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Avá

On-line version ISSN 1851-1694

Avá  no.32 Posadas June 2018

 

CONFERENCIAS DE LA XII REUNIÓN DE ANTROPOLOGÍA DEL MERCOSUR

Experiencias etnográficas sudamericanas: ¿parte del problema o de la solución?

Conferencia presentada el 7 de diciembre de 2017 en la XII Reunión de Antropología del Mercosur, Posadas (Misiones, Argentina)**

 

Rosana Guber*

* Investigadora del CIS-IDES/CONICET. Email: guber.rosana@gmail.com.ar


En primerísimo lugar, quiero agradecer la invitación a ocupar este lugar que, sin embargo, considero inmerecido. El agradecimiento es, claro, porque se trata de un sitio de honor que me han conferido las personas organizadoras de este Congreso, pero el inmerecimiento e inoportunidad se relacionan con la sigla que estas reuniones llevan desde su creación a mediados de los ’90. RAM. RAM.

Cuando en 1987 desarrollé a mi manera qué entendía por reflexividad, en uno de los capítulos del Salvaje Metropolitano (1991/2004),escribí que la entendía, siguiendo a los etnometodólogos, como la capacidad de los individuos de constituir contextos a partir de lo que dicen y hacen frente a otros, a esa capacidad de los sujetos sociales en situación, de crear el marco adecuado para que sus interlocutores comprendan adecuadamente el sentido de sus palabras y sus actos. También decía que esto se aplicaba no sólo a la gente con la que trabajamos sino también a nuestra parte como investigadores.

Entonces veía que las reflexividades de unos y otros eran necesariamente distintas cuando comenzábamos nuestros trabajos de campo (en adelante TC), y tendían a comprenderse más y mejor cuando los estábamos finalizando. Así, la reflexividad no era sinónimo de reflexionar, ni de hacer explícitos los propios rasgos y vivencias de los antropólogos, sino de mostrar cómo los propios rasgos y vivencias de los antropólogos cobran significación en nuestros encuentros y desencuentros con los rasgos y vivencias de los sujetos de estudio ante nosotros y nuestras investigaciones. Reflexividad, entonces, se refiere necesariamente a la relación entre ellos y nosotros.

El TC es un proceso a lo largo del cual vamos siendo capaces de reconocer nuestras reflexividades ‘a través de’ y ‘en contraste con’ las de nuestros interlocutores. Henos aquí las bases de la comparación, la primerísima, la inherente a la antropología. El TC es un proceso de interacción donde se ponen en juego nuestras reflexividades (¡no sólo la teoría!). A diferencia de los encuentros casuales o de otro tipo, lo que distingue al TC que hacemos los antropólogos es que las reflexividades son controladas, puestas de manifiesto y en una relación cada vez más recíproca.

Por eso el TC como encuentro entre reflexividades distintas tiene una profunda connotación especular. Cuando decidimos conversar con quien decide (o acepta) conversar con nosotros; cuando tratamos de entender por qué lo hace, cuando re-tomamos ciertos términos nativos y los convertimos en foco de nuestro análisis, y probamos con nuestros interlocutores si las interpretaciones que proponemos son medianamente correctas o plausibles para ellos –cosa que hacemos de muchas maneras y en distintos estadios de la investigación y después– entonces hacemos buenos TC y probablemente haremos buenos escritos. También decía, por entonces, que en este ida y vuelta se ponen en juego no sólo nuestras teorías sino nuestro sentido común, nuestras premisas más íntimas, nuestros modos organizados y des-organizados de la percepción y del gusto.

La pregunta es, entonces, ¿qué nos sucede y qué nos dice el hecho de que una iniciativa académica antropológica (Reunión de Antropologías del Mercosur, RAM) sea designada por una sigla igual a la que surge de sucesos protagonizados, entre otros, por una organización etno-territorial (Resistencia Ancestral Mapuche, RAM)?...

Acepto este sitio honorífico y el desafío que éste conlleva, sin dejar de mencionar ante ustedes que quien debiera estar aquí sentada es mi colega Claudia Briones, una de las grandes figuras de la antropología argentina y que se ha formado como académica junto a "los mapu", como ella los llama. Ella podría hablarnos de cómo la lucha por la tierra tiene distintos protagonistas; distintas formas de reivindicación, distintos momentos e interlocutores que discurren en variadas "construcciones de aboriginalidad". Ella podría ayudarnos para entender de manera más informada y analítica cuanto viene sucediendo en los Andes patagónicos, acaso para despegar una reunión de antropólogos de una organización indígena y, quizás, para comprender qué de nuestra RAM evoca y dialoga con esa otra RAM y qué alternativas podríamos imaginar para nuestra rearticulación de cara a la sociedad y a la política en la Argentina y en el Cono Sur.

