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Avá

On-line version ISSN 1851-1694

Avá  no.16 Posadas Jan./July 2010

 

ARTÍCULOS

El compromiso profético de los antropólogos sociales argentinos, 1960-1976.

 

Rosana Guber*

* Antropóloga Investigadora CONICET-IDES. E-mail: guber@arnet.com.ar.

Fecha de Recepción: Enero 2009
Fecha de Aprobación: Marzo 2009

 


Resumen

Norbert Elias señalaba que calificar a las investigaciones según su grado de compromiso o distanciamiento de los objetos de estudio, es parte de los valores en tanto juicios prácticos que los intelectuales empleamos en el desarrollo de nuestra actividad. La profusa invocación al compromiso en la antropología latinoamerican, habla de lo que quienes lo invocan desean hacer con sus antropologías, y también de cómo este ideal nos ha modelado a los antropólogos. En este artículo muestro las formas y razones antropológicas y específicamente argentinas por las cuales la "antropología social" y el "compromiso" se constituyeron recíprocamente en el sentido común de nuestra subdisciplina en la Argentina. un doble posicionamiento—político-universitario y epistemológico—de un sector de los antropólogos argentinos que caracterizaré como profético.

Palabras clave: Historia de la Antropología; Argentina; Compromiso; Profetismo; Intelectuales.  

Abstract

According to Norbert Elias, to qualify research according to its degree of commitment to, or detachment from its objects, is a practical value that intellectuals use in pursuing their job. Current references to commitment (compromiso) by Latin American anthropologists, talk about those colleagues' perspectives on anthropology, and also about the ways in which such a notion has modeled them as anthropologists. Here I examine how and why Argentine anthropologists have made of "social anthropology" and "commitment" the backbone of their discipline in Argentina, both in university politics and in academic work in the 60-70s. I also suggest that anthropological debates on prophets and prophetism may cast some light upon this process.

Keywords: History of Anthropology; Argentina; Commitment; Prophetism; Intellectuals.


 

Corría el año 1986. Entre el 6 y el 9 de agosto reunimos en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, al II Congreso Argentino de Antropología Social (CAAS). Fue un encuentro imponente en la institución matriz de la licenciatura en Ciencias Antropológicas de la capital argentina. Vinieron antropólogos de la UNAM de México, del Museu Nacional de Río de Janeiro, del IFCS y Brasilia, de l'Ecole des Hautes Etudes, además de muy queridos y nunca olvidados colegas argentinos que residían en el exterior desde los años de plomo (Beatriz Heredia, Hebe Vessuri, Santiago Bilbao, Rita Segato, entre otros). El espíritu de encuentro y reencuentro de aquellas 800 personas entre estudiantes, graduados, profesores e invitados especiales, permeaba los paneles, los simposios, los grupos de trabajo, y sobre todo los cafés de los alrededores. Las sesiones se desarrollaron normalmente, salvo por una huelga del personal de maestranza, que en la jerga gremial-universitaria argentina se llama "no docentes". Conforme pasaban los días crecía la basura, se inutilizaban los baños y apenas se podía acceder a diversos recursos expositivos, desde la tiza hasta los proyectores y micrófonos. En este clima, había sesionado un panel el jueves por la noche que trataba el probable traslado de la capital argentina de Buenos Aires a Viedma, capital de la provincia de Río Negro, sobre el litoral atlántico nordpatagónico. La estruendosa oposición de un grupo de estudiantes a lo que entendían como una intromisión del partido gobernante en lo que debían ser otras prioridades para la agenda antropológica, nos obligó a los organizadores a buscar un sitio alternativo que hallamos en el salón de actos de la vecina Facultad de Odontología. Era la tercera jornada del Congreso y ya sonaban de manera insistente los chismes clasificatorios acerca de quienes sostenían líneas teóricas genuflexas, perimidas o autoritarias, quiénes eran los etnólogos para participar de "nuestro Congreso", y cómo diferenciar a funcionalistas de marxistas, y a sistémicos de estructuralistas y fenomenólogos.
Así llegamos al cierre. La clausura del II CAAS tuvo lugar el viernes al anochecer en el anfiteatro de la Facultad de Bioquímica y Farmacia, a la vuelta de Filosofía y Letras que ya era un basural sin remedio. Se dijeron palabras alusivas, se leyeron las conclusiones de cada comisión y se hizo una evaluación general, en un clima de desatención constante. Terminaba el primer congreso de antropología social convocado en democracia desde el cambio de gobierno del 10 de diciembre de 1983 (el primer CAAS había sido en Posadas, Misiones, en agosto de 1983). Había mucho por celebrar y tanto argentinos en el país y en el exterior como extranjeros visitantes nos habíamos reunido para eso. Pero el malestar era evidente y contradecía todo espíritu celebratorio. Fue entonces que una colega del público se puso de pie y pidió la palabra.
-Quiero recordar a nuestros colegas y compañeros asesinados y desaparecidos en la última dictadura militar! Los asistentes contestábamos con un -Presente, a cada nombre, mientras desde otros puntos del auditorio surgían más voces con sus aportes. Así fue el cierre del II CAAS: aplauso sostenido y unánime; abrazos y lágrimas, communitas, duelo y reintegración.           
Nunca volví a sentir este clima en nuestras reuniones académicas. El congreso siguiente, en 1990, estuvo repleto de declaraciones y contradeclaraciones, "personas no gratas" y manifiestos contra el funcionalismo y el colonialismo, defectos que, por cierto, se consideraban generosamente repartidos en la antropología argentina. El congreso coincidió, además, con la muerte de la primera antropóloga social argentina, Esther Hermitte, quien falleció repentinamente en su departamento de Buenos Aires y no en un hotel de Rosario donde se llevaba a cabo el congreso, al cual no había asistido probablemente por desacuerdos organizativos. De modo que uno podría suponer que 1986 había sido, en este sentido, la fundación de la antropología social como disciplina institucionalizada, y desde entonces otra sería nuestra historia: la expansión de áreas y líneas de investigación, la conformación de equipos de trabajo y la organización de facciones, fusiones y fisiones, las habituales peleas por los subsidios y los puestos de evaluación, la valorización de los postgrados, la competencia por los cargos docentes en los cada vez más desaventurados concursos universitarios, y todo lo que hace a un campo Bourdieuano en el mejor y en el peor sentido de la palabra. La clausura del II CAAS había sido un turning point o punto de inflexión en que nuestra disciplina de Buenos Aires pasó de la etapa heroica a la institucional. El dramatismo de este pasaje tenía sus fundamentos en la trayectoria de quienes se proclamaron por su práctica o discurso como "antropólogos sociales", pero su extraordinaria potencia radicaba en la apelación a un símbolo mediante el cual la antropología social se presentaba como una disciplina distinta, pujante y continua, pese a sus avatares. Ese símbolo era, precisamente, "el compromiso".
La invocación al compromiso aparece profusamente en la antropología latinoamericana a través de reflexiones teóricas (p.e., Jimeno 2008, Krotz 1997, Ramos 1990), nombres de cursos (Lischetti y Neufeld, "Teoria antropológica, ideología y compromiso", agosto-noviembre 2005) y de paneles centrales de congresos nacionales ("Antropología, compromiso social y sus desafíos para América Latina", del 12º Congreso de Antropología en Colombia, 2007). Tamaña vigencia y reiteración tiene un valor que excede el contenido sustantivo de cada propuesta pues refiere también, y más provocativamente, a lo que quienes lo invocan están decididos a hacer con sus antropologías. Pero esta decisión no es "un universal de la cultura" académica de la disciplina. Está imbricada en las experiencias particulares acerca de qué han hecho los antropólogos latinoamericanos con eso del "compromiso" y cómo este ideal nos ha modelado a los antropólogos. Quizás por eso Norbert Elias señalaba en Involvement and Detachment (1998) que la calificación de las investigaciones según su grado de compromiso y distanciamiento con respecto a los objetos de estudio, debe considerarse más que como la aplicación de categorías dadas, como parte de los valores en tanto juicios prácticos que los intelectuales empleamos en el desarrollo de nuestra actividad. Compromiso y distanciamiento son, en este sentido, "categorías nativas: abstracciones producidas y utilizadas por los investigadores en el esfuerzo de dar sentido a su mundo" y a su quehacer (d'Etoile, Neiburg y Sigaud 2002:14, mi traducción). Como todo en la antropología, estas categorías también pueden examinarse histórica y socialmente.
Me interesa aquí explorar cómo y por qué "antropología social" y "compromiso" se constituyeron recíprocamente, esto es, por qué esta categoría se instaló tan hondamente en el sentido común de nuestra subdisciplina en la Argentina. Intentaré mostrar que existen para ello razones propias de la disciplina antropológica pero también trayectorias específicas de nuestro país. Quisiera contribuir, en este sentido, a la reflexión de ciertas particularidades en la constitución de la antropología social en la Argentina, mostrando que la categoría de "compromiso" fue crucial para delinear los límites y alcances de esta disciplina, sus debates y sus términos, su vigencia y sus caprichos, favoreciendo un doble posicionamiento de un sector de los antropólogos argentinos—político-universitario y epistemológico—que caracterizaré como profético.

