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Avá

versión On-line ISSN 1851-1694

Avá  no.22 Posadas abr. 2013

 

ARTÍCULOS

Desafíos etnográficos en el estudio de la violencia. Experiencias de una investigación

 

Salvador Maldonado Aranda

Profesor-investigador de El Colegio de Michoacán A. C. Dirección: Calle Martínez de Navarrete 505, Las Fuentes, Zamora, Michoacán, México. 01351 5157100. Email: maldonado@colmich.edu.mx

Fecha de recepción del original: marzo de 2013. Fecha de aceptación: octubre de 2013

 


Resumen

La producción de etnografías ha supuesto, regularmente, riesgos para los autores en contextos de guerras, revueltas o violencia cotidiana; sin embargo, parece que actualmente las cosas se han vuelto más difíciles como para pensar detenidamente en aventurarse a algún lugar y recabar testimonios de personas comunes en lugares infrecuentes. Las percepciones como el incremento real de la violencia están redefiniendo las formas y acercamientos a la producción de conocimiento, lo cual repercute en la representación textual de la realidad. ¿Qué tipo de investigación podemos construir en contextos donde las "lógicas" de la violencia han reestructurado el mapa de ruta del antropólogo? ¿Qué tipo de conocimientos podemos ofrecer en condiciones realistas? y ¿Qué papel juegan nuestras narraciones en el discurso público? En este artículo intentaré afrontar estos dilemas por medio de mi experiencia de trabajo de campo en una región mexicana inmersa en problemas fuertes de narcotráfico y crimen organizado.

Palabras claves: Narcotráfico; Drogas; Trabajo de Campo; Violencia; Etnografía.

Ethnographic challenges in the study of violence. Experiences of a research

Abstract

Production of ethnographies has regularly meant risks for authors in contexts of war, insurrection or daily violence; however, it seems that now things have become more difficult to think carefully about venturing somewhere and to collect testimonies of ordinary people in uncommon places. Perceptions as the real increase of violence are redefining forms and approaches to knowledge production, which affects the textual representation of reality. What kind of research can we build in contexts where the "logic" of the violence has restructured the anthropologist road map? What kind of knowledge can we offer under realistic conditions? And what roles do our narratives play in the public discourse? In this article I will try to address these dilemmas through my experience on field work in a Mexican region steeped in problems of drug trafficking and organized crime.

KEY WORDS: Drugs trafficking; Drugs; Fieldwork; Violence; Ethnography


 

Introducción

La ola de violencia que los países latinoamericanos están experimentando desde hace varios años ha puesto en jaque gran parte de las instituciones políticas, jurídicas y sociales, incluyendo las educativas. En el caso mexicano, los problemas de inseguridad pública se han extendido a ámbitos académicos que hasta hace poco todavía parecían gozar de cierta estabilidad y tranquilidad. Tanto en términos cotidianos como de investigación, los temores para realizar trabajo de campo, investigar ciertos temas y problemas fronterizos de lo legal e ilegal, estar en el lugar y momento equivocado, tener represalias o advertencias sobre nuestras preguntas, etc., se generalizan conforme se recrudecen los conflictos y las violencias. El impacto a la investigación empírica ya es un hecho y se está dejando sentir con mayor crudeza, en la medida en que la violencia se acentúa, a la vez que algunos aparatos de los estados nacionales son implicados en actos de corrupción y venta de protección. Como consecuencia de lo anterior, pareciera que estamos ante una suerte de parálisis de la investigación cuando experimentados analistas restringen sus estancias de trabajo de campo o envían a representantes en búsqueda de alguna entrevista exclusiva sin exponerse demasiado. Cuando los estudiantes deben replantear sus objetos y objetivos de investigación ante burbujas de violencia en sus respectivos lugares de estudio. Ya no es una novedad el que tanto investigadores como estudiantes abandonen pesquisas, replanteen sus alcances o busquen caminos menos "peligrosos" para cumplir, por otro lado, exigencias de instituciones educativas y financiadoras de la ciencia, interesadas en incrementar porcentajes estadísticos de profesionales y demostrar estándares internacionales de calidad y eficiencia educativa.

Ante un panorama sumamente conflictivo como el que México está pasando y, considerando las presiones institucionales por la productividad científica, nos está envolviendo una serie de temores que nos hace prisioneros de la misma ola de incertidumbre que, paradójicamente, necesitamos deshilvanar. El objetivo principal de este artículo es, por tanto, plantear un conjunto de cuestiones que subyacen a estas experiencias de desencuentro con el fin de profundizar en la discusión sobre el papel de la violencia en la antropología y las ciencias sociales. Este trabajo comparte el argumento de varios antropólogos y sociólogos sobre los riesgos y dilemas éticos al trabajar con el término "violencia" (Scheper y Bourgois, 1994; Misse, 2006; Heyman, 1999; Ortega, 2008; Das, 2008). Varios de ellos apuntan que la violencia es un término que no puede ser utilizado neutralmente, pues es multifacético y performativo.

Derivada del latín, violentia, la palabra violencia significa fuerza que se usa contra el derecho. Desde esta definición, el término violencia supone una forma axiológica, pues al existir como hecho fáctico, se da regularmente fuera de nosotros, lo que conlleva a que supongamos implícitamente que el "otro" es el sujeto de la violencia. La convocamos, similarmente, como señala Misse (2006), para provocar una acción en contra de ella, en forma de una posible judicialización de actos considerados condenables. La acusación parece ser la forma primaria de la moralización de esa judicialización de actos considerados violentos. Por ello, la violencia es intrínseca a la producción del derecho como forma de "incriminación" (culpa y dis-culpa), aun cuando el derecho se vea como un conjuro contra la violencia misma o como una forma de violencia en sí misma (Benjamín, 2007).

