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Anuario de investigaciones

versión On-line ISSN 1851-1686

Anu. investig. vol.23 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jun. 2016

 

Historia de la Psicología

CONSIDERACIÓN HISTÓRICA DE LAS DIFERENCIAS DE GÉNERO EN LAS MEDICIONES DE INTELIGENCIA A PRINCIPIOS DE SIGLO XX

HISTORICAL CONSIDERATION OF THE GENDER DIFFERENCES IN INTELLIGENCE MEASUREMENTS IN THE BEGINNINGS OF THE 20TH CENTURY

Benitez, Sebastián M.1; Molinari, Victoria2

1Licenciado en Psicología (UBA), doctorando en Psicología (UNLP) y becario doctoral (CONICET). Docente en Psicología I y II (UNLP). Investigador tesista del proyecto UBACyT 20020130200134BA y del Proyecto de Investigación SeCyT-UNLP: Psicología y orden social: desarrollos académicos y usos sociales de la psicología en la Argentina (1890-1955). Centro de Investigaciones Sociales (CIS) - Instituto de Desarrollo Social y Económico (IDES) Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Equipo de Investigación UBACyT: Circulación, recepción y transformación de saberes de la psicología, psiquiatría y psicoanálisis en la Argentina (1900-1993) Email: sbenitez.psi@gmail.com

2Licenciada en Psicología (UBA), doctoranda en Historia (FFyL, UBA) y becaria doctoral (CONICET). Es docente de Psicología I (UNLP) y de Historia de la Psicología I (UBA). Es investigadora tesista del proyecto UBACyT 20020130200134BA y del Proyecto de Investigación SeCyT-UNLP: Psicología y orden social: desarrollos académicos y usos sociales de la psicología en la Argentina (1890-1955). Secretaría de Investigaciones, Facultad de Psicología, Universidad de Buenos Aires. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Equipo de Investigación UBACyT: Circulación, recepción y transformación de saberes de la psicología, psiquiatría y psicoanálisis en la Argentina (1900-1993).

RESUMEN
El objetivo del artículo es investigar las diferentes conceptualizaciones de la categoría inteligencia, así como sus instrumentos de medición en relación a las diferencias entre hombres y mujeres en las primeras décadas del Siglo XX. La medición de la inteligencia fue un instrumento que sirvió para definir las posibilidades de adaptación de los individuos, bajo las consideraciones científicas de sus capacidades y el establecimiento de cierto orden social que fuese útil para el progreso de la Nación. La mujer aparece señalada como un ser de menor inteligencia que el hombre y por ello debía ser sometida a actividades sin exigencias creadoras, similares a aquellas llevadas a cabo por los individuos con retraso mental. Por debajo de esta discusión, subyace la polémica sobre la predominancia del ambiente por sobre los factores heredados y constitutivos, no sólo en términos etiológicos, sino también respecto de las posibilidades de la educación como una forma de mejora del nivel de inteligencia de la población.

Palabras clave:
Inteligencia - Género - Historia de la Psicología

ABSTRACT
The aim of this article is to investigate the different conceptions of intelligence and its measurement in relation to intellectual level of men and women in the first decades of the 20th century. Classification could predict the future adaptation to society of affected individuals considering the scientific consideration of their capabilities and establish some social order, useful for the progress of the nation. Women appear as having lower intelligence than men: therefore, should be subject to activities which did not require creativity or ideation, like those carried by individuals who suffered from mental retardation. Beneath this discussion, lies the controversy over the prevalence of environment over inherited traits; not only to establish etiological factors, but also because of the possibility to turn to education as a way of improving the level of intelligence of the entire population.

Keywords:
Intelligence - Gender - History of Psychology

Introducción.
El presente trabajo se dedica a indagar las relaciones entre la noción de inteligencia y las diferencias de género, recuperando sus condiciones históricas de producción. La importancia de las diferencias entre hombres y mujeres ha sido un tema de larga data en las preocupaciones de la comunidad científica. Desde los estudios psicológicos, las particularidades de los diferentes sexos, han delimitado también diferentes rolesfamiliares, sociales y políticos para hombres y mujeres. Fundamentalmente han venido al auxilio de la justificación de la diferenciación sexual del trabajo; definiendo caracteres de normalidad que, de algún modo, se orientan hacia un orden social determinado. El discurso psicológico de fines de siglo XIX y principios del XX, estuvo íntimamente ligado al naturalismo, al positivismo y al evolucionismo, lo cual sirvió para establecer diferencias naturales y echar una mirada objetiva sobre esas diferencias, no solo de género sino también entre grupos sociales. La objetividad científica perseguida por la psicología brindó un marco de referencia para una sociedad considerada aceptable y, sumándose al discurso médico, estableció fronteras para las posibilidades y responsabilidades de la mujer. En este sentido, la vinculación femenina a la familia y las tareas domésticas siempre se ha encontrado presente, como modo de propiciar un linaje favorable y fuerte, centrado en la fortaleza y mejora de la población.
La categoría de inteligencia permitió definir, a su vez, una serie de intervenciones sobre el orden social que fueron solidarias con el proyecto de constitución del Estado Nación argentino. Con una clase dirigente preocupada por la heterogeneidad de su población y con un claro proyecto basado en el orden racional de las poblaciones, los cambios en la definición de la inteligencia -como categoría psicológica- estuvieron atravesados por estas problemáticas.
En este marco, interesa mostrar la vinculación del discurso científico sobre la mujer en tanto portadora de las herramientas para formar en su vientre y con sus bellas y delicadas características, una sociedad triunfal, o, por el contrario, con sus bajezas e inferioridad mental(es) femeninas, llevar a la población a la ruina, producto, a su vez, de una inapropiada tutela masculina.

