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Avá

versão On-line ISSN 1851-1694

Avá  no.28 Posadas jun. 2016

 

DOSSIER

Moral, ética y codificación en la antropología sociocultural argentina

 

Fernando Alberto Balbi*

*Universidad de Buenos Aires. CONICET. Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Ciencias Antropológicas, Sección Antropología Social (UBA–FFyL–ICA–SEANSO). Buenos Aires, República Argentina. Correo electrónico: fabalbi@yahoo.com.ar

Fecha de recepción del original: marzo de 2016.
Fecha de aceptación: mayo de 2016.


RESUMEN

Un debate pendiente en el medio argentino es el de si los antropólogos sociales y/o culturales deberíamos darnos un código de ética profesional.   El objetivo de este artículo es contribuir a trazar los términos de dicho debate, aportando una mirada antropológica (teórica y etnográficamente informada) al respecto. Se presentará a la ética en tanto un aspecto de la moral, que a su vez será caracterizada como un fenómeno del orden de la cognición que constituye una dimensión analíticamente diferenciable de la vida social en general. En estos términos, se examinarán las condiciones sociales de la producción de un código de ética profesional, así como las condiciones y los límites de su eficacia. Finalmente, se ofrecerán argumentos en favor de la conveniencia de establecer un código para nuestras prácticas profesionales.

PALABRAS CLAVE: Antropología Social y/o cultural; Moral; Ética; Códigos de ética.

ABSTRACT

An upcoming debate in our field is whether Argentina's social/cultural anthropologists should adopt a professional code of ethics. This article intends to contribute to creating the terms for this debate, providing an anthropological vision  –that is, a theoretically and ethnographically informed view– of the topic. Ethics is hered  understood as an aspect of morals which, in turn, are characterized as a cognitive phenomenon and as an analytically differentiable dimension of social life in general. Using these terms, the paper will examine the social conditions framing the production of a code of professional ethics, as well as the conditions and the limits of its efficacy. Finally, we present some arguments in favour of the adoption of a code regulating our professional practices.

KEY-WORDS: Social and/or cultural anthropology; Morals; Ethics; Code of professional ethics.


INTRODUCCIÓN

Como cualquier área de actividad humana relativamente especializada, la práctica de la Antropología Social y/o Cultural necesariamente comporta una dimensión moral y ética. Así, pues, ocasionalmente profesionales preocupados pronuncian airadas denuncias sobre comportamientos reprochables, desde la lanzada por Franz Boas en 1919 contra los antropólogos que, a su juicio, habían actuado como espías durante la I Guerra Mundial (un atrevimiento que le valió su expulsión del Comité Ejecutivo de la American Anthropological Asociation) hasta las hechas por Roberto Gonzáles, David Price, John Gledhill y otros colegas respecto del involucramiento de antropólogos norteamericanos en operaciones militares desarrolladas en Irak y Afganistán. Asimismo, de tiempo en tiempo algún antropólogo expone sus reflexiones sobre el perfil moral de la disciplina (cfr. Carrithers, 2005) y, quizás con menor frecuencia, se producen debates que asumen un tono tan técnico como moralizante, como ocurriera hace algunos años en el terreno de los estudios antropológicos de la moral y/o la ética en torno de la pregunta acerca de si la propia Antropología debería 'ser moral' (cfr. Fassin, 2008, 2011; Stoczkowski, 2008; Zigon, 2010; Carduff, 2011).

En la Argentina, un debate reiteradamente insinuado pero jamás concretado plenamente es el de si los antropólogos sociales y/o culturales deberíamos darnos un código de ética profesional. Refrenado por el hecho de que no contamos con un colegio profesional –órgano que sería capaz de regular el acceso al desempeño de la profesión y de aplicar sanciones eficaces sobre esa base– y por la escasa articulación existente entre las numerosas instituciones en que se asientan la formación profesional y las actividades de investigación y de transferencia de conocimientos antropológicos, ese debate parece ser evocado una y otra vez sin que jamás llegue a generalizarse ni a ser impulsado de manera sistemática por alguna institución capaz de hacerlo eficazmente, con el resultado de que, como una llama encendida sobre madera húmeda, no termina de prender1.

Mi intención en estas breves páginas no es tanto hacer un nuevo llamado a debatir este tema (aunque lo haré) como una contribución preliminar tendiente a poner en discusión sus términos y alcances. En este sentido, no aspiro aquí a opinar sobre cuáles deberían ser los contenidos de un eventual código de ética profesional sino a aportar una mirada antropológica (teórica y etnográficamente informada) acerca de lo que implica hablar de 'ética' y de un 'código de ética', así como respecto de las condiciones sociales de su producción y las condiciones y límites de su eficacia. Al intentarlo, me hago eco del llamado de Carlo Carduff a "colocar a la antropología de la ética en una relación productiva con la ética de la antropología" (Carduff, 2011:466; mi traducción), pues mis consideraciones sobre estos asuntos encuentran sus fundamentos en casi dos décadas de trabajo dedicado al análisis etnográfico y comparativo de la dimensión moral de la acción, las relaciones y los agrupamientos sociales, y particularmente, al desarrollo de un abordaje teórico-metodológico para su tratamiento desde la Antropología Social (cfr. Balbi, 2015, 2014, 2007, 2000, 1998).

Me propongo, entonces, trazar una aproximación a la ética en tanto un aspecto de la moral, que a su vez presentaré como un fenómeno correspondiente al orden de la cognición y que constituye una dimensión analíticamente diferenciable de la vida social en general. Hecho esto, trataré de esclarecer qué es un código de ética, presentándolo como un producto institucional consistente en una elaboración discursiva y parcialmente teorizante de orientaciones normativas de orden moral2. Posteriormente, partiré de esta caracterización para mostrar que la eficacia de un código semejante deriva necesariamente de ciertas condiciones sociales que inciden decisivamente sobre sus alcances y límites. Finalmente, me valdré de los instrumentos analíticos establecidos a lo largo del texto para opinar sobre las ventajas y desventajas relativas de contar con nuestro propio código de ética profesional.

MORAL, COGNICIÓN y ÉTICA

Cualesquiera que sean los usos que se den a términos como 'ética' y 'moral', dependen siempre de definiciones arbitrarias cuyo valor es apenas convencional. Como señalara Paul Ricoeur, ambas palabras "hacen referencia a la idea de costumbres" y difieren apenas por un "matiz, según se ponga el acento en aquello que se estima bueno o en aquello que se impone como obligatorio" (Ricoeur, 2007:241; los énfasis son del original). Ese matiz ha encontrado numerosas reapropiaciones en lo que filósofos y antropólogos suelen describir retrospectivamente como dos tradiciones opuestas: "la aristotélica, en la que la ética se caracteriza por su perspectiva teleológica (de telos, que significa 'fin'), y la kantiana, donde la moral se define por el carácter de obligación de la norma, esto es, por un punto de vista deontológico (deontológica significa precisamente 'deber')" (Ricoeur, 2007:241 y 242; los énfasis son del original del original).

