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Avá

versión On-line ISSN 1851-1694

Avá  no.29 Posadas dic. 2016

 

DOSSIER

Sobre el autor y la traducción de "O nativo relativo"*

La obra de Eduardo Batalha Viveiros de Castro, antropólogo brasileño que se ha especializado en etnología americanista con una experiencia reveladora de investigación en la Amazonia, se ha mostrado como una contribución notoria a la antropología en los últimos años. El desarrollo de su pensamiento, sostenido en etnografías amerindias, fue marcando líneas de debate teórico cuyo impacto se ha hecho sentir en el mundo entero y ha trascendido los estudios puramente etnológicos, para tornarse una referencia central en la crítica epistemológica.

“El nativo relativo”, publicado originalmente en la Revista Mana en el año 2002, es una reflexión en continuidad con el ya conocido artículo “Os pronomes cosmológicos e o perspectivismo ameríndio”, publicado en la misma revista en el año 1996. Con el propósito de conmemorar los veinte años transcurridos de esta publicación, y de reconocer también su impronta en el modo de indagar en las implicaciones teóricas de la práctica antropológica, decidimos traducir al castellano “El nativo relativo”, que representaría, tal como el propio autor lo define, un esfuerzo de explicitación de los presupuestos metateóricos que yacen en aquella iniciativa etnográfica en la que las nociones de ‘perspectiva’ y ‘punto de vista’ ya estarían presentes.

Nos pareció pertinente incluir esta traducción en el número de la Revista Avá que invita a pensar en los usos, alcances y limitaciones del concepto de ‘ontologías’ en antropología, porque consideramos que su contenido ofrece una base sólida para la comprensión de este debate.

Eduardo Viveiros de Castro se doctoró en Antropología Social por la Universidade Federal do Rio de Janeiro (UFRJ) en 1984 y realizó su posdoctorado en la Université de Paris X en 1989. Desde el año 1978 es docente de etnología en el Museu Nacional UFRJ y profesor titular desde enero de 2012. En el año 2001 se integra como miembro al Equipe de Recherche en Ethnologie Américaniste del C.N.R.S., hoy incorporado al Laboratoire d’Ethnologie et Sociologie Comparative, CNRS/Nanterre. Fue reconocido con la Simón Bolívar Chair, como Professor of Latin American Studies en la Universidad de Cambridge (1997-98). También fue miembro de King’s College/Cambridge; Directeur de recherches en el C.N.R.S. (1999-2001). Se ha desempeñado como profesor visitante en las Universidades de Chicago (1991, 2004), Manchester (1994), Universidade de São Paulo (2003), Universidade Federal de Minas Gerais (2005-06). Obtuvo el premio a la mejor tesis de doctorado en Ciencias Sociales de la Asociación Nacional de Posgrados en Ciencias Sociales (ANPOCS, 1984), la Médaille de la Francophonie de la Academia Francesa (1998), el Premio Erico Vanucci Mendes del Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (CNPq, 2004), la Orden Nacional del Mérito Científico (2008). Fue reconocido con el título de Doctor Honoris Causa por la Université de Paris Ouest Nanterre La Défense (2014).

El nativo relativo

 

Eduardo Viveiros de Castro*

* Profesor de Etnología en el Museo Nacional UFRJ y miembro del Equipe de Recherche en Ethnologie Amérindiene (París).


RESUMEN

Este artículo busca extraer las implicaciones teóricas del hecho de que la antropología no solo estudia relaciones, sino que el conocimiento así producido es él mismo una relación1. Se propone, de este modo, una imagen de la actividad antropológica como fundada en el presupuesto de que los procedimientos característicos de la disciplina son conceptualmente del mismo orden que los procedimientos investigados. Entre tales implicaciones está el rechazo a la noción corriente de que cada cultura o sociedad encarnan una solución específica de un problema genérico, llenando una forma universal (el concepto antropológico) con un contenido particular (las concepciones nativas). Al contrario, la imagen aquí propuesta sugiere que los problemas son ellos mismos radicalmente diversos, y que el antropólogo no sabe de antemano cuáles son.

PALABRAS CLAVE: Conocimiento antropológico; Imaginación conceptual; Cultura; Relación; Perspectivismo.

ABSTRACT

This article attempts to extract the theoretical implications arising from the fact that anthropology not only studies relations, but that the knowledge it produces in the process is itself a relation. It therefore proposes an image of anthropology as an activity founded on the premise that the procedures characteristic of the discipline are conceptually of the same order as those it investigates. Among these implications is the rejection of the contemporary notion that each culture or society embodies a specific solution to a generic problem, filling a universal form (the anthropological concept) with a particular content (the native conceptions). Much the opposite: the image proposed here suggests that the problems themselves are radically heterogenic, and that the anthropologist cannot know beforehand what these will be.

KEYWORDS: Anthropological Knowledge; Conceptual Imagination; Culture; Relation; Perspectivism.


El ser humano, tal como lo imaginamos, no existe. Nelson Rodriguez

Las páginas siguientes fueron adaptadas del razonamiento introductorio a un libro en preparación, donde desarrollo análisis etnográficos esbozados anteriormente. El principal de ellos fue un artículo publicado en Mana, “Os pronomes cosmológicos e o perspectivismo ameríndio” (Viveiros de Castro, 1996), cuyos presupuestos metateóricos, digamos así, son ahora explicitados. Si bien el presente texto puede ser leído sin ninguna familiaridad previa al artículo de 1996, el lector debe tener en mente que las referencias a nociones como “perspectiva” y “punto de vista”, tanto como la idea de un “pensamiento indígena”, remiten a aquel trabajo.

LAS REGLAS DEL JUEGO

El “antropólogo” es alguien que discurre sobre el discurso de un “nativo”. El nativo no tiene que ser especialmente salvaje, o tradicionalista, tampoco natural del lugar donde se encuentra el antropólogo; no hace falta que el antropólogo sea excesivamente civilizado o moderno, ni siquiera extranjero al pueblo sobre el cual discurre. Los discursos, el del antropólogo y sobre todo el del nativo, no son necesariamente textos: son cualquier práctica de sentido2. Lo esencial es que el discurso del antropólogo (el observador) establezca cierta relación con el discurso del nativo (el observado). Esa relación es una relación de sentido o, como se dice cuando el primer discurso se pretende científico, una relación de conocimiento. Pero el conocimiento antropológico es inmediatamente una relación social, pues es el efecto de las relaciones que constituyen recíprocamente el sujeto que conoce y el sujeto que él conoce, y la causa de una transformación (toda relación es una transformación) en la constitución relacional de ambos3.

Esa (meta)relación no es de identidad: el antropólogo siempre dice, y por lo tanto hace, otra cosa diferente a la del nativo, aunque solo pretenda no hacer otra cosa que redecir “textualmente” el discurso de éste, o que intente dialogar –noción dudosa– con él. Tal diferencia es el efecto de conocimiento del discurso del antropólogo, la relación entre el sentido de su discurso y el sentido del discurso del nativo4.

Está claro que la alteridad discursiva se apoya en una presuposición de semejanza. El antropólogo y el nativo son entidades de la misma especie y condición: ambos son humanos, y ambos están instalados en sus respectivas culturas que, eventualmente, pueden ser la misma. Pero, es aquí que el juego comienza a ponerse interesante, o mejor dicho, extraño. Aun cuando el antropólogo y el nativo comparten la misma cultura, la relación de sentido entre los dos discursos diferencia tal comunidad: la relación del antropólogo con su propia cultura, y la del nativo con la de él, no es exactamente la misma. Lo que hace del nativo un nativo es la presuposición, por parte del antropólogo, de que la relación del primero con su cultura es natural, esto es, intrínseca y espontánea, y, en lo posible, no reflexiva; mejor aún si fuera inconsciente. El nativo exprime su cultura en su discurso, el antropólogo también. Pero, si él pretende ser otra cosa diferente a un nativo debe poder exprimir su cultura culturalmente, esto es, reflexiva, condicional y conscientemente. Su cultura se halla contenida –en las dos acepciones de la palabra– en la relación de sentido que su discurso establece con el discurso del nativo. Ya el discurso del nativo está contenido unívocamente, encerrado en su propia cultura. El antropólogo usa necesariamente su cultura; el nativo es suficientemente usado por la suya.

Esta diferencia, de más está recordarlo, no reside en la así llamada naturaleza de las cosas; ella es propia del juego del lenguaje que vamos describiendo, y define los personajes designados (arbitrariamente en masculino) como “el antropólogo” y “el nativo”. Pero veamos algunas reglas más de este juego.

La idea antropológica de cultura pone al antropólogo en posición de igualdad con el nativo, al implicar que todo conocimiento antropológico de otra cultura es culturalmente mediado. Aunque tal igualdad, en primera instancia, es simplemente empírica o de hecho: ella se refiere a la condición cultural común (en el sentido de genérica) del antropólogo y del nativo. La relación diferencial del antropólogo y del nativo con sus respectivas culturas, y por lo tanto con sus culturas recíprocas, es de tal orden que la igualdad de hecho no implica una igualdad de derecho –una igualdad en el plano del conocimiento–. El antropólogo usualmente tiene una ventaja epistemológica sobre el nativo. El discurso del primero no se encuentra situado en el mismo plano que el discurso del segundo: el sentido que el antropólogo establece depende del sentido nativo, pero es él quien detenta el sentido de ese sentido –él, quien explica e interpreta, traduce e introduce, textualiza y contextualiza, justifica y significa ese sentido–. La matriz relacional del discurso antropológico es hilemórfica: el sentido del antropólogo es forma, el del nativo, materia. El discurso del nativo no detenta el sentido de su propio sentido. De hecho, como diría Geertz, todos somos nativos; pero de derecho unos siempre son más nativos que otros.

Este artículo propone las siguientes preguntas. ¿Qué sucede si rechazamos la ventaja estratégica del discurso del antropólogo por sobre el discurso del nativo? ¿Qué pasa cuando el discurso del nativo funciona dentro del discurso del antropólogo, produciendo recíprocamente un efecto de conocimiento sobre ese discurso? ¿Cuándo la forma intrínseca a la materia del primero modifica la materia implícita en la forma del segundo? Traductor, traidor, se dice; pero ¿qué sucedería si el traductor decidiera traicionar su propia lengua? ¿Qué pasa si, insatisfechos con la mera igualdad pasiva, o de hecho, entre los sujetos de esos discursos, reivindicáramos una igualdad activa, o de derecho, entre esos mismos discursos? ¿Qué sucede si la disparidad entre los sentidos del antropólogo y del nativo (lejos de neutralizada por tal equivalencia) fuese internalizada, introducida en ambos discursos, y de este modo potencializada? ¿Y si en lugar de admitir, complacientemente, que somos todos nativos, lleváramos a las últimas, o debidas consecuencias la apuesta opuesta, que somos todos ‘antropólogos’ (Wagner, 1981:36), y no unos más antropólogos que otros, sino cada uno a su modo, esto es, de modos muy diferentes? ¿Qué cambia, al final, cuando la antropología es tomada como una práctica de sentido, en continuidad epistémica con las prácticas sobre las cuales discurre, como equivalente a ellas? Es decir, cuando aplicamos la noción de “antropología simétrica” (Latour 1991) a la propia antropología, no para fulminarla por colonialista, exorcizar su exotismo o minar su campo intelectual, sino para hacerla decir otra cosa? Otra cosa, no sólo el discurso del nativo (pues eso es lo que la antropología no puede dejar de hacer) sino otra cosa diferente al discurso, en general susurrado, que el antropólogo enuncia sobre sí mismo, al discurrir sobre el discurso del nativo?5

Si hiciéramos todo eso yo diría que estaremos haciendo lo que siempre se llamó propiamente “antropología”, en vez de –por ejemplo– ‘sociología’ o ‘psicología’. Digo apenas diría, porque mucho de lo que se hizo y hace bajo este nombre supone, por el contrario, que el antropólogo es quien posee las razones que la razón del nativo desconoce. Él tiene la ciencia de las dosis precisas de universalidad y particularidad contenida en el nativo, y de las ilusiones que lo entretienen respecto a sí mismo –ya sea manifestando su cultura nativa, creyendo que manifiesta la naturaleza humana (el nativo ideologiza sin saber), ya sea manifestando la naturaleza humana creyendo manifestar su cultura nativa (cognitiza en rebeldía)6–. La relación de conocimiento es concebida aquí como unilateral, la alteridad entre el sentido de los discursos del antropólogo y del nativo se resuelve en un englobamiento. El antropólogo conoce de iure al nativo, aunque pueda desconocerlo de facto. Cuando se va del nativo al antropólogo, se da lo contrario: aunque él conozca de facto al antropólogo (frecuentemente mejor de lo que éste lo conoce a él), no lo conoce de iure, pues el nativo no es, justamente, antropólogo como el antropólogo. La ciencia del antropólogo es de otro orden que la ciencia del nativo, y precisa serlo: la condición de posibilidad de la primera es la deslegitimación de las pretensiones de la segunda, su “epistemicidio”, en la enfática afirmación de Bob Scholte (1984:964). El conocimiento por parte del sujeto exige el desconocimiento por parte del objeto.

