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Revista argentina de cardiología

versión On-line ISSN 1850-3748

Rev. argent. cardiol. vol.86 no.6 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dic. 2018

 

Ilustración

RÓMULO MACCIÓ (artista plástico argentino contemporáneo, 1931-2016 )

Jorge C. Trainini* 

*UBA Argentina

DE “TROITS TETES” (MACCIÓ) A “EL HOMBRE HA MUERTO” (FOUCAULT)

Troitis tetes” estuvo en las muestras de París (1968) y de Nueva York (1970) hasta recalar en Buenos Aires. Es una obra que se anticipa a lo que acontecería con la posmodernidad. Las tres situaciones del rostro en rápido movimiento, siempre vendado, evita ver el terror que se instalaba en la sociedad. Este cuadro nace concomitantemente con la sentencia de Foucault en “Las palabras y las cosas” (1966) cuando expresa “el hombre ha muerto”. La interpretación filosófica de Macció sobre la época dramática que se avecinaba conmueve por su claridad y premonición.

La tragedia que inventaron los griegos tenía el tenor de una profecía que con el correr de los siglos se transformó en la forma de vida habitual. De la poesía lírica pasaron a la tragedia para satisfacer las necesidades reales, la cual se constituyó en un rito público. Ayudó a pensar con nobleza. Su introducción se debe a Tespis de Icaria hacia el 550 a.C. y tuvo como creadores a Esquilo, Sófocles y Eurípides. Hoy el drama que acontece no es teatro, se desplaza por las calles de las grandes ciudades convertidas en una increíble escena natural con millones de actores que actúan por la obligatoriedad que impone la sociedad humana a través del poder.1 El guión es azaroso y circunstancial, en un anfiteatro, en que todos se mueven al mismo tiempo sin saber de los otros como si no fueran ellos mismos. Pericles, el mayor demócrata, al fin de esa época de oro de los griegos ya lo había profetizado: “hace mucho tiempo les advertí del riesgo que engendra la democracia”.

En lo posmoderno hay ausencia de los grandes relatos, pero no se trata solamente de carencia, sino que el hombre en su inconsciencia perdió la creencia en ellos. Los pequeños relatos hoy ocupan la mundanidad trivial en que se consume la existencia. Por eso se halla vigente esta conceptualización de una realidad fragmentaria, pequeña, fugaz. El hombre los acepta por subsistencia. Los grandes relatos prometían un futuro que ya no alberga fe ante el cansancio existencial del hombre. Esta posición deriva de haber trabajado desde los tiempos más remotos para un objetivo que nunca se alcanzó en el nivel espiritual. La historia acumulada lo ha desmoronado con su falta de respuestas, con existencias que terminan siendo una distracción trágica de la naturaleza. El progreso en el conocimiento se ha enfrentado irremediablemente a un callejón metafísico sin solución cualquiera fuese el ideario o el lenguaje invocado.

La comunicación hoy cumple un papel que ha remodelado la vida humana. Informa, mantiene la expectativa sobre el siguiente anuncio y actúa de señuelo para utilizar el recurso del individuo multiplicado por millones de acciones que favorecen al poder. El hombre anónimo a través de la información se remite a mantener el relato, que es pequeño, repetitivo y fugaz, especulativo a los fines de la economía de consumo. El relato es parcial interesado, invocado por el poder. Las diferencias -a veces diametralmente opuestas- entre mismas informaciones, evidencian la lucha por posiciones hegemónicas en el manejo de la masa social. La información comercializa recursos o ideas. Es interesada en su praxis. El poder se apodera de los medios. Aquí se pierde la subjetividad. Importa el ser pero como integrante de la masa que constituya parte de un número suficiente que sirva al tecnocapi-talismo. El sujeto se adormece con el encantamiento de los medios. Es capturado para fines que ignora.

El hombre no es un animal estricto ni tampoco un ser superior. “Ser intermedio”, necesita de la intriga y la sospecha porque su esencia se construye con la conciencia y el miedo a la muerte. La conciencia construyó su conducta entre la virtud y la culpa. Al ser gregario necesita del entorno social para sobrevivir por su angustia a la soledad. Esta situación entre muerte y culpa lo transforma en un animal hipócrita para sobrevivir. Un oportunista de la vida. Su miedo a la muerte, al sufrimiento y a la soledad es tal que se aprovecha de la oportunidad a expensas del “otro”. No renuncia ni al pecado ni a los dioses, mientras con un gesto inquisidor ve la manera de subirse al éxito y al poder. De ser él mismo aquel dios que se venere.