I. Hacia el destierro

En la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA la "antropología social" apareció por vez primera con connotaciones académicas científico-sociales, de la mano de dos profesores. En 1957 María Esther Alvarez de Hermitte (conocida como Esther Hermitte), graduada en el Profesorado de Historia cuando aún no existía la licenciatura antropológica, hizo un trabajo exploratorio al que llamó "de antropología social" en un complejo minero de la Puna argentina sobre "modos de vida de los trabajadores bolivianos y atacameños" (Sanguinetti y Mariscotti 1958/9). Luego solicitó una licencia a la Facultad para cursar un postgrado en "antropología social" en la Universidad de Chicago adonde partió en 1958 (Guber 2006). Por su parte, el director y fundador de la nueva licenciatura en Sociología, Gino Germani, designó como "antropología social" a una materia del programa que sería optativa para futuros sociólogos y obligatoria para los futuros antropólogos. Las orientaciones dominantes en esta asignatura correspondían al funcionalismo, el estructural-funcionalismo y el culturalismo anglo-americanos, en claro contraste con las líneas que se impartían en el Museo Etnográfico, dependencia de la Facultad donde se dictaban las materias específicamente antropológicas desde 1904. A diferencia de Sociología, la orientación del Museo era afín al Volkskunde y Volkerkunde centro-europeos, y su punto de partida consistía en reconstruir el pasado de la humanidad por medio de las supervivencias culturales y, de ser posible, la reconstrucción de los ciclos culturales de alcance universal.
Fueron los alumnos de la primera cohorte de Ciencias Antropológicas iniciada en 1959, con especialización en etnología, arqueología y folklore, quienes comenzaron a explorar alternativas para su quehacer. A veces la llamaban "antropología del desarrollo", otros "antropología comprometida", pero no "antropología social". Esta exploración estaba unida, en sus personas, al crecimiento de la militancia de las izquierdas de los años '60, que en la Argentina significó no sólo el seguimiento de las tácticas guevaristas y las estrategias trotzkistas, cristianas, maoístas y peronistas, sino también la reacción a un período político signado por la paradoja: la universidad de gestión autónoma, libertad de cátedra, orientación científica y excelencia académica, florecía en un clima de estricta supervisión de las Fuerzas Armadas, el imperio de la Doctrina de Seguridad Nacional y la proscripción del peronismo, la fuerza política mayoritaria y popular depuesta violentamente en 1955. Los estudiantes de Filosofía y Letras, entre ellos unos cuantos enrolados en Ciencias Antropológicas, solían participar en alguna de las izquierdas, como el Partido Comunista Argentino, de orientación pro-soviética, y el Partido Comunista Revolucionario, de sesgo maoísta, pero no eran peronistas. La peronización de los sectores medios fue posterior a 1966, cuando la izquierda intelectual y universitaria empezó a ser tan duramente castigada por el gobierno como lo venía siendo la militancia (clandestina) de la llamada "resistencia peronista".
Mientras tanto, el clima del Museo Etnográfico, al menos en los primeros años de la Licenciatura, permitía tolerar las diferencias entre jóvenes alumnos de distintos grados de radicalización y sus profesores, algunos de ellos extranjeros y seriamente comprometidos con la política del Eje en la Segunda Guerra Mundial. Tal era el caso de sus tres personalidades más conspicuas, una apartada tras el golpe contra Perón, y dos que permanecieron. Se trataba, primero, del mentor teórico de la licenciatura, el americanista, antropólogo físico, etnólogo y fascista declarado José Imbelloni (Garbulsky 1987) que se convirtió en el referente antropológico de Perón; segundo, el prehistoriador Oswald Menghin, breve ministro de educación de la Austria que dio la bienvenida al Führer, rector de la Universidad de Viena y preciado intelectual cuyas simpatías por el nazismo sólo fueron menguadas por su profunda fe católica y por la expulsión de su maestro Wilhelm Schmidt de la academia austríaca (Kohl y Pérez Gollán 2002). Menghin había ingresado a la Universidad de Buenos Aires en 1948. La tercera figura era el joven romano Marcelo Bormida, que llegó a la Argentina orientado a la antropología física, se hizo asistente y doctorando de Imbelloni, para virar luego a la arqueología y a la etnología. Bormida mostraba similares inclinaciones políticas que las de sus dos maestros.
Ese clima de convivencia posible y hasta armónica (CGCA 1989), comenzó a cambiar con el egreso de los primeros graduados en 1964, sus concursos para cargos de auxiliares docentes, y sus puestos de representantes del claustro estudiantil y del de graduados, en el gobierno tripartito de la Facultad (profesores, alumnos y graduados). Fue entonces que los primeros licenciados propusieron instaurar una nueva orientación en la carrera, la de la antropología socio-cultural (Guber 2007).
Este clima de tolerado aunque creciente disenso llegó a su fin abruptamente el 29 de julio de 1966, cuando el régimen militar de la autodenominada Revolución Argentina intervino violentamente la Universidad de Buenos Aires en lo que se conoce como "la Noche de los bastones largos" (denominación inspirada en la purga nazi "la noche de los cuchillos largos"). Al cierre "de la edad de oro" de las universidades argentinas, como se conoce al período 56-66, le siguió la renuncia masiva de una porción de los profesores titulares y de gran parte de los auxiliares entre quienes se contaba la mayoría de los más activos graduados en Ciencias Antropológicas.
Desde entonces "antropología social" empezó a aparecer como una categoría cada vez más emblemática para algunos de aquéllos que quedaban fuera de la universidad, de la facultad y de la carrera. Habilitados como "antropólogos", sus opciones se recortaban. En el ámbito académico la carrera geográficamente más cercana a Buenos Aires, La Plata, tenía sus plazas ocupadas, también con los antropólogos renunciantes de la Universidad del Litoral en Rosario. Otras posibilidades debían explorarse en los organismos de planeamiento. En este segundo nivel la antropología debía reinventarse casi totalmente pues las experiencias previas (Instituto Etnico Nacional, p.e.) tenían un carácter más estrictamente biológico (Lazzari 2004), y otras no habían alanzado mayor difusión en el ambiente (Métraux, ver Bilbao 2001).

