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Anuario de investigaciones

versión On-line ISSN 1851-1686

Anu. investig. vol.18  Ciudad Autónoma de Buenos Aires dic. 2011

 

HISTORIA DE LA PSICOLOGÍA

 

Impacto de la medicina de la higiene en el alienismo francés de la primera mitad del siglo XIX

Hygienic medicine's impact over the french alienism of the first half of 19th century

 

Vallejo, Mauro1

1 Becario Doctoral del CONICET, Instituto de Investigaciones de la Facultad de Psicología. Docente en la Cátedra I de Historia la Psicología. Miembro del proyecto UBACyT (2008-2010) "El dispositivo 'psi' en la Argentina (1942- 1976): estudios de campo y estudios de recepción". E-mail: maurosvallejo@gmail.com

 


Resumen
El objetivo del presente trabajo es demostrar que en algunas fuentes clásicas del alienismo temprano es posible reconocer la presencia de una concepción médica definida tradicionalmente como higiene. Tanto a nivel de las hipótesis causales de la locura como a nivel de las terapias promovidas, los tratados alienistas se ajustaban, con mayor o menor idelidad, a un modo de pensamiento desarrollado en la segunda mitad del siglo XVIII, que permitió a la medicina general convertirse en una ciencia de lo público o de las cosas. Por otro lado, tomar en consideración la relevancia que las nociones de la higiene tuvieron en esa especialidad médica nos permitirá aprehender con nueva luz los rasgos esenciales del dispositivo terapéutico inaugurado a comienzos del siglo XIX, merced al cual el uso del asilo y la insistencia en el control de las condiciones de vida asumieron un rol destacado.

Palabras clave:
Higiene; Pinel; Fodéré

Abstract
The purpose of this paper is to show that a medical conception usually called Hygiene is visible on some of the classical texts of the early French psychiatry. The causal hypothesis of the psychiatric books, as well as the therapies they promoted, were compatible with a way of thinking developed during the second half of the 18th century, which allowed the general medicine to transform itself into a science of things or a science of the public domain. On the other hand, to take into account the impact that Hygiene had over that medical speciality will give us a better understanding of the essential elements of the therapeutic dispositive opened up at the beginning of the 19th century, which insisted on the use of asylum and the control of life conditions.

Key words:
Hygiene; Pinel; Fodéré


 

El objetivo del presente trabajo es demostrar que en algunas fuentes clásicas del alienismo temprano es posible reconocer la presencia de una concepción médica definida tradicionalmente como higiene. Tanto a nivel de las hipótesis causales de la locura como a nivel de las terapias promovidas, los tratados alienistas se ajustaban, con mayor o menor fidelidad, a un modo de pensamiento desarrollado en la segunda mitad del siglo XVIII, que permitió a la medicina general convertirse en una ciencia de lo público o de las cosas. En tal sentido, la importancia de esta investigación es que ella aporta elementos relevantes para explicar por qué razón las teorías psiquiátricas de Pinel y de algunos de sus contemporáneos adherían a una perspectiva de la alienación según la cual ésta no era jamás explicada como el resultado de una determinación orgánica. Por otro lado, tomar en consideración la relevancia que las nociones de la higiene tuvieron en esa especialidad médica nos permitirá aprehender con nueva luz los rasgos esenciales del dispositivo terapéutico inaugurado a comienzos del siglo XIX, merced al cual el uso del asilo y la insistencia en el control de las condiciones de vida asumieron un rol destacado.
En términos estrictos, este trabajo forma parte de una investigación más extensa, referida al problema de la herencia en la psiquiatría francesa del siglo XIX. Esa labor nos condujo a circunscribir el lugar que le era asignado a las transmisiones generacionales por los discursos alienistas previos a 1840. A tal respecto, y siendo que la insistencia en el factor hereditario precisó desde un comienzo del postulado de la naturaleza corporal u orgánica de la locura, la fortaleza de una concepción de la alienación según la cual ésta no deriva de una causalidad material funcionó como un freno o límite insuperable para la posibilidad de remarcar la intervención de la herencia. O más bien hacía de esta última un fenómeno marginal, incluso a veces impensable.

