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Revista argentina de cardiología

versión On-line ISSN 1850-3748

Rev. argent. cardiol. vol.85 no.5 Ciudad Autónoma de Buenos Aires oct. 2017

 

Ilustración

 

DANIEL SEILICOVICH
(Artista plástico argentino contemporáneo)

 

El artista advierte. Lo hace Daniel Seilicovich con sus trazos inquietos, siempre en una bifurcación de los sucesos, mostrando lo incierto de la existencia, tratando de ingresar desde su estilo a un nuevo orden. Sus obras en colores provocativos del fovismo (fauves: las fieras) impactan sobre el espacio, el tiempo, la mundanidad. En su pintura, en esa tesitura de mostrar lo que la historia del hombre va dejando, hallamos la sutil diferencia entre lo que ansió el hombre como progreso y lo inadecuado en que se constituye bajo las leyes naturales de la existencia. Igual que un peregrino en un mundo que existe extraño al valor intemporal de su sentimiento, el artista desgrana en cada pincelada llena de impulso, la añoranza por el hombre perdido que sobrelleva la angustia de no conocer el motivo ni el sentido de ser.

El progreso de la humanidad ha sido fantástico desde lo técnico, insertado en un ser, el cual permaneció invariable desde lo instintivo. Incluso, con procesos de recrudecimiento, como en la época actual, donde su desarrollo desató lo más animal de su contextura llevándolo al riesgo de una barbarie ética. ¿Será tarde para el hombre? como expresa el poeta William Ospina Este periplo no era el propósito de la tekhné iatriké de la antigua Grecia ni de los sucesivos avances que tuvo la humanidad hasta sobrepasar las revoluciones industrial, tecnológica y digital. Tampoco representaba el sentido de las religiones que el hombre fue instaurando en su necesidad metafísica. Sin embargo ese paso que el hombre no pudo dar desde su razón hacia lo espiritual, y por lo contrario potenció al ser-instintivo, fue capturando ese progreso hasta transformarlo en un desatino para sus condiciones de animal relativo, insertado entre su capacidad y la ignorancia de su sentido existencial.

El crecimiento de las poblaciones, el auge de las metrópolis, la polución informática, los medios de comunicación humana de esta época digital, han dejado precarizadas la relación directa entre las personas. La palabra se fue perdiendo como medio de comunicación y el lenguaje va quedando progresivamente reducido a signos. Esa comunión verbal de medio siglo atrás entre las personas hacía más cuidadosa el uso de la moral y la ética. Los pequeños pueblos favorecían esta confraternidad que las ciudades fueron perdiendo. En la actualidad estas comunidades de vecindad se refugian en las aldeas a las cuales se llegan por caminos ignorados.

"El conurbano"
Óleo sobre tela, 130 × 130 cm, 2016

"Palacios del siglo XIX"
Óleo sobre tela, 130 × 130 cm, 2016

En las ciudades de hoy los individuos se vuelven anónimos. Han perdido su rostro y la identidad. Pertenecen a un medio de uso y no al objetivo del poder oculto y sofocante con que el capital de minorías es incapaz de entregar a las sociedades los fundamentos básicos de educación, salud, trabajo y seguridad. En ese anonimato que ofrece la ciudad los individuos son seres anónimos que en dicho entorno pueden actuar y sobrevivir con los instintos. La razón ha perfeccionado lo cruel del individuo en su comportamiento. Acude a esta actitud el uso del materialismo que hace el hombre hacia la obtención de un poder omnipotente, hoy oculto y camuflado, al igual que los anónimos hombres de las ciudades. Este recrudecimiento de los instintos sucede en momentos en que la supervivencia del hombre se torna precaria y el peligro se cierra sobre su existencia. Este instinto paradójicamente también lo ostenta el poder, el que intenta un materialismo a ultranza, más allá de que sus necesidades vitales se hallen lejos del riesgo.

Este juego del manejo de la información y de los recursos económicos en que los individuos son presos del sistema, tanto queden del lado del poder como de la masa social, y cuya exacerbación de los instintos llevan a la soledad espiritual hace del ser-racional un ser abandonado y sospechado. El progreso constituyó siempre un arma para la diferencia entre los hombres. Quizás si estos se hubiesen adscripto al postulado de nada es tan peligroso como la certeza de tener razón tendrían el antídoto que los condujese a ese ser-espiritual postergado y cuya renuencia a conquistar hará que definitivamente sea tarde para el hombre.

