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Revista argentina de cardiología

versión On-line ISSN 1850-3748

Rev. argent. cardiol. vol.81 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires mar./abr. 2013

 

ILUSTRACIÓN

¿Bartolomé Murillo? (Sevilla, 1617-Sevilla, 1682)
El extravío imaginado

 

Buenos Aires. El sol mayor del mediodía sofocaba. En pleno centro de la ciudad ingresar al viejo edificio de altos techos fue un aliciente para mi piel tórrida. Subí. El consultorio de Orlando Carnovale tenía un estar amplio. Me atrapó un cuadro en el extremo de la sala de espera. Una virgen y un niño sin ningún atisbo divino. Una imagen terrenal exenta de símbolos que sin embargo representaba al mundo de los dioses.
-¿Qué miras? -me delató mi amigo.
-Estilo barroco, ¿Caravaggio? -contesté sorprendido de la afirmación contundente que emitía.
-¿Por qué te parece?
Mientras me acercaba a ver si visualizaba alguna firma deslicé: -la temática real para representar lo divino, el fondo oscuro, las expresiones en los rostros.
-Lo traje de Rusia hace mucho tiempo. Logré que lo restauraran.
Cada vez que volvía al lugar la atracción de esas facciones me impulsaban la mirada desde un abismo que yacía en mi centro anímico. Ese halo misterioso no dejaba que me alejara. Me desprendía de su vista con un pesar incomprendido.
Una tarde, Orlando, con un afecto adivinado en la voz, sin prólogo y escueto, decidió otro destino para la obra. -Es tuyo.
Me excusé agradeciendo. Él insistió pero nunca lo trasladé. Un año después al regresar de un viaje hallé el cuadro en mi despacho. Protegido por un paño azul lo desvestía para mirarlo largamente con la convicción de que debía hallarle sentido al extravío que yo avizoraba en él. Un espejo de mi alma. Entonces decidí introducirme en su misterio. Desandar el olvido carente de toda armadura que no fuese el propio pincel del anónimo pintor.
Debía ir detrás de la memoria. A esa morada donde la realidad se sustenta en la imaginación y lo cierto son apenas unas clavijas donde se ancla el andamiaje de la magia que nos devuelve lo sucedido al hoy. Era evidente que el barroco se manifestaba en el cuadro, si bien en un peldaño inferior a la fuerza del dramatismo que imponía en el trazo Michelangelo Merisi (1571-1610), apodado Caravaggio por su lugar de nacimiento. Esta diferencia podría ubicar a la obra entre sus seguidores. Pero... ¿quién de ellos?


"Imagen de la Virgen y el Niño", 55 × 71 cm. Obra recobrada en 2012. Bartolomé Murillo