I. La medicina como ciencia de las cosas
A los fines de caracterizar la medicina de la higiene, nos valdremos en primer lugar de las conferencias dictadas por Michel Foucault en el Instituto de Medicina Social de la Universidad de Rio de Janeiro, en 1974, y publicadas unos años más tarde (Foucault, 1974a; 1974b, 1974c) 1. Es difícil hablar de una medicina que se caracterice por ser social, pues toda la medicina, al menos la que se constituye a fines del siglo XVIII, fue eminente y estrictamente una disciplina social. No se trató de la extensión de una medicina individual ya constituida hacia problemas que exceden el lecho del enfermo, sino que la primera fue una derivación ideológica de la única medicina digna de ese nombre2. Desde su fundación, el discurso médico se ocupó de cosas que, para una mirada rápida, no le corresponden, cosas no ligadas inmediatamente a las enfermedades o los enfermos (Foucault, 1974a: 50). Hasta más o menos 1750, la medicina se interesaba exclusivamente por las demandas de los sujetos que padecen, y sus avances en términos epistemológicos o prácticos eran más bien escasos. Es justamente a raíz de la innovación que nos interesa, que ella atraviesa una suerte de destrabazón epistemológica que le permite realizar progresos sorprendentes tanto en el terreno del saber como en lo que hace a su efectividad concreta. Ese desbloqueo tiene que ver, entre otros fenómenos, con la aparición de un ámbito como el hospital, destinado no ya a la espera de la muerte sino al ensayo de una cura, pero sobre todo con la ampliación del horizonte de miras del discurso galénico, a través de la cual la medicina deviene un saber que atañe a todos los elementos que guardan relación con la vida humana (el aire, la vivienda, las ciudades, las vestimentas), esta última entendida fundamentalmente como la vida de una sociedad. De allí en más, la medicina es una tecnología del cuerpo social (Foucault, 1974b:.209). Foucault propone tres etapas en la conformación de esa medicina social. La primera de ellas, la medicina de Estado, tuvo su auge en Alemania a comienzos del siglo XVIII, y buscaba mayormente el mejoramiento de la salud de la población a través de recuentos precisos de la morbilidad, la regulación de la formación de los médicos y la subordinación de su práctica a políticas estatales. La tercera de ellas, que tampoco desarrollaremos, es la medicina ligada a la fuerza laboral. La segunda, en cambio, es la que nos interesa particularmente. Se trata de una medicina urbana, nacida en Francia a fines del siglo XVIII 3. Por una serie de razones políticas y económicas, las grandes ciudades (sus cloacas, el hacinamiento, su ventilación) se transforman en un problema de gran preocupación en la segunda mitad de ese siglo. Esa medicina tomó el rostro de una higiene pública, en el sentido que se interesaba en todo lo que, atinente a la ciudad, podía funcionar como foco de enfermedad (los cementerios, los mataderos, el agua, el aire) 4. Esa ampliación del saber médico tuvo como efecto su aproximación a la química y la física, lo cual a su vez fue un catalizador muy poderoso para el avance del primero: "La introducción de la práctica médica en un corpus de ciencia físico-química se hizo a través de la urbanización. No se pasó a una medicina cientíica a partir de la medicina privada, individualizada, ni a partir de un mayor interés por el individuo. La introducción de la medicina en el funcionamiento general del discurso y del saber científico se hizo a través de la socialización de la medicina, del establecimiento de una medicina colectiva, social, urbana" (Foucault, 1974b: 222) 5. Aquello que retiene nuestra atención es que, por su propósito y su desenvolvimiento, esa medicina fue una ciencia de los elementos, un saber sobre todo aquello que podía entrar en contacto con el hombre. No fue "realmente una medicina del hombre, del cuerpo y del organismo, sino una medicina de las cosas" (ibíd). Se constituyó, anticipándose a los desarrollos acerca del problema del medio que la ciencia natural elaboraría a comienzos del siglo siguiente, como un discurso sobre las condiciones del ambiente en que se desarrolla el individuo (el aire, el agua, los olores, las fermentaciones). Es así que aparece el concepto de higiene pública, como el área que comprende los conocimientos y las acciones que se orientan hacia un cuidado del medio en que el hombre vive6. Esa es justamente la definición que se dará en 1829 en el Prospectus que abre el primer número de los Annales d'hygiène publique, especie de órgano difusor del movimiento higiénico, y síntoma de su creciente consolidación profesional: "La higiene pública, que es el arte de conservar la salud de los hombres reunidos en sociedad (...) Ella es la que observa las variedades, las oposiciones, las inluencias de los climas, y que mide sus efectos; que constata y aleja todas las causas contrarias a la conservación y el bienestar de la existencia (...) Ella se ocupa de de la calidad y de las propiedades de los alimentos y las bebidas, del régimen de los soldados, de los marinos (...) Ella se ocupa también de todo lo que concierne las endemias, las epidemias, las epizootias, los hospitales, los manicomios, los lazaretos, las prisiones, las inhumaciones, los cementerios (...) Pero ella tiene por delante también un otro porvenir en el orden moral. De la investigación de los hábitos, de las profesiones, de todos los matices de las posiciones sociales, ella extrae reflexiones y consejos que no dejan de tener efecto sobre la fuerza y la riqueza de los estados" (Anónimo, 1829).
En términos estrictos, sería posible reconocer tres momentos distintos en esa medicina higiénica. Una primera acepción de la higiene pertenece al siglo XVIII pre-revolucionario, en la cual ya están presentes los lineamientos de un saber médico que se equipara con un conocimiento de las cosas, distinguidas entre naturales, no naturales y contra naturales (Coleman, 1979). Esa higiene no es aún pública en sentido estricto, pues consiste sobre todo en una ética de la moderación que apunta a que los sujetos mismos, sin necesidad de recurrir a los médicos, se apropien del saber necesario para poder regular su vida, su dieta, su régimen7. Se trata de un corpus de consejos dirigidos al individuo deinido como un sujeto capaz de gobernar su existencia obedeciendo a un saber ilustrado. Lo más importante es que esa higiene, al tiempo que sienta las bases doctrinales de su sucesora, conforma un discurso que no reserva ningún lugar al problema de la determinación orgánica o lo hereditaria. Una segunda acepción de la higiene hace al fenómeno al que se refería Foucault en sus conferencias. Esta vez sí se trata de una medicina pública dirigida a conocer y regular los elementos que rodean la vida humana. Nuestra tesis es que esta higiene pública continúa el mismo tipo de saber que su predecesora; si bien ya no es tan frecuente la apelación a la teoría de las cosas no naturales, no se establece una ruptura tan clara respecto de aquella higiene individual construida para el bienestar de la burguesía8. La noción de régimen continúa ocupando un lugar central, y la ética de la mesura es todavía el eje de las prescripciones. Ya no se trata solamente de una búsqueda del bienestar individual, sino que la atención recae mayormente sobre las aglomeraciones humanas, y sobre la posibilidad de regular las condiciones físicas y morales de las naciones, los pueblos9. La gravitación que esa higiene tiene sobre algunas áreas de la profesión galénica, sobre todo en el alienismo, explica por qué en ciertos sectores del discurso médico la herencia constituye, si no un impensable, al menos sí una región atópica o poco iluminada. Un saber que combina sensualismo, ambientalismo y creencia en el perfeccionamiento reducido de la vida humana no fue un terreno propicio en el cual poder germinar una certeza sobre las determinaciones orgánicas o hereditarias.
Por último, y a través de un movimiento que no dejará de parecer paradójico, y cuya explicación no es sencilla, el desenvolvimiento del higienismo público, el desarrollo de un discurso que en sus inicios fue una mirada atenta al ambiente, funcionó como una fuente muy valiosa para los discursos hereditarios. Las acciones y las investigaciones en que se plasmó esa conciencia médica produjeron una acumulación de saberes sobre las clases marginales, a raíz de lo cual apareció un inquietante retrato del individuo peligroso, desposeído, inmoral. Ese sujeto, producto exclusivo del ambiente según el higienismo de comienzos de siglo, es el antecedente inmediato, o el germen, del degenerado. En efecto, esa misma higiene pública lentamente comenzará a hacer de ese hombre un efecto, no sólo de las condiciones insalubres en las que ha crecido, sino fundamentalmente de determinaciones orgánicas y hereditarias primigenias, un representante de una raza distinta. Sean Quinlan brinda un análisis ejemplar de ese proceso, en base al estudio de los debates desencadenados tras la epidemia de cólera de París en 1832 (Quinlan, 2007: 177-207). La catástrofe sanitaria producida por ese fenómeno forzó a los higienistas a caer en un profundo escepticismo acerca de la posibilidad de mejorar la salud de la nación, y los condujo a plantear el interrogante: si la pobreza era la causa de la enfermedad -en ese entonces, la manera en que se produjo la epidemia reforzó las teorías que descartaban que el cólera fuese contagioso-, ¿qué causaba la pobreza? (Quinlan, 2007: 185)10. Ella fue atribuida cada vez más a la inmoralidad, la ignorancia, el desenfreno de las clases bajas, y esos atributos de a poco fueron conformando el retrato de lo que años más tarde sería llamado el degenerado.
Por otro lado, es necesario conjeturar una segunda vía por la cual ese discurso preparó el terreno para las consideraciones organicistas de mediados de siglo. Uno de los tópicos esenciales de todos los textos sobre la higiene individual y pública reside en la necesidad de tomar en consideración y estudiar las diferencias en los temperamentos, las edades, el sexo, las profesiones de las personas. Para comprender cómo es la relación entre los seres y las cosas -objetivo capital del discurso higiénico-, para establecer qué recomendaciones sobre la alimentación, la gimnasia, el descanso, redundarán en un beneficio para el estado de salud de los sujetos, es siempre imprescindible la labor previa de atender a ciertas variables (edad, género, constituciones), operación que no desemboca sino en una tipologización extrema de los individuos. Esas variables, que en un comienzo serán forjadas dentro del esquema clásico de los temperamentos, poco a poco desembocarán en la certeza de que existen distintos tipos de organismos, y que esas disimilitudes fundan genealogías poco permeables a las inluencias ambientales11..
A modo de recapitulación, y a los fines de retornar sobre los lineamientos mínimos de esta medicina reducida a una ciencia de las cosas -y en la cual la teoría sensualista halla su inscripción precisa-, a un saber sobre los ambientes y fenómenos que rodean lo humano, nada mejor que dirigir la mirada a los trabajos de Jean Noel Hallé (1754-1822), normalmente considerado como el padre de la higiene pública francesa (Riaud, sin fecha). Hallé jamás pudo dar forma a su obra definitiva sobre la higiene, tan esperada y anunciada por sus contemporáneos12. En tal sentido, los artículos que redactó para los diccionarios más importantes de su época acerca de ese problema constituyen la verdadera plasmación de su perspectiva, y son la vía de acceso ideal al modo en que se concibe la higiene a comienzos del siglo XIX. Así, no sería exagerado afirmar que los textos aparecidos en el Dictionnaire des sciences médicales conforman, por su extensión y contenido, uno de los principales tratados sobre la higiene de los inicios del período decimonónico. Se trata de las entradas Hygiène, escrita por Hallé y Nysten, Matière de l'hygiène, por Hallé y Thillaye, y Sujet de l'hygiène, por los mismos autores. "El sujeto de la higiene es el hombre considerado en estado de salud, y en las relaciones de este estado con las inluencias bajo las cuales el hombre vive, con las cosas cuyo uso está a su disposición, con sus propias facultades, de las cuales es libre de dirigir su ejercicio. Estas cosas, que nosotros hemos designado bajo el título de Materias de la higiene, tienen, por su naturaleza, una misma manera de actuar sobre todos los hombres, pero no se hallan en relaciones de igual valor para todos los individuos. El valor de esas relaciones es diferente según la manera de ser de cada uno, y esta manera de ser no es la misma en todos" (Hallé & Thillaye, 1821a: 284; cursivas en el original). Esa cita, extraída del inicio del texto, nos guía ya en el sendero que habremos de proseguir en nuestra lectura. Se podría hablar de una especie de confusión o superposición entre dos órdenes, el sujeto y la materia de la higiene, presuntamente diferenciados. En efecto, veremos que en el planteo de esta medicina higiénica se realizará un constante ocultamiento de lo que constituiría el hombre en sí mismo, en beneficio de una aprehensión de las cosas que lo rodean. De hecho, la esencia del hombre estaría siempre en un primer plano, pues este pensamiento parte del supuesto que el análisis de las relaciones de los hombres con las cosas es inseparable del estudio de las diversas constituciones, temperamentos, edades, profesiones, que, dejando una marca indeleble en el individuo, condicionan sus relaciones con los objetos, y por ende, el régimen que debe obedecer para permanecer sano. Empero, esos mismos 0 elementos constitutivos son reenviados, merced a un ambientalismo declarado, a las inluencias de los factores externos. Así, el verdadero sujeto de la higiene es menos el hombre que las diferencias entre los seres humanos. Esas disimilitudes pueden ser abordadas desde un punto de vista individual o colectivo. Respecto del primero, Hallé afirma que los hombres se distinguen entre sí debido a causas que han de ser halladas, ya fuere en el individuo mismo (temperamento, edad, sexo), ya en circunstancias que están fuera de él (hábitos, profesiones). El autor revisa cada una de esas razones de disparidades individuales, y lo más llamativo es que las presuntas causas inherentes al ser en sí mismo terminan siendo consideradas como elementos que dependen más bien de condiciones ambientales. Por caso, al evaluar los temperamentos, y contrariamente a la división presentada al comienzo del artículo, el médico francés sostiene que: "Se puede distinguir también los temperamentos según que las diferencias que los caracterizan parezcan inherentes a la organización primitiva del individuo, y hayan nacido con él, o según que ellas hayan sido introducidas por el modo de vida, las circunstancias, los hábitos, los ejercicios, y no son la consecuencia natural de su primera manera de ser; lo cual establece una distinción entre los temperamentos naturales o primitivos, y los temperamentos adquiridos" (Hallé & Thillaye, 1821a: 287). De todas maneras, será el artículo sobre la materia de la higiene el que mejor nos mostrará hasta qué punto la medicina de la higiene es un saber médico que, más que hablar del organismo, habla sobre las cosas que lo rodean. En términos estrictos, la propuesta es discriminar dos tipos de cosas que conforman esa materia: las cosas externas (aire, alimentos, etc.), y las cosas que residen dentro nuestro. Una vez más, ese interior del organismo es de naturaleza muy especial: incluye las materias excrementicias, las acciones voluntarias y las impresiones sensoriales (Hallé & Nysten, 1819: 144). Más allá de esa agrupación general, las cosas pueden ser distribuidas en seis categorías: circumfus, o cosas que nos rodean, ingesta, o cosas que nos alimentan, excreta, gesta, o acciones y percepta. A renglón seguido, se afirma que el objetivo del artículo es estudiar esas seis cosas en función las siguientes categorías: "1º la naturaleza, el carácter y el número de las cosas que están comprendidas; 2º hasta qué punto y de qué manera estas cosas están disponibles para nosotros; 3º sus relaciones con nuestros órganos y nuestras funciones, y sus efectos en la salud; 4º los efectos que resultan de los excesos y de los abusos de su utilización (...); 5º las mismas cosas consideradas en relación al orden general de la sociedad y la higiene pública" (Hallé & Nysten, 1819: 145; la cursiva nos pertenece). Los puntos segundo y tercero, así como la naturaleza de las seis cosas que engrosan el listado de la materia de la higiene, dejan en claro que ésta es eminentemente un conocimiento sobre los fenómenos exteriores capaces de erigir un medio físico y moral en que el ser humano desenvuelve su existencia. Regular las relaciones entre el hombre y sus cosas es precisamente el núcleo de la tercera y última parte del esquema de la higiene, referida a las reglas13. Este último incluye una serie de consejos y prescripciones referidas sobre todo a la necesidad de observar una estricta mesura en el uso de las cosas, y controlar la duración y el momento de su utilización. Se trata no solamente de regular el uso de esas cosas, sino también el de los órganos. Y aparece allí nuevamente el deslizamiento que venimos rastreando. Desde ese punto de vista, los órganos pueden ser abordados desde dos perspectivas: según las cosas sobre las cuales actúan, o según las ventajas que acarrean al organismo en general. Respecto del primer punto, se trata en la mayoría de los casos de acciones voluntarias, que recaen sobre objetos externos o internos (excrecencias): "...en el segundo caso, [la acción] es independiente de la voluntad y sometida a las leyes del organismo. Es entonces solamente bajo el primer aspecto que los órganos pueden ser empleados de una manera irregular, abusiva o perversa, y que deben ser dirigidos por las leyes del régimen. Los vicios de las operaciones involuntarias o puramente orgánicas no son más que consecuencias de errores en el régimen, a menos que sean producidos por desórdenes de la organización misma, es decir por enfermedades en la cual la voluntad no ha participado" (Hallé & Thillaye, 1821b: 328-329). Nueva proscripción de determinaciones orgánicas. Ya no solamente por la naturaleza misma de la materia atinente a la higiene, sino también por el tipo de acción médica que interesa a esta disciplina. La higiene fue desde sus inicios una pedagogía, un control de las conductas y de las cosas. Ella existe en la medida en que hay posibilidad de ejercer una regulación de las acciones -que es lo que funda precisamente la noción de régimen-. Por ende, sólo entran en el recuadro de su mirada los procesos, los accidentes y los consejos que pueden ser sometidos a una voluntad esclarecida. Doble expulsión de las determinaciones internas corporales: primero, porque a in de cuentas las cosas son siempre, como tales, externas (por más que provengan de dentro del organismo), y segundo, porque solamente interesan los gestos que, al hacer uso de ellas, pueden ser atravesados por las órdenes de una enseñanza médica.