II. Un espacio (académico) imposible

La aparición pública de la antropología social se hizo manifiesta en los escritos que la invocaban y en las inserciones institucionales alternativas que consiguieron ciertos desterrados de la facultad. En torno a Hermitte, regresada en 1965 y única profesora renunciante de Ciencias Antropológicas en 1966 (pues el resto de los renunciante eran auxiliares docentes), se congregó un puñado en la Sección de Antropología Social que ella dirigía en el think tank porteño Instituto Torcuato Di Tella. La experiencia incluyó un contrato de seis meses a Santiago Bilbao para que culminara un trabajo en el norte de Santiago del Estero; la dirección de un becario de CONICET (Eduardo Menéndez) y tres grupos de investigación—sobre salud en Capital Federal, con cuatro asistentes1; sobre cooperativas de tejedoras de ponchos y minifundistas de pimentón en Catamarca, con dos asistentes2; y sobre aborígenes en la provincia del Chaco, con tres asistentes3. De estos intentos sólo quedó trunco el que trabajaba en la Capital, producto de un distanciamiento entre Hermitte y sus asistentes expresado en la retórica del cuestionamiento al marco teórico estructural-funcionalista, connotado de colonialista, y a la permeabilidad al financiamiento extranjero, predominantemente norteamericano. Sin embargo, todos sus asistentes, al menos diez años menores que ella, revelaban intereses que aunaban lo académico con lo social y político, y que a la luz de lo que se revelaba como un forzoso exilio institucional, convertía a la antropología en un progresivo y explícito movimiento de diferenciación profesional. Sus antagonistas eran la etnología, esto es, la antropología del establishment porteño, connotada ya lisa y llanamente de "nazi-fascista" y además nativamente dictatoriales, y los paradigmas socio-antropológicos británicos a los que denostaban en consonancia con la literatura antropológica contestataria de la época, como colonialista. La pertenencia disciplinar a las "ciencias antropológicas" no sólo debía ser la superación de una orientación conservadora y altamente especulativa, sino también de las variantes del culturalismo que nutrían las políticas del desarrollismo en su versión democrática con Arturo Frondizi, o autoritaria con el general J.C.Onganía. La radicalización política del movimiento intelectual y estudiantil argentino, la nueva experiencia de la Revolución Cubana, la invasión norteamericana de Santo Domingo y de Vietnam, y la asonada del Mayo Francés, todo esto vivido bajo una férrea dictadura y la persecución de los peronistas, alentaron una re-conceptualización de cuanto ellos tenían y habían aprendido. El mundo que ellos decidían hacer con su antropología requería saberes, pero no necesaria y exclusivamente académicos.
Santiago Bilbao contaba al momento de su renuncia, con un cargo en el Instituto Nacional de Antropología, al cual también renunció, para pasar a trabajar como técnico en una entidad oficial. Para el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria hizo trabajo de campo y redactó los correspondientes informes basados en el Chaco argentino algodonero y obrajero. De su experiencia pre y post 66 resultaron cinco artículos publicados en revistas académicas (Bilbao 1964-65, 1968-71, 1975ª, 1975b, Visacovsky 2002). Posteriormente se trasladó a Tucumán y participó con ingenieros agrónomos en la organización de una novedosa cooperativa de trabajo agrícola en un ingenio clausurado (Cooperativa Trabajadores Unidos Ltda, Campo de Herrera, Departamento Famaillá). Bilbao escribía cada vez menos y trabajaba en el campo en actividades de organización y coordinación rural. Sus experiencias previas, junto a la tucumana, demostraban que el trabajo de campo prolongado ganaba proyección y utilidad si se proponía resolver algunas de las tantas cuestiones pendientes en el norte argentino, asolado por la pobreza y la emigración. Y en esto era vital el acuerdo y la participación de los interesados. Los técnicos de Campo de Herrera aparecían como los intelectuales de un proceso de conocimiento donde los trabajadores de un ingenio privado se convertían a la vez en dueños y empleados de una cooperativa (Vessuri 1977; Vessuri y Bilbao 1976).
Entre tanto, Hugo Ratier publicaba algún artículo sobre estudios urbanos (Etnía 1967) y migraciones internas (Etnía 1969), pero su fama se debió a dos volúmenes de la colección "Historia Popular" del Centro Editor de América Latina, donde acometía la labor de describir, con fuerte ironía, el "racismo criollo" hacia los residentes de villas miseria periurbanas y los migrantes provincianos a las grandes ciudades argentinas. En Cabecita negra (1971a)y Villeros y villas miseria (1971b), Ratier desplegaba sus reflexiones desde una posición que pretendía reconocer los modos de vida, de pensamiento y, sobre todo, de opción política, de los proscriptos del peronismo, de la militancia popular y del nordeste expulsor (Guber 2002), convirtiendo estos escritos en medios de discusión política, también con los pobladores de Villa Maciel.
Ni en Campo de Herrera ni en Maciel, estos antropólogos hablaban de "antropología social", término que aparecía ligado al ámbito académico, siempre sospechado de intereses mezquinos o "pequeño-burgueses" como se decía entonces.

"Algunos buscábamos una expresión propia o cercana a nuestra realidad y por eso no le paré4 y menos a las denominaciones, porque empezando por esa ridícula, pomposa y vacía 'Licenciatura en ciencias antropológicas' que nos endilgaron y con la cual no podés contestar cuando preguntan: ¿profesión?, no tenés otro remedio que contestar 'antropólogo', porque si salís con el chorizo 'licenciado en ciencias antropológicas', al menos en mente te putean. Y si fuera eso solamente vaya y pase: ciencias del hombre, culturología, etnología, antropología cultural, antropología social, etc.etc. Bueno, los astutos creaban denominaciones, sin tener en claro qué era lo que denominaban, artificio para defender parcelitas, comúnmente cátedras. Así, que no le paré bola. /.../ yo nunca me consideré antropólogo social, /.../ sino simplemente antropólogo a secas y en el INTA como sociólogo, por lo de sociología rural, no porque yo lo quería así, sino porque eso de antropología al ambiente agronómico no le sabía a nada y hasta algunos lo consideraban una extravagancia. Así que quedé como sociólogo y hasta geógrafo me han dicho en Santiago del Estero. Nunca me calentó eso, ni que me consideraran 'comprometido' y miles de ocurrencias más. Jamás usé el 'licenciado' que para muchos era de rigor, pues querían diferenciarse de los 'autodidactas'" (Bilbao 2002, com. personal).

