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Avá

versão On-line ISSN 1851-1694

Avá  no.25 Posadas dez. 2014

 

TRADUCCIÓN

El extranjero profesional y la tentación fáustica: la antropología frente a los programas de desarrollo

 

Leopoldo J. Bartolomé*

*Nota del editor: El presente artículo fue publicado originalmente como "O estrangeiro profissional e a tentação fáustica: a antropologia frente aos programas de desenvolvimento". En A. A. Arantes, G. Ruben y G. Debert (comps.) Antropologia e Direitos Humanos: a responsabilidade do antropólogo, pp. 163-174. Campinas, Brasil: Editora da UNICAMP. Se publica en el presente número de Avá una versión original en español cedida por María Rosa Catullo, que fue revisada y contrastada con la versión en portugués por Andrea Mastrangelo y Pablo Schamber. 

 

.el impulso fáustico en la dirección del desarrollo ha llegado a animar a todos los hombres y mujeres modernos. (.) Esto significa que cualesquiera que sean los tratos fáusticos que se hagan -o no se hagan- tenemos no sólo el derecho, sino también la obligación de participar en su elaboración. No podemos ceder la responsabilidad del desarrollo a ningún cuadro de expertos, precisamente porque en el proyecto de desarrollo, todos somos expertos.
Marshall Berman, "Todo lo sólido se desvanece en el aire", pp. 83-84

 

INTRODUCCIÓN: ¿MODERNIZAR LA ANTROPOLOGÍA?

El objetivo de esta ponencia1 es fundamentalmente el de plantear una serie de problemas "internos" de la antropología y de los antropólogos en relación al desarrollo socioeconómico y a la participación en el diseño e implementación de proyectos de desarrollo. Estos hacen esencialmente a: a) la actitud predominante frente al desarrollo como fenómeno socioeconómico; b) la tendencia a estereotipar a los actores involucrados en procesos de este tipo; y c) a la naturaleza ética e institucional de la participación de antropólogos en grandes proyectos. Quizás algunas de mis consideraciones a esos respectos suenen "provocativas" en primer instancia, pero estoy persuadido que el ignorar esos problemas debilita de entrada toda discusión seria de la responsabilidad del antropólogo frente a los distintos sectores involucrados en los proyectos de desarrollo y, consiguientemente, la consideración de los derechos humanos en relación a los mismos.

En primer lugar, es necesario subrayar que, más allá de las discusiones que ha planteado y plantea, en las últimas décadas no sólo se ha consolidado la "antropología del desarrollo" como subdisciplina dentro de la antropología social, sino que es cada vez mayor el número de antropólogos que desarrollan su actividad en ese ámbito. No es éste el lugar ni la oportunidad para pasar revista a la ya abundante y también polémica producción referida a esta temática; campo para el cual existen tanto excelentes resúmenes analíticos (Cfr., e.g., Hoben, 1982), análisis teórico-críticos (Cfr., e.g., Robertson, 1984; Grillo y Rew, 1985), compilaciones de aparentemente exitosas aplicaciones del conocimiento antropológico (Cfr., e.g., Eddy y Partridge, 1987; Wulff y Fiske, 1987), como así también severas críticas (Cfr., Asad, 1971) y hasta manuales de adiestramiento (e.g., Partridge, 1984). Empero, es necesario reconocer que a pesar de ello la vinculación de la antropología con los procesos de desarrollo sigue siendo conflictiva, que no son pocos los antropólogos que le desconocen toda legitimidad, y que la práctica antropológica en este ámbito, especialmente cuando se realiza desde posiciones extraacadémicas, constituye una fuente constante de dilemas éticos, y un campo abierto a discusiones políticas e ideológicas.

Desde ese punto de vista, y a pesar de la aparente restricción mencionada al comienzo, las consideraciones que siguen hacen a temas básicos de las ciencias sociales como emprendimiento cognoscitivo, y de la relación entre el científico y el Estado (en tanto poder y estructura burocrática); temas que son discutidos desde hace mucho, aunque su explicitación debe mucho a Weber (Cfr., e.g., 1961), sin que pueda definirse un "cierre" o considerárselos agotados. Con estos caveats, mi aporte pretende reflejar una experiencia de diez años de trabajo antropológico aplicado en un contexto no académico, focalizando en aquellos aspectos que estimo han recibido un tratamiento insatisfactorio o insuficiente por parte de la comunidad antropológica.

