otro advertírselo en lugar de ocultárselo. Un documento pontificio de la Edad Media indicaba que era obligación del médico informar al moribundo, tal como ocurre en la cabecera de Don Quijote: “[El] tomóle el pulso, y no le contentó mucho, y dijo que, por sí o por no, atendiese a la salud de su alma, porque la del cuerpo corría peligro”.
En aquella época, las costumbres cristianas sugerirían que el moribundo estuviese acostado sobre la espalda para que su cara mirase al cielo; los judíos, en cambio, debían hacerlo mirando a la pared, según las descripciones del Antiguo Testamento. Todavía en el siglo XVI, la Inquisición española reconocía en esa señal a los marranos mal convertidos.
Esta familiaridad con la muerte implicaba una concepción colectiva del destino, una aceptación del orden de la naturaleza según las grandes leyes de la especie. Varios siglos después, Arthur Schopenhauer retomó esta aceptación de la muerte con un enfoque más drástico en su clásica sentencia expuesta en su “Metafísica de la Muerte”: “Exigir la inmortalidad del individuo es querer perpetuar un error hasta el infinito”.
Pese al espíritu de resignación de la Edad Media, el duelo de los sobrevivientes solía manifestarse dramáticamente. Inmediatamente después de la muerte, los asistentes se desgarraban las vestiduras, se arrancaban la barba y el pelo, se despellejaban las mejillas, besaban apasionadamente el cadáver y hasta solían caer desvanecidos. (2) Pero después de estas manifestaciones inmediatas de dolor, los gestos de los sobrevivientes traducían la misma resignación y abandono al destino, dejando de lado la voluntad de dramatizar. Tanto es así que, avanzada la Edad Media, el cortejo fúnebre incluiría “lloronas” pagadas para garantizar las manifestaciones de duelo. El Cid Campeador cantaría entonces (circa 1140):

Para llorarme ordeno
que no se alquilen lloronas;
los de Jimena bastan
sin otros llantos comprados.

Podría afirmarse que durante gran parte de este período de la civilización occidental la hora de la muerte se consideraba como una condensación de la vida en su totalidad, como una continuidad y no como un corte absoluto entre el antes y el después. Ya antes de la era cristiana, y con motivo de la batalla de las islas Arginusas, Jenofonte describió cómo el temor a la muerte era menor que el miedo a la privación de sepultura. Cuenta el historiador que tras una victoria por mar, los generales atenienses habían descuidado enterrar a los cadáveres. Al llegar a Atenas, los padres de los muertos, pensando en el largo suplicio que aquellas almas sufrirían, se acercaron al tribunal vestidos de luto y exigieron el castigo de los culpables. Al no diferenciar entre alma y cuerpo, los griegos consideraban que la sepultura era necesaria para la felicidad y el reposo eterno. A pesar de haber salvado a Atenas con su victoria, los generales fueron acusados de impiedad y condenados a muerte. La misma desesperación es la que narró Sófocles en Antígona, ante la prohibición de darle sepultura a su hermano Polinices en la ciudad de Tebas. En continuidad con las ideas paganas, durante el primer milenio cristiano la muerte no se concebía como una separación del alma y el cuerpo, sino como un sueño misterioso del ser indivisible. Por eso era esencial elegir una morada, un lugar seguro para esperar in pace el día de la resurrección. En contraposición, desde el siglo XII se creyó que al morir el alma abandonaba el cuerpo e inmediatamente padecía un juicio individual sin esperar al fin de los tiempos. (3)
La relación con la muerte parecía ser muy distinta en esa época. Los cementerios que rodeaban las iglesias muchas veces servían de lugar de reunión para comerciar, bailar y jugar, y a lo largo de los osarios podían hallarse tiendas de comercio. En 1231, el Concilio de Ruán prohibió bajo la pena de excomunión que se bailara en las iglesias o los cementerios. En otro concilio de 1405 se prohibía bailar o jugar en el cementerio, como también que juglares, músicos, titiriteros y charlatanes ejercieran sus sospechosos oficios. En textos posteriores se resalta cómo la cercanía entre las sepulturas y estas aglomeraciones de público resultaba molesta cuando debían inhumarse cadáveres. El espectáculo de los muertos cuyos huesos afloraban a la superficie, como el cráneo de Hamlet, demuestra cómo los vivos se sentían familiarizados con los muertos y con la muerte. (3)
Esta familiaridad con la muerte se extendió entre los siglos XV y XVIII hasta el punto de generar toda una iconografía y literatura macabra, con representaciones de cadáveres en descomposición, disecados o momificados, quizás como la expresión de una experiencia particularmente fuerte con la muerte en una época de grandes crisis económicas y mortalidad. Como poesía de la época, Francois Villón (1431-1489) en la “Balada de Buena Doctrina” escribió:

Ahora están muertos, ¡Dios tenga sus almas!
En cuanto a los cuerpos, están podridos.
Hayan sido señores o damas,
delicada y tiernamente alimentadas
con crema, papilla o arroz;
y sus huesos caen hechos polvo:
no tienen ya preocupación de reír o divertirse,
¡que al dulce Jesús le plazca absolverlos!

