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Anuario de investigaciones

versión On-line ISSN 1851-1686

Anu. investig. vol.22 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dic. 2015

 

Psicoanálisis

Determinación y angustia en la constitución del sujeto. De Kierkegaard a Lacan

Determination and angst in the constitution of the subject. From Kierkegaard to Lacan

Sourigues, Santiago1; Muñoz, Pablo D.2

1 Licenciado en Psicología, Universidad de Buenos Aires. Becario del Consejo Interuniversitario Nacional por la categoría EVC CIN, período 2014-2015. Docente de “Psicología Fenomenológica Existencial”, Facultad de Psicología, UBA. Investigador, Proyecto UBACyT (2014-2017). E-mail: santiago.sourigues@gmail.com

2 Lic. en Psicología, UBA. Magíster en Psicoanálisis, Universidad de Buenos Aires. Doctor en Psicología, UBA. Prof. Reg. Adj. de “Psicoanálisis: Escuela Francesa”, Facultad de Psicología, UBA, Prof. Adj. a cargo de “Psicología Fenomenológica y Existencial”, Facultad de Psicología, UBA. Prof. Titular Regular de “Psicopatología I”, Facultad de Psicología, Universidad Nacional de Córdoba. Director del proyecto UBACyT (2014-2017): “Articulación de las conceptualizaciones de J. Lacan sobre la libertad con los conceptos fundamentales que estructuran la dirección de la cura: interpretación, transferencia, posición del analista, asociación libre y acto analítico”. E-mail: pmunoz@psi.uba.ar

RESUMEN
En este artículo nos abocaremos al estudio de los esquemas de la división construidos por Lacan durante el Seminario X (1962-1963), los que analizaremos en su relación con los desarrollos de Kierkegaard presentes en El concepto de la angustia (1844a). En particular, nos centraremos en la noción de salto cualitativo; salto sin mediación por el que, en medio de la angustia, el individuo introduce el pecado y pone así el espíritu. Las tres hipótesis que nos guiarán serán las siguientes: 1) Los desarrollos de Kierkegaard sobre la libertad y la angustia inciden sobre la concepción de Lacan de sujeto como sujeto dividido y del deseo como deseo del Otro; 2) De la concepción lacaniana de sujeto y deseo se siguen concepciones implícitas de libertad y determinación; 3) Dicho modo de concebir sujeto, deseo, libertad y determinación presenta consecuencias para la dirección de la cura, por fundamentarse ésta en aquellas.

Palabras clave:
Angustia - Sujeto - Libertad - Lacan - Kierkegaard

ABSTRACT
In this article, we focus on the study of the three schemes of the division built by Lacan throughout his Seminary X (1962-1963), which wean alysein their relation to Kierkegaard’s developments present in The concept of Angst (1844a). In particular, we focus on the notion of qualitative leap; leap without mediation,by the means of which,in the middle of angst, the subject introduces sin and posits thus the spirit.
The three main hypothesis which guide us are the following:
1) Kierkegaard’s developments on freedom and angst have an impact on Lacan’s conception of the subject as divided and of desire as desire of the Other; 2) From Lacan’s conception of subject and desire, implicit conceptions of freedom and determination are derived; 3) This way of conceiving subject, desire, freedom and determination presents consequences to the direction of the cure, for it is based on those.

Key words:
Angst - Subject - Freedom - Lacan - Kierkegaard

Introducción
En el décimo seminario que conformara su enseñanza, dedicado a la angustia, Jacques Lacan aborda ésta en relación a nociones que en la experiencia psicoanalítica se presentan insondables por su vínculo con aquélla, sin las cuales la angustia no puede ser abordada más que por los medios de una reflexión que la hipostasia y extravía su horizonte. Ahora bien, ya desde las primeras clases del seminario, la referencia a Kierkegaard y a su obra “El concepto de angustia” se halla presente como uno de sus articuladores conceptuales, en los que nos detendremos a continuación.

La constitución del sujeto en los esquemas de la división
A lo largo del Seminario X (1962-1963), Lacan expone tres esquemas que denomina de la división, cada uno de los cuales pone de relieve aspectos diferenciales de las características y efectos de la constitución del sujeto ($) en relación al Otro (A).
He aquí el primero (Ibíd., p. 36) y el segundo (Ibíd., p. 127) de ellos:


