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Avá

versión On-line ISSN 1851-1694

Avá  no.30 Posadas jun. 2017

 

DOSSIER

"Morir en vida". Estados de existencia en las experiencias concentracionarias

 

Mariana Tello Weiss*

* CONICET/Instituto de Antropología de Córdoba (UNC) Email: marianitaweiss@yahoo.es

Fecha de recepción del original: 15/10/2017.
Fecha de aprobación: 23/03/2018.


RESUMEN

El presente artículo analiza desde una perspectiva etnográfica los sentidos adjudicados a la vida y la muerte por los militantes de organizaciones armadas en los años '70 que sobrevivieron a campos de exterminio. Considerando el paso por el "campo de concentración" como un tiempo-espacio donde se aplicaron necropolíticas, el artículo busca ahondar en el desdibujamiento entre la vida y la muerte que produce la experiencia concentracionaria. El análisis de estas experiencias, donde se manifiestan estados liminares entre la vida y la muerte, intenta aproximarse a conclusiones más generales sobre estados transicionales de existencia –biológica, social, jurídica– que resultan buenos para pensar en aspectos más generales sobre las formas de vivir y morir en nuestras sociedades.

PALABRAS CLAVE: Campos de concentración; Necropolítica; Memorias; Existencia.

ABSTRACT

This article analyzes, from an anthropological perspective, the meanings which the activists of armed organizations during the ‘70 who survived extermination camps give to life and death. Considering to pass through the concentration camp as a time-space where necropolitics were applied, the article aims to go in deep on the blur between life and death that this experience produces. Analyzing liminal states between life and death, the article aims to put light on more general phenomena, about transitional phases of existence –biological, social, juridical– that permits to understand different ways to live and die in our societies.

KEY WORDS: Concentration camps; Necropolitics; Memories; Existence.


INTRODUCCIÓN

"Muchas veces he pensado que cuando me muera será que al fin lo lograron. Hay un cuento de Borges, ‘la otra muerte', que describe a un campesino que habiendo muerto en la batalla, aparece por su pueblo y vive allí una vida normal muchos años más. Este hombre tuvo dos muertes.

Pero la real… había sido la primera"

Ana Iliovich El silencio. Postales de La Perla.

"Todos creemos saber de sobra lo que es la muerte", señala Robert Hertz (1990: 15) y, por contraste, lo que es la "vida"1. Y esto porque el sentido que otorgamos a la muerte se ciñe al fin de la existencia del individuo biológico, pero ¿Qué sentido adquiere la inexorable extinción de la vida en el seno de cada grupo social? Toda la antropología de la muerte de alguna manera muestra que, mientras que la vida biológica se apaga en un instante, en "el último respiro", lo que ella configura para el grupo social es objeto de transiciones más largas que pueden extenderse desde la agonía hasta que terminan las exequias y el periodo luctuoso. La vida social –y la misma expresión es sugerente– configura la experiencia de la muerte más allá del instante del deceso y de la individualidad del difunto, la vuelve foco de verdaderos trabajos sociales.

Esos trabajos, e incluso los estados emocionales que los rodean (Mauss, 1921) están previstos y ritualizados porque, a diferencia de otros seres vivos, el ser humano sabe que va a morir algún día (Elias, 2015). Esa conciencia sobre la finitud de su existencia ha delineado otros aspectos estructurales de la "vida" como la temporalidad vital y las expectativas ligadas a este devenir. Así, cada época ha elaborado su concepción colectiva del destino (Ariés, 2007): en la modernidad occidental "la" muerte ha configurado una expectativa donde se imagina una muerte "natural", al final de una larga vida, en una pulcra sala de hospital y rodeados de nuestros seres queridos. El cuerpo del difunto es el locus a partir del cual se estructuran tiempos y espacios de sepultura y duelo (Da Silva Catela, 2001). La vida y la muerte, lo sagrado y lo profano (Mauss, 1979) –que en lo cotidiano aparecen como universos fuertemente demarcados– se desdibujan por el lapso en el que el grupo social gestiona el paso del difunto hacia el más allá.

Pero, aun compartiendo este sentido "ideal", todos sabemos que la muerte no siempre sucede así. El mundo está lleno de "malas muertes": catástrofes donde la muerte alcanza a miles sin importar la edad, procesos de enfermedad que no siempre llegan de viejos, Estados que, en paralelo con el ideal civilizatorio (Elias, 2001; 1997) y el cuidado de la vida produjeron y producen estados de excepción (Foucault, 1996) en que se mata en masa, y se reduce a otros a una "muerte en vida".

En el presente artículo analizo los sentidos sobre la muerte y la "desaparición" entre los militantes de organizaciones político militares en los años '70, y en particular para aquellos que sobrevivieron a "campos de concentración", centrándome, más precisamente, en el Centro Clandestino de Detención (en más CCD) conocido como "La Perla"2, en la provincia de Córdoba, Argentina. En el año 2008 tuve mis primeros contactos con sobrevivientes en el marco del primer juicio por los delitos cometidos en ese CCD. Durante las audiencias, una de las testigos, al ser preguntada sobre las consecuencias de aquella experiencia sentenció: "yo me morí en La Perla". Aquella afirmación, que resonaba como un oxímoron, se repitió a lo largo del trabajo de campo realizado los años que siguieron, en boca de otros, en sus testimonios, en sus escritos, una y otra vez.

"No estás muerto, estás aquí", decía yo, intentando traerlos al mundo de los vivos, tratando de aferrarme al sentido de la muerte que conozco, a la comunidad de sentido que creemos compartir. Sin embargo, toda certeza puede tambalear ante la interpelación que producen esas experiencias, incluso aquella que reza que lo único irreversible es la muerte. Entonces ¿De qué tipo de muerte estaban hablando? Si bien estaban allí hablándome, intuía que aquella "muerte" de la que hablaban no era para ellos una simple metáfora sino una situación bastante real. Me llevó mucho tiempo salir de la parálisis interpretativa que genera el oxímoron "morir en vida", para preguntarme –luego, ahora– sobre la inusitada experiencia de "vivir la propia muerte", transitarla y volver para contarla en nombre de todos lo que no volvieron de esos espacios de muerte (Taussig, 2002).