En esta misma época “macabra”, la práctica de obtener el molde de la cara del muerto con la conocida “mascarilla mortuoria” servía para representar sobre la tumba la última fotografía instantánea y realista del personaje. Durante el regreso de los cruzados a Francia, la reina Isabel de Aragón falleció luego de caer de un caballo en Calabria. Sobre su tumba aparece representada de rodillas orando a los pies de la Virgen, con una mejilla desgarrada por la caída, imagen ésta obtenida de su mascarilla mortuoria como si fuera un retrato natural y no con el propósito de generar temor en los sobrevivientes. (3)
Finalmente, esta relación con la muerte del hombre occidental alcanza también en los siglos XVI a XVIII un vínculo más estrecho con la imaginación, al punto de asociarla con el sentimiento del amor: Tanatos y Eros. Baste para ello sólo recordar el amor y la muerte de Romeo y Julieta en la tumba de los Capuleto.
El miedo a la muerte comienza hacia fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, momento en que se deja de representarla en la cultura de Occidente. En esta época, el miedo a la muerte parece emerger del temor a la muerte aparente y a ser enterrado vivo. La muerte aparente se entendía como una situación diferente de la del coma actual; se refería a un estado de insensibilidad que se confundía con la muerte y que podía llevar al entierro de un ser aún vivo. A la luz de los relatos de la época, la probabilidad de ocurrencia de estos accidentes era muy baja, pero real. El miedo a ser enterrado vivo fue magistralmente relatado en esa época por Edgar Allan Poe en el “Entierro prematuro”, en el que el protagonista describe los indecibles sufrimientos de su entierro imaginario cuando aún estaba vivo, de los que despertara en su estrecha litera que en sueños confundió con su ataúd.
A la muerte y entierro de una niña, en el siglo XIX Gustavo A. Bécquer escribió estos versos que denotan ya el miedo a este proceso:

La piqueta al hombro,
El sepulturero
Cantado entre dientes
Se perdió a lo lejos.
La noche se entraba,
Reinaba el silencio;
Perdido en la sombra,
Medité un momento:
“¡Dios mío, qué solos
Se quedan los muertos!”

Pero, en realidad, lo que se revela a partir de este momento es una angustia más profunda originada tal vez en las dudas sobre la trascendencia. A partir de aquí, “el hombre ya no puede mirar de frente el sol ni la muerte” (Francois de la Rochefoucauld).
El filósofo español Miguel de Unamuno se refería a la idea de la muerte como algo que paralizaba sus trabajos, y lo sumía en la tristeza y la impotencia, y resumía así en su Diario Íntimo, todo el temor de fines del siglo XIX y comienzos del XX: “Mi terror ha sido el aniquilamiento, la anulación, la nada más allá de la tumba”.
El cambio más importante que ocurre a partir del siglo XIX con respecto a la muerte es que el moribundo es privado de su derecho a saber que va a morir. Se lo pone bajo tutela como a un menor o alguien que hubiese perdido la razón. Hasta el final, su entorno le oculta la verdad y dispone de él. Todo ocurre como si nadie supiera que alguien va a morir, ni los familiares ni los médicos. En “La muerte de Iván Ilich”, León Tolstoi retrató, ya avanzado el siglo XIX, cómo la sociedad rusa escondía y disimulaba la enfermedad que llevaría a la muerte al protagonista del cuento. Un siglo después, la feminista Simone de Beauvoir relató la muerte de su madre en la novela “Una muerte muy dulce”. Aquí se encuentra ya una enferma hospitalizada, alejada del entorno familiar, con visitas esporádicas y programadas, y con la muerte ocurriendo cuando ya casi nadie está atento a ese desenlace.
Así, la muerte comienza en apariencia a perder interés, o a ser prohibida para los sobrevivientes. Hablar de ella y de sus desgarramientos pasa a ser vergonzoso; el duelo se realiza en silencio en forma oculta; frío e indiferente a los ojos de los demás; con la misma indiferencia por la muerte de su madre que fue motivo de condena para “El extranjero” de Albert Camus. Ya en pleno siglo XX, la interdicción de la muerte es aceptada sin reservas, a punto tal que se difunde la cremación como método de quitar definitivamente todo rastro de ella, para eliminar a nuestros muertos con discreción. Pareciera que esta prohibición es la reacción lógica a la imposibilidad que tiene nuestra cultura basada en la tecnología de recuperar la confianza ingenua en el destino que durante siglos manifestaron al morir nuestros ancestros.