El referente específico de estas reflexiones es la responsabilidad del antropólogo en el marco de los emprendimientos públicos del tipo que Lins Ribeiro (1985; 1987; 1988) ha caracterizado como una forma de producción específica, y para los cuales ha propuesto la denominación "proyectos de gran escala"2. Esa responsabilidad se define prima facie en relación a las cuatro instancias mencionadas en el temario de esta jornada, viz., la agencia que implementa el proyecto, el estado, el capital privado, y last but not least, los grupos humanos afectados; a los que yo agregaría, aunque pueda sonar a ingenuidad dado el tono de esprit du temps, la responsabilidad frente a la antropología, disciplina a la que aspiro científica. Sin embargo, la mera discusión de esa responsabilidad requiere una primera opción para el antropólogo, ese "extranjero profesional" según la feliz expresión de Agar (1980); opción que remite a la concepción que se adopte para la antropología como emprendimiento intelectual, para el rol del antropólogo como sujeto social y como científico, y para su relación con el universo de los fenómenos sociales.

La extensa cita al notable libro de Marshall Berman (1988), que sirve de acápite a esta ponencia, apunta a subrayar la naturaleza del contexto intelectual que enmarca la problemática general del así llamado "desarrollo", así como de la polémica que la cruza como una línea de tensión, viz., la del desarrollo como concepto socialmente válido (i.e., deseable), y la del papel que como antropólogos debemos (¿podemos?) asumir frente a dichos procesos. Más allá de las definiciones y de las cauciones, el desarrollo es un concepto típicamente moderno, quizás el más expuesto y susceptible frente a la crítica cultural que se ha dado en denominar "pos-modernista". Los antropólogos, y especialmente nuestros colegas del Primer Mundo, no han escapado de la atracción de dicha crítica, y muchos han decidido renunciar a la pretensión fáustica de la antropología como ciencia, para abrazar la más mullida y posmoderna concepción de la antropología como literatura y como crítica literaria. Y esta es otra opción a la que nos enfrentamos para tratar este tema: hablar del papel de la antropología y de los antropólogos frente a y/o en los procesos de desarrollo, presupone una antropología "fáustica", i.e., una concepción del mundo como procesos y no como esencias. En síntesis, una antropología que acepte, aunque sea a regañadientes, que "todo lo sólido se desvanece en el aire".

A lo que voy es que el desarrollo, cualquiera sea la definición que se proponga para este concepto, constituye un fenómeno del mundo real, una serie de eventos reales, motorizados por agentes reales y que afectan a personas reales. Como individuos podemos estar en desacuerdo con la noción misma del desarrollo, como científicos, podemos proponer formas y estilos que maximicen la distribución de beneficios y minimicen los sufrimientos, etc., pero lo que no podemos es desconocer el estatus antropológico de los procesos de desarrollo y encerrarnos en ciertas posiciones que, a veces, se parecen demasiado a una defensa de la stasis pura, mediante la reificación con sentido estático de los instrumentos analíticos que nuestra disciplina ha generado (cultura, valores, etc.) con el objetivo primordial de estudiar un devenir. Como sostiene Berman, tenemos no sólo el derecho sino también la obligación de participar en la elaboración de esos "tratos fáusticos", aunque más no sea para sumar nuestra voz "autorizada" a la de los que tienen menos posibilidades de hacerse escuchar.

En gran medida la antropología, con su primordial alianza con los "otros", con aquellos que eran vistos como víctimas y no como actores del cambio, desarrolló un fuerte prejuicio anti-moderno que la ha marcado desde entonces. Y esto es así aun cuando se hayan formulado acusaciones de complicidad con el colonialismo, es decir, recurriendo nuevamente a Berman, con una de las manifestaciones del Fausto. No es tampoco casual que casi siempre esas acusaciones se hayan originado desde dentro de la disciplina, y que éstas hayan sido asumidas por muchos antropólogos del primer mundo con un entusiasmo frecuentemente mayor al de las "víctimas". ¿Acaso no es necesario tener un "pecado original" para poder ser salvados? El hecho es que para muchos antropólogos el desarrollo es de por sí malo; un fenómeno tan contaminante que es preferible ignorarlo o reducirlo al encuadre moral de una fuerza negativa que se sitúa más allá de la antropología. El resultado de esta actitud es una muy pobre comprensión científica del fenómeno del desarrollo, limitándose a la condena moral y a la expresión de simpatía por las víctimas3.