Que fuera Bilbao, progresivamente alejado de la academia y particularmente de la de Buenos Aires, quien planteara la irrelevancia de las denominaciones y, además, la articulación entre antropología social y compromiso, dice del lugar de ambos términos como parte del quehacer académico y político-universitario. Ahora bien. Si precisamente era de espacio académico que los licenciados renunciantes carecían, ¿adónde podría producirse tal aparición?
Actualidad Antropológica era un boletín bimestral que publicaba el Museo Dámaso Arce de la ciudad bonaerense de Olavarría, dirigido por Guillermo Madrazo, arqueólogo y etnohistoriador crítico de la arqueología porteña (histórico-cultural). En el editorial del segundo número, el autor anónimo de "La Antropología social aquí y ahora" señalaba que la antropología social era una rama de la antropología en demanda de mayor debate teórico, trabajo de campo etnográfico y datos precisos y actualizados. Pero era, además, una "profesión comprometida" con el presente y con la comprensión de los problemas socioculturales según "el estadio de transformaciones por las que atraviesa nuestro país" (1968:1). Por eso la antropología social no se limitaba al estudio de los pueblos primitivos; también comprendía a "nuestra propia sociedad", siempre desde una perspectiva histórica, rasgo intrínseco a toda verdadera ciencia (1968:2).
En el siguiente número de Actualidad, Menéndez atribuía el desarrollo "relativamente reciente" de la antropología social en la Argentina, a la primacía de las orientaciones teóricas "geotemporales" (histórico-cultural) por sobre las "históricas y estructurales", lo cual había redundado en la preferencia por cuestiones distantes del mundo actual (1968:48). Sin embargo, las condiciones estaban dadas para que la antropología social se ocupara del presente, involucrándola con el destino de sus sujetos de estudio. En una compilación posterior donde su artículo aparecía, entre otros, junto a los de dos sociólogos, el francés Alain Touraine y el colombiano Orlando Fals Borda, Menéndez sostenía que "el problema del quehacer científico, sea ´puro´, sea ´aplicado´, implica siempre quién y para qué se usan los productos" (1970:112), y reconocer el origen de las elaboraciones teóricas y metodológicas en los países dependientes: "una situacionalidad de su quehacer; una búsqueda del sistema de prioridades relacionados con su contexto" (Ibid.:120). Lejos de implicar "la negación radical de las técnicas, métodos o modelos teóricos construidos en otras áreas, aún aquéllas de las que dependemos socio-económicamente", refiriéndose aquí a las escuelas antropológicas metropolitanas, se debía evitar "el traslado mecánico de dichos modelos y técnicas" (Ibid.). La observación participante, "descubrimiento de la antropología colonial, más precisamente de los funcionalistas británicos /.../ ha servido y sirve para revelar información calificada, y de un grado de verificación y calidad, que las otras formas de relevamiento no pueden alcanzar". Debido a la "alta potencialidad" sobre "el sector, grupo o problema social sobre el cual actúa" el antropólogo (Ibid.:121), Menéndez sugería apropiarse de esta técnica adecuándola a "los objetivos autónomos y definidos en función del sistema de prioridades y para una instrumentalización respecto de la que podemos ejercer poder" (121, énfasis original).
Estas máximas de extrema normatividad y moral revolucionaria eran tan definitivas que la antropología que Menéndez predicaba sólo cabía en una contienda frontal y en uno de los bandos. Pero además, siendo que las condiciones de lucha demandaban el secreto necesario de toda guerra, la antropología resultante no podía darse el lujo de difundir sus resultados sin poner en serio riesgo las estrategias de resistencia de los desposeídos. El resultado evidente para una disciplina académica, aunque probablemente imprevisto para el autor, era la parálisis investigativa o su clandestinización. No casualmente, hasta su partida a México, Menéndez produjo escritos teóricos más que investigaciones empíricas, de tono antiimperialista y contra la discriminación de las poblaciones indígenas.

En suma, estos tres jóvenes egresados de la primera licenciatura en Ciencias Antropológicas fueron reconocidos posteriormente como representantes de la primera antropología social de Buenos Aires, aunque por aquella época su adscripción no era tan unívoca ni, sobre todo, tan unilateralmente académica. Es cierto que, como atestiguan los listados de publicaciones e investigaciones en curso que constan en Actualidad Antropológica,el suplemento de la revista olavarriense Etnía, la antropología social se presentaba como una subdisciplina antropológica, lo cual se confirmaba en varios rasgos: su inclusión explícita entre otras subdisciplinas como la arqueología y prehistoria, el folklore, la etnología y etnografía; el uso de términos de jerga antropológica y sociológica en los títulos ("camino migratorio", "racismo", "significado social", "cambio social", "ideología", "organización social", "estructura social", "fiestas agrarias", etc.); el resumen temático y argumental del artículo; la institución del investigador principal (AA.3, 1968) o publicación que alojaba tal o cual artículo (AA. 5, 1969)5. Sin embargo, la especificidad pública de la antropología social se leía también en otra clave: los temas de investigación debían corresponder a distintos aspectos de la sociedad nacional y el mundo contemporáneo, propendiendo a la transformación social. Para ello la investigación pura y la publicación para los pares, no eran el único camino. Los escritos, algunos basados en la investigación empírica, como los que Bilbao había publicado sobre Santiago del Estero y el Chaco, cedían su lugar a la práctica organizativa y a la discusión político-ideológica. Bilbao dejó de publicar6 y las ediciones de Ratier estaban destinadas, según él mismo, a dar el debate social y político. La elaborada sencillez de su prosa convertía los conceptos antropológicos en textos vigorosos de acceso extra-académico. Menéndez, el más decididamente académico de los tres, optaba por textos teórico-políticos7. ¿Cuál era para ellos la especificidad del aporte del conocimiento antropológico y la de la posición socio-política del antropólogo si la carrera académica no necesariamente estaba en sus horizontes8? Montar enancados en una práctica disciplinaria orientada políticamente pero sustentada declarativa o prácticamente en el trabajo de campo etnográfico y el compromiso con los sujetos de estudio. La reflexión sobre la articulación entre estas dimensiones, sin embargo, se explicitaba poco y nada (Bilbao y Ratier), o era más bien retórica (Menéndez). La antropología social o esa "expresión propia o cercana a nuestra realidad" según Bilbao, quedaba como una apuesta a futuro más que como un campo existente con sus propias reglas, condición que afectó también la reorganización de la licenciatura antropológica que emprendió Menéndez en la Universidad Provincial de Mar del Plata (UPMdP), y cuyos mayores aciertos operaron en el desarrollo teórico e histórico latinoamericanista.

