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Avá

On-line version ISSN 1851-1694

Avá  no.29 Posadas Dec. 2016

 

DOSSIER

¿Cuántos Planetas Tierra? El giro geológico en antropología

 

Patrice Maniglier*

Traducción de Ana Cecilia Gerrard**y Revisión de Rolando Silla***

* Université Paris Nanterre. Email: patrice.maniglier@gmail.com

** Becaria doctoral CADIC- CONICET/ ICSE- UNTDF. Docente ICSE- UNTDF. Estudiante PPAS- UNaM. Email: cgerrard@untdf.edu.ar

*** Docente Investigador CONICET/IDAES-UNSAM. Email: rolandojsilla@ yahoo.com.br

Fecha de recepción del original: marzo de 2016.
Fecha de aprobación:
julio de 2016.


RESUMEN

En este artículo la propuesta es pasar del giro ontológico al geontológico; cruzando los debates actuales sobre ontología y antropoceno1. La antropología ha sido un intento de definir un “nosotros” no hegemónico. En la actualidad, la pregunta acerca del “nosotros” está ligada a la aparición de la Tierra en el escenario de la historia, como aquella que nos incluye en tanto “nosotros”. Esto provee a la antropología de un nuevo campo de indagaciones. En consecuencia, el giro ontológico debería convertirse en un giro geológico: definir qué es la Tierra es objeto de la antropología, y es la disciplina que está mejor posicionada para explicar de qué se trata este nuevo actor, porque puede hacer justicia a la globalidad del mismo sin proyectarlo en un reino trascendente donde existiría por encima y más allá de la variedad de sus propias versiones divergentes.

PALABRAS CLAVE: Giro ontológico; Antropoceno; Planeta Tierra.

ABSTRACT

The following article seeks to move from the ontological to the geontological turn; going through current debates about ontology and anthropocene. Anthropology has been an attempt at defining a nonhegemonic “We”. Today, the “We” question is bound by the apparition of the Earth on the stage of history, as that which addresses and challenges “us all”. This provides anthropology with a new ground. In consequence, the ontological turn must become a geological turn: what the Earth is is really what anthropology is about. Anthropology is also best positioned to speak of the Earth, because it can do justice to the globality of this new actor without projecting it into any transcendent realm where it would exist over and beyond the variety of its own diverging versions.

KEY WORDS: Ontological turn; Anthropocene; Earth.


INTRODUCCIÓN

Nietzsche declaró que su tiempo fue el tiempo de la muerte de Dios. Quizás deberíamos caracterizar nuestro presente como el tiempo de la llegada de la Tierra, el tiempo en el que el planeta está haciendo su aparición en el escenario de la historia. Al menos esto es lo que han afirmado algunos académicos recientemente, como Chakrabarty en su ya clásico artículo sobre el Antropoceno (Chakrabarty, 2009), Stengers y Latour en sus respectivas menciones de la Gaia de Lovelock (Stengers, 2009; Latour, 2012), Viveiros de Castro en un artículo reciente con la filósofa brasileña Deborah Danowski (2014), y muchos otros. Quiero apoyar sus posiciones. Sin embargo, pienso que solo podemos estar listos para interactuar con este nuevo actor si aceptamos que trae consigo una serie de desafíos ontológicos considerables.

No se trata meramente de un nuevo ser, es también un nuevo tipo de ser. Me gustaría presentar aquí unos pocos argumentos para apoyar la idea de que este ser requiere que no solamente superemos la distinción entre ser y signo, mundo y lenguaje, realidad y representación, constructivismo y realismo, sino que también aceptemos una forma de pluralismo ontológico radical, para que sea en última instancia una alternativa de lo que podría haber sido, o para situarse en la intersección de varias líneas que virtualmente se convierten en otras. Este nuevo actor que podemos llamar Tierra es, al mismo tiempo, único –ya que como bien aclaran los activistas, no existe un planeta B– y no unificado.

La unidad de la Tierra no es separable de las diversas formas en que esta unidad está hecha en cada localidad (y la localidad deberá ser definida como una construcción divergente de tal globalidad en sí misma). Esta es la situación inédita por la cual la antropología, entendida como el arte de la equivocación controlada, se necesita nuevamente. Y a partir de allí comprenderemos qué clase de giro ontológico en antropología es en efecto necesario si pretendemos estar listos para interactuar con este nuevo actor, la Tierra. ¿Les gustó el giro ontológico en antropología? ¡Les encantará el giro geológico!

I. ACLARACIONES PRELIMINARES

Es necesario hacer un cierto número de aclaraciones previas para que la afirmación “la Tierra es un nuevo actor en la historia” sea mejor comprendida.