Así, pretendo aproximarme a los sentidos que emergen de representaciones aparentemente contradictorias –como la "muerte en vida"–, para desde allí preguntarme sobre los intersticios entre el vivir y el morir que plantea la experiencia concentracionaria, los cuales pueden ser leídos como necropolíticas3 que iluminan fenómenos más generales. Pretendo adentrarme, a partir del análisis de estas experiencias, en esas zonas liminares4 que emergen en estados transicionales de existencia –biológica, social, jurídica– resultando por lo mismo fructíferas a la hora de pensar aspectos más generales sobre las formas de vivir y morir en nuestras sociedades.

ABORDAJES

El presente trabajo se desprende de dos investigaciones. Por un lado, de mi tesis doctoral, centrada en las memorias sobre la militancia en organizaciones político militares; por otro la que desarrollo actualmente, la cual se centra en las memorias e identidades generadas por las experiencias concentracionarias y la doble ruptura del ideal civilizatorio que implica –para esos mismos militantes– el ejercicio y el padecimiento alternativo de la violencia, así como en sus estrategias de reconstrucción del mundo.

Los sobrevivientes de "La Perla" son el grupo con el que he desarrollado mi trabajo de campo más centralmente, desde 2008 hasta ahora teniendo en este escrito una fuerte representación la escritura testimonial. Si bien el testimonio aparece aquí como central, la aproximación etnográfica busca trascender el análisis del mismo como una mera fuente, para situarlo en diferentes contextos de solicitación de la palabra que tornan comprensibles los límites entre lo decible y lo indecible en cada uno de ellos (Pollak, 2006). De este modo, el análisis de estos documentos se complementa con entrevistas, observaciones y acompañamientos en el marco de lo que fue su lugar de reclusión y en instancias judiciales.

Cabe una pequeña aclaración reflexiva y ética. Aunque la muerte es un tema muy presente en la escritura sobre estas experiencias, la escritura sobre ella no deja de generar –en mí– cierto pudor. El halo sagrado que –en mis propias creencias– la inviste, el carácter subjetivo, casi del orden de la intimidad, que encuentro en las experiencias ligadas a la muerte en los campos, me llevó a utilizar en este texto exclusivamente textos que hubiesen sido publicados previamente por voluntad las propias personas. Así los testimonios utilizados han sido primero publicados como tales, y luego corregidos y autorizados para su exhibición en el Espacio para la Memoria "La Perla" en el marco de una colección de tarjetas5, del mismo modo que los que provienen de dispositivos museográficos o de libros.

Así, el artículo se estructura en tres partes que analizan los sentidos sobre la muerte –y sus memorias– en tres contextos: la etapa previa a la "caída"6 y en particular las representaciones sobre la muerte en la cultura militante como una concepción colectiva del destino; la fragmentación del sentido de la vida y la muerte en el marco de las experiencias concentracionarias y la reelaboración de estos sentidos por medio del testimonio.

"COMBATIR": LA MUERTE HERÓICA

"… ante determinadas acciones en las que estuvo en peligro real la vida, vos te hubieras ido, cualquiera se hubiera ido. Y bueno, hubo gente que se fue, que dijo ‘yo no me banco morir', hablo de mi caso particular, tuve bautismos de fuego muy fuertes, desde muy joven, las primeras caídas (…) yo me fui poniendo límites y diciendo ‘hasta acá puedo' y todo lo que hice fue decidido por mí, no presionada por nadie…" (entrevista a Cristina Salvarezza, ex militante del PRT-ERP)

Como han destacado tanto los estudios de sociología histórica como las etnografías, las concepciones y prácticas en torno a la muerte varían según las épocas y los grupos sociales, configurando una concepción colectiva del destino y un imaginario sobre la muerte propia y ajena. Como señala Ariés (2007) las actitudes hacia la muerte parecen casi inmóviles a lo largo de mucho tiempo, de modo que es conveniente pensar, para el caso que analizamos, sobre qué continuidades y qué desplazamientos se asentó la experiencia de "morir en vida". Para comprender lo sucedido en el marco de las experiencias concentracionarias y en particular los sentidos sobre la muerte que allí se configuraron, es necesario situarlos en primer lugar en su época y luego en el marco del ethos y la cosmovisión7 de los militantes de organizaciones guerrilleras con los que trabajé, los cuales fueron uno de los principales blancos de la represión. ¿Qué actitudes hacia la muerte tenían previamente estos grupos? ¿Qué comunidad de destino imaginaban?

Si, al decir de Elias (2015), las formas de morir se encuentran íntimamente relacionadas con las formas de vivir, hay que partir de la consideración de dos factores condicionantes de sus actitudes hacia la muerte: en primer lugar, sus condiciones de clase, y en segundo –y asentado sobre estas condiciones incorporadas– la impronta de las organizaciones, como ámbitos de sociabilidad y del ethos "combatiente", en la génesis de nuevas actitudes. La mayoría de los militantes que entrevisté8 provenían de clases trabajadoras en ascenso, familias de profesionales e incluso de clases medias-altas9. Se trataba de individuos sobre los cuales se proyectaba una larga vida: de cuerpos bien alimentados que, habiendo crecido en el apogeo del Estado de bienestar, resultaban también "cuidados" en términos biopolíticos, educados, poco expuestos a peligros o enfermedades.

Así, como señala Elias (1997) para el caso alemán, los movimientos revolucionarios por aquellos años parecen contradecir la hipótesis materialista según la cual el origen de la radicalización política obedece a una opresión en términos meramente económicos. Los movimientos de jóvenes radicalizados que se dan a lo largo de todo el planeta por esos años, pero sobre todo aquellos anclados en occidente, exhiben una enorme representación de individuos de clase media –"pequeños burgueses"– lo cual sugiere que el proceso de radicalización va más allá del "hambre" en un sentido estricto, para explicarse por el "hambre de significados", la intemperie a la que los expuso el derrumbe de los postulados civilizatorios tras la segunda guerra mundial, la conciencia de la crueldad del colonialismo, la obturación de las posibilidades de participación de las generaciones más jóvenes, el descreimiento en la democracia como sinónimo de justicia.

En este marco sociohistórico, donde se inscribe la emergencia de organizaciones que emplean la violencia como estrategia política, la muerte tiene un papel trascendente, ya que aquella opción por la violencia como estrategia política implicaba la posibilidad de matar10 y morir por la causa. Dadas sus condiciones de sociabilidad y su origen de clase, los y las militantes de los '70 llevaban incorporada una comunidad de destino que preveía una "buena muerte", una muerte "natural".