Los usos del concepto de ética en nuestra disciplina durante las últimas décadas tienden a ubicarse, más o menos expresamente, en la 'tradición' aristotélica. Una de las variaciones más conocidas es la propuesta por Jarrett Zigon (cfr. 2010, 2009, 2007), quien concibe a la ética como el momento de explicitación reflexiva, problematización y redefinición de las moralidades. El autor asocia semejantes momentos con situaciones de 'quiebre moral' que obligan a los agentes a tratar de encontrar una forma de volver al estado de placidez irreflexiva –una suerte de ajuste rutinario a la propia moralidad– que deben alcanzar para vivir sus vidas confortablemente: así, Zigon hace de la ética el foco de su 'antropología de las moralidades', afirmando que estas son inaccesibles a la indagación etnográfica fuera de esos momentos en que son explicitadas y problematizadas. Otro tipo de abordaje, más extendido, hace de la noción de ética –frecuentemente agregando el adjetivo 'ordinaria'– su concepto central para dirigir la atención hacia el orden de la subjetivación al centrarse en las prácticas a través de las cuales el self se constituye a sí mismo como un 'sujeto ético', los 'proyectos de vida' que ello comporta, las múltiples formas en que los seres humanos responden a la pregunta sobre 'cómo debería uno vivir', etc. (cfr. Laidlaw, 2002; Lakoff y Collier, 2004; Lambek, 2010; Faubion, 2011; Carduff, 2011; Das, 2012; Mattingly, 2013). Los trabajos de esta tendencia suelen enrolarse expresamente en la senda aristotélica, aunque sus fuentes de inspiración inmediatas son escritos de Michel Foucault, Alasdair McIntyre, Friedrich Nietzsche, Hannah Arendt y/o Ludwig Wittgenstein.

Lo que comparten todas estas aproximaciones es la vocación teleológica con que se aproximan al análisis del comportamiento y (de una manera menos homogénea), la tendencia a centrarse en el comportamiento de agentes individuales. Así, se trata de ver cómo ciertos individuos –considerados implícitamente como representativos de un grupo o categoría social– consiguen recuperar el confort moral perdido o de indagar cómo construyen su self en términos éticos sobre uno u otro trasfondo cultural. Una consecuencia de estas inclinaciones es la deriva, de la que pocos autores consiguen escapar (cfr. Lakoff y Collier, 2004; Carduff 2011), hacia formas larvadas de individualismo metodológico que se expresan en la centralidad que asumen en esos estudios conceptos como el de 'agencia' o, particularmente, el de 'libertad', que son entendidos como si denotaran cualidades humanas universales sin las cuales la ética sería imposible (cfr. Laidlaw, 2002). Otra consecuencia es el surgimiento de dificultades para atender adecuadamente a las relaciones entre la ética y las condiciones relacionales, materiales e ideacionales de la acción social: en efecto, en la medida en que el análisis tiende a centrarse en fines atribuidos a los individuos y que se asumen relativos a su propio discurrir moral, la construcción de su self o sus 'proyectos de vida', el problema de las presiones que pesan sobre el comportamiento en función de las condiciones en que se desarrolla –incluyendo a las de orden deontológico– es empujado sistemáticamente hacia los márgenes del análisis, tendiendo a quedar como un telón de fondo, incluso en los casos de aquellos autores que manifiestan una preocupación al respecto (cfr. Lakoff y Collier, 2004; Carduff, 2011).

A diferencia de lo que marcan estas tendencias dominantes, mi propio trabajo sobre la moral no se ha centrado en el análisis de su lugar en los procesos de subjetivación sino en considerarla como parte del fenómeno más amplio de la producción activa de la vida social por sujetos socialmente situados que operan en condiciones relacionales, materiales y simbólicas históricamente engendradas (cfr. Balbi, 2007,2014). La alternativa que propongo recupera el punto de partida establecido por Karl Marx y Friedrich Engels en el primer capítulo de La ideología alemana, al sólo fin de explorar un camino susceptible de permitirnos dar cuenta de fenómenos morales social e históricamente situados desde un punto de vista etnográfico (cfr. Balbi, 2015). Se trata, sintéticamente, de concebir la vida social como un producto, siempre en curso e incompleto, de individuos reales que cooperan en condiciones relacionales, materiales e ideacionales (entendidas no como planos empíricamente diferenciados sino como dimensiones analíticamente diferenciables; cfr. Williams, 2009: cap. II) socialmente situadas que no dependen de su voluntad y que, en gran medida, les son preexistentes. En este sentido, la vida social puede ser considerada como un flujo continuo de actividad productiva, siendo que su producto es la vida social misma (cfr. Balbi, 2015). Desde este punto de vista, el mundo social no sólo está compuesto por individuos reales, concretos, que se encuentran interrelacionados y operan en condiciones que los exceden y se les imponen sino que es generado en su propio devenir, tanto en la medida en que se ve transformado como en aquella en que apenas es replicado –tal como siempre lo implica el doble carácter de la noción marxiana de 'producción'–, todo lo cual ocurre necesariamente a través de formas de cooperación social e históricamente situadas. Dicho de otra manera, el mundo social es producido activamente por esos individuos reales en condiciones 'determinadas' y mediante el despliegue de formas de cooperación que presentan esa misma característica: esto es, en condiciones que establecen límites objetivos para su acción y, además, ejercen sobre ella presiones constitutivas (cfr. Williams, 2009:114 y ss.). Al concebir la vida social en estos términos, la moral (concepto que definiré en un momento) puede ser tratada como un aspecto analíticamente diferenciable de la producción social de las condiciones de cooperación entre sujetos socialmente situados, esto es, como un elemento clave del continuo 'trabajo' que suponen tanto la construcción y el mantenimiento de las relaciones sociales que entablan entre sí y con terceros actores como su siempre renovado posicionamiento activo ante los condicionamientos sociales, materiales e ideacionales que inciden sobre su accionar.

Cuando se aborda a la moral como un aspecto de la producción de la vida social resulta evidente que la cuestión teleológica debe ser planteada –si acaso cabe hacerlo3–en el mismo marco analítico que la deontológica, pues deben ser entendidas como sendas instancias de la producción social de las relaciones sociales y las condiciones materiales e ideacionales de la existencia humana, las que apenas son diferenciables en el plano del análisis y siempre deben ser consideradas como interrelacionadas. Es más, si se piensa la vida social como un producto de individuos reales que cooperan en condiciones socialmente situadas, resulta claro que la dimensión teleológica de la moral no puede ser remitida abstractamente al plano de las prácticas de agentes individuales, como si cada quien debiera gestionarla por sí mismo en un vacío sociológico, sino que debe ser tratada en función del discurrir de las relaciones sociales y, más específicamente, como una parte de su producción social, que es necesariamente cooperativa. En este sentido, todos los asuntos concernientes a la dimensión moral de la subjetivación y al ajuste de los individuos a las condiciones rutinarias de la existencia moral son apenas instancias del fenómeno más amplio de la construcción y el mantenimiento de las relaciones sociales, así como de sus correlatos materiales e ideacionales4. Considerado en este marco, el problema teleológico es secundario respecto del de las condiciones y formas de cooperación 'determinadas' en que la vida social es producida, de modo que debe ser tratado atendiendo a las formas en que es afectado por las condiciones sociales de su producción: la distribución social del poder, las formas de control social y dominación, y aún el aspecto deontológico de la moral. Por estas razones, prefiero hablar de la 'moral' como el concepto más general y reservar el vocablo 'ética' para un uso más estrecho: pasaré ahora a especificar ambos conceptos.