Scheper y Bourgois (1994) afirman que la violencia es intrínseca a la historia, constituye un explanandum, mientras que para Nordstrom y Robben (1995) la violencia se incrusta en el conflicto, desde donde se puede conocer la experiencia que ocasiona en los sujetos en forma de subjetividad. Resulta muy interesante que cuando estos autores abordan el término violencia, no lo desligan del cambio sociopolítico tal como las guerras o exterminios, de la misma forma en que Bourgois (2010) evita tratarla como un hecho fáctico, representada como pornografía. Esto es muy ilustrador ya que supone que la violencia no puede desligarse de la historia en forma de conflicto (Benjamín, 2007). Cuando toda historia debate sobre el juicio de los hechos, la carga de la prueba de la moralidad se transfiere a la historia misma. Así, el juicio histórico se convierte en una expectativa histórica de que se haga justicia, en la medida en que, experimentada como tribunal, se puede encontrar la absolución o condena como forma de violencia (Koselleck, 2010). Al final, siempre hay sacrificables por la violencia. Por ello, Benjamín (2007) no duda en señalar que la historia de los oprimidos nos enseña que el estado de emergencia no es la excepción sino la regla. La violencia es productora de la historia, ó, en otros términos, la violencia es la continuación de la guerra por el poder por otros medios (Arendt, 2008). Visto de una forma foucaultiana, la violencia es un dispositivo a través del cual se reproduce y edifica el poder. Es la forma más primitiva del ejercicio del poder o la manera más sofisticada del biopoder. Por ello, el verdadero centro de las relaciones de poder se ubica entre la reluctancia de la voluntad y la intransigencia de la libertad (Foucault, 2001), en cuyo vértice subyace la violencia.

Estas breves reflexiones nos permiten construir, a continuación, tres críticas a la forma en que se está tratando y representando la violencia en el espacio público; posteriormente vamos a exponer cómo hemos estado trabajando con el término violencia con base en el trabajo de campo que emprendimos desde hace varios años en una región inmersa en el narcotráfico y la delincuencia organizada. Al final, vamos a analizar algunas formas en que la etnografía se debate como un discurso realista y la manera en que alimenta el discurso público de la violencia1.

Tres objeciones sobre la representación de la violencia

Una primera cuestión que es importante mencionar sobre las tensiones vivenciales de la violencia, es que nuestros temores a ella están teniendo efectos reales en las maneras de interpretar la realidad. Pero este tipo de tensiones no son naturales, forman parte de un cambio generalizado de nuestra forma de ver y experimentar las realidades que nos rodean, lo que podría englobarse en una tendencia interpretativa destacada brillantemente por Hartog (2007) como el "presentismo" de nuestro siglo XX y XXI. Un nuevo régimen de historicidad que nota un cambio radical de la relación de la persona con el tiempo y el espacio. Permítanme brindar una breve introducción sobre ello. Hartog señala que toda la primera mitad del siglo XX estuvo dominada por el futurismo, un régimen del tiempo que debe entenderse como la dominación del punto de vista del futuro en su sentido imperativo como orden del tiempo: ".un orden que no cesa de acelerar y de presentarse como tal. La historia se hace entonces en nombre del porvenir y debe escribirse de la misma manera. El movimiento futurista impulsó esta postura hasta el extremo" (Hartog, 2007: 134). El futurismo se incrustó en la idea de progreso e hizo de la reconstrucción, la modernización y la planificación de las sociedades su Praesens: "lo que está frente a mí" o lo "inminente", en el sentido de Benveniste (citado en Hartog, 2007: 135).

Los acontecimientos de los años sesenta del siglo XX abrieron la crítica más fuerte a la idea de progreso. "Las utopías revolucionarias, progresistas y futuristas, ¡oh cuanto!, en sus principios, pero también preteristas y retrospectivas (.) debían operar desde ese momento bajo un horizonte que no superaba en nada el simple círculo del presente (.)" (Ibíd.). Más adelante, Hartog (2007:140) señala: "Llegaron, por supuesto, los años sesenta, las desilusiones o el fin de una ilusión, el derrumbe de la idea revolucionaria, la crisis económica de 1974, el inexorable ascenso del desempleo en masa, el fin del estado benefactor construido en torno a la solidaridad y sobre la idea de que el mañana será mejor que hoy, y las respuestas más o menos desesperadas o cínicas de que todos, en cualquier caso, son miserables en el presente y sólo en él".

En esta progresiva invasión del horizonte por "un presente" es que la sociedad de consumo, las innovaciones tecnológicas, la violencia y la búsqueda de beneficios contribuyen a figurar un nuevo régimen de historicidad, una nueva relación del hombre con el tiempo. Nuestra dimensión experiencial de y con el tiempo es lo que Harvey llamó la "compresión del tiempo y el espacio" (Harvey, 2004). Así, la productividad, flexibilidad, movilidad, desempleo, violencia, etc., son las nuevas categorías que distinguen nuestro tiempo. "El futurismo se hundió en el horizonte y el presentismo lo reemplazó (.) Sin futuro y sin pasado, el presentismo genera diariamente el pasado y el futuro de quienes, día tras día, tienen necesidades y valoran lo inmediato (.) Estas conductas traducen una experiencia largamente compartida del presente, son uno de sus componentes, que trazan así uno de los regímenes de temporalidad del presente" (Hartog, 2007:141). El presentismo es, en otro sentido, un nuevo horizonte de expectativa (Koselleck, 2010).

Si el presentismo es una nueva manera de percibir, experimentar e interpretar el tiempo en condiciones de constricción espacial, es necesario comprender cómo ha cambiado de manera sustancial nuestra representación social. A la manera de Foucault, el orden del tiempo se acompaña de un nuevo orden del discurso en el que las palabras y las cosas adquieren nuevos significados. El nuevo orden del discurso dominante que distingue la actualidad, es una ".economía mediática del presente [que] no cesa de producir y de consumir acontecimientos" (Foucault, 2001:254). Es una nueva historia en tiempo "real" dada por los medios masivos de comunicación, internet, etc. La "producción" y "consumo" de acontecimientos encuentran un paralelismo en las reflexiones de Lacan cuando disocia el acontecimiento del espectáculo como "algo más real que la realidad".

