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Revista argentina de cardiología

On-line version ISSN 1850-3748

Rev. argent. cardiol. vol.84 no.5 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Oct. 2016

 

 

Ilustración

FERNANDO MAZA

(Artista argentino contemporáneo)

Esta obra sin título -negación del autor a darle a su creación el desarrollo del lenguaje- nos delata la realidad cósmica del hombre ante la virtualidad de su genio. Entre ambas vertientes se entrelazan las construcciones que emanan de sus necesidades de permanecer e interpretarse a través del progreso, del camino ético y del esfuerzo por trepar hacia las alturas que también conducen a la soberbia y a la nadidad. Si bien hay impulso y forja en esa creatividad profundamente humana, su llegada es a la nada asentada sobre la arena del espacio-tiempo que se evidencia más cruel cuando intenta escalar hacia la cima. Su confín es ese abismo azul de donde provino arrojado al verdugo del tiempo. Ese mar que llega al horizonte y que le sirve para perseverar es la utopía del hombre que lo regresa siempre al principio de su ser y al final del hombre. Ese cielo es su destino metafísico inevitable que lo hace arrodillarse ante la inmensidad y preguntarse ¿No han visto los dioses el esfuerzo del hombre por permanecer a pesar de ser condenado desde el nacimiento? ¿Por qué los dioses abandonaron este mundo? ¿No se les estrujó el corazón al levantar vuelo y dejar atrás a la historia que construyeron? ¿Por qué dejaron al hombre sin la posibilidad de luchar por otro destino? En estos interrogantes hallamos la respuesta de Fernando Maza al evitar bautizar con nombres a sus obras. Ellas son lo que delatan. Están exentas de adjetivos que el hombre inventa en su desesperación.

LA NADA, SENSACIÓN Y UTOPÍA

La nada es una palabra intrigante. Metafísica, incluso misteriosa. Implica una comunión de soledad y aventura. Miedo y desconocimiento. La negación que conlleva la ubica más allá de su significado dialéctico. No tiene comprensibilidad real. No alberga sentido natural-material, pero debe entenderse que su espíritu de negación "nihilista" acerca al hombre la más terrorífica de las sensaciones para el estado de su conciencia, ya que significa la "pérdida del conocimiento del ser", o sea, la denegación de la identidad.

La nada no tiene continencia dentro del orden natural. En este contexto físico no hay pérdida del ser, sino "transformación del ser". Diferenciación del estado de la forma como sutil evolución. Como otras indeterminaciones léxicas: origen y fin, la nada adolece de significado absoluto. Ni el concepto de vacío puede ser aplicado a su comprensión. Es así que, dentro de la singularidad de las cosas, la nada es una palabra equívoca. Simplemente no existe como tal. Pertenece a la frontera del dramatismo humano. La nada es como Dios, no son explicables, pero han sido necesarios para la arquitectura de la historia humana.

"S/T" Óleo sobre tela, 097 × 162 cm

 

En el sentido de "pérdida de la identidad", la nada forma parte de la angustia existencial. Expresa el estadio final absoluto-negativo de la identidad, como punto extremo de la transitoriedad de la memoria colectiva. Se llega a esa "nada" discursiva a través de los matices del olvido. Al "ser" no lo espera la nada sino el olvido. La nada ni siquiera puede ser imaginable. El olvido representa la pérdida del recuerdo guardado en la memoria, el último eslabón antes de la negación definitiva. La capacidad de olvidar también es una facultad del cerebro. Conlleva hacer tolerable la vida, ese estado que el hombre transformó en demencial al necesitar encontrarle una explicación que la justifique.

La nada no tiene sinónimo o interpretación. Es en sí misma, se agota en su no-materialidad. Su definición es la réplica de su palabra. No puede ser cuantificada. La nada es previa al Dios primero, o sea una incongruencia física. Es un estado alienante al que ha llevado la necesidad de contar con un Dios original para explicarla. Y expiarnos. Debía haber nada para que hubiese un Dios. Para ser Dios solo era posible ese estado de nadidad. La nada tiene tanta "vacuidad" que debió recurrirse

a lo divino para que tuviera la materialidad -incluidos nosotros- una explicación posible de existencia.

No hay lugar para la nada en la conciencia del hombre. Este no puede asumirla ni dar por terminada su faena consciente-terrenal, la continúa post mortem a través de la fe. Asimismo, el fin predeterminado de los tiempos en el Apocalipsis es una puerta abierta a la permanencia de su obra. La vida es para el hombre solo un momento diferente de su conciencia. En su demencia es capaz de asumir todas las utopías, hasta creer que desprovisto de su organismo puede continuar en posesión de su identidad. Es incapaz de aceptar la pertenencia a lo anónimo en la física de la naturaleza. Toda la determinación del hombre es una exhortación a las quimeras y fantasías que construyeron las ficciones más fantásticas. Todo en él es un camino a contracorriente del olvido. Hasta el Apocalipsis rescata esta obsesión en su juicio final.