Pero, así como la cultura militante fluía sobre la cultura de la sociedad mayoritaria (Tello, 2012) la opción por la "lucha armada" generó nuevas y superpuestas imaginaciones colectivas sobre "la muerte de un revolucionario" que, como indica el fragmento de entrevista citado en el epígrafe, obligaron a una serie de reajustes que tornan comprensibles las actitudes hacia la muerte en aquel contexto.

En términos ideológicos y programáticos, "Vencer o morir", "libres o muertos, jamás esclavos" son consignas que dan cuenta claramente del campo de posibilidades que guiaban el devenir militante; o se vencía y se hacía la revolución, o se moría en el intento. Una lógica binaria que, como veremos más adelante, volvió aún más complejo el tránsito por las experiencias que les tocó vivir a algunos de ellos en los "campos".

Estar dispuesto a morir, pero "no ser suicida", condensa esas nuevas elaboraciones de sentido en torno al a muerte propia; al principio de aquella experiencia –a fines de los años 60 y principios de los '70– sacrificar la propia vida en pos de la causa no es vista como un "suicidio" –el cual es un tabú dentro de la matriz cristiana en la cual los militantes fueron mayoritariamente socializados– pero sí puede ser visto como un martirio o un acto heroico (Durkheim, 2004).

Acorde a los destinos que podía acarrear aquella opción, los militantes se "preparaban" para morir. La "preparación" para la muerte, en la cultura militante combinaba una concepción ideológica de la misma –donde el papel de otras experiencias en que la violencia había sido la "partera de la historia" volvía a la muerte propia en un fenómeno colectivo y trascendente–; aspectos prácticos –donde los "bautismos de fuego"11 constituían rituales de paso en el entrenamiento cuerpo a cuerpo con la represión– pero sobre todo componentes místicos, donde la muerte propia adquiere sentido en torno a la heroicidad y el martirio como la máxima expresión del don de sí implícita en la idea de "compromiso". Tal como señala Todorov (1993: 17) "para el heroísmo, la muerte es un valor superior a la vida. Sólo la muerte –tanto la de uno mismo como la de otros– permite alcanzar lo absoluto: sacrificando la vida se prueba que se amaba más al ideal que a la vida". La muerte "heroica", alcanza su mayor nivel de potencia en relación con la idea de una muerte "en combate", como la forma de morir acorde con la forma de vivir de un militante. Pero, en lo que fue durando la experiencia militante, fue quedando en evidencia que "el combate" no se daría tal como ellos lo imaginaban. Los represores –acorde a la implementación de métodos "no convencionales"– buscaban capturarlos con vida y someterlos a tormentos; ya que eran como mínimo, "fuentes de información".

Así, con el tiempo y la escalada represiva, se da un desplazamiento de la idea de resistencia "hasta la muerte", que en la práctica era un –heroico pero improbable– "no caer con vida" a simplemente "quitarse la vida" antes de ser capturado. A fines de 1975, Montoneros comenzó a fabricar cápsulas de cianuro de las cuales disponían los militantes para, en el caso de ser capturados, suicidarse por envenenamiento y no llegar con vida al "interrogatorio". El "interrogatorio", era el eufemismo utilizado por los represores para referirse a una tortura que se sabía, o intuía, podía ser una experiencia incluso peor que muerte.

El suicidio comienza a tener, ya en el contexto del agudizamiento de la represión, tintes heroicos. Un suicidio emblemático, elevado a mito12, es el de Victoria Walsh, el 29 de setiembre de 1976. En la página web donde Roberto Baschetti rinde homenaje a los asesinados y desaparecidos del "peronismo revolucionario" se relata el hecho. Cuando la casa donde se encontraba Victoria Walsh junto con otros cuatro compañeros13, fue sitiada y luego de un intenso tiroteo:

"Vicki subió a la terraza, trepó a un parapeto, dejó la metralleta a un lado y se asomó. Cuenta un soldado del ejército atacante que ‘dejamos de tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos verla bien. Era flaquita, tenía el pelo corto y estaba en camisón. Empezó a hablarnos en voz alta pero muy tranquila. No recuerdo todo lo que dijo. Pero recuerdo la última frase, esa que en realidad no me deja dormir: ustedes no nos matan –dijo– nosotros elegimos morir, entonces ella y el hombre se llevaron una pistola a la sien y se mataron frente a todos nosotros." (http://www.robertobaschetti.com/biografia/w/5.html)

La frase "ustedes no nos matan, nosotros elegimos morir" configura al suicidio como un acto de libertad, un ejercicio de esa "voluntad" que constituía uno de los valores máximos en la cultura militante, una resistencia contra de la "esclavitud" a la cual se sabía –o sospechaba– serían sometidos una vez ingresados a espacios de muerte como los "campos".

Pero la mayoría de los militantes no tuvo la opción de "morir en combate" o de quitarse la vida. La esperada victoria no llegó, y la muerte "heroica", la muerte "en combate", la muerte "de un tiro" que había sido imaginada y que compensaba el temor que la misma podía inspirar, tampoco. En su lugar, les esperaba una experiencia inimaginable, una situación límite para la cual, al decir de Pollak (2006) no habían sido socializados, preparados, iniciados, despertando inéditas reacciones ante lo in-pensado.

El acto ejemplar, como el de Victoria Walsh, como el del "Negro Lito", un célebre militante montonero en el ámbito de Córdoba quien también sube a un techo simulando tener una granada para lograr ser acribillado, se convierten en leyenda, hasta en deseos de una atemporal retrospección. "Tenés que estar tranquila, tu madre murió en su ley" me dijo una sobreviviente de La Perla mientras atravesaba el juicio por el asesinato de mi madre14: "murió como hubiéramos deseado morir todos –dijo– porque hay cosas peores que morir".

"CAER": LO INVIVIBLE

"La Perla era la muerte. La tortura no es sólo la picana, también lo son las palizas, las constantes amenazas de muerte, los desprecios, la total incomunicación (...) en oportunidades el terror te provoca un shock que te hace desear la muerte, no temerla. Pero yo quería morir de un tiro (...) y no en la picana o cortada en pedacitos." (Reportaje a Ana Mohaded; "Para nosotros Devoto era la tierra prometida"; en el Diario del Juicio Nº 6, junio de 1985).