En otras palabras, la economía mediática del presente ha contribuido a diluir o eclipsar la noción de acontecimiento (Dosse, 2006) tal como la conocemos en ciencias sociales, con la noción de espectáculo. Por ejemplo, cuando las guerras, hambrunas, desastres o asesinatos son televisados o expuestos en internet, regularmente pierden sus contextos y sus vínculos históricos con las acciones del hombre. De esta manera, similarmente, la violencia en el mundo se ha convertido en una especie de espectáculo mediático en el que el discurso público sobre ella, dramatiza historias personales desligándolas de los acontecimientos que la produjeron. La violencia que se reproduce por los medios masivos de comunicación2 provoca más temores que lo real y por eso el miedo se incrusta en el cuerpo y la memoria. Es esta dramatización mediática sobre la que necesitamos reflexionar más ampliamente, sobre la forma en que el Estado sigue controlando el discurso de producción de la violencia, expulsándola fuera de él. A esto es lo que llamaré la estatización del discurso de la violencia.3

La representación mediática de la "anomia social" construye una especie de desnudo del cuerpo humano, expuesto cotidianamente en escenas constituyentes de historias desenfrenadas de culpabilización y terror. Dicha "pornografía de la violencia" en el sentido de Bourgois (2010), del cuerpo condenable o asesinable, tiene un efecto fulminante sobre nuestra apreciación de lo inmediato, lo cercano o lo familiar. Se producen diversas figuraciones de lo ilegal sobre el "otro". Ya no es la interpretación del acontecimiento -el hecho político o el conflicto- lo que provoca la violencia, sino la condición del afectado, el derecho humano, la persona y sus consecuencias individuales o familiares.4 Esta visión mediática de la violencia y el terror forma parte del régimen presentista que Hartog (2007) propone discutir, y cuyo impacto se deja sentir en la adopción de ciertos discursos académicos posmodernos. Ahora lo que importa es el ser en lo inmediato y, esta inmediatez, significa atender, dar consuelo y comprometerse con los daños.

La construcción pública del desamparo y la violencia provoca discursos liberales de apoyo moral o asistencial. Dicho en otras palabras, lo que ha operado como principal característica de la estatización del discurso de la violencia es la expulsión del acontecimiento histórico-antropológico por el daño social e individual, y la memoria a través de la política del recuerdo y el olvido. La individualización del peligro, el trauma, el terror, tiene en la memoria su principal vehículo de expresión. En otros términos, la estatización de la violencia que se ha producido desde el presentismo, está sustituyendo preguntas clásicas de las ciencias sociales por sentimientos generalizados de caos y miedo como, por ejemplo, el desplazamiento de categorías de conflicto, lucha, acontecimiento, por la idea de desorden o de un mundo posmoderno loco y violento sin moralidad. Un nuevo discurso de la barbarie.

Por tanto, lo recomendable es volver a plantear el tema de la violencia como acontecimiento histórico límite, producto de unas relaciones de poder locales y globales de donde derivan conflictos y se desencadenan guerras, luchas y faccionalismos, con grandes dosis de letalidad. Al mismo tiempo, comprender en la medida de lo posible que la violencia no es una categoría neutra, es polisémica, depende su uso del discurso de legitimación desde donde nos encontremos, por ello nunca puede ser políticamente neutral; es instrumental en la medida en que se usa para algo. Así, la violencia y el poder o el conflicto aparecen indisociables (Nordstrom y Robben, 1995), conformando estelas de acontecimientos pequeños o grandes a los cuales los antropólogos o historiadores debemos interrogar.

La segunda cuestión que queremos plantear es que el nuevo régimen de historicidad, el presentismo, ha tenido un fuerte impacto en las ciencias sociales, particularmente desde el giro posmoderno más excéntrico. Cuando el presentismo expulsa la noción de acontecimiento de la naturaleza de la historia (Dosse, 2006), lo que queda son resabios, significados descontextualizados, metáforas, fenómenos suspendidos en el tiempo y espacio. Como resultado, se llega a representar a la antropología como una disciplina sin historia de peligros, en una suerte de romanticismo de la etnografía con sus sujetos de estudio. Es decir, pareciera que las etnografías clásicas no afrontaron temores y situaciones complicadas en las que la violencia era parte de los obstáculos a superar. A este respecto, vale la pena señalar que ni las mejores etnografías clásicas estuvieron exentas de peligros para los antropólogos; después de todo, cuando Edmund Leach se va a estudiar Kachim Hills de Birmania, en 1939, su trabajo de campo es interrumpido por la Segunda Guerra Mundial, uniéndose al Ejército Birmano. Con base en esa experiencia elabora una obra significativa. Mientras tanto, Evans Pritchard se auxilió del ejército británico para poder estar entre los Nuer, después de haber sido soldado del mismo ejército. No menos importante ha sido el trabajo de otros antropólogos más contemporáneos como Taussig (2005). Por tanto, uno de los problemas que plantea la difícil relación de la etnografía con la violencia es la sobre-politización de los valores y situaciones de riesgo sobredimensionados por la "politización" del trabajo de campo.

Esta situación se agudiza cuando las etnografías, cuyos trabajos de campo son interrumpidos, cancelados o redefinidos, se rodean de premisas acerca de una imposibilidad de su realización. Vale la pena recordar el famoso artículo de Terradas (1993) sobre realismo etnográfico, donde critica los problemas de la politización de los valores del antropólogo, reivindicando un diálogo entre etnografías, en términos de sus posibilidades de comparación y contrastación. Para el autor, los peligros y valores en las etnografías deben ser independientes de su producción misma. "Deben conocerse las condiciones de observación y obtención de la información etnográficas (.) El conocimiento directo de las fuentes, la familiaridad que se tiene de ellas, la permanencia continuada con las mismas, el considerarse autorizado por sus actores para interpretarlas (.) Todo lo que nos puede convencer de realismo en una etnografía hay que buscarlo en su texto y en relación con otros textos ya existentes o previsibles" (Terradas, 1993: 126).

La crítica a los giros posmodernos de cierto tipo de antropología es una de las cuestiones más importantes que Terradas afronta, pues para él, la politización de los valores del antropólogo ha desplazado el diálogo inter-etnográfico que posibilita avanzar al conocimiento antropológico, y no la exhibición de los valores del antropólogo y sus juicios sobre verdad o falsedad. Añade: "Siguiendo con una perspectiva realista, debe instruirnos la comprobación de que lo que para algunas etnografías posee una función descriptiva, para otras se convierte en una proposición explicativa o interpretativa o al revés. Ante ello, resulta fútil extraer conclusiones acerca de la objetividad o sinceridad de sus autores o de la influencia de sus culturas. Hay que tomar las medidas a las etnografías." (Terradas, 1993: 122).

La tercera cuestión es que, derivada de los peligros existentes por la violencia, las preguntas etnográficas están más enfocadas sobre los significados del terror en sí mismos que por el contexto que los dota de sentido y significado. Visto de esta forma, la violencia tiende a comprenderse en sí misma, como un problema de amoralidad e irracionalidad. Jean y John Comaroff (2009) señalan que el problema de las geografías de la violencia a menudo esconde la hipocresía de los países del Norte en la producción de las violencias en el Sur, bajo la forma de gobiernos indirectos privados. Estos significados presumiblemente inmanentes a los fenómenos de miedo nos llevan al tema de las preguntas etnográficas. Argumentaré que algunos de los interrogantes que los analistas se están haciendo sobre la violencia están respondiendo más bien a sentimientos generalizados de desorden y moralidad de la vida humana, que por las dimensiones estructurales y fuerzas locales y globales que producen la violencia.