Primer esquema de la división


Segundo esquema de la división

Según el comentario que realiza Lacan respecto de los mismos, ellos han de leerse como la inscripción del sujeto en el lugar del Otro como un cociente. Es decir, el sujeto se constituye en relación al Otro como lugar del significante.
Esta constitución implica que el sujeto se inscribe en dicho lugar. La operación de inscripción del sujeto, dado que éste se inscribe como cociente, divide al Otro, pero también al sujeto, dado que (he aquí un rasgo fundamental de la operación), éste último no logra inscribirse acabadamente en dicho lugar. El resto de la operación a, finalmente, da cuenta de la imposibilidad de reabsorción del sujeto a nivel del significante, es decir, de la imposibilidad del significante de decirlo todo, de decir al sujeto. De ahí que, como muestra el segundo esquema, su correspondiente sea 0, expresión del error matemático, índice de dicha imposibilidad del significante de asimilar ese resto con el que no puede operar por medio de la división. Por último, destacamos que ese resto por un lado es producido por el significante (es decir, no es su antecedente sino su consecuente) y por otro lado es el efecto de la puesta en función del Otro (lugar del significante). Es decir, el a, irreductible al significante, es aquello que el significante produce como saldo de su operación, o el precio con el que el sujeto paga su constitución en relación al significante. Hasta aquí, la secuencia es sujeto y luego a.
Como vemos, el sujeto es escrito dos veces. En una ocasión sin tachar y en otra atravesado por la barra de la división. Al nivel en el que aparece sin la barra, Lacan lo caracteriza como mítico. El sujeto en este nivel será entonces para Lacan el sujeto mítico del goce. El sujeto propiamente dicho, esto es, no mítico, es el constituido en relación al significante; de ahí que la existencia del sujeto anterior a su atravesamiento por su inscripción en el significante sea calificada de mítica. El significante, entonces, antes que una instancia constituida, es constituyente respecto del sujeto, siendo una condición sine qua non por la cual éste adquiere su pleno estatuto en cuanto tal. Empero, esta constitución del sujeto en el Otro no es sinónimo de una inscripción acabada. En este sentido, ha menester la siguiente precisión: si el significante es la instancia constituyente en relación a la cual el sujeto se constituye, el sujeto, al inscribirse en el Otro (lugar del significante) como falta, es en este esquema aquello que, respecto del significante, es insuficientemente constituido.
En consecuencia, encontramos dos momentos lógicos fundamentales en estos esquemas, los cuales aquí distinguimos según el tipo de existencia que el sujeto tiene en cada uno. Esta distinción la hallamos en el fundamento de la línea horizontal en el tercer esquema (Ibíd., p.175), en el cual, según Lacan nombra los niveles más adelante (Ibíd., p.189), el primer nivel (nivel del goce) aparece separado del segundo (nivel de la angustia) y el tercero (nivel del deseo):


Tercer esquema de la división

Así pues, en primer lugartenemos un momento de existencia mítica, en el cual ni el sujeto ni el Otro aparecen atravesados por la barra, lo cual implica una relación del sujeto con el Otro como lugar del significante que no lo ubica como constituido en relación a él. En segundo lugar, un momento en el cual el sujeto existe propiamente como tal, en virtud de su paso por el significante como instancia constituyente, dada por el Otro como lugar del significante. Esta constitución, asimismo, conlleva el a como su reverso.
Por último, advertimos en los dos primeros esquemas que del lado llamado por Lacan objetivo, o lado del Otro, vemos la fórmula del fantasma, quedando excluido del otro lado aquello que posiciona al sujeto como constituido por el Otro y como inconsciente, esto es, la falta en el Otro. El fantasma, según la distribución en este esquema, está dado por una configuración tal que significa una puesta en relación de $ y a que se amarra al A, situado en el nivel mítico y que en tanto tal, se sitúa por fuera de aquello que constituye al sujeto como sujeto del inconsciente, sujeto barrado que lleva al a como su reverso. Es decir, el fantasma sería aquí la defensa por la cual el sujeto sale de su existencia como deseo del Otro, situada en el tercer nivel pero fundada sobre la base del segundo. El fantasma sostiene al sujeto no como constituido en relación al Otro, sino en aquel nivel lógico previo a su relación con aquella instancia constituyente, en el cual el Otro no ha arrojado al a, causa del deseo, como saldo de su puesta en función. Se comprende entonces que Lacan califique al a del fantasma como un “a postizo”.
Por otro lado, en el tercer esquema de la división es alterado el orden de los términos. En esta formulación, como a diferencia de los esquemas anteriores podrá apreciarse, el sujeto es primero a y luego, $, con lo cual el objeto a, causa del deseo, es el modo primario de existencia del sujeto, antes que un objeto al que el deseo tendería como su meta. En efecto, la existencia del sujeto en su carácter de tal es precedida por la caída primordial del estadio mítico del goce, caída que lo produce como deseante y que, según lo formalizan el matemai(a) y la fórmula del fantasma, se hallará como el fondo opaco sobre el cual se montarán las posiciones del sujeto en lo imaginario, en una relación de desconocimiento de aquella caída que es su primer modo de existencia.
Si quisiéramos hacer un recorrido secuencial por los sucesivos niveles de este tercer esquema, podríamos en consecuencia señalar que el sujeto mítico, al inscribirse en A, deja un resto inasimilable por el orden significante. Este mismo resto, en virtud de tal irreductibilidad, hace caer la barra sobre el Otro. Nótese que entonces el sujeto es primero objeto deseante, objeto causa del deseo como deseo del Otro, y sólo luego es pasible de estabilizarse el deseo fantasmáticamente, elidiendo la angustia, sobre la base de la cual el sujeto se constituye como inconsciente y como deseante. La forma más originaria de existencia del sujeto es como el resto que excede la determinación por la instancia que lo constituye. En contraste con ello, una de las funciones estructurales del fantasma, como Lacan desprende de su análisis de la fantasía “Se pega a un niño”, es la elisión del tiempo de la angustia, situado en el piso intermedio del esquema, donde el a entra en relación con A tachado. En el fantasma, en cambio encontramos al a en su canal comunicante con A. De ahí que Lacan afirme que la angustia esté enmarcada por el fantasma, y que aquella haga su emergencia en la hiancia de éste.
Este objeto a, posee, de este modo, dos modos alternativos de funcionamiento. Por un lado, es la forma originaria de existencia propiamente dicha del sujeto, como sujeto indefinido, sujeto en los márgenes del significante, deseo, libertad opaca en donde el sujeto no se reconoce y que emerge no en modo inmediato o anticipatorio (formas temporales típicas del registro imaginario), sino sobre el telón de fondo de la determinación significante. En este funcionamiento, se pone en relación con el Otro barrado.
Por otro lado, al estabilizarse en el lado objetivo, se pone al servicio de un fantasma que vela la falta en el Otro y le permite postular la existencia de un Otro en el que se reconocería, forma de existencia en la cual no habría irreductibilidad al significante y por lo tanto constitución como sujeto del inconsciente y como deseante, sino una imagen libre de puntos oscuros. Aquí su existencia ya no estaría marcada por esa fisura impredicable en la determinación, que llamamos deseo. Su consecuencia, por obra del empleo fantasmático de ese a que en el primer funcionamiento era el decálogo de su libertad, el sujeto deviene en este otro funcionamiento una caricatura de sujeto. De este modo el nivel escópico del fantasma queda marcado como el nivel de desconocimiento estructural de la falta en el Otro. En el fantasma neurótico, la relación con el objeto a es tal que éste es cristalizado imaginariamente delante del sujeto, como si fuera algo distinto de él y a lo que el sujeto como deseante tendería. A diferencia de ello, en el segundo nivel del tercer esquema de la división, a es el modo de existencia primigenio del sujeto, con lo cual el sujeto, en tanto deseante, es objeto. Vemos entonces, por los modos diferenciales de funcionamiento del a, que el fantasma consiste en esa paradoja por la cual si el sujeto puede rehusar su libertad como deseo entre los significantes, es precisamente en la medida en que es libre, viniendo la negación de ésta al lugar de su evidencia encubierta.