La historicidad de las categorías psicológicas.
Tal como lo plantea Kurt Danziger (1997), las categorías psicológicas deben ser pensadas teniendo en cuenta su historicidad en tanto el enfoque de la historia crítica se basa en la búsqueda de relaciones indisociables entre el ámbito de producción de saberes y la de un marco social que le da sentido.
Al indagar históricamente la categoría de inteligencia, la misma podría definirse por el modo en que la comunidad intelectual establece acuerdos o convencionalismos para determinar su carácter y alcance. Sin embargo, Danziger advierte que, aunque los psicólogos son convencionales en la definición de sus conceptos teóricos, actúan como un naturalista inocente respecto de los dominios que sus teorías tienen la intención de explicar. Tienden a proceder como si las categorías corrientes representaran clases naturales. En ese sentido, los usos históricos -y actualesde la inteligencia tienden a suponer una homogeneidad conceptual que es, en realidad, una operación ideológica sobre los conceptos psicológicos. De este modo, y en función de su correlación con las estructuras biológicas, las categorías psicológicas han sufrido de un proceso sistemático de naturalización.
A partir del análisis de fuentes primarias de principios del siglo XX en la Argentina, se pretende recuperar el proceso de producción de saberes psicológicos propios de la época, destacando el modo en que se van re-estructurando estos saberes, teniendo en cuenta los modelos legitimantes de ciencia subyacente.
En el caso del campo educativo-psicológico, puede verse cómo ha ido cambiando la forma en que se pensaba no sólo la categoría de inteligencia, sino su forma de medición. Así, la puesta en práctica de una tecnología de lo mensurable, dependía también de los modelos imperantes en la conceptualización de la psicología como disciplina y los usos de estos saberes, teniendo en cuenta su dimensión tecnológica (Rose, 1996). Tal como lo plantea Danziger (1997) “los mecanismos de medición psicológicos generan productos a los que se asignan nombres. La mayor parte del tiempo, los términos del uso común son empleados con este propósito, pero en último análisis es únicamente la operación de medida la que define el significado científico del término” (p. 7). En el caso analizado, es importante destacar el modo en que la categoría inteligencia se basa en su utilización en el medio social, así como en sus formas de medición. De esta forma, se invertiría el orden de definición: son las pruebas de medición de inteligencia las que terminan definiendo el concepto mismo.

Mediciones antropométricas.
Una de las corrientes teóricas con mayor desarrollo en los primeros años del siglo XX para la exploración de este tema fue la craneometría y sus derivaciones a partir de las mediciones antropométricas. Si bien las primeras consideraciones sobre las pruebas de inteligencia -desarrolladas por Alfred Binet y Théodore Simon en Francia y por Sante de Sanctis en Italia- aparecieron en nuestro país a partir de 1905, las discusiones llevadas a cabo por los intelectuales argentinos en el campo de la educación estuvieron ligadas en su gran mayoría a abordajes biológicos y medidas anatómicas. Estas ideas habían surgido en Europa, de la mano de Paul Broca con la práctica de la medición craneana y se extendieron en el ámbito médico desde fines del siglo XIX y principios del siglo XX (Gould, 1988).
Entre los autores más destacados en el estudio de la temática de la inteligencia en nuestro país se encontraba José Ingenieros. En su artículo “Los signos físicos de la inteligencia. Investigaciones de psico-antropología escolar” (1906a), planteaba que el cerebro era la condición de la mentalidad y que, por lo tanto, a mayor nivel de inteligencia correspondía un cerebro más desarrollado y complejo. Siguiendo este postulado teórico, su modo de medición debía realizarse a través del establecimiento de un valor que correspondiese al del volumen cerebral. Sin embargo, el autor consideraba que este método no podía considerarse como una regla rigurosa, sino que había que evaluar cada caso particular según este criterio: el volumen cerebral podía también verse influido por la acción de alguna patología u otro factor externo. Es importante destacar que, para este autor, un mayor desarrollo y complejización del cerebro, implicaba una inteligencia mejor o más evolucionada, por lo que puede apreciarse el influjo de la teoría evolucionista spenceriana. A partir del pensamiento de Herbert Spencer (1885/1900) -bajo el cual se considera que el progreso social está íntimamente relacionado con el desarrollo biológico- puede establecerse una escala jerárquica en la que ciertos hombres tendrían un mayor nivel intelectual que otros en función de una constitución biológica particular. Así como se sostenía esta fundamentación de corte naturalista, tenía que tenerse en cuenta que la utilidad de las conductas y de las funciones psicológicas en la lucha por la existencia era la que determinaba estas diferencias biológicas.
En este mismo artículo, Ingenieros justificaba la elección de la medición craneana, fundamentada por el simple juicio de las obras de los grandes hombres y sus medidas correspondientes. De este modo, sostenía que,