II. El discurso alienista como higiene moral
Nuestra hipótesis central reza que es precisamente esta medicina -con su modo esquivo de considerar el cuerpo o la pesantez orgánica, y su énfasis en atender a las cosas- la que atraviesa y sustenta una parte importante del saber alienista de la primera mitad del siglo XIX. Para comprobarlo, en esta oportunidad consideraremos dos de los autores más representativos de ese período. A pesar de las diferencias que podrían señalarse entre las perspectivas teóricas de Fodéré y de Pinel, es justo aseverar que sus obras obedecen en igual medida a las prescripciones de la medicina higiénica que aquí interesa reseñar. Los dos tomos del Traité du délire de François Emmanuel Fodéré (1764-1835) aparecieron en 1817. De cierta forma esos volúmenes funcionan como una bisagra entre las teorías aceptadas del siglo XVIII y las adquisiciones del siglo siguiente, sobre todo respecto de la terapéutica. Traité du délire es, junto con el tratado de Pinel, uno de los últimos intentos por fundar plenamente la locura en una causalidad inmaterial, conceptualizada por Fodéré a través de su teoría de un principio vital como sede y secreto de la alienación. La segunda razón por la cual podemos ver en esta obra uno de los últimos representantes de un tipo de discurso que pronto será reemplazado, está dada por el título mismo del libro. Más allá del confuso intento que realizará por distinguir locura de delirio, lo cierto es que el Traité du délire, si no subsume toda la fenomenología de la locura a un desarreglo de la verdad, sí otorga al delirio el carácter de punto nodal de toda locura14. Y eso es algo que el siglo XIX dejará de hacer lentamente, para hallar ese punto en nuevos conceptos como tendencias, impulsos, etc.
El prefacio de la obra pone al descubierto dos tesis que regirán todo el planteo y serán desarrolladas en sus respectivos capítulos. La primera de ellas equipara progreso de la civilización con aumento de la frecuencia del delirio y la locura, y por ende de la criminalidad (Fodéré, 1817: I, 7). Ese postulado resume a su vez una concepción global de la locura que, buscando su causa esencialmente en lo moral, se continúa en un segundo supuesto que introduce de lleno el problema del saber en el dominio de la alienación. Ya no por el sesgo del contenido de verdad que cifra la sinrazón, sino porque la alienación no es otra cosa que uno de los modos en que el ser humano, merced al desconocimiento de una higiene que podría protegerlo, se precipita en un estado de desequilibrio respecto de los elementos de la naturaleza. De hecho, comprobamos que el sistema de Fodéré ve en la locura el resultado de una mala higiene, es decir el efecto de un mal manejo de los elementos y fuerzas que inciden, desde lo físico y lo moral, en la vida humana. "Es fácil ver que un trabajo didáctico sobre una enfermedad que abarca lo físico y lo moral del hombre, así como las relaciones que él tiene con la naturaleza entera, debe necesariamente convocar un número mayor de conocimientos que si se tratase de una simple fiebre o de alguna otra afección local de nuestros órganos" (Fodéré, 1817: I, 28). Creemos que a los fines de ilustrar nuestra hipótesis de lectura, podemos detenernos en sendos postulados. El primero de ellos será desglosado en el último capítulo de la primera sección. Salvo en el período de las cruzadas y de la Reforma, la manía era una enfermedad muy rara durante la Edad Media. Del mismo modo, tanto en America del Sur como en África o la India, las enfermedades mentales no constituyen una afección frecuente. Por el contrario, desde mediados del siglo XVII, los países avanzados y su colonias, debido al progreso de la civilización, ven crecer el número de aquejados por las vesanias. Ese progreso va acompañado siempre por el aumento de los deseos y de los placeres, el amor de la riqueza, la autocomplacencia, el ansia de novedades, y allí anida el germen de la locura (I, 165). Estas consideraciones serán continuadas en el capítulo segundo de la sección quinta, donde el énfasis recaerá en el estudio de las formas de gobierno que más colaboran en la provocación de ideas delirantes (Fodéré, 1817: II, 46-67). La experiencia prueba que los sistemas políticos que permiten un gran margen de libertad a sus ciudadanos facilitan la aparición de las afecciones maníacas (II, 48). Por el contrario, en sociedades como la china, donde reina un despotismo total, casi no se registran casos de locura. "Ahora bien, todas las opiniones concuerdan en considerar el estado de ansiedad en la cual vive la mayor parte de los habitantes de Europa desde más o menos un siglo, como una de las principales causas que predisponen a la alienación mental. Esta ansiedad es producida particularmente por la multiplicidad de necesidades nuevas que el hombre se ha creado, y de los esfuerzos que debe hacer para lograr satisfacerlas" (Fodéré, 1817: II, 60)
La segunda sección del volumen primero del tratado está destinada a clarificar el segundo supuesto presentado en el prefacio, que reza que en aras de comprender la locura es necesario atender a la forma en que el ser humano se relaciona con la totalidad de la naturaleza, con las fuerzas y elementos que condicionan su vida ("Es imposible, en efecto, percibir los elementos del delirio, deducir las causas, establecer la sede, indicar el tratamiento curativo y profiláctico conveniente a sus especies, sin haber conocido los resortes secretos que nos hacen actuar, abstracción hecha de todo estado de enfermedad" [I, 200]). Todas esas consideraciones conducirán, primero, a recalcar el papel de un principio vital inmaterial que funciona como rector de los fenómenos vitales, y segundo, a señalar la impertinencia que supondría buscar en los órganos, ya fuere el secreto de la vida, ya la sede de la sinrazón. El capítulo tercero de esa sección (De la acción de las Sustancias y de las Formas sobre el Principio de Vida) merece una lectura atenta, pues allí se postula la existencia de un principio vital que, funcionando como elemento rector de la vida y como sede de la locura, no puede ser alterado por el organismo o las sustancias que impactan sobre él15. El hombre, al igual que el resto de los animales, es influido por todos los componentes y leyes del universo material; empero, su inteligencia es independiente de esos estímulos16. En tal sentido, esa parte del tratado pasa revista a las principales de esas influencias, citando ejemplos a partir de autores consagrados; aquellas son divididas en 1) formas, o modificaciones del tiempo o de la manera de ser: el poder de la periodicidad, del hábito, de la novedad, del movimiento, de la música y de la imitación; 2) sustancias, o cosas con realidad material: alimentos, licores fuertes, opio y otros narcóticos y venenos17.
Un comentario aparte merecen las páginas en las cuales Fodéré se detiene en los efectos producidos por la ingesta de estas últimas sustancias, sobre todo porque su objetivo es demostrar que tales modificaciones no pueden ser explicadas en términos físico-químicos o materiales.¿Cómo explicar que una mínima dosis de veneno, sin conllevar la pérdida de material alguno, provoque la muerte? ¿Cómo concebir que una pequeña dosis de opio altere de tal forma un cuerpo de un adulto? Es evidente, entonces, que ellas actúan sobre un principio inmaterial, y no directamente sobre el organismo (I, 256-257) 18. Más aún, es necesario postular la existencia de un principio único sobre el cual impactan tanto las formas como las sustancias.
El capítulo cuarto está dedicado a las facultades que son privativas del ser humano: la razón y el juicio. Allí Fodéré se dedica a analizar y definir la percepción, la memoria, la imaginación, y sobre todo el razonamiento. Luego, en el siguiente capítulo, encara un Examen del hombre privado del auxilio de uno o de muchos sentidos (I, 287), en el cual, y seguramente en vistas a criticar cualquier sensualismo, reseña diversos ejemplos de personas privadas de los sentidos de la vista o la audición, llegando a la conclusión que la capacidad de juicio o de ideación no se resiente en nada en los sujetos aquejados de tales afecciones (I, 299). De hecho, es preciso colegir que las facultades mentales no pueden ser el resultado de nada material; en cambio, existe una sustancia espiritual, la cual, es cierto, precisa de los órganos corporales. Si bien ella es inalterable, no puede ejercer bien sus funciones más que cuando esos intermediarios se encuentran en buen estado; de lo contrario, puede recibir percepciones ilusorias: "Tal es, en mi opinión, la verdadera doctrina del delirio: es un error hablar de alienación mental; el alma, mens, no puede estar alterada, alienada; pero ella es susceptible de falsas percepciones, de falsos juicios, si los materiales sobre los cuales ella se repliega le son entregados por intermediarios cuya composición no es perfecta" (I, 314) Ahora bien, ¿en que consiste el defecto de los intermediarios?, se pregunta Fodéré. ¿Se trata acaso de lesiones en los órganos, de malformaciones anatómicas? Su examen de los cretinos convenció al autor que no era eso lo que estaba en juego. Aquello que no funciona debe ser descrito como una "distribución desigual del principio de vida acumulado alrededor de los órganos de la vitalidad y de la generación, y alejado de los del sentimiento" (I, 316). Esa propiedad no es abordable con el prisma de la química o de la física, corresponde a algo que está a un costado de lo material. Por la misma razón, vemos en la fisionomía de muchas personas un "aire" espiritual y animado que no puede ser atribuido a ninguna propiedad material; ese aire, como sabemos, falta en los cretinos (I, 317).
Pitágoras hablaba de un alma mortal, los estoicos de un fuego inteligente, Platón de un alma irrazonable, los mecanicistas de espíritus animales. Del mismo modo que esos autores no podían prescindir de esas categorías a la hora de explicar los fenómenos vitales, Fodéré se ve en la necesidad de apelar a ese principio vital (I, 318). Muchos, acostumbrados a creer solamente en lo palpable, se negarán -prosigue el autor- a creer en estos principios. Pero alcanza con atender a las múltiples evidencias de acefalia, de cuerpos que viven sin tal o cual órgano, para comprender que aquel principio vital, motor mismo de la vida, es absolutamente independiente de la materialidad orgánica (322)19.
De la tercera sección, dedicada mayormente a una clasificación de los diferentes tipos de delirio, no retendremos sino la deinición que Fodéré propone de esa afección. En sintonía con lo que afirmábamos hace unos instantes, es fácil percibir que la deinición que el autor propone del delirio conlleva la ligazón consustancial de éste con el problema de la verdad, ya fuere porque al fin y al cabo el contenido de la locura es reductible a esa dimensión, ya debido a que en toda sinrazón opera como causa el desconocimiento de los preceptos de la buena higiene. De hecho, al comienzo de la sección que nos ocupa, el médico escribe que las dos fuentes inextinguibles de locuras de diverso tipo, así como de delirios, son: "1º la ignorancia de las primeras verdades, de los deberes y de la destinación del hombre (...). 2º En oposición, uno halla igualmente un gran número de locos entre aquellos que han recibido una gran instrucción, pero mal dirigida o mal digerida (...) ...es evidente que el abandono o el olvido de una buena dirección del alma, fundada en las reglas y las conveniencias sociales, que deja al amor propio toda su influencia y toda su desnudez, provoca necesariamente el nacimiento a este deseo insaciable de poder y de riquezas (...) que conduce al delirio cuando no es satisfecho, y que estrecha por lo tanto los nexos que he creído observar entre el crimen y la locura" (I, 324-325)20. Por lo tanto, y en función de las consideraciones antes reseñadas, Fodéré deinirá al delirio como un estado en el cual la razón está eclipsada debido a un desarreglo en la sustancia intermediaria que garantiza las relaciones entre la inteligencia y los órganos corporales (I, 327). De tal caracterización sobresalen dos rasgos. Por una parte el fundamento inmaterial de la patología. Por otra parte, el hecho de que el fenómeno característico de la enfermedad es el error en la razón.
