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Avá

versão On-line ISSN 1851-1694

Avá  no.18 Posadas jan./jun. 2011

 

ARTÍCULOS

Parentesco, poder y religiosidad en las fiestas públicas de la Buenos Aires virreinal. 1780-1808

 

Marina Gutiérrez De Angelis*

*Antropóloga. Universidad de Buenos Aires. Maestrando en Historia del arte argentino y latinoamericano de la Universidad Nacional de San Martín. Becaria de doctorado de CONICET. Docente e investigadora de a Facultad de Filosofía y Letras y la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.

 


Resumen

A lo largo del siglo XVIII, las fiestas públicas se convirtieron en espacios de negociación y transformación de las estructuras y jerarquías sociales de grupos. Este trabajo se propone analizar las tensiones y conflictos de poder que se manifestaron en las celebraciones públicas, en el período comprendido entre la creación del Virreinato del Río de la Plata y la vacante regia de 1808, en Buenos Aires.

Palabras clave: Antropología; Arte; Religión; Buenos Aires siglo XVIII.

Abstract

This paper analyzes how public celebrations became a powerful way of control and political negotiations in the Rio de la Plata's Vice royalty. This paper analyzes those transformations in Buenos Aires between 1776 and 1808.

Key words: Anthropology; Art; Religion; Buenos Aires XVIII Century.


 

INTRODUCCIÓN

En el siglo XVIII, los Borbones convirtieron la celebración pública en una herramienta de propaganda política estatal que pobló las calles y las cortes virreinales, generando tensiones y resistencias entre los diferentes grupos, funcionando en muchas ocasiones como válvulas de escape y transgresión del orden social. Como señala Lorandi (2008), los centros marginales como Buenos Aires, mostraron más resistencia a aceptar las imposiciones reales, permitiendo así mayor libertad de acción. Esta distancia geográfica de los centros de poder, permitió la conformación de espacios en los que se podía ampliar la brecha entre las normas y las prácticas de los grupos corporativos. Para Tau Anzoátegui (2001), justamente la combinación de leyes que se superponían entre sí y la apelación al peso de las costumbres en las decisiones jurídicas permitió la existencia de un ordenamiento legal que ofrecía amplios márgenes de flexibilidad. Estas superposiciones de poder se vieron acrecentadas con el impulso e impacto de las Reformas Borbónicas en la región. Los conflictos expresaban las tensiones entre comunidades que buscaban preservar su cuota de poder ante una monarquía que pretendía transformar y acrecentar el control sobre las colonias. La fiesta virreinal funcionó como un espacio de resistencia y defensa de las costumbres y prácticas políticas en Buenos Aires. Nuestra hipótesis  de trabajo sostiene que a finales del siglo XVIII en Buenos Aires, el ceremonial funcionó no sólo como un patrón de diferenciación social, como en otras ciudades,  sino como un espacio de resistencia y negociación del poder, en reacción a las políticas de control de la corona. Esa resistencia se tradujo en enfrentamientos por el control y el orden a través de la apelación a las costumbres. 