Ana Mohaded, quien fue militante de la Organización Comunista Poder Obrero y permaneció secuestrada en "La Perla" y "La Ribera" refleja en este párrafo las tensiones en las expectativas hacia la muerte que implicó la transición entre las experiencias de militancia y las experiencias concentracionarias. En este apartado intentaré analizar el desdibujamiento del sentido de finitud de la existencia humana o la infinitud de la muerte, como características centrales de la experiencia de la "desaparición".

A menudo, y cuarenta años de por medio, el término "desaparición" y "desaparecido" se ha configurado en torno a aquellos secuestrados que no volvieron. Asumimos, a menudo, que "desaparición" es igual a muerte. La palabra "desaparición" semantiza a aquel grupo que tras "esfumarse" del mundo habitual corrió la suerte de una muerte anónima, de una sepultura ilocalizable. Pero esta condensación a posteriori invisibiliza que el ocultamiento de las personas y su asesinato son dos hechos diferentes; y pensar en una zona –la de la "desaparición"– donde aquellos que no volvieron atravesaron también esa "muerte en vida" de la que hablan los sobrevivientes y que vuelve tan delgada a la línea que separa a unos de otros. Así relata Carlos Pussetto, ex militante de Montoneros y sobreviviente de "La Perla":

"En un momento posterior al primer interrogatorio, el Capitán Barreiro me informa textualmente: Bueno pibe, para ponernos en claro… los uniformes que viste hoy a la mañana, los camiones y todo el dispositivo en la Terminal, son cobertura, ‘son verso'. Acá no estás detenido, acá estás secuestrado ¿Está claro? De aquí en más pasaste a engrosar la lista de los desaparecidos. Esto es el Comando Libertadores de América, no sé si me entendés, estás muerto… pero estás vivo" (Testimonio de Carlos Pussetto, en facsímil de Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas de Córdoba, Córdoba diciembre 1983.)

Para los sobrevivientes –que son los que efectivamente pueden dar encarnadura al oxímoron– la "desaparición" es recordada como una experiencia "peor" que la muerte que conocemos porque, justamente, no acaba. El "campo de concentración" es un tiempo-espacio liminar que se atraviesa entre la vida y la muerte, lo que hace a este espacio-tiempo "invivible" es en parte ese desdibujamiento de categorías elementales, y el "durar" mientras tanto en un territorio de ajuricidad a la "espera" de la efectivización de una condena a muerte que puede darse de un momento a otro.

Pero si esa ajuricidad "mata" en el sentido de que suspende la existencia cívica –y con ella las garantías, los derechos–, se apropia del cuerpo al mantenerlo apartado del mundo "normal"; otros tipos de "muertes", se van apropiando de diferentes aspectos de la subjetividad por medio de la aplicación de una extrema crueldad, de entre las cuales la tortura física es sólo la primera. Así relata Graciela Geuna, quien permaneció secuestrada en La Perla y cuyo marido, Jorge Cazorla, fue asesinado durante el secuestro:

"…me trasladaron a una sala, estaba de pie, me caía por las heridas producidas por tantos golpes y por la caída del auto y la imagen de mi marido muerto. (…) apareció otro hombre gritando que habían encontrado mi ficha que les había sido entregada por el decanato de la facultad de Derecho. Me llevaron a la rastra a la sala de tortura, situada al lado del hangar de autos viejos y donde también hay establos, para lo hay que cruzar un patio desde el edificio central. Me desnudaron y ataron al elástico de una cama. Me aplicaron dos picanas, una de 220 en el cuerpo y otra de voltaje inferior en la cara, ojos, labios, cabeza. (…) Luego me llevaron al establo, a pocos metros de la sala de tortura, pude ver a Jorge, me permitieron besarlo pero no cerrarle los ojos." (Testimonio de Graciela Geuna ante el consulado español en Ginebra, 9 de julio de 1998)

La tortura "propiamente dicha"15 fue el ritual de iniciación por el cual las personas eran introducidas al "campo", y consistía en una primera y brutal administración del sufrimiento16. Sufrimiento asentado en el dolor físico (Le Breton, 1999; Nahoum-Grappe, 1996), aplicado racionalmente sobre el cuerpo de los y las prisioneras, pero que lo excede. El relato de Graciela Geuna es desgarrador no sólo por la aplicación de un dolor físico sobre su cuerpo sino por el plus de la exhibición del cadáver de su marido y la breve y trunca despedida que se le permite con éste. Es por esto que la tortura no es una práctica meramente violenta, es –al decir de Nahoum-Grappe– una práctica cruel: "(un) castigo que no apunta prioritariamente a la muerte del individuo sino a su sufrimiento extremo, o más bien gracias a éste al asesinato de la persona social y moral antes que al de la persona física. Este asesinato identitario se hace posible gracias al dolor, y el dolor físico es más fácil de provocar, mientras que el sufrimiento moral requiere cierta reflexión de parte del verdugo. Todo dolor es una posesión negativa cuyo padecimiento puede transformar en animal chillante al ser humano más asentado: la instrumentación política (en términos de apuestas de poder) de este dolor, es la crueldad" (Nahoum-Grappe, 1996: s/p).

El proyecto político de la crueldad es transformar a un militante que se piensa a sí mismo con un ideal de una "voluntad férrea", una "coherencia y honestidad extrema" y una valentía que roza la temeridad, en un ser dócil y aterrorizado. La apuesta de la crueldad es la des-subjetivación, tal como relata Ana Iliovich:

"Ser un desaparecido. Haber entrado en el territorio de los muertos vivos. Se podría pensar en una mala película de terror. Las caras de los que me mostraban cuando recién caí, cuando todavía no era uno de ellos, parecía la de los zombis, esos muertos que no encuentran reposo en el cine clase B. Después fui uno de ellos" (Iliovich, 2017: 21).

Los prisioneros primero eran torturados frente a otros prisioneros "viejos", a quienes se les obligaba a decirles que "no se hicieran matar", que "colaboraran"; luego pasaban ellos mismos a ocupar ese rol. Lo que causa esta situación –y muchas otras de ese estilo, en las que no se podía elegir participar o no– no es un proceso homogéneo e irreversible en el tiempo, pero esa imagen humillada y humillante de sí y ante los otros, que sólo se da en el contexto de la situación límite, introduce una fisura en la continuidad psicológica y moral que hace de andamiaje diacrónico al sujeto, hiriendo "de muerte" a la identidad (Pollak, 2006).

