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Avá

On-line version ISSN 1851-1694

Avá  no.22 Posadas Apr. 2013

 

ARTÍCULOS

La construcción material de la persona entre los Wichís del Gran Chaco

 

Rodrigo Montani*

*Licenciado en Antropología en la Universidad Nacional de Rosario, Doctor en Letras en la Universidad Nacional de Córdoba, becario posdoctoral del CONICET-UNR y Profesor de la Universidad Abierta Interamericana en Rosario. Email: rodrigomontani@hotmail.com.

Fecha de recepción del original: agosto de 2012. Fecha de aceptación: septiembre de 2013

 


RESUMEN

En ciertas ocasiones los wichís aseguran que el cuerpo es una especie de ropaje característico de cada especie, que envuelve componentes anímicos que los humanos compartimos con ciertos animales, vegetales y dueños espirituales. Al menos metafóricamente, el cuerpo es para la persona un laqo, es decir, "su vestimenta", "su posesión" o "su cosa". En este artículo me propongo desplegar el alcance referencial del término laqoy (plural de laqo) y mostrar cómo estos artefactos (y sus conceptualizaciones verbales) contribuyen a la construcción, manutención y transformación material de la persona wichí en su dimensión cosmológica, étnica, de género, de edad y "profesional". Después de describir el papel de distintos laqoy en las categorías de persona, ordenadas éstas de acuerdo con el decurso vital (bebés, niños, muchachos y muchachas, hombres y mujeres, ancianos, chamanes, deudos y herederos), trazo algunas consideraciones sobre la relación entre el cuerpo, la persona y el artefacto.

PALABRAS CLAVES: Wichí; Persona; Artefacto; Ciclo Vital; Cuerpo.

The material construction of person among the Wichí people of the Gran Chaco

ABSTRACT

Wichí people sometimes declare that the body is a kind of garment characteristic of every species, which wraps spiritual elements that humans share with some animals, plants, and spiritual owners. At least in metaphorical terms, the body is for the person a laqo, that is "his/her clothing", "his/her possession", or "his/her thing". In this paper I try to study the referential scope of the expression laqoy (plural of laqo), and to show how these artifacts (and their verbal conceptualizations) contribute to the process of material building, maintaining, and transformation of Wichí person in his/her cosmological, ethnic, gender, age, and "professional" dimensions. After describing the roles of different laqoy in the different categories of the person ordering them in terms of the vital cycle (babies, children, boys and girls, men and women, elderly people, shamans, mourning relatives, and heirs), I draw some considerations about the meaningful link between body, person and artifact.

KEY WORDS: Wichí; Person; Artifacts; Life Cycle; Body.


 

INTRODUCCIÓN

En líneas generales, los wichís1 acuerdan con lo que podríamos llamar la "teoría amazónica de la corporalidad" (cf. Viveiros de Castro, 1996; Seeger et al., 1979; Villar, 2010). Según esta teoría, el cuerpo es una especie de ropaje característico de cada especie, que envuelve componentes anímicos maleables, móviles e inestables que los humanos compartimos -en diferentes proporciones- con numerosas especies animales, vegetales y espirituales.2 En determinado contexto, para cada wichí "su cuerpo" (t'isan) es "su recipiente" (lehi), de "su alma" o "su voluntad" (laheseq).3 Así pues, para explicarlo, algunos dicen que el cuerpo es "la camisa de su voluntad" (laheseq laqa-yechet). Esta metáfora nos permite, por un lado, considerar al cuerpo como un tipo particular de cosa dentro de una categoría particular de cosas. Es decir que, si el cuerpo puede ser pensado como una camisa de la voluntad, puede ser incluido en el concepto verbal laqoy, palabra que refiere, en primer lugar, a los artefactos que sirven para vestir el cuerpo ("sus ropas" o "sus vestimentas") y, por extensión, a "sus posesiones", "sus bienes personales" o "sus cosas" (en esta acepción, laqoy se contrapone con mahnyey, que significa "cosas" que en principio no pertenecen a nadie). Por otro lado, el tropo del cuerpo como vestimenta se entiende dentro de una teoría wichí -y acaso extensible a las tierras bajas de Sudamérica- de la corporalidad, que asegura que las personas son fabricadas, mantenidas y transformadas mediante regímenes materiales compartidos.

En este artículo me gustaría describir a grandes rasgos cómo una serie de artefactos contribuye entre los wichís a esa construcción, manutención y transformación material de cuerpo y de la persona en su dimensión social ‒y no en la dimensión existencial del individuo, dimensiones que, en esta ocasión, conviene analíticamente separar‒.4 Después de presentar el caso etnográfico, esbozaré algunas consideraciones generales sobre el estudio antropológico de la relación entre el cuerpo, la persona y el artefacto.

Parto de la premisa muy general de que la cultura constituye un sistema complejo, multiforme y extremadamente recursivo y abierto -y por lo tanto dinámico e inestable-, formado por entidades emergentes del flujo del intercambio humano: desde ideas y emociones hasta artefactos, pasando por el propio cuerpo humano ‒siempre modelado socialmente‒y por la distribución e interrelación de los cuerpos en el tiempo y en el espacio (el parentesco, la organización social). Desde mi perspectiva, los artefactos o materialidades (en esta ocasión uso estos términos de modo indistinto) son concreciones extrasomáticas y relativamente estables de la acción social, tal como la entendió Max Weber (1992): acción intencional, con sentido y recurrente. Al menos en su decurso típico ideal, los artefactos son producidos, distribuidos y usados (o consumidos); cada uno de ellos se vincula a uno o muchos nombres ‒que, si se quiere, son otro tipo de artefactos‒ y sirven para actuar sobre las personas y el mundo. Lo primero amerita un estudio morfológico y "biográfico" del artefacto; lo segundo demanda un estudio de lo que el discurso antropológico, sucesiva o simultáneamente, ha llamado "función", "eficacia", "valor", "significado" o "simbolismo" (cf. Appadurai, 1986; Douglas e Isherwood, 1990; Lemonnier, 1992; Miller, 1985).

Todos los elementos de aquello que llamamos "cultura material" contribuyen de cierta manera a la construcción de la persona wichí, sea en su dimensión social o de individualidad existencial. Sin embargo, en wichí el concepto verbal laqoy ("sus bienes personales") agrupa una serie de artefactos cuya relación con el cuerpo es más o menos inmediata, que son poseídos individualmente y que intervienen de forma directa en la definición social de la persona. La identidad que se da entre algunos de estos laqoy y sus dueños queda evidenciada, por poner un ejemplo, en la magia dañina. Si alguien quiere damnificar a un enemigo puede colocar un trozo de ropa de la víctima en un tarrito y meter un insecto llamado "chilicote" (titsil). En la medida en que el "chilicote" destroza el jirón, la persona enferma, sufre y, eventualmente, muere. O bien puede dañar una foto del enemigo. De ahí que, a pesar de que a los wichís les encanta tener retratos suyos o mirar fotos, les desagrada que se las tomen y temen cuando se enteran de que alguna imagen en la que aparecen circula entre enemigos potenciales.