Si bien desde la literatura que acabo de examinarse lo descalifica como un 'kantiano', y a pesar de que indudablemente la influencia de Kant sobre su pensamiento acerca de la moral fue central, Emile Durkheim ofrece un buen punto de partida para la consideración de sus aspectos deontológico y teleológico en un mismo marco analítico. En su conferencia de 1906 sobre la determinación del hecho moral, Durkheim (1951:136) problematiza su mirada previa al respecto –visiblemente neokantiana– al enunciar dos "caracteres distintivos" que permitirían diferenciar a las reglas morales de las que no lo son. El primero es, como lo sostuviera desde sus primeros trabajos, la obligación, equivalente al deber kantiano (cfr. Durkheim, 1951:136). Sin embargo, el autor afirma que los seres humanos no podemos cumplir con lo que se nos ordena solamente por dicha razón, haciendo abstracción del contenido de las órdenes recibidas, sino que necesitamos "que el acto interese en alguna medida nuestra sensibilidad" (Durkheim, 1951:137): así, propone como segundo elemento distintivo de la moral a "una cierta deseabilidad" la cual representa un "deseable sui generis" que "es lo que se llama corrientemente el bien" (Durkheim, 1951:137; los énfasis son del original). Así, al deber kantiano se suma el elemento aristotélico del bien: la moral siempre "presenta estos dos caracteres, aunque puedan estar combinados según proporciones variables" (Durkheim, 1951:137 y 138). Esta dualidad ofrece un interesante criterio para distinguir la moral de otras formas de normatividad (técnica, jurídica, administrativa, etc.) que, aunque puedan evocarla, no la tienen como uno de sus rasgos distintivos y necesarios. Si se retiene esta caracterización de lo distintivamente moral para operacionalizarla en función de la concepción de la vida social como un flujo continuo de actividad productiva, la obligación y la deseabilidad de ciertas formas de comportamiento, relaciones sociales, arreglos institucionales, etc. aparecen como productos de procesos sociales en los cuales pueden darse por igual la transformación de lo inicialmente postulado como deseable en algo obligatorio y su contrario, el recubrimiento de lo que se tiene por obligatorio con el carácter de lo deseable (e, inversamente, aquello que en un medio social reviste un carácter moral puede perderlo si, en el curso de ciertos procesos sociales, deja de ser posible postularlo eficazmente como obligatorio y/o como deseable). Esto equivale a pensar la moral como un producto de la acción humana que es socialmente situado y provisional por definición, de manera que, puesto que debe ser recreado permanentemente, se encuentra siempre en 'riesgo' de ser transformado.

Por otro lado, como he sostenido anteriormente (cfr. Balbi, 2007, 2014), la moral puede ser considerada productivamente como un fenómeno correspondiente, en lo fundamental, al orden de la cognición. Si, como acabo de afirmar, la moral es un producto de la acción humana desplegada en procesos sociales de diversa naturaleza, es preciso especificar que estamos tratando con la dimensión cognitiva de esa acción, o mejor dicho, con un aspecto de las formas de conocimiento que sujetos socialmente situados producen, despliegan y se imponen unos a otros en el curso de su construcción cooperativa del mundo social, el cual refiere a la formulación y al despliegue de representaciones socialmente eficaces sobre la naturaleza simultáneamente deseable y obligatoria de ciertos cursos de acción, relaciones sociales, arreglos institucionales, etc.5 De esta forma, el que ciertos hechos se vean revestidos de un carácter moral resulta siempre de procesos sociales donde ciertos actores disputan, imponen, aceptan y/o acuerdan –según sea el caso– en torno de su significado en términos de su deseabilidad relativa y de su carácter imperativo6. Desde este punto de vista, la moral puede ser entendida productivamente como un tejido, siempre en hechura, de conocimientos referidos a la deseabilidad y obligatoriedad relativas de los cursos de acción y las relaciones sociales que, al tiempo que responden a ellos, los configuran y reconfiguran sobre la marcha7.

Hablar del conocimiento implica hacer referencia a la operación de estructuras conceptuales y de percepción socialmente informadas que se encuentran en la base de la acción y operan más o menos directamente como principios de su producción8. Desde el punto de vista que propongo, pues, es menester analizar las distintas formas en que el conocimiento moral se ve implicado en la acción. Un factor clave es que el conocimiento del que nos valemos en cada contexto de acción puede ser más o menos intuitivo o reflexivo, en el sentido de que puede encontrarse muy directamente implicado en nuestra percepción de modo tal que los hechos se nos presenten de manera naturalizada, como si estuviesen dotados en sí mismos de un sentido determinado, o bien puede suponer en mayor o menor medida las mediaciones que introduce la elaboración discursiva de nuestras percepciones y conceptualizaciones (cfr. Balbi, 2014).

Ahora bien, el conocimiento es tanto más reflexivo cuanto más susceptible es de ser elaborado discursivamente y tanto más intuitivo cuanto menos disponen los sujetos de recursos para expresarlo verbalmente (cfr. Balbi, 2007, 2014). A fines analíticos, cabe presentar estas variaciones como un espectro, siempre móvil, de formas de conocimiento que se extiende entre ambos extremos. En el extremo más reflexivo, encontramos las formas de conocimiento teorizantes, que son el producto de una elaboración discursiva más o menos sistemática en torno de cuestiones que los propios actores tematizan. En segundo lugar, buena parte de los conocimientos humanos están simplemente verbalizados, en el sentido de que los actores los elaboran discursivamente en mayor o menor medida pero sin llegar a hacerlos objeto de una actitud teorizante. En tercer término, ya con una naturaleza más intuitiva, los conocimientos tácitos (a los que remiten conceptos clásicos como los de 'conocimiento mutuo', 'conciencia práctica', etc.) son aquellos que no están verbalizados aunque pueden serlo en caso de necesidad, o que se encuentran en parte verbalizados pero no son tematizados o lo son sólo vagamente y carecen de elaboración discursiva (sea porque los actores no disponen de los recursos necesarios para dársela, porque les faltan incentivos para hacerlo o, frecuentemente, por ambas razones). Por fin, en el otro extremo del espectro, los conocimientos incorporados son los de carácter más intuitivo, ya que no sólo no se encuentran verbalizados sino que son difícilmente verbalizables y muchas veces no pueden serlo en lo absoluto; el conocimiento incorporado se relaciona primariamente con la dimensión física de la acción humana pero, en rigor, es inherente a una parte substantiva de la producción de dicha acción en general (cfr. Johnson, 1987; Lakoff, 1990)9.

Puede decirse que las relaciones entre los conocimientos que presentan estas distintas modalidades son jerárquicas, pues los más intuitivos son la base sobre la cual se asientan necesariamente los más reflexivos. A este respecto, resulta útil introducir, siguiendo a Mark Johnson (1987), una distinción a fines analíticos entre 'conocimiento' y 'entendimiento' donde la primera es la categoría más general y la segunda remite a la más básica y determinante de sus facetas. El conocimiento humano, en todas sus formas, requiere de estructuras y categorías a las que los sujetos puedan dar sentido en términos de sus propias experiencias mediadas y que puedan usar para sus propios propósitos (cfr. Johnson, 1987:206). Así, todo conocimiento humano está mediado por el "entendimiento", en la medida en que "conocer es entender de cierta manera, una que pueda ser compartida por otros que se unen con uno para formar una comunidad de entendimiento" (Johnson, 1987:206; mi traducción). El entendimiento "no consiste meramente en reflexiones desarrolladas después de los hechos sobre la experiencia previa" sino que es "la manera en que (o los medios a través de los cuales) tenemos esa experiencia en primer lugar" (Johnson, 1987:104; mi traducción). Los conocimientos 'tácitos' e 'incorporados' corresponden a este plano y las formas de conocimiento más abstractas y reflexivas, que suponen verbalización y una mayor o menor elaboración discursiva, son simplemente extensiones del mismo (cfr. Johnson, 1987:102).

Es en el marco de esta distinción analítica entre conocimiento y entendimiento que encuentra su lugar el concepto de ética. En mi empleo del término, la ética sería un aspecto analíticamente diferenciable de la moral, relativo a su elaboración discursiva y su teorización, así como a los intentos de explicitación y/o de codificación de principios y normas morales, ya sean desarrollados por actores individuales o por agrupamientos más o menos institucionalizados. En este sentido, el concepto remite a las formas de conocimiento moral implicadas de manera más indirecta en la percepción y, por ende, en las prácticas, y no al plano del entendimiento, que comprende los conocimientos morales tácitos e incorporados, capaces de orientar la acción humana más directamente. Como el lector podrá observar, de esta forma me aparto de las perspectivas que ubican la ética en el plano de las prácticas y, al contrario, me acerco a las que la refieren al de la reflexividad y la codificación. Menos evidentemente, quizás, me aparto también del foco sobre la subjetivación, los 'proyectos de vida' y las preocupaciones metafísicas supuestamente universales sobre la forma buena de vivir para acercarme, en cambio, a los problemas del control social, el poder y, en general, las presiones constitutivas que pesan sobre la acción humana.