La lista es vasta. Giovanni Baglione, Giovan Battista Caracciolo (Battistello), Hendrick van Somer, Leonella Spada, Mattia Pretti, Orazio Borgianni, Orazio Riminal-di, Simon Vouet, Tomasso Salini, Valentin de Boulogne, Bartolomeo Cavarozzi, Orazio Gentileschi y su hija Artemisa, la única mujer reconocida como artista en el siglo XVII. Uno de estos, Jusepe de Ribera, apodado lo spagnoletto, introdujo el espíritu caravaggista en España influenciando a Francisco Zurbarán y Bartolomé Murillo.
El estilo de Caravaggio era evidente. Se vislumbraba en la fuerza con que imponía su arte desde las entrañas. Transmisión pura de su sangre voluptuosa y violenta, fruto de una personalidad entramada en reyertas, huidas y extravíos. Protegido por autoridades eclesiásticas no desistió en pintar a las divinidades con la consideración terrenal de los mortales. Jamás renunció a que sus madonnas y santos pudieran estar libres del deterioro del tiempo y de las circunstancias terrenales, de sufrimientos y angustias que rondan a los mortales. La "Muerte de la Virgen" (1604) con su abdomen hinchado y las piernas desnudas es la denuncia más lograda del artista en su vocación de hacer bajar los dioses a la tierra, sobre todo si el modelo era una reconocida prostituta.
Ponciano Cárdenas se apersonó sin saber del motivo.
-¿Qué te parece, Ponciano? A la entrada de la sala, recostada contra una pared, se alzaba la "Imagen de la Virgen y el Niño", nombre dado por Carnovale a la obra que intentábamos recobrar.
Casi sin acercarse, todavía a unos tres metros, Ponciano Cárdenas no dudó. -Jorge, esto es barroco, caravaggismo.
La examinó detenidamente. En silencio. La escena repetitiva de observar cada trazo del lienzo se transformó en una ceremonia. Por su piel corría la sensibilidad que debió percibir el autor al trabajarla. Aquí el silencio vale por las palabras. Estas son fraude de la emoción. Por eso la memoria se halla en los sentidos. El rito callado se prolongó en un tiempo caído en el olvido. Detenido en esa imagen de un maestro avizorando los restos de la sensibilidad de otro, sucedido hacía cuatrocientos años. La ceremonia del reconocimiento profundo, espiritual, se prolongó hasta que el veredicto de Ponciano se elevó como un pájaro que cobraba altura al momento que él también salía de su posición de cuclillas frente al cuadro.
-Es una obra excelente. La tela es antigua, de lino. Está mal restaurada. ¿Ves aquí? -Y señaló el brazo izquierdo del niño, el escote en el vestido de la virgen, otros detalles.
-El armazón es de madera. ¿Por qué? -requerí volviendo del silencio.
-La tela está pegada directamente sobre una buena tabla y laqueada.
-Veo que también están craqueados los rostros.
-El óleo se quiebra. Tuvo una vida azarosa el cuadro. Se ve que pasó por varias vicisitudes. Es una obra admirable, estéticamente bella. Más allá de sus extravíos y ocultamientos debemos celebrar que haya sobrevivido hasta estos días. Y luego de suspirar agregó: -A propósito, ¿cómo llegó aquí?
-Aún me faltan detalles, Ponciano. Puedo averiguarlos.
Apagamos las luces de la sala. Una linterna intensa y osada en la búsqueda nos fue revelando la intimidad de la tela raída, abierta, con fracturas. Y de pronto en la oscuridad del color, en el pie derecho de la obra, la firma de Bartolomé Murillo en trazo negro. Visible con mucho esfuerzo al ser recubierta por la laca. Idéntica a otras firmas en obras que luego revisamos del pintor.
Recorrer la obra de Bartolomé Murillo (Sevilla, 1617-1682) con sus inmaculadas y niños, con sus santas, nos fuerza a traspasar las tinieblas del pasado e ingresar al "tenebrismo" que imponía la escuela con la fuerza de un sello irrevocable. Las cejas arqueadas en medio punto, los labios pequeños y prietos con hendidura del inferior, las manos puntiagudas, los rasgos serenos de sus personajes integrados a una apacibilidad del entorno nos delatan en sus cuadros la identidad de Murillo. Personajes menos azarosos y voluptuosos que los del caravaggismo, con la aceptación a la condición terrena, establecen su naturaleza por encima del sufrimiento terrestre. Ahí radica la diferencia fundamental entre el barroco de Caravaggio y su seguidor. Se diluyen en este último la fuerza acentuada en los pliegues de la frente, la vehemencia en la postura, la inclinación imperiosa de los cuerpos. Armonía y serenidad en Murillo, pasión y arrebato en Caravaggio. Sosiego y extravíos que los hacen diferentes. Al igual que sus vidas. El seguidor parece ir más allá del tiempo del maestro. Al momento de la reflexión parsimoniosa, apaciguada, contemplativa de una vida que se acepta y venera con una muerte en paz. Toda esta impronta de técnica y escenarios, características de Murillo con su "realismo poético" reflejaba la obra que teníamos. ¿Habíamos encontrado al seguidor de la escuela que realizó este cuadro? ¿Sería realmente Bartolomé Murillo?