No obstante, no es necesario hacer un drama al respecto. Como atestigua la historia de la disciplina, ese juego discursivo, con tales reglas desiguales, dice muchas cosas instructivas sobre los nativos. La experiencia propuesta en el presente artículo, entretanto, consiste precisamente en rechazarlo. No porque tal juego produzca resultados objetivamente falsos, es decir, que represente de modo erróneo la naturaleza del nativo; el concepto de verdad objetiva (como el de representación y el de naturaleza) es parte de las reglas de ese juego, no de lo que se propone aquí. Por lo demás, una vez dados los objetos del juego clásico, sus resultados son frecuentemente convincentes, o por lo menos, como les gusta decir a los adeptos de ese juego, ‘plausibles’.7 Rechazar ese juego no es más que disponerse hacia otros objetos, compatibles con las otras reglas arriba esbozadas.

Lo que estoy sugiriendo, en pocas palabras, es la incompatibilidad entre dos concepciones de la antropología, y la necesidad de elegir entre ellas. Por un lado, tenemos una imagen del conocimiento antropológico como resultando de la aplicación de conceptos extrínsecos al objeto: sabemos de antemano lo que son las relaciones sociales, o la cognición, el parentesco, la religión, la política, etc., y vamos a ver cómo tales entidades se realizan en este o aquel contexto etnográfico –cómo ellas se realizan, claro está, a espaldas de los interesados–. Por otro (y éste es el juego propuesto aquí) hay una idea de conocimiento antropológico como involucrando la presuposición fundamental de que los procedimientos que caracterizan la investigación son conceptualmente del mismo orden que los procedimientos investigados8. Subráyese que tal equivalencia en el plano de los procedimientos supone y produce una no-equivalencia radical de todo lo demás. Pues, si la primera concepción de antropología imagina cada cultura o sociedad como encarnando una solución específica de un problema genérico –o como llenando una forma universal (el concepto antropológico) con un contenido particular–, la segunda, al contrario, sospecha que los problemas en sí mismos son radicalmente diversos. Sobre todo, ésta concepción parte del principio de que el antropólogo no sabe de antemano cuáles son esos problemas. Lo que la antropología pone en relación, en este caso, son problemas diferentes, no un problema único (‘natural’) y sus diferentes soluciones (‘culturales’).

El “arte de la antropología” (Gell, 1999), pienso yo, es el arte de determinar los problemas planteados por cada cultura, no el de encontrar soluciones para los problemas planteados por la nuestra. Y es exactamente por eso que el postulado de la continuidad de los procedimientos es un imperativo epistemológico9. De los procedimientos, repito, no de los que los llevan a cabo. Pues tampoco se trata de condenar el juego clásico por producir resultados subjetivamente falseados, al no reconocerle al nativo su condición de Sujeto: al observarlo con una mirada distanciada y carente de empatía, construirlo como un objeto exótico, disminuirlo como un primitivo no contemporáneo al observador, negarle el derecho humano a la interlocución –ya conocemos la letanía–. Nada de eso. Pienso que todo lo contrario, es precisamente porque el antropólogo toma al nativo muy fácilmente como otro sujeto que él no puede ver como un sujeto otro, como una figura del Otro* que, antes de ser sujeto u objeto, es la expresión de un mundo posible. Es por no aceptar la condición de ‘no-sujeto’ (en el sentido de otro diferente al sujeto) del nativo, que el antropólogo introduce su camuflada ventaja de derecho bajo la apariencia de una proclamada igualdad de hecho con el nativo. Él sabe demasiado sobre el nativo desde antes del inicio de la partida del juego; él predefine y circunscribe los mundos posibles expresados por ese Otro; la alteridad del Otro fue radicalmente separada de su capacidad de alteración. El auténtico animista es el antropólogo, y la observación participante es la verdadera (o sea, falsa) participación primitiva.

No se trata, por lo tanto, de propugnar una forma de idealismo intersubjetivo, ni de hacer valer los derechos de la razón comunicacional o del consenso dialógico. Mi punto de apoyo aquí es el concepto evocado más arriba, el de Otro como estructura a priori. Este concepto es propuesto en el conocido comentario de Gilles Deleuze al Vendredi de Michell Tournier10. Leyendo el libro de Tournier como la descripción ficcional de una experiencia metafísica –¿qué es un mundo sin el Otro?–, Deleuze procede a una inducción de los efectos de la presencia de este Otro a partir de los efectos causados por su ausencia. Otro aparece así como la condición del campo perceptivo: el mundo fuera del alcance de la percepción actual tiene su posibilidad de existencia garantizada por la presencia virtual de un Otro por quien él es percibido; lo invisible para mí subsiste como real por su visibilidad para Otro11. La ausencia de Otro acarrea la desaparición de la categoría de lo posible; cayendo ésta, desmorona el mundo, que se ve reducido a la pura superficie de lo inmediato, y el sujeto se disuelve, pasando a coincidir con las cosas-en-sí (al mismo tiempo que éstas se desdoblan en dobles fantasmáticos). Otro, sin embargo, no es nadie, ni sujeto ni objeto, sino una estructura o relación, la relación absoluta que determina la ocupación de las posiciones relativas de sujeto y de objeto por personajes concretos, así como su alternancia: Otro, me designa a mí para el otro Yo y el otro yo para mí. Otro, no es un elemento del campo perceptivo; es el principio que lo constituye, a él y a sus contenidos. Otro, no es, por lo tanto, un punto de vista particular, relativo al sujeto (‘punto de vista del otro’ con relación a mi punto de vista o viceversa), sino la posibilidad de que haya punto de vista –o sea, es el concepto de punto de vista–. Él es el punto de vista que permite que Yo y el Otro accedan a un punto de vista12.

Deleuze prolonga aquí críticamente el famoso análisis de Sartre sobre ‘el mirar’, afirmando la existencia de una estructura anterior a la reciprocidad de perspectivas del regard sartriano. ¿Qué es ésta estructura? Ella es una estructura de lo posible: Otro es la expresión de un mundo posible. Un posible que existe realmente, pero que no existe actualmente fuera de su expresión en Otro. Lo posible exprimido está involucrado o implicado en el exprimiente (que, mientras, lo mantiene heterogéneo), y se encuentra realizado en el lenguaje o en el signo, que es la realidad de lo posible en cuanto tal –el sentido–. El Yo surge entonces como explicación de éste implicado, actualización de éste posible, al asumir el lugar que le compete (el de ‘yo’) en el juego del lenguaje. El sujeto es así efecto, no causa; él es el resultado de la interiorización de una relación que le es exterior –o antes bien, de una relación a la cual él es interior: las relaciones son originariamente exteriores a los términos, porque los términos son interiores a las relaciones–. “Hay varios sujetos porque hay Otro, y no al contrario” (Deleuze y Guattari 1991:22).

El problema no está, por lo tanto en ver al nativo como objeto, y la solución no reside en ponerlo como sujeto. De que el nativo sea un sujeto, no hay la menor duda; pero en lo que puede ser un sujeto, está precisamente lo que el nativo obliga al antropólogo a poner en duda. Tal es la ‘reflexión’ específicamente antropológica; solo ella le permite a la antropología asumir la presencia virtual de Otro que es su condición –la condición de pasaje de un mundo posible a otro–, y que determina las posiciones derivadas y vicarias de sujeto y objeto.

El físico interroga al neutrino, y no puede discordar con él; el antropólogo responde por el nativo, que entonces solo puede (de derecho y frecuentemente de hecho) concordar con él. El físico necesita asociarse al neutrino, pensar con su recalcitrante objeto; el antropólogo asocia el nativo a sí mismo, pensando que su objeto hace las mismas asociaciones que él –esto es, que el nativo piensa como él–. El problema es que el nativo ciertamente piensa, como el antropólogo; pero, muy probablemente, él no piensa como el antropólogo. El nativo es sin duda un objeto especial, un objeto pensante o un sujeto. Pero si él es objetivamente un sujeto, entonces, lo que él piensa es un pensamiento objetivo, la expresión de un mundo posible, del mismo tenor que lo que piensa el antropólogo. Por eso, la diferencia malinowskiana entre lo que el nativo piensa (o hace) y lo que él piensa que piensa (o que hace) es una diferencia espuria. Es justamente por ahí, por esa bifurcación de la naturaleza del otro, que pretende entrar el antropólogo (que haría lo que piensa)13.

La buena diferencia, o la diferencia real, está entre lo que piensa (o hace) el nativo y lo que el antropólogo piensa que (y hace con lo que) el nativo piensa, y son esos dos pensamientos (o haceres) que se confrontan. Tal confrontación no necesita resumirse a una misma equivocidad de parte a parte –el equívoco nunca es el mismo, no siéndolo las partes; y por lo demás ¿quién definiría la adecuada univocidad?–, pero tampoco necesita contentarse con ser un diálogo edificante. La confrontación debe poder producir la mutua implicación, la común alteración de los discursos en juego, pues no se trata de llegar al consenso, sino al concepto.

Evoqué la distinción criticista entre el quid facti y el quid juris. Me pareció útil porque el primer problema a resolver consiste en esta evaluación de la pretensión al conocimiento implícita en el discurso del antropólogo. Tal problema no es cognitivo, o sea, psicológico; no concierne a la posibilidad empírica del conocimiento de una otra cultura14. El problema es epistemológico, esto es, político. Se refiere a la cuestión propiamente trascendental de la legitimidad atribuida a los discursos que entran en relación de conocimiento y, en particular, a las relaciones de orden que se decide estatuir entre estos discursos, que por cierto no son innatas, como tampoco lo son sus polos de enunciación. Nadie nace antropólogo, y menos todavía, por curioso que parezca, nativo.

EN EL LÍMITE

En los últimos tiempos los antropólogos hemos mostrado gran inquietud respecto de la identidad y el destino de nuestra disciplina: lo que es, si todavía es, lo que debe ser, si tiene derecho a ser, cuál es su objeto propio, su método, su misión, y demás (ver por ejemplo Moor, 1999). Quedémonos con la cuestión del objeto, que implica a las demás. ¿Sería él cultura, como en la tradición disciplinaria americana? ¿La organización social como en la tradición británica? ¿La naturaleza humana como en la tradición francesa? Pienso que la respuesta adecuada es: todas las respuestas anteriores, y ninguna de ellas. Cultura, sociedad y naturaleza, da en lo mismo; tales nociones no designan el objeto de la antropología, su asunto, pero sí su problema, aquello que ella justamente no puede asumir (Latour, 1991:109-110, 130), por lo que hay una ‘tradición’ más a tener en cuenta, aquella que cuenta más: la tradición del nativo.