A pesar del carácter dinámico y relativo de las distinciones entre formas de conocimiento moral10, creo que aquellas que se caracterizan por la elaboración discursiva, la teorización y la codificación merecen ser singularizadas mediante el recurso a un término específico porque esos rasgos las hacen particularmente relevantes desde el punto de vista de estos últimos problemas, que entiendo centrales. En efecto, la ética aparece recurrentemente como un foco de tensiones y de disputas dirigidas a fijarla y a administrar sanciones en su respaldo: dicho de otro modo, se torna un asunto del orden del control social, un objeto privilegiado de la producción social del poder, la resistencia al mismo y su impugnación. De allí, en parte, que su incidencia sobre la acción sea relativamente indirecta y menor que la de otras manifestaciones de la moral que, por no estar verbalizadas o por recibir una escasa elaboración discursiva, están más directa y eficazmente involucradas en la orientación y el desarrollo de la acción social.

CÓDIGOS DE ÉTICA: CONDICIONES DE SU PRODUCCIÓN Y EFICACIA

Habiendo esbozado mi aproximación a la moral y la ética, pasaré a examinar las condiciones sociales de la producción y la eficacia de los códigos de ética profesional.

Si se lo considera en los términos que he propuesto, resulta claro que un código de ética se ubica justamente en el extremo de máxima elaboración discursiva y más teorizante de las formas asumidas por la moral. En efecto, un código de ética es un producto institucional que consiste en la elaboración discursiva y más o menos teorizante de orientaciones normativas de orden moral. Por ende, su producción social se ubica también en el extremo de las formas más institucionalizadas y, consecuentemente, su involucramiento en la acción asume las formas más indirectas o mediadas, dependiendo de la explicitación de principios y normas, y del despliegue de mecanismos de sanción institucionalizados. En términos generales, un código de ética sería apenas letra muerta si una institución o un entramado institucional no le dieran vida a través de acciones expresamente dirigidas a su empleo en tanto un recurso de control social.

Asimismo, puesto que, a diferencia de otros tipos de postulados morales menos elaborados discursivamente, un código de ética ofrece un texto 'fijo' (temporalmente, desde luego) y marcadamente abstracto contra el que juzgar la acción, su tendencia natural es hacia la esclerosis. Esto se debe, por un lado, a que es el producto de disputas más o menos sordas que resultan en la imposición temporal de una posición hegemónica y el establecimiento de consensos relativos: es producto, en suma, del establecimiento de relaciones de poder y necesariamente refleja un cierto estado de dichas relaciones y de las tensiones que las animan –esto es, una situación necesariamente inestable y más o menos evanescente–. Y, por otro lado, se debe a que, aunque un código de ética remite a problemas morales caracterizados en tanto tales de una manera abstracta, lo cierto es que éstos han sido definidos en el curso de las disputas mencionadas y en función del contexto específico de su desarrollo: así, aunque su propia abstracción tienda a ocultarlo, el código está atado a una coyuntura compleja que no puede sino cambiar porque ya es pasado en el momento mismo de su formulación, lo que ha de conducir a que pierda progresivamente algunos de los hilos que lo conectan con las especificidades del medio social donde supuestamente debe ser desplegado. Además, debido a su abstracción, sus fórmulas ya se apartan de la complejidad, el carácter concreto y la diversidad11 de la vida social a que deberían ser aplicadas. Todo esto implica que, aunque su aplicación siempre exhiba cierto dinamismo relacionado con la existencia de disputas por su sentido –es decir, por imponer una u otra interpretación de sus principios y preceptos–, un código de ética es un instrumento normativo cuya propia naturaleza lo torna rígido e ideal frente a un medio social que inevitablemente es fluido, concreto, complejo y diverso: y si bien no es menos cierto que esa misma abstracción de los códigos de ética es la condición que hace posible que se los aplique a la inconmensurable diversidad de situaciones que se producen en un mundo social que presenta esas características, lo que tales códigos (o cualesquiera otras normas que presentan formas textuales relativamente 'fijas') ganan en aplicabilidad gracias a su abstracción lo pierden inevitablemente en precisión, de modo que no proporcionan a los actores guías inequívocas para obrar de una u otra manera en condiciones particulares.

En última instancia, la abstracción y la tendencia a la esclerosis de cualquier código de ética se vinculan con su naturaleza básica, que es la de un texto producido mediante el despliegue de esa "tecnología del intelecto"(Goody, 1985:170) que es la escritura. En efecto, la escritura supone inevitablemente un proceso de "recontextualización"(Goody, 1985:179) donde aquello sobre lo que se escribe es apartado de las situaciones relacionales que son inmanentes a todo hecho ocurrido en el mundo social o 'natural' y es recolocado en el nuevo ámbito que es el texto; y, como he observado en otra oportunidad, un "texto es un objeto, una cosa, a diferencia de los hechos a que se refiere, los cuales siempre son un flujo continuo de acontecimientos más o menos discernibles para sus protagonistas" (Balbi, 2007:396). Así, pues, las estipulaciones normativas de un código (sea de ética, jurídico, etc.) necesariamente tienen como contexto primario al propio texto del cual forman parte y no a las situaciones concretas pero futuras para las cuales han sido pensadas o, siquiera, a aquellas ya pasadas que han sido tenidas en consideración a la hora de formularlas. De allí que pueda decirse que los códigos de ética representan la forma más abstracta del conocimiento moral: pues un código semejante es particularmente abstracto en la medida en quesu contenido se encuentra plenamente descontextualizado y cada una de sus cláusulas remite primariamente al nuevo contexto constituido por el propio código (secundariamente, claro está,entran en juego las interpretaciones de sus principios y normas que necesariamente deben hacer tanto quienes tratan de aplicarlas como quienes tienen la función de velar por su 'correcto' cumplimiento)12.

La eficacia de un código de ética, entonces, está estrechamente ligada a su condición de producto y recurso institucional, su abstracción y su tendencia endémica a la esclerosis: en este sentido, las condiciones sociales de su producción y su naturaleza en tanto texto marcan decisivamente los límites su eficacia. No es de sorprender que, típicamente, todo esto implique que un código de ética sea más eficaz como medio de control social al servicio de quienes dirigen efectivamente las instituciones que lo sostienen que como fuente de orientaciones más o menos claras para el comportamiento de los sujetos que supuestamente deberían seguir sus previsiones: en efecto, la desactualización y la abstracción hacen que los sujetos encuentren difícil guiarse por sus normas y principios, mientras que las instituciones tienden a retener la capacidad de fijar sanciones establecida en el propio código (aunque, en la práctica, quienes las controlan en un momento dado puedan disponer de posibilidades mayores o menores de hacer un uso efectivo de esa capacidad). Importa aclarar, para evitar confusiones, que al hablar de 'control social' no quiero implicar que quienes dirigen las instituciones actúen necesariamente en función de intereses sectoriales; por el contrario, sólo quiero expresar que la existencia de un código de ética brinda a los actores que ocupan ciertas posiciones institucionales una capacidad diferencial –así sea modesta–para actuar sobre el curso de la conducta de terceros independientemente de cuáles sean sus motivaciones para hacerlo, las que bien pueden comprender (y probablemente lo hacen en la mayoría de los casos) una sincera preocupación por hacer cumplir las disposiciones del código.