El salto cualitativo y la constitución del sujeto
La referencia a Søren Kierkegaard, en especial a su obra titulada “El concepto de la angustia”, atraviesa todo el Seminario de Lacan sobre la angustia. Hallándose explícitamente mencionado en las primeras, en las intermedias y en las últimas clases del seminario, resulta llamativo que el filósofo danés se haga una vez más presente incluso en el párrafo final que da término al seminario, conjunto de referencias que sumado a aquellas contenidas en numerosos seminarios anteriores nos da una pauta de la centralidad de Kierkegaard en la obra de Lacan y fundamentalmente en las elaboraciones presentes en el Seminario X.
A continuación nos detendremos en particular en un conjunto de aspectos en común que según podemos apreciar, recorren tanto los esquemas de la división de Lacan como los desarrollos de Kierkegaard sobre el sujeto, la angustia y la libertad.
Al comenzar su estudio sobre la angustia, Kierkegaard comienza por realizar una exposición sobre el concepto del pecado original, entendiendo a la angustia como un supuesto del pecado original, por ser la determinación concomitante más próxima antes del pecado, sin explicarlo no obstante. Es decir, la angustia es la determinación que deja al individuo a sólo un paso del pecado, paso que sólo él puede dar por medio del salto cualitativo.
De este modo, Kierkegaard busca el rasgo esencial del pecado original, que encontrará en la introducción de la pecaminosidad. La diferencia esencial entre el pecado original de Adán y el primer pecado de cualquier otro hombre es que por medio del pecado de Adán viene la pecaminosidad al mundo, es decir, viene el pecado al mundo como cualidad que es introducida por el salto del individuo, no como resultado de una cantidad. Por otro lado, para el hombre posterior ya existe la pecaminosidad como condición del pecado y no sólo como la consecuencia de este, como era el caso de Adán. Ésta es la diferencia entre uno y otro pecado, la determinación esencial del pecado original. No obstante, en cuanto son los dos pecados, comparten entre sí su definición esencial, pues se definen esencialmente por su realización por medio del salto cualitativo.
Ahora bien, si el pecado se produce por el salto cualitativo del individuo, no es explicable por una circunstancia ajena al pecado en sí. De ello se sigue que Kierkegaard afirme que: “el pecado vino al mundo por medio de un pecado” (1844b, p.85). Esto implica que el primer pecado de Adán no es esencialmente distinto del primer pecado cometido por otro hombre, en el sentido de que si el pecado original hubiese sido puesto por otro hombre y no por Adán, su definición esencial habría seguido estando intacta. El pecado original perfectamente podría haber sido realizado por otro hombre distinto de Adán, por lo que queda el primero deslindado del segundo. El estatuto de original del pecado original se reduce a sí mismo y no depende su estatuto en sí de la intervención de Adán. Con lo cual, nada diferencia al individuo posterior y a Adán en lo concerniente a lo esencial del pecado, pues de lo contrario, Adán sería un hombre fuera de la especie y perdería en consecuencia su valor para el individuo posterior. El salto de uno es tan salto como el del otro. El pecado original es pecado original porque por él viene la pecaminosidad al mundo y no por haber sido cometido por Adán, pues esto último sería suponer al pecado una determinación esencial por fuera de él, y por lo tanto, explicarlo como una cosa distinta del resultado del salto cualitativo, lo que sería una forma de entrar en determinaciones cuantitativas que no hacen al pecado en sí. Y si se sostuviera que el pecado viene al mundo por algo ajeno al pecado, se caería en dos contradicciones: 1- la de afirmar subrepticiamente que Dios creó el pecado; 2- en la de que la pecaminosidad precede al pecado, con lo cual quedaría anulado el concepto mismo.
Estas precisiones, que en una lectura apresurada podrán parecer poco pertinentes, son sin embargo de crucial importancia. Ello por dos motivos.