Admitamos, ya que hay que comenzar por algún lado, que la materia privilegiada de la antropología sea la socialidad humana, esto es, lo que se da en llamar ‘relaciones sociales’; y aceptemos la ponderación de que la ‘cultura’, por ejemplo, no existe independiente de su actualización en esas relaciones15. Resta señalar un punto importante: que tales relaciones varían en el espacio y en el tiempo; y si la cultura no existe fuera de su expresión relacional, entonces la variación relacional también es variación cultural, o dicho de otro modo, ‘cultura’ es el nombre que la antropología le da a la variación relacional.

Pero ésta variación relacional, ¿no nos obligaría a suponer un sujeto, un sustrato invariable del cual ella se predica? Cuestión siempre latente, e insistente en su supuesta evidencia; cuestión sobre todo, mal formulada. Pues lo que varía crucialmente no es el contenido de las relaciones, sino su propia idea: lo que cuenta como relación en esta o en aquella cultura. No son las relaciones que varían, son las variaciones que relacionan. Y si es así, entonces el sustrato imaginado de las variaciones, la ‘naturaleza humana’ –para pasar al concepto preciado por la tercera gran tradición antropológica–, cambiaría completamente de función, o mejor, dejaría de ser una sustancia y se volvería una verdadera función. La naturaleza dejaría de ser una especie de máximo denominador común de las culturas (máximo que es un mínimo, una humanitas mínima), una suerte de fondo de semejanza obtenido por cancelación de las diferencias con el fin de constituir un sujeto constante, un emisor-referente estable de los significados culturales variables (¡como si las diferencias no fuesen igualmente naturales!). Ella pasaría a ser algo así como un mínimo común múltiple de las diferencias –mayor que las culturas, no menor que ellas–, o algo como la integral parcial de las diferentes configuraciones relacionales que llamamos ‘culturas’16. El ‘mínimo’ es, en este caso, la multiplicidad común al humano –humanitas múltiplex–. Dicha naturaleza dejaría así de ser una sustancia auto-semejante situada en algún lugar natural privilegiado (el cerebro, por ejemplo), y ella misma asumiría el estatuto de una relación diferencial, dispuesta entre los términos que ella ‘naturaliza’: se tornaría el conjunto de transformaciones requeridas para describir las variaciones entre las diferentes configuraciones relacionales conocidas. O para usar incluso otra imagen, ella se tornaría aquí un puro límite –pero no el sentido geométrico de limitación, o sea, de perímetro o término que constriñe y define una forma sustancial (recuérdese la idea tan presente en el vocabulario antropológico, de los enceintes mentales –cercos mentales–) y sí en el sentido matemático de punto hacia el cual tiende una serie o una relación: límite-tensión, no límite–contorno17. La naturaleza humana en este caso, sería una operación teórica de ‘pasaje al límite’, que indica aquello de lo que son virtualmente capaces los seres humanos, y no una limitación que los determina actualmente a no ser otra cosa18. Si la cultura es un sistema de diferencias, como les gustaba decir a los estructuralistas, entonces la naturaleza también lo es: diferencias de diferencias.

El motivo (característicamente kantiano, de más está decir) del límitecontorno, tan presente en el imaginario de la disciplina, es particularmente conspicuo cuando el horizonte así delimitado consiste en la llamada naturaleza humana, como es el caso de las orientaciones naturaluniversalistas, tales como la sociobiología o la psicología evolutiva, y, en buena medida, el propio estructuralismo. Pero él está presente también en los discursos sobre las culturas humanas, donde da testimonio de las limitaciones –si se me permite expresarlo así– de la postura culturalrelativista clásica. Recuérdese el tema consagrado por la frase de Evans- Pritchard respecto de la brujería zande –“los Azande no pueden pensar que su pensamiento está equivocado”–; o la imagen antropológica corriente de la cultura como prótesis ocular (o tamiz clasificatorio) que solo permite ‘ver las cosas’ de cierto modo (o que oculta ciertos pedazos de la realidad) o inclusive, para citar un ejemplo más reciente, la metáfora del “bocal” (o recipiente) en que cada época histórica estaría encerrada (Veyne, 1983)19. Sea con respecto a la naturaleza, sea a las culturas, el motivo me parece igualmente ‘limitado’. Si quisiéramos ser perversos, diríamos que su neutralidad estratégica, su co-presencia en los campos enemigos del universalismo y del relativismo, es una prueba elocuente de que la noción de enceinte mentale (cerco mental) es uno de los enceintes mentales característicos de nuestro común ‘recipiente’ (‘bocal’) histórico. De cualquier manera, ella bien muestra que la supuesta oposición entre universalismo naturalista y relativismo culturalista es, como mínimo, muy relativa (y perfectamente cultural), pues se resume a una cuestión de elegir las dimensiones del bocal (recipiente), el tamaño de la cárcel en que yacemos prisioneros: la celda ¿incluiría católicamente a toda la especie humana, o estaría hecha a medida para cada cultura? ¿Habría tal vez solo una gran penitenciaría ‘natural’, con diferentes alas ‘culturales’, unas con celdas tal vez un poco más amplias que las otras?20

El objeto de la antropología, así, sería la variación de las relaciones sociales. No de las relaciones sociales entendidas como una provincia ontológica diferente, sino de todos los fenómenos posibles en cuanto relaciones sociales, en cuanto implican relaciones sociales: de todas las relaciones como sociales. Pero esto desde una perspectiva que no sea totalmente dominada por la doctrina occidental de las relaciones sociales; una perspectiva, por lo tanto, preparada para admitir que el tratamiento de todas las relaciones como sociales puede llevar a una reconceptualización radical de lo que sea ‘lo social’. Digamos entonces que la antropología se distingue de los otros discursos sobre la socialidad humana no por disponer de una doctrina particularmente sólida sobre la naturaleza de las relaciones sociales, sino por el contrario, por tener solo una vaga idea inicial de lo que sería una relación. Pues su problema característico consiste menos en determinar cuáles son las relaciones sociales que constituyen su objeto, y mucho más en preguntarse qué es lo que su objeto constituye como relación social, qué es una relación social en los términos de su objeto, o mejor, en los términos formulables por la relación (social, naturalmente, y constitutiva) entre el ‘antropólogo’ y el ‘nativo’.

DE LA CONCEPCIÓN AL CONCEPTO

¿Todo esto no querrá solo decir que el punto de vista aquí defendido, y ejemplificado en mi trabajo sobre el perspectivismo amerindio (Viveiros de Castro, 1996), es ‘el punto de vista del nativo’, como los antropólogos profesan desde hace tiempo? De hecho, no hay nada de particularmente original en el punto de vista adoptado; la originalidad que cuenta es la del punto de vista indígena, no la de mi comentario. No obstante, sobre la cuestión de que el objetivo sea el punto de vista del nativo –la respuesta es sí y no–. Sí, por un lado, e incluso más, porque mi problema en el artículo citado fue el de saber qué es un ‘punto de vista’ para el nativo, entiéndase, cuál es el concepto de punto de vista presente en las culturas amazónicas: cuál es el punto de vista nativo sobre el punto de vista. No, por otro lado, porque el concepto nativo de punto de vista no coincide con el concepto de punto de vista del nativo; y porque mi punto de vista no puede ser el del nativo, sino el de mi relación con el punto de vista nativo. Lo que involucra una dimensión esencial de ficción, pues se trata de poner en resonancia interna dos puntos de vista completamente heterogéneos.

Lo que hice en mi artículo sobre el perspectivismo fue una experiencia de pensamiento y un ejercicio de ficción antropológica. La expresión ‘experiencia de pensamiento’ no tiene aquí el sentido usual de entrada imaginaria en la experiencia a través del (propio) pensamiento, sino el de entrada en el (otro) pensamiento a través de la experiencia real: no se trata de imaginar una experiencia sino de experimentar una imaginación21. La experiencia, en este caso, es la mía propia, como etnógrafo y como lector de la bibliografía etnológica sobre la Amazonía indígena, y el experimento, una ficción controlada por esa experiencia. O sea, la ficción es antropológica, pero su antropología no es ficticia.

¿En qué consiste tal ficción? Consiste en tomar las ideas indígenas como conceptos, y en extraer de esa decisión sus consecuencias: determinar una base pre-conceptual o el plano de inmanencia que tales conceptos presuponen, los personajes conceptuales que ellos accionan, y la materia de lo real que ellos ponen. Tratar esas ideas como conceptos no significa, nótese bien, que sean objetivamente determinadas como otra cosa, otro tipo de objeto actual. Pues tratarlas como cogniciones individuales, representaciones colectivas, actitudes proposicionales, creencias cosmológicas, esquemas inconscientes, disposiciones incorporadas y demás, éstas serían otras tantas ficciones teóricas que simplemente elegí no acoger.

Así, el tipo de trabajo que abogo aquí no es, ni un estudio de ‘mentalidad primitiva’ (suponiendo que tal noción todavía tenga algún sentido), ni un análisis de los ‘procesos cognitivos’ indígenas (suponiendo que éstos sean accesibles, en el presente estado del conocimiento psicológico y etnográfico). Mi objeto es menos el modo de pensar indígena que los objetos de ese pensar, el mundo posible que sus conceptos proyectan. Tampoco se trata de reducir la antropología a una serie de ensayos etnosociológicos sobre visiones de mundo. Primero, porque no hay mundo acabado para ser visto, un mundo antes de la visión, o antes de la división entre lo visible (o pensable) y lo invisible (o presupuesto) que instituye el horizonte de un pensamiento. Segundo, porque tomar las ideas como conceptos es rechazar su explicación en términos de la noción trascendente de contexto (ecológico, económico, político, etc.), a favor de la noción inmanente de problema, de campo problemático donde las ideas están implicadas. No se trata finalmente de proponer una interpretación del pensamiento amerindio, sino de realizar un experimento con él, y por lo tanto con el nuestro. En el inglés difícilmente traducible de Roy Wagner: “every understanding of another culture is an experiment with one’s own” (1981:12).

Tomar las ideas indígenas como conceptos es afirmar una intención anti psicologista, pues lo que se vislumbra es una imagen de jure del pensamiento, irreductible a la cognición empírica, o al análisis empírico de la cognición hecho en términos psicológicos. La jurisdicción del concepto es extraterritorial a las facultades cognitivas y a los estados internos de los sujetos: los conceptos son objetos o eventos intelectuales, no estados o atributos mentales. Ellos seguramente ‘pasan por la cabeza’ (o, como se diría en inglés, ‘cruzan por la mente’): pero ellos no se quedan ahí, y sobre todo, no están ahí listos –ellos son inventados–. Dejemos las cosas claras. No creo que los indios* americanos ‘cognicen’ de forma diferente a nosotros, o sea, que sus procesos o categorías ‘mentales’ sean diferentes a los de cualquier otro ser humano. No es el caso de imaginar a los indios como dotados de una neurofisiología peculiar, que procesaría diversamente lo diverso. En lo que me concierne, pienso que ellos piensan exactamente ‘como nosotros’; pero pienso también que lo que ellos piensan, esto es, los conceptos a los que apelan, las ‘descripciones’ que ellos producen, son muy diferentes a los nuestros –y por lo tanto que el mundo descrito por esos conceptos es muy diverso del nuestro22–. En lo que concierne a los indígenas, pienso –si mis análisis del perspectivismo son correctos– que ellos piensan que todos los humanos, y más allá de ellos, muchos otros sujetos no-humanos, piensan exactamente ‘como ellos’, pero que eso, lejos de producir (o resultar de) una convergencia referencial universal, es exactamente la razón de las divergencias de perspectivas.

