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Anuario de investigaciones

On-line version ISSN 1851-1686

Anu. investig. vol.22 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Dec. 2015

 

Psicoanálisis

Una página póstuma y una página blanca: inhibición y acto

A posthumous page and a white page: inhibition and act

De Olaso, Juan1

1 Doctor en Psicología, Facultad de Psicología, Universidad de Buenos Aires. Profesor Adjunto Regular de “Psicoanálisis: Escuela Francesa”, Cátedra I, Facultad de Psicología, UBA. Profesor Adjunto Interino de “Metodología Psicoanalítica”, Cátedra II, Facultad de Psicología, UBA. E-mail: jdeolaso@fibertel.com.ar

RESUMEN
Unos párrafos póstumos de la obra freudiana conducen a interrogar la relación entre inhibición, onanismo y satisfacción. Asimismo, ponen en cuestión ciertos postulados de Freud acerca del papel de la cultura en la denominada “renuncia de lo pulsional”.
Con Lacan, se plantea una articulación entre inhibición, deseo y acto. En ese marco se explora la figura de la“página blanca”, supericie propicia para el advenimiento del objeto a, punto de extrañeza donde se conjugan la inhibición y la angustia. El franqueamiento de ésta última abre un horizonte en el que la desinhibición entraña un punto de desidentificación.

Palabras clave:
Inhibición - Renuncia - Deseo - Angustia - Acto

ABSTRACT
A posthumous paragraphs of Freud’s work lead to interrogate the relationship between inhibition, masturbation and satisfaction. Also call into question certain tenets of Freud on the role of culture in the so-called “renunciation of instinct.”
With Lacan, an articulation between inhibition, desire and act arises. In this context is explored the figure of the “white page”, surface conducive to the advent of object a, point where inhibition surprise and anguish come together.
The clearance of the latter opens a horizon in which disinhibition involves a point of de-identification.

Keywords:
Inhibition - Renunciation - Desire - Anguish - Act

Como se sabe, en los últimos años de su obra Freud le dio una importancia decisiva al problema de la renuncia de lo pulsional, propiciada por las restricciones que la cultura impone al ser humano. Son recurrentes, a lo largo de los años treinta, las referencias a la sofocación o inhibición cultural de las pulsiones (Freud, 1930), sintagma éste que atraviesa los problemas, las preguntas y las argumentaciones freudianas de la época.
El papel protagónico para llevar a cabo semejante empresa lo asume el superyó, esa parte del yo que se le contrapone y lo toma por objeto. Dicha instancia, “como ‘consciencia moral’ -escribe Freud- está pronta a ejercer contra el yo la misma severidad agresiva que el yo habría satisfecho de buena gana en otros individuos, ajenos a él” (Ibíd., pp. 119-120).
Se puede apreciar, en estas aproximaciones, cuál es la naturaleza de las pulsiones en juego. Y, también, el carácter eminentemente paradojal de la secuencia conceptual que dibuja Freud: cada fragmento de agresión “de cuya satisfacción nos abstenemos” (Ibíd., p. 125) es tomado a cargo por el superyó, que así toma envión para desplegar toda su crueldad contra el yo. Freud termina postulando una “ligazón erótica” del yo con aquella instancia, soportada en una satisfacción masoquista.
De modo que la renuncia a la satisfacción deviene, precisamente, satisfacción (de Olaso, 2013). O, en todo caso, la renuncia de lo pulsional termina siendo, propiamente, “pulsional”. La inhibición, un nombre freudiano de la “renuncia” (Freud, 1926), encuentra aquí uno de sus fundamentos económicos.
Sin embargo…

Una página póstuma
Freud dejó, entre otras cosas, dos carillas de una hoja con reflexiones dispersas, fechadas por él en junio de 1938, en Londres, que se terminaron publicando unos años más tarde bajo el título “Conclusiones, ideas, problemas” (Freud, 1941). No sabemos, a ciencia cierta, cuál iba a ser el destino de esos párrafos; más aún, tampoco sabemos si tenían alguno para el propio Freud.
Uno de esos fragmentos dice así:

3 de agosto. Razón última de todas las inhibiciones intelectuales y de trabajo parece ser la inhibición del onanismo infantil. Pero acaso llega más hondo, no se trata de su inhibición por influjos externos, sino de su naturaleza insatisfactoria en sí. Siempre falta algo para el pleno aligeramiento y la satisfacción -«en attendant toujours quelque chose qui ne venait point»-, y esta pieza faltante, la reacción del orgasmo, se exterioriza en equivalentes en otros ámbitos: ausencias, estallidos de risa, llanto (Xy), y quizás otras cosas. La sexualidad infantil ha vuelto a fijar aquí un arquetipo (p. 302).