En síntesis, las tres representaciones comunes que tenemos de la violencia han influido en nuestra manera de entenderla, nuestras preguntas de análisis y también nuestra forma de relacionarnos con ella. Sin embargo, con el fin de discutir más ampliamente las cuestiones antes planteadas y ver si es posible proponer algunas alternativas, voy a recurrir a las experiencias de mi trabajo de investigación, derivadas de las pesquisas sobre la violencia y el narcotráfico en el Sur de Michoacán, situado en el Occidente de México (Maldonado, 2010 y 2012).

Desde el año dos mil aproximadamente, inicié dicha investigación, con el fin de analizar las transformaciones rurales de la población en contextos de cambios agrarios, políticos y migratorios. Me interesó mucho comprender el problema de la violencia rural, escudriñando cerca de ocho mil documentos de distintos archivos y recorriendo por temporadas largas la región. Hasta el año 2005, viajé al interior de la región y localidades rurales, entrevisté a gente local, me internaba en poblados rurales, la sierra, etc., sin relativos problemas, mediante amigos que hice como parte de contactos de trabajo de campo. Había ciertos códigos como no preguntar casi nada sobre narcotráfico, salvo lo que se dijera públicamente. Esto me permitió penetrar recónditos lugares mediante estrategias de campo, a veces simuladas, a veces exprofeso por alguna entrevista. 

Después del año 2006, y prácticamente desde el 2008, ya no pude incursionar a la región con tanta naturalidad debido a los enfrentamientos armados entre los cárteles de la droga. El trabajo de campo fue muy peligroso debido, en parte, a la publicación de los primeros resultados, cuestión que me situó en un dilema ético sobre las visitas a mis amigos locales por temor de su seguridad y mi integridad personal. Desde el año 2011, más o menos, he realizado trabajo de campo más esporádico, con movimientos más rápidos de un lugar a otro y, sobre todo, "a salto de mata". Es decir, ir de aquí para allá, con conocidos o a veces simplemente recorriendo poblados sin preguntar nada, observando los cambios de paisaje y el movimiento de las personas por tiempos prolongados. El conflicto armado se agudizó tanto que no hay forma de introducirse en las localidades rurales.

Estas experiencias intentan contextualizar algunos problemas de la violencia, estrategias y salidas de esta suerte de parálisis de la investigación social que muchas personas están experimentando en sus respectivos lugares de indagación y de vida. No se trata de presentar capsulas de cómo sortearla o trazar caminos menos peligrosos. Tampoco es un testimonio de cómo la violencia afecta el trabajo de campo y la escritura. Es una respuesta crítica a algunos enfoques e interpretaciones que actualmente observan la violencia como un problema en sí mismo,5 acentuado por los medios masivos bajo imágenes de terror.

Un breve background

Una de las principales preocupaciones del trabajo de investigación que he realizado en los últimos años ha sido el esclarecimiento del contexto histórico-antropológico de la producción de la violencia rural en algunas regiones michoacanas y cómo, conforme avanza el tiempo, fue transformándose en violencia criminal, encarnada en la formación de cárteles y delincuencia organizada. Se comprendió un proceso complejo de formación de territorios en el margen del Estado, cuyos actores ejercieron soberanías paralelas o traslapadas ante la necesidad apremiante de justicia o poder y control político. El territorio, la soberanía local y las rebeliones contra el centro político en momentos históricos particulares, dieron lugar a formas culturales específicas de interactuar. En medio de estas prácticas se desarrollaron también y de manera importante mercados ilícitos que sólo por su condición de ilegalidad podían penetrar inhóspitas tierras, serranías y escasos poblados. Esta situación posibilitó el desarrollo de economías ilegales asociadas al comercio ilícito de madera, animales, tabaco, minerales, etc., conformando determinadas identidades político-culturales. Durante el siglo XX, el interés por revertir los márgenes del Sur de Michoacán se conjugó con la política de consolidar el Estado mexicano. Así, se llevó a cabo un proyecto oficial de tipo agrario, hidráulico y extractivo de minerales con el fin de "integrar" el territorio a la nación, construir ciudadanía y desarrollar una economía regional legal para abastecer el mercado interno. 

Para la década de los años sesenta, la región otrora atrasada, insalubre e indomable experimenta una transformación profunda; la Tierra Caliente se convierte en el centro de procesos transnacionales agrícolas mediante la producción y exportación de frutas y cítricos; la Sierra Madre del Sur se conecta por medio de comunicaciones terrestres para reducir la distancia y acelerar la movilidad económica y poblacional; y la Costa michoacana sufre embestidas de rancheros-mestizos para que indígenas nahuas vendan o arrenden tierras comunales para cultivar droga o que ellos mismos la siembren. Amén de las grandes desigualdades que produjo la intervención estatal en el Sur de Michoacán, la transformación de los territorios generó otro tipo de violencias e ilegalidades. Violencias de tipo rural asociadas a disputas por la tierra, liderazgos políticos agresivos, delincuencia común en forma de robos, violaciones, agresiones, etc., y represiones estatales contra todo tipo de "males", como le gustaba llamar al Comandante de partida militar establecida para combatirlos desde 1959.