La noción de concepto supone una imagen del pensamiento como actividad distinta de la cognición, y como algo diferente a un sistema de representaciones. Así, lo que me interesa en el pensamiento nativo americano no es ni el saber local y sus representaciones más o menos verdaderas sobre lo real –el ‘indigenous knowledge’ tan disputado hoy en el mercado global de representaciones–, ni la cognición indígena y sus categorías mentales, cuya mayor o menor representatividad, desde el punto de vista de las facultades de la especie, las ciencias del espíritu pretenden explorar. Ni representaciones, individuales o colectivas, racionales o (‘aparentemente’) irracionales, que exprimirían parcialmente estados de cosas anteriores y exteriores a ellas; ni categorías y procesos cognitivos, universales o particulares, innatos o adquiridos, que manifestarían propiedades de una cosa del mundo, sea ella la mente o la sociedad. Mi objeto son los conceptos indígenas, los mundos que ellos constituyen (mundos que así los exprimen), el fondo virtual de donde ellos proceden y que ellos presuponen. Los conceptos, o sea, las ideas y los problemas de la ‘razón’ indígena, no sus categorías del ‘entendimiento’.

Como habrá quedado claro, la noción de concepto tiene aquí un sentido bien determinado. Tomar las ideas indígenas como conceptos, significa tomarlas como dotadas de una significación propiamente filosófica, o como potencialmente capaces de un uso filosófico.

Decisión irresponsable, se dirá, más aún porque no solo son los indios los que no son filósofos, sino, subráyese con fuerza, tampoco el presente autor. ¿Cómo aplicar, por ejemplo, la noción de concepto a un pensamiento que, aparentemente, nunca consideró necesario reflexionar sobre sí mismo, y que remitiría antes al esquematismo fluyente y variado del símbolo, de la figura y de la representación colectiva que a la arquitectura rigurosa de la razón conceptual? ¿No existe un familiar abismo histórico y psicológico, una “ruptura decisiva” entre la imaginación mítica pan-humana y el universo de la racionalidad helénico-occidental (Vernant, 1996:229)? ¿Entre el bricolaje del signo y la ingeniería del concepto (Lévi-Strauss, 1962)? ¿Entre la trascendencia paradigmática de la Figura y la inmanencia sintagmática del Concepto (Deleuze y Guattari, 1991)? ¿Entre una economía intelectual de tipo imagístico-mostrativa y otra de tipo doctrinaldemostrativa (Withehouse, 2000)? En fin, con relación a todo esto, que se deriva de forma más o menos directa de Hegel, tengo algunas dudas. Y antes de eso, tengo mis motivos para hablar de concepto. Me atendré por ahora solo al primero, que resulta de la decisión de tomar las ideas nativas como situadas en el mismo plano que las ideas antropológicas.

La experiencia propuesta aquí, como decía más arriba, comienza por afirmar la equivalencia de derecho entre los discursos del antropólogo y del nativo, así como la condición mutuamente constituyente de esos discursos, que solo acceden como tales a la existencia al entrar en relación de conocimiento. Los conceptos antropológicos actualizan tal relación y son por eso completamente relacionales, tanto en su expresión como en su contenido. Ellos no son ni reflejos verídicos de la cultura del nativo (el sueño positivista), ni proyecciones ilusorias de la cultura del antropólogo (la pesadilla construccionista). Lo que ellos reflejan es cierta relación de inteligibilidad entre las dos culturas, y lo que ellos proyectan son las dos culturas como sus presupuestos imaginados. Los conceptos antropológicos operan, con esto, un doble desarraigo: son como vectores siempre apuntando hacia el otro lado, interfaces trans-contextuales cuya función es representar, en el sentido diplomático del término, al otro en el seno del mismo, allá como acá.

Los conceptos antropológicos, en suma, son relativos porque son relacionales –y son relacionales porque son relatores–. Origen y función suelen venir marcadas en la ‘firma’ característica de esos conceptos por una palabra extraña: mana, tótem, kula, potlach, tabú, gumsa/gumlao… Otros conceptos, no menos auténticos, portan una marca etimológica que evoca antes las analogías entre la tradición cultural de donde emergió la disciplina y las tradiciones que son su objeto: don, sacrificio, parentesco, persona… Otros, en fin, igualmente legítimos, son invenciones del vocabulario que buscan generalizar dispositivos conceptuales de los pueblos estudiados –animismo, oposición segmentaria, intercambio restringido, cismogénesis…–, o, inversa y problemáticamente, desvían hacia el interior de una economía teórica específica ciertas nociones difusas de nuestra tradición –prohibición del incesto, género, símbolo, cultura…– buscando universalizarlas23.

Vemos entonces que numerosos conceptos, problemas, entidades y agentes propuestos por las teorías antropológicas, tienen su origen en el esfuerzo imaginativo de las sociedades mismas que ellas pretenden explicar. ¿No estaría ahí la originalidad de la antropología, en esa sinergia entre las concepciones y prácticas provenientes de los mundos del ‘sujeto’ y del ‘objeto’? Reconocer esto ayudaría, entre otras cosas, a mitigar nuestro complejo de inferioridad frente a las “ciencias naturales”. Como observa Latour:

“La descripción del Kula se equipara a la descripción de los agujeros negros. Los complejos sistemas de alianzas son tan imaginativos como los complejos escenarios evolutivos propuestos para los genes egoístas. Comprender la teología de los aborígenes australianos es tan importante como cartografiar las grandes fallas submarinas. El sistema de tenencia de la tierra en las Trobriand es un objetivo científico tan interesante como el sondeo del hielo de los cascos polares. Si la cuestión es saber lo que importa en la definición de una ciencia –la capacidad de innovación en lo que respecta a las agencias que pueblan nuestro mundo–, entonces la antropología estaría próxima al tope de la jerarquía disciplinaria [...]” (1996a:5)24.*

La analogía hecha en este párrafo es entre las concepciones indígenas y los objetos de las llamadas ciencias naturales. Esta es una perspectiva posible y también necesaria: se debe poder producir una descripción científica de las ideas y prácticas indígenas, como si fuesen objetos del mundo, o mejor, para que sean objetos del mundo. (Es necesario no olvidar que los objetos científicos de Latour son todo menos entidades “objetivas” e indiferentes, pacientemente a la espera de una descripción). Otra estrategia posible es la de comparar las concepciones indígenas con las teorías científicas, como lo hace Horton, según su “tesis de la similaridad (1993:348-354), que anticipa algunos aspectos de la antropología simétrica de Latour. Sin embargo, es otra la estrategia aquí abogada. Considero que la antropología siempre anduvo demasiado obcecada con la ‘Ciencia’, no sólo con relación a sí misma –si ella es o no, puede o no, debe o no, ser una ciencia–, como sobre todo, y este es el real problema, con relación a las concepciones de los pueblos que estudia: sea para descalificarlas como error, sueño, ilusión, y luego explicar científicamente cómo y porqué los ‘otros’ no consiguen explicar(se) científicamente; sea para promoverlas como más o menos homogéneas a la ciencia, frutos de una misma voluntad de saber consustancial a la humanidad. Tal es la similaridad de Horton, tal es la ciencia de lo concreto de Lèvi-Strauss (Latour, 1991:133-134). Si bien la imagen de la ciencia, esa especie de patrón-oro del pensamiento, no es el único terreno, ni necesariamente el mejor, en el que nos podemos relacionar con la actividad intelectual de los pueblos extranjeros a la tradición occidental.

Imagínese otra analogía, diferente a la de Latour, u otra similaridad diferente a la de Horton. Una analogía donde, en lugar de tomar las concepciones indígenas como entidades semejantes a los agujeros negros o a las fallas tectónicas, las tomemos como algo del mismo orden que el cogito o la mónada. Diríamos entonces, parafraseando la cita anterior, que el concepto melanesio de la persona como “divíduo” (Strathern, 1988) es tan imaginativo como el individualismo posesivo de Locke; que comprender la “filosofía de la jefatura amerindia” (Clastres, 1974) es tan importante como comentar la doctrina hegeliana del Estado; que la cosmogonía maorí se equipara a las paradojas eleáticas y a las antinomias kantianas (Schrempp, 1992); que el perspectivismo amazónico es un objetivo filosófico tan interesante como comprender el sistema de Leibniz… Y si la cuestión es saber lo que importa en la evaluación de una filosofía –su capacidad de crear nuevos conceptos–, entonces la antropología, sin pretender sustituir la filosofía, no deja de ser un poderoso instrumento filosófico, capaz de ampliar un poco los horizontes tan etnocéntricos de nuestra filosofía, y de librarnos, de paso, de la llamada antropología ‘filosófica’.

En la definición vigorosa de Tim Ingold (1992:696) que es mejor dejar en su expresión original: “anthropology is philosophy with the people in”. Por ‘people’ Ingold entiende aquí “ordinary people”, la gente común (Ingold, 1992:696). Pero él también está jugando con el significado de ‘people’ como ‘pueblo’ y más aún como ‘pueblos’. Una filosofía con otros pueblos dentro, entonces: la posibilidad de una actividad filosófica que mantenga una relación con la no-filosofía –la vida– de otros pueblos del planeta, además de con la propia25. No solo las personas comunes, pues, sino sobre todo los pueblos no comunes, aquellos que están fuera de nuestra esfera de ‘comunicación’. Si la filosofía ‘real’ abunda en salvajes imaginarios, la geo-filosofía vislumbrada por la antropología hace una filosofía ‘imaginaria’ con salvajes reales. Real toads in imaginary gardens, como dijo la poeta Marianne Moore.

Nótese, en la paráfrasis que hicimos más arriba, el desplazamiento que interesa. Ahora no se trataría más, o solo, de la descripción antropológica del kula (en cuanto forma melanesia de socialidad), sino del kula en cuanto descripción melanesia (de la ‘socialidad’ como forma antropológica); o inclusive sería necesario comprender la “teología australiana”, pero ahora como constituyendo ella misma un dispositivo de comprensión; del mismo modo, los complejos sistemas de alianza o de tenencia de la tierra deberían ser vistos como imaginaciones sociológicas indígenas. Está claro que siempre será necesario describir el kula como una descripción, comprender la religión aborigen como un comprender, e imaginar la imaginación indígena: es necesario saber transformar las concepciones en conceptos, extraerlos de ellas y devolverlos a ellas. Y un concepto es una relación compleja entre concepciones, un agenciamiento de intuiciones preconceptuales; en el caso de la antropología, las concepciones en relación incluyen, ante todo, las del antropólogo y las del nativo –relación de relaciones–. Los conceptos nativos son los conceptos del antropólogo. En hipótesis.

NO EXPLICAR NI INTERPRETAR: MULTIPLICAR Y EXPERIMENTAR

Roy Wagner, desde su The Invention of Culture, fue uno de los primeros antropólogos que supo radicalizar la constatación de una equivalencia entre el antropólogo y el nativo, derivada de su común condición cultural. Del hecho de que la aproximación a otra cultura solo se puede hacer en los términos de la cultura del antropólogo, Wagner concluye que el conocimiento antropológico se define por su “objetividad relativa” (1981:2). Esto no significa una objetividad deficiente, o sea, subjetiva o parcial, sino una objetividad intrínsecamente relacional, como se desprende de lo que sigue:

“La idea de cultura [...] coloca al investigador en posición de igualdad con aquel que él investiga: ambos ‘pertenecen a una cultura’. Como cada cultura puede ser vista como una manifestación específica [...] del fenómeno humano, y como jamás se descubrió un método infalible de ‘graduar’ diferentes culturas y ubicarlas en tipos naturales, asumimos que cada cultura, como tal, es equivalente a cualquier otra. Tal postulado se denomina ‘relatividad cultural’, [...] la combinación de esas dos implicaciones de la idea de cultura, esto es, el hecho de que los antropólogos pertenecemos a una cultura (objetividad relativa) y que somos obligados a postular que todas las culturas se equivalen (relatividad cultural), nos lleva a una proposición general al respecto del estudio de la cultura. Como atestigua la repetición de la idea de ‘relativo’, la aprehensión de otra cultura involucra el relacionamiento [relationship] entre dos variedades del fenómeno humano; vislumbra la creación de una relación intelectual entre ellas, una comprensión que incluya a ambas. La idea de ‘relacionamiento’ es importante aquí porque es más apropiada a esa aproximación de dos entidades (o puntos de vista) equivalentes que nociones como ‘análisis’ o ‘examen’, que traicionan la pretensión de objetividad absoluta (Wagner 1989:2-3).

