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Avá

versão On-line ISSN 1851-1694

Avá  no.28 Posadas jun. 2016

 

DOSSIER

Verdades y consecuencias. Las interpelaciones éticas en las lecturas nativas de nuestras etnografías

 

Gabriel D. Noel*

* Investigador Adjunto (CONICET), Profesor Adjunto Ordinario (IDAES-UNSAM). Email: gdnoel@gmail.com.

Fecha de recepción del original: mayo de 2016.
Fecha de aceptación: septiembre de 2016.


RESUMEN

Las reflexiones en torno de los desafíos éticos inherentes al trabajo etnográfico reconocen una larga genealogía en los debates de las ciencias sociales. Menos frecuentado en la literatura etnográfica resultan las indagaciones sobre los modos en que ciertas decisiones del investigador configuran escenarios en los cuales nuestra relación con diversas clases de interlocutores es puesta a prueba en el marco de una interpelación ética por parte de ellos. A la luz de estas consideraciones, procederemos a presentar y discutir un conjunto de reacciones suscitadas entre nuestros interlocutores en el campo por nuestra producción etnográfica, con el objeto de poner de relieve la dualidad entre las dimensiones metodológicas y las éticas involucradas en esas operaciones de lectura.

PALABRAS CLAVE: Dilemas Éticos; Producción Etnográfica; Reflexividad; Metodología de la Investigación Etnográfica.

ABSTRACT

Reflections about the ethical challenges implied in ethnographic fieldwork have a long history in the debates within our discipline. A path less followed involves questioning the ways in which certain decisions on the part of the researcher bring about scenarios in which our relationships with different kinds of research partners is tested within the framework of ethical questions arising from our partners themselves. In light of these considerations, we present and discuss some reactions provoked by our ethnographic research among our partners in the field in order to bring into sharp relief the duality between the methodological and the ethical dimensions implied in those readings.

KEY WORDS: Ethical Dilemmas; Ethnographic Texts; Reflexivity; Methods in Ethnographical Research.


LAS EXPECTATIVAS RECÍPROCAS EN LA INVESTIGACIÓN ETNOGRÁFICA

Las reflexiones en torno de los desafíos éticos inherentes al trabajo etnográfico reconocen una larga genealogía en los debates de las ciencias sociales. Una parte considerable de estos trabajos –entre los cuales podemos enumerar a título de ejemplo los de Bourgois (2003); Casell y Jacobs (2000); Garriga (2012); Noel (2011); Robben (1996); Rynkiewich y Spradley (1976) y Zenobi (2011)– configura un subgénero etnográfico por derecho propio que, utilizando recursos propios del apólogo y la alegoría, evoca una suerte de morality play. La operación fundamental que caracteriza a estos textos implica la tematización de determinados incidentes, dilemas, equívocos o tensiones suscitadas en el transcurso del trabajo de campo a los fines de reflexionar sobre los modos en que ciertas expectativas recíprocas del etnógrafo y 'sus nativos'–y solicitamos indulgencia por ceder en aras de la claridad a la tentación de un lenguaje conscientemente anacrónico– se ven defraudadas y, por tanto, reveladas al punto de resultar pasibles de registro e inscripción. Las rupturas morales en el desarrollo del trabajo de campo (Zigon, 2007) son presentadas, utilizadas y discutidas en estos trabajos en tanto recurso para refinar nuestros dispositivos metodológicos, esto es para llamar la atención sobre los modos en que nuestras propias disposiciones y supuestos irreflexivos interfieren ora con nuestra capacidad de producir conocimiento riguroso, ora con el sostenimiento de esa presencia física y moral en el campo que resulta la condición fundamental para llevar adelante nuestro trabajo.

Menos frecuentado en la literatura etnográfica resulta un camino alternativo, esto es, el que combina las consideraciones metodológicas de esta suerte con una indagación acerca de los modos en que ciertas decisiones del investigador –cuando no la misma naturaleza de sus dispositivos de producción de datos y de presentación de sus resultados– configuran escenarios en los cuales nuestra relación con diversas clases de interlocutores significativos es puesta a prueba en el marco de una interpelación ética por parte de ellos (Garriga, 2012; Guber, 2001; Marques y Mattar Villela, 2005)1. Tales interpelaciones suelen resultar sumamente ricas a la hora de poner de relieve las tensiones suscitadas por el necesario y constante funambulismo, que resulta de nuestros permanentes intentos de contrapesar posibilidades metodológicas y demandas éticas en el desarrollo del trabajo de campo.

Creemos que, al menos en parte, esta ausencia relativa de textos que tematicen etnográficamente las consecuencias éticas de nuestras decisiones metodológicas –y ya no simplemente las consecuencias metodológicas de nuestros dilemas éticos– tienen que ver con una presunción acerca de la relación entre el etnógrafo y sus interlocutores en el campo, y que les imputa de manera irreflexiva una suerte de pasividad epistemológica flagrantemente inconsistente con el reconocimiento explícito y vehemente que solemos hacer de su agencia y de sus astucias. La literatura disponible ha dejado razonablemente en claro que los dilemas éticos que los investigadores enfrentamos en el campo resultan casi siempre de un desfasaje de expectativas recíprocas y que elucidar la naturaleza de este desfasaje, por tanto, implica en primer lugar la reconstrucción de esas mutuas expectativas (Noel, 2009). Y sin embargo, en los análisis de dilemas morales en clave metodológica como los que ya hemos citado el proceso de explicitación se despliega casi siempre de manera asimétrica, deteniéndose de manera unilateral e introspectiva sobre los supuestos y expectativas del etnógrafo; sobre su ingenuidad, ignorancia o superficialidad; sobre su etno-, socio- o dominocentrismo, en un proceso de autoanálisis cuya moraleja casi siempre se limita a una invitación a la humildad epistemológica.

Resulta cuanto menos singular que en el marco del esfuerzo reflexivo por mejorar nuestros dispositivos metodológicos y nuestras estrategias de inserción en el terreno a partir de nuestros tropiezos morales, escaseen los esfuerzos por reconstruir de manera relativamente sistemática las expectativas y percepciones que nuestros interlocutores construyen sobre nosotros y sobre lo que hacemos mientras permanecemos entre ellos. Todo ocurre como si de hecho se requiriera del etnógrafo una reflexión sobre lo que piensan sus interlocutores acerca de él sólo cuando el habitual clima de bonhomía y business as usual,habitualmente mistificado con la expresión de rapport, diera paso a una ruptura visible –a la vez que puntual– en sus relaciones con ellos. Y sin embargo, quienes hacemos de la etnografía nuestro métier sabemos de sobra que las cosas no son tan sencillas: lejos de constituir anomalías puntuales sobre el trasfondo de una relación habitualmente apacible o deslices desafortunados resultado de la ocasional torpeza por parte de un investigador de otra manera competente y en control de la situación, estos desacoples de expectativas constituyen la sustancia misma del trabajo de campo y parte constitutiva e ineludible de la tensión que lo hace posible. Al fin y al cabo, a lo largo de nuestra experiencia en el terreno estamos permanentemente sometidos al imperativo de sostener negociaciones, ofrecer explicaciones y mantener discusiones con diversas clases de actores no necesariamente familiarizados con lo que somos ni con lo que hacemos, y que están en posesión de los recursos críticos e indispensables para poder llevar nuestro empeño a buen puerto.