el cerebro del europeo es más voluminoso que el del negro y el del australiano, los cuales, son generalmente menos inteligentes que él.
Además, el cerebro de los hombres que se han distinguido en las ciencias y las artes suele pesar más que el de los hombres vulgares, según estadísticas bien conocidas y dignas de crédito á [sic] pesar de su relativa imprecisión (p. 162).

Según las fuentes analizadas, y entendiéndolas según el modelo médico que marcó las intervenciones psicológicas de las primeras décadas del siglo XX, las diferencias psico-biológicas permitían pensar el parámetro de normalidad-anormalidad en términos de déficit. De este modo, se debían articular ciertas estrategias de intervención en función de tales parámetros: desde el diagnóstico diferencial temprano a la rehabilitación o re-educación de los anormales en caso de ser posible. Para poder efectuar esta diferenciación, tenían que analizarse la incidencia de los factores constitucionales de la inteligencia, así como el influjo del medio biológico y social.

Herencia y Ambiente. El papel de la educación.
Junto con el carácter constitutivo de las estructuras biológicas, las fuentes presentan un importante debate respecto del impacto de variables ambientales que pudiesen tener efectos sobre el volumen cerebral, y, por lo tanto, sobre el nivel intelectual. Así, se planteó la discusión sobre los factores etiológicos de ciertos retrasos en el desarrollo de la inteligencia y cuáles eran las medidas necesarias para abordar estos casos.
La inteligencia era definida como la capacidad natural del ser humano para establecer relaciones entre los conocimientos, lo que planteó ciertas consideraciones para acometer el problema de la enseñanza y educabilidad de los niños normales y aquellos considerados anormales.
El debate sobre la educabilidad abrió entonces un matiz de discusiones acerca del influjo de la herencia por sobre la influencia del ambiente. En la primera década del siglo XX el argumento en favor de la primacía de la herencia se encontró supeditado a las condiciones ambientales: si bien jugaba un importante papel en la constitución psíquica de un sujeto, las condiciones materiales de existencia podían llegar a determinar el nivel de desarrollo alcanzado por ese mismo individuo, así como en el tipo y nivel de educación a las que debía acceder. En otro artículo de Ingenieros, “Nuevos estudios de psicología pedagógica” (1905), se hacía explícita tal distinción y se planteaba que la inferioridad física y mental de las clases desfavorecidas estaba estrictamente ligada a sus condiciones materiales de vida. Este argumento permitía también llamar la atención sobre las políticas públicas que pudiesen mejorar esas condiciones en las heterogéneas poblaciones de las nuevas y grandes ciudades de nuestro país.
En contraposición a una mirada predominantemente hereditarista, se destacaba que aquellos niños con un nivel intelectual bajo aún eran pasibles de ser educados ya que conservaban ciertas aptitudes que les serían útiles para adaptarse, en mayor o en menor medida, al mundo social.
Tal como fue mencionado anteriormente, el criterio de utilidad social era el rector de las intervenciones respecto de la educabilidad de los niños: el tipo de aprendizajes que debían emprender las escuelas –tanto las dedicadas a los niños anormales como al resto de la población infantil- debían estar ligadas, no sólo a la serie de actividades que fuesen a realizar en su vida adulta, sino también en relación con el desarrollo de la Nación Argentina y de la lucha por la existencia. Por ejemplo, se subrayan las habilidades de ciertos anormales respecto de su memoria o de la música y sus aptitudes para el trabajo manual (Zolezzi de Bermúdez, 1900; Binet, 1907).
Por otra parte, según los especialistas, la buena memoria era lo que garantizaba la capacidad de los sujetos de incorporar nuevos contenidos a pesar de que se tratase de meras repeticiones sin un verdadero proceso mental que implicara novedad, es decir, inteligencia propiamente dicha (Zolezzi de Bermúdez, 1900). Se pensaba, entonces, que el desarrollo de las facultades psicológicas de todos los niños dependía tanto de sus capacidades constitutivas como del ejercicio en el ámbito escolar y hogareño:

La memoria reclama su tiempo en el horario de la[s] escuelas y en la vida ordinaria (…), sino se ejercita convenientemente, mal puede poseérsele. Se la ejercita por las frecuentes percepciones de las cosas aprendidas, por la repetición de sus propios éxitos” (“La memoria”, 1902, p. 1013).