O, como diría Deleuze: no se trata de afirmar la relatividad de lo verdadero y sí la verdad de lo relativo. Es digno de notar que Wagner asocie la noción de relación a la de punto de vista (los términos relacionados son puntos de vista), y que esa idea de una verdad de lo relativo defina justamente lo que Deleuze llama “perspectivismo”. Pues el perspectivismo –el de Leibniz y Nietzsche como el de los Tucano o Juruna– no es un relativismo, o sea, afirmación de una relatividad de lo verdadero, sino un relacionalismo, por el cual se afirma que la verdad de lo relativo es la relación.

Indagué acerca de lo que sucedería si rechazásemos la ventaja epistemológica del discurso del antropólogo por sobre el del nativo, si entendiésemos la relación de conocimiento como suscitando una modificación, necesariamente recíproca, en los términos por ella relacionados, esto es, actualizados. Eso es lo mismo que preguntar: ¿Qué sucede cuando se toma el pensamiento nativo en serio? ¿Cuándo el propósito del antropólogo deja de ser el de explicar, interpretar, contextualizar, racionalizar ese pensamiento, y pasa a ser el de utilizar, derivar sus consecuencias, verificar los efectos que él puede producir en nuestro pensamiento? ¿Qué es pensar el pensamiento nativo? Pensar, digo, sin pensar si aquello que pensamos (el otro pensamiento) es “aparentemente irracional”26 o peor todavía, naturalmente racional27, sino pensarlo como algo que no se piensa, en los términos de esta alternativa, algo completamente ajeno a este juego.

Tomar el pensamiento nativo en serio es, para empezar, no neutralizarlo. Es por ejemplo, poner entre paréntesis la cuestión de saber si, y cómo, tal pensamiento ilustra universales cognitivos de la especie humana, se explica por ciertos modos de transmisión social del conocimiento, exprime una visión de mundo culturalmente particular, valida funcionalmente la distribución del poder político, y otras tantas formas de neutralización del pensamiento ajeno. Suspender tal cuestión, o por lo menos, evitar encerrar en ella a la antropología; decidir, por ejemplo, pensar el otro pensamiento solo (digamos así) como una actualización de virtualidades insospechadas del pensar.

¿Tomárselo en serio, significaría entonces, ‘creer’ en lo que dicen los indios, tomar su pensamiento como exprimiendo una verdad sobre el mundo? De ninguna manera; esta es otra cuestión mal planteada. Para creer o no creer en un pensamiento, primero es preciso imaginarlo como un sistema de creencias. Pero los problemas auténticamente antropológicos jamás se ponen en los términos psicologistas de la creencia, ni en los términos logicistas del valor de verdad, pues no se trata de tomar el pensamiento ajeno como una opinión, único objeto posible de creencia o descreencia, o como un conjunto de proposiciones, únicos objetos posibles de los juicios de verdad. Se sabe el desastre causado por la antropología al definir la relación de los nativos con su discurso en términos de creencia –la cultura se vuelve una especie de teología dogmática (Viveiros de Castro, 1993) –, o al tratar ese discurso como una opinión o un conjunto de proposiciones –la cultura se torna una teratología epistémica: error, ilusión, locura, ideología...28–. Como observa Latour (1996b:15), “la creencia no es un estado mental, sino un efecto de la relación entre los pueblos” –y el mismo tipo de efecto que no pretendo producir–. El animismo, por ejemplo, sobre el cual ya escribí antes (Viveiros de Castro, 1996). El Vocabulario de Lalande que no se muestra muy disonante frente a estudios psico-antropológicos recientes sobre el tópico, define “animismo” en estos exactos términos: como un “estado mental”. Pero el animismo amerindio puede ser todo, menos eso. Él es una imagen del pensamiento, que reparte el hecho y el derecho, lo que cabe de derecho al pensamiento y lo que remite contingentemente a los estados de cosas; es, más específicamente, una convención de interpretación (Strathern 1999a:239) que presupone la ‘personitud’ formal de lo que hay a conocer, haciendo así del pensamiento una actividad y un efecto de la relación (‘social’) entre el pensador y lo pensado. ¿Sería apropiado decir que, por ejemplo, el positivismo o el jusnaturalismo son estados mentales? Dígase (o no) lo mismo del animismo amazónico: éste no es un estado mental de los sujetos individuales, sino un dispositivo intelectual trans-individual, que toma, por cierto, los ‘estados mentales’ de los seres del mundo como uno de sus objetos. No es una condición de la mente del nativo, sino una ‘teoría de la mente’ aplicada por el nativo, un modo de resolver –o mejor, de disolver–, el problema eminentemente filosófico de las ‘otras mentes’.

Si no se trata de describir el pensamiento indígena americano en términos de creencia, tampoco es el caso de relacionarse con él bajo el modo de la creencia –ya sea sugiriendo con benevolencia su ‘fondo de verdad’ alegórico (una alegoría social, como para los durkheimianos, o natural, como para los materialistas culturales), o, peor todavía, imaginando que él permitiría el acceso a la esencia íntima y última de las cosas, deviniendo en detentor de una ciencia esotérica infusa–. “Una antropología que [...] reduce el sentido [meaning] a la creencia, al dogma y a la certeza cae forzosamente en la trampa de tener que creer en los sentidos nativos o en los nuestros” (Wagner, 1981:30). Pero el plano del sentido no está poblado por creencias psicológicas o proposiciones lógicas, y el ‘fondo’ contiene algo más que verdades. Ni una forma de la doxa, ni una figura de la lógica –ni opinión, ni proposición–, el pensamiento nativo es tomado aquí como actividad de simbolización o práctica de sentido: como dispositivo autoreferencial o tautegórico de producción de conceptos, esto es, de “símbolos que se representan a sí mismos” (Wagner, 1986).

Rehusarse a colocar la cuestión en términos de creencia me parece un rasgo crucial de la decisión antropológica. Para marcarlo evoquemos de nuevo el Otro deleuziano. Otro es la expresión de un mundo posible; pero este mundo, en el curso usual de las interacciones sociales, siempre debe ser actualizado por un Yo: la implicación de lo posible en Otro es explicada por mí. Esto significa que lo posible pasa por un proceso de verificación que disipa entrópicamente su estructura. Cuando despliego el mundo exprimido por otro, es para validarlo como real e ingresar en él, o sino para desmentirlo como irreal: la ‘explicación’ introduce, así, el elemento de la creencia. Describiendo tal proceso, Deleuze indicaba la condición–límite que le permitió la determinación del concepto de Otro:

“[E]stas relaciones de desarrollo, que forman tanto nuestras comunidades como nuestras refutaciones con Otro, disuelven su estructura, y la reducen, en un caso, al estado de objeto, y, en el otro, al estado de sujeto. Esto porque, para aprehender Otro como tal, nos sentimos en el derecho de exigir condiciones especiales de experiencia, por más artificiales que ellas sean: el momento en que el exprimido todavía no posee (para nosotros) existencia fuera del que lo exprime –Otro como expresión de un mundo posible–“ (1969a:335).

Y concluía recordando una máxima fundamental de su reflexión: “la regla que invocábamos antes: no explicarse de más, significaba, ante todo, no explicarse de más con otro, no explicar al Otro por demás, mantener sus valores implícitos, multiplicar nuestro mundo poblándolo de todos esos exprimidos que no existen fuera de sus expresiones” (Deleuze 1969a:335).

La lección puede ser aprovechada por la antropología. Mantener los valores de Otro implícitos no significa celebrar ningún misterio numinoso que estos encierren; significa el rechazo a actualizar los posibles expresados por el pensamiento indígena, la deliberación de guardarlos indefinidamente como posibles –ni des-realizándolos como fantasías de los otros, ni fantaseándolos como actuales para nosotros–. La experiencia antropológica, en este caso, depende de la interiorización formal de las “condiciones especiales y artificiales” de las que habla Deleuze: el momento en el que el mundo de Otro no existe fuera de su expresión se transforma en una condición eterna, esto es, interna a la relación antropológica, que realiza ese posible como virtual29. Si hay algo que le cabe de derecho a la antropología no es precisamente la tarea de explicar el mundo de Otro, sino la de multiplicar nuestro mundo, “poblándolo de todos esos exprimidos que no existen fuera de sus expresiones”.

DE PUERCOS Y CUERPOS

Realizar los posibles nativos como virtualidades es lo mismo que tratar las ideas nativas como conceptos. Dos ejemplos.

A) Los puercos de los indios. Es común encontrar en la etnografía americana, la idea de que, para los indios, los animales son humanos. Tal formulación condensa una nebulosa de concepciones sutilmente variadas, que no cabe aquí elaborar: No todos los animales son humanos y no son solo ellos que lo son. Los animales no son humanos todo el tiempo; ellos fueron humanos pero no lo son más; ellos se tornan humanos cuando están fuera del alcance de nuestra vista, ellos solo piensan que son humanos; ellos se ven como humanos; ellos tienen un alma humana bajo un cuerpo animal; ellos son gente así como los humanos, pero no son humanos exactamente como nosotros; y así sucesivamente. Además, ‘animal’ y ‘humano’ son traducciones equívocas de ciertas palabras indígenas –y no olvidemos que estamos frente a centenas de lenguas distintas, en la mayoría de las cuales, por cierto, la cópula no suele venir marcada por un verbo–. Pero no importa, por ahora. Supongamos que enunciados como “los animales son humanos” o “ciertos animales son gente” tengan algún sentido, y un sentido que para un grupo indígena dado nada tenga de ‘metafórico’; tanto sentido tiene para nosotros, digamos (pero no exactamente el mismo tipo de sentido), como lo que la afirmación aparentemente inversa, y hoy tan poco escandalosa: “los humanos son animales”. Supongamos, entonces, que el primer enunciado tenga sentido para, por ejemplo, los Ese Eja de la Amazonia boliviana: “la afirmación, que frecuentemente oí de que ‘todos los animales son Ese Eja’ […]” (Alexíades, 1999:179)30.

Pues bien. Isabella Lepri, estudiante de antropología que hoy trabaja junto a esos mismos Ese Eja, me preguntó, creo que en mayo de 1998, si yo creía que los pecarís son humanos, como dicen los indios. Respondí que no –y lo hice porque sospeché (sin ninguna razón) que ella creía que, si los indios decían tal cosa, entonces debía ser verdad–. Agregué, perversa y algo mentirosamente, que solo “creía” en átomos y genes, en la teoría de la relatividad y en la evolución de las especies, en la lucha de clases y en la lógica del capital, en fin, en ese tipo de cosas; pero que, como antropólogo, me tomaba completamente en serio la idea de que los pecarís son humanos. Ella me contestó: “¿cómo puedes sostener que tomas en serio lo que los indios dicen? ¿Eso no es solo un modo de ser pulcro con tus informantes? ¿Cómo puedes tomártelos en serio si solo finges creer en lo que ellos dicen?”.

Esta intimación de hipocresía me obligó, es claro, a reflexionar. Estoy convencido de que la cuestión de Isabella es absolutamente crucial, de que toda antropología digna de este nombre tiene que responderla, y de que no es nada fácil responderla bien.