1) En primer lugar, debo señalar que entiendo esta afirmación como una contribución a lo que Foucault o Deleuze denominaron “diagnóstico del presente”. Se trata de caracterizar un evento, esforzarnos por entender lo que es nuevo y desafiante en nuestra situación presente. Esto solo es posible intentando diagnosticar aquello que necesita ser reorganizado entre nuestras herramientas críticas. En efecto, ¿qué es la “crítica” sino la capacidad de llevar el presente a sus límites? En consecuencia, nada expresa mejor la novedad de un evento que las modificaciones que impone a nuestras herramientas críticas.

2) Al mismo tiempo me gustaría enfatizar que esta afirmación no significa que los seres humanos están transformando su ambiente en una escala significativa por primera vez en la historia. Esto es obviamente incorrecto: sabemos, por ejemplo, lo que el bosque amazónico le debe a la acción humana. Sin embargo, lo que está sucediendo en la actualidad va más allá, y por dos razones.

En primer lugar, no se trata solamente de un impacto pasivo en el planeta; si la Tierra puede ser denominada como un actor es porque tiene alguna iniciativa (initiative), contraataca. Esto puede ser entendido, por ejemplo, haciendo referencia a la teoría de los sistemas dinámicos: en tales sistemas, una transformación local no es una función lineal de algún parámetro aislado, porque la forma en que las cosas se mantienen unidas explica alguna de las consecuencias como intentos de alcanzar un nuevo equilibrio. Un sistema tal no es simplemente modificado por nuestra intervención; éste reacciona a nuestra acción, tiene iniciativa. Es en este sentido que la Tierra es comprendida aquí como un actor. Esto podría ser expresado en los términos de Hanna Arendt (1958), aunque sea solamente por ironía. En Human Condition, distinguió al Mundo de la Tierra. Mientras que el Mundo es descripto como un campo de juego (playfield) abierto por y para las acciones humanas, la Tierra es, en su perspectiva, aquello que lo limita desde el exterior. Nosotros argumentamos que la Tierra, incluso si algún día pudiéramos escapar de ella, ha entrado a nuestro Mundo, es una socia en la fabricación de la historia, es un actor en la pluralidad que hace al mundo lo que es –que es exactamente el argumento de Chakrabarty (2009) sobre el Antropoceno o el de Stengers en Le Temps des catastrophes (2009)–. Pero algo aquí es parte de nuestra acción.

La segunda razón por la que nuestra situación presente es nueva, es que ya no nos estamos refiriendo a la reacción de un entorno local –concebido, por ejemplo, como ecosistema– sobre la acción humana. Por supuesto que los seres humanos han confrontado en el pasado con reacciones imprevistas significativas de sus ecosistemas, y eso es exactamente lo que motiva el propio concepto de ecosistema. En cierto sentido, esto es lo que Rachel Carson (1962) tenía en mente en Silence Spring. Las aves no eran el blanco de los pesticidas pero estaban vinculadas a lo que mataban los pesticidas, de tal modo que ellas también desaparecieron. Sin embargo, ya no estamos hablando de consecuencias inesperadas a partir de la alteración de una región localizada de la Tierra y que revelaría la realidad de los ecosistemas; estamos hablando de cadenas de reacciones que operan a un nivel global.

La diferencia entre local y global no es cuantitativa, es cualitativa. La Tierra no es, de hecho, un ecosistema, ni siquiera un ecosistema de ecosistemas. Un ecosistema es aquello que hace de los diferentes seres vivos las condiciones mismas de existencia de unos y otros; y esto requiere de tiempo, de evolución y diferenciación. En contraposición, sería equivocado decir que vivimos con todos los seres vivos de la Tierra (pues ya no tendría sentido hablar de ecosistemas, dado que los ecosistemas son selectivos por definición). Las leyes globales que constituyen la Tierra (el ciclo del carbón, el ciclo del fósforo, etc.) permiten que los ecosistemas se cierren en sí mismos al menos parcialmente, pero no constituyen en sí mismos un ecosistema. No habitamos en la Tierra en sí misma, la Tierra es aquello que hace posible transformar las partes en hábitats. La Tierra como Tierra siempre se manifiesta a sí misma. Debido a un evento interno o externo, todos los seres vivos son al menos virtualmente puestos en relación unos con otros en formas que quiebran completamente la lógica de los ecosistemas, incluso aunque ellas no se hayan seleccionado unas a otras como condiciones mutuas de vida: nuestras emisiones de carbono pueden afectar los tupuis venezolanos, a pesar de que nosotros no seamos parte de su ecosistema en ningún sentido. Esto podría ocurrir por la erupción de un supervolcán, por el impacto de un asteroide o por la acción “humana”. Pero en todos los casos estos eventos no solamente provocan una modificación del estado de cosas, sino también una cadena suplementaria de reacciones que afectan potencialmente a todos los seres vivos de la Tierra. Entonces la Tierra en sí misma se manifiesta como un actor. En efecto, esto es lo que está ocurriendo bajo el nombre de “Calentamiento Global”.