En síntesis, todo el planteo de Fodéré gira alrededor de dos tesis esenciales: primero, la locura delata un modo particular de relación del organismo con las cosas y fuerzas que lo rodean; segundo, ella es resultado de un error, de un mal saber respecto del modo en que esa relación debería operar. Ambas tesis son, como hemos visto, el núcleo de la higiene. Tanto en ésta como en el alienismo el organismo no es otra cosa que la sede en que se dirime el contacto del individuo con los elementos que conforman su medio (ideas, hábitos, alimentos, aires, etc.). En Fodéré vemos una puesta al extremo de ese borramiento de una determinación material última, pues la locura termina dependiendo de un principio vital impermeable a los influjos sustanciales. El tratado de 1817 constituye una fuente que la historiografía del alienismo suele descuidar, y esa es la razón por la cual la hemos considerado con
cierto detalle. Empero, un impacto similar de las nociones de la higiene puede ser aprehendido en el planteo general del texto fundacional de ese alienismo: el Traité médico-philosophique sur l'aliénation mentale de Pinel (1800).
Podríamos comenzar recordando que esa deuda no debería sorprender teniendo en cuenta la carrera profesional del médico de Bicêtre, y sobre todo el tipo de saber médico que él encarna. En efecto, basta con recordar los breves y numerosos textos sobre higiene que Pinel publicó en la Gazette de Santé que dirigió entre 1784 y 1789, período durante el cual abrigaba el proyecto publicar un tratado sobre la materia, tal y como se desprende del análisis de su correspondencia (Weiner, 1999). Más importante aún es tal vez traer a la memoria su perspectiva sobre la acción médica. En efecto, Pinel fue, merced sobre todo a su conocimiento de la tradición hipocrática elaborada y transmitida por la escuela de Montpellier, uno de los principales expositores y defensores de una medicina que, sin rechazar de plano los medicamentos o la participación activa del médico en el proceso de sanación de las enfermedades, sí privilegia una medicina expectante, que más bien se limita a favorecer y encausar las herramientas de las que el propio organismo dispone para retornar a la salud21. En esa medicina, la prescripción de un régimen adecuado -es decir, el gobierno médico sobre su higiene, sobre su relación con las cosas- es la columna vertebral de la estrategia terapéutica22.
De todas formas, nuestra tesis es que esa equiparación entre alienismo e higiene se desprende con igual fuerza de las páginas del tratado de 1800, sobre todo de sus consideraciones acerca de la terapia de la locura. Demostrarlo en detalle excedería los límites de este escrito. Bástenos con presentar las conclusiones más destacadas de nuestra lectura. Para ello, habremos de partir de un enunciado de la última sección del tratado, titulada Principios del tratamiento médico de los alienados (Pinel, 1800: 227-304): en la mayoría de los casos, esgrime Pinel, un régimen físico y moral adecuado basta para revertir las afecciones mentales (Pinel, 1800: 229, 243). Los capítulos IX y XI de esa sección están especialmente dedicados a demostrar la veracidad de esa aserción, y Pinel ofrece el cuadro con los datos de 18 alienados curados en Bicêtre en el año II por el solo uso del régimen23. Empero, la acotación que urge realizar a esa apelación al régimen hace a un interrogante: ¿cómo puede afirmar Pinel que la mayoría de las alienaciones de causa moral se curan por la intervención sola de la naturaleza, ayudada por el régimen y la expectación médica? ¿No había afirmado en secciones anteriores del tratado que las locuras de esa índole hallaban muy frecuentemente su restablecimiento por el uso de tratamientos morales? ¿Indica esa contradicción una vez más que las distintas secciones fueron redactadas en momentos diferentes, y que así reunidas en 1800 no llegan a conformar una obra coherente? Es imposible descartar esa explicación, mas nos inclinamos por una salida alternativa. Creemos que las consideraciones que cierran la obra de 1800 indican al tratamiento moral su verdadera naturaleza. No vemos entre sendas declaraciones una paradoja, sino más bien la restitución al abordaje moral de su justa localización. Las locuras son curadas por el uso de un régimen, pues éste incluye y desborda la terapéutica moral. El régimen designa aquí la concepción global de la terapéutica pineliana, y ese término tiene el doble mérito de, primero, incluir el tratamiento moral dentro de una farmacopea más extensa, y segundo, demostrar que toda las acciones médicas ligadas a la alienación responden a una concepción que subsume el acto médico a una higiene, la cual se reduce a la tensión entre un gobierno de la vida humana y la pedagogía de sus hábitos24.
En efecto, basta con retornar a la sección segunda de la primera edición del tratado, titulada Tratamiento moral de los alienados, para convencernos de que esa terapéutica fue desde sus inicios -y no, como falazmente plantean Gauchet y Swain, desde la segunda edición, y como efecto de la influencia nefasta del celador Pussin (Gauchet y Swain, 1980: 277-279)- una acción tendiente sobre todo a gobernar la vida de los internados25. Si volvemos a leer esa sección segunda, la primera observación que hallamos establece claramente que el mentado tratamiento moral, sobre el cual jamás se dan detalles precisos, es a fin de cuentas una pedagogía racional que se logra sobre el loco por su sumisión a un poder garantizado por la institución médica. Así, no es azaroso que, luego de las consideraciones formales presentadas en los primeros cuatro capítulos de esa sección, el primer enunciado acerca de ese tratamiento enfatice la necesidad de contar con la colaboración de un hospicio ordenado, imprescindible para subyugar al paciente. De hecho, luego de dedicar el capítulo quinto a la presentación de un caso de un maníaco de 24 años que Pinel había intentado remediar infructuosamente en 1783, desprovisto de las luces que su pasaje por Bicêtre le permitió obtener, el alienista agrega: "En el tratamiento de su manía, me era posible usar un gran número de remedios; pero me faltaba el más potente de todos, aquel que no se puede hallar más que en un hospital bien gobernado, aquel que consiste en el arte de subyugar y dominar [dompter], por así decir, al alienado, al ubicarlo en estrecha dependencia de un hom
bre que, por sus cualidades físicas y morales, sea capaz de ejercer sobre él un dominio irresistible, y alterar el encadenamiento vicioso de sus ideas" (Pinel, 1800: 57-58) 26. Menos casual aún es que el apartado siguiente, el primero dedicado a ejemplificar el uso efectivo de una de las herramientas del tratamiento moral, se titule "Efectos útiles de una represión enérgica", y tenga que ver con el rédito que se obtiene con la imposición de medidas represivas.
¿Se ha relexionado lo suficiente sobre el contenido de las escenas de curación presentadas realmente por Pinel? Si leemos la sección segunda, solamente dos formas de tratamiento moral son desarrolladas mediante ejemplos más o menos completos. La primera forma es la recién descrita, según la cual dicho remedio moral se basa en el dominio de la voluntad del enfermo. No en la anulación lisa y llana de su persona, sino en la apelación a una suerte de decisión vital entre domeñar sus desvaríos o sufrir las condenas de un poder represivo27. Para vencer"la petulancia indócil del alienado" se usa solamente "una fuerza proporcional al grado de resistencia", cuya meta esencial es que el paciente vuelva en sí, tal y como se le explica al enfermo candorosamente cuando se ha arrepentido, en un tono fraternal y sincero (Pinel, 1800: 65). Los títulos de los apartados de esta sección segunda dejan en claro que no se trata de la crueldad: "Intimidar al alienado, pero no permitirse ningún acto de violencia" (61), "Máximas de dulzura y de ilantropía a adoptar en los hospicios" (63), "Reprimir a los furiosos, pero sin ningún tratamiento duro e inhumano" (78). ¿Se ha repetido lo suficiente que es llamativo el contraste entre la escasez de indicaciones precisas acerca de cómo entablar un diálogo con los insensatos, y la precisión con que se describen los medios de reprimir o contener sus violencias?" Un gran secreto para dominarlos sin dar ni recibir heridas en ciertas circunstancias imprevistas consiste en hacer avanzar en masa a los empleados del servicio, para imprimir una especie de temor por un aparato imponente, o para hacer vana toda resistencia..." (Pinel, 1800: 89-90). La otra forma de tratamiento moral que Pinel comunica en su tratado tiene que ver con la estrategia clásica, tan bien descrita por Foucault, consistente en armar una representación ficcional que tenga a bien disolver la falsedad del delirio28. En términos estrictos, en esa sección segundase desarrolla con algún detalle un tercer modo de tratamiento moral, que en secciones ulteriores se transformará en una de las herramientas privilegiadas de ese abordaje. Nos referimos al uso del trabajo, cuyas ventajas terapéuticas Pinel celebra.
Así, recuperar el lugar esencial que Pinel asigna al régimen en el final de su tratado de 1800 sirve para captar retrospectivamente el núcleo esencial de su deinición de la locura. Todo en esa definición -sobre todo su dependencia en causas morales que, sensualismo mediante, son equiparadas con mala educación, escasa mesura, pasiones desmedidas, empecinamiento o simple error 29- se condice con el hecho de que el manejo terapéutico que le está destinado al loco sea a in de cuentas un gobierno. Gobierno de sus impulsos, por una represión humanitaria. Gobierno de sus ideas y sensaciones, por la enseñanza y por el control de los estímulos que recibe. Gobierno de las cosas, desde la alimentación a los espacios, desde la vestimenta hasta los sonidos. En efecto, extremando un poco el planteo, ¿no es legítimo llevar un poco más allá el acercamiento entre el pensamiento de Pinel y los lineamientos de la medicina de la higiene? ¿No se podrá afirmar que la inscripción del alienismo en el movimiento higiénico excede compromisos personales de los psiquiatras, y va incluso más allá (Castel, 1980)? De hecho, suponemos que los conceptos basales de la teoría del fundador del alienismo son un eco de los objetos y tópicos de esa higiene que se equiparó con una ciencia del hombre físico y moral. El loco fue una plasmación, quizá la más perfecta, de ese homo hygienicus engendrado por la medicina del cambio de siglo. Y más aún: los asilos ideados por ese alienismo -empezando por el de Pinel- fueron la puesta al extremo, la encarnación más prístina y sincera, de los sueños de ese higienismo30. Un lugar donde las cosas de
los hombres podían ser reguladas y estudiadas. Lo que el movimiento higiénico se propuso hacer con las ciudades: tener un control de la alimentación, los aires, las costumbres; esa tarea que, incluso si los gobiernos atendían a los consejos de los médicos -los consultaban en temáticas ligadas a la legislación fabril o diseño de desagües, las epidemias como la del cólera, etc.-, jamás llegaba a coincidir con las expectativas de los profesionales, esa labor, decimos, sí fue puesta en acto por los alienistas. Los hospitales para alienados fueron el intento acallado de llevar a la práctica, con absoluta lógica, una medicina de la higiene.