Lo cierto es que, en sí mismo, un código de ética raramente puede ser un mecanismo demasiado eficaz para orientar directamente el comportamiento de los sujetos comprendidos por sus disposiciones. En rigor, los códigos de ética (y otras codificaciones normativas) son casos extremos del tipo de fenómeno cuya observación se encuentra en la base tanto del viraje de las ciencias sociales en dirección de las llamadas 'teorías de la práctica' como de muchos desarrollos constructivistas. Me refiero al hecho de que las normas explícitas –o lo que Pierre Bourdieu denominaba 'la regla'– muchas veces parecen ser no tanto medios de la orientación del comportamiento como de su justificación o evaluación a posteriori. Esto –que a mi juicio es cierto en muchos casos pero no un rasgo general de la vida social– ha conducido a pensar a la regla como una mera explicitación del habitus orientada estratégicamente, a considerar a los distintos tipos de instrumentos normativos como meros recursos retóricos empleados retrospectivamente para establecer posicionamientos juzgando el comportamiento ajeno y/o intentando legitimar el propio, y a tratar todas las pretensiones normativas como si sólo fueran medios de control social o de dominación.

Nada se acerca tanto a las condiciones extremas imaginadas por estas posturas analíticas como los códigos normativos, incluyendo a los de ética. Pero aun así un código de ética puede tener un lugar más complejo en la vida social –y probablemente tiende a tenerlo–. Pues, en primer lugar, las normas expresas y la codificación son apenas dos de las diversas formas (más o menos verbalizadas y reflexivas) en que se presenta la moral, y ya se ha dicho que ellas sólo se distinguen plenamente en abstracto, ya que en la práctica se intersectan, se transforman y desembocan unas en las otras. Así, el papel de las normas y los códigos de ética no puede pensarse separadamente del de las formas de conocimiento incorporadas y no verbalizadas pero, sin embargo, verbalizables que constituyen el entendimiento moral: es de esperar, pues, que la codificación guarde relaciones complejas con la reflexión moral y, más ampliamente, con la orientación moral de las prácticas que se produce en el nivel del entendimiento. Es fácil acordar con Esteban Ordiano Hernández cuando escribe: "En sí, un código denominado 'ético' sólo es una guía de conducta moral, mas no una ética comoreflexiónsobre la acción moral" (Ordiano Hernández, 2013:88;el énfasis es del original). Sin embargo, es preciso considerar las complejas relaciones que, en la práctica, pueden darse entre los códigos y las reflexiones de los actores sobre la acción moral, y especialmente la posibilidad de que el código mismo se torne, ya en objeto de reflexión, ya en una fuente de contrapuntos (orientaciones 'ideales', cuestionamientos, etc.) para quien analiza su propio comportamiento o el ajeno en términos morales. En segundo lugar –y como un caso de lo anterior– en muchas ocasiones un código no sólo es un instrumento de control social porque sirve como base para aplicar sanciones sino también en cuanto se lo emplea como un medio de socialización, como un texto desplegado institucionalmente para promover su 'aprendizaje' por parte de aquellos sujetos de quienes se espera que cumplan con sus disposiciones; y si bien esto difícilmente tenga los efectos esperados (no es posible, realmente, internalizar principios y normas abstractos y usarlos como lentes con que apreciar situaciones concretas y tomar decisiones respecto del curso del propio comportamiento), sí puede tener el de instalar entre los sujetos así socializados una serie de preocupaciones morales, la predisposición a preguntarse cómo deberían actuar en determinados tipos de situaciones, con el corolario de que al enfrentarse con condiciones que evoquen esas preocupaciones algunos sujetos tenderán a la reflexión ética, interpretando los principios y las normas del código y, probablemente, explorando por su cuenta otras posibilidades. En fin: que precisamente porque es un instrumento de control de social, un código de ética puede –y probablemente tiende a– ser también un factor capaz de estimular, en ciertas condiciones, el desarrollo de reflexiones de carácter ético, lo que significa, en definitiva, que sea también un elemento que contribuye al continuo desarrollo de la producción social de la moral, propiciando sus formas más reflexivas, discursivamente elaboradas y hasta teorizantes13. Según José Sánchez Jiménez:

"Los principios que orientan los modos de hacer del antropólogo en terreno no son normas que anteceden a las acciones, sino solamente un marco de sentido bajo el cual los aspectos constitutivos del obrar antropológico cobran sentido. En consecuencia, se trata de principios que orientan la acción, pero que no necesariamente la rigen. En síntesis, podemos definir un código ético profesional comoun marco de sentido que apela a principios que orientan los modos de hacer del profesionista, mismos que se actualizan o recrean en la perspectiva de la primera persona" (Sánchez Jiménez, 2013:76 y 77; el énfasis es del original)

Bien cabe adoptar esta caracterización, con la salvedad de advertir que la percepción y la reflexión individual no son las únicas instancias de actualización de los principios y normas de los códigos, los que sin duda pueden ser objeto de apropiaciones muy variadas en un mismo medio profesional por parte de grupos más o menos institucionalizados.

SOBRE LA UTILIDAD POTENCIAL DE UN CÓDIGO DE ÉTICA PROFESIONAL

Lo dicho hasta aquí parece implicar que la eficacia de los códigos de ética desde el punto de vista de lo que expresamente apuntan a hacer –que es orientar claramenteel comportamiento de cierta categoría o conjunto de sujetos en función de lineamientos tenidos por morales– es, por decir poco, limitada. Cabe preguntarse, entonces, si tiene sentido que los antropólogos sociales y/o culturales argentinos tratemos de elaborar y adoptar un código semejante. Me permitiré, para finalizar, abordar este interrogante de manera prospectiva apelando a las herramientas analíticas presentadas en las páginas precedentes.

Como señalara Susana Narotzky (2004:140) los discursos éticos están sometidos a "la realidad con su propio peso específico", en el sentido de que "es a partir de esta realidad, de la actividad práctica en que participan obligatoriamente todas las personas", que aquellos encuentran sus "coherencias posibles". En este sentido, la realidad de nuestro medio profesional –históricamente dada, cambiante, siempre en flujo– necesariamente sería constitutiva de y constituida por el eventual código de ética, el cual, por ende, sería tanto un fruto de las heterogeneidades, jerarquías y relaciones de poder que caracterizan a aquel como un elemento de su producción social. Nuestro medio profesional es –como cualquier otro–heterogéneo, desigual y veladamente conflictivo. No puedo entrar aquí en detalles ni necesito hacerlo pues todos los lectores saben por experiencia propia de qué estoy hablando, de modo que me limitaré aenumerar algunos de sus rasgos más notados:primero, hay múltiples formas de insertarse en la profesión que forman una clara jerarquía en cuyo centrose ubican las instituciones del mundo académico (el desempeño en éstas se eleva por sobre el trabajo de 'gestión' en otras agencias estatales y en ONGs, y por debajo de estas posiciones se encuentran la docencia en el nivel medio, que es la principal fuente de ingresos de muchos colegas, y las variantes, muy minoritarias, que corresponden al trabajo en el sector privado académico y no académico); segundo, el mundo académico se encuentra 'internamente' más articulado en términos institucionales que el medio profesional más amplio del que forma parte; y tercero, ese medio académico esun espacio social estructurado en torno de la competencia interpersonal e interinstitucional por el reconocimiento y el control de diversas clases de recursos (posiciones académicas, cargos de gestión que involucren la toma de decisiones sobre una amplia variedad de asuntos, recursos pecuniarios, etc.) y atravesado por diferencias de orden ideológico que operan como fundamentos de sus tensiones y disputas y, a la vez, como sus medios de expresión.