En este sentido la tortura es, sin metáforas, la muerte del sujeto tal como se ha conocido hasta entonces, de la dimensión social de la persona, la cual ya había empezado a morir cuando se "esfumó" de sus mundos, de sus universos de sociabilidad habituales. En ese nuevo mundo, el del "campo", se invierten las coordenadas por las que sostenemos un sentido compartido del mundo. El sujeto es despojado de su estatus de ciudadano y de persona, su nombre es reemplazado por un número. Es despojado de todo lo que ha sido y tenido, incluso del poder de decisión sobre su vida. Prosigue relatando Graciela Geuna:

"…luego de darme una paliza pude conseguir una hoja de afeitar que habían olvidado sobre el escritorio e intenté cortarme las venas. Me la confiscó Tejeda quien me dijo: ‘no te vas a poder morir nena, aquí vas a vivir todo el tiempo que queramos nosotros, aquí somos Dios'. Matarse era la única manera de huir de ese horror, de la tortura, pero tampoco era posible" (Testimonio de Graciela Geuna ante el consulado español en Ginebra, 9 de julio de 1998).

La apropiación de la vida y de la muerte, esa posesión negativa por la cual opera la crueldad genera la reducción de la voluntad a su mínima expresión y la fragmentación de la existencia en componentes escindidos en sus aspectos morales, sociales, jurídicos, físicos hasta convertirse en el homo sacer, la nuda vida analizada por Agamben (2005). "Zombis", seres aterrados y aterradores que no encuentran descanso, en el escrito de Ana, que sólo "duran" en un mundo donde todos mueren.

Estos espacios políticos y jurídicos de la excepción implementaron una compleja tecnología de la necropolítica –hacer morir a algunos, dejar vivir a otros, aleatoriamente–, donde, todos eran sometidos a inimaginables e ilimitadas torturas físicas y psicológicas, ubicuas, en pos de la creación de sujetos des-sujetados de sus referencias temporo-espaciales, sociales y morales habituales. Dentro del método represivo, estaba el intencional desdibujamiento de las expectativas vitales que implicaba estar condenados a muerte pero sometidos a una espera imprevisible de su ejecución, este "durar" era minuto a minuto, día a día, sabiendo, igualmente, que nada garantizaba la supervivencia ni tampoco la muerte, de allí no había forma de escapar.

"Desaparecidos", "muertos pero vivos", "muertos que caminan" son expresiones con las que los secuestradores designaban el estatus de los cautivos, y que dan cuenta del desdibujamiento de los límites que, en situaciones "normales" las sociedades se encargan de mantener claramente delimitadas, como la vida y la muerte. Esta situación de liminaridad (Turner, 1990), de tránsito ilimitado "entre la vida y la muerte", se ve acompañada por una fragmentación de la existencia, del ser en sentido sincrónico (como una unidad biológica, social, jurídica) y también una fractura en el sentido de coherencia diacrónica que unifica la identidad. "La muerte en vida" a la que se refieren los sobrevivientes, entonces, responde a esta multiplicidad de fragmentos en los que el sujeto estalla "en pedacitos" tal como señala Ana Mohaded en la cita al comienzo de este apartado. El desmembramiento de la existencia tal como la conocemos.

(SOBRE)VIVIR

"Esa larga noche, que empezó a correr para mí en la fría y nublada tarde del 24 de marzo de 1976 cuando vi aparecer en el horizonte la trompa de un Unimog del Ejército y que cerraba una primera etapa dos años después, en el impreciso y poco recordado momento en que me depositaban ‘liberada' en mi casa promediando abril de 1978, daba lugar ahora a este nuevo horror… advertir que no existían lazos que me ligaran con este mundo, sentir que nada puede existir, que nada puede importar después de haber convivido con la muerte durante esos interminables y terribles años.

Hasta el lenguaje común, el de todos, había sido destruido. Las palabras ya no significaban nada. Las palabras como signos, contenido y continente de lo que nos pasa, de lo que sentimos, de lo que creemos, de lo que queremos, ya no eran nada. Como si hubiera aterrizado en un lugar que no conozco y no comprendo, donde todo me es ajeno, sin encontrar un lugar donde anclar. Peor aún, sintiendo que todo era banal, fútil, irrelevante. ¿A quién le importa que hay para comer?... si lo que tengo adentro es el grito desgarrado de los compañeros torturados, el ruido aterrador del camión que nos conduce a la muerte, la mirada de la muerte, la sensación de que me vaciaron, me ultrajaron, me devastaron. La sensación de ya no ser, el horror de haber quedado estampada en el horror. Ya no hay puentes, ya nada me liga a esta irrealidad que es el mundo cotidiano de todos, de los otros, de los comunes, de los que no traspasaron las puertas de la muerte. ¿Cómo habitar este mundo que ya no es el mío?, ¿cómo entender lo que me dicen?, ¿Cómo decirles lo que no entienden, lo que nunca podrán entender?, ¿Cómo explicarles que esas personas a las que le agradecen haberme devuelto son los mismos monstruos que me depredaron?, ¿Cómo hacerles saber que ya no habito este cuerpo que parece, más o menos, que es el mismo de antes?" (Texto de Cecilia Suzzara, sobreviviente de La Perla.)

Al final de aquel primer juicio en 2008, el equipo de acompañamiento psicológico a testigos realizó la muestra "Puentes", en el Archivo Provincial de la Memoria con producciones de los sobrevivientes que habían sido testigos: objetos y escritos que, en su mayoría, representaban las formas de transición de aquella experiencia al mundo "normal". Entre ellos, había una gran manta de arpillera de 11 colores, tejida en punto cruz por Cecilia Suzzara durante los meses siguientes a su liberación, y un escrito donde relataba cómo la confección de la misma había sido un "refugio" que permitió otro tránsito, esta vez al mundo de los vivos. El escrito refleja, parte a parte, los "pedazos" de ese mundo derrumbado, la "sensación de no ser", "las palabras que ya no significan nada", lo inefable de la experiencia vivida.