En síntesis, considero que para una efectiva comprensión antropológica del fenómeno del desarrollo, es necesario que nuestra disciplina lo incorpore dentro del objeto antropológico, y cese por lo tanto de considerarlo, implícita y explícitamente, como una "externalidad" moralmente negativa. La construcción de una gran represa, la quema de las selvas amazónicas, los sacrificios humanos de los Aztecas, la "gente de los botes" del sudeste asiático, las migraciones guaraníes en búsqueda de la "tierra sin mal", el Paqui-bashing de los skinheads británicos, el consumo ritual de la masa encefálica de los parientes muertos en Nueva Guinea, etc., son, con igual entidad, hechos humanos que demandan un análisis científico, sin que ello nos inhiba de aprobarlos, de condenarlos y aun de combatirlos.

LA DEMONIZACIÓN Y LA ANGELIZACIÓN DEL "OTRO"

El Estado, el capital privado, los afectados por los proyectos de desarrollo, los ingenieros, los antropólogos, etc. son seres humanos, con las falencias y las virtudes de tales. Esta afirmación puede ser vista como una "verdad de Perogrullo" o como un axioma cuestionable, ya que presupone la identidad esencial de la especie humana. Dado que la gran masa de la evidencia disponible tiende a sustentar esa identidad, me permitiré plantearla como un punto de partida. Punto de partida que si bien parecería ser compartido por la inmensa mayoría de los antropólogos, tiende frecuentemente a diluirse a través de paralelos procesos de demonización y angelización de los actores sociales. Es cierto que esta identidad esencial no impide la existencia de enormes desigualdades de poder y "agencia" -en el sentido que da Giddens (1984) a este concepto- y, consecuentemente, en todo proyecto de desarrollo encontramos quienes se benefician y quienes se ven perjudicados, quienes explotan y quienes son explotados.

¿Frente a quiénes es responsable primordialmente el antropólogo? De hecho, en muy contados casos el antropólogo es convocado para estudiar a los sectores con poder, y tanto afectivamente como en términos de su praxis concreta, esa responsabilidad se orienta fundamentalmente hacia los sectores afectados, que casi por norma son aquellos que poseen menos poder y agencia. Esto es y debe ser así, porque si algún papel puede cumplir un antropólogo en relación a los proyectos de desarrollo, uno de sus principales componentes es el de minimizar sus costos sociales y los sufrimientos de los afectados. Sin embargo, no se hace ningún favor a los afectados al "angelizarlos" y esperar de ellos un comportamiento no exigible a seres humanos comunes. Esta actitud, para nada infrecuente, oculta sentimientos de paternalismo y en última instancia de desprecio que, aunque ardorosamente negados, se hallan implícitos en el supuesto de que "los pobres son diferentes", y en suponer que sus motivaciones son siempre justificables, o que siempre eligen lo que es mejor para ellos. En otras palabras, la pobreza no es una virtud Franciscana que necesariamente purifica a quienes la padecen, como así tampoco la "riqueza" (y/o el poder) trasunta necesariamente una virtud puritana (o, a la inversa, evidencia de por sí corrupción moral).

Una de las experiencias más impactantes de trabajar en un proyecto de gran escala es el de darse cuenta que la mentira, la simulación, la hipocresía y la conducta instrumental, están lejos de acumularse de un solo lado. Por supuesto que existen gigantescas diferencias de escala entre las maniobras de las empresas contratistas y la de los afectados que buscan obtener algún beneficio adicional, pero convertir esas diferencias de escala y agencia en sustantivas diferencias morales, sólo contribuye a disminuir nuestra comprensión antropológica del proceso. Tal vez un ejemplo contribuya a aclarar este punto. He tenido oportunidad de comprobar en reiterados casos cómo afecta la actitud del antropólogo el estatus de un informante. Si éste último era un funcionario del proyecto, sus informaciones eran automáticamente puestas en duda, mientras que si se trataba de un "afectado", la veracidad de sus afirmaciones verbales era asumida como un dato automático, particularmente si las mismas apuntaban a confirmar una evaluación negativa del proyecto. Ahora bien, si éstas arrojaban una imagen de alguna manera positiva, el informante se hacía sospechoso de haber sido "cooptado". De más está decir que una conducta semejante difícilmente sería aceptada como valedera en otro contexto etnográfico.