Apoyándome en mi trabajo de campo entre los wichís del Chaco Salteño ‒que suma aproximadamente un año y medio de convivencia, desde el 2002 hasta la actualidad‒ puedo asegurar que un grupo fluido de categorías artefactuales wichís sirve directamente para modelar los cuerpos individuales de acuerdo con una red dúctil de categorías de personas sociales. La inestabilidad propia de esta sincronía, sumada a los complejos procesos históricos de redefinición permanente de las categorías materiales y de los grupos al interior y al exterior del límite étnico, hacen que hablar de un modo esencialista de, por ejemplo, "un atuendo wichí tradicional" sea adoptar una actitud al menos simplista ‒y este argumento es extensible a cualquier categoría cultural wichí‒. Por eso, dentro de los límites estrechos que impone la extensión de un artículo, matizo mis datos con las noticias que misioneros y viajeros del siglo XIX, y antropólogos del siglo XX dieron sobre el pueblo que me ocupa.5

Por esta misma limitante, los pocos comentarios comparativos que realizo son para iluminar la dimensión etnográfica "interna" del grupo bajo estudio.6 Digo poco sobre el papel que juegan los artefactos en la definición de la persona wichí en el escenario interétnico regional (cf. al respecto Montani, 2008); me contento con hacer dos observaciones de carácter muy general. Por un lado, si se comparala "construcción corporal" wichí con la de los grupos indígenas vecinos (chorotes, nivaclés, tobas, pilagás, chiriguanos), encontramos diferencias complejas de grado antes que de naturaleza (cf. Citro, 2009; Córdoba, 2008; Gómez, 2009; Karsten, 1932; Métraux, 1946; Nordenskiöld, 1919, 1920, 2002; Susnik, 1995, 1998; Villar y Bossert, 2011; Tola, 2012). Por el otro, también hablando comparativamente, en dicha gradación los wichís utilizan el repertorio más reducido y simple de elementos; fenómeno que puede ser consecuencia tanto de su temprana -también relativa- occidentalización, como de una peculiaridad cultural wichí: el minimalismo tecnológico y cierta "estética de descuido".

LAS CATEGORÍAS DE PERSONA EN EL DECURSO VITAL WICHÍ

Para ordenar la exposición sigo el enfoque biográfico que propuso Marcel Mauss (1971a) para el estudio de las técnicas corporales. Presento las distintas categorías de persona que figuran en el decurso vital de un wichí ideal,7 con las necesarias divergencias de género y de "profesión". Por "categoría de persona" entiendo un tipo o clase de comportamiento construido sobre la base de las propiedades o acciones típicas de un conjunto de actores sociales con respecto a otro conjunto y viceversa. Existen categorías de persona cuando existen modos estandarizados o institucionalizados de actividad conjunta (cf. "rol" en Nadel, 1966). Desde esta perspectiva, lo que en sociología habitualmente se denomina "sociedad" puede ser pensado como una red sistemática, maleable y cambiante de categorías de persona, que entre los wichís podríamos ordenar siguiendo algunas coordenadas: la cosmológica (p. ej., humanos vs. almas póstumas vs. animales, etc.), la de las relaciones interétnicas (p. ej., wichi vs. suwele, etc.), la del parentesco, la de la organización doméstica y la de cierta "profesionalización" inestable y de medio tiempo (como el chamanismo, los cargos en la iglesia anglicana o en el sistema político de la comunidad, aldeana o barrial). Cortando todas estas coordenadas, cada individuo se clasifica en categorías de persona definidas por otras dos dimensiones, articuladas entre sí: el género y la edad. El grueso de la descripción que sigue, sobre la construcción material de las categorías de persona wichís, explora estas dos últimas dimensiones.

Como coordenada clasificatoria, el género define un sistema de categorías simétricas, exhaustivas y, la más de las veces, mutuamente excluyentes: las del sexo social (Mathieu, 1991). En el caso wichí, como en el de muchas otras sociedades, estas categorías delimitan grupos cerrados; es decir, grupos cuya adscripción está determinada por algún rasgo que, en principio, escapa al control del individuo. En este caso se trata de la naturaleza sexuada de los individuos (macho o hembra). En la sociedad wichí existen, pues, dos categorías de género: "hombre" (hinu) o "mujer" (atsihna).8 Por su parte, las etapas del decurso vital son para los wichís categorías difusas, con límites laxos, y definen una serie temporalmente dispuesta de grupos o asociaciones de edad. Combinadas, ambas coordenadas permiten definir una serie de categorías de persona: los bebés, los niños, las muchachitas y los muchachitos, las mujeres y los hombres adultos, los ancianos, los deudos.

LOS BEBÉS

El hombre provoca el desarrollo del embrión mediante sucesivas deposiciones de "su semen" (lales, que también significa "sus hijos") en el útero de la madre (laqa-hi, literalmente: "su recipiente [no propio]", porque es el recipiente del niño en gestación). La función de la madre es relativamente pasiva (cf. Palmer, 2005; De los Ríos, 1977). La esterilidad es debida a la ausencia de "recipiente" en el cuerpo de la mujer y, en consecuencia, es siempre responsabilidad femenina (De los Ríos, 1976/80). La conexión estrecha del padre con el hijo en gestación se expresa en dos prácticas relacionadas: por un lado, en la idea de que las acciones del padre repercuten sobre el hijo y en las precauciones rituales que se toman al respecto (algunas de ellas implican evitar el uso de ciertos artefactos); por el otro, en la covada, un período perinatal de reposo y recaudos para el padre, no sólo porque puede dañar al hijo, sino también porque se encuentra muy débil debido a que está trasmitiendo ‒de manera metafísica‒ sangre a su hijo (Karsten, 1932; Palmer, 2005; De los Ríos, 1976/80). La concepción de la gestación y la covada son -entre otros tantos- dos elementos ideológicos para una misma necesidad sociológica: demostrar públicamente la paternidad en una sociedad bilateral y mantener los derechos paternos desafiados por la uxorilocalidad y el gran poder de los afines (Palmer, 2005).