Por un lado, es ciertamente llamativo el “razón última”, también el “todas”, de la primera frase del borrador. Pero lo más sugestivo, lo más novedoso en todo caso, llega con la formulación acerca de la inhibición del onanismo. Teníamos, más bien, la idea -freudiana, desde ya- de que el onanismo podía constituir un resorte de la inhibición. Ya desde la época de los primeros manuscritos, Freud había destacado la importancia del onanismo y la existencia de satisfacciones autoeróticas en la génesis de fenómenos inhibitorios (Freud, 1910, Freud 1950). El papel de la fijación era, en este punto, medular.
Pero ahora Freud, en 1938, parece ir aún más allá -“acaso llega más hondo”, dice- señalando que “no se trata de su inhibición por influjos externos, sino de su naturaleza insatisfactoria en sí”. Entonces nos invita a pensar, contra los argumentos que venía sosteniendo en sus últimos textos, que el límite o el obstáculo no viene necesariamente de la cultura, de los “influjos externos” -las interdicciones edípicas, por ejemplo-, sino de algo intrínseco a la naturaleza misma de la satisfacción. O de la insatisfacción.
La vuelta que toma el tema es, francamente, curiosa: ya no se trataría del onanismo como productor de inhibiciones, sino de su propia inhibición! O sea, una inhibición que genera otra… Que, además, cabe observar, no es “sexual” sino intelectual o laboral. Y que, dicho sea de paso, no es fundamentada teóricamente como en el caso de las inhibiciones autopunitivas de Inhibición, síntoma y angustia (Freud, 1926). Recordemos que en éstas últimas el severo superyó venía a sancionar determinados movimientos subjetivos, condenando al fracaso a los que triunfaban.
Freud agrega, entonces, que siempre “falta algo para el pleno aligeramiento y la satisfacción”, y esa “pieza faltante” ya no es atribuida a la sofocación cultural de las pulsiones. La cita de Émile Zola, a quien Freud admiraba mucho, “en attendant toujours quelque chose qui ne venait point” [“esperando siempre algo que no llegaba”], no puede ser más oportuna. Aunque, en rigor, el resultado parece ser más bien que se deja de esperar… De nuevo, la inhibición cobra la forma de la renuncia. Ahora bien, la cuestión es, en este caso: ¿renuncia a qué?
Asistimos, con estos fragmentos póstumos, a una formulación novedosa: ya no sería un “exceso” -de las cantidades hipertróficas, de la exigencia pulsional, de la hostilidad primaria, de los puntos de fijación, de la erotización hiperintensa de los órganos, de las vivencias traumáticas- el motor de la respuesta inhibitoria del aparato. Aquí, más bien, sería algo que “falta” lo que lleva a la inhibición. Y lo hace doblemente: la inhibición del onanismo en primer lugar, y sobre ésta, la inhibición del intelecto. Acaso, de algo de la relación del sujeto con el saber.
Es decir que si la sexualidad infantil vuelve a fijar un “arquetipo”, como concluye Freud, en esta ocasión lo hace por la vía de la falta. En todo caso, para jugar con los términos, ya no hablaríamos de una renuncia de lo pulsional en el sentido de la abstención de las satisfacciones prohibidas, sino de una renuncia ante la “pobreza” de la satisfacción que promete la misma pulsión (Kaufmann, 1976, Soler 1997).
Y que, como señala Freud, encuentra “equivalentes” tales como ausencias, estallidos de risa, llantos y “quizás otras cosas”, agrega. Lo cual no deja de evocar los avatares de la técnica del chiste, donde se obtiene una ganancia de placer a partir de una cancelación de las inhibiciones, y donde la risa cumple una función económica digna de destacar (Freud, 1905).
En una gimnasia netamente retrospectiva, encontramos dos pasajes dispersos de la obra freudiana que apoyarían las líneas de “Conclusiones, ideas, problemas”. Uno, de las contribuciones a la vida amorosa: “Creo que, por extraño que suene -sostiene Freud-, habría que ocuparse de la posibilidad de que haya algo en la naturaleza de la pulsión sexual misma desfavorable al logro de la satisfacción plena” (Freud, 1912, p. 182). Subrayamos el “por extraño que suene”.
El otro, curiosamente, de El malestar en la cultura, en un momento puntual en el que Freud parece vacilar, aunque después seguirá adelante con su argumentación “cultural”. Dice así:

Muchas veces uno cree discernir que no es sólo la presión de la cultura, sino algo que está en la esencia de la función misma, la que nos deniega la satisfacción plena y nos esfuerza por otros caminos. Acaso sea un error; es difícil decidirlo (Freud, 1930, p. 103).

Otra página, blanca
Estos “otros caminos” nos llevan, ahora, a una página que no es la que Freud guardó en un cajón y que vería la luz unos años después de su muerte. Nos referimos, pues, a la célebre “página blanca” de la que habla Lacan, y que ofrece una encrucijada especial entre inhibición, fantasma y angustia.
Hacia el final del Seminario 10 (1962-63), y después de delimitar el estatuto real de ese objeto extraño, inasible, inconmensurable y caduco que es el objeto a (Rabinovich, 2006), Lacan ensaya una articulación entre tres términos -otra tríada-: inhibición, deseo y acto. Los dos primeros son entrelazados en virtud de “la ocultación estructural del deseo detrás de la inhibición”, o sea, del hecho de que el deseo “se ejerce” en el lugar mismo de la inhibición (pp. 341-42). Es el momento en que el autor trae a la escena a la represión primordial freudiana, lo que lleva a pensar, evocando las primeras pinceladas freudianas, que se trata de una operación fundante de la estructura.
Pero Lacan introduce, “en el mismo lugar”, la cuestión del acto, comenzando a dibujarse relaciones cuanto menos paradojales entre los tres términos. Ante todo aclara, como en otras oportunidades, que no se puede reducir la noción de acto al “campo de lo real”, entendido esto como una cuestión de motricidad, y más allá de que eventualmente un acto pueda comportar cierta dimensión motora.
Tampoco se trata de algo que se pueda circunscribir al “campo de la realización del sujeto”, si es que dicho campo elude la presencia y la función del objeto a.
De ahí, precisamente, que Lacan subraye que el objeto a

inaugura el campo de la realización del sujeto y, en adelante, conserva allí su privilegio, de modo que el sujeto en cuanto tal sólo se realiza en objetos que son de la misma serie que el a, ocupan el mismo lugar en esta matriz. Son siempre objetos cesibles y son lo que desde hace mucho tiempo se llaman las obras (Ibíd., p. 342).

Ya unas clases más atrás, en torno de la relación entre el orgasmo y la angustia, relación ésta que Freud supo localizar en sus comienzos, Lacan destacaba la función de las “obras” que produce o, más bien que debe entregar, el sujeto. “En cuanto al orgasmo -sostiene-, hay una relación esencial con la función que definimos como la caída de lo más real del sujeto” (Ibíd., p. 183). Y allí convocaba a la experiencia de los analistas presentes:

¿Cuántas veces les habrán dicho que un sujeto ha tenido, no digo por fuerza su primer, pero uno de sus primeros orgasmos, en el momento en que debía entregar a toda prisa la hoja de una composición o de un dibujo que era preciso terminar rápidamente? Y luego, ¿qué es lo que se recoge? Su obra, aquello que era esencialmente esperado de uno. Hay algo que tiene que serle arrancado. Es cuando se recogen las hojas. En este momento, eyacula. Eyacula en el momento cumbre de la angustia. (Ibíd.)