Si el Calentamiento Global merece ser considerado como un nuevo problema filosófico, es precisamente porque es global. ¡Pues el problema es que no estamos bien equipados para entender qué es la globalidad! La Tierra no es el suelo, no es el paisaje, no es este o aquel ambiente, no es un ecosistema, no es incluso el planeta, como podría ser definido desde el punto de vista astronómico (y Newton lo sabía). La Tierra es un actor global que en el pasado nunca fue tan relevante para las decisiones humanas como en el presente.

II. PRIMER DESAFÍO ONTOLÓGICO DE LA TIERRA: EL CONCEPTO DE HIBRIDACIÓN Y SU INSUFICIENCIA PARA CARACTERIZAR A ESTE NUEVO ACTOR

Llegados a este punto el problema es por qué este desafío así definido, por ejemplo la aparición de la Tierra como un nuevo actor en el mundo, parece haber atraído precisamente el interés de algunos de los representantes más significativos de aquello que es conocido como el “giro ontológico”. ¿Qué es ontológicamente tan desafiante en este nuevo actor?

Esta pregunta puede ser abordada de dos maneras. Por un lado, uno podría argumentar que la necesidad de hacer frente a la Tierra nos da una buena razón para operar el tipo de movimientos intelectuales que arguyen los representantes del giro ontológico. En otras palabras, enfrentar a la Tierra requeriría que redefinamos la antropología como ontología (en un sentido a ser aún clarificado). Por otro lado, pensando en lo que podría ser una estocada al giro ontológico, tenemos que reconocer que la antropología, a fin de cuentas, no refiere meramente al ser como ser, sino que se refiere a la Tierra. Las “ontologías” serían regiones de la Tierra. El propósito de la antropología no sería la variación cultural ni la variación ontológica, sino –tomando prestado el mundo de Elizabeth Povinelli (2016)– las variaciones geontológicas, es decir, variaciones de la tierra misma dentro de sí misma. Esto significa que habría aquí un giro dentro de otro giro. Es en este sentido que podríamos decir, ¿a usted le gustó el giro ontológico? ¡Amará entonces el giro geológico!

Antes de examinar estas dos estrategias, es necesario explicar, aunque sea brevemente, qué versión del “giro ontológico” tengo en mente. Haré algunas aseveraciones en forma de proposiciones que no puedo justificar aquí simplemente porque no me gustaría discutir qué es bueno o malo en el giro ontológico per se, sino más bien explorar algunas de sus consecuencias. En otras palabras, me gustaría avanzar. Permítanme entonces ser aquí simplemente dogmático.

Proposición 1. La antropología es una forma de conocimiento que hace de la variación virtual del sujeto de ese conocimiento la única fuente de conocimiento. Como antropólogo, sólo puedo considerar aquello que emerge de experiencias que produzco como si hubiera sido otra persona. Es decir, la única fuente de conocimiento científico en antropología es esta capacidad de convertirse en otro, sin que sea necesario recurrir a otras fuentes de información (como la observación de los comportamientos, las disecciones, y todo aquello que usted podría imaginarse).

Proposición 2. El giro ontológico es consecuencia de esta epistemología. Interpretar a aquellos que se convierten en otros en términos de diferencias culturales simplemente no hace justicia al hecho de que muchos de esos otros, precisamente, no se relacionan consigo mismos y con nosotros en términos de diferencias culturales. En consecuencia, el verdadero campo comparativo no puede ser la cultura: el ser será una base comparativa más eficiente. La antropología se redefine entonces como una ontología comparativa. A la inversa, el giro ontológico se compromete con una forma radical de pluralismo ontológico: el ser debe ser tomado en series de devenires virtuales o alternativos de uno mismo, que podría tener la forma de grupos de transformaciones a la Levi- Strauss. Ser es ser una variante.

Proposición 3. La noción de variante no debería llevar a conclusiones equivocadas, tales como pensar que existe un punto de vista externo a la variación virtual en sí misma, desde la cual podría ser objetivamente considerada. La variante es siempre al mismo tiempo una relativización del tipo: por ejemplo, la cultura se convierte tan solo en una forma de hacer que las cosas sean.

A mi entender, lo importante en el giro ontológico es el tipo de radicalización del pluralismo que en éste opera. Esta definición del giro ontológico nos ayuda a entender, al menos, por qué no podemos contentarnos con la explicación de la relación entre el desafío de la Tierra y la versión pluralista del giro ontológico que Bruno Latour expone en la introducción de Enquête sur les modes dèxistence (2012). Allí argumenta que la aparición de la Tierra (Gaia)2 requiere que superemos la distinción entre cultura y naturaleza. En efecto, si la nueva era de la Tierra está tan marcada por la actividad humana, al punto de considerar que debe ser denominada Antropoceno, ¿cómo puede alguien persistir en tal distinción? Esta situación sería el ejemplo más destacado de lo que Latour identificó en Nous n`avons jamais été modernes (1992) como el característico ardid de los modernos: mientras que los modernos persistan en jurar que la naturaleza y la cultura son dos cosas distintas, más persistirán en multiplicar los híbridos. El planeta tierra sería la máxima, el híbrido apocalíptico, el que hace el ardid moderno simplemente insostenible: le Roi est nu.