Para los wichís el feto es ya un ser sexuado y, aparentemente, en algunos casos los padres pueden darse cuenta del sexo del niño por nacer a través de las preferencias alimenticias de la embarazada (De los Ríos, 1976/80; 1977). Una vez nacido y hasta que el niño no camina (hanojwaj,9 "bebé" hombre o mujer),10 la madre lo acarrea durante toda la jornada en una suerte de "útero externo" ("su banda", laqa-jwenti, literalmente: "su recipiente [no propio] para mecer") y ella realiza todas sus actividades con el bebé a cuestas, o bien lo coloca en la "hamaca-cuna" (hanojwaj-jwenti, "el recipiente donde se mece el bebé") que también es una especie de "útero externo". Al menos en el pasado, sólo cuando se estaba seguro de que el bebé viviría, el niño comenzaba a independizarse de la madre y manifestaba los primeros rasgos de sociabilidad, se lo comenzaba a llamar por "su nombre" (lhey): un nombre propio, único e irrepetible, revelado en sueños a los abuelos o a los padres y reinterpretado en relación con coyunturas familiares (Barúa, 2001; Palmer, 2005; De los Ríos, 1976/80). En el caso del varoncito, la madre secaba ‒quizá algunas aún lo hacen‒ "su cordón umbilical" (lats'aq, que refiere también a "su ombligo") para luego entregárselo al niño, junto con otros objetos, dentro de un "pequeño morral" (hile-lhos o laphi-lhos) que ella misma había enlazado. Esto sucedía más o menos simultáneamente a la entrega del nombre propio y es sugestivo que el hile-lhos ‒y todos los morrales masculinos‒ se pueda denominar también lhey, de donde resulta lo equívoco de la expresión: "su morral enlazado" o "su nombre".

LOS NIÑOS

Los "niños" menores de seis años -por poner una edad precisa- (notsas, nuevamente, el mismo nombre para ambos géneros) lo único que hacen es "jugar" (iquy o tatsitey, literalmente: "juega"). Luego de esta edad, lentamente, comienzan a ayudar en algunas de las ocupaciones de sus padres y entonces aparece reflejada la división sexual del trabajo adulto y se inicia la divergencia de los géneros.

En lo que respecta a la vestimenta infantil, hasta la primera mitad del siglo XX los chiquitos andaban desnudos o con falditas cortas y, cuando hacía frío, se colocaban una capita (cf. Schmidt, 1937: fig. 5, 10, 11). La desnudez total, sólo atenuada con los collares y la pintura facial que les ponían sus padres, era muchas veces la norma (Baldrich, 1890; Karsten, 1932). Collares y pintura servían para proteger a los niños "mágicamente" (Karsten, 1932). Aún hoy algunos wichís sostienen que los collares son "su protección" (lap'ut, literalmente: "su tapa"). Al notsa pequeño podía colocársele un collar hecho con dientes de yacaré para resguardarlo del "susto" que le ocasionan los truenos y relámpagos: "El niño hace un collar con los dientes de yacaré para protegerse" (Hanojwaj yenlhamisa alhetaj-tsutey yomlaq yenp'uta), aseguró un entrevistado. Asimismo, tengo buenas razones para sospechar que los collares wichís servían para proteger a los pequeños, particularmente, del "espíritu nocivo" (oytaj, un "alma póstuma" [ahot] que enferma y que también puede glosarse como "dolor" o "enfermedad") de la viruela.

En las fotos antiguas de los wichís no evangelizados, la similitud del atuendo hace casi imposible distinguir el género de los niños. Esta indiferenciación infantil es para los wichís parte de "su tradición" (laqey) y se correlaciona con la existencia de un único término en la lengua para esta categoría de edad, independientemente del sexo del niño. Los notsas comenzaron a colocarse faldas largas y camisetas recién cuando se impuso el pudor de los colonos criollos y de los misioneros. En el ámbito misional los niños llegaron a vestirse con pantalones y camisas, las niñas con faldas, blusas y pañuelos para la cabeza y, cualquiera de los sexos, con peleles parecidos a un camisón. El recato "puritano" de los franciscanos y de los anglicanos fue tal, que los niños "se baña[ba]n con la ropa puesta" (Hanke, 1937: 410 y fotos). Hoy es común que tanto niños como niñas usen pantalones. Aunque no pase de ser una anécdota, en una ocasión vi un varoncito de unos seis años que llevaba una falda sobre el pantalón, sin que nadie lo mirase como algo anómalo. La anécdota habla a favor de la vigencia de la indiferenciación de los niños pequeños con respecto al género.

Señalé que cuando el niño crece comienza a producirse, lentamente, la divergencia de género que se manifiesta en una diferenciación de juegos, artefactos y vestimentas. Hoy la escuela remodela esta divergencia, pero dejando de lado este ámbito exógeno, el itinerario bifurcado se patentiza claramente en las categorías de artefactos con las que el niño practica su actividad prototípica: "sus juguetes" (laquyey, latsithyawus o laqaitohes).

Gradualmente, los varoncitos comienzan a apartarse del espacio doméstico ‒que es un espacio femenino‒, al tiempo que salen a jugar por el poblado y sus inmediaciones, y se les confían tareas especiales tales como buscar agua, cuidar los sembrados, cazar animalitos. Desde los ocho a los doce años se apartan más aún, emprendiendo salidas al monte cada vez más distantes y prolongadas. En todo este proceso, un juguete importantísimo es el arma de tiro. Existieron varios modelos de armas de tiro infantil: el arco-honda, el arco y flecha en miniatura, la honda y la gomera. No puedo detenerme aquí en una descripción de estas armas infantiles, pero quiero resaltar que tanto su producción y circulación como su aparición en la mitología hacen del arma de tiro infantil un artefacto que pone de manifiesto la filiación paterna. Hoy sólo se usa la gomera, que se conoce desde hace muchas décadas (cf. Schmidt, 1937: fig. 2, 8).Como la usaron cuando eran niños, todos los varones saben manejarla y es común que la lleven si salen a "campear".

Otros juguetes importantes del varoncito son el "camión de cardón" (laqa-itoj) y el "trompo" de madera (laqa-haloqutsu, literalmente: "su nudo de madera [no propio]"), que, al igual que la gomera, los fabrican los propios niños, solos o con la ayuda del padre o algún hermano mayor. Finalmente, los varoncitos necesitan para sus merodeos el morralito enlazado que mencioné más arriba (hile-lhos o laphi-lhos). Con el paso de los años la madre va entregándole morrales cada vez un poco más grandes, puesto que con el correr del tiempo el niño debe cargar, además del cordón umbilical y otros pequeños recuerdos, la gomera, las bolillas, los amuletos de caza, las presas y tantas otras cosas. Ya sea como objeto material o como elemento símbolo, el bolsito cumple un doble rol: patentiza su filiación materna y colabora en la formación de su masculinidad. Los varoncitos se inician gradualmente en el juego de fútbol -y, en el pasado, en el hockey-, pero estos son juegos propios de los hombres jóvenes y adultos.

En el caso de las niñas, también hacia los seis años comienzan a cooperar con las mujeres, paulatinamente, realizando pequeñas tareas domésticas: cuidan a sus hermanos menores, acompañan y ayudan en la recolección, buscan agua, etc. Además, algunas empiezan ya a aprender a enlazar, tejer y hacer "artesanías" (lachemtes, literalmente: "sus trabajos"). Uno de los primeros juguetes de la niña es "su muñeca" (lacheyo, literalmente: "su nieta"), que antes era una pequeña figurilla fabricada por ella misma, por su madre o por alguna abuela.11 La contraparte femenina del morralito enlazado es menos nítida y muy infrecuente: en torno de los ocho años, excepcionalmente, alguna niña llega a fabricarse una "pequeña bolsa de acarreo" (sichet-lhos) que sólo le sirve para practicar y como juguete.

