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Avá

On-line version ISSN 1851-1694

Avá  no.29 Posadas Dec. 2016

 

PRESENTACIÓN

Ontologías: usos, alcances y limitaciones del concepto en antropología

 

Rolando Silla* y Brígida Renoldi**

 

* Docente Investigador del CONICET-IDAES/UNSAM. Email: rolandosilla@yahoo.com.br

** Docente Investigadora del CONICET/ IESyH/UNaM. Email: brire@hotmail.com


INTRODUCCIÓN

Inauguramos este dossier curiosos sobre el status alcanzado por el concepto “ontologías”, en especial bajo el llamado “giro ontológico”. Nos preguntamos si el mismo trae alguna novedad de fondo a la disciplina o si se trata de una mera innovación circunstancial, de una forma de hablar de los mismos asuntos que siempre nos preocuparon pero con otro vocabulario. Esta introducción propone algunas conexiones que quizás nos ayuden a elucidar esta cuestión.

Ontología no es un concepto claro, menos en Antropología. En términos muy amplios referiría a los predicados más abstractos y generales de cualquier cosa, en cuanto pertenece a los primeros principios cognoscitivos de los humanos –supuestamente los únicos seres capaces de conocer–, que residen en el entendimiento y se usan en la experiencia. Proveniente de la filosofía –disciplina que tiende a caracterizar como universal al pensamiento occidental1–, ontología es un término que ha rondado en las elucubraciones de los antropólogos y, últimamente, se ha ligado a otro concepto igualmente controversial: el de animismo. Tradicionalmente este término ha sido utilizado para establecer una división de forma tajante entre el pensamiento occidental y el primitivo. Animismo fue un concepto asociado a la religión y a cierta descripción particular de cómo algunas culturas no-occidentales concebían la naturaleza. Podríamos decir que, al igual que ontología, siempre estuvo asociado a un tipo particular de actitud mental. Así, ontología, naturaleza y animismo son tres categorías centrales del actual debate denominado “giro ontológico”. Son también tres categorías para nada nuevas en antropología.

Pero antes de avanzar nos gustaría aclarar el uso que hacemos de los términos occidental y moderno. Al discutir con una antropología escrita mayoritariamente en inglés, nos encontramos con una dicotomía que no es tan común en la tradición hispana: la distinción entre occidental y nooccidental. Por ello, y desde un punto de vista panorámico, asumimos que América Latina –en especial su población criolla– es un tipo de conglomerado que forma parte de occidente, la parte subalterna de éste; junto con otros dos grandes conglomerados hegemónicos: Norteamérica y Europa. Como bien lo ha expresado Aníbal Quijano (2014:207), el error ha sido considerar a América Latina una mera extensión de Europa. Tampoco debemos quedarnos con la idea de que existe un solo pensamiento occidental. Y para ello, no estaría de más prestar atención a la dicotomía entre Romanticismo e Ilustración. Estas dos posiciones, luego consideradas como la base del pensamiento occidental, no se desarrollaron en el aislamiento del continente europeo sino, como bien lo demostrara Mary Louise Pratt, en las “zonas de contacto” (2011 [1992]:33), durante el proceso de expansión y colonización europea.

Tim Ingold, por su parte, señala que cualquier académico quedaría incluido dentro de ese denominado ‘occidente’ por el hecho de “que nuestra misma actividad, en el pensamiento y la escritura, se basa en la creencia en el valor de la investigación absolutamente disciplinada y racional” y, en ese sentido, equipararía el apelativo de “occidental” al de “moderno” (Ingold, 2002:6). Semejante y complementaria podría ser la definición propuesta por Bruno Latour: “moderno no designa a ningún pueblo preciso ni a una geografía particular, sino que engloba más bien a todos aquellos que esperan de la Ciencia una distinción radical en relación con la Política” (Latour, 2013:24); o sea, los que esperan una distinción radical entre las condiciones objetivas y las subjetivas, lo real y lo construido, la naturaleza y la cultura.

Ahora sí retomemos la cuestión del animismo, pues la consideramos central para introducirnos en el debate respecto al giro ontológico.

DOS MENTALIDADES, DOS ONTOLOGÍAS: NATURALISMO Y ANIMISMO

Se acostumbra asociar el concepto de animismo a Edward B. Tylor y posteriormente a James Frazer. El primero lo vinculó al hecho de que los “pueblos primitivos” concibieran que, por ejemplo un árbol, un ente de la naturaleza, fuera el cuerpo de un espíritu arbórico –lo que denominaba estrictamente animismo– o simplemente su morada –que llamó deísmo (Frazer, 1996 [1922]:151/482)–. Tanto uno como otro definieron al pensamiento primitivo como lógico pero errado (Tylor, 1975:44; Frazer, 1996:75). Este principio, de una u otra forma continúa hasta la actualidad, en especial cuando referimos a ello como representaciones. Tylor planteó otra cuestión que también seguirá casi hasta el día de hoy: el hecho de que debemos estudiar las costumbres (especialmente religiosas) “sin discutir los argumentos en favor o en contra de la doctrina misma” (Tylor, 1975:45). Así, el problema no estaría en la veracidad o falsedad de los postulados que suscriben los pueblos no-occidentales, sino en cómo estas “creencias” podían estar vinculadas a cuestiones de diversidad cultural u organización social. Sus creencias podrían ser verdaderas o falsas, pero en esto no radicaría lo importante, sino en el hecho de que estas creencias describen relaciones sociales. Esto sería así pues, desde el punto de vista científico, entes como el alma o los espíritus no existen; por ello la teoría antropológica fue y es de por sí atea. No nos preocupamos por saber si Dios, los santos o el diablo realmente existen, como sí podemos preocuparnos por cuántas calorías realmente generan y gastan los bosquimanos Kung!