Estoy de acuerdo en que, para comprender la nueva situación que estamos atravesando, no debemos persistir en separar las entidades naturales (como el carbón, ríos, nubes, etc.) por un lado, y las acciones culturales o representacionales (como las relaciones sociales, las categorías filosóficas, etc.) por otro. Debemos asumir un enfoque plano (flat approach) a todo esto (en el sentido de las “ontologías planas” o flat ontologies) donde los hábitos de los consumidores europeos y los simios indonesios, los mercados y las zonas húmedas, las desigualdades sociales y los desórdenes endocrinos estén articulados entre sí y en el mismo plano, tal como plantean Bonneuil y Fressoz en su libro L’Evénement Anthropocène (2013).

Sin embargo, ¿no es exactamente ese tipo de situación teórica para la que se inventó el concepto ontológico de red? Es fácil ver entonces por qué esto no nos compromete a ninguna forma particular de pluralismo. Todo lo contrario, más bien apunta hacia una forma de monismo ontológico, donde el todo es la red. Para ponerlo en los términos que Latour utilizó en su libro Enquête sur les modes dèxistence (2012) no necesitamos pluralizar los modos de existencia para hacer ese tipo de etnografía de los mundos del carbono; no necesitamos lo que él llama preposiciones (PRE) que multiplican la comprensión de cómo son las cosas, solo necesitamos un modo de existencia, la RED. El planeta tierra es una RED- ser. No es entonces un planeta plural. En consecuencia, no es un planeta en el que el que giro ontológico sea de utilidad. Así que nos quedamos con la pregunta: ¿por qué encarar el planeta Tierra requiere que desarrollemos un enfoque pluralista como el desarrollado en la investigación de Latour?

III. LA GLOBALIDAD COMO DESAFÍO PARA UN PLURALISMO ONTOLÓGICO

La respuesta a esta pregunta radica nuevamente en el significado de “global”. Es el carácter global, y no el carácter “plano” de la Tierra, lo que explica por qué requiere una aproximación pluralista. Que el calentamiento global sea global significa que lo que sucede en Nueva Orleans y en Alaska, en el sur de Francia o en los tupuis venezolanos (algunos de los cuales, como es bien sabido, nunca han sido visitados por ningún ser humano) no es necesaria ni exactamente “lo mismo”, pero es parte de algo que debe interpretarse como una unidad en cierto sentido, aunque sus manifestaciones y mecanismos sean muy diversos. La Tierra existe mientras podamos usar el cuantificador universal: una acción (por ejemplo, las emisiones de carbono) pone en marcha un curso complejo de reacciones que afecta a todos los seres. ¿Cómo vamos a entender esta unidad?

Existe una resistencia generalizada entre personas bien educadas a representar esta unidad como la de un organismo, como Lovelock supuestamente ha sugerido en su infame “Hipótesis de Gaia”. Latour y Stengers (2014) argumentaron que esto es una lectura errónea de Lovelock, pero no voy a discutir este punto aquí. Basta con aceptar que la Tierra no es un organismo.

Considero más tentadora y aceptada la respuesta de las “Ciencias de la Tierra”: la Tierra no sería un sistema que integra a todos los seres en una homeostasis general, sino más bien una serie de sistemas dinámicos, como el ciclo del carbono, el ciclo del fósforo, etc. En otras palabras, la Tierra sería exactamente ese objeto constituido por todas las correlaciones globales que las ciencias climáticas hacen evidentes en sus modelos. Si los modelos demuestran que esta o aquella variación de tal o cual parámetro implica esta o aquella alteración de algunos de los mecanismos reguladores, de eso está hecha la Tierra.

Sin embargo, esta respuesta plantea un problema: implica que la unidad de la Tierra se define a partir de la variación de sus expresiones. Habría un punto de vista desde el cual podríamos acceder objetivamente a la unidad de la Tierra: el punto de vista de las Ciencias de la Tierra. La Tierra, en otras palabras, es aquello que se despliega en los reportes del IPCC3; es ante todo un objeto científico, como sostuvo Isabelle Stengers.

El problema con esta interpretación es que reitera de hecho lo que podría llamarse una estructura colonial. La forma extrema de despojo consiste en alejarnos de aquellos que poseen la capacidad de definir y negociar las bases de nuestro encuentro. Afirmar que hay un punto de vista a partir del cual la Tierra como tal es identificable como una cosa, es imponer una definición particular de aquello que compartimos o tenemos en común.