No puedo hablar de esas alternativas porque no sé del tema. Pero creo que sí puedo poner en discusión cómo nos posicionamos para que esa imaginación sea más propia, más original y más fructífera para dar varias peleas que, según creo, se sintetizan en una: que nuestras antropologías puedan decir algo interesante, útil y distinto a quienes son nuestros principales interlocutores; a quienes son nuestros empleadores, a quienes forman parte del sistema político, sean diputados, senadores, gobernadores, intendentes, asesores de los poderes públicos, a las instituciones de ciencia y tecnología, a los burócratas universitarios, a nuestros colegas de otras disciplinas, y a quienes apuestan a la antropología para hacer de ella su profesión permanente o su profesión adoptiva. Y como el lenguaje hace (es performativo), no sólo informa, cuando digo "decir algo interesante" estoy afirmando "hacer algo interesante" como distinto, inesperado, original. Para mí, el slogan de esta RAM que hoy termina, sintetiza de manera formidable esa posición: Experiencias Etnográficas. En los minutos que siguen trataré de argumentar por qué la etnografía tiene plena vigencia y por qué es la posición estratégica para dar nuestra pelea antropológica por una ciencia sólida, humanista, útil y también productiva.

I.

Vuelvo a Claudia, una de las antropólogas argentinas más conocidas y respetadas en el mundo antropológico. Y empiezo por ella y no por Clifford Geertz, por Tim Ingold o Didier Fassin. Empiezo por quien, hasta hace unos años, pertenecía a la Sección Etnología antes de 1984, luego rebautizada Centro de Estudios de Antropologías Especiales CEANES, convertida en "Sección de Etnología y Etnografía" en 1986, todo esto en el Instituto de Ciencias Antropológicas de la UBA. Se trataba de una sección que operaba aparte de lo que los antropólogos de la reorganización democrática de la universidad y la antropología entendíamos como la disciplina de los nuevos tiempos: la "antropología social". En vez, la Sección de Etnología y Etnografía parecía mostrar, para muchos de nosotros, una continuidad con el período oscuro de la dictadura, una supervivencia de los viejos tiempos; si se les concedía un espacio en el nuevo organigrama era porque sus dos figuras mayores, Edgardo Cordeu y Sandra Siffredi, eran respetadas por los reorganizadores del ‘84. ¿Acaso esa sección designaba un modo de hacer antropología diferente del socio-antropológico? Difícil saberlo, porque en la época tampoco quedaba demasiado claro qué era la antropología social, salvo en Misiones donde sí se la venía practicando y enseñando desde algo menos que una década y con poquísimos graduados de licenciatura (ver Bartolomé, 2005). Entonces, si Claudia y otros colegas de mi generación, los menos por cierto, quedaron en la Sección de Etnología y Etnografía, esto se debió a que allí estaban sus directores, autoadscriptos como etnólogos y que le habían dedicado sus vidas académicas a estudiar a los pueblos mapuche, aonikenk, qom, wichí, nivaclé, yshyr. Esta sección sostenía una línea antropológica con tradición académica que no se suscribía como social, aunque algunos de sus profesores enseñaban muy seriamente a los social anthropologists británicos. Con el tiempo, en la sección de Antropología Social empezaron a aparecer las temáticas indígenas. ¿Pero acaso los antropólogos sociales se diferenciaban de los tratamientos que les conferían los etnólogos a las mismas cuestiones? No sé si entonces, no creo que hoy (ver Vecchioli, 2002).

En aquellos años, desde la perspectiva de muchos de nosotros, Antropología Social y la sección Etnología/Etnografía eran muy diferentes. Le cabía a ésta la sospecha de colaboracionista con la antropología oficial de la dictadura, y por eso la de retrógrada, fascista, fenomenológica y descriptiva, como si todos estos epítetos fueran sinónimos. Precisamente, en los tempranos dictados democráticos la academia antropológica argentina disponía de un nombre que sintetizaba el escaso vuelo de la ahora ya vieja antropología. Ese nombre era Etnografía.

En los medios universitarios que se reconfiguraron con los albores del período democrático y la restauración de la autonomía universitaria, la "etnografía" remitía a un métier entre atrasado y elemental. Pero esto no era nada nuevo. Para los practicantes y herederos de la tradicional antropología del Volkerkunde (conocimiento de los pueblos, generalmente de ultramar, Etnología) y Volkskunde (conocimiento del pueblo, generalmente propio, nacional o vecino, Folklore), la etnografía era una sapiencia o etapa descriptiva muy próxima al campo, que debía evolucionar hacia la etnología, es decir, a la ciencia comparada y teórica. Así la aprendimos muchos de nosotros en el período 1975-1983.

En una extraña convergencia, para los jóvenes antropólogos que pretendían implantar la nueva antropología adjetivada como "social", esa que desconocíamos en su faz académica pero que decíamos conocer en su faz política, etnografía remitía a la vieja antropología y la vieja antropología era claramente el enemigo de la antropología social. Así, tanto etnólogos como sedicentes y reales antropólogos sociales en los ‘70 coincidían en que "etnografía" era "mera descripción" de un grupo cultural al que, incluso y por su exotismo, se lo llamaba "grupo etnográfico". Este lugar subalterno de la etnografía estaba respaldado por dos importantes antecedentes: sólo unos pocos argentinos que se habían formado en antropología social en algunas academias parisinas, británicas (preferentemente inglesas) o estadounidenses, y que emigrarían desde 1975 al exterior, a menudo por razones políticas, no se referían a sus textos como "etnografías" sino como "monografías". Usaban el término "etnografía" para referirse a sus investigaciones de campo, a las que llamaban "investigaciones etnográficas" y, eventualmente, al método etnográfico, derivando la expresión de la Introducción a Los Argonautas de Malinowski. Tanto es así que, pese a sus diferencias políticas y de edad, Hebe Vessuri en el artículo sobre "Observación Participante en Tucumán, 1972" y Esther Hermitte en su artículo "La observación por medio de la participación" escrito a fines de los ’60, copiaban prácticamente el mismo extracto de la famosa Introducción.