Ahora bien, estas explicaciones destinadas a dar cuenta de qué es lo que estamos haciendo o lo que nos disponemos a hacer de manera tal que nuestros esfuerzos resulten lo más comprensibles y lo menos amenazante posibles para nuestros interlocutores, que con frecuencia toma mucho tiempo diseñar y adaptar continuamente para consumo de diversos auditorios potenciales, no se despliegan sobre una tabula rasa. Más allá del cuidado que pongamos a la hora de presentar nuestros objetivos o nuestras credenciales personales e institucionales, unos y otras serán leídas por nuestros nativos desde una serie de supuestos, expectativas y representaciones acerca de quiénes somos, de lo que somos y de lo que podemos hacer (y en particular de lo qué podemos hacer por ellos)2 cuya génesis precede a nuestra irrupción en sus vidas, y que han sido construidas en buena medida sobre la base de experiencias previas con otras clases de actores a quienes seremos asimilados –por más distintos que nosotros mismos nos consideremos o quisiéramos considerarnos de ellos–.

Quizás valga la pena demorarse en un ejemplo a fin de que el punto quede claro: las decenas de sociólogos y antropólogos que se vuelcan día a día en espacios fuertemente intervenidos como lo son los barrios y asentamientos populares urbanos habrán sido precedidos por diversas clases de censistas, funcionarios municipales, militantes de organizaciones políticas o movimientos sociales, voluntarios de ONGs barriales, nacionales o transnacionales; cohortes enteras de estudiantes de universidades aledañas que "bajaron al barrio" en busca de materiales para hacer sus trabajos prácticos o monografías; cronistas y 'periodistas de investigación' empujados por sus veleidades populistas o miserabilistas y –last but not least, y cada vez con mayor frecuencia– otros investigadores que pasaron por allí antes que ellos. Así las cosas, y por más que los populismos y miserabilismos de los propios investigadores se obstinen con frecuencia en imputar a los residentes de estos espacios ingenuidad en un caso o ignorancia en el otro, lo cierto es que éstos, en virtud de encontrarse permanentemente en la mira de observadores diversos, son plenamente conscientes de su estatuto de botín codiciado para la acumulación de capitales en el mundo de las políticas públicas, la militancia, el voluntariado o la carrera académica. Por ello mismo, y en virtud de una larga experiencia basada no tanto en la reflexión individual como en conversaciones, discusiones y debates colectivos al interior de los diversos espacios locales que frecuentan y en los que se reúnen, habrán construido clasificaciones detalladas de las clases de actores que "bajan al barrio" así como estrategias correlativas de presentación y de manipulación de cada uno de ellos. Sobre esa base –y como ya señalamos no importa qué tan diferentes nos consideremos de estos diversos afines– seremos sometidos desde el principio a una operación de clasificación sobre la que no tenemos mayor control3 y sólo con considerable esfuerzo y sobre la base de una presencia sostenida, conseguiremos –y esto en el mejor de los casos– ser reclasificados de una manera relativamente consistente con nuestra propia representación de nosotros mismos y de nuestro trabajo.

Al mismo tiempo, como también hemos adelantado, la operación de clasificación por parte de nuestros interlocutores supone un escrutinio que busca esclarecer si podemos transformarnos para ellos en algún tipo de recurso, y en caso de que la respuesta sea afirmativa, de qué clase. Así, los intelectuales, ensayistas y periodistas locales se estarán preguntando si podemos ser fuente de legitimación, prestigio o –en el extremo– de algún tipo de consagración académica o si por el contrario, constituimos una potencial competencia o amenaza a sus posiciones laboriosamente establecidas. Los políticos, funcionarios y líderes barriales intentarán establecer de qué manera podemos ayudarlos a consolidar sus posiciones, trayectorias y capitales a partir de recursos personales o institucionales venidos de fuera –en particular si provenimos de lugares prestigiosos o instituciones renombradas–. Y más allá de las particularidades del caso, todas y cada una de las personas con las que hablemos en el transcurso de nuestro trabajo, sin importar quiénes sean y qué lugar ocupen en sus colectivos de referencia, procurarán convencernos acerca del carácter apodíctico de su punto de vista con la aspiración de que lo consagremos como la verdad científicamente probada de las cosas, y sepultemos correlativamente a sus rivales o competidores como los simplones ingenuos, los descarados falsarios o los astutos ideólogos que en realidad son.

Ciertamente podemos pensar que las habituales reconvenciones acerca de una presentación prolija, sistemática y exhaustiva de los alcances de nuestro proyecto y de nuestro rol como investigadores –imperativo ético-metodológico consagrado y consensuado en la investigación etnográfica e inscripto en las declaraciones de principios y códigos de ética de la disciplina– reduciría al menos en parte la posibilidad de equívocos de esta clase. Una vez más las cosas no son tan sencillas, ya que no sólo nuestros interlocutores probablemente comparezcan ante nosotros munidos de una serie de supuestos y representaciones que resulta improbable pensar que puedan ser desmantelados con un breve spiel de presentación, sino que además esa presentación sistemática y exhaustiva con frecuencia resulta una quimera, y esto por al menos dos razones. En primer lugar, porque la investigación etnográfica implica una estrategia inductiva, de modo tal que en las etapas iniciales de nuestros proyectos –y que pueden prolongarse por meses, o incluso años– no siempre seremos capaces de explicitar con exactitud qué es lo que estamos buscando simplemente porque (aún) no lo sabemos. Más aún, incluso cuando creamos haber estabilizado nuestro objeto analítico siempre puede suceder, sin previo aviso, que el propio proceso de investigación nos obligue a reformularlo, alterarlo o desplazarlo4. A su vez existe también el riesgo de que ser demasiado sistemáticos o demasiado exhaustivos en nuestra presentación inutilice nuestros dispositivos de recolección etnográfica, que nos devolverán el reflejo de lo que nosotros pusimos allí –datos 'precocidos' o 'sobrecocidos', respuestas hardcodeadas o artificios de investigación sin relevancia empírica ninguna–5.

Enfrentados a este panorama, apenas cabe dudar de que las consideraciones acerca del modo en que nuestra presencia es leída, interpretada, socializada, compartida y reinterpretada de continuo por nuestros interlocutores en el campo debería formar parte integral de una reflexividad etnográfica rectamente entendida. Un esfuerzo de esta clase debería permitirnos analizar con mayor rigor y sobriedad metodológica –y con menos pathos, patetismo e impresionismo– qué es lo que sucede exactamente cuando sus expectativas y las nuestras se desfasan.

Cualquier etnógrafo mínimamente experimentado podrá imaginar dispositivos de elicitación de estas expectativas, más allá del hecho de que sólo podrán ser aplicados de manera efectiva luego de una larga estancia en el terreno y suponiendo un proceso laborioso y frágil de construcción de confianza. Sin embargo, todo trabajo de campo produce, por su misma lógica, un recurso de esta clase y que configura una suerte de prueba en el que las expectativas de nuestros nativos respecto de nosotros serán invariablemente expuestas a la luz, proveyéndonos la ocasión de analizarlas y objetivarlas. Tal confrontación tendrá lugar ni bien nuestros informantes accedan a los productos materiales de nuestro trabajo: nuestras publicaciones.