Sin embargo, uno de los fenómenos más novedosos fue la emergencia de una economía ilegal de drogas que obtuvo un impulso directo o indirecto a través de la modernización agrícola, territorial, comunicaciones, etc. Esta economía ilegal "aprovechó" las condiciones de conexión del mercado local al regional y transnacional para expandir zonas de cultivo de marihuana y amapola, así como el trasiego de la misma, en un contexto de rearticulaciones mundiales del narcotráfico. La formación de este tipo de violencias no está alejada de las lógicas y nexos del poder tradicional que ejercieron élites, narcos, caciques e instituciones gubernamentales abocadas a erradicarlas. Entre los años sesenta y setenta el boom agrícola que experimentó la Tierra Caliente también repercutió en el crecimiento de actividades ilícitas de manera tal que el gobierno federal ya había identificado al narcotráfico como uno de los principales problemas de Sur de Michoacán. Para ello, había aprobado -quizá- la primera operación militar planeada contra los estupefacientes a cargo de un militar de mano dura, registrándose en boletines militares operaciones de erradicación, aprehensión y desaliento de los productores de droga que pude consultar en el archivo histórico. No obstante, durante los años ochenta, las políticas de ajuste estructural y reforma del Estado impactaron enormemente la economía y la política local y regional. Los procesos de desmantelamiento del Estado fueron casi catastróficos para una economía agrícola que dependía de contrapesos a los procesos de exclusión y desigualdad. En este contexto, el narcotráfico cobra nueva relevancia a partir de la amalgama de varios fenómenos, entre los cuales se encuentran un desplazamiento masivo de gente dedicada al campo hacia territorios serranos para emplearse en el cultivo y tráfico de droga, la transnacionalización de las drogas, el desmantelamiento del aparato público, restricciones a la migración internacional y una fuerte presión demográfica por encontrar espacios de movilidad ocupacional y prestigio en la sociedad regional.

Como se podrá observar, sitúo el narcotráfico y la violencia asociada a las drogas en el marco de las políticas de reestructuración económica y social y reforma del Estado. Éstas impactan el territorio michoacano bajo tres rubros. Uno, analizo los desenlaces de la crisis agrícola y su "financiamiento" con dinero ilícito. Dos, analizo la falta de oportunidades en un contexto de fuerte presión demográfica por ascenso social y prestigio; y tres, combino estas variables con el tema de la migración y sus restricciones internacionales. En síntesis, realizo un examen del narcotráfico en función de cómo las relaciones sociales, económicas y culturales se distinguen por la presencia de los capos y las bandas de delincuencia, hasta alcanzar su expresión en la violencia criminal. Los territorios de cultivo de droga se amplían, ocasionando mayor tráfico de bienes ilegales. Ante la falta de oportunidades de movilidad, crisis del campo y restricción migratoria, los cárteles de la droga adquieren un poder inmenso sustentado por códigos de solidaridad y silencio de sociedades típicamente campesinas.

Al seguir de cerca la historia del narcotráfico a partir de los años ochenta, observamos cómo las políticas antidrogas se van combinando peligrosamente con la violencia política. Este es el punto crítico de los primeros espirales de la violencia criminal. Desde mediados de los ochenta, el combate a las drogas guarda una estrecha relación con la efervescencia político-electoral y la militarización va de la mano con la represión a la oposición política. El resultado es una fuerte criminalización de las regiones del Sur de Michoacán. Finalmente, la entrada en escena del Operativo Conjunto Michoacán, en diciembre de 2006, marcará una de las fases más agudas de la violencia. La militarización de las drogas bajo una política internacional de combate al narcotráfico arroja cifras por demás dramáticas. Los conflictos y alianzas o reajustes de los cárteles están a la orden del día. El control de los territorios y las redes de producción, distribución y venta es el principal punto de conflicto. Así es como surgen cárteles cada vez más dispuestos a utilizar todo tipo de métodos para anular a sus rivales.

Como se podrá apreciar, para realizar una investigación de este tipo no fue fácil el trabajo de campo, escudriñar archivos, etnografiar vidas humanas, interactuar con la gente, recorrer comunidades rurales por caminos deshechos, en medio del inmenso calor durante todo el año, la sospecha, etc. Obviamente hubo riesgos; sin embargo, los incidentes no deberían sustituir nuestras observaciones sobre los procesos y representaciones que dan forma a la violencia. Una de las cuestiones más importantes, fuera de todo sensacionalismo, de la antropología como heroísmo, son las posibilidades realistas que tenemos a la hora de emprender etnografías y qué tipo de conocimientos podemos proporcionar de acuerdo con nuestras valoraciones, peligros y capacidades o habilidades.

Posibilidades realistas de la etnografía

Los problemas de violencia que los países latinoamericanos experimentan han colocado a los analistas en una situación compleja tanto sobre la "ubicación" de la violencia en tiempo/espacio, como la narrativa a adoptar para dar cuenta de las situaciones contradictorias que se encuentran en el campo, además de dilemas éticos y desafíos públicos. No obstante, cuando hablamos de posibilidades realistas de las etnografías en momentos en que la observación participante y la entrevista están en entredicho, debemos tener presente que la violencia no se encara "haciendo frente a los actores mismos". Es probable que muchos sueñen con tener una entrevista exclusiva con alguien poderoso, desenmarañar aspectos sustanciales del narcotráfico o reconstruir historias de vida de personajes ligadas a bandas o pandillas, pero eso no agota en absoluto el conocimiento etnográfico.

Las dimensiones realistas de una investigación que recurre al trabajo de campo como principal medio de información en contextos de violencia, deben partir de un aprendizaje y reconocimiento de las distintas lógicas de violencia que pueden producir consecuencias negativas para las personas y el mismo investigador (véase Nordstrom y Robben [Eds.], 1995; Bourgois, 2010; Taussig, 2005; Camus, 2012; Durín, 2012). Por definición, no es lo mismo una guerra que una insurrección o manifestación que termina en represión, de aquellas violencias urbanas, rurales y el terror por narcotráfico y delincuencia organizada. Reconocer esta situación nos ayuda a plantear preguntas que pueden o no deben hacerse en determinados lugares. Como la ética, la etnografía es profundamente contextual y situacional por lo que su representación textual dependerá de la forma en que nos hayamos acercado a los problemas de investigación. Sin embargo, más allá de estas consideraciones, lo más importante de una investigación que tenga por objeto el estudio de la violencia o temas relacionados con ella, es una buena definición del objeto y objetivo de investigación tomando en cuenta las lógicas de la violencia y la seguridad. Por ejemplo, es frecuente pretender explicar el fenómeno de la violencia criminal como un problema estrictamente delincuencial y hasta cierto punto urbano, aunque la mitología de lo rural ha instaurado un imaginario intrínsecamente violento al campo. Sin embargo, se olvida que este tipo de caracterizaciones tiene dimensiones locales y globales que responden a lógicas de poder diversas, a menudo en las sombras (Comaroff, 2009). Por tanto, las dimensiones realistas de la etnografía suponen comprender muy atentamente los procesos o fenómenos que están bordando la producción de la violencia y cómo es que los actores sociales la están procesando. Es una forma de construir conocimiento situado.