ESPACIO URBANO Y LA ORGANIZACIÓN SOCIAL

Las ciudades fundadas a lo largo de toda América respondían sin duda a razones prácticas pero también a un modelo ideal. Se presentaban como un modo natural de unión y reunión de todos los súbditos del Rey. En América, se convirtieron en centros  dinámicos del sistema colonial. Pero también, dieron origen a los procesos de independencia a lo largo del siglo XIX. Desempeñaron un papel clave en el plano político y se convirtieron en un desafío para las autoridades, a la hora de mantener sus obediencias. Las ciudades se transformaron, en el siglo XIX, en el nuevo sujeto de la soberanía y la representación política. La ciudad hispano-colonial, siguiendo a Chiaramonte (1997), no puede ser definida simplemente como el asentamiento de una población. La ciudad colonial cumplía un papel determinante en el ordenamiento jurídico y político. Es el fundamento de un estado en donde un vecino es aquel "casado, afincado y arraigado", siendo además, el único que puede ser considerado un ciudadano.
Para Verdo (2007) es necesario agregar, al caso de Buenos Aires, el impacto de la organización administrativa, resultado de la creación del Virreinato del Río de la Plata. Esta nueva organización adquirió una dimensión simbólica potente. Dio lugar a la creación de  una jerarquía de ciudades, que permitió configurar una estructura de obediencias en tres niveles: ciudades subalternas, ciudades cabezas de intendencias y la capital del Virreinato. Las ciudades comenzaron a depender de Buenos Aires, no sólo por ser la sede del Virrey sino por el control del puerto. A finales del siglo XVIII, la identidad colectiva estaba fuertemente ligada a la pertenencia a una ciudad. Las invasiones inglesas reforzaron la imagen de Buenos Aires como cabeza del Virreinato. Esta entronización de la ciudad permitió construir y controlar redes de obediencias y lealtades. Con la vacante regia de 1808, la capital del Virreinato sustituyó a las autoridades reales, trastocando el orden tradicional y constituyéndose en el espacio de construcción de poder y de una nueva legitimidad.
La Plaza Mayor era el centro de la actividad civil y política, circundada por las Iglesias y las casas de las familias de los pobladores más importantes. Las familias fundadoras habitaban próximas a la Plaza Mayor,  y a las iglesias y conventos. Como señala Bourdieu (1997), el espacio social se define por la distinción de posiciones en ese espacio. Tiende a reproducirse en el espacio físico expresando el espacio social, real  y simbólicamente. Esto define un lugar real de coexistencia que caracteriza y sitúa a cada sujeto. El espacio urbano encarnaba de ese modo las jerarquías sociales de la ciudad y su traducción geográfica. El grupo originario que acompañara a Garay en la fundación de la ciudad, no superaba las 76 personas. Catorce eran españoles y el resto eran españoles criollos y mestizos nacidos en Asunción (Perusset Vera, 2007). En el siglo XVII, ser vecino suponía la ascendencia española, la posesión de una casa en la ciudad y una residencia continua de al menos 4 años. El privilegio que otorgaba la vecindad era el de poder ser elegido para formar parte del cabildo. Este primer grupo de vecinos inició una incipiente red comercial. La actividad económica inicial de este grupo se repartía entre la tierra y el comercio. En Buenos Aires, el derecho de vecindad provenía mayormente de la propiedad de la tierra antes que de la encomienda, como en otras regiones. Estas familias, como grupo originario, se transformaron en los vecinos con derecho de propiedad sobre la tierra, ocupando la zona norte-sur de la ciudad.
La creación del Virreinato del Río de la Plata introdujo cambios profundos en la ciudad y su aspecto. Entre 1750 y 1810 Buenos Aires creció poblacionalmente pero también en su arquitectura y en la expansión geográfica de sus límites. El grupo de familias fundadoras se transformó en el grupo de elite que se definió por el acceso a la tierra. De Vera señala, en su estudio sobre el espacio urbano porteño, la instauración de un sistema socio-espacial jerárquico basado en la tierra. A mediados del siglo XVIII el número de habitantes españoles alcanza el 33,1%, el de europeos, 11.5%, y el de criollos 17,1% (Camarda, 2009). De los españoles, la mayoría son sevillanos, vascos, catalanes y canarios. En 1778 el 28% de la población es negra, producto de la trata de esclavos (Cicerchia, 1998).
Buenos Aires era una ciudad comercial. Hacia 1760 contaba con los gremios de plateros, carpinteros, sastres, peluqueros, albañiles, zapateros, estriberos, herreros y armeros, pulperos y forasteros y de comerciantes.1 La población se vio afectada por las inmigraciones y emigraciones constantes de sus habitantes. La actividad ilegal, ligada al puerto y la presencia de comerciantes, se institucionalizó adquiriendo organización y normas propias (Perusset, Veras 2007). El comercio se transformó en la principal forma de obtención de bienes, en un puerto cerrado y controlado por la Corona. Buenos Aires era una ciudad tránsito y centro de distribución de mercancías de ultramar hacia el interior. Como señala Lorenzo (1994), a diferencia de virreinatos como el de Perú o México, en donde los virreyes formaban una alta magistratura alrededor de la que existía una corte, en Buenos Aires, los virreyes fueron elegidos por su capacidad militar. En este sentido, Torres Arancivia (2006), en su análisis de las cortes virreinales en Perú, muestra cómo la creación de los virreinatos reforzaba la figura del virrey creando a su alrededor cortes que reflejaban o calcaban la corte real castellana. Las resistencias de las elites a estos funcionarios y los cortos períodos de gobierno que la corona permitía también limitaban sus poderes e injerencias. La instauración de los virreinatos en América hizo surgir lo que se ha denominado "cortes de nuevo cuño", cortes creadas como imágenes distantes del rey y su corte. La corte virreinal, como imagen distante del rey, creó una artillería simbólica potente para representar el poder. Pero en Buenos Aires, los virreyes eran elegidos desde una lógica militar. Lo que no hace posible hablar de una corte ni una nobleza porteña constituida alrededor de su figura. La elite porteña estaba conformada por las familias fundadoras dedicadas al comercio y al contrabando. A diferencia de Perú, Cuba y México, los pobladores de Buenos Aires no detentaban títulos de nobleza titulada. Este concepto hace referencia a la categoría social otorgada por el Rey a quienes conformaban la elite social en América.
Como señala Nora Siegrist (2006), en su estudio sobre la hidalguía en Buenos Aires, en una sociedad en donde los rangos sociales eran centrales, los criollos hicieron prevalecer su descendencia de los primeros fundadores. Los primeros pobladores, llamados los beneméritos, permitían esgrimir una distinción social. Otro camino para la obtención de una distinción social era la pertenencia a una orden como la de Santiago o la de Carlos III. Es el caso de José Núñez2, oriundo de la Coruña, que ostentaba el título de Caballero de la Tercera Orden de Carlos III. En Buenos Aires, en el último cuarto del siglo XVIII, muchos comerciantes, como Juan Antonio Novas3,  fueron miembros de la Orden Tercera de San Francisco, para canalizar sus intereses religiosos pero también para obtener un espacio social desde el cual el poder proyecta sus actividades mercantiles (Siegrist, 2006). Los comerciantes porteños buscaron obtener títulos y mayorazgos así como exhibir escudos y blasones. Fue en ese sentido, que las estrategias adoptadas por cada familia en lo que respecta a los matrimonios, creaban y recreaban los lazos de sangre y de poder. Es el caso de la familia de Vicente de Azcuénaga. Su hija, Ana, presentó en 1787 información de nobleza y se caso más tarde con Antonio Olaguer y Feliú. A su vez, a la muerte del Virrey Pedro de Melo, Feliú acompaña en el memorial dirigido al Rey el 12 de septiembre de 1797, una solicitud para que se le conceda la Cruz de Carlos III4. El status familiar crecía y permitía a los hijos ubicarse en puestos cada vez más altos de la administración virreinal. Así lo entendía José Alberto de Calcena y Echeverría, vecino de Buenos Aires, al solicitar con carta del 3 de noviembre de 1803, la suma de 20.000 pesos en tierras y un título de Castilla para sí y sus sucesores en recompensa por los servicios prestados.5
La distinción social por la sangre y la nobleza implicaba la distinción en el espacio físico y simbólico. Implicaba el acceso a cargos como los de alcalde, regidor o alférez real y privilegios como los de portar el estandarte real en las fiestas patronales. Ya en 1591, por una Real Cédula, al subastarse públicamente cargos de regidores, se ordena mantener esta jerarquía y privilegios. Al ponerse a la venta los puestos, se prescribía que al adjudicar cargos se diera preferencia a los primeros colonizadores y sus descendientes (Nicoletti, 1987). A lo largo del siglo XVII, muchos españoles emigraron a América, portando títulos de nobleza. Como ha señalado Steve Stern (1992), esas primeras camadas de españoles estaban inspiradas por un espíritu de conquista, en la esperanza de ver acrecentadas sus fortunas. Para Perusset Veras (2007), fue la meta del enriquecimiento personal la que motivó a los peninsulares a emigrar a América y la que sembró el sentimiento del lucro en las sociedades coloniales del siglo XVII. En el caso rioplatense, analizado por Perusset Veras (2007), la búsqueda del enriquecimiento se desvaneció rápidamente por la marginalidad de la región, impulsando a los pobladores a buscar nuevas vías de enriquecimiento y de status social. Es por eso que el comercio, a diferencia de lo que sucedía en España, se convirtió en una actividad creadora de status social. El contrabando había nacido junto con la fundación de la ciudad. Estas prácticas ilegales respondían a los parámetros culturales de la época, basados en las relaciones de dones y contra dones de servicios y privilegios entre el Rey y los súbditos y a las condiciones que la misma corona había establecido en el funcionamiento de las colonias.