Si llegáramos a adoptar un código de ética, sería inevitablemente el fruto de un cierto estado de las relaciones en ese complejo medio profesional. Por otro lado, como no tenemos un colegio profesional, probablemente las consecuencias del desarrollo de semejante recurso de control social no serían demasiado notables, y aúnsi llegáramos a conformar esa clase de organización dudo que el código se tornara en un factor realmente decisivo de la conformación de nuestro campo profesional. Sin embargo, no puedo sino admitir que esta faceta del asunto suena vagamente ominosa.

En lo que se refiere en particular a las prácticas de investigación, resulta especialmente preocupante la alternativa, ya concretada en nuestra disciplina en numerosos países, de la ética procedimental, que supone la obligación de someter los proyectos de investigación a comités de ética, la obtención y certificación ante dichos comités del 'consentimiento informado' de las personas que participan en la investigación y, a veces, el monitoreocontinuo de los procedimientos empleados para producir información y para elaborar y difundir los resultados de cada investigación. La ética procedimental, que no implica evaluar en términos éticos las investigaciones a posteriori sino que condiciona su inicio y su desarrollo alpoder de comités constituidos para asegurar que se cumplan las normas éticas establecidas por las instituciones que las patrocinan, representa indudablemente la cristalización última de la tendencia inherente a los códigos de ética a tornarse en mecanismos de control social.Escribiendo en términos foucaultianos, Christine Halse y Anne Honey (2007:337 y ss.) analizan el desarrollo de un 'discurso institucional de la investigación ética'que ha ido colonizando numerosas disciplinas, al cual caracterizan como una ideología, un instrumento de gubernamentalidad y un régimen de verdad que comprende una serie en expansión de tecnologías, estructuras y prácticas, así como un nuevo tipo de profesionales comprometidos con su despliegue (administradores y expertos en políticas éticas). Estrechamente vinculado, como señalan las autoras, con la 'cultura de auditoría' de cuño neoliberal (cfr. Strathern, 2000), este discurso institucional no puede sino tener efectos negativos para la práctica de la investigación en la Antropología Social y/o Cultural.

Ante todo, puesto que derivan del campo biomédico, los sistemas de ética procedimental presuponen una concepción de la investigación como lineal, susceptible de una planificación detallada y previsible en su desarrollo, lo que genera una serie de 'disonancias' entre sus exigencias y la realidad de las prácticas de investigación propias de las ciencias sociales (cfr. Halse y Honey, 2007:342 y 343).Esto es especialmente cierto para el caso de la etnografía tal como tiende a ser concebida en nuestra disciplina, que es un tipo de investigación caracterizada por la apertura y el dinamismo que resultan de la construcción paulatina del objeto de investigación en función de la confrontación entre la perspectiva teórico-metodológica del investigador y los materiales resultantes de su trabajo de campo (cfr. Guber, 2001; Balbi, 2012). Pero no se trata solamente de que el desarrollo de las investigaciones se vea afectado desde un punto de vista 'técnico' por las exigencias impuestas por los comités de ética: también surgen problemas en el propio plano ético, por ejemplo, cuando los comités exigen a los antropólogos que develen la identidad de sus interlocutores –los llamados 'informantes'– para poder comprobar que han dado su consentimiento informado para participar de la investigación. Como señalan Halse y Honey:

"…las prácticas de gobierno del discurso institucional de la investigación ética (…) abren la posibilidad de una transformación epistemológica radical de lo que se supone que significa la investigación ética al (re)definirla y (re)territorializarla como un acto administrativo, procedimental, a través del cual la recolección y agregación de datos deviene el criterio definitorio de la investigación ética. De esta forma, las prácticas significantes del discurso institucional de la investigación ética trabajan para desplazar la mirada desde las precisas, concretas preocupaciones éticas de la práctica de investigación y para reconstituir la investigación ética en términos de los datos recogidos sobre factores considerados desde antes de la investigación como sujetos a revisión para detectar y prevenir el riesgo de rupturas o problemas éticos."(Halse y Honey, 2007:343; mi traducción)14.

En última instancia, como muestran para el caso brasileño Patrice Schuch y Ceres Victora (2015:784 y 785; mi traducción)"los instrumentos, comités y procedimientos de regulación no sólo evalúan éticamente los estudios e investigaciones" sino que "tienen una agencia en cuanto a la configuración del propio sentido de 'ética' a constituir y evaluar" puesto que "en la lógica que asocia aspiración y regulación, al instituir procedimientos de verificación, tales políticas producen conocimientos tomados como 'éticos'".De esta forma, lo que pasa a ser visto progresivamente como ético es, por un lado, la 'transparencia' de las prácticas de investigación (independientemente de que tal exigencia pueda llegar a desautorizar las negociaciones realizadas durante el proceso de investigación) y,por el otro, aquel conocimiento que es controlable y cuantificable a través de certificaciones e indicadores de desempeño burocráticos, al tiempo que las preocupaciones que se presentan a los antropólogos y sus interlocutores en el curso de los procesos de investigación son desplazadas fuera de la atención institucional y, por ende, no cuentan como éticas (cf. Schuch y Victora, 2015:789 y 790). Así las cosas, lo más probable es que un código de ética que responda a la lógica procedimental no sólo sea inútil como guía para el comportamiento de los investigadores sino que, además, ni siquiera sirva para estimular sus reflexiones éticas, tendiendo más bien a inducirlos a preocuparse por satisfacer los requisitos burocráticos que pasan por ser indicadores de que su desempeño es ético (cfr. Halse y Honey, 2007:344 y 345).

Sin embargo, la variante procedimental de la ética no se vincula tanto con las asociaciones profesionales como con los organismos que acreditan y financian las investigaciones: en efecto, su generalización se ha dado sistemáticamente de la mano de la imposición de regulaciones legales o administrativas que condicionaron el flujo de recursos a la creación de comités de ética que operaran sobre la base de este tipo de lógica por parte de hospitales, laboratorios, universidades, etc. (cfr.: Halse y Honey, 2007).En este sentido, es difícil que la discusión en el seno de nuestra 'comunidad' profesional llegue a dar lugar a la adopción de un código de ética de naturaleza procedimental, y aún cuando ello sucediera no veo cómo sus previsiones podrían llegar a ser aplicadas efectivamente (lamentablemente, no puede decirse lo mismo de los organismos que acreditan y financian nuestras investigaciones).

Por otro lado, en la medida en que no sea procedimental, un código de ética podría servir –según ya he sugerido– como un recurso didáctico a desplegar en la enseñanza en los niveles de grado y posgrado, y como un punto de referencia capaz de estimular la reflexión ética de los antropólogos sociales y/o culturales en el curso de sus prácticas profesionales. Con ello no dejaríamos de estar en el plano del control social (la socialización siempre es, entre otras cosas, una instancia de control social) pero, a la vez, estaríamos estimulando la reflexión ética del modo ya apuntado. Y, especialmente en la medida en que todo esto sucediera sin la previa constitución de un colegio profesional, resulta difícil imaginar cómo la dimensión de control social de semejante proceso podría obliterar a la del estímulo a la reflexión ética: pues sin alguna medida de control institucional centralizado restarían apenas los incentivos para que cada uno de nosotros se planteara (en principio individualmente, pero también, quizás, en el marco de nuestros ámbitos de trabajo) problemas éticos partiendo de la confrontación entre las situaciones encontradas en el curso de nuestras labores y la letra –después de todo, no tan muerta– del código de ética.