Obviamente, existen muchos más juguetes infantiles y no todos colaboran a la diferenciación del género. Hay juguetes mixtos, como la "calesita" y el "subibaja" (ts'ulit), la "hamaca" de liana o soga (lajwenti o lajweyeq, literal y respectivamente: "su recipiente para mecerse" o "su cosa mecida"), los juegos de hilo y muchos más. Sin embargo, varios de los juguetes usados por ambos géneros dejan de ser mixtos cuando se mira en detalle quién produce qué, quién juega con qué y con quién, etc.

LOS MUCHACHOS Y LAS MUCHACHAS

A pesar de que durante la adolescencia se produce una divergencia simétrica en la nomenclatura de las categorías de género -"muchacho" (manse) y "muchacha" (lhetsa)-, el tránsito femenino por esta etapa del decurso vital es distinto al masculino. Mientras que el niño se transforma en manse progresiva y lentamente, y permanece "muchacho" por muchos años, la niña se vuelve lhetsa de manera más o menos repentina, para dejar de serlo al poco tiempo, también de forma abrupta. La primera menstruación, que marca el inicio de su capacidad reproductiva, activaba la realización de un rito destinado a "hacerla mujer" (yenlhi atsihna) (Palmer, 2005). Según las etnografías, el rito consistía en un período variable de ocultamiento de la muchacha por reclusión ‒en la que una abuela la acompañaba para enseñarle los secretos de la futura vida materna y conyugal, instruirla en el arte de enlazar y ayudarla transitar un momento de verdadera crisis vital‒, en la "cocción" ritual de la iniciada mediante el toque del tambor y, para algunos, finalizaba con una fiesta (Palmer, 2005; De los Ríos, 1976/80).

En la actualidad, el rito formal no se efectúa y las opiniones respecto de si se contemplan o no las prohibiciones alimenticias y las prescripciones higiénicas son divergentes, tanto entre mis entrevistados como en la literatura (cf. Arenas, 2003). Hoy, hasta donde sé, algunas niñas permanecen quietas dentro de la casa, al cuidado de sus abuelas u otras "viejas" que les explican las prohibiciones referentes a los "monstruos Arco Iris" (Lawulhais) y les enseñan a "torcer" hilo y "enlazar" bolsos (ipotsin, ver debajo). Es probable que también se continúe practicando una suerte de dieta homeopática. Asimismo, considerando la edad a partir de la cual las niñas comienzan a buscar amoríos y, eventualmente, a casarse y tener hijos, la primera menstruación continúa funcionando como un punto de inflexión que transforma a la "muchachita" (lhetsa) en "mujer" (atsihna): esposa y madre en potencia.

Existe una correlación entre el crecimiento continuo o discontinuo de los artefactos y el tránsito continuo o discontinuo de los notsas a las categorías de género del mundo adulto. Los muchachos no experimentan cambios bruscos en su atuendo ni en sus artefactos personales; sólo sucede que, progresivamente, sus ropas y sus bolsas crecen, abandonan ciertos juguetes y hacen de sus artefactos infantiles otros propios del hombre pleno: armas verdaderas, herramientas, bicicletas, etc. En el caso femenino hay discontinuidades: la niña que comienza a hacerse lhetsa deja de usar pantalones y adopta definitivamente las polleras y el vestido ‒aunque cada día son más las excepciones de lhetsay y atsihnay que deciden seguir usando pantalones‒. Muchas toman, asimismo, un rasgo vestimentario diacrítico de la femineidad: "su pañuelo" para la cabeza (lajwi). Asimismo, si la niña llevaba el pelo corto, se lo deja crecer y lo cuida. Además, como ya sabe enlazar, fabrica su primera "bolsa semiesférica" (sichet). La norma es que desde el inicio esta bolsa sea grande, "adulta", se podría decir. Por mi parte, sostengo que esto es así porque -entre otras cosas- el sichet es otro ejemplar de "útero externo" o, si se quiere, otra metáfora sólida del útero (Montani, 2008a). En la actualidad el sichet es muy poco usado y lo reemplaza un gran morral cuadrangular.

Podrían agregarse otros rasgos materiales que divergen para los géneros durante la adolescencia. Veamos sólo algunos ejemplos. Las blusas femeninas, de colores estridentes y, generalmente, floreadas, se contraponen a las camisas masculinas, por lo general, de colores sobrios y lisas. Los adornos auriculares que los varones usaban en el pasado (cf. Baldrich, 1890; Karsten, 1932) contrastan con los aros pequeñitos de las mujeres ‒p. ej., aún hoy, una espina, un pedacito de hilo de cháguar o cualquier aro industrial chiquitito‒. Antiguamente, tanto los varones como las mujeres usaban "muñequeras" (latkwe-t'aq, literalmente: "su correa de la mano"), aunque la forma y la función de las muñequeras de uno y otro género seguramente diferían (Métraux, 1946:fig. 32f). Hoy sólo usan muñequeras algunos muchachos crecidos, como un símbolo de bravura y beligerancia y, en parte, como una modesta manifestación de resistencia a la opresión interétnica.

La adolescencia tardía es la etapa de la sensualidad, la coquetería y el cortejo y, al menos antaño, estaba relacionada con el estado de "enamoramiento" (ichetitlhi, literalmente: "estar con ánimo") que, a su vez, se vinculaba con los bailes, las pinturas y los tatuajes faciales, los adornos, los "remedios" de la magia de amor y los instrumentos musicales. Habría mucho que decir sobre cada uno de estos elementos, a pesar de que buena parte de ellos pertenece al pasado. Sin embargo, por las limitaciones de espacio que impone un artículo, en esta ocasión los pasaré por alto.12

LOS HOMBRES Y LAS MUJERES

Con el paso de los años, habiendo atravesado o no por un período ichetitlhi, los manses y las lhetsay se transforman en "hombres" (hinul) y "mujeres" (atsihnay). Cuando nace el primer hijo, el niño crece un poco o nace el segundo hijo -no hay una pauta estricta-, la joven pareja deja la casa de los padres de la muchacha y construye cerca una vivienda propia. El nuevo grupo doméstico va ganando gradualmente autonomía, sin dejar de formar parte de un conjunto residencial. Con el paso del tiempo, la pareja puede elegir lo que sea más ventajoso para los suyos, permanecer en el asentamiento o mudarse a otro donde también tenga parientes.