1- En primer lugar porque al reservar el bastión último de la realización del pecado a la instancia del salto cualitativo que introduce el individuo, se fundamenta en ella una concepción de libertad y responsabilidad individual, sin dejar de tener implicancias políticas y sociales, por cuanto reserva al individuo una instancia de responsabilidad que es indelegable a cualquier régimen de determinaciones.
La pecaminosidad que vino al mundo por el pecado de Adán no hace culpable al individuo posterior, ya que lo que lo hace culpable es el pecado que él introduce por medio del salto. Ninguna determinación cuantitativa, bajo cuya rúbrica encontramos la pecaminosidad, pone a salvo al individuo de su insondable libertad respecto del salto por el que realiza el pecado. Tales determinaciones no hacen sino definir inesencialmente al pecado, cuyo fundamento esencial viene dado por el salto cualitativo del individuo:

“En este punto, lo de aspirar al honor de ser el primer inventor es tan mezquino, ilógico, inmoral y anticristiano como pretender, no pensando lo que se dice, eludir la propia responsabilidad con el pretexto de no haber hecho nada que no hayan hecho los demás. La existencia de la pecaminosidad en el hombre, el poder del ejemplo, etc., etc., no son más que determinaciones cuantitativas que no explican nada a no ser que se suponga que un solo individuo es la especie entera, en vez de admitir que cada individuo es él mismo y la especie” (Kierkegaard, 1844a, pág. 84).

Como vemos, la descendencia, la relación de generación, no distingue a Adán del individuo posterior en lo esencial sobre el salto cualitativo, lo propiamente individual que el individuo introduce en el movimiento de la historia. Por el contrario, si lo hiciera, el salto de uno sería más determinado (o menos individual, lo que es lo mismo) que el salto del otro, con lo cual se caería en la nociva contradicción de afirmar que el individuo de la generación posterior es menos individuo que el de la generación anterior, y en definitiva, que cada generación somos un poco menos libres y un poco menos individuos, siendo la anulación absoluta de la libertad (y) del hombre el horizonte último de la historia. Esto nos ha llevado al segundo motivo.

2- Lo resumiré en el postulado siguiente, a partir del cual damos razón de la tal vez enigmática afirmación de Kierkegaard de que cada individuo es él mismo y la especie: No hay historia sin individuo, ni individuo sin especie. Kierkegaard escribe:

“La descendencia no es más que la expresión de la continuidad en la historia de la especie, la cual nunca deja de moverse según determinaciones cuantitativas, y por lo mismo de ningún modo es capaz de producir un individuo. Una especie animal jamás producirá un individuo, por más que aquélla se conserve por miles y miles de generaciones” (Ibíd., pág. 89).