LA INEXISTENCIA DE LA MUERTE DESDE UNA PERSPECTIVA POSMODERNA

La muerte es algo que no debemos temer porque,
mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es,
nosotros no somos.
ANTONIO MACHADO

Dentro de una concepción dualista, la muerte se define por contraposición a la vida. La vida como una realidad de la que se tiene experiencia inmediata aquí y ahora, y la muerte como negación de aquélla y de la que no existe ninguna experiencia.
La mayoría de las religiones, o de las culturas basadas predominantemente en creencias religiosas, consideran a la muerte como una plataforma hacia otras vidas y no la reconocen jamás como un final real. Para la cultura egipcia antigua, por ejemplo, la muerte consistía en una separación de los elementos materiales y espirituales del individuo. Suponían que “el alma” necesitaba de la conservación del cuerpo para sobrevivir y así en los primeros tiempos los cadáveres eran enterrados en pieles y rodeados de elementos que podían servirles en la vida de ultratumba; posteriormente se usaron suntuosos sepulcros y complicados ritos descriptos en su “Libro de los Muertos”. De esta misma manera, la mayoría de las religiones orientales creen que el hombre obra más allá de la muerte. El nacimiento y la muerte no delimitan la vida humana. Antes de nacer existe el complejo de antepasados y la vida post mortem se concibe desde una modalidad poco elaborada o sombría que salva la idea de supervivencia hasta la concepción minuciosamente elaborada y ya señalada del reino de los muertos de los egipcios. (4) Todas estas ideas pueden encuadrarse en el modelo arqueológico del hombre arrastrado por el tiempo hacia el futuro, pero con su vista y anhelo puestos en el regreso al pasado. El hombre de cara al origen y de espaldas al fin. En definitiva, en múltiples ejemplos como éstos, cada cultura ha preferido considerar una vida después de la muerte en lugar de aceptar la muerte después de la existencia terrena.
A pesar de su tradicional formación judeocristiana, la sociedad occidental actual se unifica en una respuesta habitual de vergüenza ante la muerte. Al admitirla pareciera que acepta un fracaso en el mandato social de ser felices y tener éxito. La muerte, inevitable en la existencia humana, se convierte así en un acontecimiento absurdo soportado con ignorancia y pasividad. Y si en una visión universal del hombre, la existencia del mal, o la inexistencia del alma ya no le dieran sentido, la muerte perdería toda comprensión y justificación. Es justamente esta pérdida de sentido que hace que el temor a la muerte sea difícilmente manejable. (5)
Seguramente, quienquiera que fuese preguntado acerca de qué es la muerte, invariablemente respondería de acuerdo con sus creencias y enseñanzas, pero cualquiera que fuera la respuesta se encontrarían pocos encuestados en condiciones de aceptarla sin objeciones ni miedos. A pesar de que el temor a la muerte parece ser más reciente, ya en el siglo XVIII Jean J. Rousseau sentenciaba: “Aquel que afirma que no tiene miedo a la muerte, miente. Todos los hombres temen a la muerte. Esta es la gran ley de los seres sensibles, sin la cual, toda la especie humana sería rápidamente destruida”. Pero esa muerte a la que se teme, ¿es la muerte propia o la muerte del otro? Cicerón decía que la vida de los muertos es puesta en la memoria de los vivos. También en su poesía “Mis Muertos”, Amado Nervo parece compadecerse de aquellos que dejaron este mundo y pretende revivirlos en estos versos:

Yo vivo con la vida que mis muertos
no pudieron vivir. Por ellos hablo,
y río por lo que ellos no rieron,
y por lo que ellos no cantaron canto,
¡y me embriago de amores y de ensueño
por lo que ellos no amaron ni soñaron!