Hemos analizado, a lo largo de este artículo, los sentidos que adquiere la muerte para las personas que, habiendo sido militantes durante los años '70, sobrevivieron a "campos de exterminio". Estas experiencias, se ha visto, dejan al descubierto las zonas de liminaridad entre la vida y la muerte veladas en situaciones "normales" donde "la existencia de un individuo parece desarrollarse en el mismo tenor desde el nacimiento hasta la muerte; las etapas sucesivas de nuestra vida social están escasamente marcadas y dejan percibir constantemente la trama continua de la vida individual" (Hertz, 1990:94). La experiencia del "campo", en su disrupción, conduce a una mutación ontológica del yo ante su mundo, el cuerpo "que parece más o menos el mismo", subjetivamente ha sido vaciado de su humanidad17. Continúa relatando Ana Iliovich:

"A B lo mataban, y pasaba a integrar la larga lista de víctimas, o lo largaban un día a la calle, destruido, y pasaba a integrar qué. Ese tal B no puede con su vida ni con la muerte del otro. Siente, se siente parte de la muerte de A al que seguramente quería, respetaba, etc." (Iliovich, 2017: 38).

¿Cómo, a dónde, entonces, "vuelve" a existir ese sujeto que ha "atravesado las puertas de la muerte"? ¿Qué grupo pasa a integrar? En las sociedades "simples" analizadas por Hertz, el fin de cada etapa vital es vivida como una pequeña muerte, de la cual se "renace" en un estatus diferente. En los rituales de paso18–según la definición de Turner (1990)– de las sociedades "primitivas" analizadas por Clastres (2010) la tortura es usual. Quizás lo que diferencie a las experiencias aquí analizadas no es esa discontinuidad del sentido de la vida y el sometimiento a la violencia, sino que la misma no tiende a la agregación social posterior. La experiencia concentracionaria, el programa político de la crueldad, busca producir un sujeto aislado, y esto se refleja en la falta de ritualización social en el regreso de la situación límite y, por ende, la dificultad de la agregación de los mismos a un nuevo estatus que los cobije, a un lenguaje que torne transmisibles sus experiencias, a una escucha que pueda albergarlas.

Los sobrevivientes entrevistados señalan que durante el periodo inmediatamente posterior a su "liberación" los separaba de los demás una especie de "abismo" en la forma de experimentar la vida cotidiana, en el sentido compartido del mundo. La sensación de que la muerte podía llegar de un momento a otro –ya sea de mano de sus antiguos captores o por haberla incorporado como destino inexorable– condicionaba ese devenir cotidiano en un minuto a minuto (2015). La disociación forjada durante el secuestro como único modo de convivir con el sufrimiento cotidiano –"como si viera todo en una película, o detrás de un vidrio"– los había vuelto indolentes, al punto de no decodificar los sentimientos ajenos o poder tener contacto físico con otros.

Esta disociación y extrañeza fue cediendo de a poco, pero muchos señalan haber tenido que "reaprender" a reír o llorar, a entablar una relación de empatía y expectativa mutua. Esto se dio, en general, en un entorno silencioso: es recurrente el hecho de no haber sido preguntados, hasta mucho tiempo después, sobre lo sucedido durante el cautiverio. Amparados en sus círculos familiares, transcurrieron un primer periodo de letargo en donde ellos eran incapaces de contar, y nadie preguntaba. Si la situación límite es, al decir de Pollak (2006) una experiencia para la cual no hemos sido socializados, las salidas de la misma –tanto para el sujeto como para su entorno– tampoco están previstas, provocando inéditas reacciones.

Sin duda el testimonio es el primer artefacto de reconstrucción de la identidad, que comienza a ser escrito bajo el mandato de "vivir para contar" y "por miedo a morir y que todo se pierda". La omnipresencia de la muerte propia y la "deuda" de testimoniar por todos aquellos que no volvieron es lo que compele a escribir, sin destinatario preciso, con la única necesidad de fijar por escrito una experiencia de la que sólo ellos podrían transmitir. Sólo luego de este periodo de repliegue, y conforme a que aparece la denuncia como horizonte, la subjetividad se reestructura en torno a la figura del testigo, y su palabra comienza a ser requerida en otros ámbitos19.

El tránsito hacia el mundo de los vivos se hace entonces de forma lenta, pero con la conciencia de ser portavoces de la ruptura del sentido compartido del mundo, de lo que, por imposible, parece invivible y que, por invivible, aterra. La "desaparición" –ya sea por haber quedado capturado para siempre en ella, ya sea por ser su portavoz en el mundo de los vivos– tiene ese halo de abyección. Tan necesaria como aterradora, esa palabra subsiste, esas vidas continúan. La mayoría conjura la muerte escribiéndola, en testimonios, en poesías, en canciones, en relatos. Para muchos de ellos sus hijos son "el ancla" que los tracciona hacia la vida, un "milagro" que confirma otras formas de trascendencia y destino. Pero "haber atravesado las puertas de la muerte" deja una herida, y establece un vínculo infinito con los muertos que debe ser comprendido y "apalabrado" constantemente.

A MODO DE CONCLUSIÓN

La represión implementada durante la última dictadura, se sabe, buscó la eliminación de proyectos políticos a partir de la destrucción de seres humanos. Algunos de ellos nunca volvieron, otros sí, pero ¿Cómo se sobre-vive luego de habitar el espacio de muerte? ¿Cuánto tiempo dura ese tránsito? ¿Qué significa ser testigo o portavoz de lo invivible? En los procesos de duelo prolongado, como es el caso de las "desapariciones" los muertos "no terminan de morir", y los estragos continúan en el interior del grupo.

Los sobrevivientes –y con esta palabra no me refiero estrictamente a los sobrevivientes de los "campos", sino a todos los contemporáneos de los estados de excepción– "no terminan de vivir". Mientras la irregularidad de la desaparición continúa, continúa su poder. En un escrito titulado "¿Por qué sobrevivimos? Un debate que abre puertas" La asociación de ex detenidos desaparecidos señala:

"El relato del horror, según el plan represivo, debía quedar en boca de un puñado de sobrevivientes que enteraran a la sociedad de lo que sucedía con esas personas que, de pronto, dejaban de ir al trabajo, al colegio, a su propia casa. (…) Como parte del ‘plan', se contemplaba la desconfianza que el círculo de allegados al sobreviviente le profesaría. ‘Si tantos no volvieron y este si…'. Ni más ni menos que ‘por algo habrá salido'. En una situación de terror y peligro para los opositores de la dictadura, era sumamente difícil que éstos superaran la desconfianza y evitaran el aislamiento de los sobrevivientes. Si el mandato represivo para nosotros fue ‘aterroricen', el mandato para los militantes no secuestrados, implícito en nuestra supervivencia, fue ‘desconfíen'. Con terror y desconfianza se aseguraba un largo periodo de desarticulación social…" (http://www.exdesaparecidos.org/aedd/sobrevivimos.php)

Si la muerte es una preocupación de los vivos –ya que los muertos no sienten– la muerte en vida, la muerte inconclusa que se plasma en la "desaparición" ejerce un potente efecto sobre toda la sociedad, disciplina. La existencia desdibujada por estos estados de excepción es quizás uno de sus efectos más inasibles y aterradores. Como señala Mbembe (2011) la sumisión de la vida al poder de la muerte reconfigura en un entramado inédito de formas de sacrificio y terror, pero también de resistencia ante el poder del Estado. A lo largo de este artículo he intentado dar cuenta de los estragos que supone el terror de "morir en vida", quisiera cerrar reflexionando sobre las resistencias al necropoder.