Un ejemplo podría aclarar lo que tengo en mente. En la disertación que escribió bajo la supervisión de Philippe Descola sobre su estancia con los gwinch’ins en Alaska, la joven antropóloga francesa Nastassja Martin (2016) narra una anécdota que nos ayudará a comprender lo que la Tierra, en efecto, es. Un cazador gwinch’in ha matado a un reno, pero sus entrañas están podridas. El hombre comenta: “Ya ves, los chinos contaminan y nuestro reno muere”. Le han dicho que los intestinos están podridos porque los renos comen los líquenes que están contaminados por la lluvia ácida. Mi argumento es que la Tierra sólo existe debido a, y en tales conexiones. No es nada por encima de esas conexiones, se trata de una totalidad unificada.

Sin embargo, que exista una conexión no nos dice mucho sobre cómo se construye y cómo se desarrolla. Al reconocer la nueva relación que están teniendo con los chinos, los gwinch’ins no están construyendo esta relación (en todos los sentidos: que interpretan “en su mente” y lo negocian “en la realidad”) exactamente en los términos de las ciencias climáticas. Cada relación debe ser hecha por el relata y puede que no se haga de la misma manera. La relación podría ser precisamente sobre las formas incompatibles de la relación que es construida por el relata. Un buen ejemplo es el chamán amazónico Davi Kopenawa. En su libro con Bruce Albert The Falling Sky (2013), claramente se refiere a lo mismo que el IPCC. Sin embargo, lo explica como el continuo de la “epidemia de humoxawara” que diezmó a su pueblo y cuya etiología se encuentra en el metal. ¿Podemos sacar algo de esto o estamos condenados a tratarlo como una metáfora de la verdad científica?

Es muy tentador afirmar que aquellos que son capaces de ver la verdad de la relación entre las lluvias ácidas y la contaminación china son también aquellos que saben qué es la Tierra. Como consecuencia, también es muy tentador afirmar que los cazadores gwinch’ins deben relacionarse ahora con su renos de una forma que sea más racional desde el punto de vista de esas conexiones que no ven. Ser parte de la Tierra se convertiría en el nuevo camino por el cual la buena y vieja situación colonial perduraría. Y las crecientes tensiones entre las comunidades indígenas y los conservacionistas, adoradores de la naturaleza y ecologistas miopes muestran que esto no es sólo una vue de l’esprit.

Si la verdad de la Tierra sólo se nos presenta desde el punto de vista de los satélites y los modelos de simulación computacional, entonces solo las Ciencias de la Tierra pueden decirnos con qué estamos tratando, solo la geo-ingeniería puede explicar cómo resolver el problema (y reducir nuestras emisiones de carbono sería una especie de geo-ingeniería); los organismos internacionales serían los únicos calificados para determinar lo que es bueno o malo para la Tierra, etc. Una realidad global implicaría un poder global, pero aquí global significa lejos y por encima de la diversidad de los actores.

La trascendencia de la Tierra como un objeto científico que se encuentra más allá de los encuentros reales entre los agentes que hacen la Tierra infundiría entonces todos los aspectos de nuestras relaciones mutuas. Esto es lo que entiendo a partir de la sugerencia de Povinelli sobre la geontopolítica. La política de la Tierra es, de hecho, la política de nuestro tiempo. Si la biopolítica se definió por el hecho de que el poder del Estado sobre sus objetivos se fundó, y redefinió sus técnicas, utilizando el concepto de población, es hoy en el terreno de nuestra pertenencia a la Tierra que nuevas y aterradoras potencias no solo justificarán, sino que también conducirán y operacionalizarán sus agendas. Nuestro tiempo es el tiempo del geopoder. Tendremos que cumplir con muchas cosas tan sólo porque ocupamos una parte de este intrincado y sensible ser, la Tierra. Ésta, dicho sea de paso, es la razón por la que veo nuevas formas de activismo como las recientemente desarrolladas en Francia bajo el rótulo de “zadismo” (de ZAD o “Zona de desarrollo diferido” –Zoned’Aménagement Différé– que fue reinterpretado como “La defensa de Zona” –Zone à Défendre’– por los ocupantes) en Notre-Dame-des-Landes o en el barrage de Sivens, en Francia, como formas de resistencia nuevas y muy significativas. En efecto, se refieren al geopoder en sí mismo, haciendo de su ocupación de la tierra, y haciendo de la tierra misma, un espacio de vida relativamente autónomo; ellos afirman: “estamos aquí, y sabemos muy bien lo que es estar aquí, ser de la Tierra y en esta Tierra. No necesitamos que usted y sus maliciosos cálculos nos digan cómo nos mantenemos en la Tierra y cómo podemos interactuar con ella”.

Debo añadir que lo que acabo de discutir aquí a partir de anécdotas que implican seres humanos también puede involucrar a seres no humanos. La cuestión no es cómo el cazador gwinch’in representa la situación, sino cómo se relaciona con el reno, con los chinos, con el científico, con las relaciones que dibuja, y cómo se convierte en él mismo en el curso del encuentro.