Excepto estas salvaguardas filosóficas y poéticas, en principio se podría responder que en su conciencia misma el hombre occidental teme a su propia muerte más que a la muerte del prójimo.
En todas las épocas la actividad psíquica e intelectual del individuo se ha considerado como el sello distintivo del ser humano; pero es en especial en nuestro tiempo cuando el concepto de muerte cerebral se ha hecho sinónimo de muerte. Dentro de la ciencia existe este acuerdo general de que, independientemente de la definición de muerte que se establezca, ésta sucede cuando ocurre la muerte cerebral. Acontece cuando no existe evidencia discernible de función hemisférica o de los centros vitales del tallo encefálico por un período prolongado y como consecuencia de una enfermedad estructural, sin que medie ninguna alteración metabólica. Más allá del sentido social o antropológico del hecho, si definimos al hombre como materia y conciencia, la muerte es entonces un conjunto crítico de fallas de proteínas estructurales y enzimáticas y la desaparición del sentido de cognición del yo y del medio.
“Quién es éste que sin muerte va por el reino de la gente muerta?” A riesgo de merecer el mismo reproche hecho a Dante al recorrer el “Infierno” en “La Divina Comedia”, ¿podría ahora proponerse la inexistencia de la muerte? En rigor, el individuo sólo puede conocer la muerte o afirmar su existencia únicamente como la muerte de otros individuos; nunca podría conocerla como su propia muerte. Sólo intuye una suerte similar que su ser-consciente realmente nunca comprobará. Definida la vida como un estado permanente de conciencia, y cuanto la falta irreversible de dicho estado consciente indique la muerte, entonces ésta no tiene representación para el individuo mismo, como si su propia muerte no existiese. Uno mismo se reconoce siempre vivo, y es esa sensación de eternidad del yo la que le permite a nuestra consciencia aseverar la inexistencia de su propia muerte.
Durante nuestra vida ocupamos un tiempo, el tiempo que ella dura, y un espacio, el espacio físico que llena y en el que se desarrolla. Para las leyes físicas del universo de las cuales no escapamos, el espacio y el tiempo constituyen variables inseparables y que representan diferentes dimensiones de un mismo fenómeno. Ahora bien, cuando hablamos de nuestra vida, ¿cuál es el espacio y cuál el tiempo que nos interesa como individuos? En especial ese espacio que ocupamos durante nuestra vida y el tiempo que individualmente sentimos pasar. Como dimensiones físicas inseparables, el espacio-tiempo para una persona tiene una frontera de inicio en el momento de su nacimiento y un final en el instante de su muerte. La eternidad restante antes de nuestra vida y después de ella no tiene representación en nuestro ser-consciente; por lo tanto, no existe en nuestro espacio-tiempo. El mismo gran filósofo Miguel de Unamuno resumió esta idea con las siguientes palabras: “Apartando tu mirada de la venidera muerte y de la nada que mereces y temes, vuélvela hacia atrás y considera tu pasada nada, antes de que nacieras”. No seríamos entonces conscientes de nuestra muerte, como no fuimos conscientes de nuestro nacimiento. No recordamos ni el principio ni el final. No existe en nuestra consciencia el conocimiento de lo que sucedió antes de nuestro espacio-tiempo, ni de lo que sucederá después. Es justamente esa sensación personal del tiempo uno de los argumentos que explica ese desconocimiento del principio y del fin. Para nuestro ser, todo el tiempo por delante y por detrás de su existencia no tiene importancia, pues nadie puede sentir el tiempo que no ha pasado, el que no le pertenece, ni puede percibir el espacio que no ocupó.

Agradecimientos

El autor desea agradecer al Dr. Hernán Doval por la lectura crítica del manuscrito y el aporte de valiosas citas históricas, así como a la Sra. Patricia Dowling por su sabia observación sobre la tragedia “Antígona”.

BIBLIOGRAFÍA

1. Gorer G. The pornography of death. En: Death, grief and mourning. New York: Doubleday; 1963.        [ Links ]

2. Aries P. Riqueza y pobreza ante la muerte en la Edad Media. En: Mollat M. Etudes sur l’histoire de la pauvreté., París: Publicaciones de la Sorbonne, serie Etudes, vol VIII, 1974. p. 510-24.        [ Links ]

3. Aries P. Morir en Occidente. Desde la Edad Media hasta nuestros días. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora SA; 2007.        [ Links ]

4. Rivera LF. Desde el trialismo de Herrera Figueroa. Buenos Aires: Plus Ultra; 1993. p. 35-36.        [ Links ]

5. Blank-Cereijido F, Cereijido M. La vida, el tiempo y la muerte. México: Fondo de Cultura Económica; 1988. p. 125-6.        [ Links ]

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