Un respuesta posible, naturalmente, es aquella contenida en una réplica cortante de Lèvi-Strauss al hermeneutismo mí(s)tico de Ricoeur: “Es necesario elegir el lado en el que se está. Los mitos no dicen nada capaz de instruirnos sobre el orden del mundo, la naturaleza de lo real, el origen del hombre o su destino” (1971:571). En cambio, prosigue el autor, los mitos nos enseñan mucho sobre las sociedades de donde provienen, y, sobre todo, sobre ciertos modos fundamentales (y universales) de operación del espíritu humano (Lèvi-Strauss, 1971:571). Se opone, así, a la vacuidad referencial del mito, su plenitud diagnóstica: decir que los pecarís son humanos no nos ‘dice’ nada sobre los pecarís, y sí mucho sobre los humanos que lo dicen.

La solución no tiene nada de específicamente levistraussiana; ella es la postura canónica de la antropología, de Durkheim o de los intelectualistas victorianos hasta los días de hoy. Mucho de la antropología llamada cognitiva, por ejemplo, puede ser visto como una elaboración sistemática de tal actitud, que consiste en reducir el discurso indígena a un conjunto de proposiciones, seleccionar aquellas que son falsas (alternativamente, ‘vacías’) y producir una explicación de por qué los humanos creen en ellas, visto que son falsas o vacías. Una explicación, también por ejemplo, puede ser aquella que concluye que tales proposiciones son objeto de un embutimiento o encomillamiento por parte de sus enunciadores (Sperber, 1974; 1982); ellas remiten, por lo tanto, no al mundo, sino a la relación de los enunciadores con su propio discurso. Tal relación es igualmente el tema privilegiado de las antropologías llamadas ‘simbólicas’ de tipo semántico o pragmático: enunciados como éste sobre los pecarís dicen (o hacen), ‘en verdad’, algo sobre la sociedad, no sobre lo que dicen. Ellos, por lo tanto, no enseñarían nada sobre el orden del mundo y la naturaleza de lo real, ni para nosotros ni para los indios. Tomar en serio una afirmación como “los pecarís son humanos”, en este caso, consistiría en mostrar como ciertos humanos pueden tomarla en serio, e inclusive creer en ella, sin que se muestren, con esto, irracionales –y, naturalmente, sin que por eso los pecarís se muestren humanos–. Se salva el mundo: se salvan los pecaríes, se salvan los nativos y se salva sobre todo el antropólogo.

Esta solución no me satisface. Al contrario me incomoda profundamente. Parece implicar que, para tomarse a los indios en serio, cuando afirman cosas como “los pecaríes son humanos”, es preciso no creer en lo que ellos dicen, ya que si lo hiciésemos no nos estaríamos tomando en serio. Es necesario encontrar otra salida. Como no tengo espacio ni, sobre todo evidentemente, competencia para repasar la vasta literatura filosófica sobre la gramática de la creencia, la certeza, las actitudes proposicionales, etc., presento aquí solo ciertas consideraciones suscitadas, intuitiva más que reflexivamente, por mi experiencia de etnógrafo.

Soy antropólogo no suinólogo. Los pecaríes (o, como dijo otro antropólogo a propósito de los Nuer, las vacas) no me interesan enormemente, los humanos sí. Pero los pecaríes les interesan enormemente a aquellos humanos que dicen que los pecaríes son humanos. Por lo tanto, la idea de que los pecaríes son humanos me interesa, a mí también, porque ‘dice’ algo sobre los humanos que dicen esto. Pero no porque ella diga algo que esos humanos no sean capaces de decir por sí mismos, y sí porque en ella estos humanos están diciendo algo no solo sobre los pecaríes, sino también sobre lo que es ser ‘humano’ (¿por qué los Nuer, en cambio, y por ejemplo, no dicen que el ganado es humano?). El enunciado sobre la humanidad de los pecaríes, si por cierto le revela al antropólogo algo sobre el espíritu humano, hace más que eso para con los indios: él afirma algo sobre el concepto de humano. Él afirma, inter alia, que la noción de ‘espíritu humano’, y el concepto indígena de socialidad, incluyen en su extensión a los pecaríes –y esto modifica radicalmente la intensión de estos conceptos con relación a los nuestros–.

La creencia del nativo o la descreencia del antropólogo no tiene nada que hacer aquí. Preguntar(se) si el antropólogo debe creer en el nativo es un category mistake equivalente a indagar si el número dos es alto o verde. Aquí están los primeros elementos de mi respuesta a Isabella. Cuando un antropólogo escucha de un interlocutor indígena (o lee en la etnografía de un colega) algo como “los pecaríes son humanos”, la afirmación sin duda le interesa porque él ‘sabe’ que los pecaríes no son humanos. Pero ese saber – un saber esencialmente arbitrario, para no decir burro– debe frenar ahí: su único interés consiste en haber despertado el interés del antropólogo. No se le debe pedir más. Sobre todo, no se lo puede incorporar implícitamente en la economía del comentario antropológico, como si fuese necesario explicar (como si lo esencial fuese explicar) por qué los indios creen que los pecaríes son humanos cuando de hecho ellos no lo son. ¿Es inútil preguntarse si los indios tienen o no razón al respecto? Pues ya no lo ‘sabemos’. Sin embargo, lo que es preciso saber es justamente lo que no se sabe –a saber, lo que los indios están diciendo, cuando dicen que los pecaríes son humanos–.

Una idea como ésta está lejos de ser evidente. El problema que coloca no reside en la cópula de la proposición, como si ‘pecarí’ y ‘humano’ fuesen nociones comunes compartidas por el antropólogo y por el nativo, y la única diferencia residiese en la ecuación bizarra entre los dos términos. Es perfectamente posible, dígase de paso, que el significado lexical o la interpretación semántica de ‘pecarí’ y ‘humano’ sean más o menos los mismos para los dos interlocutores; no se trata de un problema de traducción o de decidir si los indios y nosotros tenemos los mismos natural kinds (tal vez, tal vez). El problema es que la idea de que los pecaríes son humanos es parte del sentido de los ‘conceptos’ de pecarí y de humano en aquella cultura, o mejor, ésta idea es el verdadero concepto en potencia –el concepto que determina el modo en que las ideas de pecarí y de humano se relacionan–. Puesto que no hay ‘primero’ los pecaríes y los humanos, cada cual de su lado, y ‘después’ sobreviene la idea de que los pecaríes son humanos: al contrario, los pecaríes, los humanos y su relación están dados simultáneamente31.

La estrechez intelectual que ronda a la antropología, en casos como éste, consiste en la reducción de las nociones de pecarí y de humano exclusivamente a variables independientes de una proposición, cuando ellas deben ser vistas –si queremos tomarnos a los indios en serio– como variaciones inseparables de un concepto. Decir que los pecaríes son humanos, como ya señalé, no es solo decir algo sobre los pecaríes, como si ‘humano’ fuese un predicado pasivo y pacífico (por ejemplo, el género en que se incluye la especie pecarí); tampoco es dar una simple definición verbal de ‘pecarí’, del tipo “‘surubí’ es (el nombre de) un pez”. Decir que los pecaríes son humanos es decir algo sobre los pecaríes y sobre los humanos, es decir algo sobre lo que puede ser lo humano: ¿si los pecaríes tienen la humanidad en potencia, entonces los humanos tendrían, tal vez, una potencia pecarí? En efecto si los pecaríes pueden ser concebidos como humanos, entonces debe ser posible concebir a los humanos como pecaríes: ¿Qué es ser humano, cuando se es ‘pecarí’, y qué es ser pecarí cuando se es ‘humano’? ¿Cuáles son las consecuencias de esto? ¿Qué concepto se puede extraer de un enunciado como “los pecaríes son humanos”? ¿Cómo transformar la concepción expresada por una proposición de este tipo en un concepto? Ésta es la verdadera cuestión.

Así, cuando sus interlocutores indígenas le dicen (bajo condiciones, como siempre, que cabe especificar) que los pecaríes son humanos, lo que el antropólogo se debe preguntar no es si ‘cree o no’ que los pecaríes sean humanos, sino lo que una idea como ésta le enseña sobre las nociones indígenas de humanidad y de ‘pecaritud’. Lo que una idea como ésta, nótese, le enseña sobre esas nociones y sobre otras cosas: sobre las relaciones entre él y su interlocutor, las situaciones en que tal enunciado es producido ‘espontáneamente’, los géneros de habla y de juego del lenguaje en que él cabe etc. Aunque esas otras cosas –y me gustaría insistir en éste punto– están muy lejos de agotar el sentido del enunciado. Reducirlo a un discurso que ‘habla’ apenas de su enunciador es negarle a éste su intencionalidad, y encima es obligarlo a cambiar su pecarí por nuestro humano. Lo que es un pésimo negocio para el cazador de pecarí.

Y en éstos términos es obvio que el etnógrafo tiene que creer (en el sentido de confiar) en su interlocutor: pues si éste no está para darle una opinión, sino para enseñarle lo que son los pecaríes y los humanos, para explicarle cómo el humano está implicado en el pecarí… la pregunta, una vez más, tiene que ser ¿para qué sirve esta idea? ¿En qué agenciamientos ella puede entrar? ¿Cuáles son sus consecuencias? Por ejemplo: ¿qué se come cuando se come un pecarí, si los pecaríes son humanos?

Es más: nos queda por ver si el concepto construible a partir de enunciados como éste se exprime de modo realmente adecuado por la forma “X es Y”. Pues no se trata tanto de un problema de predicación o atribución, sino de definir un conjunto virtual de eventos y de series en que entran los cerdos salvajes de nuestro ejemplo: los pecaríes andan en banda… tienen un jefe… son bulliciosos y agresivos… su aparición es súbita e imprevisible… son malos cuñados… comen açaí… viven bajo la tierra… son encarnaciones de los muertos… y así sucesivamente. No se trata con esto de identificar los atributos de los pecaríes con los atributos de los humanos, sino de algo muy diferente. Los pecaríes son pecaríes y humanos, son humanos en aquello que los humanos no son pecaríes; los pecaríes implican a los humanos, como idea, en su distancia misma delante de los humanos. Así, cuando se dice que los pecaríes son humanos, no es para identificarlos con los humanos, sino para diferenciarlos de sí mismos –y a nosotros de nosotros mismos–.

Dije antes que la idea de que los pecaríes son humanos está lejos de ser evidente. Por cierto: ninguna idea interesante es evidente. Ésta, en particular, no es no evidente porque sea falsa o inverificable (los indios disponen de varios modos de verificarla), sino porque dice algo noevidente sobre el mundo. Los pecaríes no son evidentemente humanos, ellos lo son no-evidentemente. ¿Esto querría decir que tal idea es ‘simbólica’, en el sentido que Sperber le dio a este adjetivo? Entiendo que no. Sperber concibe los conceptos indígenas como proposiciones, y peor todavía, como proposiciones de segunda clase, “representaciones semiproposicionales” que prolongan el “saber enciclopédico” bajo un modo no-referencializable: confusión de lo auto-positivo con lo referencialmente vacío, de lo virtual con lo ficticio, de la inmanencia con la clausura… Sin embargo, es posible ver el ‘simbolismo’ de otro modo al de Sperber, que lo toma como algo lógica y cronológicamente posterior a la enciclopedia o a la semántica, algo que marca los límites del conocimiento verdadero o verificable, el punto donde él se transforma en ilusión. Los conceptos indígenas pueden ser llamados simbólicos, pero en un sentido muy diferente; no son sub-proposicionales, son súper-proposicionales, ya que suponen las proposiciones enciclopédicas pero definen su significación vital, su sentido o valor. Las proposiciones enciclopédicas son las semiconceptuales o sub-simbólicas, y no a la inversa. Lo simbólico no es lo semi-verdadero, sino lo pre-verdadero, esto es, lo importante o relevante: se refiere no a lo que “es el caso”, sino a lo que importa en lo que es el caso, a lo que interesa para la vida en lo que es el caso. ¿Qué vale un pecarí? Ésta es la cuestión literalmente interesante32.