Parece entonces que para unos –los etnólogos– y para otros –los antropólogos sociales formados o por entonces en formación– el término "etnografía" figuraba en estrecha asociación con el trabajo de campo y con aquéllos a quienes el investigador utilizaba como informantes. La etnografía era, así entendida, el peldaño más elemental del conocimiento antropológico. Tal era la situación terminológica al momento de nuestra reorganización universitaria que comenzó el 10 de diciembre de 1983 (si no antes, cuando se supo que el radical renovador Raúl Alfonsín había ganado las elecciones del 30 de octubre).

II.

Fue a fines de los ’80 que la "etnografía" empezó a poblar las discusiones de los antropólogos en la enorme usina teórico-metodológica del mundo, los EE.UU. Viajé allí, más precisamente a Baltimore, a cursar mi doctorado en un departamento encuadrado en la línea que ellos llamaban "de Economía Política", dirigido por Sidney Mintz ya desde las sombras porque estaba a punto de jubilarse. Me interesaba esa propuesta de la Universidad Johns Hopkins (JHU) que me fue señalada por Gustavo Lins Ribeiro, quien había hecho su doctorado en el departamento de la City University of New York (CUNY) que dirigía el hermano antropológico de Mintz, Eric Wolf. Me integraba así a una red transnacional de antropólogos sociales de inspiración marxista que se auto-denominaba "de Economía Política" porque en la segunda posguerra, en tiempos del senador J. McCarthy, los marxistas rotulados de "comies" (sing. comy) por communists debían ser denunciados, perdían sus trabajos e iban presos. Mi conexión fue a través de un colega brasileño que cada vez que venía a la Argentina visitaba a Esther Hermitte con quien yo había hecho algunos cursos en el IDES, y a quien acompañé como profesora adjunta en la materia Métodos de Investigación de Campo en la ya reorganizada carrera de Ciencias Antropológicas de UBA, Orientación Antropología Sociocultural. Gustavo conoció a Esther por recomendación de Leopoldo Bartolomé, porque Leopoldo era ya un veterano investigador y asesor en la antropología de poblaciones desplazadas por grandes obras, tema afín al de Gustavo quien había hecho su tesis de Maestría sobre la construcción de Brasilia, y luego, para su doctorado, estudiaba los "bichos de obra" o profesionales itinerantes que trabajan en este tipo de construcciones. Había elegido "Yacyretá", represa hidroeléctrica en el Río Paraná, regida por la EBY, Entidad Binacional (argentino-paraguayo) Yacyretá, cuyo equipo social de sociólogos y antropólogos estaba dirigido por Bartolomé.

Uno de los primeros cursos que tomé en Baltimore daba como lectura a unos tales James Clifford, Stephen Tyler y George Marcus, de quienes no tenía la menor idea (probablemente nadie tenía la menor idea en la antropología argentina de aquel entonces). En esos textos encontré cierta insistencia en el texto escrito, al que llamaban "ethnography" o "ethnographic text". La mayoría de ellos habían sido alumnos de Geertz y estaban de acuerdo en que los "antropólogos escribimos". ¿Qué? Etnografía. En sus escritos esos mismos autores estadounidenses le daban un amplio espacio a reflexionar sobre sus trabajos de campo, sus desafíos y sus tensiones, y se valían del campo y la escritura para cuestionar la exclusividad de la autoridad antropológica.

En mi segundo semestre de cursos (enero-mayo 1989), Katherine Verdery y Gillian Feeley-Harnik, que serían mis directoras de tesis, dieron un curso sobre trabajo de campo, creo que por primera vez en ese departamento. La mayor parte del programa se basaba en aquellos mismos autores, los "posmos". La traducción de Pierre Bourdieu y Loïc Wacquant de Una invitación a la sociología reflexiva salió en 1992 y yo ya estaba de vuelta en la Argentina. El ánimo de mis profesores de Hopkins, todos ellos increíblemente diestros, trabajadores, potentes, inquietos y creativos, para con los "posmos" era de absoluta animosidad. Les criticaban no embarrarse, es decir, no hacer TC y hablar demasiado de la escritura. A pesar de esto, los "posmos" componían la parte más interesante del programa y garantizaban una buena discusión. Lo que quiero destacar es que, pese a que mis profesores tenían otra orientación que sustantivamente me parecía más desafiante, para ellos el trabajo de campo no era un problema ni merecía mayor reflexión. Sin embargo, se aventuraron a dar un curso de TC e incluyeron a esos colegas connacionales en su programa.