Si bien este principio fue un adelanto para el conocimiento de lo social y de la cultura de otros pueblos, en especial de lo que denominamos su mundo simbólico, trajo aparejada, la consideración de “las creencias como simples fabricaciones de la mente, de origen siempre subjetivo y sin validez ontológica” por parte de los cientistas sociales, como ya lo señalara Richard Shweder (1989:116). O sea que se validó lo cognitivo en vez del mundo.

Como dijimos al comienzo, el animismo está relacionado con el concepto de Naturaleza. Frazer consideraba que:

“el salvaje concibe con dificultad la distinción entre lo natural y lo sobrenatural, comúnmente aceptada por los pueblos ya más avanzados. Para él, el mundo está funcionando en gran parte merced a ciertos agentes sobrenaturales que son seres personales que actúan por impulsos y motivos semejantes a los suyos propios, y como él, propensos a modificarlos por apelaciones a su piedad, a sus deseos y temores. En un mundo así concebido no ve limitaciones a su poder de influir sobre el curso de los acontecimientos en beneficio propio” (Frazer, 1996:33).

Frazer produce esa rara relación entre la magia y la ciencia, distinguiendo ambas de la religión, pues para él la magia “es el rudimento de la idea moderna de Ley Natural” (Ibíd: 33), y como se dice en el párrafo arriba citado, ni el científico ni el mago verían limitaciones a su poder de influir sobre los acontecimientos en su propio beneficio. Sin embargo, en términos del autor, el saber del mago, a diferencia del científico, sería meramente práctico y utilitario. Observemos en este caso que tanto “práctico” como “utilitario” tendrían connotaciones negativas:

“El mago primitivo conoce solamente la magia en su aspecto práctico; nunca analiza los procesos mentales en los que su práctica está basada y nunca los refleja sobre los principios abstractos entrañados en sus acciones […] para él la magia siempre es un arte, nunca una ciencia” (Frazer, 1996:34).

Esta posición, aunque de forma más sofisticada, fue continuada por la antropología británica en autores como Bronislaw Malinowski y Evans- Pritchard. Ambos vincularon los principios de Frazer a una lectura de Emile Durkheim, para quién –al igual que para Mauss, ciertas nociones primitivas como la de mana eran el origen y prototipo de nociones modernas de eficacia física ancladas, no en la mente y el individuo, sino en la sociedad (Dukheim y Mauss, 1971 [1903]). En una de sus etnografías mejor logradas, la que versa sobre los Azande, Evans-Pritchard (1976 [1937]) afirmará que la brujería posee una lógica interna con relación a otras creencias, a la cultura y a la sociedad Zande, e incluso que posee ciertas particularidades debidas a la ocupación británica del reino africano. Pero, simultáneamente, los Azande ‘no se darían cuenta’ de que, cuando refieren a las fuerzas de la brujería, estarían refiriendo a las fuerzas morales y sociales de su grupo –este último hecho solo siendo observado y descubierto por el investigador–.

Un contrapunto a esta posición fue la obra de Paul Radin, quien en Primitive Man as Philosopher (1968 [1927]) criticó el hecho de que el salvaje sólo actúe en forma práctica. Su posición era que existían intelectuales en las denominadas sociedades primitivas, una elite intelectual, y que estas sociedades no estarían sumidas en representaciones colectivas –como sostenía Lucien Lévy-Bruhl– sino que, por el contrario, presentarían un tipo muy particular de individualismo. Entre otras cuestiones, Radin (1968:24) señaló que las lenguas aborígenes son a menudo estructuralmente más complejas que las nuestras, que poseen un vocabulario muy amplio y un alto grado de abstracción. Tampoco existiría, en su opinión, una correlación necesaria entre el interés filosófico-especulativo y el grado de complejidad organizativo o tecnológico de una sociedad dada. A su vez, consideraba que no era necesario que existiera un pensamiento sistemático para que exista filosofía, así como que no todo análisis sería necesariamente producto de las facultades racionales. Esta postura mantiene muchos aspectos semejantes a los que posteriormente señalara Levi-Strauss en El Pensamiento Salvaje, pese a que en este último libro la comparación sería entre la magia y la ciencia más que entre el pensamiento salvaje y la filosofía occidental, y no haciendo foco en intelectuales individuales, como lo hiciera Radin, sino en la sociedad.

Ahora bien, las discusiones referidas al naturalismo o al animismo, y al pensamiento individual o social, de una u otra manera, adrede o no, fueron una forma de distinguir lo occidental y moderno, por un lado, y lo primitivo y tradicional, por el otro.