Ha llegado a un punto en que su propio camino del deseo no incluye que la meta final sea la autenticidad de la muerte. Se llena de imaginaciones fruto del miedo y de su cultura de la supervivencia. Y esto lo ha llevado a ser un animal alucinado. El temor y la codicia no lo han dejado ser lo que tendría que haber construido. Este “animal no fijado” de Nietzsche, y también de Foucault, se ha dejado maltratar por un progreso que malgastó su inteligencia basada sólo en propósitos crecientemente positivistas, hasta el punto que su brío se yergue por la materia que ve y toca. Lo esencial de su comprensión existencial se le ha vuelto insignificante, la cual en forma paradójica, es el atributo que ocupa el vacío de su ser, aspecto invisible, pero tan sólido, que podría haberlo ubicado en el lugar que le corresponde por acto natural de inteligencia y conocimiento. Creció donde no debía. Nunca se alertó que la conciencia del miedo, la angustia existencial, fue el desatino. Esto le atrajo los vicios de la lujuria, egoísmo, soberbia y avaricia. La sociedad abnegada se le escabulló sin poder sostenerla nunca en la historia, la que se repite invariablemente con la razón sosteniendo al instinto. Hoy tiembla ante su propia visión cuando a solas contempla el cosmos.

Si hubiese entendido su “intermedio natural” no se hubiese abalanzado en forma inadecuada al progreso con el fin de ocultar su naturaleza avara y ambiciosa. Se hubiese estacionado en el afecto y la comprensión del “otro”, asumiendo la realidad que el temor es de todos, alejándose del miedo de la inquisición íntima de su conciencia con que patrulla sus días. Una conjunción de bien y mal lo aliena e impide que sea un animal que comprenda la situación que ocupa. Confundido, se niega a la justicia social porque lo retrocede en sus conquistas y acepta la hipocresía disfrazada para no sentirse señalado. Se ha convertido en un falsificador de su posibilidad, de su origen, de su destino. Ampara su quehacer en una metafísica que muda a conveniencia, a la que acude con explicaciones e interrogantes que sólo son descompresiones de su angustia existencial. Sufre lo que nunca pudo asumir: su naturaleza. Se discernirá que fue fruto del desarrollo de su conciencia, pero en realidad ella es la que le advirtió de su precariedad. Sin embargo pudo más su miedo. Siempre lo ha dominado el impulso visceral de la supervivencia, el que aunado a su capacidad de intelecto, ubicó al hombre en ser ese “intermedio natural”.

Todo hombre, en la historia que construye diariamente, debería reiniciarla donde se ubica el ser-racional actual mirando los escombros para no repetirla. Sólo así tendría sentido su crónica esforzada y trágica. Alcanzaría un sentido para no ser arrojada a la hoguera en la que continuamente quema sus acontecimientos. Hay un punto para esta decisión y es la ética a construir con su auténtica capacidad inteligente, en la que sepa vislumbrar al “prójimo”, y además eliminar el miedo a la soledad última. Asumirla.

No podemos crear escenarios para ocultar nuestra incapacidad esencial ni relativizar que la hemos substituido con el progreso y con el poder sobre los “otros”. Somos seres que emocionalmente necesitamos superar a los otros semejantes y luchar por una vida detrás de la muerte. Esto no nos alejó de la situación de quedar solos en el destino final, pero nos encaminó a perder la única vida que tenemos en la conciencia y la única conciencia de la vida.

La naturaleza nos conformó a su designio y no al que intentamos asumir. Y esto es capital. Decidió la historia del hombre. Construyó su “estilo de ser”. Hemos alcanzado, dentro del espacio limitado del conocimiento, una utilización de nuestra conciencia pero jamás su significado. Quizás se pueda, todavía, asumir con honradez nuestra soledad última inexplicada, la que no justifica las consecuencias del miedo ni las perversiones contra el “factor humano”, soslayando la incapacidad para explicarnos.

Todo sistema acaba en la fe de algo o en el conocimiento de algo, por lo tanto en una conjunción de insuficiencia. Igual que el tronco de un árbol sus extremos son arborizaciones que se diluyen en el vacío de los cielos con las ramas o en la tierra con las raíces. No hay resolución metafísica alguna para esta simbología que es la del hombre.

No se puede negar ni objetar a la existencia. Sería ser poseedor de una verdad superior. En realidad, llegado a ese punto donde misterio y nada tienen el mismo significado, obligadamente debe declarar el ser-hombre su ignorancia. Lo que parece, el sin-sentido del universo, no puede contemplar ir más allá de lo relativo que es el hombre. Y si intenta darle un sentido tampoco tiene coherencia al saber de la muerte, del tiempo limitado de conciencia. ¿Quizás la muerte guarde un sentido? Entonces será declamar la idea de que la vida es una crueldad. En realidad se llega a un punto que se llama ahorrecia (sin decisión), la que parece ser la mayor lucidez que se pueda alcanzar. Todavía amamos la desesperanza para mantener las utopías.

Rómulo Macció en el transcurrir de su “Troitis tetes”, advierte que el hombre pasa de la rebeldía a la condición de tolerante, a la resignación; y por último a la expiación de su terrible situación. Quizás sea esta la última perspectiva que justifique la espera de la muerte y no anticiparse a ella. El triunfo de la nada es un perdido consuelo a esta espera de lo que se sospecha del universo: que es el progenitor del hastío que anida en el hombre.

REFERENCIAS

Jorge C. Trainini, RÓMULO MACCIÓ, 2018, 1-2 [ Links ]

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