Es decir, si la historia es un movimiento en el que se hacen presentes continuidades y discontinuidades, aquello que en la historia es discontinuidad se debe al salto cualitativo del individuo, pues lo que es continuidad es fruto de la herencia de determinaciones que lo preceden. Si hay continuidad es debido a la existencia de la especie. No obstante, si no hubiera una especie que sostuviera una continuidad en la historia, la historia comenzaría de nuevo con cada individuo, o dicho de otro modo, no se podría hablar de una especie reproducida generacionalmente en la historia, sino de una cantidad dispersa de entes, una repetición vacía de los mismos a partir de una matriz. “No hay historia sin individuo” significa entonces que no hay historia sin discontinuidad, siendo una pura continuidad propia de los animales, que no dan individuos pasibles de saltar cualitativamente. Mientras que al afirmar que no hay individuo sin especie, se entiende que con cada individuo no comienza de nuevo la especie, sino que hay una trama de determinaciones y continuidades detrás del individuo, que lo precede y constituye su condición de posibilidad.
La discontinuidad emerge sobre un fondo de continuidades (del mismo modo en que a no se produce sino como el saldo de la puesta en función del significante). Si así no fuera, sería un contrasentido hablar de pecaminosidad, determinaciones cuantitativas y de la relación que liga históricamente a las generaciones, y por lo tanto, también lo sería hablar de categorías tales como individuo o sujeto, dado que sin un andamiaje de determinaciones que constituyen al individuo (hasta el abismo del salto en el que la determinación se torna insuficiente), no tendríamos más que una serie de entes dispersos cuyo estudio no tendría cabida, ya que no descenderían de una trama común de elementos estructurales que los ligase.
Damos aquí, en la relación de generación, con la presencia de una instancia que soporta la continuidad en la historia y que constituye el marco de determinaciones cuantitativas en el que el sujeto pondrá la cualidad por medio del salto. Retomando la precisión sobre la pecaminosidad y el pecado original realizada más arriba, la especificidad del pecado original es que por él viene el pecado al mundo, mientras que por el primer pecado del individuo posterior a Adán no viene al mundo la pecaminosidad, pues esta ya había sido introducida por el pecado de Adán. Dicha pecaminosidad, que respecto del pecado original es una consecuencia, respecto del primer pecado del individuo posterior se presenta como su condición, es decir, como determinación cuantitativa (inesencial), por lo cual se comprende que sea una condición insuficiente para la introducción del pecado. Al mismo tiempo, por el pecado del hombre posterior vuelve a venir nuevamente la pecaminosidad al mundo, por lo que su pecado realiza una contribución a la serie de determinaciones cuantitativas de los pecados posteriores, lo que denominamos angustia objetiva.
En este punto, hace su aparición la angustia en el planteo de Kierkegaard. En efecto, al buscar la determinación psicológica del problema del pecado original, descarta que la tentación sea generada por la prohibición, pues si es la prohibición la que engendra el deseo que culmina en el salto por el que el individuo al pecar se hace culpable y pierde la inocencia, se reduce el salto cualitativo a la determinación de la prohibición, y el pecado, en ese supuesto, habría venido al mundo por obra de la prohibición, por lo que volveríamos a caer en la contradicción antes indicada, negando el salto y por lo tanto, el concepto mismo de pecado.
La determinación psicológica en la base del pecado es la angustia y tal carácter lo posee sólo en virtud de su característica fundamental: su ambigüedad dialéctica. Kierkegaard define a la angustia simultáneamente como una antipatía simpatética y como una simpatía antipatética. La ambigüedad propia de la angustia es aquello que le faltaba a la tentación-deseo producida por la prohibición. Estas sólo traccionaban unidireccionalmente hacia el salto en el pecado, por lo que culminaban en una reducción determinista del salto cualitativo, lujo que la Psicología no puede darse, el de pretender desconocer la Ética y reducir el salto a una determinación psicológica. La angustia, en cambio, es tan amada como temida por el individuo, por lo que no conlleva un simple arrastrar al individuo hacia el pecado. No “puede ahuyentar la angustia, porque la ama; y propiamente no la puede amar, porque le huye” (Ibíd., pág. 105).
La ambigüedad de la angustia es lo que retiene al individuo en el momento previo al salto. En la medida en que la ama, pulsa hacia el salto. En la medida en que le huye, se aleja del abismo que de otro modo podría saltar. Esta retención del individuo por obra de la angustia es el resorte de que, al no ser el salto dado por la angustia misma, sea el individuo mismo aquel que da el salto. Por lo tanto, la prohibición per se no engendra tentación, pues en ese caso se perdería la ambigüedad a partir de la cual podemos sostener el salto cualitativo del individuo en el pecado. Si se pierde la ambigüedad, el individuo no es tal, y el pecado no es sino una simple determinación que no introduce ninguna trascendencia. La prohibición genera angustia y ésta constituye el estado psicológico más próximo al pecado:

“La angustia es el estado psicológico que precede al pecado, que se halla todo lo cerca, todo lo angustiosamente cerca de él que es posible, sin explicar, empero, el pecado, que brota sólo en el salto cualitativo” (Ibíd., p. 98).

La angustia es entonces el estadio intermedio entre la prohibición y el pecado, que por su ambigüedad dialéctica no explica el salto cualitativo, sino que lo reserva al individuo. En virtud de ello, la angustia se presenta en el planteo de Kierkegaard como un estado afectivo que arrima al sujeto a un abismo (del pecado) que sólo él puede cruzar por medio del salto.

“El salto cualitativo está fuera de toda ambigüedad, pero el que se hace culpable a través de la angustia es sin duda inocente. Porque no fue él mismo, sino que fue la angustia, es decir, un poder extraño el que hizo presa en él; no fue él mismo, fue un poder que él no amaba, un poder que le llenaba de angustia…. , no obstante, él es indudablemente culpable, pues sucumbió a la angustia, amándola al mismo tiempo que le temía” (Kierkegaard, 1844b, p.104).