Tenemos, por ejemplo, el caso de los migrantes o quienes aspiran a serlo en los territorios estudiados en el Sur de Michoacán, que ante las políticas restrictivas hacia el Norte, muchos de ellos están recurriendo a enrolarse en bandas de delincuencia organizada por una compleja combinación de elementos que los sitúan en dilemas profundos. Uno de los más importantes es la búsqueda de independencia privada en contextos culturales donde las familias tienen arraigados valores de prestigio e independencia económica. El prestigio es un valor típico de sociedades campesinas pues significa reconocimiento social, aceptación de la persona como un ser "responsable" que ha construido una trayectoria de vida con esfuerzo y dedicación, con suficientes medios para vivir, los cuales se reflejan en una aprobación social para formar una familia. El lado contrario del prestigio es que una persona, joven, que no puede construirse un futuro más o menos seguro, se interpreta como "fracasado", alguien que no pudo salir adelante, lo que en otras palabras significa como de "poco valor".

Alrededor del prestigio se encuentran un conjunto de medios que la sociedad ranchera ha construido como forma de fincar trayectorias de vida. La migración fue una de ellas, el trabajo en el campo, comercio y un conjunto de conocimientos que dotan al individuo de habilidades para salir adelante. De esta forma, ante el cambio de las fuentes de construcción y realización de la persona, no pocos jóvenes, migrantes o no, encontraron en el negocio de las drogas una fuente de ascenso social, incluso más rápido que otras trayectorias de vida como la de la experiencia migratoria. Entonces, el involucramiento en el cultivo o tráfico de drogas se convirtió en la opción más común que tuvieron para poder convertirse en personas "dignas" y "respetables". Así, en una sociedad regional que ha convivido durante muchas décadas con el negocio de la droga, sin censurarla o rechazarla, los jóvenes o jefes de familia en desgracia han contribuido a multiplicar el problema de las violencias en sus sociedades.6

Sin embargo, detrás de estos jóvenes o jefes de familia hay historias de vida que nos enseñan encrucijadas que la gente tiene que definir para poder construirse un futuro mejor. Creo que son este tipo de dimensiones realistas a las que podemos acceder para brindar una explicación sobre la generalizada violencia que distingue los países latinoamericanos. No pocas familias han padecido problemas en el campo agrícola, perdido su tierra, empeñado la cosecha, cerrado comercios, clausurado su educación y movilidad, etc., que sitúa en condiciones difíciles la reproducción material y social. Jefes de familia y jóvenes encontraron en el negocio de la droga fuentes de subsistencia o riqueza, y mayor prestigio que en circunstancias "normales" nunca lograrían.

Para comprender estas historias de vida, sugiero el planteamiento de Das, quien al interrogarse cómo comprender el papel de la antropología en relación con la violencia, nos sugiere dejar atrás la visión de la misma como "un testimonio contra la vida misma", y comprender cómo se redime la vida de las personas en términos de lo cotidiano, cómo hace la gente para seguir viviendo con los costos de la violencia. "La función pública de la antropología (.) es presenciar el descenso hacia la vida cotidiana a través de la cual las víctimas y los sobrevivientes afirman la posibilidad de la vida al retirarla de la circulación de palabras que han enloquecido, al regresar las palabras a casa, por así decirlo" (Das, 2008: 167). Regresar las palabras a casa significa de otra forma "explorar la profundidad temporal en que se viven estos momentos originarios de la violencia" (Ibíd.:247). En suma, las dimensiones realistas de la etnografía suponen comprender la violencia desde el punto de vista de los procesos materiales y subjetivos que le otorgan sentido y significado. Al mismo tiempo, comprender las distintas lógicas de la violencia es fundamental para construir "entornos de seguridad" mínima en los lugares donde se está realizando trabajo de campo.

Del realismo etnográfico a la política del conocimiento

La otra cuestión importante sobre etnografía y violencia deriva de la necesidad de preguntarnos qué tipo de conocimientos antropológicos podemos y estamos interesados en producir y quiénes son sus principales receptores, a parte de la comunidad académica. En sentido estricto, uno de los problemas más complejos respecto de la violencia en México y muchos países son las fuentes accesibles y la fidelidad de ellas (Escalante, 2012). De acuerdo con mis observaciones, uno de los grandes hoyos negros sobre el tratamiento de las violencias es que no se cuenta con información suficiente, veraz e integral sobre la "verdad" del problema.7 La información oficial ha sido cada vez más opaca en tiempos de conflictos severos, cuando no políticamente manipulada (Misse, 2006). Además, una de las limitaciones adicionales es que si contamos con información pública, ésta se produce en una proporción general en oficinas policiales o militares y de inteligencia, lo que significa que el control de la información oficial es una prioridad nacional que no están dispuestos los gobiernos a compartir. Esto tiene consecuencias de diverso tipo. Una de las más importantes es que gran parte del control de la información o su ausencia, contribuye no sólo a que se desconozca la magnitud del mismo, sino también que puede ser empleada para construir realidades que no siempre corresponden a lo que pudo haber pasado.

Ante esta situación, es conveniente reflexionar sobre qué tipo de conocimientos podemos proporcionar en condiciones realistas. Ciertamente el crimen se ha tornado más terrorífico, pero como demuestra el caso de Sierra Leona, África, muchas de las atrocidades que se cometieron durante la guerra fueron protagonizadas por niños a partir de los efectos del crack proporcionados por las milicias para superar el miedo y el horror. Pero estos niños, en tiempos "normales", soñaban con ir a la escuela y estudiar y tener un mundo mejor. Las máquinas de guerra como éstas se han reproducido en diversos lugares del mundo como Sri Lanka, Ruanda y en Perú, Colombia y ahora en México. Pero los ejércitos sanguinarios no operan fuera de culturas locales y estructuras de poder formal e informal y redes de crimen transnacional. Es aquí desde donde podemos apuntalar una serie de observaciones sobre el tipo de conocimientos que podemos aportar frente a la violencia. En cierta forma esto es lo que hago en mi trabajo de investigación sobre el Sur de Michoacán, un análisis de cómo se fue configurando la violencia actual en términos de múltiples variables que sitúan la criminalización y estigmatización de la región, sus grupos sociales y las personas dedicadas al negocio de la droga. De forma más concreta, una manera de escapar al discurso oficial del narcotráfico y las historias nacionalistas de los narcos como personajes cuasi míticos, fue partir de interrogantes acerca de cómo se habían conformado históricamente regiones productoras de droga, porqué el narcotráfico había arraigado con tanta fuerza, qué relación tenía todo esto con el Estado, cuál es la economía política que lo produce, etc. (Maldonado, 2012).