En la vida del "adulto" (nokjyel o talokw) existe una clara división sexual del trabajo. Las mujeres recolectan frutos silvestres y materias primas, preparan la comida, buscan agua y leña para la casa, lavan ropa, cuidan a los niños pequeños, acarrean bultos sobre sus espaldas, tejen bolsos y fabrican otras "artesanías". Muy esporádicamente, alguna fabrica cacharros, en general cuando ya se acerca a la ancianidad. Todo esto se refleja en un amplio repertorio de artefactos estrictamente femeninos, por ejemplo: "su palo-gancho" (laqeq), "su aguja" (laqanu),"su bolsa de labores" (latsilenti), "su correa de acarreo" (lalhekw-t'aq). Los hombres, por su parte, cazan animales, viajan en sus bicicletas y se ausentan varios días en el monte o de "visita religiosa", se contratan como peones de los "chaqueños" o de los "criollos" (según el contexto, ahotoylhais o suwelelhais), en la municipalidad o en las quintas del piedemonte andino. Además, construyen los corrales, matan y descuartizan los animales de rebaño, anudan sus redes de pesca (hoy menos que en el pasado), tallan esculturas en madera para vender como "artesanía", talan árboles y fabrican postes. El costado material de todo esto es otro amplio repertorio de artefactos típicamente masculinos, por ejemplo: "su arma de fuego" (laletsej, antes "su arco"), "su cuchillo" (laqatsuhnat), "(su) red de pesca" (hutanaj, lat'ahnat o lawot), "su bicicleta" (lawute, antes "su montura" o "su animal de monta"). En el caso del cazador y del guerrero, prendas como la vincha de piel de jaguar, la cota de cuero o de malla y los bolsos enlazados coadyuvaban en la metamorfosis del hombre en un predador. No obstante, esta última afirmación, sin los matices del caso, bien puede resultar excesiva (cf. Montani, 2012).

La recolección de miel, la pesca, la horticultura, la contratación como mano de obra y el comercio son actividades que realizan tanto hombres como mujeres, pero en magnitudes y con modalidades diferentes. Por ejemplo, si nos detenemos en la construcción del tipo de vivienda más frecuente entre los wichís durante el siglo XX, la casa de techo de tierra, vemos que los hombres arman la estructura y hacen el techo, mientras que las mujeres tejen las paredes con matas, es decir, las quinchas. Como regla general, y polarizando la cuestión, puede afirmarse que las actividades de las mujeres tienen la característica común de ser hechas-a-mano, mientras que la de los varones son hechas-con-herramientas (cf. Alvarsson, 1988).

En la sociedad wichí existe una distribución clara de la tecnología entre los géneros y, a mi entender, esto constituye un aspecto importante que quizá se vea reflejado en el léxico: un varón, preferentemente, "trabaja" con herramientas (ichemlhi), mientras que una mujer, fundamentalmente, "construye" moviendo de forma circular un material maleable (ipotsin). Esta contraposición, junto con otras que aparece en la arquitectura, el artesanado y la mitología, permiten inferir una estructura simbólica que podría enunciarse con un formulismo lévi-straussiano: "mujeres : flexibilidad :: varones : firmeza". Se trata de una abstracción analítica que opera en ciertos y determinados contextos: desde el punto de vista de los usos, un varón puede llegar a tejer o una mujer "animosa" podía llegar a usar el arco y flecha de su marido; desde el punto de vista formal, no existe en principio ninguna prohibición explícita para que la mujer toque o manipule los artefactos del varón o viceversa -como sí existía, p.ej., entre los achés-guayakíes (Clastres, 2008).13

Así pues, la división sexual del trabajo de la vida adulta se vincula con una división por género de los bienes personales (las vestimentas, las herramientas, las armas, etc.), y todo esto, a su vez, se conecta de manera recursiva o dialéctica con el modelado social del cuerpo, los pensamientos y las emociones. Existen moralidades y técnicas corporales características de uno y otro género, que resultan en formas corporales características, y viceversa.

LOS ANCIANOS

Si bien la ancianidad no es un retorno a la relativa indiferenciación infantil de los géneros, sí es cierto que se atenúa el contraste marcado que prevaleció durante la vida adulta. Coherentemente, existen varias expresiones plurales con las que nombrar a los ancianos sin distinguir su género: "sus ancestros" (latetselh, literalmente: "sus orígenes"), "gente anciana" (wichi ta tohnaj), "es viejo" (ich'et) o "su cara está arrugada" (latey tasey). Además, puede decirse "mujer vieja" (atsihna-wemeq, literalmente: "mujer botada, agotada, gastada") y "hombre viejo" (hinu-wemeq), o usarse las categorías de parentesco "abuelo" (lachoti, literalmente: "su abuelo" o [la]qa-choti, literalmente: "[su] abuelo clasificatorio", aunque también refiere al suegro) y "su abuela" (latela o[la]qa-tela, ídem que con "abuelo").

La vestimenta de los ancianos, en términos generales, es la misma que la de los adultos, con cierta tendencia arcaizante. Algunos, por ejemplo, usan todavía el "gran sombrero de cuero" de ala ancha (laqawunataj-tsont'oj), un modelo antiguo que sigue siendo típico entre los chaqueños, mientras que la norma rigurosa entre los hombres wichís jóvenes y adultos es "su gorra" de béisbol (laqa-wuna). Las ancianas se cubren la cabeza con un pañuelo con más sistematicidad que las mujeres jóvenes y adultas. No es raro que un anciano varón o mujer use "su bastón" (latsut) para caminar y tenga "sus anillos" (lajwejw-his), que casi siempre poseen fines curativos. El de cola de iguana ‒me consta‒ es un remedio excelente para los dolores osteoarticulares o la "fiebre quebrantahuesos". Asimismo, en el pasado los viejos -y no sólo ellos- usaban "constrictores" con fines terapéuticos: unas bandas de cuero para ajustarse algún miembro o el torso (cf. Karsten, 1932; Susnik, 1998).

LOS CHAMANES

Salvo en el caso excepcional de la muerte luego de una vejez muy prolongada, un fallecimiento es siempre un asesinato, es decir, un fenómeno causado por alguien, directa o indirectamente, de manera física o metafísica. Hoy esta idea indígena sigue vigente, a pesar de que compite con la de mera causación física de la biomedicina. Sólo a modo de ejemplo: alguien se enferma porque un brujo le envía un "espíritu nocivo" (oytaj), un cazador deja una presa malherida y el Dueño de las Corzuelas (Eteq-sayntaj, que es un ahot) le dispara un dardo (un oytaj), o bien una víbora de cascabel muerde a una mujer en la pierna y le introduce un oytaj. El oytaj siempre termina por dañar o desplazar la voluntad del afectado, y la ausencia de laheseq repercute causando la decadencia del cuerpo. Otras veces, una divinidad, que no necesariamente es ahot -me refiero a los astros-, secuestra la voluntad de la persona dejando al cuerpo sin su centro anímico. El t'isan queda vacío y puede ser ocupado por un oytaj y, si no se hace algo para revertir el proceso, el final también es la muerte.

En cualquier caso, para tratar al enfermo hay que llamar a un especialista: antes, un "chamán" (hiyawu), hoy, dependiendo del problema a tratar, simultanea o alternativamente un chamán y un médico blanco. El hiyawu es el encargado de expulsar el/los dolor/es del cuerpo del enfermo y restituir la voluntad del paciente a "su centro vital" (lachuwej). Puede hacerlo gracias a que se trata de una figura transcategorial.