La continuación de su aventura es el elemento crucial de la vida humana. Y el hombre se abalanza con la misma prosecución irracional: cerrar los ojos a las evidencias de la historia, al pasado desaparecido. Hace abstracción de esa enseñanza para acometer las explicaciones a su origen. En esa postura desenfrenada ha tomado como armas el temor, la ignorancia y la vanidad. Pero el hombre sabe en su intimidad que representan disfraces a su dramática incoherencia. Con solo mirar hacia atrás, hacia el ayer, el hombre debería poner fin a las utopías de mundos venturosos. Si llegara a rozar ese punto, seguramente, ya no sería una caricatura de sí mismo. Desprovisto de pasión por el mañana, por la ambición de su continuidad, ya no sería lo que es. Si asumiera la ignorancia sobre el devenir aceptando la historia que lo contiene, ya no tendría temor. Así como no hay escapatoria posible, tampoco tiene sentido el miedo. Se derrumbaría su vanidad, para dar lugar al único sentimiento posible: el dolor de saber que "se es". El dolor de saber que "no se va a ser". Si no asumimos esta incoherencia material/espiritual no podremos apelar a las únicas armas lógicas a nuestro real estado: la indiferencia y la ironía. El hombre permanece cautivo dentro de su mito. Su incapacidad para escapar a su destino la sobrellevó con el delirio y la hipocresía. Los que se apartan de este comportamiento son considerados proscriptos, desterrados, apátridas. Desposeídos.

El hombre es un ser contradictorio. Puede hablar de tiempos sin fin y de la nada. No puede asumir la envergadura que implica aceptar la "vacuidad" de la nada. No tolera el "no ser", en el sentido estricto de la memoria. A pesar de que esta última pueda construirle una historia que es exactamente la réplica de su propio destino. Una historia macabra de desapariciones sin pausa, de tragedias y horrores. También de impotencias y sufrimientos para entregarle a la existencia un sentido de la que está exenta. Este pasado que nos contempla nos derriba a cada momento todo atisbo de utopías. Convierte en acto irracional toda aventura a emprender. La alquimia que el hombre ejerce en su razonamiento consiste en diluir el sentido lógico que

le dicta su conciencia con relación al sin proyecto de la vida. Y si ponemos en duda este parecer "lógico" deberíamos aceptar que transformamos a la memoria de la historia en un absoluto desperdicio. Volvemos sobre nuestras fantasías corrompiendo a la conciencia, de la cual nos vanagloriamos para diferenciarnos del resto de lo natural. Es que en realidad, en este punto, se ejerce la hipocresía para soportar el temor y el horror.

También la sensación de estar inmerso en la nada embriaga. Nos quita culpas. Es sentirnos liberados de las múltiples luchas que nos mantienen tensos, en estado de alerta. La convicción de que todo lo que somos y hacemos pertenece a un destino sin proyecto y que el vacío al cual nos agregamos es tan extraño como nosotros mismos. La nada nos produce la sensación de que absolutamente ningún ente importa, de que somos irremediablemente libres, aunque sea solo en el momento que la experimentamos, porque inmediatamente después la vorágine del hombre permanece en su locura de torcer el veredicto inapelable del destino de desaparecer. En este caso, destino significa, solamente, después. Un futuro en el tiempo. El mañana. No pretende establecer pauta alguna sobre el sentido del devenir. Tan solo es pasar. De la nada a la nada, el puente intermedio antes del ser y luego del mismo, es la imagen que tenemos de nuestro yo. Es simplemente una idea fragmentaria y superficial de nuestra estructura cuerpo-alma. En esa representación, al "yo" cuesta imaginarlo en la nada, formando parte de ella. Siempre hemos considerado a nuestro "yo" y la nada como partes contrarias. Como vida y muerte. Como existencia y no-existencia. Sentirnos ser parte de ella nos aterra. No nos imaginamos no estar. De ahí deriva nuestra forma de vida delirante. Solo unos pocos pueden soportar esta visión cruel, y sentirse totalmente libres. Y son los que llegan más allá del escepticismo, los llamados irónicos. Estos la llevan consigo como una bendición porque les quita culpas, pero también como un castigo, porque los desafecta de las sensaciones.

Desprenderse de la materia, para poder convivir únicamente con el espíritu más elevado, significa hacer abstracción absolutamente de todo, salvo de ese soplo que nos mantiene la existencia. Es un punto límite de la vida, ya que sin la materia que nos determina, ¿cómo atesorar que estamos para la nada? ¿Cómo comprender la vida sin necesidades físicas, afectivas ni emocionales? Perdería sentido nuestra actual arquitectura. Nos hemos diferenciado tanto que al girar en el círculo evolutivo nos hemos auto-condenado al sobrellevar una conciencia del "yo". Algunos podrán discutir esta evidencia, pero el hecho de ser dependientes de la materia -individual, colectiva y cósmica- hasta el punto de que el espíritu se subordine a ella, y también a los dictados más primitivos que alberga, reminiscencias del sombrío nacimiento, nos acerca invariablemente a la verdad. Para muestra se puede tomar nuestra propia historia documentada. No olvidemos que con la escritura el hombre comenzó a certificar su tragedia.

Jorge C. Trainini

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