“Profundo: otra palabra para semi-proposicional”, ironizó, una vez Sperber (1982:173). Pero entonces cabría una réplica: banal –otra palabra para proposicional–. Profundos en efecto, ciertamente son los conceptos indígenas, pues proyectan un fondo, un plano de inmanencia poblado de intensidades o, si el lector prefiere el lenguaje de Wittgenstein, un Weltbild encuadrado por “pseudo-proposiciones” de base que ignoran y preceden a la división entre lo verdadero y lo falso, “tejiendo una red que, lanzada sobre el caos, puede darle alguna consistencia” (Prado Jr., 1998:317). Éste fondo es la “base sin fundamento” que no es ni racional/razonable, ni irracional/insensata, sino que “simplemente está allí –como nuestra vida–” (Prado Jr., 1998:319).

B) Los cuerpos de los indios. Mi colega Peter Gow me contó cierto día la siguiente escena, presenciada en una de sus estadías entre los Piro de la Amazonía peruana: una profesora de la misión [en la aldea de] Santa Clara estaba tratando de convencer a una mujer Piro de preparar la comida de su hijo pequeño con agua hervida. La mujer replicó: “si bebemos agua hervida, contraemos diarrea”. La profesora, burlándose de la respuesta, explicó que la diarrea infantil común es causada justamente por la ingesta de agua no hervida. Sin inmutarse, la mujer Piro respondió: “tal vez para el pueblo de Lima eso sea verdad. Pero para nosotros, gente nativa de aquí, el agua hervida da diarrea. Nuestros cuerpos son diferentes de los de ustedes” (Gow, comunicación personal, 12/10/00).

¿Qué puede hacer el antropólogo con esta respuesta de la mujer indígena? Varias cosas. Gow, por ejemplo, tejió comentarios perspicaces sobre la anécdota en un artículo en preparación:

“Este enunciado simple [“nuestros cuerpos son diferentes”] captura con elegancia lo que Viveiros de Castro (1996) llamó perspectivismo cosmológico, o multinaturalismo: lo que distingue a los diferentes tipos de gente son sus cuerpos, no sus culturas. Aun así se debe notar que ese ejemplo de cosmología perspectivista no fue obtenido en el curso de una discusión esotérica sobre el mundo oculto de los espíritus, sino en una conversación en torno de preocupaciones eminentemente prácticas: ¿qué es lo que causa la diarrea infantil? Sería tentador ver las posiciones de la profesora y de la mujer Piro como representando dos cosmologías distintas, el multiculturalismo y el multinaturalismo, e imaginar la conversación como un choque de cosmologías o culturas. Pienso que esto sería un error. Las dos cosmologías/culturas, en este caso, están en contacto hace ya mucho tiempo, su imbricación precede por lejos los procesos ontogenéticos a través de los cuales la profesora y esa mujer Piro vinieron a formularlas como auto-evidentes. Pero, sobre todo, tal interpretación estaría traduciendo el diálogo en los términos generales de una de sus partes, a saber, el multiculturalismo. Las coordenadas de la posición de la mujer Piro estarían siendo sistemáticamente violadas por el análisis. Esto no quiere decir, claro está, que yo crea que los niños deben beber agua no hervida. Sino que esto quiere decir que el análisis etnográfico no puede avanzar si ya se decidió de antemano el sentido general de un encuentro como éste”.

Estoy de acuerdo con gran parte del argumento citado. La anécdota reportada por Gow es de hecho una espléndida ilustración, especialmente por derivar de un incidente banalmente cotidiano, de la divergencia irreductible entre lo que llamé “multiculturalismo” y “multinaturalismo”. Pero el análisis sugerido por él no me parece el único posible. Así, sobre la cuestión de la traducción de la charla en los términos generales de una de las partes –en este caso, la profesora: – ¿no sería igualmente posible y sobre todo necesario, traducirla en los términos generales de otra parte? Pues no hay tercera posición, una posición absoluta de sobrevuelo que mostrase el carácter relativo de las otras dos. Es necesario tomar partido.

¿Será que se podría decir, por ejemplo, que cada mujer está ‘culturalizando’ a la otra en esta charla, esto es, atribuyendo la fruslería de la otra a la ‘cultura’ de ésta, al mismo tiempo que ‘interpreta’ su propia posición como ‘natural’? ¿Sería el caso de decir que el argumento sobre el ‘cuerpo’ pronunciado por la mujer Piro ya es una especie de concesión a los presupuestos de la profesora? Tal vez; pero no hubo concesión recíproca. La mujer Piro concordó en discordar, pero la profesora, de ningún modo. La primera no confrontó con el hecho de que las personas de la ciudad de Lima (“tal vez”) deban beber agua hervida, al mismo tiempo que la segunda rechazó perentoriamente la idea de que las personas de la aldea de Santa Clara no deban hacerlo.

El ‘relativismo’ de la mujer Piro –un relativismo ‘natural’, no ‘cultural’, adviértase– podría ser interpretado según ciertas hipótesis al respecto de la economía cognitiva de las sociedades no-modernas, o sin escritura, o tradicionales, etc. En los términos de la teoría de Robin Horton (1993:379 y subsiguientes), por ejemplo. Horton diagnostica lo que llamó “parroquialismo de visión de mundo” (world-view parrochialism) como algo característico de esas sociedades: contrariamente a la exigencia implícita de universalización contenida en las cosmologías racionalizadas de la modernidad occidental, las cosmologías de los pueblos tradicionales parecen marcadas por un espíritu de gran tolerancia, pero que es en realidad una indiferencia a la concurrencia de visiones de mundo discrepantes. El relativismo aparente de los Piro no manifestaría así su amplitud de visiones, sino muy por el contrario, su miopía: a ellos poco les importa cómo son las cosas en otros lugares33.

Hay varios motivos para rechazar una lectura como la de Horton; entre otros, el de que el llamado relativismo primitivo no es solo intercultural, sino intracultural y ‘auto cultural’, y que él no exprime ni tolerancia, ni indiferencia, sino exterioridad absoluta a la idea cripto-teológica de ‘cultura’ como conjunto de creencias (Tooker, 1992; Viveiros de Castro, 1993). El motivo principal entre tanto está perfectamente prefigurado en los comentarios de Gow, a saber, que ésta idea del “parroquialismo” traduce el debate de Santa Clara en los términos de la posición de la profesora, con su universalismo natural y su diferencialismo (más o menos tolerante) cultural. Hay varias visiones de mundo, pero hay un solo mundo –un mundo donde todos los niños deben beber agua hervida (sí, claro está, se encontrasen en una parte del mismo donde la diarrea infantil fuera una amenaza)–.

En lugar de esta lectura, propongo otra. La anécdota de los cuerpos diferentes invita a un esfuerzo de determinación del mundo posible expresado en el juicio de la mujer Piro. Un mundo posible en el cual los cuerpos humanos fueran diferentes en Lima y en Santa Clara –en el cual fuera necesario que los cuerpos de los blancos y de los indios sean diferentes–. Ahora, determinar ese mundo no es inventar un mundo imaginario, un mundo dotado, digamos, de otra física u otra biología, donde el universo no sería isotrópico y los cuerpos se comportarían según leyes diferentes en lugares distintos. Esto sería (mala) ciencia ficción. Se trata de encontrar el problema real que hace posible el mundo implicado en la réplica de la mujer Piro. El argumento de que “nuestros cuerpos son diferentes” no exprime una teoría biológica alternativa, y, naturalmente, equivocada, o una biología objetiva imaginariamente no-standard34. Lo que el argumento Piro manifiesta es una idea no-biológica de cuerpo, idea que hace que cuestiones como la diarrea infantil no sean tratadas como objetos de una teoría biológica. El argumento afirma que nuestros respectivos ‘cuerpos’ son diferentes, entiéndase, que los conceptos Piro y occidental de cuerpo son divergentes, no que nuestras ‘biologías’ son diversas. La anécdota del agua Piro no refleja otra visión de un mismo cuerpo, sino otro concepto de cuerpo, cuya disonancia subyacente a su ‘homonimia’ con el nuestro es, justamente, el problema. Así, por ejemplo, el concepto Piro de cuerpo puede no estar, como el nuestro, en el alma, esto es, en la ‘mente’, bajo el modo de una representación de un cuerpo fuera de ella; él puede estar, al contrario, inscripto en el propio cuerpo como perspectiva (Viveiros de Castro, 1996). No es entonces el concepto como representación de un cuerpo extra-conceptual, sino el cuerpo como perspectiva interna del concepto: el cuerpo como implicado en el concepto de perspectiva. Y si, como decía Spinoza, no sabemos lo que puede un cuerpo, cuánto menos sabríamos lo que puede ese cuerpo. Para no hablar de su alma.

Notas

* En la presente edición de Avá el artículo que presentamos fue traducido al castellano por Brígida Renoldi (IESyH-UNaM/CONICET-FHyCS) y Arón Milkar Bañay (SINVyPFHyCS- UNaM/CONICET).

1 Artículo publicado en Revista Mana 8 (1):113-148, 2002.

2 El hecho de que el discurso del antropólogo consista canónica y literalmente en un texto tiene muchas implicancias que no cabe desarrollar aquí. Ellas fueron objeto de atención exhaustiva por parte de corrientes recientes de reflexión autoantropológica. Lo mismo vale para el hecho de que el discurso del nativo no sea, generalmente, un texto, y del hecho de que sea frecuentemente tratado como si lo fuese.

3 “El conocimiento no es una conexión entre una substancia-sujeto y una substanciaobjeto, sino una relación entre dos relaciones, de las cuales una está en el dominio del objeto y la otra en el dominio del sujeto: [...] la relación entre dos relaciones es ella misma una relación” (Simondon, 1995:81, énfasis retirados). Traduje como “conexión” la palabra rapport, que Gilbert Simondon distingue de relation, relación: “podemos llamar relación a la disposición de los elementos de un sistema que está más allá de una simple mirada arbitraria del espíritu, y reservar el término conexión para una relación arbitraria y fortuita [...] la relación sería una conexión tan real e importante como los propios términos; se podría decir, por consiguiente, que una verdadera relación entre dos términos equivale, de hecho, a una conexión entre tres términos” (Simondon, 1995:66).

4 Véase M. Strathern 1987, para un análisis de los presupuestos relacionales de ese efecto de conocimiento. La autora argumenta que la relación del nativo con su discurso no es, en principio, la misma que la del antropólogo con el suyo, y que tal diferencia al mismo tiempo condiciona la relación entre los dos discursos e impone límites a toda empresa de auto-antropología.

5 Somos todos nativos, pero nadie es nativo todo el tiempo. Como recuerda Lambek (1998:113) en un comentario a la noción de hábitus y congéneres, “las prácticas incorporadas son realizadas por agentes capaces también de pensar contemplativamente: nada de lo que ‘no es necesario decir’ [goes without seeing] permanece no dicho para siempre”. Nótese que pensar contemplativamente no significa pensar cómo piensan los antropólogos: las técnicas de reflexión varían crucialmente. La antropología reversa del nativo (el cargo cult melanesio, por ejemplo; Wagner, 1981:31-34) no es la auto-antropología del antropólogo (Strathern, 1987:30-31): una antropología simétrica hecha del interior de la tradición que generó la antropología no es simétrica a una antropología simétrica hecha fuera de ella. La simetría no cancela la diferencia, pues la reciprocidad virtual de perspectivas en las que se piensa aquí, no es ninguna ‘fusión de horizontes’. En suma, somos todos antropólogos, pero nadie es antropólogo del mismo modo: “está muy bien que Giddens afirme que ‘todos los actores sociales [...] son teóricos sociales’, pero la frase es vacía si las técnicas de teorización tienen poco en común” (Strathern, 1987:30-31).