COMERCIO, PARENTESCO Y PODER POLÍTICO

Los fundadores de Buenos Aires, fueron los primeros en constituirse bajo la categoría de vecinos. Era un grupo selecto que poseía derechos, como  el de recibir tierras por parte del Rey. La jerarquía de los vecinos se basaba en los criterios nobiliarios, los méritos o las distinciones que los miembros de las familias habían acumulado. El servicio al Rey, la participación en la conquista o una herencia nobiliaria, posicionaba a los miembros de las familias porteñas en el espacio social. La relación con el Rey era una relación contractual, basada en derechos y obligaciones mutuas. El Rey debía dar a cada cual lo que se merecía según su posición social. Cuando Juan de Garay funda la ciudad, es obligación repartir las tierras y las encomiendas entre quienes lo acompañan. Las tierras que los primeros vecinos de Buenos Aires poseían eran fruto de mercedes reales. Como señala Perusset Veras (2007), las tierras no eran suficientes para aspirar al estatus señorial. Tierras sin mano de obra eran inservibles. El trabajo manual era un trabajo degradante. Y en Buenos Aires las encomiendas de indios eran muy pobres. La carencia de indios y la fuga de muchos después de la huída de sus encomenderos hicieron que la ciudad, pobremente habitada, diera espacio al crecimiento de otro grupo social compuesto por los comerciantes portugueses y españoles. Este nuevo grupo se estableció en la ciudad y organizó el control del comercio. Lo que caracterizaba a este grupo de pobladores no originarios, eran sus contactos, lazos e influencia además de buenos capitales. El dinero sustituía en buena medida su falta de abolengo. Los comerciantes tenían lazos muy cercanos con los funcionarios del estado. Estos dos grupos, el de los fundadores o beneméritos y el de los comerciantes o confederados, componían el escenario de una ciudad posicionada de cara al comercio de ultramar. La elite porteña estaba constituida por los descendientes de los primeros fundadores. Pero este grupo, poseedor de la tierra y de pobres encomiendas, había desarrollado una incipiente  actividad de explotación, por falta de esclavos, y una incipiente actividad mercantil.
Desde 1590 llegaron a Buenos Aires comerciantes portugueses junto con la introducción de esclavos negros. Rápidamente los comerciantes comenzaron a controlar la ciudad y su vida económica, mientras el grupo de los fundadores se endeudaba y recurría a préstamos. Para Perusset Veras (2007), hasta 1620 podemos hablar de una etapa de formación de la elite porteña con dos grupos opuestos que no constituían en sí mismos un grupo de poder definido. El grupo de fundadores contaba con honor y poder pero no con riquezas. El grupo de los confederados, no podía participar del Cabildo, organismo que regulaba lo referente al comercio local, pero poseía grandes capitales y contactos. La estrategia del grupo de comerciantes para convertirse en el grupo de poder local, se basó en el monopolio del comercio. La entrada de esclavos por el puerto de Buenos Aires y las constantes prohibiciones impuestas por la corona, provocaron múltiples estrategias para evadir reglamentaciones. Lo que se tradujo en el despliegue de tácticas al margen de la ley. El grupo de los confederados organizó el comercio ilegal, encontrando en esa práctica el origen del aumento de sus fortunas personales y de su poder. Sus importantes capitales les permitieron no solo la compra de bienes sino el ingreso a la actividad prestamista en la ciudad. Las prácticas ilegales generaban tensiones constantes entre el Estado, las burocracias locales y la sociedad. La inobservancia de la ley implicaba la tolerancia de ciertas prácticas ilegales. El mismo Rey, aún cuando podía ejercer de cuando en cuando el poder de la ley, muchas veces toleraba la ilegalidad como contraprestación por servicios.
Ya desde 1597 existen registros de que Buenos Aires comerciaba con otros países europeos.6 El comercio y las redes de negocios entre Buenos Aires y el resto del Virreinato y entre Buenos Aires y Europa, dio lugar al crecimiento de negocios familiares. El padrón del año 1738 arroja el dato de 75 personas relacionadas con el comercio, de los que el 30% se dedica a la importación y exportación mayorista. Los comerciantes (mayoristas), los mercaderes (minoristas) y los tratantes llegaban desde Galicia, Vizcaya y Navarra. Para 1744 el número de personas vinculadas al comercio era de 222. En el padrón de 1778, de los 2.750 jefes de familia masculinos listados, 653 son comerciantes y 138 figuran como empleados comerciales, administrativos y aprendices.7 Los andaluces, provenientes en su mayoría de Cádiz, se asentaron en la ciudad, en el bajo del Riachuelo, y se dedicaron casi con exclusividad al comercio. Por su parte, los extranjeros portugueses fueron los que se radicaron desde el siglo XVI en forma creciente. En ese escenario, las alianzas conyugales jugaron un rol en la producción y reproducción del poder de la elite colonial. Los extranjeros ingresaban en esas redes a través del matrimonio. El crecimiento de la burocracia local favoreció la creación de una elite local, políticamente activa, que no tardaría en adquirir intereses opuestos a los de la Corona.