LAS LECTURAS NATIVAS DE NUESTRAS ETNOGRAFÍAS

Hasta hace relativamente poco tiempo poner a nuestros interlocutores en conocimiento de los productos de la investigación era prerrogativa de los propios investigadores que, en virtud de un mayor o menor compromiso ético o de la promesa de una probable oportunidad metodológica, podían sentirse más o menos inclinados a compartir y discutir los resultados de sus trabajos. Tal "devolución" –este era el término aséptico y culposo con el que se designaba este regreso al campo after the fact– implicaba casi siempre poner en posesión de los otrora informantes un producto material (en general un libro) que condensaba los resultados del proceso de investigación, en ocasiones acompañado de una conversación que glosaba su contenido ad usum del fini o de una o varias sesiones de presentación y debate colectivo en entornos más o menos institucionales del antiguo campo.

Apenas hace falta decir que la situación es hoy bien distinta, y esto por varias razones. En primer lugar, los etnógrafos nos vemos compelidos, en virtud de una serie de transformaciones en los propios criterios de producción y evaluación de los circuitos académicos de los que formamos parte, a producir papers a lo largo de todo el proceso de investigación en lugar de un único volumen monográfico al final del mismo. Al mismo tiempo, esos papers con frecuencia se encuentran disponibles online, a una búsqueda de distancia de cualquier potencial curioso, ya sea porque es el investigador mismo el que los comparte –subiéndolos a sitios como Academia.edu, Research Gate o LinkedIn– o porque los propios editores los vuelven disponibles como parte de sus políticas de Open Access o bien porque se encuentran almacenados en repositorios de acceso público. Así las cosas, es simple cuestión de tiempo para que una persona cualquiera con la que el investigador tuvo ocasión de interactuar en el transcurso su trabajo realice una búsqueda online –ya sea movida por la curiosidad o por la suspicacia– y lea lo que ha escrito sobre ella o sobre los colectivos con los que se identifica. Ya no se trata, por tanto, de si nuestros informantes leerán lo que hemos escrito acerca de ellos sino más bien de cuando lo harán (y la experiencia nos muestra que es probable que esto ocurra más temprano que tarde). Una vez que lo hagan, compararán los resultados de sus lecturas con sus propias expectativas acerca de nuestro trabajo, sus propósitos y sus alcances, incluyendo de manera eminente aquellas que construyeron a partir de nuestras presentaciones, explicaciones y promesas6. Y en aquellos casos en que nuestra relación con ellos haya superado lo meramente incidental es casi seguro que nos harán conocer –y de manera vehemente– su acuerdo, su satisfacción, su enojo o su frustración, en una interpelación que a la vez que nos revela –como hemos señalado– la naturaleza de sus supuestos y expectativas acerca de nosotros, nos enfrenta al mismo tiempo a las consecuencias éticas de las decisiones teórico-metodológicas y retóricas que tomamos en el transcurso de nuestra investigación y de su inscripción posterior en nuestros trabajos publicados7.

A la luz de estas consideraciones, procederemos a presentar y discutir un conjunto de reacciones suscitadas por nuestra producción etnográfica de la última década8 entre nuestros interlocutores en el campo, con el objeto de intentar poner de relieve la dualidad ya señalada entre las dimensiones propiamente metodológicas y las específicamente éticas involucradas en esas operaciones de lectura. Así, por un lado mostraremos de qué manera esas interpelaciones nos permiten inferir en forma retrospectiva algunas de las expectativas generadas en relación con nuestra presencia y su relación con las nuestras propias; mientras que por otro mostraremos la manera en que las lecturas nativas de nuestros textos implicaron reclamos de naturaleza ética que ponen de relieve un número de tensiones irresueltas –y probablemente irresolubles– inherentes al trabajo de campo etnográfico.

Cabe señalar que esta dualidad apareció en el transcurso de lo que comenzó como un simple dispositivo metodológico de elicitación de los supuestos y expectativas de nuestros interlocutores en relación con nuestro trabajo, pero que rápidamente produjo una interpelación ética en relación con nuestras intenciones, propósitos y responsabilidades. Esta complejidad imprevista involucró un replanteo de nuestra estrategia a los fines de responder a esta dualidad, y a cuyos efectos sostuvimos conversaciones y discusiones con aquellos de nuestros informantes que respondieron de manera particularmente vehemente a la lectura de nuestros textos, procurando esclarecer mediante un proceso dialógico –a los efectos de sustraernos a la tentación de una imputación analítica que hubiese transformado nuestras interpretaciones en un ejercicio de imposición unilateral y gratuito de sentido– no sólo cuáles habían sido sus supuestos iniciales, de qué manera y por qué fueron confirmados, ampliados, corregidos o defraudados y a qué podía adjudicarse sus modalidades particulares de lectura sino también cuáles eran las demandas éticas suscitadas a propósito de nuestras decisiones teórico-metodológicas y retóricas. Como puede suponerse con facilidad, este procedimiento fue cualquier cosa menos apacible, con frecuencia considerablemente incómodo y en todo caso más desordenado, pasional y airado de lo que se deja traslucir en la sobria prosa académica. Pero fue sostenido en tanto parte necesaria del objetivo explícito de reemplazar una estéril y condescendiente noción de "devolución" que vacía de sentido todo aquello que de sustancial tienen las complejas relaciones establecidas con nuestros interlocutores, por una reflexividad dialógica que buscaba tomar en serio los modos en que nuestros procedimientos y dispositivos de construcción y presentación de conocimiento entran en contacto con los que nuestros 'nativos' utilizan para representarnos, representarse y actuar en los escenarios que brevemente y de manera peculiar compartimos con ellos, generando no sólo equívocos con consecuencias metodológicas sino también tensiones de naturaleza moral9.

VERDADES (ETNOGRÁFICAS) Y CONSECUENCIAS (ÉTICAS). LOS EQUÍVOCOS DE LA OBJETIVACIÓN SIMÉTRICA

Maricel10, una joven militante barrial con la que habíamos compartido innumerables eventos y conversaciones, apareció en el chat de mi Facebook –en un perfil que mantengo con fines exclusivamente etnográficos– poco después de publicado uno de mis textos. Sin mediar saludo previo, me espetó a quemarropa:

"Maricel: ¡Flor de falluto11resultaste!

Gabriel: ¿Yo? ¿Por?

Maricel: Porque resulta que siempre que conversamos me decías que sí a todo, como que estabas de acuerdo conmigo… y ahora que escribís, me encuentro con otra cosa. Y no me gusta un carajo que me den la razón como a los locos."

Como el exabrupto me tomó por sorpresa y al menos de momento no sabía exactamente a qué se estaba refiriendo Maricel, protesté mi inocencia de manera genérica. Mi incapacidad de responder de manera coherente y razonada a esa imputación vehemente, sin embargo, tuvo el efecto de exacerbar su enojo, tan pródigo en expletivos y acusaciones como sordo a mis peticiones de clarificación, interpeladas como muestra ulterior de descaro o de cinismo. Cuando constaté que mis intentos por apaciguarla no surtían ni surtirían efecto, alegué que debía desconectarme a los fines de ocuparme de algunas tareas domésticas, le pedí disculpas, y le prometí reconectarme para conversar con mayor detalle al día siguiente, esperando que se hubiera sosegado, al menos en parte. Así fue de hecho puesto que ella misma recibió mi nueva presencia online con un pedido de disculpas por sus exabruptos y manifestando la esperanza de que lo sucedido no afectara nuestra hasta entonces buena relación.