III. Consideraciones finales
En su tesis sobre la locura, Michel Foucault asignaba a una pequeña memoria de Cabanis el mérito de establecer una verdadera ruptura en la concepción de la locura, inaugurando la nueva era que Pinel no haría más que aprovechar y llevar a la práctica. Nuestro recorrido nos conduce a dar a esa misma memoria, pero por razones distintas -aunque complementarias- a las alegadas por el historiador francés, un similar carácter inaugural. Cabanis, a comienzos de 1790, afirmaba ya que la causa más frecuente de la alienación era la pérdida de libertad implicada por el dominio que las pasiones facticias, creadas por la sociedad, ejercen sobre el individuo. Es decir, anticipaba la explicación causal que Pinel comunicaría en la introducción del Traité de 1800 y que Esquirol terminaría de precisar en su tesis de 1805 (Paradis, 1993). Y lo hacía según una concepción del saber médico que compartía con el padre del alienismo francés. Y en esa memoria, como era habitual en él, extraía la conclusión más lógica que se desprende de esa nueva deinición de la locura: si existiesen buenos gobiernos de lo social, las enfermedades mentales serían casi inexistentes31. Esa premisa sirve indudablemente para cerrar este trabajo, pues ella indica, de modo premonitorio, que esa nueva visión de la locura era una y la misma cosa con un saber médico que por esos años se constituyó en términos de saber y gobierno de las cosas. Tanto la explicación causal de la alienación, como las herramientas forjadas para curar esos padecimientos, portaban las resonancias de la medicina de la higiene, que fue una antropología sensualista jamás velada. Si el alienismo, sobre todo en su práctica institucional, derivó inmediatamente en una operación de gobierno y control de la vida cotidiana de los enfermos, no se debió a una deformación o perversión de su ilantropía, sino más bien en razón de los postulados que la hicieron nacer. Si el alienismo alentó una terapia en la cual la pedagogía punitiva, la regulación de la libertad y el control de los hábitos fueron la piedra angular de la nueva profesión, ello se debió a que ese nuevo saber dependió desde su albor de una higiene, de una medicina equiparada con el conocimiento de las cosas que rodean la existencia humana.