"No embarrarse" era la crítica más feroz que le escuché hacer a una académica formada en una escuela de orientación estructural-funcionalista. Esther Hermitte nos transmitió en sus cursos del IDES, sede de la "universidad de las catacumbas" durante la última dictadura militar, la importancia del TC desde una perspectiva completamente experiencial.

Sin la sofisticación que podríamos darle hoy, Esther siempre nos llamaba la atención con sus narraciones acerca de sus tres grandes experiencias. De esas narraciones las anécdotas eran lo más interesante porque dejaban en claro una serie de distinciones entre el buen y el mal TC: no era lo mismo pagar por mito a cada informante que hacer trabajo de campo viviendo con los nativos; no era lo mismo estar en el campo el mes de receso universitario que tomarse seis meses o un año y hasta dos; no era lo mismo dejar que las categorías nativas emergieran en el devenir de la vida social, que interrogar a la gente sobre ellas para "ir al punto y que no se vayan por las ramas".

Con sus experiencias-aventuras-anécdotas en Pinola (Chiapas) y en Belén (Catamarca), Esther nos mostraba que uno podía entender desde otro lugar y de otra forma a la gente que habita este mundo. Ese entendimiento quedaría plasmado a través de conceptos y nociones muchas de las cuales, aunque no todas, estaban tratados en los libros. Y ese ‘otro lugar’ tenía que ver con el entendimiento mutuo, en un camino existencialmente solitario que se llamaba Trabajo de Campo y, más específicamente, Observación Participante.

Esther siempre contaba que cuando volvió a la Argentina, en un intervalo de su trabajo de campo de año y medio en Chiapas, no tenía con quién hablar; padecía los anthropological blues de los que más tarde escribiría Roberto Da Matta. Mucho tiempo después leeríamos en los diarios de Esther que, a su regreso de la Argentina y Chicago a Pinola, la envolvía la nostalgia prematura de su próxima y final despedida de aquellos pinoltecos que le preguntaban cómo había encontrado a su mamacita y cómo era viajar en avión. En sus cursos sobre "Métodos de investigación de campo" (no los llamaba "etnografía" ni "métodos etnográficos"), ella se ubicaba en el mero centro y a ninguno de nosotros, sus estudiantes, se le hubiera ocurrido que Esther fuese vanidosa ni egocéntrica.

Ahora bien. Cuando ella volvió a la Argentina en 1965, trajo eso de la "antropología social" que los antropólogos-etnólogos de la Argentina desconocían (en los dos sentidos, ignorar y menospreciar), mientras que para algunos de los jóvenes antropólogos que ya se animaban a auto-adscribirse como "sociales" sin saber mucho del asunto, Esther era una antropóloga que traía una vertiente aplicada e interesante por lo distinta y útil. El único problema que algunos jóvenes postulaban era que la había aprendido en EE.UU, por lo cual inferían que Esther era culturalista y probablemente hacía inteligencia contrainsurgente o ayudaba a colegas que la practicaban. Por supuesto que en el clima de época estas afirmaciones podían convertirse en un macartismo al revés. Aún sin contar con evidencias, se trataba de "acusaciones de brujería", como las llamábamos algunos discípulos de Esther, que sembraban la sospecha en un ambiente tremendamente politizado.

No creo que esos colegas, tan afectos a la acusación política, estuvieran al tanto de lo que en verdad sucedía en EE.UU. y, particularmente, cómo había sido la formación de Esther. Antropología en Chicago era la cabeza de playa de la antropología británica, dado que por ese Departamento había pasado Radcliffe-Brown no una semana ni un mes, sino ¡siete años!.

Chicago integraba un grupo de investigación dirigido por un antropólogo social inglés discípulo de E. E. Evans-Pritchard, Julian Pitt-Rivers. Ese equipo estaba formado, entre otros, por Eva Verbitsky, sobrina de Ricardo Verbitsky (el autor de Villas Miseria también es América y padre de Horacio, periodista y miembro de un grupo armado de los ‘70) y por Calixta Guiteras, la hermana del Tony Guiteras, un luchador contra la dictadura de Batista y considerado "héroe" de la Revolución Cubana del ‘59. Eva y ‘Cali’ eran las coordinadoras de los doctorandos que trabajaban en distintas localidades de los Altos de Chiapas, entre los cuales figuraban Esther y varios mexicanos de la Escuela Nacional de Antropología e Historia.

Esa antropología social norteamericana de escuela británica consideraba que los antropólogos debíamos producir y leer textos que no fueran sólo teóricos. Así que en 1979 tuve la mala idea de preguntarle a Esther qué leer durante mis vacaciones: me contestó Brujería, Oráculos y Magia entre los Azande. A los pocos años y cursando Antropología en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) en su sede de Buenos Aires, con Leopoldo debí leer Los Nuer para el trabajo final, y para un curso de Carlos Herrán People of the Sierra de Pitt-Rivers, director de tesis de Esther, la "culturalista". No sé cómo pude leerlos, tan llenos de detalles y yo con nula formación en antropología inglesa. Pero, a la distancia, lo interesante era que Esther era la misma persona que nos daba un curso de TC y que me recomendó leer textos clásicos. También era ella quien criticaba mi manera de escribir y describir y no me refiero solamente a errores sintácticos. Me criticaba las generalidades, las descripciones incompletas y sesgadas, y su amontonamiento en presentaciones inconducentes.