Los funcionarios públicos, los comerciantes y los demás grupos que componían la sociedad porteña, establecían lazos de parentesco y reciprocidad entre ellos, creando lazos de lealtad e intereses locales ajustando la ley a esas necesidades. Las leyes se acomodaban a los intereses de las elites comerciales porteñas. Esos grupos de interés  se convirtieron en grupos de poder que se transformaron en grupos de presión con influencia en el Cabildo y en las decisiones locales (Perusset Veras, 2007). El grupo en ascenso de los comerciantes establecía lazos comerciales con el antiguo grupo de los fundadores y lograba influir en un Cabildo,  antes prohibido para los de su clase. Es así como,  carentes de títulos nobiliarios, comenzaron a establecer vínculos con las familias de los beneméritos a través del matrimonio, el compadrazgo y el madrinazgo. El establecimiento de parentescos sanguíneos y de parentescos simbólicos, componía una red de relaciones sociales basadas en dependencias y lealtades entre estos dos grupos sociales como grupo de poder. Estas estrategias conformaban la actitud colectiva de una elite colonial tendiente a la perpetuación y reproducción social. El establecimiento de lazos de sangre o espirituales construyó relaciones duraderas entre los integrantes de las familias porteñas, dando lugar a negocios, fundaciones de clanes y riquezas en común. Porque las estructuras de reciprocidad (orden del parentesco) y las estructuras de subordinación (orden de lo político) no son términos que se excluyen (Balandier, 2005). Las relaciones políticas fundadas en la utilización del principio de descendencia y del parentesco proveen a lo político de un lenguaje y modelo.
El compadrazgo es un parentesco ritual que establece relaciones sociales no basadas en la consanguinidad o el matrimonio. El compadrazgo es la expresión más extendida de parentesco ritual e implica un sistema simbólico complejo. La religiosidad española se caracterizaba por la fuerte relación establecida entre el padrino bautismal y su ahijado así como la asociación de esta relación ritual a las hagiografías. El padrinazgo establecía una relación afectiva entre padrino y ahijado que fundaba una relación de compadrazgo entre el padrino y los padres del niño o la niña. En las partidas de Alfonso el Sabio, la partida 4, título 7, leyes 1 y 2, definen al compadrazgo como un parentesco espiritual.8
El compadrazgo es un lazo espiritual, no sanguíneo, que establece una relación profunda y duradera de parentesco ritual entre familias. Pero más allá de establecer un lazo de parentesco, el compadrazgo establece un relación espiritual por la que se da el nacimiento al alma. Los lazos que el compadrazgo establecía entre las familias era una potente estructura que consolidaba las relaciones de grupos y la defensa de sus intereses. Los lazos políticos y sanguíneos permitieron al grupo de los confederados constituirse en un grupo de presión que logró ingresar al Cabildo porteño. Compra de cargos, relaciones de dependencia, deudas y lealtades fueron los recursos de este grupo para fusionarse al de los beneméritos y constituirse, en el siglo XVII, en el grupo de poder local. Como señala Perusset Veras, el grupo de los confederados (los comerciantes-terratenientes) desarticuló al grupo de los fundadores (hacendados) quienes fueron cooptados a través de la creación de lazos de parentesco entre familias, compra de votos o endeudamiento. De allí que, tempranamente en el siglo XVII, las dos facciones se fundieron en un solo grupo dirigente que poseía el control del poder político y la riqueza en la ciudad. Los dos grupos no se alternaron en el poder sino que uno absorbió al otro, emergiendo un nuevo sector (Perusset Veras, 2007). A través de las Reformas, los Borbones se encargaron de establecer lazos comerciales más estrechos con las elites locales. El poder central negociaba con los comerciantes locales a través de vínculos más estrechos. Es así como los comerciantes se convirtieron en cuerpos autónomos integrantes del Estado Monárquico (Kraselsky, 2007). Como señala Kraselsky en su estudio sobre las estrategias corporativas de los comerciantes porteños, el nacimiento del Consulado de comercio de Buenos Aires, en el último cuarto del siglo XVIII, responde a este proceso de estrechamiento de los lazos entre la monarquía y los grupos de poder locales americanos. A la corona le reportaba la obtención de ingresos monetarios de sus territorios de ultramar. Para los comerciantes significaba la obtención de ventajas comerciales y el reforzamiento de los lazos corporativos. La elite porteña constituida en el siglo XVII era un grupo mixto, sin títulos nobiliarios y con una particular ideología en virtud del origen de sus integrantes. Extranjeros y españoles, comerciantes sin hidalguía y con profesiones y oficios variados. Este grupo de poder diferenciaba a Buenos Aires de otras ciudades del virreinato. Era una ciudad sin corte virreinal, en donde el comercio era la vía de enriquecimiento y adquisición de status. Por su parte, quienes componían el estrato más bajo, también construían redes de relaciones mutuas y favores. En ese sentido, la organización social colonial no puede comprenderse si se excluyen las tres formas básicas de relación: el compadrazgo como parentesco espiritual, los gremios como identidad corporativa y las cofradías como espacios de construcción de identidad y de sociabilidad tanto de grupos dominantes como subalternos. Es por eso que los conflictos entre estos grupos, son reveladores de la dinámica social rioplatense en la conformación de una elite porteña y su reacción ante las Reformas Borbónicas primero, y la vacante regia de 1808 después.