Mis casi veinte años de trabajo en torno de la moral me han convencido que la mayor parte de ella –y, de hecho, la más significativa en términos de la orientación efectiva del comportamiento– corresponde al plano del entendimiento, se caracteriza por su escasa elaboración discursiva y está conformada por una combinación de ejemplos estandarizados y de expresiones y frases hechas a los que se asocian sistemáticamente, aunque de manera temporal, sentidos tenidos por legítimos y ampliamente naturalizados (cfr. Balbi, 2007; 2014).

Desde el punto de vista de las preocupaciones sobre el perfil de nuestra profesión y nuestras responsabilidades colectivas e individuales en tanto sus practicantes, el que la moral revista esas características tiene una connotación negativa porque la escasa elaboración discursiva y la naturalización desestimulan la reflexión y el cuestionamiento que resultan imprescindibles para hacernos cargo de ese tipo de inquietudes. Las cuestiones que, acorde a la posición de cada quien en el entramado profesional y al mero hecho de ser antropólogos sociales y/o culturales pueden y/o deben preocuparnos son innumerables: los alcances y naturalezas de nuestras responsabilidades para con las personas con que tratamos en los diversos ámbitos de nuestro desempeño profesional; el problema de la propiedad intelectual del conocimiento llamado 'antropológico'; la exacta naturaleza de nuestras responsabilidades corporativas en tanto docentes, de las que puede pensarse que se agotan en la formación de los estudiantes pero también que se extienden hacia la generación de condiciones propicias para su inserción en el campo laboral; la pregunta respecto de las responsabilidades particulares que podrían considerarse como emergentes del hecho de que, en la Argentina, la formación en nuestra profesión sea exclusivamente fruto del sistema universitario público; la pregunta respecto de si la historia y el perfil de nuestra profesión implican responsabilidades corporativase individuales específicas en relación con la promoción y defensa de los derechos de los ahora llamados 'pueblos originarios' y de otras minorías étnicas (o de las minorías en general); y tantos otros asuntos aparentemente dispares pero, cabe sospechar, inextricablemente interrelacionados.Se trata de problemas morales en el sentido ya apuntado, y si queremos avanzar en torno de su tratamiento –ya que no de su resolución, que es apenas un horizonte utópico–, necesitamos arrancarlos de la maraña de frases hechas, ideas naturalizadas, sobreentendidos y silencios que subyacen a nuestra vida profesional. Me refiero, por ejemplo, a nociones naturalizadas como las de que los antropólogos estamos comprometidos con el 'respeto por la diversidad', que tenemos un 'compromiso' con nuestros 'interlocutores', que nos compete 'darles voz' y/o 'reivindicarsu agencia'; etc. Y pienso también en cuestiones cuyo tratamiento público casi parece estar interdicto, como la de hasta qué punto, considerando que la mayor parte de nosotros somos agentes estatales y que las agencias a que pertenecemos son parte activa de procesos de dominación o de control social, podemos realmente abogar con éxito –o con más éxito del que cabría esperar en otras condiciones– por los intereses de las poblaciones, grupos y sujetos en cuyas vidas nos entrometemos en el curso de nuestro trabajo. Cuestiones semejantes son evocadas de tanto en tanto por algún colega pero no se las trata sistemáticamente o se lo hace en términos estandarizados y en gran medida naturalizados (como ocurre con las que parecen revestir un tono más 'metodológico'). Y esto no sólo es negativo porque limita la pertinencia y profundidad de nuestras reflexiones sino porque oblitera la posibilidad de que cada uno de nosotros se haga plenamente cargo de su propia ética política. Y, como apunta Narotzky (20014:140)"La única ética posible en la disciplina está simplemente ligada a la asunción pública de nuestra ética política".

Es aquí, a fin deliberar los problemas morales que se nos presentan en el curso de nuestro desempeño profesional del substrato de nociones naturalizadas, fórmulas más o menos vacías, sobreentendidos y silencios sobre el cual (como ocurre con toda acción humana) nos movemos, que puede ser útil un código de ética profesional. Se trata de una forma (no la mejor, pero sí una forma posible) de propiciar ese replanteo, proporcionado a la vez incentivos y recursos para que nuestras experiencias profesionales seansometidas sistemáticamente a reflexiones críticas que puedan ser comunicables y tener efectos más allá del desempeño personal de cada quien15. Creo que Narotzky acierta cuando afirma que: "La única posibilidad para una ética antropológica es plantear la necesidad de la comunicación entre los antropólogos/as y sus producciones" (Narotzky 2004:140; el énfasis es del original). Más allá de sus indiscutibles vínculos con el control social, un código de ética profesional también es un recurso cognitivo a desplegar en los procesos de producción social de conocimiento sobre ese aspecto clave de nuestro quehacer que es su dimensión moral.

AGRADECIMIENTOS

Agradezco los valiosos comentarios y sugerencias de los dos colegas que evaluaron anónimamente la primera versión de este texto a pedido de los editores de Avá.

NOTAS

1Sobre los debates producidos en los países centrales en torno de la ética antropológica y los códigos de ética para nuestra profesión, véanse: Caplan (2003), Mills (2003) y Narotzky (2004).

2Para dar cuenta plenamente de lo que efectivamente son los códigos de ética habría que analizar en detalle los casos de los países donde las asociaciones de profesionales de nuestra disciplina han adoptado uno. Sin embargo, mi interés primario en estas páginas es poner en discusión los términos en que habría que debatir el problema de la ética antropológica si se quiere sacar partido de los conocimientos derivados de los estudios antropológicos sobre moral, ética, etc., tarea que entiendo como previa al análisis de situaciones concretas.

3Dudo seriamente que la 'ética', en los sentidos 'aristotélicos' de la expresión, merezca el status de universalidad que suele atribuírsele. Pues dicha atribución ignora activamente la amplia variabilidad de las condiciones sociales (relacionales, materiales e ideacionales) de la acción humana, ubicándose en un plano de abstracción extremo donde se habla sobre la condición humana en general y se hacen postulados como el de la universalidad de la 'libertad' que son epistemológicamente metafísicos y, además, sociológicamente ideológicos en el sentido de que conducen a eludir la consideración de las condiciones concretas, socialmente situadas, históricas, de toda acción social. Entiendo, en cambio, que los problemas éticos de naturaleza teleológica se presentan de manera variable en la vida humana, acorde a condiciones sociales que habilitan a los actores a plantearse preocupaciones semejantes y/o los inducen activamente a hacerlo.

4Puesto que la producción de la subjetividad es siempre relacional, el que la moral sea una pieza central de la producción social de las relaciones y los agrupamientos supone necesariamente que lo sea también de aquella. De allí, a mi juicio, que tantos autores crean erróneamente que la 'ética' (o la 'moral') es, ante todo, un asunto concerniente a la constitución del self, el desarrollo de 'proyectos' de vida o el tránsito por el medio social en un estado de placidez irreflexiva.

5Aunque los abordajes 'aristotélicos' de las moralidades, la ética, etc. en la antropología contemporánea suelen estar trazados en términos cognitivos, generalmente remiten, como ya se dijo, a apriorismos respecto de la condición o naturaleza humana. Sigo, en cambio, a filósofos como John Dewey (1922), Mark Johnson (1993) y Margaret Urban Walker (2003), que aportan orientaciones para pensar la moral en términos cognitivos partiendo de las relaciones sociales antes que de la condición humana considerada en abstracto.