Si una de esas resistencias es intentar, como hacen los sobrevivientes, entramar la experiencia y hacerla transmisible, relatar una y otra vez, aunque duela, para intentar que no se repita, otra es, para los que no atravesamos esa puerta, dejarla abierta y cobijar su escucha, por complejo y silencioso que este proceso parezca. La experiencia concentracionaria constituye un lugar donde la existencia estalla en sus componentes, invirtiendo su significación, pero no es el único contexto en el cual este desdibujamiento se ha expresado y se expresa. La plantación, la colonia, el township, el gueto, el campo de concentración son referencias históricas de lo que Mbembe (2011) ha dado en llamar topografías reprimidas de la crueldad, lugares donde ciertas personas son privadas de todos sus atributos humanos, donde la vida y la muerte adquieren un sentido muy diferente al que normalmente les atribuimos.

Son topografías donde la crueldad se expresa una y otra vez, pero que reaparecen siempre como experiencias inéditas. Y es quizás en esa represión –por medio de la indiferencia, el silencio y, finalmente, el olvido– donde reside gran parte de su potencial aterrador. De este modo el artículo ha tenido como apuesta teórico metodológica el desentrañar etnográficamente los sentidos atribuidos a la existencia y al ser, a partir de una situación que revela lo que permanece velado en situaciones normales; y como apuesta ético política el pensar en las tecnologías del necropoder –aunque su relato resulte inefable, aunque su sinsentido parezca incomprensible– como una forma de conjurar sus efectos.

NOTAS

1 De ahora en más las categorías analíticas serán resaltadas en itálica, mientras que las categorías nativas irán entre comillas.

2 "La Perla" funcionó como lugar de exterminio entre 1976 y 1978, en las dependencias del III Cuerpo de Ejército; en este CCD permanecieron secuestradas entre 2000 y 2500 personas de las cuales cerca de 200 han podido ser identificadas como sobrevivientes. Existe una larga discusión sobre cómo nombrar a estas instituciones destinadas al exterminio y "desaparición" de prisioneros, en este artículo las nombraré como Centros Clandestinos de Detención (CCD) –expresión acuñada por el Estado tras la reapertura democrática en 1983– y "campo", término por el cual los designan las personas con las que trabajo.

3 Achille Mbembe (2011) desarrolla el concepto de necropolítica para problematizar el de biopolítica acuñado anteriormente por Michel Foucault (1996). Foucault, destaca el poder desarrollado por los Estados modernos para el control de las poblaciones. El biopoder –y su capacidad de "hacer vivir y dejar morir", o cuidado de la vida– se centra en el conocimiento y el entrenamiento de los cuerpos con el fin de volverlos útiles. Mbembe complejiza el planteo sobre el biopoder a la luz del contexto poscolonial, donde los Estados periféricos –diferentes a los que analiza Foucault– superponen el poder de "hacer vivir y dejar morir" en pos de generar cuerpos productivos, con una suerte de "poder soberano" con potestad de "hacer morir y dejar vivir", de modo selectivo. Así como el biopoder es un gobierno sobre la vida, el necropoder se transforma en una homóloga administración estatal de la muerte, generando la combinación de ambos –en contextos autoritarios– efectos particularmente productivos por medio del terror, como trataremos en este artículo. Si bien Mbembe no analiza las dictaduras latinoamericanas, considero que su análisis sobre los Estados de la periferia, poscoloniales, cuando implementan regímenes de excepción resultan sumamente sugerentes para pensar el caso de las dictaduras latinoamericanas y los espacios de muerte (Taussig, 2002) que estos implantaron.

4 Liminar o relativo al umbral, es el término con el cual Turner (1990) conceptualiza los estados de transición entre estatus, espacios o momentos. Particularmente, se refiere con este adjetivo a la fase transicional de los rituales de pasaje, al cual precede un estado de separación del mundo ordinario y le sigue uno de re-agregación en un estatus superior.

5 La colección "Memorias de La Perla" consta de 54 fragmentos de los testimonios judiciales de 20 personas elaborados entre 1980 y 1984. Los fragmentos fueron autorizados por los sobrevivientes, así como el uso de sus nombres. Las tarjetas acompañan la cartelería dentro del Sitio histórico y están pensadas para que los visitantes puedan llevárselas. Durante mi trabajo en el área de investigación del Espacio para la Memoria "La Perla" participé en la selección y edición de las mismas, así como en la elaboración de dispositivos museográficos, el acompañamiento en situación judicial y en los procesos de escritura testimonial de varios sobrevivientes.

6 "Caer", en la jerga militante, significaba ser capturado por las fuerzas armadas o de seguridad.

7 Entiendo estos conceptos en el sentido que los define Geertz en La interpretación de las culturas, cuando señala que "En la discusión antropológica reciente, los aspectos morales (y estéticos) de una determinada cultura, los elementos de evaluación, han sido generalmente resumidos bajo el término ethos, en tanto que los aspectos cognitivos o existenciales se han designado con la expresión ‘cosmovisión' o visión del mundo" (Geertz, 2000: 118).

8 Para mi tesis doctoral, titulada "La Vida en Fuego. Un análisis antropológico sobre las memorias de la ‘lucha armada' en los '70 en Argentina" (defendida en el Doctorado en Antropología Social de la Universidad Autónoma de Madrid- España en 2012), entrevisté en profundidad a 27 ex militantes de Montoneros y del Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército revolucionario del Pueblo (PRT-ERP), hombres y mujeres. Durante mi trabajo en el área de investigación del Espacio para la Memoria "La Perla" mantuvimos entrevistas con 98 sobrevivientes, la mayoría de los cuales tuvieron militancia en alguna organización política.