En tanto, en la clase siguiente Lacan subrayaba el elemento central de su articulación: tanto el orgasmo como la angustia “pueden ser definidos en base a una situación ejemplar, la de la espera del Otro”, donde este “del” ofrece una exquisita ambigüedad. A lo cual añadía la siguiente frase tan patente en el campo de las inhibiciones intelectuales: “La hoja, en blanco o no, que debe entregar el candidato es un ejemplo sobrecogedor de lo que puede ser para el sujeto, por un instante, el a” (Ibíd., p. 193).
Frase que recuerda aquella otra del escrito “Subversión del sujeto…” (Lacan, 1960), una vez que Lacan ha introducido la función del objeto en la arquitectura pulsional: “Interrogad al angustiado de la página blanca, os dirá quién es la boñiga [étron] de su fantasma” (p. 798).
De modo tal que, como en el caso de la dialéctica especular desplegada al inicio del seminario de “La angustia”, aquí también “algo” inquietante puede hacerse presente en el lugar del vacío en el que nada puede aparecer. Pero la superficie ya no es la del espejo y sus jarrones, tampoco la fábula de la mantis religiosa y su aptitud devoradora, sino la de la “página blanca”, figura inmejorable para delimitar el agujero de la estructura o, como Lacan lo define en otra página no tan límpida, “el vacío de la castración primordial” (1962-63, p. 222), simbolizado por la escritura (- φ).
Asistimos, pues, a uno de esos “momentos de corte” (Ibíd., p. 193) en que irrumpe la angustia, signo inequívoco de la presencia, no velada, del objeto a, al que el sujeto queda irremediablemente reducido, y también identificado. Tal la certeza “horrible” que despoja al sujeto de sus emblemas simbólicos y de sus coberturas imaginarias: el angustiado “os dirá quién es”, enfatiza Lacan con ese estilo tan elegante, ese objeto que no es otra cosa que un desecho1.
He aquí, en consecuencia, una variante de la inhibición engendrada por la angustia, en un marco singular como es el de las producciones “esperadas” -o supuestamente esperadas- del sujeto. ¿No es justamente ese vacío, esa página blanca, el lugar donde puede tener lugar otra “producción” del sujeto?
Pero eso supone, de manera inexorable, un punto de franqueamiento. Así lo explicita Lacan a la hora de escribir una de sus fórmulas de la división: “La angustia es, pues, término intermedio entre el goce y el deseo, en la medida en que es una vez franqueada la angustia, fundado en el tiempo de la angustia, como el deseo se constituye” (Ibíd., p. 190). Y así queda delimitado el lugar, la hiancia central, y también el tiempo, el instante, de la angustia.

Desidentificación
¿Qué es, entonces, un acto? Lacan señala que “hablamos de acto cuando una acción tiene el carácter de una manifestación significante en la que se inscribe lo que se podría llamar el estado del deseo” (Ibíd., p. 342). Con el acento en la estructura significante queda despejada, desde ya, cualquier connotación locomotriz. Y ahí lanza una máxima que viene a empalmar los elementos de la nueva tríada: “Un acto -afirma Lacan- es una acción en la medida en que en él se manifiesta el deseo mismo que habría estado destinado a inhibirlo” (Ibíd.).
Posición francamente curiosa la del deseo: destinado a inhibir la acción, se encarga no obstante de llevarla a cabo. No es improbable que Lacan procure desentrañar la paradoja más adelante postulando un “deseo de retener” y un “deseo de separación”, dos vicisitudes del camino de la pulsión y, naturalmente, de la constitución del objeto a.
Por lo pronto, Lacan justifica la necesidad de la articulación entre acto e inhibición introduciendo dos ejemplos sugestivos:

Sólo si se funda la noción de acto en su relación con la inhibición puede estar justificado que se llame actos a cosas que, en principio, tienen tan poca apariencia de estar relacionadas con lo que se puede llamar un acto en el sentido pleno, ético, de la palabra -el acto sexual, por un lado, o, por otro, el acto testamentario (Ibíd.).