La investigación siguió una estrategia "tradicional" pero con ciertas decisiones centrales. La más importante fue que en lugar de indagar a los cárteles en sí mismos, evitando preguntas que pronto me hubieran llevado a tener problemas de inseguridad, propuse profundizar en la economía política del narcotráfico, lo cual posibilitó que emergiera un conocimiento amplio sobre las transformaciones geográficas, económicas y políticas de territorios identificados como espacios de narcotráfico. Esto es parte de una realidad que hasta hace poco se desconocía, que grandes regiones rurales se hubieran especializado en el cultivo de marihuana y amapola o drogas sintéticas. Así, correlacioné la emergencia histórica del cultivo de droga con otra variable sumamente importante: la transformación espacial del Estado y los "ilegalismos" que provocaron dichos cambios. La región históricamente ha sido una zona donde los problemas de justicia, despojo, violencia, mercados ilegales, forman parte de la rutina cotidiana. Estos problemas obviamente se recrudecen conforme los ciclos económicos y coyunturas políticas o de reconfiguración de grupos ilegales.

Un tercer factor de suma importancia para comprender cómo se va figurando la imagen de regiones sumamente conflictivas, son las conexiones de estas regiones con procesos transnacionales. Esto es, los vínculos de la economía local con la internacional así como con la movilidad poblacional a través de la migración interna e internacional. Contrario a lo que se imagina comúnmente, estas regiones michoacanas tienen un contacto frecuente con el exterior, a través de intercambios económicos, informáticos y humanos. La economía agrícola, como ya hemos señalado, se caracteriza por la exportación fluida de frutas y legumbres, misma que conectó otros procesos como el flujo poblacional y de recursos. La migración al exterior se incrementó en las últimas décadas tanto por problemas de ingreso económico, como por experiencias migratorias previas, aunque recientemente hay un desplazamiento forzado serio por la violencia criminal.

En conjunto, estos tres procesos contribuyeron a obtener una imagen de cómo emergió el narcotráfico. Sin embargo, para explicar parte de la violencia tuvimos que reconocer otros procesos que derivaron de las grandes transformaciones económicas y políticas. Uno de ellos y quizá el más importante es que las campañas contra el cultivo de droga por parte del ejército, desde 1959 en adelante, se instrumentaron en el contexto de otro problema delicado para el gobierno federal: la gestación de movimientos de oposición política en la región estudiada. Su fortaleza y supuesta amenaza generó una cierta perversión de las concepciones de seguridad interior o nacional, ya que la represión política se escondió detrás del combate al narcotráfico. Ciertamente se combatieron la delincuencia, el pistolerismo, el abigeato y venta de alcohol; pero de la mano de esto también había finalidades políticas muy claras. La militarización del combate a las drogas se llevó a cabo en un contexto de oposición política al régimen desde los años sesenta a los noventa del siglo XX. De hecho, la historia del combate al narcotráfico en Michoacán puede interpretarse en el marco de una estrategia contra la oposición política. El ingreso del ejército y cuerpos policiales a la vida cotidiana de la región imprimió otro tipo de dinámicas como, por ejemplo, la de estigmatizar ciertas comunidades y sus habitantes como personas que sólo se dedican al cultivo y tráfico de droga. Esto significó mayores violencias en una especie de círculo perverso. Así es como entran en escena los cárteles de la droga, brindando apoyo a comunidades rurales, interviniendo en problemas de justicia, intermediación, etc. Desde por lo menos la década de los años ochenta, periodo en que hay un crecimiento exorbitante de dichas actividades ilegales, los cárteles constituyeron estructuras más especializadas y diversificadas en la medida en que el negocio se va volviendo más riesgoso pero también exitoso.

En suma, el tipo de conocimientos que podemos brindar acerca de la violencia pasa por un replanteamiento de su uso y significados, evitando caer en el juego de reproducir las mismas palabras y representaciones del mal que se difunden desde los sótanos del poder oficial. Igualmente tenemos que reflexionar sobre las nociones naturalizadas de Estado, derecho, orden, etc. No podemos concebir la violencia sin relación con el Estado y el poder, puesto que toda violencia nunca es pre-social o natural. De igual forma, debemos tener cuidado al utilizar el término violencia puesto que, como Misse ha escrito, usamos la categoría de violencia como operador analítico, como concepto, sin tener en cuenta su polisemia, para acusar lo que creemos que debe estar sometido a juicio político y, en el mismo movimiento, para provocar una contra-violencia hacia el objeto que hemos elegido investigar. Es un método interesante porque por lo general nos pone en un lugar "fuera de la violencia" y pone la violencia en otros lugares, que se pueden elegir de acuerdo a nuestros valores. Por tanto, la categoría "violencia" es una categoría moderna y presupone la pacificación de las relaciones sociales, el monopolio legítimo (y legalmente ordenado) del uso de la fuerza física por parte del Estado, y que en su significado límite supone haber alcanzado una judicialización obligatoria de todos los conflictos (Misse, 2006).

Estas observaciones nos llevan a una última cuestión ¿Qué tipo de representaciones estamos textualizando en forma de conocimiento y qué lugar ocupan nuestras narraciones en el discurso público sobre la violencia? Al cuestionar la violencia oficial como un problema del Estado frente a la criminalidad, tenemos también la posibilidad de alejarnos de historias heroicas de personajes como los narcotraficantes y de subalternidades trágicas de gente que ha sido presa directa o indirecta de la violencia. Particularmente, la violencia asociada a las drogas y la lucha de los cárteles son discursos poderosamente producidos por medio del control de información, fuentes no reveladas o procesos judiciales que escapan al público en general. Frente a este tipo de cuestiones, es necesario construir perspectivas periféricas o miradas hacia los márgenes de los procesos de violencia y criminalidad. O, sobre las fronteras entre lo legal e ilegal, un tema que viene cobrando mucha relevancia en las discusiones internacionales.