Esta actitud es bastante frecuente entre ciertos antropólogos, particularmente entre quienes han tenido una experiencia previa exclusivamente académica. En algunos casos, se parte de una especie de matriz analítica implícita, que es aplicada automáticamente, y que puede resumirse en las siguientes proposiciones: 1) los programas de desarrollo sólo tienen impactos sociales y ecológicos negativos; 2) todo cambio que afecte la forma de vida de un determinado grupo humano es intrínsecamente negativa, siempre que el grupo en cuestión sea pobre, subordinado y/o étnicamente diferenciado; 3) esos grupos están, por definición, incapacitados para hacer frente a toda modificación medioambiental; 4) las instituciones y especialmente las agencias que implementan proyectos y los entes financieros, son monolíticos e indiferenciados (y de alguna manera perversas); 5) ninguna acción promovida por esas agencias y entes puede perseguir objetivos beneficiosos para la población afectada; y 6) la tarea fundamental del antropólogo es (exclusiva y excluyentemente) la de documentar los impactos negativos.

Si bien la he presentado de alguna manera caricaturizada, la actitud arriba descripta no está muy lejos de reflejar cierta tendencia dentro de la profesión. Ahora bien, que quede bien en claro que no estoy negando que existen los impactos negativos, los intereses creados, la explotación, etc., como así tampoco renunciando a la tarea de denunciarlos. Lo que rechazo es el abandono de la perspectiva antropológica, al trabajar con preconceptos rígidos, el renunciar en última instancia a toda pretensión de ciencia en favor de una equivocada -creo yo- opción por la abogacía. Y la rechazo precisamente porque significa negar que el conocimiento antropológico pueda ser utilizado para entender mejor estos procesos y contribuir a beneficiar a los sectores tradicionalmente postergados. Si bien es verdad que el hecho de que un conocimiento sea obtenido científicamente, de ninguna manera garantiza que sea utilizado o utilizable en beneficio de los afectados, tal posibilidad se hace aún más remota si se resigna de entrada nuestra responsabilidad ante la ciencia.

LA INSTITUCIONALIZACIÓN DEL EXTRANJERO PROFESIONAL

Como bien señala Hoben (1984:15), la primera y más crítica opción que debe efectuar un antropólogo es la de involucrarse o no con proyectos de desarrollo. Esta decisión deberá considerar muchos elementos de índole ética, ideológica, etc., pero, dando por sentado una actitud ética de parte del antropólogo, una respuesta favorable de alguna manera implica la evaluación de que existe un espacio para contribuir a mejorar la situación y/o al menos mitigar los potenciales sufrimientos de la población afectada por un proyecto. Mi experiencia personal me indica que tal espacio existe efectivamente en muchos proyectos. Por otra parte, y de estimarse que el proyecto es intrínsecamente perjudicial para la población, la actitud que corresponde es negarse de entrada a participar en el mismo y efectuar la denuncia pública de sus consecuencias.

De hecho, todo proyecto de desarrollo involucra un complejo sistema de sectores e intereses interactuantes, y el hecho mismo de que se convoque o se permita la intervención de antropólogos, indica la existencia de fuerzas internas y externas que pueden ser movilizadas en forma tal de beneficiar a la población afectada. Partridge y Warren (1984:6) asignan a los antropólogos que trabajan para organizaciones de desarrollo, el rol de identificar y llamar la atención acerca de los factores humanos y de las consecuencias sociales del desarrollo, de manera que los mismos puedan ser adecuadamente resueltos, tanto en tiempo como en forma. Pero la tarea del antropólogo debe necesariamente ir más allá del diagnóstico, y arriesgarse a proponer formas y procedimientos alternativos, que sean viables bajo las restricciones del sistema total. Y digo arriesgarse porque rara vez resulta posible fundamentar sistemáticamente las alternativas propuestas, y el antropólogo deberá recurrir a su formación profesional, su intuición, sus principios éticos y morales, y, en forma nada despreciable, a su capacidad creativa.