Un cambio de postura –y de época– encontramos hacia 1980. La culminación de la denominada Guerra Fría y la caída del Socialismo Soviético, el desarrollo económico de regiones consideradas ‘primitivas’, tradicionales o subdesarrolladas, tales como China, India, el sudeste asiático o Brasil, impactaron en la reconceptualización de las ciencias sociales, en particular de la antropología, y en las temáticas que se abordaron. Todo ello implicó repensar la relación entre lo tradicional y lo moderno, así como reconsiderar qué contenidos abrigarían ambos términos. A su vez, el salto tecnológico sumado a la cada vez más acentuada crisis ambiental, trajo aparejada la necesidad de repensar la relación entre naturaleza y cultura, discusión que parecía estar saldada después de la formulación de Levi- Strauss (1993 [1949]) sobre la universalidad de la ley de la prohibición del incesto, cuyo protagonismo designaría el pasaje de los humanos de la naturaleza hacia la cultura.

Esta clásica distinción entre cultura y naturaleza fue retomada por Phillipe Descola (2005), desde una especie de neo-estructuralismo, afirmando que, si bien toda taxonomía folk de los objetos naturales está gobernada por procesos mentales idénticos, la objetificación de la naturaleza está implementada a través de un limitado número de esquemas operativos. Esto no constituiría una deficiencia. Si con Levi- Strauss (1992:24) admitimos que el número de estructuras es finito, la “puesta en estructura” poseería en sí misma una eficacia intrínseca; ya que, por intermedio de esos agrupamientos de cosas y seres, introduciría el principio de orden en el universo. Descola considera que la naturaleza puede resultar a ciertas sociedades buena para socializar, y que podría existir una homología entre la forma en que los grupos tratan la naturaleza y la forma en que tratan a los otros grupos humanos. De esta manera, y dependiendo del contexto, los animales son buenos para comer o buenos para pensar. Para Descola (2005:93) el pensamiento humano impone una continuidad entre lo social y lo natural a través de cuatro procesos. Por su parte, cada cultura, cada episteme histórica, articula esos esquemas clasificatorios para producir combinaciones específicas. Estos son:

1) Totemismo: donde las discontinuidades empíricamente observables entre especies naturales organizan conceptualmente un orden segmentario delimitando unidades sociales. Un ejemplo serían las organizaciones aborígenes australianas.

2) Animismo: certeza de que los seres naturales poseen sus propios principios espirituales y que es posible para los humanos establecer con esas entidades relaciones personales como protección, seducción, hostilidad, alianza, o intercambio de servicios. En este sentido sería una forma de objetivación social de la naturaleza. Un ejemplo serían las sociedades indígenas amazónicas.

3) Analogismo: idea de que propiedades, movimientos o modificaciones de estructura de ciertas entidades del mundo ejercen influencia a distancia sobre el destino de los humanos, en donde un ejemplo sería la medicina china (ver Incaugarat en este mismo dossier).

4) Naturalismo: la certeza de que la naturaleza existe, y que ciertas cosas deben su existencia y desarrollo a principios extraños a los principios humanos. El ejemplo paradigmático es la Ciencia.

Para Descola, el animismo sería una inversión simétrica de las clasificaciones totémicas, pues no explota las relaciones diferenciales entre especies naturales para conferir un orden conceptual sobre la sociedad, sino que utiliza las categorías elementales que estructuran la vida social para organizar, en términos conceptuales, las relaciones entre los seres humanos y las especies naturales.

Eduardo Viveiros de Castro ha discutido en parte estas clasificaciones desde el momento en que afirma que el totemismo es un sistema clasificatorio de la sociedad y no un sistema de relaciones entre naturaleza y cultura (1996:121). En su opinión, el totemismo no formaría parte de este modelo, pues sería un tipo de clasificación que respondería a otro orden de cosas y no a las representaciones de la naturaleza. Como señalaba Levi- Strauss, el totemismo no es sino un caso particular del problema general de las clasificaciones, y un ejemplo del papel frecuentemente atribuido a términos específicos para elaborar la clasificación social (1992:97).