Lo que quiero decir es que si bien yo aprendí en EE.UU. que todo esto podía llamarse etnografía y que éste era el nombre de un eje bien interesante, ya tenía esta disposición preparada por quien se había formado como antropóloga social, Esther. Efectivamente, ella fue parte de la reorganización de la orientación "socio-cultural" de la Licenciatura en Ciencias Antropológicas de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Sin embargo, esta disposición mía se había gestado, junto a otros jóvenes colegas, en medio de una contestación masiva y potente a lo que llamábamos "la antropología de la dictadura".

Es una suerte que yo haya ido a EE.UU. a hacer mi doctorado y, sobre todo, a preparar mi examen de candidatura doctoral. Este tipo de examen es el verdadero "filtro" durante la cursada. En su preparación debía entregar a mis profesores de JHU una lista de no menos de 80 títulos con bibliografía sobre antropología y ciencias sociales de Chile, Uruguay y Argentina, el área cultural y geográfica que yo había elegido para luego hacer mi tesis. Entonces me dediqué a buscar y a leer títulos de sociología, ciencias políticas y unos pocos antropólogos sociales que pude encontrar. Cuando le presenté mi lista a Mintz, me dijo que faltaba toda la literatura clásica sobre pueblos indígenas. Le contesté que esa literatura era exotista y etnocéntrica; me respondió que eso era antropología, y me mandó a leer el Handbook of South American Indians de su gran profesor Julian Steward y todo lo que pudiera encontrar sobre los tehuelches, los chamacocos, los ayoreo y los selk’nam. Podría haber pensado que Mintz no estaba al tanto de la interna político-antropológica argentina, pero jamás supuse que Mintz fuera un fascista ni un fenomenólogo (¡que para la época significaban lo mismo!) Así que volví a la biblioteca y me reencontré con mucha de la literatura que había tenido que estudiar durante mi carrera de ciencias antropológicas entre 1975 y 1981. Y así me encontré ¡grandes sorpresas! Los viejos etnólogos hablaban de mitos políticos y urbanos, hablaban de injusticia y de explotación indígena.

III.

Cuando volví en 1992 a hacer mi TC y a reasumir mis trabajos, tenía el dispositivo etnográfico inscripto en mi cabeza y me parecía que ese dispositivo de enfoque-texto-trabajo de campo podía ser estratégico para nuestra disciplina en la Argentina, una antropología social que empezaba a construirse casi de la nada, a diferencia de los sociólogos cuya mayoría volvió a residir y a enseñar en el país. Los problemas no eran pocos: carecíamos de investigaciones propias, de textos, especialmente de libros, carecíamos casi de publicaciones, y carecíamos del hábito de la discusión académica.

La ocasión me la ofreció, hace 20 años, el equipo de Leopoldo Bartolomé, en la Maestría de Antropología Social aquí en Posadas, posgrado que sólo tenía dos años de existencia y que fue el primer Master de Antropología Social del país. Allí di un curso sobre trabajo de campo y etnografía, empeñada en que mis estudiantes conocieran las obras socio-antropológicas sobre la Argentina, escritas por argentinos y por extranjeros. Ni mis estudiantes ni prácticamente nadie en el país las había leído. La mayoría de aquellos trabajos habían sido tesis doctorales presentadas entre 1971 y 1975 pero no se habían publicado ¡hasta ese entonces!1 Me refiero a Tenencia de la tierra y estructura social en Santiago del Estero, la tesis de Hebe Vessuri para Oxford (1971, 2012) y Los colonos de Apóstoles, la tesis de Leopoldo Bartolomé para Wisconsin (1975), The Welsh in Patagonia, de Glynn Williams (1991), Empresas transnacionales. Un gran proyecto por dentro, de Gustavo Lins Ribeiro (1991), La decencia de la desigualdad, de Kristi-Anne Stølen (1996), Evita Perón, los mitos de una mujer, de Julie M. Taylor (1981), y una compilación que ya conocía, Procesos de Articulación Social (1977), reunida por Leopoldo y Esther con textos de, entre otros, Roberto Cardoso de Oliveira, Blanca Muratorio (que vivía en Ecuador), Carlos Herrán, Eduardo Archetti, Kristi-Anne Stølen, Scot Whiteford, Sidney Greenfield y Elmer Miller, que resultaba de la primera reunión del Grupo de Articulación Social del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO)2.

¿Eran éstas "etnografías"? Sus autores no las llamaban así, pero para mí lo eran en tanto textos orientados por problemas en cuyos argumentos se entretejía material de campo, material secundario y discusiones teóricas. Esas obras hablaban de la Argentina pero de una manera distinta a la de los historiadores, los sociólogos y los politólogos. Internarse en su lectura era emprender un viaje en el que uno llegaba a conocer grupos humanos desde adentro, mientras visualizaba las problemáticas que vertebraban a la Argentina en el tiempo y el espacio.