A través de una iniciación prolongada, ha establecido pactos con "dueños" que ahora son sus "auxiliares" (laqa-layis, literalmente: "sus amigos") y conoce los procedimientos terapéuticos esotéricos que generalmente consisten en una lucha, una negociación y un acuerdo final entre el chamán, sus auxiliares y el/los ahot/lhais causantes de la enfermedad.14 El chamán materializa su terapéutica "metafísica" ‒en el sentido de que es invisible e inviable para la gente común- mediante secuencias rituales donde, con ayuda de su parafernalia (hiyawu-kwelhele, literalmente: "armas del chamán"), manipula el cuerpo y la voluntad del enfermo, así como la dolencia en su dimensión material y espiritual. Las "armas del chamán" tienen "su poder" (laqapjwayaj) y "su fuerza" (laqahnayaj), presentan formas variadas y sirven para fines diversos (viajar, protegerse, persuadir, pelear). Una descripción detallada requeriría fácilmente de una centena de páginas, así que aquí me limito sólo a mencionarlas y sólo las más importantes: el "polvo del fruto de cebil" (hataj, literalmente: "cebil"), "su maraca" (lacholhchoj o lacholhtsaj), "su sonajero" (laqa-jwes, literalmente: "sus uñas [no propias]"), "su tambor" (la[qa]pem o laqa-jwitsekw), "su canto" (lachus), "su pipa" (lach'eti), "sus tapones auriculares" (lach'ute-lheley), "su maquillaje" (lalet), "su vincha" (laqa p'aqiche), "su chaleco" (laqa qahnateq).

LOS DEUDOS

Cuando un wichí muere se metamorfosea en un ahot, un espíritu desencarnado contrario a lo wichi y dañino por naturaleza. Por eso, los parientes con los que el difunto convivía siguen un ritual funerario orientado a alejarlo. Entre los wichís parece haber dos momentos de duelo.

En el primero, se manifiesta otra vez la relación íntima entre la persona social, el individuo y sus bienes que he señalado al referirme a la magia dañina en las primeras páginas de este trabajo. Los deudos se deshacen de las posesiones del difunto ‒incluida la casa‒ destruyéndolas, enterrándolas, quemándolas o donándolas. De este modo, completan la despersonalización del difunto y lo obligan a alejarse del mundo de los vivos. Antes, además, los parientes directos se defendían del muerto escondiéndose dentro de la vivienda y pintándose la cara con hollín o cenizas, y ejecutaban una danza y una música de duelo (cf. Karsten, 1932). Hasta la descomposición del cadáver, los deudos quedan contaminados con el "olor fétido" (nahet) del muerto y no deben dejar el ámbito doméstico, so pena de contaminar los ámbitos naturales y despertar la furia vengadora del monstruo Arco Iris (Palmer, 2005).

Más tarde comienza el segundo momento del duelo, el "duelo" propiamente dicho: latichehnayaj (literalmente: "su añoranza"). Dependiendo del lazo de parentesco, de la estrechez del vínculo y de las circunstancias de la defunción, este período puede durar hasta más de un año. Estar de duelo es, básicamente, estar enfermo y atravesar el duelo supone por lo tanto transitar una situación liminal entre lo wichi y lo ahot. El duelo afecta con mayor gravedad y frecuencia a las mujeres y en ellas es equiparable, parcialmente, a la menstruación y al embarazo. Por eso se sigue -o se seguía- una serie de prácticas rituales cuya expresión paradigmática parece ser el rito de iniciación femenina.

Para combatir esas pasiones antisociales que son la aflicción y la melancolía, los deudos acatan una serie de prescripciones dietéticas y disciplinarias. Por ejemplo, era común que la viuda se cortase el pelo (Remedi, 1896; De los Ríos, 1976/80) y aún hoy está prohibido el uso de peine cuando se está de duelo, pues de usárselo salen granos en la cabeza, difíciles de curar y que hasta pueden producir la calvicie. Antes, el peine era de pelo de oso hormiguero, por eso un informante me dijo: "el pelo del oso está prohibido cuando uno tiene su causa [es decir, está de duelo]" (selaj-wuley tajwum chi lates ihi). Interpreto que el sentido del corte del pelo o la prohibición del uso del peine es doble y se infiere de sus resultados: al cambiar la fisonomía de los deudos, por un lado, los vuelve invisible para el ahot y logra protegerlos; por otro lado, los señala y vuelve visible ante los ojos de la comunidad. La viuda, primero rapada, luego cultivando cierta estética de descuido, se recuerda y recuerda a posibles candidatos que aún no está disponible para volver a formar pareja. En el pasado, además, el deudo, tanto para expresar como para combatir su pena, podía tocar una melodía tétrica con el tambor de agua o con la maraca.

LOS HEREDEROS

Los wichís, generalmente, ponen en práctica ante la muerte lo que podría llamarse una "filosofía de la negación de la herencia" y se deshacen de todas las posesiones del difunto. No obstante, en ciertas ocasiones el moribundo decide dejar algo, que se transforma en "su legado" (lewit'ole), del heredero. El lewit'ole generalmente consiste en "palabras" (lhomtes, literalmente: "sus palabras", que son la manifestación más inmediata del laheseq) que el anciano deja en su lecho de muerte a una sola persona, pero en última instancia en beneficio de la parentela, para habilitarla a realizar exitosamente ciertas actividades. El legado tiene "su poder" (laqapjwayaj, algo más o menos equiparable al célebre mana) y transforma al difunto en una especie de espíritu auxiliar del heredero. El lewit'ole verbal siempre tiene la forma de una predicción auspiciosa, por ejemplo: "[Si un contrario te trata mal], hablale fuerte para que cuando te oiga, se sienta mareado y tirite" (Om oytaj omet hop jileq ilotey ometsu wet ilotlhame tawilaqlhi lhoya tacheqtiche). Sin embargo, muchas veces se refuerza la eficacia de la predicción asociándola con un objeto. Es importante remarcar que para trasmitir un legado hacen falta dos deseos: el del moribundo que quiere beneficiar a alguien que considera merecedor y el del "heredero" (wit'olenaj) que lo acepta. Es justo que importe el consentimiento de este último, pues recibir un lewit'ole entraña una responsabilidad muy grande: si el objeto se pierde o se daña, su poder se vuelve contra el beneficiario (cf. Palmer, 2005).

Los artefactos que se solían dejar como lewit'ole son muy diversos.15 Sin embargo, existían recurrencias que estaban intrínsecamente relacionadas con el tipo de beneficio que producían. Sólo a modo de ejemplo: el moribundo dejaba una cuchara o una bombilla o un mate para que cuando alguien de la familia estuviese siendo perjudicado -sea con hechos concretos o mediante brujería, cosas que casi siempre van de la mano- los parientes se reuniesen y tomasen mates juntos y, de este modo, el lewit'ole los protegiese contrarrestando el daño y devolviéndoselo a su/s enemigo/s.