Viveiros de Castro es una de las figuras centrales del actual debate sobre lo que se dio en llamar “giro ontológico”. Sus bases empíricas parten de las variadas etnografías realizadas en las últimas décadas sobre las poblaciones indígenas de la Amazonia, y básicamente en el trabajo etnográfico y el esfuerzo conceptual de Tânia Stolze Lima; conceptualmente, abreva en ideas de antropólogos y filósofos como Levi-Strauss, Gilles Deleuze, Pierre Clastres y Roy Wagner. Tal vez un antecesor menos evidente sea un autor absolutamente denigrado por la tradición antropológica actual: Lucien Lévy-Bruhl, para quien los primitivos tendrían “una decidida aversión por el razonamiento, por lo que los lógicos llaman las operaciones discursivas del pensamiento” (1957 [1922]: 23). Para este filósofo devenido etnólogo, no se trataba de una cuestión racial o biológica, sino que se explicaba por el hecho de que los primitivos –llamémoslos así– estaban imbuidos en su mundo colectivo, y sus individualidades, al contrario de lo que señalaba Radin, eran casi nulas; presentarían una “impermeabilidad a la experiencia debido a la fuerza de las representaciones colectivas primitivas” (Lévy-Bruhl, 1957:51). La cita que hace de un misionero es más que clara: el primitivo “no reflexiona, no razona, si puede evitarlo” (en Lévy-Bruhl, 1957:28), “no hacen ningún esfuerzo por el progreso” (Ibid.:346). En este sentido, es fundamental el comentario que hace Cazeneuve (1967:19) sobre la obra de Lévy-Bruhl, al señalar que en su concepción, el primitivo ni siquiera es hostil a la lógica, pues no lucha contra ella, sino que es simplemente indiferente. El primitivo sería eficiente en términos prácticos, al proveerse de alimentos, vestirse, construir una vivienda, etc., pero no reflexionaría, al menos de forma sistemática, sobre ello. El concepto central sería lo que Lévy- Bruhl denominó Ley de Participación, principio dominante aunque no exclusivo de “la mentalidad primitiva”. Este principio alude a que en una sociedad primitiva:

“vivir, para un individuo dado, es ser encajado actualmente en una red compleja de participaciones místicas con los demás miembros de su grupo social, con los grupos de animales y vegetales nacidos en el mismo suelo, con la misma tierra, con las potencias ocultas protectoras de este conjunto, y de los conjuntos más particulares a los que pertenece más especialmente” (Lévy- Bruhl, 1957:366)2.

Esta forma de mentalidad mística no sería una confusión de pensamiento, sino real a los ojos del primitivo (Cazeneuve, 1967:32) y lo que nosotros calificamos de fantasía, para ellos es la realidad; lo que llamamos una creencia, sería para ellos una experiencia mística. Por ello la mentalidad primitiva sería radicalmente opuesta a la europea, y se caracterizaría por su carencia respecto a esta última: si el europeo está preocupado por las contradicciones lógicas, al primitivo no le importan; si el europeo es un ser racional, el primitivo es emocional –predominando el temor irreflexivo–; si el europeo está preocupado por el progreso, al primitivo esto no le preocupa; si el europeo en su etapa adulta tendrá conciencia de que es un ser individual –independiente de su familia, de su grupo y del mundo circundante–, el primitivo está imbuido en su grupo y su medio y no tiene capacidad de generar opiniones contrarias a las del grupo; si el europeo puede realizar generalizaciones, el primitivo solo ve lo particular. En fin, las cualidades del europeo están señaladas como positivas, las del primitivo como negativas. En el primer caso se trata de tener cualidades, mientras en el segundo de carecer. Esta diferencia asimétrica, incluso invertida, es una pista para pensar las ontologías, muy a pesar de la impronta racista en la que se inscriben tales apreciaciones.

Marcio Goldman (1994), al analizar la obra de Lévy-Bruhl en su tesis doctoral dirigida por Viveiros de Castro, plantea que el análisis de Lévy-Brhul sobre la mentalidad primitiva sería en sí mismo un experimento arriesgado, peligroso. Sin embargo, sostiene que aún así nos permite pensar la relación que occidente ha tenido con el mundo no-occidental. Se trataría entonces de una obra que evidencia la Antropología como una disciplina que siempre se está debatiendo en la tensión y la paradoja de concebir una humanidad única –legado Iluminista–, y simultáneamente preocupada por sus particularidades y diferencias –legado Romántico–. Según Goldman (1994:3), Lévy-Bruhl intentó ofrecer en su obra “una explicación racional de la razón de los otros, o de su ausencia entre ellos”. Su apuesta fue que, “al contrario del evolucionismo tradicional –y al contrario también de buena parte de la tradición antropológica posterior y también actual– prefirió partir del hecho de la diversidad, dejando la cuestión de la unidad abierta” (Goldman, 1994:152). Pese a lo peligroso de sus postulados su originalidad reside en el esfuerzo para captar las diferencias en sí mismas, sin buscar reducirlas de antemano a una unidad previamente dada como conocida, pero a su vez sin postular anticipadamente que ésta no podría existir. El autor señala que en última instancia lo que está pensando Lévy-Bruhl (coherente con su primera etapa de filósofo en que le preocupaba la cuestión moral) son las resistencias al progreso y el problema de la afectividad como impedimento para constituir una sociedad fundada en la razón (Goldman, 1994:169). Quizás encontremos también en autores como Viveiros de Castro un impulso similar a lidiar con diferencias extremas, con la tensión existente entre la noción de igualdad y la de diferencia, aunque tomando precauciones para no caer en posiciones racistas.

Recapitulando, a lo largo del siglo XIX y en buena parte del XX, el animismo ha sido concebido como:

a) un estado psicológico-mental, ya sea pre-lógico como en Lévy-Bruhl o lógico pero falso, como en Tylor o Frazer;

b) una representación local de un mundo más real, como lo concibieron autores como Durkheim, en dónde el nativo tiene representaciones, pero el investigador toma “hechos” susceptibles de ser traducidos y analizados al lenguaje universal de la ciencia.