6 Se supone que el nativo hace, sin saber lo que hace, las dos cosas –el raciocinio natural y la racionalización cultural–, en fases, registros o situaciones diferentes de su vida. Las ilusiones del nativo son, agréguese, consideradas como necesarias, en el doble sentido de inevitables y de útiles (son, dirán otros, evolutivamente adaptativas). Es tal necesidad la que define al ‘nativo’, y lo distingue del ‘antropólogo’: este puede equivocarse, pero aquel necesita engañarse.

7 La ‘implausibilidad’ es una acusación frecuentemente hecha por los practicantes del juego clásico contra aquellos que prefieren otras reglas. Pero esta noción pertenece a las oficinas de interrogatorio policial: es allí que debemos tomar el máximo cuidado para que nuestras historias sean ‘plausibles’.

8 Es así que interpreto la afirmación de Wagner (1981:35): “Estudiamos la cultura a través de la cultura, y por lo tanto las operaciones, sean cuales fueren, que caracterizan nuestra investigación deben ser también propiedades generales de la cultura”.

9 Ver sobre, esto, Jullien (1989:312). Los problemas reales de otras culturas no son más que problemas posibles para la nuestra; el papel de la antropología es el de darle a esa posibilidad (lógica) el estatuto de virtualidad (ontológica), determinando –o sea, construyendo– su operación latente en nuestra propia cultura.

* NdT. Optamos por traducir Outrem como Otro en lugar de Otredad dada la connotación de alteridad subjetiva en el primero y de alteridad adjetiva en el segundo

10 Publicado en el apéndice a la Logique du Sense (Deleuze 1969a:350-372; ver también Deleuze 1969b:333-335, 360). Él es retomado, en términos prácticamente idénticos, en su casi último texto Qu’est-ce que la Philosophie (Deleuze y Guattari 1991:21-24,49).

11 “[O]tro para mí introduce el signo de lo no-percibido en aquello que percibo, determinándome a aprehender lo que no percibo como perceptible para otro” (Deleuze, 1969a:355) [traducción de la cita en portugués al español, no del original].

12 Ese ‘él’ que es Otro no es una persona, una tercera persona diversa del Yo y del Tú, a la espera de su turno en el diálogo, pero tampoco es una cosa, un ‘eso’ de que se habla. Otro, sería más bien la cuarta persona del singular –situada, digamos así, en la tercera margen del río–, anterior al juego perspectivo de los pronombres personales (Deleuze 1995:79).

13 Que haría lo que piensa porque la bifurcación de su naturaleza, a pesar de ser admitida por una cuestión de principio, distingue en la persona del antropólogo, al ‘antropólogo’ del ‘nativo’, y por lo tanto se ve expulsada del campo antes del juego. La expresión “bifurcación de la naturaleza” es de Whitehead (1964:Cap. II); ella protesta contra la división de lo real en cualidades primarias, inherentes al objeto y cualidades secundarias, atribuidas al objeto por el sujeto. Las primeras son la meta propia de la ciencia, pero al mismo tiempo serían, en última instancia, inaccesibles; las segundas son subjetivas y, en última instancia, ilusorias. Esto produce dos naturalezas, “de las cuales una sería conjetura y la otra, sueño” (Whitehead, 1964:30; ver la cita y su comentario en Latour, 1999:62-76, 315 n.49 y n.58). Tal bifurcación es la misma presente en la oposición antropológica entre naturaleza y cultura. Y cuando el objeto es al mismo tiempo un sujeto, como en el caso del nativo, la bifurcación de su naturaleza se transforma en la distinción entre la conjetura del antropólogo y el sueño del nativo: cognición versus ideología (Bloch), teoría primaria versus secundaria (Horton), modelo inconsciente versus consciente (Lèvi-Strauss), representaciones proposicionales versus semiproposicionales (Sperber), y así sucesivamente.

14 Ver M. Strathern (1999b:172), sobre los términos de la relación posible de conocimiento entre, por ejemplo, los antropólogos occidentales y los melanesios: “esto no tiene nada que ver con comprensión, o con estructuras cognitivas; no se trata de saber si yo puedo entender un melanesio, si puedo interactuar con él, comportarme adecuadamente, etc. Estas cosas no son problemáticas. El problema empieza cuando comenzamos a producir descripciones del mundo”.

15 La ponderación es de Alfred Gell (1998:4); ésta podría, claro está, aplicarse igualmente a la ‘naturaleza humana’.

16 Este argumento es solo aparentemente semejante al que Sperber (1982: cap. II) arroja contra el relativismo. Pues este autor no cree que la diversidad cultural sea un problema político-epistemológico irreductible. Para él, las culturas son ejemplares contingentes de una misma naturaleza humana sustantiva. El máximo de Sperber es un denominador común, jamás un múltiplo –ver la crítica de Ingold (2000:164) a Sperber hecha desde otro punto de vista, pero compatible con el adoptado aquí–.

17 Sobre estas dos ideas de límite, una de origen platónico y euclidiano, la otra de origen arquimediano y estoico (que reaparecen en el cálculo infinitesimal del siglo XVII), ver Deleuze (1981).

18 Ver, en el mismo sentido, la densa argumentación fenomenológica de Mimica (1991:34-38).

19 Veyne parafrasea inadvertidamente a Evans-Pritchard, al escribir, sobre esa condición (universal) de prisionero de un bocal (recipiente) histórico (particular), que “cuando no se ve lo que no se ve, no se ve siquiera que no se ve” (Veyne, 1983:127, mi énfasis para mayor claridad).

20 Estoy aquí, obviamente interpretando el ensayo de Veyne con algo de mala intención. Pero es bastante más rico (porque es más ambiguo), llevando el recipiente (bocal) más allá de la infeliz imagen de ‘recipiente’ (‘bocal’).

21 Esta lectura de la noción de Gedanken experimentes aplicada por T. Marchaisse a la obra de F. Jullien sobre el pensamiento chino (Jullien y Marchaisse 2000:71). Ver también Jullien (1989:311-312), sobre las ‘ficciones’ comparativas.

* NdT. El término indio que se conservará del original en portugués, puede considerarse equivalente a expresiones tales como pueblos indígenas, población aborigen, pueblos originarios, que en la tradición, al menos de Argentina, le quitan la connotación negativa y racial que en cierto tiempo orientaron las políticas nacionales de las que fueron objeto estos pueblos.

22 Respondiendo a los críticos de su análisis de la socialidad melanesia, que la acusan de negar la existencia de una ‘naturaleza humana’ inclusiva de los pueblos de aquella región, Marilyn Strathern (1999b:172) aclaró: “la diferencia que existe está en el hecho de que los modos por los cuales los melanesios describen, dan cuenta de la naturaleza humana, son radicalmente diferentes de los nuestros -y el punto es que solo tenemos acceso a descripciones y explicaciones, solo podemos trabajar con eso. No hay forma de eludir esa diferencia. No se puede decir: muy bien, ahora entendí, es solo una cuestión de descripciones diferentes, entonces pasemos a los puntos en común entre nosotros y ellos… ya que a partir del momento en que entramos en comunicación, lo hacemos a través de esas auto-descripciones. Es esencial darse cuenta de esto”. El punto, en efecto, es esencial. Ver también lo que dice F. Jullien, sobre la diferencia entre afirmar la existencia de diferentes “modos de orientación en el pensamiento” y afirmar la operación de “otras lógicas” (Julien y Marchaisse 2000:205-207).

23 Sobre la ‘firma’ de las ideas filosóficas y científicas y el ‘bautismo’ de los conceptos, ver Deleuze y Guattari (1991:13, 28-29).

24 La cita y el párrafo que la precede fueron canibalizados de Viveiros de Castro (1999:153).

* NdT. Traducido del portugués al español, no de la cita original.

25 Sobre la ‘no-filosofía’ –el plano de la inmanencia o la vida–, (ver Deleuze y Guattari, 1991:43-44, 89, 105, 205-206) así como el brillante comentario de Prado Jr. (1998).

26 La expresión “aparentemente irracional” es un cliché secular de la antropología, de Andrew Langen 1883 (Cf. Detiennne, 1981:28) a Dan Sperber en 1982.

27 Como profesan las que podríamos llamar antropologías del buen sentido, en el doble sentido de genitivo como la de Obeyesekere (1992) contra Sahlins y la de LiPuma (1998) contra Strathern.

28 Las observaciones de Wittgenstein sobre la Golden Bough permanecen, al respecto, completamente pertinentes. Entre otras: “Un símbolo religioso no se funda sobre ninguna opinión. Y es solamente con relación a la opinión que se puede hablar de error”; “Creo que lo que caracteriza al hombre primitivo es que él no actúa a partir de opiniones (al contrario, Frazer)”; “Lo absurdo consiste aquí en el hecho de que Frazer presenta tales ideas [sobre los ritos de la lluvia] como si esos pueblos tuviesen una representación completamente falsa (e incluso insensata) del curso de la naturaleza, cuando ellos poseen apenas una interpretación extraña de los fenómenos. Esto es, si ellos pusiesen por escrito su conocimiento de la naturaleza, éste no se distinguiría fundamentalmente del nuestro. Sólo su magia es otra” (Wittgenstein, 1982:15, 24, 27). Su magia, o podríamos decir, sus conceptos.

29 La exteriorización de esa condición especial y artificial, es decir, su generalización y naturalización genera el equívoco clásico de la antropología: la eternidad formal de lo posible es fantasmada bajo el modo de una no-contemporaneidad histórica entre el antropólogo y el nativo –se tiene entonces la primitivización de Otro, su congelamiento como objeto (del) pasado absoluto–.

30 Alexíades cita a su interlocutor en español –“Todos los animales son Ese Eja” –. Nótese aquí ya una torsión: ‘todos’ los animales (el etnógrafo muestra que hay numerosas excepciones) no son ‘humanos’, y si ‘Ese Eja’, etnónimo que puede ser traducido como ‘personas humanas’, en oposición a ‘espíritus’ y a ‘extranjeros’.

31 No estoy refiriéndome aquí al problema de la adquisición ontogenética de ‘conceptos’ o ‘categorías’, en el sentido que la psicología cognitiva le da a estas palabras. La simultaneidad de las ideas de pecarí, humano y de su identidad (condicional y contextual) es, desde el punto de vista empírico, una característica del pensamiento de los adultos de esa cultura. Aunque se admitiese que los niños comienzan por adquirir o manifestar los ‘conceptos’ de pecarí y de humano antes de que se les enseñe que “los pecaríes son humanos”, resta que los adultos, cuando actúan o argumentan con base en esta idea no re escenifican en sus cabezas tal supuesta secuencia cronológica, primero pesando en los humanos y en los pecaríes, después en su asociación. Además de esto y sobre todo, tal simultaneidad no es empírica, sino trascendental: ella significa que la humanidad de los pecaríes es un componente a príori de la idea de pecarí (y de la idea de humano).

32 “Las nociones de importancia, de necesidad, de interés son mil veces más determinantes que la noción de verdad. No porque ellas las substituyan, de ninguna manera, sino porque miden la verdad de lo que digo” (Deleuze, 1990:177, énfasis mío).

33 Y en efecto, la réplica de la mujer Piro es idéntica a una observación de los Zande, consignada en el libro que es la biblia de los antropólogos de la persuasión de Horton: “Una vez escuché un Zande decir de nosotros: tal vez allá en el país de ellos las personas no sean asesinadas por brujos, pero aquí sí lo son” (Evans Pritchard, 1978:274). Agradezco a Ingrid Weber la evocación.

34 Como advertía Gell (1998:101) en un contexto similar, la magia no es una física equivocada, sino una ‘meta-física’: “el error de Frazer fue, por así decirlo, el de imaginar que los practicantes de la magia disponían de una teoría física nostandard, cuando en realidad, ‘magia’ es aquello que se tiene cuando se dispensa una teoría física en vistas de su redundancia, y cuando se busca apoyo en la idea, en sí misma perfectamente practicable, de que la explicación de cualquier evento dado […] es que él es causado intencionalmente”.

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