6Desde este punto de vista, la cognición no es un fenómeno del orden del pensamiento individual sino que, como señala Jean Lave (2015:184), "se distribuye uniformemente entre personas, actividades y entornos." En la aproximación propuesta por esta autora, "el pensamiento (encarnado y actuado) se sitúa en el tiempo y el espacio social y culturalmente estructurado", de modo que el "mundo estructurado, visto como construido parcialmente por las personas en acción, es un aspecto central de la actividad", la cual es "situacionalmente específica" (Lave, 2015:184). De esta forma, la cognición debe ser analizada en relación con las coyunturas en que se inscribe, conclusión que es totalmente compatible con la concepción de la vida social que he esbozado. Cabe apuntar que concebir a la cognición de esta manera implica, nuevamente, alejarse de la visión de Durkheim, quien introducía la 'deseabilidad' en su caracterización de la moral atendiendo a que, según pensaba, era necesario que el acto requerido por la regla interesara a la sensibilidad de los individuos. En cambio, desde mi punto de vista, lo relevante es que en un determinado medio social y un tiempo específico cierto curso de acción sea postulado eficazmente como obligatorio y deseable a la vez, independientemente de si ello 'interesa' o no a la 'sensibilidad' de uno u otro individuo: el factor definitorio –el que delata dicha eficacia– es que los actores se vean en condiciones tales que deban operar en función de cierta definición de las alternativas de comportamiento, ya sea para adoptarla, impugnarla o negociarla (esta es una razón más para considerar al problema teleológico como secundario respecto del de las condiciones y formas de cooperación determinadas en que la vida social es producida). Por otra parte, como he mostrado en mi análisis sobre el problema de la 'lealtad' en el peronismo (cfr. Balbi, 2007), este punto de vista permite reducir la incidencia negativa del problema de los 'inner states' (cfr. Needham, 1972; Herzfeld, 1988), esto es, la dificultad que comporta para la etnografía la imposibilidad de acceder al conocimiento de los estados de conciencia y emocionales de los actores –acceso que Durkheim consideraba como relativamente poco problemático al punto que se permitía diferenciar en cada caso entre los estados de conciencia 'individuales' y 'colectivos'–.

7Parafraseo a Walker, quien concibe a la "vida moral" como "un tejido de entendimientos morales que configuran, responden a y reconfiguran relaciones sobre la marcha" (Walker, 2003:77; mi traducción), reservando –por razones que surgirán en un momento– la palabra 'entendimiento', en su forma singular, para un uso más estrecho.

8Los usos convencionales de los conceptos de conocimiento y representación llevan implícito el dualismo realidad / representación, esto es, el postulado de que existe una realidad dada, completa, que es independiente del sujeto que se la representa. No dispongo aquí del espacio necesario siquiera para esbozar las discusiones al respecto en nuestra disciplina, que en las últimas décadas han tendido a impugnar ese dualismo. Apenas puedo expresar que, aunque semejante postulado me parece insostenible, tampoco encuentro aceptables algunas posturas que se le oponen postulando la naturaleza discursiva de la realidad misma. Acorde a lo dicho anteriormente sobre la vida social como un producto inacabado de individuos reales que cooperan en condiciones determinadas, creo que deberíamos pensar en términos de la existencia de una 'realidad' de la que los sujetos cognoscentes son parte constitutiva pero que, en última instancia, los excede (y esto puede decirse tanto respecto del mundo social como de la 'naturaleza', que los seres humanos contribuimos activamente a modelar pero que también nos constituye y nos desborda). Desde este punto de vista, las nociones de conocimiento y representación conservan cierta utilidad, bien que transformadas. Si bien el sujeto cognoscente y su entorno social y/o natural no pueden ser considerados como entidades separadas sino que se constituyen mutuamente, sigue siendo cierto que los seres humanos necesitamos representarnos de una manera prácticamente adecuada realidades que en cierto sentido nos son externas. Así, el conocimiento humano siempre debe estar "en contacto con la realidad" (cfr. Johnson, 1987:203) en el sentido de que debemos disponer de un entendimiento respecto de los asuntos del mundo que sea adecuado a fines prácticos, que nos permita habitarlo; por otro lado, evidentemente, no existe un punto de vista absoluto desde donde sea posible conocer o, siquiera, juzgar la adecuación del conocimiento, sino sólo una multiplicidad de puntos de vista que siempre son relativos a una u otra perspectiva –que, cabe agregar, son en sí mismas productos sociales–. Así, el conocimiento tiene un aspecto referencial a pesar de que no cabe pensarlo en términos de su supuesta 'correspondencia objetiva' con una 'realidad' tenida como 'dada'; en este contexto, no encuentro problema alguno en hablar de 'representaciones' para aludir indistintamente a conceptos, normas, valores, repertorios simbólicos, relatos estandarizados, etc. Véanse: Putnam (1981), Johnson (1987), Lakoff (1990), Lave (2015).

9Importa recordar que las distinciones entre estas formas de conocimiento son relativas y que guardan entre sí relaciones dinámicas y fundamentalmente prácticas. Ante todo, no existen límites claros entre ellas: es imposible, por ejemplo, determinar cuándo una pieza de conocimiento deja de estar meramente verbalizada para ser elaborada en un sentido teorizante. Además, los conocimientos de determinados sujetos sobre cualquier asunto generalmente combinan elementos de distintas naturalezas. Por último, conocimientos que revisten ciertas características pueden ser reformulados bajo otras modalidades en el curso mismo de los procesos sociales.

10El carácter dinámico y relativo de las distinciones entre las modalidades de conocimiento que he trazado implica que la distinción entre conocimiento y entendimiento debe ser considerada como dotada de las mismas características: por ello me he referido a la ética como un aspecto de la moral que es diferenciable sólo analíticamente (vale decir, no en el mundo, empíricamente). Véase el análisis de Webb Keane (2014) sobre el problema de las relaciones entre la 'ética ordinaria' y la 'reflexividad ética', que implica una distinción comparable a la aquí propuesta pero basada en las premisas foucaultianas –o, si se prefiere, aristotélicas–.

11Esteban Ordiano Hernández (2013:96) afirma que, debido a que "los conceptos morales están encarnados en las formas de vida social", no puede producirse "un diálogo de los códigos éticos con la alteridad moral", de modo que "éstos se tornan por completo unidimensionales".

12Aunque la abstracción es un rasgo constitutivo de toda norma, sea moral o de otro tipo, nunca es tan plena como cuando una norma se encuentra reificada en tanto texto. Véase, por ejemplo, el clásico análisis dedicado por Julian Pitt-Rivers (1989) al contraste entre los valores emanados del entramado de relaciones sociales que conformaban una pequeña comunidad de la sierra de Andalucía y la ley del Estado español.

13Keane (2014) aborda las complejas relaciones que se dan en el curso mismo de la interacción entre las formas no verbalizadas, reflexivas, discursivamente elaboradas y explícitamente normativas que asume la ética.

14Cheryl Mattingly (2005) ha mostrado que las prácticas de los comités dedicados a la autorización y el monitoreo de las investigaciones etnográficas en términos éticos entran en conflicto con los problemas éticos propios de éstas (relativos a las complejidades de las relaciones establecidas con los informantes). Ello se debe a que las prácticas de los comités generalmente se basan en supuestos que son problemáticos en tanto irreales: que las reglas éticas son independientes de cualquier contexto; que siempre existe una respuesta ética correcta; que existe una posición objetiva desde la cual es posible juzgar cuál sería el comportamiento éticamente debido; y que esa posición puede ser articulada en un lenguaje público explícito e inambiguo.

15Otra razón, de carácter práctico, por la cual podría ser conveniente que los antropólogos sociales y/o culturales argentinos adoptáramos un código de ética es que sería, al menos potencialmente, un instrumento del que podríamos servirnos cuando –como es muy probable que suceda– los organismos que acreditan y financian nuestras actividades de investigación comiencen a aplicar mecanismos de regulación de tipo procedimental. Podríamos,entonces,tratar deoperar colectivamente –es decir políticamente– en defensa de los criterios de nuestro propio código frente a ese (nuevo) avance de la lógica burocrática neoliberal sobre nuestro trabajo.

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