En ambos casos, fue una manera de dividir entre la civilización y la barbarie.

Un verdadero giro hacia fines del Siglo XX fue concebir y repensar el animismo a partir de lo que Bruno Latour (1991) denominó antropología simétrica en su libro “Nunca fuimos modernos”. Desde esta óptica, no se admite el pensamiento primitivo como igual al occidental, sino el occidental igual al primitivo. La lectura histórica que ponía a los modernos en el ápice del desarrollo humano y los geo-referenciaba en territorio europeo, es provocada a través de estos ensayos de antropología simétrica en una suerte de inversión de los principios considerados pilares de la modernidad. En el proceso de ‘purificación’ de los híbridos, se procede a la ‘constitución’ de los puros binarios. En base a este análisis, Latour concluye que incluso los modernos mezclan todo, aunque aleguen que no lo hacen, por ende también viven en un mundo de participación, aquella actitud mental que Lévy-Bruhl solo quería ver en las sociedades fuera de Europa.

Como advierte Viveiros de Castro, en este mismo dossier, el animismo no es un estado mental –de la misma manera que ninguno de nosotros consideraríamos que, por ejemplo, el positivismo o el jusnaturalismo son estados mentales– sino un marco conceptual semejante al que utilizamos cuando decimos acción, voluntad o inconsciente. Lo impactante de este tipo de postulados es que, una subdisciplina tan arcaica como la etnología –absolutamente desprestigiada hacia la segunda mitad del siglo XX– haya cobrado un nuevo estatuto y comenzado a dialogar de par a par con líneas de la antropología que se consideraban de punta, como la etnografía de la ciencia3. Así, las diferentes clasificaciones de la naturaleza de Descola, el perspectivismo amerindio de Viveiros de Castro, o la ecología de la vida de Tim Ingold, pueden discutir de par a par el proyecto cosmopolítico de Isabelle Stengers, la Teoría del Actor-Red de Latour o los cyborgs de Donna Haraway.

Podríamos preguntarnos si este movimiento deriva de un avance del conocimiento o de un cambio de las condiciones sociales, económicas y políticas. La cuestión es difícil de responder, pero indefectiblemente hoy tenemos más y mejor información sobre nuestro propio pasado y sobre los pueblos no-occidentales. Al mismo tiempo es evidente que el mundo también cambió. Por un lado, el hombre blanco de hoy no se siente tan seguro como en el Siglo XIX, la crisis ambiental nos hace conscientes de que más cultura, más civilización, no necesariamente nos hace mejores, e incluso de que un desarrollo irresponsable podría conducirnos a nuestra propia autodestrucción. Por otro lado, el salto tecnológico hace que las máquinas y la biotecnología cobren cada vez mayor autonomía. En este sentido, es un mundo menos racional y cada vez más animista.

LA MULTIPLICACIÓN DE LOS AGENTES: EL PLURALISMO ONTOLÓGICO

Gregory Bateson (1991 [1972]) es otro de los antropólogos que refirió el término ontología. Pero a diferencia de los autores arriba mencionados, no está preocupado por dividir entre dos ontologías o una sola, entre ontologías de occidente y ontologías de pueblos no-occidentales. Para Bateson todo ser humano, todo grupo, se plantearía de alguna u otra manera la pregunta del cómo es el mundo –una pregunta ontológica– y simultáneamente la pregunta por cómo conocemos ese mundo –una pregunta que sería epistemológica–. Así, las visiones que un grupo posee acerca de qué clase de mundo es aquel en que vive determinarán la manera en que lo ve y actúa, y sus modos de percibir y actuar determinarán sus visiones acerca de su naturaleza4 (1991 [1972]:344). Sin embargo, Bateson continúa planteando una superioridad del pensamiento científico respecto a otros tipos de saberes.

Existe cierta semejanza entre la posición de Bateson y la de la fenomenología y la etnometodología en este punto. Al definir cultura, Alfred Schütz (1974:41) dice que es un universo de significación, una textura de sentido que debemos interpretar para orientarnos y conducirnos en él. Por lo tanto, proporciona al sujeto el marco por medio del cual éste realiza determinada interpretación de los acontecimientos. Entendida en estos términos, la cultura es un proceso en continua formación que nosotros instauramos en la medida que comprendemos y participamos en el mundo social. Schütz, además, sostiene que toda cosa percibida es un objeto de pensamiento, y que nuestro conocimiento del mundo supone construcciones: conjuntos de abstracciones, generalizaciones, formalizaciones e idealizaciones propias del nivel respectivo de organización del pensamiento. Esto implica que los hechos puros y simples no existen, sino que todo hecho está extraído de un contexto universal por la actividad de nuestra mente. Por lo tanto, se trata siempre de hechos interpretados. Entonces la denominada actitud natural encierra una capacidad para tratar los objetos, las acciones y los acontecimientos de la vida social con vistas a conservar un mundo común. El mundo está ya descrito por los miembros (Coulon, 1988: 16), pero esta descripción no tiene por qué coincidir con las que da el científico social. Las personas en su actitud natural teorizan sobre el mundo y sus acontecimientos, y poseen métodos, etnométodos según Harold Garfinkel (2006: 20), para actuar en él. ¿Cuánto se diferencia esta definición de cultura con lo que actualmente se denomina ontología?