ARTE, RELIGIÓN Y SOCIEDAD EN BUENOS AIRES, 1780-1808

Si bien los planteos de Claude Lévi-Strauss, Jean Cazeneuve, Mircea Eliade, Víctor Turner o Emile Durkheim, por mencionar sólo algunos de la vasta bibliografía que ha abordado la cuestión  ritual, son diversos,  podemos tomar como punto de partida una serie de posibles convergencias. Una de ellas está ligada al papel de los ritos en el mantenimiento de los vínculos sociales y a la demarcación de las continuidades y discontinuidades en el tiempo comunitario. Otra, a la regulación afectiva, la canalización de los sentimientos y la contención de la violencia y las transgresiones.
Como ha señalado Georges Balandier (2005), el sentido del ritual se basa en que el poder se conserva a través de la producción de imágenes, el uso de los símbolos y la reglamentación a través de las ceremonias. Podemos entonces definir al rito como una acción compleja que articula gestos y movimientos, discursos y objetos en un todo coherente que, dentro de un sistema cultural, establece un campo simbólico que permite situar a los sujetos, establecer relaciones y reconocer valores (Contreras, 1998). El análisis de los documentos contenidos en las relaciones de fiestas, ha evidenciado el papel y dinámica de las celebraciones en el mundo hispánico. Como señala García Bernal (2008), en las relaciones de fiestas se articulaban múltiples géneros como la relación de acontecimientos, los panegíricos, el elogio de la ciudad y las corografías.
La amplia literatura dedicada a las celebraciones públicas, construyó un lenguaje del espectáculo con un amplio poder de comunicación. Este proceso de construcción de la fiesta como un ritual-espectáculo, implica analizar las transformaciones en el sentido del ritual en la modernidad. En ese sentido, García Bernal (2008), propone distinguir entre los rituales comunitarios y los rituales de comunicación, basándose en la distinción entre el dominio comunicativo entre las sociedades tradicionales y las modernas. Las sociedades tradicionales se rigen por un ritual experiencial ligado a la negociación vital, mientras que en las modernas predomina el ritual codificado para la comunicación. La cultura medieval puede ser inscrita dentro de las sociedades tradicionales en lo que respecta a la vivencia del ritual. Pocas conductas sociales escapaban al ritual, que pautaba las prácticas y la vida cotidiana. En las sociedades modernas, el ritual funciona como un aparato formal de poder, reafirmando, legitimando y publicando la validez de una doctrina. El ritual moderno, a diferencia del medieval-tradicional, se acota a un tiempo y espacio y exige la capacidad de los individuos de comprender sus complejos códigos.
Los rituales reafirman un poder, desplegándolo en el espacio público de la celebración. Los siglos XVI al XVIII forman parte de la transformación del ritual en términos tradicionales, hacia el ritual-espectáculo de las sociedades modernas. Es en ese sentido que Bernal (2008) destaca el espectáculo-ritual moderno como la expresión de un acto de poder que convierte las lógicas de domino en una economía simbólica de la satisfacción pública y de consumo de la novedad y artificio. En las fiestas religiosas y ceremoniales reales, este proceso apunta a la reintegración y legitimación de los grupos corporativos que integran la sociedad colonial. El ritual es un mecanismo de "reflexión emotiva" de lo vivido y experimentado. La fiesta desborda el plano de lo meramente religioso. Como señala Pierre Bourdieu (1985), el ritual es un acto de magia social que crea diferencias, repartiendo títulos sociales. Las fiestas virreinales fueron rituales que cumplieron con el rol de control de las relaciones sociales y reforzamiento de sus estructuras.
En América las fiestas variaban en esplendor según los recursos locales. Desde su fundación, los festejos porteños, tanto las celebraciones públicas como las fiestas religiosas,  fueron sencillos. El recorrido que se dibujaba en las procesiones era un camino jerarquizado que asociaba el grado de movilidad de los cuerpos en relación con su posición social. Las calles se lucían con los colgantes de los balcones, tapices, colgaduras de algodón, plumas. Oro, plata y festones construían una imagen llamativa junto a los arcos construidos en las calles. Los pulperos corrían con el gasto de las ramas y flores y los gremios de la ciudad costeaban las danzas que se incorporaban a la procesión.9 Los gremios debían costear los carros y las danzas propias de cada uno. Las danzas de los gremios provenían de una larga tradición medieval y cortesana que durante los siglos XVI al XVIII pasa a formar parte, como un elemento más, de la cultura para la comunicación social, propia del rito moderno como espectáculo de poder. García Bernal (2008) señala que dentro de estas manifestaciones medievales ligadas a las artes y oficios, la mascarada es aquella que evoluciona de manera más llamativa y se adecua a este nuevo escenario.
La mascarada fue durante la edad media y el Renacimiento, una práctica ligada a la diversión popular y realizada por grupos de danzantes. A partir del siglo XVI, la danza por gremios sigue siendo expresión popular pero es incorporada al ceremonial público de la entrada real y otras ceremonias de recibimiento oficial. Se produce un giro de la diversión medieval de estas danzas y juegos hacia una función dramática y representativa que se completa con la aparición de los carros alegóricos. Es importante destacar que la incorporación de estos carros y celebraciones gremiales tradicionales al fasto público, suponía para cada gremio la lucha por costear los más deslumbrantes y aparatosos para demostrar su vasallaje al soberano. Muchas veces sobrepasando su capacidad económica, costeando carros engalanados y deslumbrantes que circulaban por la ciudad ante la mirada de los otros. Las mascaradas se incorporan primero a la celebración pública real y recién en el siglo XVII se suman a las fiestas religiosas, en el ciclo inmaculista. La mascarada es una cultura callejera, itinerante y dramatizada ligada a la política de la corona y reúne dos componentes básicos: la búsqueda del asombro y sorpresa en el desfile y la imitación de mundos en el paseo de los carros. Las mascaradas fusionarán en el festejo público, el asombro, la fuerza de la procesión y la ilusión escenográfica (Bernal, 2008). Simultáneamente, en estas expresiones públicas en las que cada grupo tiene un espacio asignado, la construcción del nosotros estaba en juego. Pero un nosotros parcial bajo la imagen de la comunidad cristiana en la dimensión comunitaria del ritual. Las imágenes que se utilizan en el ritual, las esculturas y las figuras móviles, el patrono en andas o la Virgen que avanza por la calle, identifican colectivos sociales. Sean barrios, pueblos, etnias, orden religiosa, cofradía o cabildo. Por lo que esas imágenes se transforman en referenciales de estos. Las procesiones eran momentos de reforzamiento de las jerarquías sociales en el espacio urbano y de competencia. En Buenos Aires, el Cabildo ordenaba a los vecinos barrer las calles por donde pasaría la procesión, adornar sus balcones y que los propietarios de las esquinas elevaran altares (Torre Revello, 2004). Las cofradías se ubicaban en ese espacio visible en forma jerárquica y desplegaban todos sus recursos para la celebración de la fiesta más importante del año. Para el Corpus había fuegos artificiales, salvas y música.