El poder materialista construye con avidez instintiva condiciones que atentan contra la racionalidad estricta de la verdad en la convivencia, o por lo menos al principio de razón suficiente. Sirve para acaparar y para el despojo, no crea condiciones de solidaridad. Es la historia humana de siempre, la que no ha servido para aprender, sino para repetir. Indudablemente debemos pensar en la causa de tan extraña conducta de una racionalidad que no es tal. Que oculta con el más lastimero disfraz al instinto puro de supervivencia a ultranza. Que no intenta compartir porque no puede amar al desconocido con la razón, menos con la fraternidad del espíritu. Para protegerse de estas consecuencias las sociedades se parapetaron detrás de comunidades sindicales, civiles, asociaciones, centros. Todas reemplazan a las antiguas aldeas donde los valores pasaban por la ayuda, la palabra y el respeto, basados en conocimientos mutuos de las personas, en la convivencia de identidades, de rostros, de emociones.

Todo este enfoque de la crisis se asienta sobre un aspecto que pocas veces el hombre lleva a la superficie consciente. Fruto de enormes consecuencias individuales y colectivas, se lo ha postergado hasta depositarlo en una discusión filosófica esencial y que va más allá de la pregunta kantiana sobre lo ¿qué es el hombre? pues la debemos ampliar para situarlo en ese absoluto de un animal intermedio, con imposibilidades ciertas de comprender el tema fundamental del origen y el fin, del finito y de lo infinito. Y aquí nace la angustia existencial humana.

Estos aspectos de la vida humana, tanto del que ostenta el poder como del que lo sufre y de la relación instintiva entre los humanos, tienen una base instintiva de miedo hacia los acontecimientos que suceden en la vida, también de angustia al sentido existencial y lucha por la supervivencia. El hombre sabe que en la intimidad donde afloran esas vicisitudes emociona-

les se encuentra solo. Las comunidades pequeñas, en esa vecindad de sus sucesos, ofrecían el refugio de la transitoriedad de los días y estabilizaban esa puja del hombre entre el egoísmo y la solidaridad. El mar de la ciudad ha transformado al ser en un náufrago.

Las nuevas obras del progreso se le han escapado del usufructo de las posibilidades que conducen a lo fraterno. Se debe interpretar que han traído confort y bienestar, sin embargo también han sido agentes de información explosiva e intencionada que acumula deseo y frustración ante la marginación por concentración desmesurada del capital.

Este progreso que fue técnico en su principio se precipitó en una economía en que el individuo paso a ser el medio y no el objetivo de su avance. Evidenció la distribución inadecuada de la economía con resultados de desorden en los aspectos básicos de entender la necesidad colectiva. Luego, esta situación llevó a estratificaciones sociales desde la visión política basada en la marginación que no tendría importancia si se tratara de bienes suntuosos, sino de las condiciones más básicas para encarar la vida.

Tanto para la víctima como para el victimario social en que se diferencian las comunidades, el problema que sobrelleva la humanidad en su afán de comprensión de su estado, termina siendo un problema metafísico cualquiera sea las acciones que emprendan, entendidas como ciencia, técnica, arte, religión. Ninguna de sus realizaciones puede reemplazar a la pregunta fundamental ¿cuál es el sentido de la existencia? Soslayar este aspecto o incluirlo no lo sacan del problema de la angustia exis-tencial, por más que pueda entenderse la muerte como el proyecto de la vida. En este límite hay una pugna cuyos oponentes no son el teísmo o el agnosticismo, la razón o la sinrazón. Ante esa pregunta la diferencia se pierde. Ambas vertientes de la respuesta pertenecen a la misma conciencia del hombre ante su incapacidad para resolverla. No se podrá liberar de ninguna de ellas y eso lo conduce a la sentencia de Heidegger: "el hombre es un ser nacido para la muerte". Esto lo lleva a poder entender su relativismo conceptual de la vida y de la muerte. Llegamos aquí al "animal no fijado" de Nietzsché. La fe en la religión también es afán existencial. Sea con la fe, su negación, la metafísica o el racionalismo, el hombre está unido a lo absoluto, aunque sea por ignorancia.

Al restituir a la memoria la historia de las ciudades Daniel Seilicovich nos deja la sentencia que el hombre por sus características filosóficas es un ilusionista fracasado en la resolución de la pregunta por su sentido de vida. En este concepto subyace el aspecto instintivo, y es el que parte de la individualidad para cobijarse solo por miedo e intereses en la sociedad que lo contiene, pero nunca sin perder su soledad esencial.

Jorge Carlos Trainini

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