La exploración de las aptitudes conservadas por los sujetos cobró especial importancia en tanto permitía el incremento de ciertas áreas mentales que serían luego útiles para su adaptación: “El primer estudio del maestro debe ser dirigido, pues, á [sic] determinar cuál es el patrimonio del niño, para aumentarlo después gradualmente, siguiendo un orden dado” (Ingenieros, 1906b, p.200). De todas formas, es preciso tener en cuenta que tanto los estudios de aptitudes y de inteligencia efectivamente llevados a cabo, tuvieron un valor de tipo estadístico y no estuvieron centrados en los resultados individuales (Talak, 2005).
En este mismo sentido, pueden comprenderse los debates sobre la necesidad de clases especiales para la educación de aquellos niños que presentaran algún tipo de retraso intelectual, pero que pudieran aún beneficiarse de la educación (Molinari, 2015). Este tema requirió la atención no solo de maestros, sino también de médicos, abriendo paso de esta manera a una incipiente pedagogía médica que pudiera hacerse cargo de esta problemática (Revue Pedagogique, 1906).

Educabilidad de anormales y mujeres.
Junto con estas discusiones, otros artículos de la época planteaban, a su vez, el problema de las diferencias de género como uno de los factores a considerar al referirse a las capacidades intelectuales de la población. Con afirmaciones como “la diferenciación sexual en el rostro más o menos marcada determinan también caracteres diversos en la mentalidad” (Rachou, 1909, p. 128), comenzaron a aparecer cuestionamientos sobre la educabilidad de las mujeres y sobre su ubicación en esta jerarquía intelectual caracterizada por la supremacía del varón, adulto blanco.
Así, se planteaba cierto paralelismo entre el nivel intelectual de una mujer considerada normal y un varón con retraso intelectual, tanto en las caracterizaciones físicas como en el tipo de educación planteado para ambos. A partir de las mediciones llevadas a cabo en la época, se encontró una diferencia entre la masa encefálica de los varones menos inteligentes y la de las mujeres más inteligentes… a favor de los varones. Esta diferencia, por menor que fuese, permitía justificar el déficit de la inteligencia femenina, así como su exclusión de la vida pública en favor de las tareas domésticas o prácticas de menor valor relativo para las élites dirigentes.
La mujer era considerada como un ser inferior al hombre bajo la justificación de una diferencia en la constitución física. Esto no estaba solamente relacionado con cierta debilidad de fuerzas que le impedirían realizar determinadas labores, sino que también había una diferencia cerebral en cuanto a peso y tamaño que la posicionaban en un escalafón inferior respecto de sus capacidades intelectuales (Ingenieros, 1906a). La obra de Rodolfo Senet sobre las diferencias entre hombres y mujeres descansaba sobre este mismo punto. En aras de formular una opinión imparcial sobre los diferentes atributos de los sexos, el recurso a la biología y la fisiología brindaba una herramienta aparentemente inquebrantable de objetividad. Entre otras cosas, se planteaba que el menor peso cerebral de la mujer implicaba una correspondencia con su papel biológico (Senet, 1912). A partir de esta caracterización, la condición de ser mujer era determinante a la hora de asignar ciertos roles sociales, en función de un déficit intelectual, obturando la discusión respecto de los valores morales y sociales puestos en juego detrás de este razonamiento.
Por otra parte, Víctor Mercante -pedagogo de la Universidad Nacional de La Plata- también utilizó la medición cerebral como un índice de medición de inteligencia, aunque de un modo accesorio. Así, señalaba que se podían encontrar claras diferencias entre varones y mujeres, no sólo en los términos cuantitativos, sino también en relación al modo de desarrollo y a ciertos aspectos cualitativos. Mercante planteaba que, si bien en los primeros años de vida el crecimiento de la región anteroposterior del cerebro era similar en ambos sexos, a partir de los dieciséis años se producía de modo mucho más veloz en los varones, por lo que las mujeres quedaban en un estado de infantilización. En ese sentido, al cotejar los datos correspondientes a los valores de crecimiento relativo de los diámetros anteroposterior transversales y cigomáticos del cerebro entre jóvenes de edad escolar, notaba que en los hombres se percibía un mayor volumen de masa encefálica, y por lo tanto, un coeficiente intelectual mayor (Mercante & Parkes, 1906).
Más allá de esta diferencia, Mercante se inclinaba por una explicación funcional más que anatómica. Así, sostenía que la niña era más perceptiva y, por lo tanto, era más detallista y podía tener una memoria más desarrollada. Sin embargo, esta característica implicaba un detrimento en sus capacidades creadoras, sosteniendo un lugar más conservador y, por lo tanto, más sumiso para el desarrollo de sus funciones mentales. Al tener un cerebro más pequeño, podían prestarle mayor atención a los detalles por lo que eran más volátiles en el desarrollo de su inteligencia, quedaban en un estadío más infantil. Por otra parte, los varones contaban con un cerebro más pesado lo que les permitía una mayor capacidad de abstracción y, por lo tanto, mayores capacidades para el desarrollo de la lucha por la existencia (Ostrovsky, 2011).