Las procesiones no eran solamente caminatas sino elaboradas estrategias simbólicas en las que se demostraba la fe ante los demás y el lugar que se ocupaba. Las danzas de enmascarados, de influencia granadina y sevillana, abrían la procesión al igual que en España, junto a figuras móviles como la tarasca. Por lo general, las cofradías garantizaban el ornato de la capilla y el altar. La archicofradía del Rosario de la iglesia de la Merced, por ejemplo, acordó en 1735 hacer un marco de vidrios frente a la capilla para dar luz y usar el vestido de brocato los días de la Concepción, San Pedro Nolasco, la Encarnación y fiesta de Nuestra Señora de la Merced.10 La cofradía sacaba a la Virgen en andas para la fiesta del Corpus. También el Cabildo participaba en las fiestas aportando los músicos o, como en 1775, 4 altares y colgaduras para las casas capitulares.11 La participación en el ritual religioso solo puede comprender si se lo ubica en su respectiva traducción social. La manifestación y visibilización de los comportamientos en el espacio urbano eran la exteriorización de las selecciones internas y valores compartidos.
La ciudad de Buenos Aires fue transformándose a lo largo del siglo XVIII. A la par que crecía en número, los grupos de la ciudad comenzaban a interesarse cada vez más en las representaciones teatrales y el consumo de obras de arte y objetos de devoción. Las fiestas porteñas eran modestas pero reproducían las formas tradicionales. Las llegadas de funcionarios se festejaban con corridas de toros, encamisadas y mascaradas que daban vida a las calles de la ciudad. Se iluminaban los edificios principales y los y las porteñas disfrutaban de las mojigangas, encamisadas y luces. Una de las fiestas en las que se hacían importantes gastos era la del patrono de la ciudad. Para estas celebraciones se acuñaban monedas de plata que ostentaban la imagen del Rey en uno de sus lados. Se paseaba el estandarte real, se realizaban procesiones y en la catedral se celebraba un novenario, misa cantada y sermón.
Según Torre Revello (2004), en el siglo XVIII también se presentaron comedias en tablados levantados en la Plaza Mayor con gran cantidad de atracciones. Las familias adineradas iluminaban,  a la par del fuerte, el Cabildo y la casa del obispado, las fachadas de sus casas. Es interesante señalar el crecimiento en el gasto de iluminación en estos festejos a lo largo del siglo XVIII, acompañando el crecimiento de la ciudad y sus demostraciones de vasallaje al Rey. Si en 1765 se gastaron 168 pesos, en 1785 la suma había ascendido a 200,  en 1807 a 717 pesos y en 1810 a 725 (Torre Revello, 2004). En el caso de las danzas, se registran en Buenos Aires varios pleitos sobre su decencia. En 1769, el regidor Gregorio Ramos Mejía se quejaba de la "Ynsolencia de los Danzarines e indicencia" y  planteaba al cabildo, se resuelva eliminarlas.12 Como ha sugerido Torre Torre Revello (2004), la diferencia entre "bailar" y "danzar" aparece reflejada en los expedientes y quejas que se sucedieron a lo largo de esos años. Las danzas se referían a movimientos más recatados mientras que bailar implicaba usar todas las partes del cuerpo haciendo movimientos en mayor libertad. Es así como se habían importado las danzas cortesanas de España a las reuniones nocturnas porteñas. La denominación de saraos para estas reuniones expresaba una práctica privativa de las familias acomodadas. Estos saraos se realizaban también durante el periodo de carnaval dando lugar a los bailes de máscaras. Las mascaradas se realizaban por lo general en lugares cerrados. El propio Virrey Vértiz, permitió estas reuniones, siempre y cuando se realizaran en ámbitos cerrados donde pudiera evitarse y controlarse el desorden. Durante el gobierno de Vértiz, la Rancheria funcionó como un espacio adecuado para esas mascaradas. Estas resoluciones del Virrey y del Cabildo, así como las  reglamentaciones de la ciudad, contenidas en los Estatutos y ordenanzas de la ciudad de la Santísima Trinidad Puerto de Santa María de los Buenos Aires (1668), hacen evidente el interés por controlar las expresiones festivas del Corpus. Demuestra que esta fiesta contenía un alto grado de elementos que generaban desorden, mezclaban hombres y mujeres, y la utilización de  elementos profanos que la convertían en un  espectáculo antes que en una celebración religiosa. Como señala Garavaglia (2007:84), que el Consejo de Indias denominara a esta fiesta como "un acto público de religión" evidencia  no sólo la búsqueda de publicidad que caracterizaba a la corona española, sino la constante fuente de conflictos que significaba que el poder capitular tuviera injerencia sobre la fiesta en su organización y sostén pecuniario.
Las relaciones sociales se escenificaban en el espacio de la ciudad a través de la participación de toda la sociedad en rituales que determinaban espacios, gestos y acciones definidos para cada grupo. La fiesta religiosa y la celebración pública construyen un espacio de cosificación del poder, como sugiere Zapico (2006), por el que los objetos, espacios y lugares ligados al ceremonial y el protocolo, encarnan significaciones tanto religiosas como políticas y nos obligan a preguntarnos por qué, sobre qué y quiénes eran los que entraban en conflicto alrededor de ellos. La discusión podía recaer sobre un objeto en particular, como un pendón o un asiento, una vestimenta o una ubicación. Y el debate se generaba sobre los derechos de unos o de otros  sobre ese uso o sobre ese espacio en concreto. Los altercados se producen por transgresiones del orden sentidas por el Cabildo, un obispo o un funcionario del gobierno.
Las relaciones entre la elite porteña, los religiosos y las nuevas relaciones de poder establecidas por las Reformas Borbónicas se encarnaron en las celebraciones coloniales a través de las disputas ceremoniales y la apelación a la costumbre por parte de los civiles ante un clero regular poco dócil. Lo podemos ver en el caso del altercado entre el Cabildo de Buenos Aires y el Obispo Cayetano Marcellano y Agramont sobre su recibimiento en el año 1750 y los altercados entre su sucesor, el Obispo Latorre sobre los fondos para la reconstrucción de la Iglesia Catedral después del derrumbe de la fábrica, con el Gobernador de Buenos Aires.
Procedente de La Paz, Cayetano Marcellano y Agramont arribó en 1750 a Buenos Aires, después de haber sido electo en 1748. Tradicionalmente el Cabildo ordenaba al Mayordomo de la ciudad que arreglase los preparativos para el recibimiento, con cuatro masas y luminarias para la noche del recibimiento y que se colgasen faroles, se pusiera un dosel y las armas reales, adornándose con ramas los portales. Según el ceremonial establecido por Clemente VIII en el Caeremoniale Episcoporum (1600), era costumbre y obligación que el clero regular y secular acudieran a pie hasta la puerta de la ciudad y que los magistrados y ministros salieran fuera de la puerta de la ciudad para recibirlo con mas honor, mientras el futuro obispo subía a un caballo y el pueblo lo acompañaba en procesión. Los magistrados debían portar las varas y el obispo entrar debajo del palio. Era obligación de la ciudad limpiar las calles para ese trayecto y arrojar flores. Con motivo del recibimiento de Agramont se generó un largo conflicto con el Cabildo de Buenos Aires. El obispo se había hospedado en el Colegio de la Compañía de Jesús y esperaba que al entrar en la Catedral, los miembros del Cabildo llevaran las varas del palio. El Cabildo, se oponía a este gesto amparándose bajo la ley establecida en la Recopilación de leyes para los reinos de las indias. Finalmente la disputa la ganó Agramont, siendo recibido con palio en la iglesia. En este caso el palio se convierte en el objeto de la disputa por la expresión y competencia por una jerarquía negociada en el espacio público. Tiempo después, su sucesor, el Obispo Latorre hacía referencia a este altercado, sugiriendo que los hechos habían sido adulterados por el