Una primera observación es que la fenomenología y la etnometodología sólo prestaron atención a los humanos, y en especial a sus representaciones discursivas más que a las prácticas. Se mantuvieron dentro del humanismo. Ha sido parte del programa humanista elevar lo humano y degradar a la naturaleza –previa división de estas dos entidades5–. Un aspecto central del debate actual es el prestar atención a que los humanos no solo nos asociamos con otros humanos; y además, a que tampoco es claro con qué tipo de entes no-humanos nos vinculamos.

Latour (2008 [2005]) señala que no debemos pasar por alto los términos más extraños, barrocos e idiosincrásicos que ofrecen los actores, siguiendo sólo aquellos que tienen valor en el mundo de la academia. No dejar de inventariar lo que los actores consideran que son las fuerzas activas que gobiernan al mundo; y no suponer que si eliminamos a muchas de ellas, nuestros objetivos políticos considerados progresistas se van a cumplir; pensando que para emancipar a las poblaciones que estudiamos es necesario eliminar esos elementos que mantendrían a las personas alienadas o confundidas. También sería necesario presuponer que los actores son capaces de proponer sus propias teorías para explicar de qué modo se concretan los efectos de las acciones de los agentes, o sea que poseen su propia meta-teoría acerca de cómo actúa la agencia, y no sólo polemizan acerca de qué fuerza está actuando, sino también de las maneras en que se hace sentir su efecto. Si bien este es un principio que ya está en la obra de Garfinkel, uno de los agregados substanciales que Latour realiza a la Etnometodología a partir de la Teoría del Actor-Red es que ya no solo los humanos hacen y hacen hacer, sino que habría que prestar atención también a la acción de entidades no-humanas, algunas de las cuales son consideradas reales en la academia (como la tecnología o lo que habitualmente denominamos naturaleza), y otras no tan reales (como los mitos, los fantasmas o los santos).

Respecto a esta cuestión de los humanos, los no-humanos y la agencia, un nuevo giro a este problema lo ofreció la obra de Tim Ingold. Según este antropólogo, es una falacia pensar que las sociedades o culturas que la antropología ha considerado de base “animista” lo sean porque existe en estos pueblos una creencia o pensamiento de que el mundo que para nosotros es inanimado (como las piedras) o animado pero sin capacidad de reflexión (como los animales y las plantas) tienen un espíritu o voluntad propia; y de ahí su radical diferencia con el pensamiento occidental –al menos el pensamiento occidental amparado en el pensamiento científico–. Primero, porque lo substancial en la vida de los grupos o las personas no son las representaciones o las clasificaciones sino la experiencia. ¿Qué es la experiencia? Para Ingold:

“…equivale a una manera de participación sensorial, a un acoplamiento del movimiento de la propia conciencia al movimiento de los aspectos del mundo. Y el tipo de conocimiento que produce no es proposicional, en forma de declaraciones o creencias hipotéticas acerca de la naturaleza de la realidad, sino de carácter personal –consistente en una íntima sensibilidad hacia otros modos de ser, a los movimientos particulares, hábitos y temperamentos que revelan a cada uno por lo que es–” (Ingold, 2002:99).

Sería una experiencia sobre y a partir de participar en el mundo, y no una serie de datos e información precodificada para ser decodificada una vez que se entra al mundo. Ingold sostiene que las formas de las cosas no son impuestas desde afuera sobre un sustrato de materia inerte sino que son continuamente generadas y disueltas entre los flujos de material a través de la interface entre las substancias y los medios que las rodean. Así, las cosas son activas no porque estén imbuidas de agencia, sino por el modo en que se ven atrapadas en estas corrientes del mundo de la vida. Posición que implica un neo-materialismo (Silla, 2013:15), de una materia que no es inerte, que no está ahí esperando y pasiva para que los humanos la transformen en cultura, en un producto. No está disponible6. Ingold señala entonces que su análisis no es alternativo al científico, y que el animismo no debe ser visto como algo opuesto a otra cosa que sería el naturalismo. Sino que lo que debemos hacer es “restaurar las prácticas de la ciencia al contexto de la vida humana en el mundo” (2002:108)7.

Creemos que existe cierta afinidad entre las posiciones de Ingold y el último Latour, pues ambos conciben que la actividad de la materia permite el pluralismo ontológico. Una ontología que es del mundo y no de la mente. Al no concebir múltiples formas de hablar, múltiples valores, múltiples culturas, pero solo una naturaleza (la del científico); y si la materia también puja, ya no hay solo una forma de veridicción verdadera. Este tipo de relativismo:

“…no implica afirmar que todo es verdad, que todo vale, que todas las versiones de la existencia, el mal como el bien, lo verdadero y lo ficticio, deberían cohabitar sin que ya nadie se preocupe por clasificarlos (…) Solamente propone que, de ahora en adelante, la clasificación se haga con armas iguales, en función de pruebas precisas sin que ya nadie se permita esa asombrosa facilidad de afirmar que una cosa existe con absoluta seguridad y que las otras son, en el mejor de los casos, no más que simples maneras de decir” (Latour, 2013:147).