Estas opciones tienen ventajas personales y más bien estratégicas, al alejarse de la circularidad de los discursos mediáticos que parecen encontrar las "causas" de la violencia en desviaciones, privaciones o degradaciones morales, pero colocándose en posiciones de observador de lo que significa, cambia, transforma o trasciende la violencia para las personas comunes en lugares cotidianos. Bauman (2008) ha penetrado en un tema muy interesante cuando reflexiona sobre el archipiélago de excepciones, en los que poblaciones y gente común y corriente se ven atrapadas en el juego de exclusiones y criminalizaciones de gente "indeseable", que ha quedado fuera del progreso y que está condenada a vivir una vida indigna pero que el Estado no sabe qué hacer con ella. La población excedentaria, desechable a la que regularmente se le incrimina por su condición. Son estas vidas comunes y corrientes en lugares tan aparentemente irrelevantes las que nos pueden proporcionar algún trazo de lo real sobre lo que estamos viviendo actualmente.

Estas vidas comunes no sólo son migrantes o personas que aspiran a serlo debido a la trayectoria de sus familias; personas o grupos de desplazados por el narcotráfico y la violencia de sus lugares de trabajo o vivienda; sectores de clase media de las ciudades que han sido objeto de alguna violencia y los han forzado a desplazarse de sus lugares de origen; campesinos que tienen que seguir laborando en el campo agrícola con las grandes consecuencias de inseguridad; jóvenes sin medios adecuados para construir perfiles de movilidad más interesantes que los que ofrece la delincuencia organizada, etc. Éstos son tan sólo algunos sujetos de estudio que necesitan ser comprendidos en el marco de la violencia generalizada. Analizar sus estrategias de adaptación a nuevos ambientes, es parte fundamental para entender qué opciones están emergiendo en el corto y mediano plazo para construir entornos de seguridad humana.

Cuando hago referencia a estos sujetos de estudio, me acuerdo de tantas personas que entrevisté y con las que conversé en regiones michoacanas. Personas, unas, alejadas completamente de los asuntos del narcotráfico pero resintiendo los efectos fuertes tanto de la economía de la droga como la represión oficial hacia ésta; mientras que otras, desplazándose sigilosamente de comunidades rurales hacia la sierra a sembrar pequeñitos plantíos de marihuana para sortear o compensar los desastres del campo agrícola por falta de financiamiento público, falta de lluvias, infraestructura, jóvenes convertidos en camellos o sicarios por unos cuantos pesos, etc. Más aún, familias de contextos urbanos que están experimentando un desplazamiento forzado o movilidad residencial debido a la extensión de la violencia en forma de secuestros, extorsiones, agresiones, etc., componen un paisaje urbano que hasta ahora no ha sido objeto de investigación. Estas vidas humanas que transitan en los márgenes de la violencia pero que resienten sus efectos de manera directa son, finalmente, aquellas personas susceptibles de etnografía, comprendiendo sus vidas y estrategias, aún con los riesgos que ello significa.

Conclusión

Los procesos de violencia e inseguridad que México y Latinoamérica están experimentando recientemente han colocado a la antropología y las ciencias sociales en general ante una serie de desafíos, tanto en términos del trabajo de investigación (etnografía) como sobre la representación y la textualización de los problemas sociales. De igual forma, se han abierto nuevos campos problemáticos sobre las representaciones realistas que se pueden realizar en contextos de violencia, la producción de datos y el papel que juega el conocimiento en el debate público. En este sentido, para tratar de despejar el camino necesitamos alejarnos de varias representaciones oficiales y mediáticas de la violencia y la inseguridad que están confundiendo más de lo que explican. Necesitamos someter a un tratamiento muy riguroso el tema de los datos e información oficial y, sobre todo, analizar con detalle el discurso de la estatización de la violencia por parte del Estado y similarmente la lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado. A partir de ello, reflexiono sobre la representación de la antropología y la politización de los valores del antropólogo como héroe.

En este trabajo he tratado de presentar una serie de elementos que podrían tomarse en cuenta a la hora de emprender investigaciones sobre y en contextos de violencia. Apoyándome en mis trabajos realizados en regiones y poblados insertos en problemas de narcotráfico y crimen organizado, he tratado de sostener que el análisis de estos fenómenos puede hacerse desde una perspectiva periférica, centrándose en la vida cotidiana de las personas que directa o indirectamente están experimentando las consecuencias de una guerra sin sentido. La gama de actores que uno puede identificar en el terreno como los migrantes, las clases medias, los trabajadores agrícolas, etc., son algunos que están sufriendo esas consecuencias y su manera de enfrentar, sortear la violencia o evadirla constituye buenos puntos de partida para el análisis. Así, es necesario comprender las lógicas de la violencia que se han construido en los lugares donde pretendemos emprender investigaciones, construir entornos de seguridad a través de redes fuertemente sostenidas por personas de respeto y, sobre todo, tener muy claro que el estudio de la violencia no se hace haciendo frente a los actores mismos de ella pues esto puede acarrear consecuencias inesperadas. 

Notas

1. Agradezco mucho los comentarios y observaciones que hicieron los dictaminadores a este artículo.  

2. Por supuesto, hay matizaciones, de medios que están esforzándose por brindarnos mejor información y de mayor calidad, tal como Proceso, Semanario Zeta, entre otros. Agradezco al dictaminador anónimo está precisión.

3. Cuando hablo de estatización me refiero tanto a los aparatos formales del Estado como a aquellos vasos capilares que estructuran y dan sentido al poder social. La estatización es una forma de gubernamentalidad en el sentido foucaultiano, de producción de orden, de gobernar en el sentido de dirigir.

4. Esto no significa devaluar la experiencia del trauma o de los efectos negativos de la violencia; más bien como nos sugiere Veena Das (2008), aún cuando hay que estar interesados en los efectos de la violencia como un testimonio contra la vida, lo mejor es comprender la vida misma que se deja relativamente sin explorar. Esto es, la manera en que las personas se adaptan a la vida con o a pesar de la violencia.

5. Me refiero expresamente a quienes comparten las teorías de la nueva barbarie que más adelante se mencionará, así como a aquellos que observan la violencia desde el punto de vista del sufrimiento y la tortura del cuerpo. Estas interpretaciones son comunes en algunos periodistas y académicos que centran su interés en la decapitación y tortura, buscando explicaciones en la "cultura de la muerte" o "cultura del narco", bajo un enfoque culturalista.

6. Un ejemplo de este tipo de situaciones, podemos observarlo al analizar la relación en leyes de drogas y cárceles en función del tipo de población carcelaria; al respecto consultar, TNI, 2011.

7. Para un análisis crítico sobre indicadores del crimen e inseguridad en América Latina (incluido México) y sus diversas problemáticas en torno a leyes nacionales, estadísticas, representación del dato, etc., véase Dammert (2010).

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