En consecuencia, si las determinaciones dadas por la especie como instancia en relación a la cual el individuo se constituye no son sino inesenciales, el individuo, al trascender la base de las determinaciones heredadas que lo constituyen y que él trasciende, determinante del curso de su propia existencia. El individuo es aquello que inesencializa las determinaciones heredadas, volviéndolas insuficientes para dar cuenta de su existencia.
Según lo hasta aquí desarrollado, hemos ubicado la secuencia inocencia (ignorancia de la diferencia sexual y del bien y del mal, expresión inicial de la angustia) - prohibición - expresión superior de la angustia (ambigüedad) - salto - pecado (culpa-pérdida de inocencia). Retroactivamente, cabe destacar ahora que la condición del salto está en la angustia. El salto, claro está, no es sin la angustia, que es aquella ambigua determinación que resguarda la individualidad del salto, siendo ésta última una condición sine qua non de éste.
Por este medio podemos hacer una precisión crucial sobre la libertad que este salto comprende. Como vemos, muy lejos está de ser una libertad de un liberumarbitrium; nada de un pensamiento reflexivo que se proponga optar por esto o aquello. No es una libertad que, como el camino al inierno, esté adoquinada de buenas intenciones. Todo lo contrario. La libertad del salto es la libertad de la angustia, es una libertad determinada por la angustia, una libertad sujeta: libertad sujeta no a la necesidad (lo que sería una contradicción), ni al capricho de una conciencia transparente, sino libertad sujeta a sí, por cuanto su condición es la angustia, que Kierkegaard define como la realidad de la libertad como posibilidad frente a la posibilidad. No es una libertad ante un algo determinado, es decir, la libertad de elegir esto u esto otro, sino una libertad como posibilidad que se pone de cara a otra nada: la posibilidad. La angustia es el modo de relación por antonomasia del espíritu consigo mismo, de ahí que sea un estado afectivo donde priman la certeza y la referencia más íntima a un sujeto.
Cabe aquí preguntar: “¿Por qué ‘del espíritu’?”. Porque Kierkegaard sostiene que el hombre es una síntesis de lo psíquico y lo corpóreo, y que, fiel a Hegel en este punto, una síntesis no es concebible en ausencia de un tercer término que la sostenga. Este es el espíritu. Si el hombre no estuviera determinado como espíritu y estuviera determinado como animal, la angustia, con su inherente ambigüedad, no cobraría realidad como posibilidad de posibilidad. En la inocencia el hombre no es un mero animal, pues si lo fuera, no se comprende cómo llegaría a ser hombre. Por el contrario, el espíritu se halla al acecho, como perturbando la relación entre el alma (dominio psíquico) y el cuerpo al constituir la relación entre dos términos que para asirlos en su síntesis, los hace entrar en contradicción. El espíritu es un poder ambiguo, dado que es doblemente quien constituye la relación entre alma y cuerpo (los términos de la síntesis) con la condición de perturbarla. La realidad del espíritu es experimentada por el hombre, como consecuencia de lo anterior, como posibilidad de posibilidad, es decir, como angustia. La angustia es la relación que guarda el espíritu consigo mismo y con su condición, en tanto el espíritu es una nada que anuncia su posibilidad. Nuevamente, la realidad del espíritu no es la posibilidad de algo determinado, sino la posibilidad de una nada, posibilidad de posibilidad que no se halla presente en el animal, que por eso no es libre. En tanto esta realidad no es una posibilidad de algo determinado sino una posibilidad que incita su posibilidad, es decir, en tanto es una posibilidad antes de una posibilidad, la angustia es una determinación del espíritu que ensueña y anuncia su posibilidad.
No obstante, cabe hacer una digresión. Kierkegaard llama la atención sobre otro rasgo fundamental del pecado original: no sólo por él vino el pecado al mundo, sino que, por él fue establecida la diferencia sexual. Kierkegaard se rehúsa a suponer la diversidad sexual con anterioridad a la caída, dado que en el estado de inocencia, previo al pecado, no está puesta la diferencia sexual; en cambio, hay ignorancia de esta. Del mismo modo, en la inocencia hay ignorancia de la diferencia entre el bien y el mal, diferencia que sólo es puesta con posteridad al salto en el pecado por el cual la pecaminosidad viene al mundo.
Esta doble consecuencia para un solo acto, el pecado original, viene a razón de que el hombre es una síntesis de alma y cuerpo, por lo que tal acto deriva consecuencias en ambos planos.
En la inocencia previa al pecado, entonces, todavía en ausencia del salto cualitativo por el cual el individuo se produce y consuma su posibilidad, el espíritu era un espíritu, como denomina Kierkegaard, que estaba soñando.
La síntesis del espíritu no estaba consumada, pues el espíritu no estaba puesto sino como espíritu que ensueña, y que al proyectar de antemano su propia realidad no ve más que una nada que lo angustia. La realidad del espíritu es aquí, antes del salto, una nada suspendida, aún inconsumada, que anuncia su posibilidad, y que al anunciar la posibilidad de una relación posible e indeterminada entre los términos de la síntesis, engendra angustia. El salto cualitativo del individuo es el que consuma esta proto-posibilidad y constituye la relación entre los términos de la síntesis, poniendo el espíritu. Esta posición del espíritu pone fin a la posibilidad de posibilidad propia del espíritu que ensueña, ya que esta relación entre los términos de la síntesis no está meramente anunciada (como lo era antes del salto) sino que ahora ha cobrado realidad.
La angustia, junto con la posibilidad, por lo menos por ahora, ha desaparecido. El salto del individuo opera un pasaje, entonces, de la posibilidad a la realidad, y al realizarse la posibilidad, la nada indeterminada del espíritu suspendido es determinada, lo que hace retroceder a la angustia. Ello no obstante, de ningún modo implica una resolución última de la angustia. Esta instancia se la reserva Kierkegaard a la angustia en unión con la fe como medio de salvación, que torna a la posibilidad de la angustia en una certeza interior que anticipa la infinitud y corroe las cosas finitas, descubriendo sus falacias. Esto no la hace desaparecer por completo, solamente la reduce y la torna educativa para el espíritu por medio de un uso determinado. Sin embargo, este tópico ya excede los objetivos aquí planteados.