III. Una articulación transitoria

A comienzos de los '70 antropólogos que sí se reconocían como "sociales" llegaron a la Argentina para hacer sus trabajos de campo doctorales para universidades extranjeras. Los más conocidos fueron Hebe Vessuri, que había estudiado antropología íntegramente en el mundo anglosajón y se doctoraba en Oxford, Eduardo Archetti en Paris, y Leopoldo Bartolomé en Wisconsin. Archetti procedía de la sociología porteña y cursaba un doctorado en sociología en l'École des Hautes Études con Touraine, aunque en el trayecto optó por la antropología social, autoadscripción que mantuvo desde poco antes de iniciar su trabajo de campo, en 1973, hasta su muerte en Oslo en 2005. Bartolomé había egresado de Ciencias Antropológicas en Buenos Aires, y había publicado algunos artículos de corte etnológico.
Desde Santiago del Estero Vessuri pasó a Tucumán donde, afiliada a la universidad, inició una investigación sobre estructura social y organización económica en poblaciones ligadas a la explotación de la caña de azúcar, incluyendo la de Campo de Herrera donde trabajaba, como vimos, su compañero Bilbao. La confluencia témporo-espacial de cooperativistas, activistas sindicales de la FOTIA de proletarios cañeros, curas tercermundistas y guerrilleros trotzkistas, la inspiraron en la redacción de dos artículos donde reflexionaba sobre el trabajo de campo. En "Técnicas de recolección de datos en la antropología social" (1974) y "La observación participante en Tucumán 1972" ([1973]2002), Vessuri vinculaba críticamente la tradición británica malinowskiana con la realidad latinoamericana y la prospectiva de la transformación social. Sugería allí discutir "algunos aspectos de la observación participante" atendiendo a "la necesidad de una ciencia creadora, comprometida con el cambio necesario en las estructuras de nuestras sociedades latinoamericanas, independiente de la ciencia desarrollada en los países avanzados y que es la que hasta el presente ha detentado la exclusividad de lo científico ..." (2002:289). Los investigadores sociales debían generar conocimientos tendientes a erradicar las desigualdades socio-económicas de las "masas populares", germen de la "inestabilidad política crónica, que a su vez impedirá el desarrollo" (Ibid.). Este compromiso no sólo nacía de un posicionamiento general al que calificaba de "ideológico"9, sino también de "la responsabilidad y lealtad hacia los pobladores a quienes el investigador visita diariamente durante largos meses, responsabilidad directa, acuciante, inmediata" (Ibid.:296). El trabajo de campo generaba una interacción específica que involucraba inexorablemente al investigador social (Ibid.:297). Su "contacto directo, en algunos casos íntimo, con un número relativamente grande de personas" revelaba las necesidades de la gente a la vez que forzaba al investigador a problematizar su posición. "Si el trabajo se hace en un lugar donde hay miseria, enfermedades, desnutrición, falta de elementos esenciales para la vida, el problema de la responsabilidad se hace urgente y adquiere rasgos particulares característicos de esa circunstancia" (Ibid:296). ¿Acaso se debían "solucionar algunos de los problemas inmediatos de esa gente", "actuar directamente sobre el grupo estudiado brindando elementos que tiendan a aumentar el grado de conciencia de su situación de marginación y los medios para superarla", o "reducirse a la de extractor de información de esa población"? (Ibid.). Limitarse a producir conocimiento era ignorar

"el núcleo del problema que enfrenta el sociólogo10: nuestro conocimiento debe ser usado para producir cambios humanos positivos, tal como nuestro marco teórico-ideológico los concibe. Es decir que tenemos la responsabilidad como intelectuales de expresar nuestras opiniones informadas y de comunicar a los poderes públicos y/o a los grupos claves para el cambio los resultados de nuestro conocimiento de realidades tal vez ignoradas, pero que son factores significativos del todo social" (Ibid.:297).

Vessuri exponía la tensión habitual por entonces y acuciante en Tucumán, entre las demandas urgentes del activista político y el mediano plazo del "investigador social -qua científico". Concluía que se trataba de "analizar, interpretar, entender una realidad y transmitirla a esos grupos de referencia que quieren reconstruir la sociedad, procurando hacerlo con la suficiente claridad como para que ya, inmediatamente, pueda ejercer alguna influencia transformadora". Así, calificaba a la "participación" del observador participante como "una participación sui generis" pues el investigador "Parte de la base que debe conocer y analizar una cierta realidad empírica -...- antes de producir soluciones más o menos transformadoras ...". No por eso el aporte científico era apolítico "aunque su efecto tienda a ejercerse más indirectamente, comparado con la propaganda o la acción armada del militante". Sin embargo, reparaba en que "pese a que se argumente hasta el cansancio acerca de la necesidad del conocimiento de la realidad social como precondición sine qua non a la militancia política, el activista político se basa usualmente en un conocimiento somero de la realidad sobre la que aplicará su ideología transformadora procurando producir modificaciones inmediatas en ese medio" (2002:304-5), pero resultando en "La emotividad, las consignas irreales, la indiferencia o el desdén total por el aporte científico cuando la interpretación del sociólogo contradice sus esquemas para la acción" (Ibid.:305). La consecuencia era "la pérdida de efectividad política al insistir en estrategias y tácticas erróneas" (Ibid.).
La ocupación de la provincia del Tucumán por las Fuerzas Armadas en su "guerra contra la subversión" terminó con la vida de muchos tucumanos y con la experiencia de Campo de Herrera, la prisión y tortura de Bilbao, el allanamiento de la oficina de Vessuri, y la liberación de Bilbao con opción de salida inmediata del país.
Por su parte, Archetti, su compañera Kristi Anne Stolen, y Bartolomé buscaban caracterizar a los productores medios y pequeños de algodón y yerba mate, no como campesinos ni empresarios rurales, tipos sociales dominantes en la literatura sobre el campo argentino y latinoamericano, sino como colonos basados en la explotación familiar. La reunión de estos productores de Santa Fe, Chaco, Misiones y Corrientes, en organizaciones de producción y comercialización, las Ligas Agrarias, con las que pretendían eludir a las grandes empresas acopiadoras y agroexportadoras, fue no sólo su objeto de conocimiento, sino también su contexto de "militancia" rural (mediante la redacción de periódicos de la organización, cálculos de precios, redacción de demandas ante el estado provincial, etc.). La presencia de estos antropólogos encontró su final con el avance de grupos paramilitares en 1974 en la cacería de líderes liguistas y de "subversivos". Los asesinatos y la asociación entre el movimiento y la guerrilla rural en el nordeste argentino se extendían peligrosamente a los antropólogos que, como Vessuri y Bilbao, habían quedado en el fuego cruzado de liguistas, guerrilleros, paramilitares peronistas y Fuerzas Armadas, sin ninguno de sus recursos defensivos u ofensivos.
En suma, para 1975 la asociación entre antropología social y compromiso no era sólo una declaración de principios sino parte de la práctica reflexiva de estos antropólogos nacidos entre 1930 y primera mitad de los 40. La antropología que algunos llamaban "social" por instrucción formal y teórica, y otros por modalidad contestataria se caracterizaba, según ellos, por una perspectiva crítica de las antropologías metropolitanas: de las centroeuropeas, por su devoción por los patrimonios y por su humanismo retrospectivo y especulativo, y de las anglosajonas por su sustrato teórico, por su cientificismo y por su mácula imperialista (Archetti & Stolen 1975, Archetti 1988, Bartolomé 1975/1991/2001; Bilbao 1965, 1968, Menéndez 1971, Ratier 1971, Vessuri 1971, 1977, Vessuri y Bilbao 1976). De esta perspectiva crítica quedaba a buen recaudo el trabajo de campo etnográfico intensivo y prolongado, rasgo por el cual estos antropólogos sociales se diferenciaban de la sociología Germaniana, empírica pero preferentemente cuantitativa, y de la etnología exotista propulsada por Bormida (Guber y Visacovsky 2000, Visacovsky 2002, Guber 2007).
Sin embargo, el trabajo de campo no era sólo un vehículo o instrumento para la recolección de datos. Tal como estos antropólogos sociales lo realizaban, se convertía en un puente académico con la realidad empírica y con los actores del cambio social. Con datos empíricos obtenidos tras compartir la vida cotidiana de la gente, los antropólogos sociales lograban interrogar los dictados teóricos de la tradición antropológica y sociológica y, al mismo tiempo, las máximas doctrinarias de las organizaciones políticas. Resultaba de ello un posicionamiento crítico de teorías académicas y también de militancias. El ideal del compromiso debía concretarse, sí, pero más cerca de la perspectiva práctica de los actores—ya fueran colonos, liguistas, trabajadores de surco y de fábrica, tejedoras de ponchos, arrendatarios de finca, ucranianos, friulanos o criollos—que de la fórmula abstracta de los conceptos, y cuando grandes como Marx, Chayanov o Lenin asomaban en sus escritos, era para debatir con la complejidad de realidades empíricas históricamente situadas en el interior argentino. Así, estos antropólogos sociales edificaban las bases de una autonomía que constituía, a la vez, la fuente de su autoridad académico-moral y el germen de su condena. El "compromiso" fue, en este sentido, el corazón de la prédica afirmativa de una nueva fe disciplinaria nacida en una coyuntura de extrema polarización política donde las luchas de los sujetos de estudio constituían el objeto de conocimiento de estos investigadores y también su propio contexto de producción antropológica. Pero esta nueva fe no podría consolidarse ni reproducirse sin alojamiento institucional. La incertidumbre que asolaba a toda la Argentina de entonces, también alcanzó a estos antropólogos revelándose como su talón de Aquiles y como su más preciado designio.