CONSIDERACIONES FINALES: EL CUERPO, LA PERSONA Y EL ARTEFACTO

En esta presentación sucinta pasé por alto muchas dimensiones sociales de la persona que son materialmente modeladas y mantenidas, y tuve pocas oportunidades de detenerme en la variabilidad cultural y en el conflicto. No apunté nada, por ejemplo, de los múltiples artefactos asociados con el desempeño de determinados cargos públicos, como los de auxiliar bilingüe de las escuelas públicas, los de "pastor", "diácono" o "encargado" (todos ellos, ihnyoj-wus) de las iglesias anglicanas, los de "líder" (niyat) de las comunidades, los de presidente, secretario, etc. de las asociaciones civiles indígenas promovidas por los Estados o los de puntero de los partidos políticos. Tampoco indiqué nada sobre la contribución, sin duda importantísima, que artefactos como los DNI, el dinero, la Biblia y otros textos hacen a la definición y redefinición permanente de las categorías de persona wichís, o sobre cómo la cultura material en su conjunto -y particularmente el atuendo- contribuye a crear y desafiar el límite interétnico que separa a los wichís de los "chaqueños" y "criollos" (ahotoylhais o suwelelhais). No obstante, creo haber puesto en evidencia que una buena parte de la acción colectiva orientada a hacer del cuerpo individual una persona social se cristaliza en los artefactos, particularmente, en esos artefactos que la lengua wichí reúne bajo el rótulo de laqoy.

Tras investigar los laqoy a la luz de la información etnográfica y los conceptos lingüísticos nativos referidos al género y la edad, propuse segmentar el decurso vital wichí en una serie de categorías de persona: los bebés, los niños, los muchachos y las muchachas, los hombres y las mujeres, los ancianos, los chamanes, los deudos y, finalmente, los herederos. Las pinceladas de la descripción sugieren, por ejemplo, que resulta difícil pensar a un niño wichí sin su bolsa y sin sus juguetes, a una mujer sin sus metáforas materiales del útero -i. e., la banda para el bebé, la hamaca-cuna, el sichet, la choza semiesférica y la tinaja (en este artículo casi no hablé de estos dos últimas elementos)-, a un varón sin sus armas y sus herramientas, a un chamán sin su parafernalia o a un deudo con bienes heredados por fuera del lewit'ole. En la descripción multipliqué los ejemplos de este tipo, que vinculan categoría de persona a tipos de artefactos. Sin embargo, evité formular un listado de atributos materiales de los bebés, de los niños, de los muchachos, etc., porque el valor del cuadro reside precisamente en la posibilidad de poner de manifiesto los complejos procesos materiales, intelectuales y afectivos que giran en torno de los objetos y en mostrar cómo estos objetos se entretejen sobre el cuerpo individual para volverlo una persona social.

En el caso etnográfico analizado, decir que los artefactos modelan los cuerpos y los vuelven personas responde menos a una premisa teórica que a las prácticas y las representaciones wichís -y de otros grupos de las tierras bajas sudamericanas-, prácticas y representaciones en las que un conjunto amplio de bienes sirve para ligar los cuerpos individuales a una red fluida de categorías de personas socialmente establecidas. En esta presentación postergué aquel tipo de análisis que vincula los artefactos con la dimensión existencial del individuo y su cuerpo, en pos de entretejer cuerpos, artefactos y personas en una dimensión más social y compartida. Valga entonces una reflexión final.

En ocasiones, la "antropología del cuerpo" ha querido establecerse como un nuevo paradigma luchando contra un supuesto "sociologismo" u "holismo" común en la antropología y, en consecuencia, ha concentrado su análisis en torno de las percepciones y los habitus del cuerpo (Csordas, 1990). ¿Pero qué sucede con las materialidades y con los artefactos? Por un lado, los arqueólogos ‒y no sólo ellos‒ vienen señalando hace más de un siglo que las materialidades son concreciones de la vida social y, por lo tanto, que constituyen una realidad que merece ser estudiada en estos términos. Por el otro, no se debe olvidarse la importancia que los artefactos pueden tener en la génesis misma de ciertas noción cardinales del análisis antropológico; recuérdese, por ejemplo, la centralidad de un artefacto como la máscara en los albores de nuestra propia noción de "persona" (Mauss, 1971), o bien el ajustado entramado simbólico y práctico entre las personas y la casa que Pierre Bourdieu (1972) describiera para los bereberes de la Cabilia. Por último, no se puede obviar que la reconsideración del clásico problema antropológico del "animismo" sugiere una y otra vez que nuestras nociones de persona, cuerpo y cosa (p. ej., artefacto) se recortan de manera muy variable de sociedad en sociedad, y que el cuerpo no es necesariamente ni un equivalente de la persona ni el depositario exclusivo de la "agencia" social (cf. Bird-David, 1999; Viveiros de Castro, 1996; Stringer, 1999). Podemos ser filosóficamente monistas, como quiere Csordas (1990), sin tener que caer en el reduccionismo de fundar ese monismo en un concepto fenomenológico de cuerpo. El estudio de la contribución que los artefactos wichís hacen a la constitución concreta de los cuerpos y de las personas en la ineludible vida social nos recuerda, pues, que el cuerpo por sí sólo no puede ser el sustrato de la cultura (contra Csordas, 1990). La cultura existe como producto del intercambio humano y entonces, quizá, convenga evitar los paradigmas reduccionistas y distribuir nuestros esfuerzos interpretativos en distintas partes de la complejísima red de fenómenos multiformes que están simultáneamente en la mente y fuera de la mente, en los cuerpos, sobre los cuerpos entre los cuerpos (Geertz, 1995). Porque están también en esas cosas que llamamos "artefactos": vestimentas, casas, alimentos, palabras. Y la lista parece infinita.