Una vez más, la sexualidad y la muerte.
Acaso estos actos que propone Lacan sean paradigmáticos en cuanto al punto de pérdida, de sustracción, incluso de borramiento del sujeto. Para el caso del acto sexual, y del orgasmo en particular, ya Lacan marcaba su vínculo con “el corte, la separación, el doblegamiento, afánisis”.
En esa “equivalencia fundamental entre el orgasmo y al menos ciertas formas de angustia” (Ibíd., p. 258), el acento recae sobre la cuestión de la detumescencia2. Y, justamente, recalca Lacan, “la subjetividad se focaliza en la caída del falo” (Ibíd., p. 182).
En el caso del acto testamentario, una marca indeleble -otra vez la escritura!- inaugura un antes y un después: el sujeto ya no es el mismo que era3. Cabe destacar, aquí también, el carácter paradojal que entraña el acto: el de destituir al propio sujeto que lo instaura. De modo que el sujeto atraviesa un punto de desidentificación: ya no puede sostenerse en el rasgo o el emblema en el que se instalaba en su relación con el Otro. Así como la identificación supone una “transformación” (Lacan, 1949) del sujeto, otra transformación habrá de tener lugar allí donde el sujeto pueda perderla. En ese horizonte no asoma otra cosa, en efecto, que la castración.
Y, en ese sentido, no podemos dejar de remarcar lo que una identificación implica de paralización, incluso de petrificación, ya se trate de una alienación a la imagen del semejante, de una identificación a una insignia del Otro -el mismo “movimiento” de la cadena significante se detiene-, o de una “identidad” fantasmática encarnada en algún objeto. Todas, formas de cierta inmovilización en las que el sujeto, en el mismo acto en que se afirma, se detiene. La interpretación propia del fantasma, fija, absoluta, casi inconmovible, acaso sea ejemplar.
Cómo no traer a la “memoria”, aquí, aquella carta extraordinaria que escribe Freud acerca de su travesía por la Acrópolis. Es el testimonio, rico en afectos, de la extrañeza, la incredulidad, el asombro, el júbilo, la despersonalización, la culpa, la inquietud -también la satisfacción, claro que sí-, de “haber llegado tan lejos” (Freud, 1936, p. 220).

Para concluir, acaso hoy en día no resulte infrecuente encontrar formas más o menos aparatosas de “desinhibición” que, en rigor de verdad, no constituyen otra cosa que inhibiciones en acto: de ahí la propensión al acting out y al pasaje al acto, modos privilegiados de la puesta en escena -o de la salida de la misma- en relación con determinados puntos de impasse. A veces, intentos vanos de “liberación” que terminan girando en falso. Y, en este sentido, sabemos el papel que pueden entran a jugar ciertas sustancias -alcohólicas, narcóticas-, vías de desinhibición pasajera, de muy difícil “renuncia”, y con resultados a fin de cuentas tan repetitivos como adormecedores.
En tal sentido, la promoción actual de ciertos modos de satisfacción parece introducir un “programa” radicalmente distinto del que describía Freud en 1930. La renuncia de lo pulsional, ese pilar en el que se erige la cultura en su función esencialmente inhibitoria y regulatoria, parece por momentos haber virado hacia un empuje a lo pulsional.
¿Un empuje a la desinhibición?
Asistimos, sin lugar a dudas, a otro malestar en la cultura.

1 Años más tarde, en “La tercera” (1974), hablando del fuera-de-cuerpo que introduce el goce fálico, Lacan toma el ejemplo de Mishima, que confiesa haber eyaculado por primera vez ante la imagen del San Sebastián de Reni: “Tiene que haberlo dejado bien pasmado [épaté] esa eyaculación. Es cosa que vemos todos los días, gente que nos cuenta que recordará siempre su primera masturbación, que eso revienta la pantalla” (p. 91), sostiene. Momento de corte, de perforación de la escena.

2 Curiosamente, el acto sexual culmina con una “inhibición de la función”, el instrumento “fuera de combate”, como lo designa Lacan. Pero, claro está, no puede tener el mismo estatuto la inhibición que impide el acto que la que marca su inal... Aquí intervienen, de modo decisivo, el goce del órgano y el punto de angustia.

3 No podemos dejar de recomendar aquí la letra de “Le testament”, pieza sublime del cantautor francés Georges Brassens (1921-1981). En una cruda encrucijada entre la vida, la initud, el amor y el dolor, el protagonista se anticipa a su propia desaparición.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Fecha de recepción: 16/04/15
Fecha de aceptación: 31/07/15

 

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