Volviendo a la pregunta inicial, consideramos que el tipo de giro ontológico que se aborda solo como analizando diferentes maneras de concebir el mundo no sería más que una prolongación de la cuestión de las diferentes mentalidades, representaciones o culturas que tradicionalmente abordó la antropología: muchas culturas pero solo una naturaleza. Ahora bien, si se redefine lo ontológico y la cuestión se pasa de la mente al mundo –a un nuevo tipo de materialismo– creemos que este giro sí trae una novedad al debate antropológico y amplía el propio mundo de la disciplina.

DEL GIRO ONTOLÓGICO AL GIRO GEONTOLÓGICO

Nuestro dossier culmina con un artículo del filósofo francés Patrice Maniglier, pues consideramos que aquello que viene siendo denominado ‘giro ontológico’ es, en última instancia, un intento por renovar la metafísica occidental –y simultáneamente de aproximarla a las formas de pensamiento no-occidentales–. Sus características podrían considerarse anti-humanistas, presentar cierta indiferencia hacia la filosofía del lenguaje, insinuar alguna pasión por intentar discernir qué es lo real sin caer en un realismo, y mostrarse poco preocupada por la filosofía política –sin por esto abandonar la preocupación por lo que es el poder– o la antropología sociocultural –sin por esto abandonar la preocupación por el cómo se producen las asociaciones–. Otro aspecto que la alienta, en términos más generales, es la sospecha de que la crítica al capitalismo o a la globalización no sería suficiente para dar cuenta de la crisis planetaria actual.

Al respecto, paulatinamente ha ido avanzando una nueva definición que, si bien tiene sus adeptos y detractores, parece tener cada vez mayor prensa en los círculos académicos. Se trata de la formulación del premio Nobel de Química Paul Crutzen (2002), quien sostuvo que estamos cambiando de período geológico: del Holoceno (que se caracterizo por tener un clima cálido y homogéneo, y que fue el paso de la humanidad del paleolítico al neolítico, la época de la historia de los humanos en los que se domesticó a los animales y a las plantas) al Antropoceno (en dónde la acción humana asume el impacto de fuerza geológica).

Entonces, y desde el punto de vista de nuestra disciplina, si en un principio su problema fue cómo el medioambiente actuaba sobre los humanos, hoy el problema se plantea sobre cómo los humanos afectan al medioambiente. Es en este contexto que se abre la pregunta acerca de si el paradigma Humanista, del cual de una u otra manera son partícipes tanto las Ciencias Sociales como las Naturales, es todavía útil frente a este problema. La cuestión, como lo señala Dipesh Chakrabarty (2009) es que, si los humanos nos convertimos en agentes geológicos entonces la distinción entre Ciencias Naturales (con sus propias leyes y evolución independientes de lo humano) y Ciencias Sociales (estudiando las leyes y el comportamiento solo de los humanos) carecería de sentido. Entendemos que en este panorama Maniglier propone pasar de lo ontológico a lo geontológico.

SOBRE ESTE DOSSIER

Cuando nos propusimos hacer este dossier no fue porque nos consideráramos especialistas en el tema ni porque seamos especialmente simpatizantes de estas posturas intelectuales. De hecho, la propuesta fue recibir colaboraciones a favor y en contra del ‘giro ontológico’, aunque curiosamente no se expresó ninguna crítica concreta, a pesar de que sabemos de la existencia de ellas. Lo que nos motivaba era, por un lado, incorporar en la revista debates novedosos para la antropología local –de ahí también la traducción del texto de Viveiros de Castro y la contribución original de Maniglier– y por el otro, tener una perspectiva sobre cómo se estaba tratando la cuestión de lo ontológico, y de qué manera rendía el debate en la región.

No es nuestra intención comentar aquí los artículos del dossier, ya que preferimos que los lectores se apropien de ellos y hagan sus propias interpretaciones. No obstante, creemos que los artículos aquí expuestos pueden agruparse según dos énfasis. Uno que marca su adhesión rigurosa a un mainstream metropolitano, y el otro, adoptado por la mayoría de los artículos presentes, que opta por misturas que recrean, bajo diferentes lógicas de combinación, conceptos epistemológicamente diversos. En estos abordajes conviven Bourdieu o Geertz con Ingold o Latour de manera original. El otro aspecto que nos gustaría resaltar se refiere a lo estrictamente etnográfico. El artículo de Antonela dos Santos y Florencia Tola propone un desarrollo histórico y conceptual del concepto de ‘ontologías’, y está en continuidad directa y complementaria con esta introducción. Los artículos restantes, si bien se autoconciben como etnográficos, tienden a privilegiar el debate conceptual por sobre los datos, haciendo un uso particular, y a veces instrumental, de la propia etnografía. Vemos en esta expresión común una tendencia, quizás una opción, que bien puede estar constatando un estilo de hacer antropología. Consideramos que la iniciativa de pensar la participación regional en los debates que suceden al llamado ‘giro ontológico’ merece de continuidad. Esto nos permitiría reflexionar en profundidad sobre los usos específicos de las innovaciones teóricas, así como también sobre el potencial creativo de las buenas etnografías, en tanto terrenos fértiles para la formulación de herramientas conceptuales situadas.