Luego de asegurarle que no se preocupara y tras unos pocos minutos de conversar con ella en un tono más desapasionado que el de la víspera, logré finalmente reconstruir la naturaleza del equívoco, fundada en una serie de afinidades que habían cimentado nuestra relación a lo largo de mi estancia en su ciudad. Con Maricel compartíamos, en términos generales, una posición político-moral e ideológica sustentada en una proximidad generacional y una similitud relativa de nuestras respectivas trayectorias biográficas, políticas e intelectuales. Sobre esa base habíamos desarrollado una relación cercana y cordial, que se había materializado en numerosos encuentros, algunos de ellos formalmente etnográficos, y otros de naturaleza más bien 'social' –aunque los etnógrafos sabemos que en el fondo esa distinción no tiene sentido, cosa que a veces nuestros interlocutores más cercanos, por avisados que estén, tienden a olvidar–. A lo largo de unos y de otros tuvimos amplia ocasión de explicitar nuestras respectivas posiciones político-morales, reconociendo una serie de afinidades que volvieron posible una ulterior apertura que involucró compartir chistes, censuras, críticas e indignaciones respecto de varios actores centrales de la escena política local, en un diálogo que aunque nunca dejó de tener matices y diferencias, estuvo marcado por un trasfondo de acuerdos y sobreentendidos fundamentales.

Ahora bien: ¿qué encontró Maricel en nuestro texto, que la irritó al punto del exabrupto? Muy sencillo: encontró esos mismos puntos de vista, sus puntos de vista, nuestros puntos de vista explícitamente compartidos sometidos a una operación de objetivación; repuestos y analizados sociológicamente en su carácter de tales, es decir, en tanto puntos de vista en un escenario plural y conflictivo en el que diversos actores individuales y colectivos se lanzaban recursos morales unos a otros en una búsqueda crispada de legitimidad política. Lo que en su operación de lectura Maricel interpretaba como hipocresía –tal como yo mismo me encargué de explicarle– implicaba el desconocimiento de esa suerte de averroísmo teórico-metodológico que los científicos sociales tenemos naturalizado pero que resulta enormemente desconcertante para los legos, y que implica someter al mismo tipo de tratamiento analítico tanto a las posiciones afines a las nuestras como a aquellas que nos indignan, nos repugnan o nos resultan incomprensibles. Lo que estaba en juego no era una cuestión de insinceridad –protesté– sino lisa y llana honestidad intelectual: no podemos dejar de intervenir analíticamente sobre las posiciones morales o políticas que nos resultan simpáticas sólo porque nos resultan simpáticas y correlativamente, ceñirnos de manera exclusiva a aquellas que repudiamos como si la antropología fuera una forma particularmente articulada de la desmitificación y de la denuncia. "La diferencia" traté de resumir "es que yo escribo como investigador y no como militante, no porque no tenga una posición o porque me dé igual una cosa o la otra, sino porque estoy haciendo mi trabajo, y mi trabajo implica entender las posiciones en juego, me sean simpáticas o no".

Maricel pareció apaciguada por mi explicación, o al menos esa fue la impresión suscitada por su respuesta, aunque se encargó de dejar bien en claro que esa distinción tan aséptica entre investigación y militancia le resultaba en último término dudosa, y que en coyunturas tan críticas y urgentes como las que atravesaba la ciudad en ese momento corría el riesgo de ser leída como indiferencia o incluso como complicidad de mi parte con ciertos actores con los que sin duda no querría verme asociado. Asentí de manera poco entusiasta –al fin y al cabo era consciente de haber exagerado a fines retóricos una distinción que suele colapsar con más facilidad de lo que mi explicación permitía entrever– relativamente aliviado por haber restaurado el tono cordial de nuestra relación, al menos en parte, y me refugié una vez más en el ethos profesional de quién tiene un trabajo que hacer y lo hace sine ira et studio, contra viento y marea, más allá de que eso no quitara –agregué– que finalizado el mismo pudiéramos encontrar formas de movilizarlo políticamente en relación con aquellas causas que tanto ella como yo considerábamos tan importantes como urgentes.

Lo cierto es que más allá de esta profesión de responsabilidad científica en la que me había atrincherado, mi argumento soslayaba una serie de considerandos adicionales que en las circunstancias del caso no consideré prudente desplegar a los ojos de Maricel. En primer lugar y como ya hemos mencionado, tomar por objeto de análisis las posiciones morales de los actores sociales conlleva el riesgo permanente de que nuestros intentos por reconstruirlas y objetivarlas colapsen en dirección de una interpelación ética por parte de ellos (Fassin, 2008). Maricel había aplicado a mi texto una operación de esta clase, leyendo mi intento por reconstruir simétricamente el modo en que ciertos repertorios morales habían sido movilizados en una coyuntura política específica como una muestra de cinismo, es decir, de una incapacidad, una indiferencia o una renuencia por mi parte a tomar partido en un escenario polarizado en el que ella no veía margen ni oportunidad para vacilaciones, máxime cuando yo mismo había declarado varias veces delante suyo –y con indisimulado entusiasmo– de qué lado se encontraban mis propias simpatías.

Aun así, la cuestión fundamental tampoco tenía que ver con esa distinción entre niveles de abstracción, un simple tecnicismo que reinscribía en clave 'russelliana' mi argumento acerca de la separación entre el 'científico' y el 'militante'. Lo que me había cuidado muy bien de omitir en mi respuesta a Maricel es que al fin y al cabo la cuestión relevante involucraba el hecho de que estábamos jugando en tableros distintos. Mientras que ella había leído mi texto en clave de una intervención en la política local –o al menos de sus potencialidades para ser movilizado como recurso en esa lucha política– tanto mi intención como mis referentes significativos estaban fuera y lejos de la ciudad y de la coyuntura sobre la base de la cual había construido mi argumento. Al fin y al cabo el texto al que ella hacía referencia fue escrito a los fines de ser presentado en un congreso académico y reelaborado más tarde para ser publicado en una revista de ciencias sociales, en ambos casos pensando en un auditorio muy específico: mis colegas –otros científicos sociales– que lo leerán y evaluarán sobre la base de sus putativos méritos teórico-metodológicos y no de su potencialidad política. En el marco de esa sucesión de operaciones en sede académica en la que el texto que suscitara la ira de Maricel fue producido, discutido, reelaborado, presentado, evaluado, publicado y puesto en circulación, los efectos políticos que mis argumentos pudieran tener sobre o entre mis 'nativos' ocupaban un lejanísimo segundo plano, por no decir –lo que quizás sería más preciso, aunque menos halagador– que me tenían sin el menor cuidado. En este sentido la protesta de Maricel está lejos de encarnar la posición idiosincrásica de una interlocutora activamente comprometida y particularmente sensible. Por el contrario: expresa una tensión ético-metodológica inherente a nuestro trabajo, al menos para quienes comprendemos el proceso de construcción de conocimiento como parte de una práctica de objetivación que supone esa epojé y ese distanciamiento respecto de nuestras propias posiciones político-morales que solemos denominar "relativismo cultural". Ahora bien, precisamente en la medida en que resulta habitual entre los no antropólogos la lectura de este relativismo –que es para nosotros ante todo un recurso metodológico– como si se tratara de una posición moral (Noel, 2011 y 2014a), resulta prácticamente inevitable que nuestros 'nativos' interpreten nuestros procedimientos de objetivación o nuestro lugar de enunciación como si expresara cinismo o indiferencia o –en el caso que hayamos manifestado claramente una posición política o moral afín con la de ellos– como cobardía, duplicidad, hipocresía o traición.