A su vez, la atención puesta en los niños y en la pedagogía, estaba relacionada con el objetivo de salvaguardar la adaptación social y el futuro de la nación. De este modo, es posible atender al entrecruzamiento de lo público y lo privado, ya que tanto la escuela como la familia eran responsables del desarrollo de la infancia normal. La responsabilidad estatal era relevante, no sólo en la educación escolar del niño, sino también al brindar algún tipo de indicaciones familiares para hacer posible el trabajo continuado en el seno del hogar. Este punto resulta importante si se considera el contraste entre una supuesta capacidad natural de la mujer para la maternidad y el hecho de que debía ser educada en esas prácticas maternales, debido a su inferioridad intelectual o su bajo grupo social, que en muchos casos eran términos equivalentes (Briolotti & Benitez, 2014). El acento, entonces, estaba puesto en la posibilidad de educar a ciertos individuos dejando de lado la hipótesis de que un determinismo hereditario no le permitiese al individuo su adaptación social en un futuro.
A pesar de que se diferenciaba el tipo de educación para el caso de niños y de niñas con cierto nivel de retraso, las niñas debían ser educadas en labores domésticas y en la crianza de los hijos, sin importar su nivel intelectual o clase social (Bunge, 1907). Incluso se planteaba que la pobreza intelectual en las mujeres era de orden constitutivo, aunque con la siguiente salvedad: tratándose de clases sociales bajas habría cierta mixtura entre las condiciones heredadas y la deficiencia de un ambiente saludable en el cual desarrollarse (Ingenieros, 1905). De este modo, Ingenieros (1906b) planteaba que la manera de beneficiar el progreso social era asegurándose de que las inteligencias inferiores se dirigieran a tareas menores.
Por otra parte, en una encuesta publicada en El Monitor de la Educación Común (“Inglaterra. Una investigación psicológica”, 1900) a una población de niños ingleses sobre las actividades de hombres y mujeres adultos, puede notarse cierta división sexual del trabajo que daba cuenta del nivel intelectual de ambos: las niñas pensaban que sus tareas estaban más ligadas a la diversión, la crianza de los hijos, y cierta despreocupación por temas político-sociales. Sin embargo, mencionaban una serie de características propias de las niñas que resultaban sumamente importantes: su belleza física, su valor como cuidadoras de los hijos, así como una posición claramente sacrificial ante los varones y el resto de la sociedad. En contrapartida, los varones –y un 30% de las niñas encuestadas- destacaban la importancia de los hombres para la defensa de la Nación, así como su función de sostén familiar.
Esta presentación diferenciada respondía también al tipo de actividades a los que habrían estado expuestos hombres y mujeres a lo largo de los años, definiendo ciertos rasgos fisionómicos particulares. Las actividades domésticas, en el caso de las mujeres, permitían explicar su “epidermis más delicada, porque las costumbres establecen que ella quede en el hogar, mientras que el hombre es el que se encarga de las faenas y ocupaciones diferentes para proporcionarse medios de subsistencia para los suyos” (Rachou, 1909, p. 129).
Siguiendo ese razonamiento, y matizando la hipótesis constitucional, el motivo por el cual la mujer no presentaba un nivel intelectual mayor, se debía a que nunca había sido instruida para ello: “mientras que las costumbres no le exijan a la mujer que ponga en juego sus facultades, como al hombre, el grado de su inteligencia será inferior” (Rachou, 1909, p.129). Del mismo modo, y en función de la incipiente profesionalización de las mujeres como maestras, se recomendaba a las mujeres estar muy atentas a su formación de modo permanente, así como el cumplimiento de sus funciones como sostén afectivo de los niños en edad escolar (Robin, 1903).
A su vez, la educación de la mujer también era planteada como una manera de fortalecer el vínculo con el hombre: “El marido no podrá nada, permanecerá como anulado, si su compañera no ha sido educada en la misma comunidad de ideas y de sentimientos y mucho más, si su esposa tiene una concepción opuesta de la vida y de sus deberes” (Peyret, 1907, p. 396).
Teniendo en cuenta estas consideraciones, unos años más tarde se encuentran diferencias de género en lo que respecta a la definición del término. Gina Lombroso de Ferrero (1926), médica italiana e hija del célebre criminólogo César Lombroso, trabajó sobre las diferencias de la inteligencia en varones y mujeres. En un estudio sobre el hombre y la mujer adulta, la autora planteaba las diferencias en la organización de la mente de varones y mujeres en función de la relación entre ambiente y estructuras biológicas.
Las diferencias entre hombres y mujeres podían pensarse en términos de modalidades distintas de funcionamiento de la mente, teniendo en cuenta, a pesar de ello, una identificación entre la diferencia y el déficit. Al mismo tiempo que la inteligencia era definida como la capacidad de asociación y organización de las ideas, en la mujer este vínculo era considerado como mucho más lábil ya que la fantasía cumplía un papel preponderante: “en ella las asociaciones de ideas es mucho más rápida, variada y viva que en el hombre (…) esta asociación de ideas, que es continua en la mujer informa e impregna toda su vida de acción” (Lombroso de Ferrero, 1926, p.111). Sin embargo, esta vivacidad era pensada en términos negativos:

Un hombre trabaja, estudia, obra por motivos determinados, y después de haber valorado el pro y el contra de sus acciones, podría elegir el camino para llegar al fin determinado al que quiere llegar y llega. Difícilmente se detiene en su camino; difícilmente varía su plan (...) El razonar, el obrar después de un plan preestablecido es al contrario opuesto al instinto de la mujer (Lombroso de Ferrero, 1926, p. 112).