Con los ucranianos y los polacos de Misiones y con los galeses de Chubut uno podía, además, reconocer el impacto de las gestiones nacionales y los procesos de nacionalización de nuestros grupos migrantes llamados "étnicos". Para mí lo más maravilloso de Los Colonos de Apóstoles de Leopoldo no era su desarrollo conceptual de las estrategias adaptativas de John Bennet, sino el proceso histórico de la construcción de la etnicidad de los polacos y los ucranianos en Misiones, que funcionaban tan distinto en la sociedad y la política. Como la de Leopoldo, ninguna de las etnografías restantes era ahistórica.

Tendiendo a una perspectiva objetivista en que los autores apenas aparecían porque se trataba de piezas escritas con afán científico, estos textos alardeaban de un vasto trabajo de campo enhebrado teóricamente. Así, aunque cualquier científico social podía teorizar sobre el campo argentino, y en la época varios lo hacían (un citado recurrente era el gran sociólogo Miguel Murmis), nadie como estos antropólogos sociales podía ver y transmitir de esa manera que solemos llamar "holística" cómo la tenencia de la tierra se vinculaba con un santo violinista, un estudiante de magia, el patrón, la abuela como madre, el piso de tierra y el clientelismo político; y nada como esta lectura para entender lo que es hoy, por ejemplo, Santiago del Estero.

¿De dónde venía este material y su articulación? De largas estadías en el campo, de averiguar, de registrar, de conversar, de hacer amigos, de cocinar y comer juntos, de lastimarse las manos, de pasar notas a máquina y a diario, en fin, de todo lo que se hace en la vida mientras uno, además, quiere transmitirla a otros para discutir cuestiones más abstractas. Quiero decir: la diferencia de estos trabajos con respecto a otros de la época no estaba en la teoría; estaba en la teoría vista desde el campo. El fenómeno de los colonos era un ejemplo; el de la etnicidad en relación a la producción era otro. Estos primeros antropólogos sociales describían un Norte Argentino escasamente analizado por la sociología rural de entonces o encuadrado en la llamada "economía campesina". Pero ni los obrajeros y trabajadores golondrina, ni los peones del surco, ni los colonos yerbateros y algodoneros podían encuadrarse en lo que en América Latina se estudiaba como "campesinado".

¿Qué movía a estos antropólogos, que tenían entre 30 y 45 años? Entender a sus interlocutores como actores políticos. Por eso se preguntaban, por ejemplo, ¿por qué los polacos y ucranianos yerbateros no se unían a las Ligas Agrarias? ¿Por qué fracasaron las Ligas Agrarias en el norte de Santa Fe? ¿Por qué los pobres de Santiago del Estero se mantenían subordinados a sus patrones? ¿Por qué, ante el abismo del cierre de los ingenios azucareros de Tucumán, los peones del surco en vías de cooperativizarse no querían trabajar en un emprendimiento colectivo que los salvaba del hambre o la emigración? ¿Por qué las cooperativas de tejedoras de ponchos y de minifundistas de pimentón del interior de Catamarca no resultaban en la igualdad económica de sus integrantes? Estas y otras preguntas podían responderse no sólo ni tanto a partir de la lectura de los filósofos y ensayistas, sino mediante un acercamiento personal, presencial, prolongado respaldado en una misión científica justificada en una tradición que hacía de la permanencia, la soledad existencial y la dificultad constante una ética que no admitía atajos. Todos ellos se sabían antropólogos en contextos politizados que politizaban sus estadías, sus temas de conversación, sus orientaciones y sus trabajos finales, y que transitaban campos de batalla totalmente desprotegidos, aunque conservando a rajatabla la autonomía de su saber académico. Digamos, de paso, que nadie andaba por Tucumán en 1974 haciendo trabajo de campo para hacer avanzar la teoría.

Bastante tiempo después, más precisamente dos décadas, me acuerdo de mi primera clase sobre antropología argentina que di en el doctorado de la Universidad Nacional de Córdoba. Cuando les pregunté a los estudiantes, todos doctorales, cómo leían un texto, dos me contestaron de inmediato que lo primero era revisar la bibliografía para hacer la crítica teórico-ideológica del autor. Pregunté para qué y me respondieron que para ubicarlo e inferir la lectura de los datos a la luz de esa definición. Ellas encarnaban una forma de leer muy habitual y que acababa dirimiendo el nivel en el que debía darse el debate, y por lo tanto la ponderación de los resultados de una investigación (casi antes de saber si el TC era bueno, adecuado, profundo). Si bien en la primera época no había discusión sobre textos antropológicos nativos porque los había bien pocos, la lectura teórico-ideológica de los textos prevaleció pese a la creciente producción textual. Esto fue un gran problema no sólo para nuestra antropología; también para los estudiantes que debían escribir sus tesis sin contar con ejemplares ni con el adiestramiento de cómo leerlos. Para hacer una tesis era imprescindible tener claro el marco, pero no se ponderaba que ese marco sirviera para hacer buenas preguntas y que tuviera que ver con la realidad social presuntamente estudiada.