1 La bibliografía acerca del movimiento de la higiene pública en Francia es muy extensa, tal y como veremos a continuación. De todas maneras, elegimos comenzar con estas conferencias de Foucault pues ellas tienen el mérito de abordar esta nueva medicina social sobre todo desde un punto de vista epistemológico. En tanto que otros historiadores se ocuparán de ese fenómeno estudiando sus prácticas, sus instituciones, sus herramientas metodológicas, Foucault enfatiza el tipo de saber médico que tal higiene alienta. En tal sentido, pocas veces se ha señalado hasta qué punto esos textos, preparados pocos años antes de los trabajos clásicos de Coleman o La Berge, conforman una lectura informada y completa acerca la higiene pública. Por otro lado, en ellos Foucault retoma algunos fenómenos (asistencia de los pobres y mendigos en el siglo XVIII, discusión acerca de la función de los hospitales, etc.) que ya había analizado en detalle en sus libros sobre la locura y la mirada médica (Foucault, 1961, 1963).

2 En un breve escrito en el cual Foucault recupera y ordena las ideas planteadas en las tres conferencias de 1974, el filósofo es más preciso, y afirma que carece de sentido plantear una relación de anterioridad o derivación entre la medicina clínica y la medicina social (Foucault, 1976b: 13).

3 Esta rama recibirá distintos nombres durante el cambio de siglo. Denominada en un comienzo police médicale, police sanitaire, luego pasó a denominarse hygiène publique o médecine politique (Ramsey, 1994: 104-105).

4 Sean Quinlan ha demostrado que esta higiene pública, que tomó la forma de una higiene física y moral, fue el modo en que el saber galénico enfrentó una serie de temores (despoblación, degeneración del pueblo francés) que aparecen en vísperas de la Revolución de 1789 (Quinlan, 2007). Para todas nuestras consideraciones el trabajo de Quinlan ha sido de gran ayuda, pues este historiador reconstruye en detalle cómo ese saber se puso a disposición de puntos precisos de la agenda política (sea las enfermedades de las colonias, las epidemias de cólera, etc.).

5 El primer promotor de la higiene pública en Francia, J.-N. Hallé, podía decir, en su texto de 1798: "La higiene es de todas las partes que componen nuestro arte, aquella en la cual la conexión con las otras ciencias físicas es más evidente" (Hallé, 1798: 417).

6 Un síntoma de esa ampliación del saber médico puede ser leído en la discusión respecto de cómo ha de formarse quien se encargue de la higiene pública. Si bien en los inicios del movimiento, hacia fines del siglo XVIII, no cabían dudas de la necesariedad de formación médica del higienista, a medida que se acrecienten la profesionalización y la institucionalización de la higiene, y en tanto que permanece inalterada la premisa según la cual ella es un conocimiento sobre las cosas que rodean la vida humana, diversas voces comenzarán a decir que nada garantiza que el solo pasaje por la facultad de medicina asegure un conocimiento sobre la higiene (La Berge, 1992: 46). Por otro lado, es sintomático el artículo "Hygiène" redactado en 1888 por Émile Bertin-Sans para el Dictionnaire encyclopédique des sciences médicales. Allí el autor considera que es un error reducir la higiene a una rama de la medicina, o suponer que la medicina es la disciplina mejor preparada para abarcar el contenido de aquella (Bertin-Sans, 1888).

7 Todavía en un texto de 1812 se insiste en esa acepción de la higiene. Se trata de la extensa introducción que Renauldin redacta como apertura del tomo primero del Dictionnaire des sciences médicales, lanzado por la editorial Panckoucke entre 1812 y 1822, en 60 volúmenes. La higiene "...pone a contribución todos los conocimientos de la medicina para enseñar a los hombres los modos de prescindir de los médicos..." (Renauldin, 1812: clviii).

8 La imposibilidad de romper con la tradición galénica de las cosas no-naturales se devela muy claramente en los textos de Hallé que comentaremos más adelante. En ellos el padre de la higiene francesa repite que esa denominación le parece desacertada, pero continúa respetando su contenido (Hallé, 1798: 424; Hallé & Nysten, 1818: 570).

9 Encontramos un signo claro de ese deslizamiento en el escrito de Cabanis Coup d'oeil sur les révolutions et sur la réforme de la médecine, redactado en 1795 pero publicado en 1804. Allí, el autor afirma: "En una palabra, al contemplar a la vez lo físico y lo moral; al indicar las relaciones y los medios por los cuales actúan uno sobre el otro, hay que aspirar a que estos conocimientos, una vez verificados, sirvan al perfeccionamiento de todo el individuo. E incluso recordemos aquí lo que remarqué en otro lado: la observación constante de los siglos demuestra que las disposiciones físicas se transmiten de padres a hijos (...). Es necesario entonces llevar estas observaciones más lejos, al trazar las reglas del régimen; es al perfeccionamiento general de la especie humana a lo que hay que aspirar" (Cabanis, 1795: 303-304).