LAS AMBIGÜEDADES DE LOS DISPOSITIVOS DE ELICITACIÓN ETNOGRÁFICA

Tuvimos ocasión de enfrentarnos a una acusación análoga a la de Maricel algún tiempo después de la mano de Carlos, un referente y funcionario municipal, avezado intérprete de la política local y operador experimentado en la escena geselina. Aunque los términos en los que articuló su acusación eran prácticamente idénticos –esto es hipocresía y doblez, aunque presentados en forma un poco más educada, en la medida en que nuestra relación había sido formal y distante comparada con la que construyéramos con Maricel– los fundamentos de la misma se situaban en las antípodas de los de ella. En efecto, a lo largo de nuestras conversaciones –tanto en el marco de entrevistas formales como de charlas de café o encuentros casuales en la vía pública– Carlos había presentado y elaborado de manera vehemente una serie de posiciones políticas y morales que estaban lejos de resultarme simpáticas o merecedoras de aprobación. Por ello mismo, en este caso –y a diferencia de lo ocurrido respecto de Maricel– no había expresado acuerdo con ellas, ni manifestado entusiasmo, ni compartido una putativa indignación cuyo carácter fingido y espurio no hubiera dejado de notar un observador tan perspicaz como Carlos, refugiándome en cambio en lo que me complacía pensar como una sobria y mesurada neutralidad etnográfica de cuño relativista. Y aun así, como quedaba claro de la breve conversación que sostuvimos con Carlos –quien me interceptó gesticulando de un modo imposible de ignorar desde su sempiterna mesa de café, mientras atravesaba apresurado la ciudad en una nublada tarde de invierno– que su impresión respecto de lo que había leído en otro de mis textos publicados era análoga a la de Maricel, esto es, que estaba convencido de que si bien durante nuestros encuentros yo había mostrado un acuerdo entusiasta con sus posiciones, a la hora de inscribirlas en un texto las había denunciado, condenado o incluso puesto en ridículo.

Antes de proseguir, quisiera permitirme un breve paréntesis para darle a Carlos su parte de razón. Más allá de las protestas de ecuanimidad que había movilizado con tanta elocuencia en mi defensa ante Maricel –articuladas sobre la necesidad de darle un tratamiento equitativo en mi texto a todos los puntos de vista alcanzados por la reconstrucción etnográfica– lo cierto es que varios lectores de confianza, así como una relectura ulterior más o menos desapasionada del trabajo al que Carlos hacía referencia habían ya sugerido que, en efecto, nuestras simpatías –y sobre todo nuestras antipatías– aparecían con demasiada claridad y que el punto de vista que él representaba efectivamente había sido criticado, ironizado o incluso hostilizado de manera tan elegante como inequívoca. La acusación de Carlos, por tanto, no adolecía del mismo sesgo que la de Maricel –esto es, haber leído en clave ético-política una operación teórico-metodológica y retórica de objetivación– sino que en principio había reconocido perspicazmente en el texto los efectos de una relativa impericia –o incluso un exceso de indignación moral– de nuestra parte que violaba ese principio de equidad epistemológica que con tanta vehemencia habíamos defendido ante Maricel, y que en consecuencia dejaba traslucir sin demasiados disimulos las posiciones políticas y morales de quien lo había escrito. Obviamente, como no podíamos responder con sinceridad a la acusación de Carlos más que con un reconocimiento desembozado e incómodo de nuestra culpabilidad o de nuestra torpeza, procuramos desplazar la discusión a otro plano y recurrimos a una argucia de leguleyo que implicó argumentar que en realidad en ningún momento de nuestros múltiples intercambios habíamos manifestado acuerdo ninguno ni con él ni con sus posiciones político-morales, y que en todo caso lo importante es que habíamos sido veraces, esto es, que no habíamos tergiversado nada de lo que había sido dicho en nuestros encuentros, ni violentado su sentido, ni violado ninguno de los acuerdos que habíamos establecido en el curso de nuestra relación etnográfica en términos de confidencialidad o de uso del material surgido de nuestros diálogos.

Como consecuencia de esta finta sofística y enfrentado a un non sequitur cuyo contenido sin embargo no podía refutar, Carlos levantó las cejas en señal de irritación, hizo un gesto displicente con la mano que sólo podía traducirse como "dejá, dejá, ya fue, andá" y nos separamos con un formal apretón de manos –despedida que en la clave de la sociabilidad local no es más que el equivalente civilizado de una sonora bofetada–. Aguijoneado por el sentimiento de haber evitado un enfrentamiento mediante el expediente nada halagador del paralogismo, y aquejado por una sensación que no podía identificar claramente ni como culpa ni como remordimiento, pero que no por ello resultaba menos desagradable, procedí a volver a mi hotel con el objeto de escuchar nuevamente las entrevistas formales que habíamos mantenido y de las que tenía registro audiofónico a los efectos de intentar esclarecer de qué manera podría Carlos haber llegado a la conclusión de que había traicionado un asentimiento que, al menos hasta donde tenía memoria, jamás había manifestado.

La revisión de los registros sugirió casi de inmediato una hipótesis más que razonable acerca de los motivos por los que Carlos habría podido pensar que lo había engañado, mostrándome de acuerdo con sus puntos de vista a sabiendas de que no coincidían con los míos. Nuestros dispositivos de recolección de datos –y en particular la entrevista semi-estructurada o 'etnográfica' (Guber, 2001)–movilizan un recurso que podemos denominar 'elicitación': en el transcurso de conversaciones cuidadosamente orientadas a través de maniobras sutiles y delicadas, tratamos de reconstruir las posiciones y representaciones de nuestros interlocutores a partir de una serie de cues que los invitan a exponerlas y los alientan a explayarse sobre ellas. Estos recursos de indagación involucran procedimientos de verificación y de ampliación de información como las que se expresan en expresiones del tipo de: "a ver si entendí…", "… entonces lo que vos estás diciendo es…", "…si es así, entonces [se sigue que]", "….mmm… pero entonces…" y sus análogos. Para nosotros, en tanto investigadores, suele resultar claro que lo que estamos haciendo mediante operaciones de esta naturaleza es procurar ampliar la información presentada por el entrevistado, intentar que explicite argumentos que apenas ha sugerido, solicitar que amplíe su punto de vista tanto como le sea posible, o verificar si entendimos correctamente lo que acaba de exponer reformulándolo en términos alternativos. Pero las cosas pueden lucir muy distintas desde el punto de vista de un interlocutor entusiasta, respecto del cual nos mostramos innegablemente interesados, para quien su punto de vista es autoevidente y que por tanto no puede menos que esperar que nosotros, en tanto personas putativamente formadas e inteligentes, compartamos sus posiciones. A la luz de esta situación resulta sumamente probable que nuestros recursos de elicitación tiendan a ser leídos en clave de manifestación de un acuerdo, de modo tal que mientras nosotros pretendemos estar simplemente alentándolos a que continúen, elaboren o confirmen lo que acaban de decirnos, nuestros interlocutores suponen que estamos acordando, compartiendo y aprobando sus puntos de vista. Al fin y al cabo, si presentamos indicios constantes de que los comprendemos de manera acabada, ¿cómo podríamos no compartirlos, si son tan lógicos y evidentes? Así, una vez más, los equívocos de esta clase implican la lectura de un dispositivo metodológico en clave moral y el resultado es idéntico al consignado en el caso precedente: nuevamente somos acusados de insinceridad, de hipocresía o de traición.