IV.

Sería erróneo creer que sólo hemos hecho teoría en todos estos años. En la última década y media asistimos a un boom etnográfico, cualquiera sea su acepción: como enfoque general, como forma de argumentar, como texto, como método alternativo al cuantitativo. De pronto numerosos colegas de otras disciplinas sociales empezaron a acercarse a la antropología en busca de lo que llaman "herramientas".

En nuestro país ese boom se valió de propios y extraños, de la creación de grados y posgrados socio-antropológicos, de la industria editorial post-2001 con pequeñas y medianas editoriales que empezaron a publicar clásicos y no tan clásicos traducidos, manuales para cursos –especialmente de las materias introductorias–, tesis de maestría y doctorado, etc. También se apoyó en la proliferación de reuniones periódicas de la gran disciplina y de otras afines y, aunque su carácter cada vez más multitudinario redujera las exposiciones individuales y el margen para el debate posterior a esas exposiciones, permitió que por aulas y salas, pasillos, mesas de exposición y venta de libros, cafés, plazas y paseos de compras nos mezcláramos los antropólogos de cuna y los recién llegados, los estelares y los caídos en desgracia, los posmodernos, los multiculturales y los interculturales, los antropólogos clásicos, los obedientes, los alineados, los antropólogos críticos, los francófilos y los anglófilos, los argen-bras y los argen-mex, los antropólogos comprometidos, los políticamente correctos, los antropólogos científicos, los globalizados, los ‘meramente descriptivos’, los teóricos y los comparativos, entre muchos, muchos, muchos más.

Además de editoriales, grados y posgrados específicos y congresos, ese auge se debió al excelente trabajo de los colegas profesores de materias antropológicas ante auditorios extra-antropológicos que buscaban otras formas de conocer nuestras realidades de las que sus disciplinas los equipaban. También creo que contribuyó al boom la insuficiencia de los grandes modelos explicativos, el nuevo mundo que echó por tierra la utopía soviética, y la distancia de los modelos narrativos para dar cuenta de esos mundos sociales en profundos y desconocidos procesos de cambio. Fueron los estudiantes de las ciencias sociales y las humanidades los que hicieron el boom etnográfico como vía privilegiada para un conocimiento más genuino de lo social. Muchos de ellos no querían convertirse en antropólogos, ni siquiera cursar un posgrado especializado, pero les interesaba sobrevolar la tan mentada "mirada antropológica" que, por asociarse con el método etnográfico (otras formas de llegar y conocer a la gente), se pegó al trabajo de campo.

Lo que los graduados de otras carreras querían de nuestros posgrados o de nuestras materias metodológicas eran "herramientas" diferentes para conocer de otra manera y, según el caso y la época, para hacer algo por, para o con ellos. Este sesgo se pronunció en el cambio de siglo ante el surgimiento de nuevos actores que los viejos marcos hubieran encuadrado en el lumpen proletariado. Los piqueteros atraían a aproximadamente el 60 % de los estudiantes de ciencias sociales, antropología social incluida. Me acuerdo que nuestro querido colega santiagueño-nórdico Eduardo Archetti los llamaba "piqueterologists" con cierta sorna, sin advertir lo teóricamente desafiante de la cuestión y el vasto campo que se abría en la Argentina a un fenómeno desconocido.

V.

Llegamos entonces a la actualidad. Es sorprendente la capacidad diagnóstica del uso del término ‘etnografía’, ahora inserta en un nuevo debate. En los últimos años algunos colegas han comenzado a discutir el mal uso, por lo generalizado y simplificado, de la noción como sustituto solamente de método etnográfico y, sobre todo, de antropología. Dirigiéndose a una audiencia regional o local estos autores, que integran la primera línea de la antropología argentina, deploran la reducción de la antropología a la etnografía, de la antropología a la reconstrucción de la perspectiva del actor y de la perspectiva del actor a sus discursos.

Las propuestas de estos antropólogos varían, en algunos casos diferenciando tajantemente antropología y etnografía, afirmando que la etnografía se limita a la descripción, o bien, que no tiene pretensiones generalizadoras, comparativas y abstractas (Visacovsky, 2017). En otros casos admiten que si hacemos etnografía es porque los antropólogos desarrollamos "una práctica de investigación que trata de aprehender una porción del mundo social a través de un análisis que se centra estratégicamente en las perspectivas nativas y que apunta a integrarlas coherentemente a sus productos" (Balbi, 2012:493). En ambos razonamientos, estos colegas advierten que la perspectiva nativa, mejor que "la del actor", en tanto constructo antropológico y teórico, no pertenece a nuestros interlocutores a quienes, erradamente, se les asigna disponer de "teorías nativas". Sostienen que los antropólogos hacemos teoría, proyectando nuestras elaboraciones y gracias a la labor comparativa; generamos así conceptos de mayor proyección y así ingresamos al concierto de la antropología mundial, o al menos tenemos la oportunidad de ingresar a la sala y tomar algún instrumento. Circunscribirnos a la etnografía y a su manía descriptiva nos aleja de la discusión teórica general y nos circunscribe, nos parroquializa, nos confirma en nuestro ser periférico (Visacovsky, 2017).