V. Antropólogos profetas.

La antropóloga danesa Kirsten Hastrup utiliza la analogía entre el antropólogo y el profeta para fundamentar el uso escrito que hacemos los antropólogos del "presente etnográfico". El antropólogo habla desde una liminalidad (betweenness) no en el tiempo, sino entre sociedades, aquélla que estudia y aquélla a la cual pertenece. El antropólogo presenta otro mundo, ofrece otro lenguaje, otro espacio, que corresponde al tiempo de su trabajo de campo. Por eso, el antropólogo opera estructuralmente como el profeta. Se trata de "una condición de estructuras e individuos que están entre dos mundos. El profeta le da voz a un nuevo mundo pero pertenece al viejo". Sus "... palabras parecen incomprensibles de antemano. Luego se tornan triviales. Cuando el nuevo mundo se ha materializado las palabras del profeta son indistinguibles del habla ordinaria". Su voz prospera "...cuando se experimenta una discontinuidad, pero cuando aún (el nuevo orden) no se puede concebir en categorías conocidas". En este sentido "El profeta no predice una realidad; la diagnostica antes que se haya incorporado a las representaciones colectivas. El profeta define la realidad que ha descubierto" (1990:56. Mi traducción y paréntesis). 
Prototipo del líder carismático según Weber, el profeta es reconocido como diferente porque afirma tener poderes o cualidades excepcionales, sobrenaturales o sobrehumanas. Su oposición a la autoridad burocrática y racional, y a la autoridad tradicional, sea patrimonial o patriarcal, se sustenta en un carisma puramente individual. Su prédica puede ser reformadora o fundadora de una nueva religión, porque a diferencia del sacerdote, su prédica es independiente de la salvación que dispensa la institución. El profeta proclama una revelación definida, no suele ser remunerado, y puede provenir de la clase eclesial, aunque como el fundamento de su poder no es institucional, el profeta es percibido como un instrumento o mensajero de una deidad trascendental y fuertemente ética. Su aparición está asociada a la existencia de monarquías absolutas, centralizadas y fuertes, que rigen sobre pueblos debilitados. Los profetas dan una idea del mundo como una totalidad significativa, ordenada, sistematizan la religión para simplificar la relación del hombre con el mundo, en relación a una posición de valor última e integrada. Quienes detentan una autoridad convencional retienen su poder en tanto sus poderes individuales sean eficaces para obtener fines autorizados; la autoridad de los profetas reside, en cambio, en definir nuevos objetivos (Weber 1965).
Profeta e iglesia institucionalizada no son, sin embargo, excluyentes. E.E. Evans-Pritchard sostenía que los profetas asumen sus posiciones voluntaria e individualmente, mientras que los sacerdotes nacen encuadrados en linajes (1956). Revisando el profetismo Nuer, Thomas Beidelman observaba que no solían proceder de linajes consolidados Nuer sino Dinka. Con menos recursos que los Nuer, los profetas de origen Dinka debían apelar al revival carismático para implantar y asegurar su autoridad, lo cual era frecuente en tiempos de invasión egipcia o británica (Beidelman 1982). Para Weber, en cambio, el surgimiento de la autoridad carismática pura se articulaba con la existencia de un estado naciente o de un sistema políticamente acéfalo. De todos modos, la permanencia del culto fundado por el profeta depende a la larga de su rutinización (Morris 1987:72-3). Asimismo, y en contraparte, toda autoridad tradicional requiere de algunos atributos de carisma (Weber 1965). 
Si bien el señalamiento de Hastrup pretende destacar un rasgo del posicionamiento de los antropólogos en general, la analogía cabe particularmente a los argentinos que se adscribían a, o eran reconocidos como "sociales", y esto por varias razones que por supuesto exceden la mera similitud entre el colonialismo sobre el Sudán anglo-egipcio de los tiempos de Evans-Pritchard y el que, según algunas izquierdas en boga en los tempranos 70s, primaba sobre la Argentina y América Latina. La prédica de algunos antropólogos argentinos que trabajaron entre 1966-7 y comienzos de los 70, es análoga a la prédica profética en varios sentidos. Su pretensión de instaurar una nueva "iglesia" antropológica fuera y en contra de la antropología/iglesia oficial se inició tímidamente en artículos de estudiantes a los que siguieron algunas expresiones más contundentes (revisión de los antecedentes nazis de Menghin ante la junta departamental y de la Facultad [Guber 2007]), y terminó de concretarse con la intervención y las renuncias de 1966. La ruptura consagrada con el exilio institucional de la vieja iglesia del Museo Etnográfico generaría, según ellos, una nueva tradición de la antropología sin padres ni próceres11, poblada de voces individuales que más allá del común denominador de la "antropología social" (y a veces ni eso), se levantaban singularmente desde sus también individuales preferencias políticas, trayectorias académicas, y campos de estudio o de trabajo. 
Especialmente de parte de los profetas licenciados en Ciencias Antropológicas de la UBA que renunciaron a sus puestos en 1966, dicha prédica se pronunciaba como una doble ruptura: con la iglesia oficial de los etnólogos histórico-culturales y con la de los estructural-funcionalistas de Sociología a menudo tildados de cientificistas, que se había trasladado de la Facultad intervenida al Di Tella y otros centros. Ambas iglesias podían ser identificadas con dos figuras del campo de la antropología porteña, esto es, nacidas en el Museo Etnográfico. Bormida, convertido en el hombre fuerte (el "zar", según Bartolomé, 1980) de la antropología capitalina desde la creación de la carrera, pero mucho más desde la noche de los bastones largos, encarnaba al difusionismo virando a fenomenología etnológica, connotado más bien como fascismo y soporte del régimen de facto en la universidad, primero durante la Revolución Argentina y luego bajo el sanguinario Proceso de Reorganización Nacional. Pese a su renuncia en 1966, reconocida esporádicamente en memorias posteriores, Hermitte encarnaba el estructural-funcionalismo12 que debía leerse como "liberalismo" descomprometido y apolítico. Ambas líneas, entonces, se transformaban en los interlocutores teóricos y políticos de la nueva corriente.