En esta situación, me parece que es necesaria la antropología –o, más bien, un tipo particular de antropología– la que se concibe a sí misma como un antídoto (counter-poison) al colonialismo.

Si la antropología es, como sostuvo Eduardo Viveiros de Castro (2009), el arte de la equivocación controlada, es muy útil cuando se trata de entender qué es este algo que ahora tenemos que enfrentar juntos, a saber, la Tierra. Ustedes podrían entender el argumento de Viveiros de Castro cuando plantea que la antropología utiliza los fracasos para extender una categoría (sea esta la categoría de religión, cuerpo, humanidad o la Tierra) por ejemplo, el fracaso de las proyecciones “etnocéntricas”, para redefinir cada término por el modo en que las categorías se alteran en el curso de sus propias traducciones –la función de esas traducciones no es establecer ninguna equivalencia, sino más bien dejar emerger las diferencias inmanentes–.

Mientras que en el pasado la cuestión acerca de lo que teníamos en común se centró en el problema del anthropos, siendo la antropología el arte de complicar la relación entre lo universal y las diferencias, hoy en día parece que ya no es la cuestión del anthropos lo que condensa la sospecha de que la identificación de lo que tenemos en común es sólo la subsunción hegemónica de todas las partes bajo la ley de tan solo una de ellas; es más bien la Tierra, el geos, el elemento disputado. Nuestra pregunta ya no es “¿qué significa que todos somos humanos?” sino “¿qué significa que todos tenemos el mismo problema, la Tierra?” Nuestro problema ya no es un problema de universalidad sino un problema de globalidad. No es una cuestión de identidad –por ejemplo, la identidad de una esencia humana– sino una cuestión de totalidad. La cuestión filosófica más crítica hoy no es cómo hacer afirmaciones universalmente válidas, sino cómo unir formas de unidad que son incompatibles.

La Tierra es nuestra verdadera equivocación, es este campo “común” que sólo existe a través de los caminos divergentes por los que se realiza la unificación en sí misma. La Tierra no es una identidad trascendental, es la dinámica de las versiones divergentes de sí misma. La Tierra, entonces, sólo existe porque tiene sentido decir que la entidad descubierta por los informes del IPCC y el “gran bosque de la Tierra” presentado por el chamán amazónico Davi Kopenawa son de hecho continuos entre sí. Esto significa que tenemos que entender cómo uno se convierte en el otro, sin que ninguno de ellos sea una metáfora o simplemente una representación del otro. Entonces, no es tanto en los maravillosos logros del IPCC que debemos encontrar la Tierra; sino en todas las ecologías en disputa –contested ecologies– para usar el título de un libro editado por la antropóloga Lesley Green (2013), en todas las controversias sobre lo que precisamente nos vemos obligados a aceptar que tenemos en común, en definitiva, en los equívocos por los cuales la Tierra, la verdadera Tierra, la Tierra en sí misma, transita.

La Tierra exige un enfoque antropológico, totalmente continuo con, e integrado en, las Ciencias de la Tierra, si bien este enfoque requeriría de una antropología ligeramente modificada. De hecho, la aparición de la Tierra significa que ahora somos parte de (aunque quizás no sea lo mismo) alguna cosa. No de la misma especie, no del mismo género (humanidad), no porque podríamos reconocer o negarnos a reconocer una esencia común, destino o potencialidad, sino por causa de la influencia omnipresente de un poder que nos lleva a todos en un proceso y nos pone a todos en relación como nunca antes. Como señalaron Spivak (2003) y Povinelli (2016), las diferencias no están más en el otro extremo del proceso de transformación, donde estaría aquello en lo que nos podríamos convertir –como en Heart of Darkness: la alteración está al final del viaje–, sino más bien dentro del mismo operador totalizador, como otra forma de estar integrado. Esto es lo que entiendo por el concepto de Povinelli de “lo contrario” –the other wise– o la noción de Spivak de la subjetividad planetaria: la diferencia como una forma diferente de ser y estar en –being in–. La Tierra es aquello que ahora compartimos, en el sentido de que nos afecta a todos, por supuesto de forma diferente y desigual, pero sin embargo a todos nosotros. Toda la cuestión se refiere entonces a qué es esto de “todos nosotros”: es por eso que todas las réplicas al argumento de Chakrabarty sobre la “especie humana” –que nos remite al verdadero hecho de que no es la especie humana en general la responsable, sino una alianza muy específica de actores humanos y no humanos en compañías perfectamente identificables e incluso individuos– continúan sin comprender la cuestión.