9 Cabe la aclaración de que, tratándose de organizaciones clandestinas, resulta casi imposible realizar estudios sobre las características sociológicas de sus miembros. La clase social, en particular, resulta una dimensión en disputa en las memorias sobre la militancia, ya que, según el esquema marxista, las mismas debían tener una conformación obrera. A lo largo de mis investigaciones el grueso de los entrevistados, tanto en mi tesis doctoral como en mi trabajo posterior con sobrevivientes observan la característica de pertenecer a familias de origen de lo que hoy consideraríamos clase media (padres obreros, madres amas de casa, maestras o empleadas de comercio), habiendo ascendido ellos socialmente por su acceso a la universidad. Hay que recalcar aquí dos sesgos sobre estos datos: por un lado, las condiciones de accesibilidad, donde las clases bajas y las altas son menos permeables a participar de investigaciones y, por otro, ya en la conformación de la muestra sobre el universo concentracionario, la enorme desviación que supone la casi nula representación de sobrevivientes de extracción obrera (en concordancia con enorme representatividad de desaparecidos de la misma extracción).

10 Sería interesante incorporar al análisis sobre la muerte propia la concepción de la muerte del oponente y de la acción de matar, pero se trata de un ámbito de significados con características específicas y muy diferentes al sentido de la muerte propia, por lo cual no lo abordaré en esta ocasión.

11 Esta categoría responde a momentos críticos, iniciáticos en el ejercicio o el padecimiento de la violencia, como la primera vez que se participaba en una acción armada o la primera que se "caía en manos del enemigo", es decir se era capturado y torturado por las fuerzas represivas. Cabe la aclaración que las "caídas" antes y después del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 tuvieron características diferentes: básicamente, antes del golpe, la "desaparición" y por ende la tortura, eran limitadas. Tras un lapso de tiempo, las personas eran "blanqueadas", es decir trasladadas a cárceles. Después del golpe, por el contrario, el lapso de detención era ilimitado.

12 Me refiero con mito a aquellas configuraciones simbólicas que, narrando hechos del pasado, orientan moralmente prácticas presentes (Neiburg, 1995).

13 En la casa, de calle Corro 105, del barrio de Villa Luro, Capital Federal, se encontraban Alberto José Molinas Benuzzi, José Carlos Coronel, Ignacio José Beltrán e Ismael Saleme.

14 Mi madre, Azize Weiss, militante de Montoneros, fue asesinada "a tiros" por la policía y el ejército un 12 de julio de 1976 en el centro de San Miguel de Tucumán. Por su asesinato fue condenado a cadena perpetua Roberto "el Tuerto" Albornoz el 2 de diciembre de 2011.

15 Lo que usualmente se entiende por tortura refiere a la administración de un sufrimiento físico, un suplicio (Foucault, 2002; Rodriguez Molas, 1984; Rafecas, 2013), que en los CCDs consistió en la aplicación de "picana" (shocks causados por descargas de corriente eléctrica sobre el cuerpo), "submarino" (ahogamiento por inmersión), golpes. Pero la tortura no apunta a aplicar dolor por el dolor en sí, sino que tiene un fin (obtención de información, disciplinamiento) cosa que es más evidente en los "campos" donde la tortura se aplicó de modo escéptico, al decir de Calveiro (2001). Allí la misma se da de modo constante por medio de otro tipo de apremios y humillaciones.

16 En otro artículo me referí más centralmente a lo que los militantes "esperaban" de la tortura y lo que efectivamente implicó en el contexto del "campo de exterminio". No ahondaré en esto aquí, pero la tortura y la muerte que analizo en este escrito no pueden ser escindidas, ya que se trata de la misma distorsión temporal que implica el sufrimiento y la condena a muerte sin fecha fija. Por ese motivo los sobrevivientes hablan de daño "in-finito", o de tortura ubicua tomando la expresión de Rafecas (2013).

17 Aquí resulta fértil analizar la analogía, reiterada en las categorías nativas, con la figura del zombie. Jean y John Comaroff (2013) analizan para el caso sudafricano la emergencia de esta figura en situaciones de crisis, el zombie es un ser alienado (fuera de sí, extraño), errante, que ha perdido el habla común. Más allá de la figura reproducida al infinito en el género gótico, el zombie esuna de las subjetivaciones del efecto de la necropolítica y su plus ominoso en la Sudáfrica posapartheid. Es interesante notar cómo la aplicación del necropoder y los desdibujamientos ontológicos que produce, subjetivan figuras de "exuberancia expresiva": el fantasma (el muerto que no termina de morir) y el zombie (el vivo que no termina de vivir), permiten un conocimiento desde la extrañeza y el terror que deja tras de sí el necropoder.

18 Según los conceptualizado por Turner (1990) los rituales de paso tienen tres etapas: una de separación del mundo ordinario, una liminar en la cual los individuos se encuentran vulnerables, despojados de sus estatus e insignias, solos, y una tercera de agregación a la sociedad en un nuevo estatus.

19 Pollak y Heinich (2006) señalan que el testimonio es, en sí mismo, un instrumento de reconstrucción de la identidad. Pero ¿Qué puede ser dicho en cada momento? Los sobrevivientes han sido los principales testigos de lo sucedido en los campos desde fines de los '70 (Tello, 2015), pero sólo en la última década ha comenzado a emerger el relato del sufrimiento propio y la figura del sobreviviente como víctima, además de testigo (Tello, 2017). Las memorias sobre la "vuelta", que analizo en este apartado, constituyen un tópico de muy reciente enunciación ya que no eran consideradas "dignas de ser contadas" dentro de los límites temporales que impone el esquema judicial. Nuevas preguntas habilitan nuevas respuestas: en el juicio por los delitos cometidos en "La Perla" en 2008, se pregunta por primera vez a los testigos por las consecuencias que tuvo aquella experiencia en su propia vida. Las reflexiones sobre la identidad y las formas de reconstrucción del mundo son incipientes, y se manifiestan a partir de la emergencia de relatos autobiográficos o en las entrevistas realizadas para esta investigación.

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6. Reportaje a Ana Mohaded "Para nosotros Devoto era la tierra prometida" en el Diario del Juicio Nº 6, junio de 1985.

7. Texto de Cecilia Suzzara para la muestra "Puentes", Archivo Provincial de la Memoria, Córdoba-Argentina, 2008.         [ Links ]

 

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