¿Dónde radicaba, pues, la fuerza de su prédica? No en el acceso a los recursos materiales y de prestigio que proveen las instituciones de investigación y docencia, y a lo que algunos como Bilbao habían renunciado en un retiro deliberado, que apenas garantizaba alguna remuneración básica (INTA, UPMdP, Universidad Nacional de Tucumán). Tampoco radicaba en una beca doctoral (Archetti, Bartolomé) que asegurara, difícilmente, una carrera académica estable y venturosa. La fuerza de su prédica venía de su rotunda afirmación de las máximas morales (¿para quién investigar? ¿quién se apropiaría de nuestros resultados? etc.) que en la jerga de la época y en la apoteosis Sartreana coloreada por la Revolución Cubana y la resistencia de Vietnam, cobraban la forma del intelectual comprometido, esto es, declarativamente volcado a compartir el destino de "los desposeídos", "el pueblo", "América Latina y el Tercer Mundo".
Pero en aquellos tiempos "comprometidos" se decían (casi) todos (Terán 1991) y la competencia retórica por quién detentara el mayor grado de compromiso se proyectaba al infinito sin necesario correlato en la producción de conocimiento. En vez, en este pequeño pero activo mundo socio-antropológico, el término "compromiso" adquiría un perfil particular al menos por dos razones. Como otros intelectuales, los antropólogos renunciantes y también los "forasteros" (con postgrados en el exterior) estaban ligados en distintos grados a alguna orientación de la izquierda política desde su militancia estudiantil, extra-universitaria, o simplemente "de alma". Pero, más importante aún, ese compromiso se ejercía y declamaba desde un acceso no mediado "al pueblo", acceso del que carecían las demás disciplinas sociales. Lo practicaran o no, quienes se reconocían o eran reconocidos como "antropólogos sociales" o antropólogos del presente o de la sociedad nacional, valoraban el trabajo de campo etnográfico. Más todavía, llegaron a hacer de él una marca distintiva de tonalidad sacrificial: sumidos en la creciente polarización armada en la Argentina, la representación por la cual los investigadores se visualizaban como comprometidos con el destino de sus sujetos de estudio, llegó a ser literalmente cierta, empequeñeciendo con el riesgo de muerte cualquier pretensión académica13. No casualmente, la articulación entre compromiso y trabajo de campo ya había sido planteada en términos afines por algunos antropólogos que se referían a la antropología en terreno como "antropología militante" (Alberto Rex González 2000, Ciro R. Lafón 1960-65).

El ideal de compromiso se antropologizaba de un modo singular porque ponían en juego sus vidas no en virtud de una militancia en los claustros, la academia o la célula, sino fundamentalmente haciendo trabajo de campo. La salvación que estos profetas licenciados y doctorandos proponían no era institucional (ni siquiera en el caso de las universidades extranjeras que bien podían perder a su candidato en el lejano nordeste argentino) sino vitalmente antropológica, fuera de todo encuadre, "sui generis", siempre al borde del colapso personal, político, institucional o académico. Y tan cerca del campo, esa deidad trascendental y fuertemente ética llamada "compromiso" permitía a estos profetas pasar entre las balas sin ser muertos, en algún punto intermedio entre el espacio académico, el político y el campo. El reclamo de Vessuri a la urgencia de los militantes apuntaba precisamente a definir una realidad descubierta por el trabajo académico, más que a sancionarla con predefiniciones teóricas del paradigma de la modernización, o con predefiniciones políticas del marxismo-leninismo-trotzkismo (que a veces se fundían y potenciaban mutuamente tratando de domesticar la realidad en sus designios).
Sin embargo, como buenos profetas, estos antropólogos empleaban un lenguaje preexistente; los antropólogos con doctorados externos usaron el lenguaje de las antropologías metropolitanas en las que se habían formado, y los porteños, el del curso de Antropología Social de la carrera de Sociología, el de algunas lecciones de la carrera de ciencias antropológicas de Buenos Aires, notablemente las de un héroe cultural como Ernesto de Martino, impartido por Bormida.
Las renuncias masivas de julio del 66 y la consolidación de Bormida en el departamento bajo las dictaduras subsiguientes, retiraban toda legitimidad a una conducción antropológica que hasta entonces había sido altamente considerada en términos, precisamente, de carisma. Valor caro a sus primeros alumnos, "El Tano" Bormida desplegaba esta cualidad tanto en su desenvoltura personal, como en su manejo de textos (Alberti [Gurevich 1989], Ratier [Gurevich 1989], Bartolomé 1980). Pero la ruptura de 1966 erradicó a los jóvenes antropólogos y los relocalizó en un conjunto que carecía de institución y también de jerarquías. La alternativa del Di Tella, transitada por algunos de ellos, terminó casi igual que su precedente de Filosofía y Letras y Hermitte no fue reconocida como cabeza de un nuevo linaje, demasiado involucrada con una institución con financiamiento espúreo (más precisamente Fordiano) en tiempos de la revelación del Plan Camelot.
Los profetas iniciaron entonces sus peregrinaciones para fundar nuevas iglesias en distintas universidades argentinas o para crear nuevas realidades (Campo de Herrera). El desafío era institucionalizar a la subdisciplina como un ámbito donde campo y teoría se encontraran sin mediaciones en las aulas, los proyectos y la sociedad. En 1971 Menéndez se asentó en la licenciatura en antropología social creada en 1968 en la Universidad Provincial de Mar del Plata, para reformarla drásticamente en compañía de algunos renunciantes de Buenos Aires (Gil 2006). Bartolomé abrió en 1975 la licenciatura en antropología social en Posadas, Misiones. El arribo de Guillermo Gutiérrez14, sucedido por Ratier, al departamento de Ciencias Antropológicas de la Universidad (ahora) Nacional y Popular de Buenos Aires (ex UBA) el 25 de mayo de 1973, significó la ocupación de la vieja licenciatura por una orientación política y teórica que presentaban como revolucionaria, mientras Bormida se llamaba a silencio a la espera de la siguiente intervención (Gurevich y Smolensky 1987; Barletta 2000). En setiembre de 1974, Bormida volvió al alto mando con nuevos discípulos, más firme y declaradamente "etnológicos". De las nuevas iglesias socio-antropológicas, sólo la de Misiones logró rutinizarse. Los profetas restantes partieron al exilio externo e interno, permaneciendo en una liminalidad espacial entre la nación y el extranjero, y una liminalidad temporal, entre los 60-70 y cuanto vino después.