No se trata de “¿quién es el actor que causó esta situación?” sino de “¿quién es capaz de enfrentar un problema común?”. El problema no es de explicación, sino de subjetividad. La Tierra es el terreno forzado del encuentro. La pregunta es: ¿cuál es el “nosotros” al que se dirige la Tierra? ¿Quién es el sujeto de la Tierra? ¿Quién es capaz de enfrentarse a la Tierra? ¿Cuáles son las alianzas que se pueden construir? El hecho de que no hay razón para definir este Nosotros como humano me resulta obvio. Sin embargo, requiere de una antropología como el arte de hacer lugar para un Nosotros no hegemónico. Así entiendo la necesidad de una antropología más allá del humano que Eduardo Kohn (2013), por ejemplo, defiende.

IV. EL DESAFÍO ONTOLÓGICO: LA TIERRA ESTÁ ESTRUCTURADA COMO UN LENGUAJE

Todo esto implica una consecuencia filosófica muy radical. La equivocación ya no está solamente del lado del lenguaje; también está del lado de las “realidades”. Si la Tierra misma sólo existe como equívoca, es decir, sólo en el encuentro entre diferentes variantes de sí misma, significa que la equivocación no es simplemente algo que sucede en las representaciones, porque estaríamos teniendo un signo para más de un significado. La equivocación es una especie de identidad, es el modo de existencia de un tipo particular de seres, de esos seres que pueden ser llamados globales. Esta es, desde mi perspectiva, la razón más profunda y completamente desconocida por la que debemos superar la distinción entre lenguaje y realidad, signo y ser –en resumen, el aporte más interesante del giro ontológico–.

Mi argumento es que la Tierra es tanto un asunto de traducción como lo son nuestras lenguas, así como también lo es el capital –en el sentido que mostró Chakrabarty en Provincializing Europe–. No es correcto pensar que hay, por un lado, cosas unívocas como la Tierra, los planetas, el clima, etc., y otras cosas equívocas, como las lenguas, los sistemas de parentesco o las ideas filosóficas. No es correcto situar la equivocación sólo en el lado de la representación, mientras que la realidad siempre sería considerada unívoca. La Tierra sólo existe en la traducción, es decir, existe porque está siendo traducida, como una multiplicidad, en el preciso momento en que el IPCC se convierte en el gran bosque de la Tierra de Davi Kopenawa.

Pero también hay que señalar que la traducción no consiste en analizar cómo dos sistemas representacionales se relacionan con un terreno referencial (o, digamos, en dividir su espacio semántico), sino que, antes bien, consiste en redefinir cada uno de ellos por las transformaciones mismas que operan, sin la mediación de un tercer término, exactamente de la misma manera que los mitos de Lévi-Strauss, se traducen uno a otro sin la mediación de una tercer variante (fr. compass). La dificultad en este punto es que una identidad, por ejemplo la identidad de un término lingüístico, que podemos representar como Saussure definiéndola a partir de sus relaciones diferenciales con otros términos, se equipara a otra identidad que por definición no es. De hecho, desde esta perspectiva, no diríamos que podemos traducir oveja (fr. mouton) como carne de cordero (eng. mutton), porque ambos pueden referir su significado a un tercer término, es decir, la carne comestible del animal que entra en los hábitos culinarios. Si decimos “mouton es mutton” tenemos que negociar la traducción sin la mediación de un tercer término que mitigaría la identidad. Esto solo tendría sentido si comenzamos con una equivocación. La equivocación es el rasgo ontológico de lo que podríamos llamar las identidades divididas (split identities), identidades que sólo existen en sus realizaciones divergentes.

Tendemos a pensar en la equivocación dentro del lenguaje como el supuesto de que existen muchos significados para un solo significante. Esto no es correcto. La equivocación es la expresión en el plano del significado de la variabilidad intrínseca de los signos lingüísticos en general. Así como un signo puede ser pronunciado de muchas maneras diferentes, de la misma manera puede significar cosas diferentes. Y más aún, la equivocación es una consecuencia directa de una extraña y soberbia propiedad del lenguaje, una propiedad que llamó la atención de Saussure: la de la variabilidad intrínseca. Quizás la frase más importante del corpus entero de Saussure sea la siguiente: “El francés no viene del latín, el francés es el latín”. He mostrado en otra parte (Maniglier en Scheer, 2006) que para comprender ese extraño hecho, Saussure introdujo la maravillosa parafernalia de la ontología estructuralista (entidades hechas tan sólo de diferencias, duales, puramente posicionales, etc.). Si la variación lingüística es posible, es precisamente porque ningún lenguaje es idéntico a sí mismo. No tiene que convertirse en otro porque nunca haya sido lo mismo, para empezar. Cada lengua es intrínsecamente variable en el sentido que la sociolingüística de la época de Weinreich y Labov utilizaban para describirla, en particular cuando Labov (1968) demostró que un joven afroamericano podía cambiar diecisiete veces de un código a otro, del inglés “vernáculo negro” al inglés estándar. No tiene sentido en tales condiciones constituir dialectos en lenguas y luego tratar de explicar cómo navegamos de una a otra.