Conclusiones: la división kierkegaardiana del sujeto
En el transcurso del recorrido hasta aquí realizado, hemos trazado una serie de ejes argumentales comunes a Kierkegaard y Lacan en torno de la noción de sujeto y su constitución en relación con la angustia. Entre estos, cabe enumerar los puntos siguientes:
Ya muy lejos de aquel Lacan que en Intervención sobre la transferencia (1951) afirmaba hegelianamente que “todo lo que es real es racional” y que “no hay progreso para el sujeto sino por la integración de su posición en lo Universal”, a la altura del Seminario X, Lacan introduce en su segundo esquema la división el a como irracional, esto es, ubica como constituyente del sujeto un elemento irracional, irreductible a su posición en lo universal, podría decirse. Comienza a partir de aquí una fase de toma de distancia explícita de ciertos planteos hegelianos en los que antes sostuviera las nociones de sujeto y de deseo fuertemente ligadas a las nociones de reconocimiento y de mediación de lo simbólico como pacto. El irracional y la expresión del error matemático, en contraste, como lo ilustran la tercera y la cuarta fórmulas del deseo (Lacan, 1962-1963, p.34), se hallan en la base de un viraje respecto de la perspectiva hegeliana del deseo como deseo de reconocimiento y de una renovación de la fundamentación del deseo como deseo del Otro, que si bien ya se hallaba presente en seminarios anteriores, adquiere un nuevo peso argumental y teórico a partir de su relación con el objeto a y la angustia como indicador clínico.
Al mismo tiempo, esta operación le permite a Lacan fundamentar lo inconsciente no ya a partir de la intersubjetividad, sino a partir de la falta significante producto del a como punto de racionalización imposible, con lo cual el sujeto se constituye como el resultado indeterminado de una mediación fallida, es decir, como salto cualitativo sin mediación realizado sobre la base de la mediación insuficiente del Otro como trampolín.
Por otro lado, ambos autores se topan con el mismo escollo sobre el estatuto del sujeto con anterioridad al salto.
Ambos otorgan dos estatutos al sujeto (Lacan) y al espíritu (Kierkegaard). En Lacan, nos encontramos con un sujeto mítico antes de caer del Otro como resto (a) luego de su inscripción en él como cociente que lo divide. Luego de su inscripción en el Otro, adquiere otro estatuto, ahora como sujeto barrado, efecto de la mediación insuficiente del Otro respecto del a. En Kierkegaard, hay primeramente en cambio un espíritu que ensueña, al cual al presentársele su realidad como nada, se angustia. Es decir, el espíritu es al comienzo una proto-posibilidad aún en suspenso, pues siendo un ser de posibilidades, sólo luego del irreductible salto verá su posibilidad realizada, consumando su realidad.
En esta duplicidad del sujeto (mítico y barrado) y del espíritu (que ensueña y puesto por el salto), para ambos, la angustia aparece como término medio entre ambos estatutos del sujeto. Para Lacan, como lo ilustra el tercer esquema de la división, el sujeto tiene en primer lugar una existencia mítica que deberá luego ser plenificada como tal luego de la puesta en función del Otro como instancia constituyente, fruto de la cual emergen el objeto a y la angustia, que en su irreductibilidad al significante hacen caer la barra sobre el Otro, decálogo de la falta significante. Es a partir de esta falta que el sujeto se constituye ahora como sujeto barrado, esto es, como sujeto del inconsciente, una vez franqueado el nivel de la angustia. En Kierkegaard, por otro lado, el cambio de estatuto del espíritu, la realización de su posibilidad, se efectúa por medio de la prohibición y el enigma de Dios que dan a la angustia de la inocencia una expresión superior y arriman al sujeto al abismo del salto. En ambos, pues, la angustia aparece como un modo primario de relación con el Otro: en tanto por su ambigüedad conmina al sujeto a una respuesta; en tanto oscura certeza indeterminada de sí que lo determina pero no por ello explica el salto; en tanto lo determina insuficientemente, pues no da cuenta de una mediación que de razón de su salto.