10 Ann La Berge nos recuerda que durante este período la gran mayoría de los médicos rechazaba las hipótesis de posibilidad de contagio de enfermedades como el cólera. Ese "anti-contagionismo" se basaba en un neo-hipocratismo que creía que la causa más normal de las enfermedades era el medio, sobre todo los miasmas y los aires viciados. Más aún, la gran mayoría de los informes redactados por las comisiones enviadas por la Académie Royale de Médecine en las décadas de 1820 y 1830 a estudiar brotes epidémicos de iebre amarilla o cólera en España, Polonia o Rusia, planteaban conclusiones contrarias al contagio de las enfermedades (La Berge, 1992: 89-94). Discutiendo las premisas del estudio pionero de Ackerknecht de1948, La Berge plantea que no es correcto afirmar que los higienistas debían elegir entre teorías favorables al contagio y teorías que lo descartaban; en algunos puntos los médicos higienistas eran "contagionistas", y en otros, "anticontagionistas". Lo que hay que entender es que ellos no prestaban gran atención a esas discusiones, pues su teoría social de la morbilidad les ofrecía una tercera alternativa más interesante (La Berge, 1992: 94-98).

11 Elizabeth Williams ha realizado una investigación ineludible acerca de la medicina del período que estamos considerando, que es equiparada como una science de l'homme. La autora recorta cuatro rasgos de ese saber, y es fácil reconocer allí los caracteres de la medicina de la higiene que retiene nuestra atención (Williams, 1994: 8-9): primero, la ciencia del hombre era por deinición holista, en el sentido que destinaba a la medicina a ser un conocimiento sobre la multiplicidad de fenómenos que componen la experiencia humana; es decir, ella iba mucho más allá de lo que posteriormente se denominaría una fisiología. Segundo, esa ciencia postulaba la existencia de relaciones muy íntimas entre distintos dominios de lo humano, que en el siglo XVIII eran concebidos según el esquema tripartito de lo físico, lo mental y lo pasional, luego reducido, en el período revolucionario, al par de lo físico y lo moral. El tercer rasgo es que la ciencia del hombre compelía a la medicina a dirigirse a lo social, pues se concebía a los hechos sociales como conectados estrechamente con el bienestar del cuerpo. Por último, esa orientación tendía a distinguir tipos humanos, ya sea en términos de temperamentos, constituciones, sexo, clima, o razas. La tesis esencial de Williams es que esa ciencia del hombre, en la cual confluyen discursos de la antropología, la fisiología y la filosofía médica, de a poco, esencialmente desde 1820, fue abandonada por estas dos últimas disciplinas, que cada vez se encaminaban más rápidamente hacia una isiología experimental que poco lugar dejaba para las consideraciones abarcadoras de la primera. En tal sentido, agrega que la higiene pública constituyó el área en que los médicos pudieron hacer pervivir las inquietudes de la science de l'homme, es decir, una mirada que, siendo médica, sea un estudio de todos los fenómenos que atañen a la vida del hombre (Williams, 1994: 152-154). Durante la Restauración, la higiene fue la estrategia implementada para dar nueva vida a esa ciencia antropológica, pero con un sentido pragmático, lejos de los vilipendiados conceptos de la ideología y más proclive a nuevas metodologías como la estadística (Coleman, 1982: 130-148).

12 Ya en 1795 Cabanis afirmaba: "Se espera desde hace mucho tiempo el tratado del profesor Hallé: será sin duda digno de su autor" (Cabanis, 1795: 299 n.). En 1824, Rostan se lamentaba: "... [Hallé] trabajó durante toda su carrera para erigir a la ciencia uno de los más bellos monumentos que quizá jamás hayan existido. Lamentablemente para la humanidad, los extensos materiales que él había reunido no enriquecieron más que su cabeza; la muerte, que se ríe de los proyectos de los hombres, nos ha quitado una obra que hubiese signiicado la gloria de su autor y de la patria" (Rostan, 1824: 484).

13 Por cuestiones de edición, el artículo règles de l'hygiène figura inmediatamente después de la entrada sujet de l'hygiène, alterando el orden alfabético del diccionario.

14 A pesar de que Fodéré marca en muchas ocasiones la distinción que él propone entre locura y delirio, lo cierto es que en la mayor parte de su obra ambas categorías son usadas indistintamente. La diferencia sería la siguiente. En la locura no hay alteración en los sentidos, y el alma es accesible al razonamiento; en el delirio, por el contrario, los sentidos están afectados, y las cosas se presentan al alma de modos distintos a la realidad; el espíritu no puede rectificar sus juicios, pues las imágenes que tiene ante sí están falseadas. En tanto que la locura es voluntaria y puede ser sanada con buenas instituciones morales, el delirio precisa de la intervención de la medicina (325-326).

15 Si bien escapa a nuestro objetivo rastrear las fuentes de las cuales Fodéré extrae su deinición de ese principio inmaterial, no resulta difícil reconocer allí su deuda con la escuela de Montpellier, sobre todo con Barthez. Respecto del modo en que dicha escuela, de la mano de Bordeau y sus continuadores, elaboró la existencia de un principio vital, véase (Williams, 1994: cap. 1, especialmente pp. 46-50).

16 En el capítulo siguiente lo formula así: "Hemos visto a la mayoría de las facultades físicas y morales del hombre influidas por los lugares en que él vive; solamente el juicio y su más alto período, la cognición, permanecen hasta un cierto punto independientes del resto del universo; lo cual anunciaría que esta facultad es el verdadero tipo del hombre" (285).

17 El autor volverá a esas inluencias en la sección dedicada a las causas de la periodicidad del delirio, donde resaltará el impacto que la luna o los climas pueden tener sobre el desencadenamiento de las afecciones (I, 460 ss.).

18 "...¿cómo se puede concebir un gran cambio operado por un causa muy pequeña sin admitir al mismo tiempo un principio motor con el cual esa causa tiene relación?" (II, 156), se preguntará Fodéré en el segundo volumen, cuando retorne a este tópico. Un ejemplo claro es la rabia. Es imposible que tan poca cantidad de virus provoque tal desarreglo en las funciones. Lo que él ha alterado, aquello sobre lo que ha actuado, es el principio vital.

19 Aquí tal vez valga traer a la palestra uno de los ensayos de Sergio Moravia, en el cual se sostiene que el descontento para con las tendencias mecanicistas nacido en el siglo XVII, halló en la escuela de Montpellier del siglo XVIII un desarrollo y complejización indudables. Por ejemplo, tanto Bordeau como von Haller, sin dar la espalda a las investigaciones experimentales, abogaron por la necesidad de plantear la existencia de un principio de vitalidad intrínseco a los organismos, mas no pasible de ser reducido a una operatoria físico-química (Moravia, 1978).