Debemos tratar de entender que cualquier lenguaje verdaderamente hablado es intrínsecamente múltiple, no en el sentido de que está compuesto de muchas lenguas, sino en el sentido de que en sí mismo está en variación. Para dar sentido a esta afirmación, simplemente podemos decir que un lenguaje no es una entidad homogénea que define a una comunidad por la identidad de lo que comparten –el infame trésor de la lengua de Saussure– sino más bien aquello que permite a un hablante traducir entre sí a dos hablantes que no se comprenden. De hecho, el lenguaje no es transitivo: el hecho de que A y B se entienden entre sí en un lenguaje L, y que B y C se entiendan entre si también en el lenguaje L, no podemos inferir que A y C se entienden entre sí hablando el mismo lenguaje L. Por ejemplo, puedo leer a Rabelais y hablar con algunos de mis estudiantes canadienses que no pueden leerlo, pero que entienden fácilmente el argot quebequense que necesita ser subtitulado para mi comprensión. Sugiero que mi francés es el que hace comprensible la traducción entre el francés rabelais y un francés del argot contemporáneo.

Estos rodeos tenían un propósito: argumentar que la equivocación no tiene nada que ver con el significado, tiene que ver con un tipo particular de identidad, un tipo particular de modo de existencia, el modo de existencia que Deleuze llamó multiplicidades, y la concepción de lenguaje que he esbozado lo ilustra perfectamente. Basta que una cosa comparta las características ontológicas de las identidades divididas (split identities) para ser equívoca. Mi argumento es que la Tierra es equívoca precisamente en este sentido. La Tierra es nuestra equivocación real, inevitable y masiva, y demanda una actitud antropológica.

Esto nos provee un terreno imprevisible para sostener que existe algo ontológicamente común entre la Tierra y el lenguaje. En otras palabras para argumentar, siguiendo a Eduardo Kohn (2013), tenemos que entender que los signos no son inventos humanos, tienen una existencia anterior a los humanos. Estoy tentado a decir que la Tierra está estructurada como un lenguaje, en el sentido de Lacan, quien sostuvo que el inconsciente está estructurado como un lenguaje. No porque comunica significado, sino porque varía tal como lo hacen las lenguas. La unidad de la Tierra debería ser comparada con la unidad del indoeuropeo o, si se quiere, con la unidad del latín como idéntico al francés y, al mismo tiempo, lo que hace del francés, el español, el italiano, el rumano, etc. “un” lenguaje. La existencia de un lenguaje, como acabo de argumentar, es exactamente la extensión de las variedades de las expresiones divergentes de sí mismo. No hay nada más allá. Del mismo modo, la Tierra es aquello que nos permite decir que el Sistema Terrestre del IPCC es lo mismo que el Bosque que, para Kopenawa, es una mejor manera de captar lo que él dice que denominamos como “el mundo entero”. De forma similar, el modo en que los gwinch’ins integran a los chinos no es ni idéntico ni simétrico a la manera en que los chinos integran a los gwinch’ins. Esto es característico de las realidades globales: están hechas de versiones divergentes e incompatibles de sí mismas (este es un punto que la historia global dejó en claro). Por versiones no me refiero a “representaciones de”, por supuesto, sino a formas muy reales de dibujar las líneas entre las cosas, o de hacerlas una.

CONCLUSIÓN

Para concluir, diría que la antropología ha sido en sus mejores expresiones un intento de definir un “nosotros” no hegemónico. En la actualidad, la pregunta acerca del “nosotros” está ligada a la aparición de la Tierra en el escenario de la historia, como aquella que nos incluye en tanto “nosotros”. Esto provee a la antropología de un nuevo campo de indagaciones, siempre y cuando esté lista para no dejarse atrapar por distinciones que solían ser operativas pero que ya no lo son (como naturaleza y cultura, pero también lenguaje y realidad). En consecuencia, podría argüir que el giro ontológico debería convertirse en un giro geológico: definir qué es la Tierra es objeto de la antropología, y es la disciplina que está mejor posicionada para explicar de qué se trata este nuevo actor, porque puede hacer justicia a la globalidad del mismo sin proyectarlo en un reino trascendente donde existiría por encima y más allá de la variedad de sus propias versiones divergentes. En otras palabras, los activistas que nos recuerdan que no existe ningún planeta B tienen razón, pero debemos recordar que esto no hace de la unidad de la Tierra algo unívoco.

Notas

1 How many Earths? The geological turn in anthropology. Conferencia presentada en el panel “Geontology, planetarity and altermetaphysics”, en la Annual Meeting of the American Anthropological Association.Washington D.C. (Estados Unidos), sábado 6 de diciembre del 2014.

2 Latour llama Gaia a lo que llamo Tierra. El término tiene muchos méritos, incluido el de ser más preciso que “la Tierra”, pero dispara tantos malentendidos que prefiero seguir utilizando este último.

3 Nota del traductor: “Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático”.

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