Los fundamentos de tales acusaciones de duplicidad, en este sentido, traen a colación algo ya mencionado respecto de las expectativas generalizadas de nuestros interlocutores en el campo: la experiencia revela que en casos como el de Maricel o el de Carlos, ambos actores políticos fuertemente comprometidos en la escena local, resulta razonable suponer que sus expectativas respecto de nosotros y nuestro trabajo impliquen la esperanza –esperanza cuya firmeza no se ve afectada por nuestras protestas en contrario, sin importar que tan vehementes o reiteradas– de que una indagación responsable y 'objetiva' de las coyunturas en las que se encuentran involucrados no podrá sino confirmar sus puntos de vista como la verdad misma de las cosas, de modo tal que nosotros y nuestro trabajo podrán ser utilizados o bien como herramientas que faciliten una suerte de 'ingeniería social' a su gusto, o bien como legitimación de sus posiciones ideológicas y morales desde el lugar de neutralidad, objetividad, rigor y prestigio que con frecuencia se le imputan al discurso científico.

LAS TENSIONES RELATIVAS A LA ASIMETRÍA EN LAS POSICIONES DE ENUNCIACIÓN

Un tercer y último caso, marcadamente distinto de los dos precedentes es el que involucra a Pedro, un apasionado e infatigable intelectual local con quien –al igual que en el caso de Maricel– tuvimos ocasión de desarrollar una relación prolongada y cordial sustentada por un vínculo de curiosidad compartida respecto de la ciudad y sus habitantes. A lo largo de nuestro proyecto Pedro habría de resultar para nosotros un informante central no sólo en virtud de las numerosas conversaciones y discusiones que mantuvimos tanto en persona como por mail, sino en su carácter de inagotable proveedor de reflexiones –casi siempre muy agudas– sobre la ciudad de Villa Gesell, su historia y sus habitantes, materializadas en una abundante producción ensayística y periodística.

Los equívocos suscitados en ocasión de nuestra relación con Pedro tuvieron su fuente en una tensión irresuelta de la que fui agudamente consciente desde el principio, pero que –en un acto de una ingenuidad e irresponsabilidad retrospectivamente inexcusables– opté por soslayar con la esperanza de que encontrara de algún modo una resolución aceptable y espontánea en el transcurso del propio trabajo de campo. La mencionada tensión tuvo que ver con un hecho no sólo conocido sino también documentado y glosado en abundancia en la literatura profesional de la antropología y que refiere al establecimiento de relaciones asimétricas con actores que se consideran –y casi siempre con buenas razones– nuestros pares (Geertz, 1968; Povrzanović, 2000). No hay ningún margen aquí para protestar inocencia o confusión de mi parte: desde el principio de nuestros encuentros me quedó razonablemente claro que Pedro proponía nuestra relación como una relación de iguales (un diálogo de intelectuales) mientras que mi definición de la situación le reservaba el lugar subordinado reservado a los informantes –aunque se tratara en su caso particular de un informante particularmente reflexivo, productivo y estimulante–. Mis pretensiones de asimetría, claro está, procuraban refugiarse en la ya mencionada operación lógica de objetivación que implicaba leer sus posiciones como puntos de vista, pero era respaldada en una realpolitk sustentada por la diferencia entre nuestras respectivas credenciales académicas –cuya mención nunca dejó de suscitar en Pedro un incómodo reconocimiento– y en mi lugar como investigador de profesión. Correlativamente, sus reclamos de simetría buscaban respaldo en un conocimiento de la realidad local de 'calidad' y 'exactitud' que a sus ojos yo mismo legitimaba mediante el acto de reconocerlo como fuente e interlocutor privilegiado en el proceso de construcción de una mirada "científica" sobre su ciudad.

Ciertamente una solución posible a esta incómoda tensión –e indudablemente la más sencilla y satisfactoria– hubiese implicado involucrar a Pedro como coautor en los textos producidos como consecuencia de nuestros diálogos o que utilizaban su propia producción como fuente privilegiada. Puedo argumentar en mi propia defensa que consideré esa posibilidad no una sino varias veces, al punto de explorar discretamente esa eventualidad en el transcurso de nuestros intercambios. Si finalmente desistí de hacerlo –aun cuando ello implicara mantener abierto un equívoco que no me resultaba particularmente cómodo, por más que pudiera justificarlo en último término en razones epistemológicas– fue porque al cabo de numerosas conversaciones, discusiones e intercambios epistolares con Pedro llegué a la conclusión de que hubiese resultado sumamente difícil –por no decir imposible– convencerlo de correrse de la posición de intelectual público que había construido laboriosamente a través de varias décadas y en la cual se sentía cómodo y reconocido, en aras de una mirada que buscaba objetivar su producción –intensamente moral, intensamente afectiva, intensamente política– como simple parte (aunque sin duda alguna muy importante) en un concierto irregular de fuentes, datos y evidencia a ser utilizada como insumo para la reconstrucción de la génesis de los principales repertorios morales de la ciudad y sus modalidades de movilización. Así las cosas, opté por una solución de compromiso que implicaba mantener a Pedro en el rol de informante y el recurso a su producción pública bajo el estatuto de fuente –con el debido reconocimiento, claro está– con la esperanza de que el uso que mi trabajo hacía del suyo pudiera ser leído como un homenaje a su potencial heurístico y como una invitación a seguir debatiendo, no al interior de una colaboración y una producción conjunta que se me antojaba inverosímil, sino en el contexto de un diálogo entre futuros textos sucesivos y alternativos de uno y del otro.

Qué tanto de sinceridad y qué tanto de coartada había en esa esperanza no me atrevo a afirmarlo –más allá del célebre adagio jurídico sobre la futilidad de pretender ser juez y parte, la evidencia provista por la relectura de mi diario personal no arroja resultados concluyentes ni en un sentido ni en el otro–. El caso es que la lectura de algunos trabajos de mi autoría que movilizaban textos suyos a modo de fuente suscitó una cierta incomodidad por parte de Pedro, indirecta e implícita primero –sugerida por el carácter repentinamente escueto y evasivo de sus mails así como por la frecuencia decreciente de nuestras comunicaciones y encuentros– y flagrantemente explícita unas semanas más tarde cuando tuvimos ocasión de encontrarnos en un evento público organizado por el Municipio.

Más allá de los aspectos obvios relativos a la asimetría de nuestras posiciones y que acabamos de consignar, una parte importante de los fundamentos subyacentes a ésta en la reacción de Pedro replica lo ya mencionado respecto de los atributos comunes en las objeciones de Maricel y de Carlos relativos a la reinscripción de sus 'verdades' como puntos de vista. Así, respondiendo a mis cautelosas invitaciones a explayarse acerca del cambio en la frecuencia y el contenido de nuestros otrora fluidos intercambios, Pedro manifestó una incomodidad manifiesta acerca de las implicaciones de mi operación de objetivación, que suponían degradar los que a sus ojos constituía el resultado de años de cuidadosa reflexión intelectual alimentada por un compromiso político-moral por el que había pagado altos costos en términos de marginación y ostracismo por parte de la intelligentsia local mediante su reducción al carácter de mero punto de vista o, alternativamente, al rol no menos halagador de locus de explicitación y despliegue eminente de recursos y repertorios morales preexistentes, como si su papel como ensayista y periodista se redujera al de una suerte de médium o muñeco de ventrílocuo a través del cual se dejarían oír con peculiar claridad los signos de los tiempos. Ante esta queja tan acalorada como evidentemente meditada de nada sirvieron nuestros esfuerzos por señalarle que siempre mantuvimos a la vista –como los propios textos que constituían la piedra de nuestra discordia testimonian en abundancia– el rol de la agencia (de su agencia) al punto de reconocer explícitamente el carácter original e idiosincrásico de su producción ensayística y literaria a la hora de combinar de maneras novedosas recursos y repertorios preexistentes (recuperando en buena medida el sentido del célebre argumento de Sartre respecto de Paul Valéry). Sin embargo, nuestras justificaciones resultaron una vez más inefectivas en la medida en que lo que Pedro veía cuestionado –o incluso negado de plano– en nuestra operación de objetivación eran precisamente los rasgos que él consideraba definitorios de su valioso e insustituible rol de intelectual: su originalidad, su clarividencia, su anticonvencionalismo.