Debe quedar claro que si bien el antropólogo puede "vender" su fuerza de trabajo a una organización de desarrollo, no debe en ningún caso vender su conciencia científica o su ética profesional. Su desempeño dentro del proyecto involucrará muchas re-evaluaciones de la pertinencia de su permanencia, y si bien uno de los primeros aprendizajes que deberá efectuar es que las resultantes, los outputs, de un proyecto son vectoriales que rara vez contemplarán todas las características y componentes de la política estimada como deseable, también deberá desarrollar una fina apreciación de los "márgenes de error" admisibles sin comenzar a deslizarse en la cooptación, y estar dispuesto a renunciar cuando esos márgenes no sean respetados.

Esto parece fácil de decir pero difícil de cumplir en contextos específicos y por los lapsos relativamente prolongados que suelen insumir los proyectos de desarrollo. Sin embargo, tenemos a nuestro favor la relativa indefinición de nuestro rol desde la perspectiva de la mayoría de las organizaciones de desarrollo4. Es allí donde está, creo yo, nuestra oportunidad y la oportunidad para que la antropología sirva efectivamente para el diseño de proyectos que atiendan efectiva y satisfactoriamente los componentes sociales. Por ello es necesario que las organizaciones nos acepten en nuestro rol de "extranjeros profesionales", entre cuyas funciones se encuentra precisamente dar una visión más objetiva y crítica de la que le es posible (y admitida) al simple funcionario. En casi toda cultura el extranjero está eximido de ciertas obligaciones y etiquetas de aplicación obligatoria para los locales, y es común que sus opiniones sean escuchada con interés, dada nuestra curiosidad por saber "cómo nos ven". Estos beneficios son de hecho gozados por los antropólogos que son extranjeros en el contexto de ciertos proyectos de desarrollo. Debemos luchar para conseguir que similares privilegios sean otorgados al cargo como tal, independientemente de la nacionalidad de quien lo desempeñe.

Por último, considero necesario subrayar que la comunidad antropológica internacional tiene un papel fundamental, como lobby y como grupo de referencia, para asegurar que todos seamos partícipes del desarrollo, y para lograr que el rol de extranjero profesional sea institucionalmente definido y aceptado. De lograrlo, habremos hecho mucho en lo que hace a satisfacer adecuadamente nuestras responsabilidades para con la población afectada, para con las organizaciones que solicitan nuestros servicios, y para la continua vigencia de la "ciencia del hombre".

Posadas, 15 de enero de 1990

Notas

1 Ponencia elaborada para el tema "A responsabilidade do antropólogo frente aos programas de desenvolvimiento. O estado, o capital privado e os grupos afetados", del Seminario Internacional Desenvolvimento de dereitos humanos: a responsabilidade do antropólogo, organizado por la Associação Brasileira de Antropología (ABA), Universidade Estadual de Campinas, Sao Paulo, Brasil, 5 y 6 de abril de 1990.

2 Esos proyectos y sus impactos sociales están recibiendo particular atención de parte de los antropólogos sociales. Para una rápida revisión de la actividad a este respecto, ver el reciente artículo de Michael Cernea (1988), asesor sociológico del Banco Mundial.

3 Quiero dejar bien claro que no pretendo de ninguna manera efectuar una defensa del "desarrollismo" y de los proyectos a gran escala, actitud que está muy lejos de mi pensamiento. Quiero sí señalar que existen ciertos prejuicios ocultos en nuestra "cultura profesional" que obstaculizan la legítima aplicación de la perspectiva antropológica, y que frecuentemente nos lleva a criticar lo criticable, pero por las razones o de la manera errónea. ¿Cuántos simpatizaron con el "sustantivismo" económico de Polanyi tan sólo por su acerva crítica al mercado (leído como "capitalismo"), sin darse cuenta de la implícita reivindicación romántica del feudalismo? También el fascismo se definió contra anti-mercado y grandes poetas como Ezra Pound conseguían tornarlo atractivo para intelectuales.

4 Tal indefinición es ilustrada por una anécdota vivida por un colega. Luego de una reunión con oficiales de un proyecto de desarrollo al que se iba a incorporar, fue citado un chofer para que transportase "a los visitantes y al antropólogo". El chofer, un tanto confuso, preguntó si ponía "el antropólogo" en la parte de carga, o si se trataba de un aparato muy delicado.

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