Gobernador. En consecuencia, el Rey dictó una Real Cédula con fecha 27 de febrero de 1757, mandando observar la ley 4, tit, 15 lib. 3 de la Recopilación de Indias que establecía que ningún obispo fuera recibido con palio.13 Como se observa en todas las disputas, el Rey es quien detenta el poder de equilibrar o fallar a favor de unos, marcando jerarquías y estableciendo espacios e injerencias. Pero siempre es el garante final de la armonía al establecer el orden y los protocolos. Después de este altercado y la intervención real, el obispo Latorre, sucesor de Agramont, fue recibido con palio en la Catedral pero no a la entrada de la ciudad. Durante el mandato de Agramont y luego de Latorre, se sucedieron los hechos del derrumbe y reconstrucción de la Catedral, de la que Domingo de Basavilbaso era mayordomo. Es interesante señalar cómo éste, hacia 1771, da cuenta en una carta  Francisco de Paula Bucareli, de los sucesos de entonces en esa iglesia. Para Basavilbaso las injerencias de lo civil en lo religioso obligan a ceder concesiones a los religiosos ante el Gobernador y tienen como resultado conflictos que perturban la armonía de la sociedad.14 En ese sentido, las disputas que tuviera Latorre con las autoridades civiles eran producto para Basavilbaso de esta mezcla de injerencias de poder. Para el mayordomo, la situación de Latorre como obispo ante la necesidad de hacer concesiones al poder civil para lograr la finalización de las obras de la Catedral evidenciaba los peligros de la dependencia del culto de lo político. Para él, era necesario un culto "sostenido libremente por los creyentes" e independiente del poder civil. Estas mezclas de injerencias son muestras inequívocas de que el origen de estas disputas era político. Estas "rencillas" dan cuenta de que en estas simples cuestiones de protocolo y ceremonial, las tensiones entre las Reformas Borbónicas, como política de control en la región sur de las Indias, creaban tensiones con el poder eclesiástico. Las Reformas y el ejercicio del Patronato Real superponían injerencias y proponían en control de la actividad del culto y los religiosos por parte de los funcionarios del gobierno.
En 1766 se produce un nuevo cruce entre el Cabildo de Buenos Aires y el Obispo Manuel Antonio Latorre por el ceremonial de la donación de la paz en las funciones religiosas y el orden de precedencias.  El Obispo notifica por carta del 31 de enero de 1766 al Cabildo sus consideraciones sobre el altercado sufrido con el Regidor Don Miguel de Rocha, quien había reclamado al Obispo tres cuestiones puntuales de ceremonial que esperaba que este respetase. Le solicitaba que cuando el Gobernador no presidiera al Cabildo, se debía suministrar la paz al Alcalde de primer voto o la persona que lo presidiera al mismo tiempo que el obispo. A su vez, luego de que el obispo diera la bendición al público y llegara al sitial, la debía repetir al Cabildo para que saliera con su bendición. Y cuando el Cabildo concurriese a función debía de anticiparse el obispo y no esperar a que el Cabildo estuviera en la iglesia para entrar en ella. Manuel Antonio refiere al Cabildo las disposiciones de Benedicto XIV y de la Recopilación (ley 23 tit. 15 lib.3) que establecían que la paz se diera primero al obispo antes que a cualquier magistrado e incluso el Gobernador. Encuentra sin fundamento que cuando el Alcalde de primero voto preside al Cabildo, se le haya de considerar la misma prerrogativa que al Gobernador, ya que para el Obispo Antonio, no hay forma de considerar que estos dos tengan la misma jerarquía. Encuentra en estas faltas a las disposiciones, la posibilidad de que se introduzca la confusión entre las ceremonias sagradas y las civiles. Ceremonias que dependen de las jerarquías de quienes participan. Si se da la paz al Obispo y al Alcalde al mismo tiempo, se estarían confundiendo no sólo los dos órdenes sino las relaciones de poder entre uno y otro. El Obispo se dirige al Cabildo para consultarlo sobre la prioridad de unos o de otros "a fin de saber si en la realidad ha habido costumbre de que cuando falta el Gobernador se le suministre la paz al que preside el Cabildo secular al mismo tiempo que a mí y por un igual ministro" 15. Por otro lado, sobre la bendición en el sitial para despedir al Cabildo, el Obispo deja en claro que si esa práctica fuese llevada a cabo, estaría obligado a dar la bendición antes de haber concluido con la misa. El último punto que aborda en su carta Manuel Antonio, se refiere a si el obispo debe estar en la iglesia antes de que el Cabildo se haga presente para la ceremonia. Según el Obispo, un prelado no debe esperar a nadie para comenzar a celebrar la misa. Y no deja pasar la oportunidad de, sutilmente, criticar al Cabildo por sus ausencias en los oficios de la iglesia. La ironía del Obispo se traduce en sus deseos de "evitar el escándalo delante del público" y evitar toda controversia y espíritu de discordia que pueda haber arrojado a "fomentar un cisma de tan perjudiciales consecuencias" (Idem).
Por la carta de respuesta del Gobernador Pedro de Cevallos, sabemos que por esos días se publicó un pasquín anónimo en donde se acusaba de cismática la actitud del Cabildo hacia la Iglesia y que el Cabildo le adjudicaba la autoría al Obispo. La disputa originada en la celebración de San Pedro Nolasco, sobre la práctica de dar la paz, implicaba para el Cabildo, la intención del Obispo de modificar una práctica que era costumbre. A su vez, el Cabildo recuerda al Obispo por carta del 19 de febrero de 1766, que en la fiesta de Santa Catalina, se produjo un suceso deshonroso e incómodo. Al bajar dos acólitos para dar la paz, los miembros del Cabildo se pusieron de pie para esperarla. Los acólitos siguieron de largo hasta el coro y después de dársela a todos los que estaban allí presentes, recién se la dieron al Cabildo, "quien por evitar escándalos la recibió sin más demostración, que la de decir al que la llevó, que venía tarde."16
El mismo desaire se produce en mayo en la iglesia de La Merced. Y en julio, en la de San Ignacio. En varias partes de la cartas, tanto del Obispo como del Cabildo, se hace referencia a ceremonias que se "estilan" o se acostumbran hacer en Buenos Aires desde siempre frente a otras modalidades que esgrimen en uno u otro caso ambas partes. El recurso a la tradición de una práctica es constante y se reitera en muchos documentos sobre pleitos. La transgresión es considerada contraria a la tradición y por lo tanto generadora de desorden y escándalo. Para el Cabildo es suficiente señalar que esas prácticas se realizan por costumbre para dar cuenta de su legalidad y de una relación de poder y de jerarquía entre los religiosos y el Cabildo como cuerpo del poder municipal y civil. El orden se transgrede cuando se utiliza un objeto en forma inapropiada, no se sigue una regla de cortesía o se ocupa un espacio que se siente usurpado por otro. La alteración "pública" o "notoria por el pueblo" que aparece reiteradamente en los legajos de estas disputas hace referencia al problema de la transgresión y su visibilización en los espacios públicos en donde el poder está encarnado espacial y materialmente y en donde los actores sociales se exhiben y se inscriben en jerarquías. El desorden es un concepto que se reitera una y otra vez como crítica al resultado de estas transgresiones que deben ser reparadas. El orden trae armonía. Y la armonía resulta del mantenimiento del orden y la separación de las injerencias de estos cuerpos. Pero la armonía también es el resultado del mantenimiento del prestigio y del honor. El ceremonial funcionaba como un patrón de diferenciación social que expresaba a su vez la competencia por la jerarquía (Zapico, 2006).