Al mismo tiempo, parecía haber algo más en la incomodidad de Pedro, y a medida que nuestra conversación avanzaba se iba consolidando la sospecha de que esa tensión quizás tuviera que ver no sólo con mi putativa impugnación de su singularidad como pensador y como intelectual, sino con el hecho de que pudiera considerar que un trabajo como el mío representara un desafío implícito12 a su posición como analista de su ciudad desde un lugar de enunciación con mejores credenciales que el suyo. Claramente esta inquietud reconocía fundamentos verosímiles: al fin y al cabo no es descabellado suponer que mi presencia en la localidad y el ya señalado diferencial de recursos simbólicos, institucionales y materiales entre mi posición como académico advenido desde la metrópoli y la suya como pensador solitario y autodidacta lo colocaban en un lugar incómodo en tanto intelectual local –adjetivo que remite una vez más a la retórica de nuestra respectiva asimetría–y sin inserción institucional no sólo en el campo académico o científico sino en el literario o periodístico de alcance nacional o metropolitano. Asimismo, como ya hemos señalado, toda vez que esta diferencia era puesta de relieve en nuestros intercambios por él o por mí –casi siempre de manera casual, bordeando el lapsus– la tensión y la incomodidad de parte de uno y de otro devenían palpables.

Una vez más, aun cuando retrospectivamente no parece haber sido el curso de acción más prudente, opté por salir de mi duda planteándole el tema abiertamente y de forma tan diplomática como me fue posible en un correo electrónico enviado unos días después de nuestro último encuentro. Su respuesta confirmó mi sospecha, en una diatriba cargada de amargura pero, como de costumbre, aguda y clarividente, que ponía de relieve las tensiones a las que lo había sometido una relación conmigo a la que por un lado no había podido ni querido sustraerse –en parte por vanidad, confesaba, en parte por curiosidad genuina y por acordar con los objetivos y el espíritu de mi proyecto–, pero que al mismo tiempo había sido fuente de una profunda inquietud fundada en el temor a la posibilidad de que mis hallazgos desmintieran una trayectoria intelectual laboriosamente construida. Mi respuesta intentó reforzar el que para mí era el principal punto sustantivo acerca de la naturaleza de nuestra relación: que (al igual que le explicara a Maricel) ni yo ni mi trabajo tenían como objetivo adjudicar posiciones "correctas" o "incorrectas" en relación con los conflictos político-morales que atravesaban la ciudad, ni mucho menos disputarle su rol como intérprete comprometido de la realidad geselina –esto es, como intelectual público– cosa que en todo caso no estaba en condiciones de hacer dada mi posición como "forastero" y que de hecho los textos en los que había utilizado conversaciones con él o textos suyos como fuente mantenían con su producción una relación que oscilaba entre el respeto y la admiración por su capacidad de poner de relieve ciertas tensiones maestras en la vida moral y política de la ciudad sobre las cuales había construido mi análisis. Pero me resultaba claro desde el principio que mis intentos por apaciguarlo sobre esas bases estaban condenados al fracaso, en la medida en que el mismo argumento que presentaba como garantía de la sinceridad de mi empeño y mi inocuidad respecto de su posición de intelectual se montaba sobre la negación ya señalada de los atributos personales e intelectuales que la sustentaban y legitimaban. Atenazado en ese Lecho de Procusto era obvio que no existía la menor posibilidad de alcanzar éxito alguno a la hora de responder a sus temores ni –correlativamente– de apaciguar mis propias inquietudes y reproches de modo tal que, alcanzado un impasse del que aparentemente ninguno de los dos sabía muy bien cómo salir, nos despedimos, una vez más, de manera engañosamente civilizada13.

REFLEXIONES FINALES

Como hemos mencionado a comienzos del presente texto, resulta habitual que los etnógrafos hagamos uso de los dilemas éticos a los que nuestro trabajo de campo nos ha enfrentado como recurso para refinar nuestros dispositivos metodológicos. En ese sentido, las interpelaciones que nuestros interlocutores en el campo nos hacen sobre la base de nuestra producción escrita ofrecen sin duda alguna insumos que pueden ser reconducidos por la vía de la reflexividad hacia nuevas contribuciones metodológicas –en particular las que tienen que ver con la reconstrucción de sus expectativas en relación con nosotros y con nuestros trabajos–. Pero, al mismo tiempo, subsiste en ellas un aspecto que no puede ser procesado por esa vía, y que nos obliga en cambio a reconocer –y a enfrentarnos– con ciertas tensiones éticas irresueltas y probablemente irresolubles inherentes a nuestro trabajo y que nos recuerdan, como ya señalara Clifford Geertz (1968) que las versiones románticas con las que muchas veces los antropólogos solemos pensar las relaciones que sostenemos con nuestros interlocutores en el campo no son muchas veces más que fantasías tranquilizadoras con las que nos arrullamos a nosotros mismos.

Como hemos intentado mostrar a partir de las tres situaciones arriba reconstruidas, los equívocos suscitados por las lecturas nativas de nuestra producción etnográfica son en muchos casos inherentes a nuestras propias prácticas de construcción de conocimiento, ya sea que involucren su dimensión epistemológica o teórica –como esa suerte de piedra filosofal en reverso que, al objetivarlas, transmuta las "verdades" de nuestros interlocutores en "simples puntos de vista"– nuestros dispositivos metodológicos –como los recursos de elicitación fundados en el relativismo cultural que dan a nuestros informantes razones para suponer que estamos de acuerdo con ellos, cuando de hecho no lo estamos– o la asimetría relativa de nuestras posiciones de enunciación –al construir argumentos con una pretensión de verdad más vehemente que los suyos y desde una posición mejor respaldada con mayor reconocimiento institucional y social–. Así las cosas –y como ya tuviéramos ocasión de señalar al comienzo del presente texto– nuestra intención al presentar estos equívocos sistemáticos no tiene que ver con una putativa e ingenua posibilidad de superarlos, sino con la posibilidad de objetivar al menos en parte el desfasaje de expectativas recíprocas involucrado en la producción etnográfica de conocimiento social y contribuir a establecer por tanto la naturaleza específica de algunas de las principales tensiones e incomodidades éticas a las que el mismo nos somete de manera constante.

NOTAS

1Lo que con frecuencia intenta hacerse pasar por un análisis de esta clase involucra un compendio de pleonasmos que entronizan la corrección política y la indignación moral como parámetro de calidad de la producción antropológica, muy en sintonía con las antropologías 'críticas' inspiradas y alentadas por el radical chic de moda en los campus estadounidenses de fines del siglo precedente y sus réplicas en las periferias ávidas de vanguardia (Cusset, 2005; Fernández de Rota, 2012). Un ejemplo característico de este deslizamiento puede encontrarse en Scheper-Hughes (1995), en el marco del debate Objectivity and Militancy organizado por la revista Current Anthropology en uno de los puntos más altos de este élan político-intelectual. Compartimos en este sentido la crítica que tanto el propio D'Andrade (1995) en el marco de ese debate, como más tarde autores como Latour (2005) o Fassin (2008) hacen a esta clase de posiciones en tanto reemplazan el imperativo sociológico de comprender lo que nuestros interlocutores hacen por el de interpelarlos éticamente e intervenir(los) políticamente de acuerdo con nuestras propias impaciencias morales.