20 Dado el énfasis que Fodéré pone en identificar locura con una imperfecta higiene, es decir un saber erróneo acerca de las relaciones que el hombre debe tener con las cosas que lo rodean, es natural que una mala educación sea presentada por el autor como una de las causas más frecuentes de la alienación. En el segundo tomo, luego de afirmar que las ocupaciones de la sociedad actual, así como el abandono de las viejas tradiciones, han producido un estado de excitación, Fodéré prosigue del modo siguiente: "El espíritu de los padres ha inluido sobre los hijos; la educación ha sido completamente descuidada, y antes de insistir más en detalle acerca de estas fecundas fuentes de delirios crónicos, debo decir lo que he observado en los hospicios de locos, al explorar los primeros años de sus desafortunados habitantes: en unos, se trataba de obsequios continuos a los cuales se habían acostumbrado los individuos desde su infancia, y que habían tenido por último resultado que [esos sujetos] se ofendían ante la menor contrariedad, y que habían terminado por despreciar y por odiar tanto a sus padres como a sus maestros; aquellos otros no habían sido jamás corregidos, y se había tomado como gentilezas su malicia, sus malas acciones, su crueldad con los animales, e incluso sus vicios; por aquí, se trataba de hijos de padres sin principios, sin religión y sin moral; por allá, al contrario, estaba un miembro de una familia de sectarios, que había sido educado en prácticas minuciosas, al tiempo que se le permitía ignorar sus deberes de ciudadano, y acostumbrándolo a despreciar a los que no pensaban como él; en otra parte, por in, había una víctima del error de sus padres, que lo habían agotado tempranamente por estudios y una aplicación que no correspondían a su edad!..." (Fodéré, 1817: II, 56). El hecho de que la locura sea equiparada como un desvío en el saber se condice plenamente con otra observación de Fodéré: a diferencia de lo que sucede respecto de otras profesiones, los que se dedican al cultivo de las ciencias morales están a resguardo del delirio (II, 58). Por ese motivo, durante el reinado de Luis XIV, cuando en Francia lorecía el desarrollo de esas ciencias, los casos de manía y melancolía eran escasos. Luego, cuando quiso imitar a Inglaterra y privilegió las disciplinas exactas, esa tendencia se revirtió (II, 63, 456-457). También en el segundo volumen, leemos que la manía sin delirio es "casi siempre el fruto de una mala educación" (II, 292). Casi hacia el inal de la obra vuelve con mayor énfasis sobre el asunto: "Ya lo hemos dicho, y lo repetiremos por última vez: que se miren los primeros años de los maníacos, de los malos sujetos, de las ninfómanas, de las mujeres inieles, se encontrará padres viciosos, débiles, indulgentes, madres libertinas; se verá a los niños librados a todos sus caprichos, a todos los movimientos de un carácter fogoso y desordenado (...) Y tales son los resultados del olvido de la verdadera naturaleza del hombre, y de nuestro tonto orgullo de creer que se lo puede conducir por la razón sin tener en cuenta los elementos que lo ligan de una manera íntima a la inmensa cadena de todos los seres animados" (II, 451-452).

21 Pinel expone esa doctrina en dos artículos de diccionario dedicados a la medicina agissante y expectante (Pinel, 1812a, 1815)

22 Ello puede ser ilustrado mediante una lectura de las definiciones que los diccionarios de la época ofrecen sobre el término régimen. Por motivos de espacio no podemos aquí extendernos sobre ese tópico.

23 Ya en la primera edición de su Nosographie Philosophique, de 1798, Pinel hacía depender el desencadenamiento de las alienaciones de una mala higiene moral, y depositaba una similar confianza en los poderes curativos del régimen (Pinel, 1798: II, 1-175)

24 Pinel era conciente de que la equiparación de la medicina con una higiene suponía la asimilación de ellas a una forma de gobierno: "El principio de la filosofía moral que enseña, no a destruir las pasiones humanas, sino a oponerlas una a otra, se aplica en igual medida tanto a la medicina como a la política, y no es ése el único ejemplo del contacto que hay entre el arte de gobernar los hombres y de curar sus enfermedades" (Pinel, 1800: 237).

25 Ello explica que, tal y como lo demuestran muchas fuentes, era en verdad Pussin quien se encargaba del tratamiento moral de los alienados, contentándose Pinel con observar y dar las indicaciones (Juchet, 1991).

26 Una apreciación similar emite Pinel en la sección quinta, acerca de cómo proceder con los ataques maníacos (Pinel, 1800: 192).

27 Uno de los casos presentados con detalle figura en la sección quinta. Se trata de un melancólico que se cree condenado por la revolución y se niega a comer, aceptando solamente tomar agua fría. Su delgadez aumenta y Pussin le anuncia que no se le dará más agua, sino solamente un caldo graso. "El alienado permanece entonces suspendido entre dos impulsos contrarios, uno es el de una sed devorante que lo conduce a incorporar cualquier líquido, el otro es una resolución irme e inamovible de acelerar el fin de su vida; el primero inalmente triunfa, toma con avidez el caldo, e inmediatamente obtiene, a título de recompensa, el libre uso del agua fría" (Pinel, 1800: 183). En esa misma sección, acerca de los melancólicos suicidas, Pinel escribe: "Es en casos similares que medios enérgicos de represión y un aparato imponente de terror deben secundar los otros efectos del tratamiento médico y del régimen" (188).

28 Nos referimos a los tratamientos reputados de exitosos. Pues en esa misma sección se detalla el procedimiento usado sin éxito en otro caso. Se trataba de una melancolía de tinte religioso. Convencido de la partida al inierno, decide matar a su esposa e hijos (Pinel, 1800: 72-75). La primera logra escapar, pero los niños son asesinados a sangre fría. Estando encarcelado degolla a un compañero, bajo el mismo delirio. Encerrado de por vida en Bicêtre, su idea se refuerza, y se cree destinado a salvar a la humanidad por un bautismo de sangre. Luego de dar algunos signos de tranquilidad en el hospicio, recientemente ha asesinado a otros dos, y hubiese proseguido con la matanza de no haber sido detenido por la fuerza. Pues bien, en una nota al pie Pinel brinda detalles sobre el procedimiento que intentó utilizar con este sujeto, destinado a corregir, mediante una pedagogía ingenua, el contenido de las ideas religiosas: lo puso en compañía de otro enfermo que gustaba de declamar poesías; a éste le hizo aprender de memoria el poema de Voltaire sobre la religión natural, sobre todo el tercer canto, y le indicó que lo recitase con cuidado. El otro, al escuchar esos versos blasfemos, enfureció (Pinel, 1800: 73 n.).

29 Esas causas, ya presentes en la primera edición del tratado, serán desglosadas con más orden en la primera sección de la segunda edición, de 1809 (Pinel, 1809).

30 En tal sentido, del mismo modo que antes manifestamos nuestro desacuerdo con la lectura de Gauchet y Swain, según la cual en la segunda edición del Traité se habría introducido una reducción del tratamiento individual en favor de una atención mayor al gobierno de la institución, del mismo modo, decimos, podemos leer las breves indicaciones terapéuticas contenidas por el último escrito teórico importante de Pinel acerca de la alienación mental. De hecho, en las páginas dedicadas a la terapia de la alienación en su artículo Aliénation de 1812, el médico de Bicêtre no hace otra cosa que precisar el gobierno del asilo, sin mencionar siquiera el tratamiento moral, al menos sin mencionar lo que de él puede escapar a un régimen. Sus indicaciones terapéuticas se abren con esta observación: "El modo de dirigir un hospital de alienados en relación a las reglas de la higiene, está sometido a reglas generales que comparte con todos los grandes agrupamientos de enfermos; pero algunas de ellas le son propias, y derivan naturalmente de su destinación" (Pinel, 1812b: 317). Inmediatamente Pinel da precisiones sobre el espacio de las habitaciones, la aireación, los muebles, las bebidas, los alimentos, las ocupaciones de los internos. Esas regulaciones, agrega el alienista, deben ser modificadas dependiendo del período de la enfermedad por la que atraviese el sujeto. "Hacia el inal de la enfermedad, se aumenta crecientemente la libertad de movimientos (...); todos los recursos del régimen moral, demostración de una benevolencia afectuosa; condescendencia hacia sus ligeros desvaríos, y aplazamiento astuto para responder a sus demandas indiscretas" (318). En el momento de la convalecencia, una estadía en el hospicio es necesaria, al igual que "conversaciones ajenas a los objetos relativos a la causa determinante de su alienación, diversos objetos de distracción, música, juegos inocentes..." (320).

31 "Me atrevería a agregar que, por el efecto de las instituciones sabias que constituyen una verdadera república, la demencia y todos los desórdenes del espíritu deben igualmente volverse más escasos [devenir plus rares]. La sociedad [en ese estado de cosas] no degrada más al hombre [n'y dégrade plus l'homme]; ella no encadena más sus actividades; ella no sofoca más sus pasiones naturales, para sustituirlas por pasiones facticias y miserables, adecuadas solamente para corromper la razón y los hábitos, para producir desórdenes y tristezas. Las autoridades indignantes, los prejuicios tiránicos, dejan de hacerle la guerra; las costumbres de la ignorancia, de la sinrazón, de la miseria, no lo rodean más de su contagio desde la cuna. Sometido solamente a los dolores que son inseparables de su naturaleza, ignorará todas las alteraciones del espíritu que son producidas directamente por los desórdenes de un estado social malsano, y como consecuencia, [ignorará también] las funestas inclinaciones que desarrolla su inluencia. Finalmente, llegará quizá el momento en el que la locura no tendrá otro origen que el desarreglo primitivo de la organización, o esos accidentes singulares de la vida humana que ninguna sabiduría puede prevenir" (Cabanis, 1791-1793 [1798]: 298-299).

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Fecha de recepción: 28 de marzo de 2011
Fecha de aceptación: 14 de junio de 2011

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