Mientras el hombre -y, en ese mismo sentido, el niño en formación escolar- se erigía como el paradigma de la racionalidad, la inteligencia de la mujer se basaba en su intuición y observación, así como en las asociaciones fugaces y lábiles de sus ideas y no en planteos lógicos o razonamientos. Es por ello, que, en función de una planificación racional de la sociedad, se recomendaba que los varones normales eligieran profesiones que apuntaran al sostén de la familia, y a la defensa y constitución de la Nación Argentina.

La educación universitaria de las mujeres.
El problema de la enseñanza universitaria de las mujeres y su pertinencia fue también objeto de discusión. Si bien algunos autores sostenían que las mujeres eran capaces de participar en la vida pública y política con las mismas habilidades que los hombres (Sagarna, 1907), los verdaderos beneficios de esta orientación estuvieron sujetos a debate. En un artículo sobre el problema de la coeducación de los sexos (“La coeducación de los sexos y las aptitudes de las mujeres”, 1904) se reflejaba esta discusión mediante una pequeña investigación en distintas universidades de Europa. Si bien se sostenía que la educación superior femenina no presentaba graves inconvenientes, tampoco podía afirmarse que trajese beneficios significativos: o bien la mujer regresaba a “su vocación puramente femenina” al finalizar sus estudios; o bien no demostraban un “pensamiento creador independiente” (p. 721). Además, en aquellos casos en que se sostenía que las mujeres deberían asistir a la universidad, aparecían ciertas preocupaciones respecto de la posibilidad de la virilización de la mujer. Cabe aclarar que los mecanismos explicativos tanto ambientales como constitutivos seguían siendo clave, y debía tenerse en cuenta que a pesar de

la milenaria exclusión de que la mujer ha sido objeto, respecto de los trabajos intelectuales, estratificando las facultades inferiores puestas en ejercicio y limitando la amplitud y evolución de las superiores excluidas (recordemos nuevamente que la función desarrolla y hasta crea al órgano y su no-ejercicio lo atrofia) (...) aun en el campo reducido y estrecho de las excepciones, las mujeres han demostrado capacidad intelectual en alto grado (Sagarna, 1907, p. 326)

Recordando la explicación del aumento del tamaño cerebral en relación con el incremento de nivel intelectual, se dibuja una clara problemática en los argumentos sobre la educabilidad y la influencia del ambiente sobre lo heredado. De este modo las mujeres podían acceder a la educación superior bajo ciertas condiciones particulares en las que se tuviese en cuenta su naturaleza femenina.
Tal como se verá en el siguiente apartado, puede encontrarse una diferencia significativa entre las condiciones de educabilidad y el tipo de educación de las mujeres; y el desarrollo de estas posibilidades en el caso de los retrasados mentales.

