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Revista argentina de cardiología

On-line version ISSN 1850-3748

Rev. argent. cardiol. vol.85 no.4 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Aug. 2017

 

Ilustración

AGUSTINA MAZZOCCO
(Artista plástica argentina contemporánea)

 

Hubo un tiempo en que el hombre se inundó de luz para escapar del misterio, de las tinieblas, de lo oscuro. Así construyó el Iluminismo, el Empirismo y el Racionalismo. La razón todo lo podía. Excomulgaba a los cielos y a los mitos, a lo que carecía de explicación. El universo era una explicación de sumas algebraicas. Entre ese tiempo y el positivismo se irguió al finalizar el siglo xviii la pasión del hombre, lo que se llamó Romanticismo, el que no obedecía a ningún movimiento artístico, sino a la emoción de estar vivo, a una actitud ante la existencia. De poder contemplar en vibración a la naturaleza, a la oscuridad del cosmos, a las luces de los astros muertos. A la luz que huía en un espacio creciente.

Agustina Mazzocco con "Efímera existencia" advierte de esta lucha del hombre por pertenecer y mimetizar-se con sus emociones a lo natural. También desnuda que ese romanticismo estaba herido de muerte. Se asemejó a los últimos brotes verdes antes de la nieve final. El hombre con un ímpetu sustentado en el progreso se abalanzó al Positivismo, en que todo se convirtió en inmediatez, fugacidad, materialismo brutal. Todo debía tener la utilidad del interés. Los valores ya fueron solamente matemáticos. Lo solidario se transformó en tráfico de mercado. El poder del hombre persiguió a la pobreza y a la ignorancia matando a sus poseedores. El impulso de aniquilar, visceral y ancestral del primer hombre, se situó dominante. Ese materialismo tenaz golpeó las puertas de la inocencia con los puños de la barbarie. "El nihilismo ya está aquí" de Nietszché dejó de ser profecía. Ahora, es el que maltrata el corazón de cada hombre.

La procacidad del progreso acuñó el sello que reúne al conocimiento con las matemáticas. La experiencia y la sensibilidad marchitaron con los últimos intentos del romanticismo. Todo el orden sería racionalmente humano, absolutamente utilitario. La misma naturaleza perdió su carácter místico al ser un recurso a depredar hasta niveles de riesgo humano. Hoy la talamos, la desguazamos, la contaminamos. Todo debe ser traficado. Hasta el agua.

Los mitos han sido instrumentos de la supervivencia humana como especie pensante y social. Ellos nacieron fruto del miedo, dado que el pensamiento no resuelve en relación con el origen, el sentido existencial y la pretendida inmortalidad. Este ha sido el sesgo al cual colaboraron todos los sistemas religiosos, mitológicos y en gran parte los filosóficos. No se puede encontrar explicaciones en estos mitos que apuntan a darle un sentido histórico sobrenatural a lo que el hombre como experiencia tiene. Hallarlas, como el primer hombre detenido en este punto, constituyó la madre de los engaños y responsable de la alienación humana al alejarlo de su "principio de razón suficiente", la cual lo pone en el sitio en que tanto la razón como la sin-razón carecen de absoluta validez y le abre una apertura al misterio. El mito puede ser lógico [mito-lógico] desde el miedo por la tragedia, no por el logos humano acumulado o el pensamiento libre de ficciones. Esto edifica a la razón para su libertad de pensamiento. No es una codificación entre el mundo interno y el externo, es una articulación entre el miedo y un refugio. Alimentado por los mitos, incomprendido en ellos, el hombre halló en el poder la invitación de la inmortalidad y de ser un demiurgo en la vida. Esto subyace como psiquismo en todo "ser-hombre", aunque no lo aquilate en forma consciente.