2Claro está que a la hora de ponderar nuestra presencia entre ellos, las consideraciones –fundadas o no– acerca de nuestra potencialidad como recurso no pueden darse por sentadas. Nuestros interlocutores pueden simplemente concluir –y con frecuencia lo hacen– que nuestra presencia es sencillamente irrelevante y proceder a ignorarnos en consecuencia. Agradezco a uno de los revisores anónimos del texto el haber señalado este punto.

3Cabe destacar asimismo que este proceso de clasificación con frecuencia precede al primer contacto con un informante dado: una vez que hayamos puesto pie en el campo y hablado con al menos una persona, nuestra presencia, nuestros propósitos, nuestro potencial estatuto como aliado, recurso o amenaza viajarán más rápido que nosotros a través de las redes de sociabilidad y comunicación de los colectivos en los cuales nos insertamos o buscamos insertarnos. Considerando la escala habitual en la que se despliega el trabajo etnográfico, cabe esperar que nuestra presencia en el campo sea mencionada, interpretada, comentada, debatida y discutida por detrás, por encima y por alrededor de nosotros sin que tengamos mayor conciencia ni control sobre los alcances y consecuencias de este proceso más que en forma tardía y retrospectiva.

4Las discusiones en torno de la (in)aplicabilidad de los protocolos de consentimiento informado han hecho hincapié de manera insistente en esta limitación inherente a la investigación etnográfica (Víctora et al., 2004).

5El hecho de que, a efectos metodológicos, el trabajo con dispositivos etnográficos de recolección de datos implique que resulte deseable –o incluso imprescindible– que nuestros informantes no sepan exactamente qué es lo que estamos buscando no supone una coartada para sustraernos al imperativo ético de explicar qué estamos haciendo, por qué y para qué. Lo que involucra en todo caso es un desafío a la hora de pensar de qué manera equilibrar esta necesidad moral de veracidad con los prerrequisitos metodológicos de nuestro trabajo. Con frecuencia esto supone simplemente ofrecer explicaciones relativamente abstractas o elípticas de nuestros propósitos que los sitúen de manera reconocible a la vez que no involucren delatar nuestro objetivo de manera prematura. Claro está que resulta siempre posible reponer los detalles específicos del caso una vez finalizado un intercambio puntual, pero esta decisión debe ser tomada con pleno conocimiento no sólo de que una revelación de esa clase nos veda la posibilidad de volver a indagar a nuestro interlocutor de manera productiva, sino con la certeza de que éste probablemente conversará ulteriormente con otras personas con quienes también querríamos dialogar en el futuro, y que quizás 'cocinen' sus respuestas en consecuencia.

6No nos detendremos aquí sobre el hecho de que este acceso de nuestros interlocutores a nuestra producción publicada muchas veces antecede al contacto efectivo con ellos en el campo, lo cual agrega un nivel de complejidad adicional a la construcción de expectativas sobre nosotros y nuestro trabajo a la que hemos hecho referencia en los párrafos precedentes.

7Los trabajos de Vidich y Bensman (2000), Marques y Mattar Villela (2005) y Garriga (2012) proveen excelentes ejemplos de una interpelación de esta clase.

8La investigación a la que se hace referencia tuvo lugar entre 2008 y 2014 en el partido de Villa Gesell, y se planteó como objetivo principal la reconstrucción de los orígenes, dispositivos de circulación y modalidades habituales de uso de los repertorios morales a partir de los cuales los habitantes de la ciudad procesan las diferencias sociales. Una versión condensada del argumento puede encontrarse en Noel (2014b) y Noel y de Abrantes (2014).

9Aun cuando la tensión que acabamos de reconstruir se aplica en principio a toda experiencia etnográfica, la misma se vuelve particularmente notoria en el caso de aquellos de nosotros que nos dedicamos a investigar las dimensiones morales de la vida social (Noel, 2013 y 2014a). En primer lugar porque la naturaleza particular de nuestro objeto nos obliga a sustraer a la vista de nuestros interlocutores el objetivo de nuestra indagación, ya que compartirlo con ellos implicaría desplazar el sentido de la investigación, que no involucra interpelar éticamente a nuestros interlocutores sino la reconstrucción de sus repertorios morales (Fassin, 2008). Segundo porque una de las características distintivas de los fenómenos morales tiene que ver con el modo en que suscitan respuestas emocionales y afectivas intensas (Howell, 1997), de manera tal que las interpretaciones del etnógrafo suelen suscitar reacciones airadas por parte de los actores implicados.

10Las viñetas etnográficas reseñadas en la presente sección han sido producidas a partir de una operación de condensación de carácter ideal-típico: es decir que los nombres –ficticios, va de suyo– que aparecen encabezando cada uno de los casos no representan personas individuales sino "figuraciones", esto es condensaciones de varios actores cuyas respuestas a nuestros trabajos fueron análogas y compartieron fundamentos sustantivos. Las diversas respuestas específicas utilizadas en la elaboración de cada caso fueron estilizadas y retrabajadas no sólo a efectos conceptuales y retóricos sino sobre todo para garantizar el anonimato de los informantes quienes sin duda alguna también tendrán acceso a este texto una vez publicado.

11"Falluto" es una expresión que en lunfardo significa 'falso' o 'hipócrita'.

12La cuestión, obviamente no tenía que ver con nuestro respectivo reconocimiento o nuestro peso relativo como intelectuales en la escena local, donde la valoración de nuestras posiciones era claramente favorable a Pedro –una figura reconocida y ampliamente leída– y no a mí –un perfecto desconocido cuyo trabajo era en el mejor de los casos irrelevante–; sino más bien con la relativa devaluación que suponía a los propios ojos de Pedro mi relativización de sus "verdades" desde una posición de enunciación con mayores pretensiones de verdad –esto es con mayor respaldo institucional y un mayor capital simbólico– que la suya. Agradezco a uno de los revisores anónimos de este texto por señalar este importante punto.

13Cabe señalar que no todos nuestros informantes consideran que nuestra presentación de sus puntos de vista los traiciona o distorsiona. Al contrario, suelen ser varios los informantes que manifiestan su satisfacción ante el hecho de que –y son sus palabras– "por fin alguien consiguió descifrar lo que pasa acá". Sin embargo, más allá de la satisfacción inherente a esta clase de aprobación, hay que guardarse muy bien de leerla como evidencia automática de la validez de nuestro trabajo: lo que puede estar ocurriendo es que simplemente hayamos transcripto teoría nativa en clave analítica –esa operación a la que habitualmente los antropólogos denominamos "comer de la boca del informante"–. En ese sentido, al menos en escenarios conflictivos como aquellos en los que tuvimos ocasión de trabajar, suelen resultarnos más tranquilizadoras las imputaciones de parcialidad siempre y cuando sean simétricas: es decir, si una clase de actores A nos acusa de "haberle hecho el juego" a B y la clase de actores B nos acusa recíprocamente de "haberle hecho el juego" a A, tenemos razonables garantías para pensar que hemos hecho más o menos bien nuestro trabajo.

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