CONSIDERACIONES FINALES

Las celebraciones públicas y religiosas en Buenos Aires fueron un espacio de disputa y legitimación del poder en una ciudad que había sido siempre periférica. Su particular constitución social, su conversión en capital de virreinato y la  incorporación de un ejército de nuevos empleados de la corona, hicieron evidentes las tensiones que se produjeron a partir de ese reacomodamiento en las formas tradicionales de ejercicio de la política y el poder entre los grupos de elite locales. A finales del siglo XVIII, es necesario hablar de convivencia y superposición antes que de sustitución de las prácticas tradicionales por irrupción de las corrientes ilustradas en la región. El ritual funcionaba como un aparato integrador de la comunidad, que soldaban voluntades y lealtades a través de la construcción de un consenso simbólico. Esa sensibilidad fue más duradera y se extendió a lo largo del siglo XIX, metamorfoseándose también en fiesta patria. Estas celebraciones actualizaban las formas de la cohesión social y las pautas de comportamiento social y moral. Las Reformas Borbónicas provocaron desequilibrios en la organización política y burocrática porteña, basada en lazos recíprocos entre familias, así como en la participación y poder del clero en la vida de la ciudad, superponiendo funciones de los organismos de gobierno e introduciendo transformaciones en el plano de lo social. Las ceremonias representan la imagen y posición simbólica de los protagonistas así como también la evolución de la racionalidad en que estas se insertan. El aumento de estas disputas sobre los modos de realización del ceremonial o la incorporación de elementos profanos en las ceremonias religiosas, a lo largo del siglo XVIII, nos muestran cómo, en ese espacio festivo, se evidenciaban las prácticas políticas porteñas basadas en la transgresión de las normas y la apelación a las costumbres como mecanismos de preservación del poder ante las transformaciones que las Reformas Borbónicas habían comenzado a introducir en la región y que tenían sustento en la posición marginal y particular de la ciudad. La fiesta funcionó como medio de cohesión y creación de lealtades, tanto bajo el período colonial como el posterior.
El absolutismo de los Borbones compartía en ese sentido, como señala Ortemberg (2004), un punto en común con el pensamiento ilustrado, en su rechazo por los privilegios de los cuerpos. La relación entre lo súbditos y el Rey debía ser sin intermediarios. Simultáneamente, desde fines del siglo XVIII comienzan a instituirse nuevas formas de sociabilidad como las tertulias, salones y logias que contribuyen a crear una esfera de la opinión pública. Los nuevos grupos y facciones se convirtieron en los nuevos contendientes, en el mismo escenario festivo público en el que se negociara el poder durante la colonia. El pueblo mantenía las viejas prácticas tradicionales y las elites asumían la necesidad de "educarlas" a través de la legislación, la construcción de una memoria histórica y la puesta en escena de rituales, festejos y símbolos de la nación. La Revolución de Mayo había recompuesto las relaciones de poder en nuevo escenario. La necesidad de forjar lealtades y obediencias se encarnó en las fiestas patrias y las celebraciones conmemorativas. El mito clásico como simbología de la corona había entrado en crisis pero no desaparecería. Heredará sus elementos a la fiesta patriótica centrada en la figura del héroe patriótico americano. Esta unión de lo pasado y de un presente que se construía, a través de los viejos símbolos y formas rituales del poder, legitimaba la constitución del nuevo Estado. A diferencia de la Revolución Francesa, en la que las fiestas se constituyeron a partir de la ruptura con el pasado, en América se reutilizaron las viejas fórmulas ligando el pasado inmediato con el presente.

Notas

1 Auto del Gobernador interino Alonso de la Vega, 11 de septiembre de 1760, Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Sala IX, Bandos de los Virreyes y gobernadores del Rio de la Plata, Libro 2, folios 232-233

2 José Núñez, 1796, Sucesión 7260, AGN, Sala IX.

3 Juan Antonio Novas, 1794, Sucesión 7260, AGN, Sala IX.

4 Carta de Antonio Olaguer Feliú, Gobernador y Capitán General del Río de la Plata, por muerte del Virrey, Pedro Melo de Portugal, al Príncipe de la Paz acompañándole un memorial a S.M. pidiendo se le conceda la Cruz de Carlos III, Archivo General de Indias (en adelante AGI), Estado, 80, N.42.

5 Memoria de Miguel Lastarria al Secretario de Estado, marqués de Casa Irujo, exponiéndole el estado interno y externo de las colonias de América Meridional AGI, Estado, 78, N.14.

6 Por ejemlo, en 1597 se da el primer contacto entre Buenos Aires y Holanda con el buque De Vliegunde Raven, proveniente de Angola.

7 AGN, Sala IX, 24-3-4. Citado en OLIVERO, Sandra. "Los andaluces en el Río de la Plata. Siglos XVII-XVIII", Contrastes, Revista de Historia, N°13, 2004  p. 128.         [ Links ]

8 Las siete partidas del Sabio Rey Don Alfonso el Nono: Copiadas de la Edición de Salamanca del año 1555 que publicó el Señor Gregorio López, Joseph Thomas Lucas (ed.), 1757, Biblioteca de Catalunya, p.92.         [ Links ]

9 El 13 de mayo de 1762, el Gobernador Pedro de Cevallos ordena que los gremios carguen con los gastos de la fiesta. AGN, IX. Bandos de Virreyes y Gobernadores del Río de la Plata, Libro 2, folios 313-314.

10 Acuerdos de la Archicofradía del Rosario con el Convento de San Ramón, AGN, IX, 33-5-7.

11 El encargo se hace a Juan de Espinosa, para las fiestas del Corpus de 1775. Acuerdos del Cabildo de Buenos Aires (en adelante AECBA), Serie III, Tomo IV, p 612, AGN.

12 AECBA, Serie III, Tomo IV, Libros XXXV y XXXVI, 1769-1773, p. 84.

13 Recopilación de leyes de los reinos de las indias, mandadas a imprimir y publicar por la Magestad Católica del Rey Don Carlos II, nuestro Señor, Tomo II, Madrid, Boix, 1841.

14 Carta de Domingo de Basavilbaso a Francisco de Paula Bucareli, 29 de agosto de 1771. Reproducida en La Revista de Buenos Aires, Historia Americana, filosofía y derecho, Buenos Aires, junio de 1869, N° 74, Año VII, p. 159.

15 Carta del obispo de Buenos Aires, Manuel Antonio, al Cabildo. 31 de enero de 1766, reproducida en La Revista de Buenos Aires, Historia Americana, filosofía y derecho, Buenos Aires, junio de 1869, N° 74, Año VII, p.164.

16 Carta del Cabildo al Obispo Manuel Antonio de Buenos Aires, 19 de febrero de 1766. reproducida en La Revista de Buenos Aires, Historia Americana, filosofía y derecho, Buenos Aires, junio de 1869, N° 74, Año VII, p.168-169.

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