NOTAS

1. Los aproximadamente 45.000 individuos que hablan la lengua wichí (familia lingüística Mataco-macá) componen lo que conocemos como "grupo étnico wichí" o "sociedad wichí". Dicho grupo o sociedad se estructura internamente como una compleja red de parentelas (Palmer, 2005) con importantes variaciones regionales (Braunstein, 2006), distribuidas en comunidades rurales y periurbanas en la porción semiárida (y occidental) del Chaco Central (provincias de Formosa, Chaco y Salta de la Argentina, y provincia de Gran Chaco de Bolivia). La sociedad wichí funciona sin un poder político centralizado; las relaciones interétnicas son una dimensión central para la definición del grupo y en dicha dimensión el parentesco, la lengua y los artefactos son componentes muy importantes (Montani, 2008). Tradicionalmente, los wichís practicaban la recolección, la caza, la pesca y la horticultura ‒y, en parte, aún siguen haciéndolo‒, pero a partir del siglo XIX, además, han sido incorporados como mano de obra temporaria y mal paga en los distintos rubros de la economía regional (Arenas, 2003; Trinchero, 2000). Hoy, debido a la degradación medioambiental causada por la colonización y la presión de distintos vectores de la sociedad provincial, nacional y global, a los wichís les es cada vez más difícil llevar adelante sus actividades "tradicionales" y viven en condiciones de opresión y pobreza. Asimismo, desde el siglo XVI, han sufrido distintas oleadas evangelizadoras (de católicos, anglicanos, etc.) que remodelaron la percepción indígena sobre el hombre y el mundo. Si bien los wichís están insertos en los procesos económicos, políticos y religiosos que los exceden, sin embargo, crean y recrean una cultura viva y original. En lo que respecta a la "cultura material", que es el eje de mi análisis, los wichís suman a sus artefactos "tradicionales" otros "nuevos" adaptados a sus intereses y necesidades. Una característica prominente de la sociedad wichí -desde el punto de vista comparativo- es su "minimalismo tecnológico", es decir, un mundo artefactual formado por pocos artefactos, todos ellos polifuncionales (cf. Montani, 2012).

2. Con "especies espirituales" me refiero a las divinidades, a los "dueños" (lewehuy) y a las "almas póstumas" en general (ahotlhais). Para una explicación del alfabeto utilizado en la notación del wichí, cf. Montani (2012: 105-107).

3. El concepto de "recipiente" resulta culturalmente importantísimo. Sin embargo, el dato etnográfico atempera todo impulso reduccionista y obliga a recuperar la fluidez de la realidad social viva. Así pues, recordemos que Palmer anotó la sentencia "mi voluntad emplea mi cuerpo" (en mi transliteración: uheseq ichemyenlhi ut'isan) (Palmer, 1994, 2005: 187-189). Los wichís aseveran tanto que el cuerpo es el recipiente de la voluntad y el instrumento a través del cual la voluntad actúa en el mundo físico como que la voluntad es el órgano metafísico del cuerpo y también un ser espiritual relativamente autónomo.

4. Leí una versión preliminar de este trabajo en el 1er Encuentro Latinoamericano de Investigadores sobre Cuerpos y Corporalidades en las Culturas, celebrado en agosto del 2012 en la ciudad de Rosario, Santa Fe, Argentina. El artículo es un breve resumen del capítulo 6 de mi tesis doctoral (Montani, 2012) y, en consecuencia, no sólo simplifica el argumento y acota al extremo la información etnográfica del texto original, sino que incluye sólo las referencias bibliográficas esenciales.

5. Las crónicas coloniales son muy vagas en lo que refiere a la forma, la función y el significado del atuendo y otros bienes personales wichís, y a esta vaguedad se suma la consabida imprecisión en la identificación de naciones y parcialidades (cf. Lozano, 1941; Camaño y Bazán, 1931).

6. Aunque el cuerpo y la persona son temas ya clásicos en la etnografía del Gran Chaco (cf. Chase-Sardi, 1970; Cordeu, 1999; Karsten, 1932; Susnik, 1995) y de las áreas colindantes (cf. Clastres, 1972), en los últimos años varias colegas han puesto el acento en la problemática del cuerpo entre los indígenas del Chaco Oriental pertenecientes a la familia lingüística Guaycurú (Citro, 2009; Córdoba, 2008; Gómez, 2009; Tola, 2012). El lector interesado en esta literatura sabrá corroborar las marcadas diferencias de enfoque y podrá extraer algunas pistas interesantes sobre similitudes y contrastes entre guaycurúes y mataguayos, o entre el oriente y el occidente del Chaco Central. Por otro lado, la "íntima enemistad" de los wichís y los chiriguanos, cierto solapamiento temático y la particular importancia que también se le otorga al dato lexicográfico como complemento del etnográfico, hacen del voluminoso estudio etnolingüístico de Chamorro (2009) sobre las denominaciones del cuerpo y de sus partes entre los pueblos guaraníes un recurso indispensable para futuros abordajes comparativos.

7. Con "decurso vital" me refiero a una tipificación ideal de un proceso irreversible: el desarrollo madurativo de los individuos a través de una serie de etapas socialmente establecidas, siendo una de ellas la de la reproducción. En esta ocasión prefiero hablar de "decurso" antes que de "ciclo vital" porque mi énfasis está puesto en la secuenciación del proceso (cf. O'Rand y Krecker, 1990).

8. Sin querer aquí entrar en el tema, sólo señalo que entre los wichís la homosexualidad es infrecuente y es vista como una anomalía. Para algunos detalles, cf. Montani (2012: 290-291).

9. Para simplificar, a lo largo del artículo suelo identificar cada etapa del decurso vital con un solo nombre wichí. Sin embargo, en general existen varias palabras o expresiones para nombrar cada una de ellas: en el caso del bebé, p.ej., también puede llamárselo "su hijo" (lhos) o "su hija" (lhose) -aunque estos términos de parentesco no son, obviamente, privativos del bebé‒, o bien puede decírsele "bebito" (hanojwaj-lhomsaj).

10. Es acertado indicar que en wichí las marcaciones morfológicas de género son muy improductivas (cf. Viñas Urquiza, 1974); existen solamente para unos pocos nombres, sin constituir ninguna regla (a saber: hijo, lhos; hija, lhose; nieto, lacheyos; nieta, lacheyo; hermano mayor, lachila; hermana mayor, lachita; hermano menor, lach'inij; hermana menor, lach'ihno; sobrino, lawaqla; sobrina, lawaqlani) y no gatillan fenómenos de concordancia.

11. A veces era de arcilla cruda y esto nos recuerda al mito de "La creación de los hombres", donde "El Inmortal" (Nilataj) hizo una muñeca de arcilla y le insufló la "voluntad" soplándole la nariz; la muñeca despertó y fue el primer humano (Palmer, 2005: 216). De todos modos, la interpretación cabal de la analogía nos llevaría demasiado lejos.

12. Remito al lector interesado a consultar Montani (2012: 310-330).

13. En un nivel más general, en lo que a género y tecnología concierne, me gustaría señalar que en el caso wichí, a diferencia de otras sociedades cazadoras-recolectoras sudamericanas como los kulinas (Lorraine, 2000), no podemos decir que las labores masculinas sean más autocontenidas que las femeninas en cuanto al instrumental que requieren. En consonancia con el alto grado de poder y prestigio femenino resaltado por los etnógrafos, la tecnología de las mujeres wichís no depende, por lo general, del trabajo masculino, mientras que las actividades masculinas sí necesitan, las más de las veces, de un instrumento fabricado por las mujeres: los bolsos enlazados (Montani, 2008a).

14. La literatura sobre el tema es abundante, cf. CalifanoyDasso (1999), principalmente.

15. Hoy, aparentemente, la trasmisión de lewit'ole es inusual, pero como la práctica fue siempre relativamente secreta y clandestina, me atrevo a desconfiar de las afirmaciones de mis propios colaboradores wichís.

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