El puente que existe entre naturaleza y conocimiento -uno lleva al otro- debería servir para la ubicuidad de este "ser-hombre". Es lo cercano a lo natural, a lo cual pertenece. El conocimiento usado en otro sentido -como poder- lo ha hecho un ser destructivo para su ecología humana, animal, vegetal y material. Esta lucha por la supervivencia no es solo voluntad de estar y ser, sino que también cultiva el progreso, el cual ha sido inadecuado a la equidad humana. Algunos se quedan en la infancia de la supervivencia, expectantes. Contemplativos no solo de la tragedia existencial en la que es arrojado al tiempo cada individuo, sino también de la mundana, la que construye. No se puede combatir la imposibilidad del sentido existencial con fantasías efectivas. De la ambición a la obsesión hay un solo paso y el riesgo es abismal. Esto le pasó al hombre en su historia de comprender su propia tragedia y de alienarse para tolerarla.

No usemos los escritos del propio hombre como la visión profética de su existencia. Esto no es la preocupación que debe tejer la conducta humana. La conciencia de los hombres no es causante del origen de su historia, sino la consecuencia. Luego de la aparición de ella su construcción se debió a la mezcla de errores y aciertos. Fruto de la conducta y los miedos existenciales los hombres forjaron una existencia inauténtica, adecuada a su drama. La destrucción se va a producir no de profecías, pero sí de la forja histórica basada fundamentalmente en sus impulsos existenciales y adquiridos. El hombre progresivamente se divorció de la naturaleza. La asimiló con el conocimiento y luego la enfrentó hasta arrodillarla. No se eximió de su conquista ningún reino de lo natural. El propio hombre sufrió su furia. Lenguas y culturas avasalladas. Algunos hablan de "furia arquetípica" por la expulsión de un Edén, volviendo al hombre al primer miedo nacido de la mayor ignorancia y luego de la necesidad de usarlo para aquilatar poder. El hombre no puede tener otro destino, pero sí puede edificar, con dignidad entre su origen y la muerte, otra existencia. Toda otra extrapolación hacia un antes o un después lo lleva inexorable a la mitología, al temor, a la ficción, al ser torturado por un recuerdo que él mismo suscribió con el miedo. Hemos creado escombros con nuestro paso histórico.

El hombre no puede elegir entre ser y no-ser. Una vez adquirida la vida, ese impulso que lo conduce desde siempre intenta sobrevivir. Quizás el miedo haya sido su connivencia. Una fuerza que no proviene de su nivel de conciencia porque este impulso es universal. Subyace en toda conciencia natural orgánica por más pequeña que sea. Esta dualidad de ser y no-ser se traslada a todos sus actos entre lo que desea y lo que puede, entre el bien y el mal, entre la tolerancia y la ira, entre la piedad y la violencia. En este dilema de ser o no-ser, inscripta en cada una de las acciones humanas, se halla la batalla entre el sentido humano real de la existencia y el sentido mitológico ficticio de la no-existencia.

En la obra de Agustina Mazzocco se levanta esa sombra que tiene la ciencia, siempre delante de ella, y que como el horizonte no se puede alcanzar, pues a cada paso un paso se aleja y sirve para que el hombre quiera aún existir. Haber llegado a este punto de divorcio entre la ciencia y lo filosófico (incluido lo metafísico-religioso) ha alejado al hombre del humanismo propugnado como el calificativo del hombre por excelencia. No haber entendido que la sombra metafísica (espiritualidad, fe) camina siempre delante de la ciencia y que invariablemente ese espacio corresponde al misterio existencial y al sentido último del hombre ha descargado sobre las civilizaciones una creciente búsqueda de los aspectos instituidos como signos de poder. A este nivel de la sombra, más allá de cada creencia metafísica, solo una estoica moral podrá congeniar en un puño a todas estas lenguas y dialectos que han construido una torre de Babel que lo aleja de la integridad fundamental que necesita un concepto como el humanismo y que en realidad en la historia acontecida evolucionó hacia un antihumanismo basado en una ética indolora. El avance científico se enfrenta siempre al misterio con que choca el materialismo racional, soslayando una ética estoica y un agnosticismo real para sostener la responsabilidad y la dignidad humana, fuentes del humanismo, único sentido que podemos hallar a la vida. "Efímera existencia", obra de Mazzocco, un soplo de humanismo ante tanto invierno del alma.

Jorge C. Trainini

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