Más allá de la antropometría. Cambios en los usos y ámbitos de aplicación.
A partir de 1920, los especialistas argentinos comenzaron a dar mayor importancia a las pruebas de inteligencia referidas a la escolaridad y la clasificación de los niños según sus capacidades. Este punto puede ser ilustrado por la cantidad de artículos publicados en El Monitor de la Educación Común con respecto a este tema, e incluso la aparición de artículos similares en revistas criminológicas desde las dos primeras décadas del siglo XX hasta los años 40. Desde inicios del siglo, una profusa producción de escritos puede encontrarse en las publicaciones especializadas de la Argentina en los que se desarrolló una gran preocupación por la medición de la inteligencia en los niños y respecto de los temas ligados a la intervención sobre la infancia. Estos fenómenos formaron parte de la agenda de problemas sociales que posibilitaron la recepción y circulación de saberes y técnicas francesas, italianas y norteamericanas sobre el tema. Sin embargo, debido a la escasa validez de los resultados obtenidos, los estudios centrados en la craneometría fueron considerados obsoletos. De este modo, las ideas del ámbito anglosajón y galo fueron replicadas en las páginas de las publicaciones argentinas en un claro sentido renovador: “en los viejos días habría bastado una mirada para clasificar al muchacho entre los de inteligencia debajo de lo normal pero actualmente se ha desarrollado una «ciencia de medición» que tiende a prevenir los juicios precipitados” (Hines, 1927, p. 40).
En este sentido, comenzaron a considerarse las escalas que englobaran diversos aspectos que pudiesen influir en las capacidades mentales de los individuos y se desestimaron aquellas centradas en la medición de la sensación y las funciones psicológicas como la atención y la memoria, ya que se suponía que eran sumamente parciales. Así, los especialistas locales adhirieron a una definición de la inteligencia que resultó convergente y se reunieron criterios que resultaron en una medida única para determinar el grado de adaptación del individuo a los estándares definidos como normales para la sociedad moderna: la escala de Binet-Simon y su posterior reformulación en Stanford (Patrascoiu, 1921; Ciampi, 1922; Nelson, 1929).
La revisión y transformación de la escala de Binet en los Estados Unidos, y su difusión en la versión de Stanford-Binet, implicó la obtención de un valor de cociente intelectual o CI, consistente en la división de la edad mental -obtenida mediante el test- por la edad cronológica del sujeto. Tal como fue realizado por psicólogos norteamericanos, el CI permitió el desarrollo de estudios estadísticos más amplios, lo que llevó a la confección de un grafo de distribución normal. Uno de los aspectos que pueden señalarse sobre esta modificación es que, si bien Binet daba importancia a la herencia, también se apoyó en propuestas pedagógicas como modo de lograr una mejora en los individuos afectados. En cambio, muchos psicólogos norteamericanos se basaron casi exclusivamente en componentes hereditarios. De este modo se abría un campo de discusión sobre el destino de los sujetos con algún tipo de retraso mental, en el que abogaban por una escasa posibilidad de mejora de los individuos afectados.
Por otro lado, algunos especialistas como el canadiense Henry Addington Bruce (1923), consideraba que, si bien las causas congénitas eran de gran relevancia, también lo eran factores como la escasa nutrición, la falta de ejercicio al aire libre y la falta de ventilación adecuada que podrían influir en el nivel intelectual.
En la Argentina se consideró, tal como fue mencionado anteriormente, que los factores ambientales eran sumamente relevantes. Entonces, si bien las propuestas no dejaban de tener un sesgo naturalista de impronta hereditarista, la predominancia ambientalista era clara. Sólo a través de la coordinación de diversos actores sociales podían implementarse una serie de políticas tendientes a la prevención de una posible desviación: trabajadoras sociales, consultorios externos, maestros de escuela primaria y médicos (Ciampi, 1922).
En consonancia con esos planteos, Gonzalo Rodriguez Lafora (1927), eminente médico español leído por especialistas argentinos, propuso la creación de escuelas al aire libre, colonias marinas o de montaña, clases especiales, casas de trabajo, de corrección penales, escuelas penales, entre otras. Su objetivo era poder brindar una mayor personalización en las intervenciones, la adecuación a las posibilidades de cada alumno, teniendo en cuenta la importancia del inicio temprano de la escolaridad, así como la enseñanza de hábitos de labor pertinentes al diagnóstico. Esto se justificaba por la capacidad para las labores manuales en contraposición al déficit en la intelectualidad. Por otra parte, al trabajar sobre la aplicación de los tests mentales en ámbitos más amplios que el escolar, el especialista en inteligencia, Harlan C. Hines (1927) planteó su importancia para evaluar la agilidad mental de los sujetos que ingresaban al mercado laboral. En los Estados Unidos, la expansión del capitalismo impulsó el desarrollo de teorías y técnicas psicológicas en función de desarrollar tecnologías adecuadas para la clasificación y capacitación de los trabajadores (Danziger, 1997). De esta manera puede verse el modo en que este instrumento de medición se utilizó para fines que no eran los que originalmente se habían propuesto. Sin embargo, esta aplicación no estaba exenta de críticas ya que se planteaban ciertas limitaciones de las mismas a la hora de evaluar el temperamento de los trabajadores en relación con la idoneidad para sus tareas.
En este punto es preciso detenerse sobre la división sexual del trabajo y el modo en que las mediciones sobre la inteligencia, ya separadas de la craneometría, fueron utilizadas como explicación de este fenómeno. En primer lugar, muchas de las caracterizaciones del mundo del trabajo -referidas tanto en las situaciones de aplicación de los tests como a las situaciones hipotéticas planteadas por las técnicas de medición- se correspondían con una división entre las tareas esperables para hombres y mujeres, en función de una marcada división sexual del trabajo: una vez más, los hombres en el ámbito público, las mujeres en el ámbito doméstico. Esta diferenciación, retomada en los análisis de lrene Meler (2012), plantea la persistencia de un modelo de división de tareas entre los sexos que sería estructurante de la sociedad capitalista desde fines del siglo XIX. Si bien Hines no desestimaba las tareas de la economía doméstica como un ámbito de desarrollo de la inteligencia, sí planteaba que se solía establecer una diferencia de la formación según los resultados de los tests. De este modo, si el niño tenía resultados mediocres en las pruebas de lógica o matemáticas no debía descartarse la enseñanza de la cocina, las artes y la costura como una segunda o tercera opción. En ese sentido, la grilla del déficit vuelve a aparecer como un modelo explicativo de las diferencias entre hombres y mujeres, entre lo normal y lo que no lo es.
Más allá de esta grilla interpretativa, sin embargo, Hines advertía que debía dedicarse mayor tiempo al estudio de esas actividades ya que no suponían, necesariamente mediocridad o, incluso, debilidad mental.
La evaluación de las mujeres estaba mayormente ligada a la consideración de su sexualidad más que cualquier otro factor. En este sentido, su clasificación no solo era importante para poder definir su lugar en la sociedad junto al hombre sino también para poder prevenir los peligros que le aguardaban, especialmente a la población femenina. Al respecto, Ernesto Nelson (1920), profesor de la Universidad Nacional de la Plata, afirmaba que la mujer retardada y su falta de juicio la volvía un blanco fácil para las agresiones sexuales. Esto representaba una de las amenazas más serias para la población, ya que aquella mujer llevaba en su vientre la posibilidad de perpetuar su anormalidad.
La posibilidad de adaptación al mundo laboral, con todas sus limitaciones, se contraponía a una mirada puramente hereditarista que sostenía la intervención quirúrgica y el aislamiento para evitar la propagación del retraso mental. En la Argentina, muchos autores se opusieron a este último enfoque, ligado a un tipo de eugenesia negativa, y por lo tanto, centrado en la exclusión y las técnicas médicas de esterilización. Por el contrario, y en consonancia con un proyecto eugenésico positivo, sostuvieron el lugar de las intervenciones médico-pedagógicas como única solución (Molinari, 2015).