III. Epílogo

La apertura democrática de diciembre de 1983 y la reimplantación de la autonomía universitaria significó, en Buenos Aires, el retorno de unos pocos antropólogos sociales de los 60-70, y el ingreso como docentes de quienes atravesaron como alumnos el período 66-76. Esta nueva era fue visualizada como la del "regreso de la antropología social", aunque el único antecedente de la subdisciplina en esa Facultad se limitara a la brevísima primavera de 1973 y primera mitad de 1974. La invocación a la subdisciplina constituía un ajuste de cuentas con el pasado, y en este sentido sí podía hablarse de un regreso o, mejor dicho, de una profecía auto-cumplida. Sin embargo, la cesura 1974-1984 había desarmado a la naciente antropología social de los 60-70, y el panorama era desolador: investigaciones sueltas, ausencia de trabajo de campo, publicaciones inexistentes, nulo entrenamiento formal. Si, de todos modos, la antropología social seguía existiendo, al menos en el nombre, fue gracias al ideal del compromiso, un símbolo que permitía evocar simultáneamente a quienes perdieron la vida, la libertad o el trabajo profesional en la militancia política y en la militancia de campo sosteniendo una antropología del presente y de los procesos sociales.
El acto de clausura del II CAAS de 1986 fue un homenaje a todos ellos, y fue también, en medio de los papeles, el polvo y los desperdicios de aquellos días, la constatación pública de que esta iglesia se levantaba con los despojos de sucesivos y abortados intentos, con los estudiantes, graduados y profesores que habían sobrevivido, y con los cuerpos desaparecidos que se encarnaban, en aquel atardecer, en los nombres pronunciados sin pompa, ni papers, ni título académico. Desde entonces sobrevendría la rutinización de la antropología social. ¿Cómo sería de allí en más el compromiso? ¿Y cómo la antropología social?

Agradecimientos

Este artículo fue presentado por primera vez en el Congreso de Antropología en Colombia, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 10 al 14 de octubre, 2007. Posteriormente fue discutido en el Seminario Permanente del Centro de Antropología Social del IDES (diciembre 2007). Agradezco especialmente los comentarios de Mauricio Boivin, Gustavo Ludueña y Sergio Visacovsky.

Notas

1 Mirtha Lischetti, Menéndez, María Rosa Neufeld y Hugo Ratier (los cuatro de Ciencias Antropológicas de la UBA).

2 Carlos Herrán (licenciado de Buenos Aires) y Beatriz Alassia de Heredia (profesora de Historia, de Córdoba).

3 Nicolás Iñigo Carreras, historiador e investigador del CICSO; Alejandro Isla, antropólogo de La Plata, y la colombiana Piedad Batelli.

4 Prestar atención, coloquial venezolano.

5 La investigación trunca de Hermitte et.al. sobre "Significado social de la enfermedad" aparece en varios números de Actualidad Antropológica como "antropología social". En el número 5 (1969) el listado de publicaciones en antropología social incluye líneas y temáticas sumamente dispares. "La cultura popular latinoamericana", artículo del futuro decano de Filosofía y Letras durante el interregno 73-74, Justino O'´Farrel; "Estudio etnográfico comparativo de la subcultura humahuaqueña" de Ciro R. Lafón; la revista Antropología Tercer Mundo editada por el futuro director de la licenciatura porteña en la administración de Héctor J. Cámpora (1973), Guillermo Gutiérrez; y dos trabajos teóricos, uno de Menéndez, "Colonialismo, neocolonialismo; racismo" publicado en la revista de ciencias sociales del Congreso Judío Latinoamericano Indice, y otro de la antropóloga filosófica Amelia Podetti, "La antropología estructural y el tercer mundo". 

6 Quien se hizo cargo de la publicación de la experiencia tucumana e incluso de estudios posteriores de Bilbao, fue su segunda esposa, Vessuri.

7 Blas Alberti, el primer egresado de la licenciatura porteña, preservaba su lado académico en grupos de estudio o cursos sobre Lévi-Strauss, Marx y Freud, mientras intervenía en la rimera línea del Partido de la Izquierda Nacional (tardíos 60s), devenido luego en Frente de Izquierda Popular (primera mitad de los 70s) y en Movimiento Patriótico de Liberación (en los 80s), siempre junto al historiador y político trotzkista Jorge A. Ramos.

8 De estos antropólogos, sólo Menéndez concluyó su doctorado, y lo hizo quince años más tarde y con una trayectoria en la República de México.

9 El término "ideológico" era profusamente empleado en la literatura de la época, al menos en dos sentidos: como aquí, sinónimo de políticamente orientado, o como lo utilizaba frecuentemente Eduardo L. Menéndez, como sinónimo de "falsa conciencia" (1970).

10 Vessuri hablaba de "sociólogos" y no de "antropólogos", probablemente porque el órgano que publicó este artículo era la Revista Paraguaya de Sociología.

11 Aún cuando en su artículo de Actualidad Antropológica (1968) Menéndez remonta como antecedentes de la antropología social a la instauración de Imbelloni (1947) y a la creación de la licenciatura porteña (1958), se limita a situar climas temáticos pero no diseña linajes ni distingue personalidades en las cuales la antropología social argentina haya abrevado teoría, metodología y objetos de conocimiento. Tal es así que en 1988 los antropólogos sociales recordaban a la licenciatura de 1958 como obra de estudiantes de Historia, y no de los viejos profesores de antropología de la Facultad (Visacovsky y Guber 1998).

12 Ciertamente, Hermitte fue formada en esa corriente, aunque ni bien llegó a la Argentina y comenzó a trabajar en Catamarca, sus resultados fueran bastante más parecidos a los de los antropólogos "comprometidos" trabajando en el norte argentino.

13 Salvo Bartolomé, ninguno de los entonces "antropólogos sociales" que se graduó en la licenciatura porteña concretó su doctorado. Sólo Menéndez lo hizo pero muchos años más tarde.

14 Guillermo Gutiérrez pertenecía a un sector de jóvenes peronistas que no se autoadscribía como antropólogos sociales sino nacionales.

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