Notas

1 Tim Ingold redefinió la filosofía para la antropología al señalar que esta última “is philosophy with the people in” (1992:696). Por su parte, Viveiros de Castro (en este mismo dossier) señala que esta “gente” no es solo el hombre blanco, y que la antropología sería “una filosofía con otros pueblos dentro”.

2 Nótese que esta afirmación, que a principios del Siglo XX era completamente despectiva respecto a las sociedades no-occidentales, hoy, en la época del avance de movimientos como la new age, la deep ecology o el Buen Vivir, podría ser entendida como una virtud en vez de una falta: grupos humanos que, en vez de estar desconectados y autonomizados del planeta para solo explotarlo, muy por el contrario, se sienten parte del mismo. Con el cambio de época, una falta se convirtió en virtud.

3 Para un análisis de las relaciones entre el giro ontológico y tradiciones descartadas por la antropología, como el movimiento romántico ver (Dias Duarte, 2012); o la etnología tautegórica de Marcelo Bórmida ver (Silla, 2014).

4 Según Ingold (2002:16) el problema en Bateson es que pese a no dividir la mente del medioambiente sí divide la mente del cuerpo; por ello Ingold propone –y haciendo una nueva síntesis entre el concepto de ecología de las ciencias naturales y el de mundo vida de la fenomenología– una ecology of life (en vez de mind tal cual la planteaba Bateson), y de ahí el paso de la mente (o la cultura) a la materia.

5 Por ejemplo Levi-Strauss, para armar la división fundamental entre naturaleza y cultura señala, citando a Koht, que el chimpancé es “un ser empedernido en el círculo estrecho de sus imperfecciones innatas, un ser regresivo si se lo compara con el hombre, un ser que no quiere comprometerse en la vía del progreso” (1993:39), y al referirse a los monos en general escribe que son “inconstantes”, que no puede encontrárseles “ninguna regularidad”. Es interesante cómo compara a los simios con la vara de los humanos, por ende el simio siempre queda en falta. Plantea lo mismo en la comparación animalhumano que Levy-Bruhl hacía en la comparación europeo-primitivo: los simios para Levi-Strauss y los primitivos para Levy-Bruhl serían inconstantes. Así, los animales quedan como recursos de los humanos y no como sujetos activos co-participes del propio desarrollo humano. Quedan como pasivos y disponibles junto al resto de lo que se considera naturaleza.

6 Es interesante notar que Ingold considera esto una crítica al modelo hilomórfico creado por Aristóteles, en dónde la materia –inerte, pasiva– al sumar la forma –dada por el espíritu o la mente humana y activa– crean un objeto (2010:92); mientras que Viveiros de Castro hace una metáfora de este mismo modelo al criticar el mainstream, señalando “que el discurso antropológico es hilomórfico: el sentido del antropólogo es la forma, el del nativo la materia” (en este mismo dossier). O sea que en la tradición académica el antropólogo conocería la realidad y sería el conocedor; pero el nativo solo tendría representaciones, y se dejaría conocer. Darle a las categorías indígenas el estatuto de filosofía (qué es el mundo), sociología (qué es la sociedad) o antropología (quienes son los otros) será la solución propuesta por este autor a partir del Perspectivismo Amerindio: si la etnografía clásica estaba preocupada por averiguar cuál era el punto de vista nativo, Viveiros de Castro alegará que antes debemos averiguar qué es un punto de vista, en su caso, para las socialidades amazónicas.

7 En una tesis doctoral todavía inédita, Paula Mogni (2014), al estudiar cazadores del interior de la Provincia de Córdoba, comenta una serie de anécdotas que creo más que ilustrativas para lo que está planteando Ingold, si bien ella llega a conclusiones diferentes a las aquí expuestas. La investigadora es bióloga y trabajó por mucho tiempo en analizar lagartos de la zona. Cuando intentó cazarlos, las trampas que llevó fracasaron, por ello optó por contactarse con los pobladores, especialistas en la caza de monte, quienes le ayudaron y le enseñaron a cazar. Por otro lado, estos mismos cazadores creían que esos lagartos eran peligrosos; y la autora le muestra, de forma práctica y colocando uno de sus dedos en la boca del lagarto que estos eran inofensivos. Lo que me parece interesante de la anécdota es el hecho de que ambos, la bióloga y los cazadores tenían saberes abstractoempíricos sobre el mundo, algunos de ellos más correctos y otros más errados; y ambos aprendieron con los saberes y demostraciones de uno y otro. Por otro lado, lo que permitió ese diálogo fue el error, las equivocaciones, de ambos (no saber cazar de una y el error de pensar que determinado animal era peligroso, por parte de los otros). Tanto la científica como los pobladores estaban lanzados al mundo, en ese caso específico al monte. Ambos estaban interesados en el mundo, si bien por razones diferentes, y ambos cometían aciertos y errores.

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