Consideraciones finales.
A partir de la realización de este recorrido histórico se ponen de relevancia las diferencias en los modos de definición de la inteligencia y cómo ello ha influido en los distintos modos de medición. Estas cuestiones están marcadas no sólo por contextos científicos subyacentes sino también por diversas prácticas sociales, tal como lo demuestra su aplicación en los ámbitos escolar y laboral.
El naturalismo y el evolucionismo cumplieron un papel preponderante en la definición del término y las medidas tendientes a su objetivación y búsqueda de validez. Las distintas variaciones que sufrió el concepto, y las consecuentes modificaciones en la forma de medición, habrían respondido no sólo a los cambios teóricos subyacentes sino a la preocupación por el problema de la anormalidad en la población argentina. Además, es preciso destacar que las diferencias en cuanto al género pusieron de relieve las consideraciones sociales y culturales a la hora de demarcar un propósito válido para la utilización de las técnicas. Por otra parte, la categoría de inteligencia fue utilizada como un elemento más de naturalización de las diferencias y de la superioridad de los hombres respecto de las mujeres.
Debido a que el rol que las mujeres tenían que cumplir en la sociedad debía ser justificado científicamente, la pretensión de naturalidad y neutralidad científica acarreó una serie de problemas ligados a la dimensión valorativa bajo la cual se invisibilizaron ciertos a prioris en la construcción de conocimiento. A través de las medidas de inteligencia, se intentó explicar el menoscabo de la mujer frente al hombre y en este proceso se produjo un cierto paralelismo con los retrasados intelectuales.
Aun así, la equiparación de la mujer con el varón con un nivel intelectual menor, encontraba ciertos límites: si bien el tipo de tareas planteados para ambos descansaba sobre su posibilidad de realizar trabajos manuales que no implicaran actividad creativa sino reproductiva, se vislumbraban argumentos en favor de una mayor instrucción de las mujeres para poder elevar su nivel intelectual. Por otra parte, esta alternativa no parecía existir para los anormales ya fueran hombres o mujeres. Si bien ambos grupos presentaban constituciones cerebrales deficientes, salvo en determinadas excepciones, no se esperaba que los niños anormales alcanzaran un nivel mental pleno.
Además, podría decirse que el estudio de las mujeres en comparación con los retrasados resulta de utilidad para abrir otro plano dentro del debate “herencia-ambiente” que se sostenía en esos años y que atravesó las discusiones respecto de las facultades mentales de hombres y mujeres de la época. La posibilidad de comparar el modelo craneométrico con las pruebas psicométricas posteriores permite observar el cambio en la concepción del término, ya que se despegaba de su faceta anatómica, ligada al ejercicio corporal basado en el modelo lamarckiano, para dar lugar a un ejercicio mental con mayor influencia de la educación y el ambiente inmediato. Esta diferenciación fue funcional para el diagnóstico y la prevención temprana.
La consideración de la mujer, según este modelo, permitiría entonces, sacar provecho de su mentalidad limitada para servir a la constitución de la Nación Argentina en función de un proyecto de racionalidad científica. De este modo, el avance en las técnicas de medición de la inteligencia y su utilización en los niños, varones y mujeres permitió una argumentación científica de un proyecto político de orden racional de la sociedad. En ese mismo sentido, el proceso de reificación de las categorías psicológicas, ligado a su traducción a un lenguaje científico, se imponía como una necesidad para la puesta en juego de prácticas expertas que interviniesen sobre el tejido social.

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Fecha de recepción: 31 de mayo de 2016
Fecha de aceptación: 25 de octubre de 2016

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