Llamé a mi amigo Orlando, el que había protegido la obra durante el último medio siglo. Le expliqué lo indagado.
-Orlando, debes ir a la trastienda de tu memoria. Lo que recuerdes e ignoras tiene que ser sorprendente. Me hablaste de que el cuadro viajó de Munich a San Petersburgo (en ese momento Leningrado) al terminar la Segunda Guerra en 1945 llevado por un soldado ruso. Al final quedarán algunos retazos ignotos de la historia. Siempre sucede así. Solo el "yo" conserva la continuidad. La visión de la historia siempre es fragmentaria, aun en el presente. Solo vemos algunos pasajes. Como luces. Entre ellas, en las tinieblas, solo hay suposiciones, enigmas. El misterio es inherente a todos los tiempos, aun a los que transcurren en el hoy. ¿Desde qué momento y lugar tienes noción de la obra?
-Se remonta a 1945 en Munich, como te referí...
-Antes de que sigas, Orlando. Debió haber llegado a Alemania desde España. Es una suposición dado el indudable origen español del cuadro. En "Alte Pi-nakothek" de Munich hay otros cuadros de Murillo. Entre ellos "Vieja espulgando a un niño" y la "Pequeña vendedora de fruta".
Orlando resucitó sus recuerdos con una voz alta y exuberante. Iba decidido a desmenuzar lo inhallable. -Volvemos en Rusia a encontrar luz en la obra, pero pasaron veinte años, ya era 1965. Yo estudiaba Medicina en Leningrado. Una epidemia de gripe nos obligó a los estudiantes a ir por las casas vacunando a la población. Al lado de la casa que había ocupado Fedor Dostoyevsky en Canal Griboedova, ingreso a una vivienda, más precisamente a la cocina. Me sorprendo -como te pasó a ti en mi consultorio- con el cuadro colgado en un marquito, opacado de tizne. Parecían los rostros querer emerger desde el extravío a través de la capa de polvo. Pregunté por él. La mujer de unos cincuenta años me comentó que a la terminación de la guerra un soldado ruso lo había traído desde Munich y se lo había regalado. Desde hacía 20 años se encontraba en dicho sitio (Etu kartinu privös moy paren is Germanii). Al no hallarse su esposo e hijo regresé para vacunarlos tres días después. Como si no hubiese sucedido antes volví a sorprenderme con el cuadro. Lo miré largamente. Me atrapaba. "Se lo regalo" sentí la voz de la mujer a mis espaldas. Me fui con el rollo. Lo hice lavar y lo guardé. Así lo traje cuando partí hacia Buenos Aires en 1975.
-¿Por qué piensas que esa mujer se desprendió del cuadro?
Orlando me miró absorto aún estacionado en la evocación. -No sé.
-Debemos conjeturar. España, Munich, Leningrado, Buenos Aires, son los destellos donde avizoramos la obra. Entre ellos debemos avanzar suponiendo, pero con el espíritu de lo que es un ser humano. Conjeturo que el soldado se lo dejó a la mujer como ofrenda de afecto. Eran jóvenes, él venía de la guerra.
-¿Y por qué ella se desprendió de él?
-Tenía que cerrar una historia que permanecía vigente con la obra. Era terminar con una pérdida. Suele suceder que al fin uno se va desprendiendo de las cosas que quedan de los afectos. Al principio se los atesora para hacer menos doloroso el olvido. Al final, cuando este es irrevocable, se transforman en un estorbo para su final. Sigamos...
Avizoro que Orlando cobra nuevo impulso. Eleva los brazos. Luego habla. -De España a Munich y de allí a Leningrado. Pérdida reiterada del espacio. Desapego. Frenesí permanente.
-Siento que las personas que fueron llevando el lienzo obedecían a un mandato ignoto, la de una posta
hacia un lugar definitivo que aún se desconoce. Entre ellos te hallas tú, Orlando. Ahora estamos en Buenos Aires en 1975, recién llegabas.
-Lo restauré. Se colocó la tela sobre madera y laca sobre la obra. Hasta que te sorprendió en el consultorio estuvo ahí. Tu deslumbramiento al ver la obra me hizo decidir que te correspondía. Se que le vas a procurar el sitio definitivo.
La mañana había elevado su sol que ahora inundaba de luz la sala por una ventana lateral. Se disolvía sobre el lienzo penetrando en el "tenebrismo" que lo percibí en el misterio de las emociones que cursaron por Bartolomé Murillo cuando contempló concluida su obra. Y en los anónimos que participaron de su viaje por extravíos. Percibo la misma sensibilidad cursando por los siglos, alejada de toda razón humana. Vibrando en cordeles que suelen ser ignorados por quienes se resisten a la realidad del espíritu.
-Orlando, creo que Sevilla, donde nació Bartolomé debe ser su lugar.
-¿Estás decidido?
-Casi, pero esa es otra historia.
Ahora disimulábamos la risa de sal que nos poseía desde las vísceras.

Jorge C. Trainini

Agradecimientos

Al Dr. Orlando Carnovale por evitar que el cuadro se pierda. A Patricia Piccini, Roxana Avveduto y Marta Sosa por el empeño puesto en la reconstrucción de este testimonio. A quienes con su conocimiento ayudaron a recobrar la obra: Ponciano Cárdenas, Manuel Zamora y Luis Garbi.

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