La angustia, en ambos autores, es ubicada como instancia media, pero no como una instancia de mediación, ya que si la realidad del sujeto fuera reductible a la mediación, su salto no sería tal, y no implicaría ninguna trascendencia, viéndose la historia reducida a aquello que en ella es continuidad, esto es, una mera inercia más bien propia de la especie animal. La angustia, por el contrario, salvaguarda la individualidad del acto en virtud de su ambigüedad de antipatía simpatética y de simpatía antipatética y se torna, en consecuencia, el sustento de una forma de libertad sujeta en sí, que refiere como posibilidad a la nada indeterminada de la realidad del espíritu como posibilidad, muy diferente de la libertad del liberumarbitrium, que refiere a la simple posibilidad de algo determinado, con lo cual no angustia.
Es decir, la palabra, por más plena que intente serlo, no deja al sujeto sino al borde del abismo del salto, pero jamás más allá de este, lo que implicaría la anulación de la noción misma de sujeto, pues en tal caso, se postularía la existencia de una palabra que nombraría al sujeto y realizaría una subjetivación del deseo, eximiendo al sujeto del acto. En este mismo recorrido de la palabra por las sendas de sus imposibilidades, surcos habitados por el deseo, consiste la dirección de la cura. En ella, la ambigüedad de la angustia produce al sujeto como falta de mediación.
En tal sentido, podríamos plantear que la interpretación no tiene por función atrapar una verdad última que cierre el proceso (eso es lo que la realidad de la angustia precisamente descarta), sino que, en tanto acto analítico que sostiene el cumplimiento de la regla fundamental, lleva por cometido relanzar la las asociaciones por el derrotero de la dialéctica de la determinación significante para llevarla hasta el abismo en el que se torna insuficiente, ese abismo de la angustia sobre el que se funda el deseo.
A pesar de todo lo desarrollado hasta aquí, sería propio de una ingenuidad muy poco kierkegaardiana pretender reducir los planteos de Lacan a los de Kierkegaard, como si Lacan no introdujera ninguna trascendencia respecto del filósofo danés y no hiciera más que cambiar rótulos.
Kierkegaard no habla del deseo del Otro en los términos de Lacan, pero sí ubica una instancia de resolución de la angustia, que se constituye a partir de esta: la fe en Dios en tanto salto sin mediación, la cual no se explica por determinaciones cuantitativas. Del mismo modo, el deseo se constituye a partir de la falta significante y es incompatible con la palabra, lo que no significa, más allá de no ser articulable, que no esté articulado. Es decir, está en disyunción con el lenguaje pero no es sin el lenguaje como instancia simbólica de mediación que se constituye y hace su emergencia. Del mismo modo, la angustia se asienta sobre la base de una serie de determinaciones dadas por factores constituyentes como Dios, la especie y el lenguaje, apareciendo sólo luego del fracaso de su mediación. Paralelamente, Lacan afirma que se constituye el deseo como deseo del Otro una vez franqueada la angustia, tiempo fundamental de su constitución. Hasta aquí, ambos autores operan con esquemas homólogos.
De aquí en adelante, al momento de concebir instancias resolutivas de la angustia (el deseo en Lacan y la fe en Kierkegaard), las sendas de ambos autores se bifurcan.
No obstante, hemos podido poner de relieve dos aspectos estructurales que el deseo y la fe comparten. Estos aspectos son el fundamento sobre el que Lacan renueva los cimientos de su definición del deseo como deseo del Otro, en su fundamental relación con el significante y la angustia, a partir de ciertos operadores planteados por Kierkegaard. Esta renovación del estatuto del deseo, antes deseo de reconocimiento, se realiza sobre la base del a en su irracionalidad significante, angustioso nivel medio que, como determinación inesencial, como mediación fallida que lo constituye como inconsciente y como deseante, arrima al sujeto al borde de un abismo sólo franqueable por su salto. Por éste, el sujeto ya no se constituye ligado a un Otro como mediación sin falta en el nivel del goce, sino en el del deseo, ligado al Otro como falta. El planteo de Kierkegaard, como puede verse, comienza sólo a diferenciarse luego del salto, ahí donde mientras Kierkegaard encuentra la fe, Lacan ubica el deseo del Otro.
El deseo y lo inconsciente, no obstante, así formulados, restan irreductibles como el salto del propio Lacan, no sin Freud como mediación insuficiente para explicarlo, respecto tanto de Hegel como de Kierkegaard.

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Fecha de recepción: 28/04/15
Fecha de aceptación: 15/08/15

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