En esta línea nuestros autores retoman tanto a los clásicos de la antropología social como a los debates que se siguen en la actualidad, y que vienen siendo motivados por el británico Tim Ingold, quien llega al extremo de escindir a la etnografía y a la antropología como dos disciplinas distintas, una dedicada a describir la vida tal como es vivida y experimentada por un pueblo, y otra dedicada a las condiciones y posibilidades de la vida humana en el mundo (Ingold, 2017:21). Los términos de este debate pueden verse en el dossier dedicado a la etnografía de la revista digital y de acceso libre Hau. Y aunque Ingold afirma que la etnografía y la antropología tienen destrezas y objetivos diferentes, lo cierto es que su caracterización de la etnografía no tiene mucho para equipararse a una disciplina cuyo horizonte es el bien de la humanidad. ¿Qué menos? ¿Qué más?

Aunque algunas elaboraciones del insigne inglés radicado en Escocia me parecen lúcidas, interesantes, provocativas e iluminadoras, sus intentos de precisar los usos de la etnografía no me parecen ni precisos ni esclarecedores (tampoco se los parece a muchos colegas reunidos en la revista Hau). Los antropólogos sabemos demasiado bien, aunque extrañamente no solemos aplicarlo a nosotros mismos, que los términos deben sus sentidos a sus usos situacionales y se afirman en los contextos que crean, más que ajustarse a un diccionario de definiciones dadas de una vez y para siempre.

Entonces antes de contestar si la etnografía no es antropología, y si la perspectiva del actor o del nativo no constituye el eje de la definición de nuestra disciplina, como afirman colegas de primerísima línea de la antropología argentina, deberíamos entender, y para eso describir, a quién le contesta Ingold desde Escocia y a quién le contestan mis colegas argentinos en nuestro país y en la región. Esta opción me parece más productiva que limitarnos a responder: –¡Justo ahora que conseguimos popularizar la antropología a través de la etnografía, nos vienen a decir que la base de nuestra popularidad entre las ciencias sociales no nos distingue tanto o no nos distingue bien!

Según mis lecturas, Ingold les responde a los postmodernos norteamericanos y no estoy segura que me interese reproducir y tomar parte de esa discusión. Pasando a mis colegas connacionales, que sí me interesan, me parece que el objetivo de sus afirmaciones más o menos explícitas no es tanto una defensa elitista de nuestro exclusivismo –sólo los antropólogos sabemos qué es la etnografía y cómo hacerla– sino la reiterada liviandad con que nuestros colegas de otras disciplinas y también nosotros mismos, invocamos a la etnografía como la fórmula mágica de la metodología cualitativa para fundar nuestras investigaciones. Si bien es cierto que cualquiera puede conversar con la gente y hacer algunos registros, no alcanza con esto para decir que uno hace etnografía.

Me parece que conviene advertir que una cosa es decir que la etnografía –entendida como TC y como género textual– no caracteriza a la antropología, y otra cosa muy distinta es afirmar que quienes la invocan lo hacen con extrema liviandad. Según lo expuesto hasta ahora, es claro que no estoy de acuerdo con la primera premisa. Si la antropología debe ser teoría o trabajo de campo es una falsa disyuntiva, y reducir la etnografía a la "mera descripción" es, en sí, una afirmación teórico-epistemológica.

La investigación etnográfica ha estado en la base de nuestra antropología, siempre aplicada o referida al trabajo de campo que es, a mi juicio, la marca distintiva de nuestra disciplina y el punto estratégico para dar una discusión teórica y política profunda e informada. Por eso me refiero al Trabajo de campo, no al Campo a secas; con trabajo de campo no aludo a una labor extractiva sino a una construcción entre partes y de la cual resulta cierta argumentación asociada a un género textual. Es decir: el texto etnográfico se va concibiendo a lo largo del mismo trabajo de campo. Algunos colegas, por ejemplo Mariza Peirano, lo afirman lisa y llanamente (1994, 2018) y los antropólogos lo practicamos aún sin decirlo (ver la labor de Hermitte en Chiapas, en Archivo Esther Hermitte, Centro de Antropología Social (CAS) del Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES) y en Guber, 2013). Esta cercanía entre método y argumento textualizado es mucho mayor en nuestras antropologías latinoamericanas cuyos campos se encuentran en, o muy vecinos a nuestras casas y nuestras universidades. Por eso me llama la atención que sea precisamente en nuestros países donde se afirma que ya no es posible dedicarle tanto tiempo a "estar ahí". ¡¡¡Si nos la pasamos ahí!!!

Otra cosa es que quienes dicen hacer etnografía lo hagan con extrema liviandad. Pero esto no es nuevo; en todas las áreas hay buenos y malos profesionales e intelectuales. Ya a comienzos de los ’80 algunos equipos decían hacer etnografía con "sectores populares", pero en sus textos se limitaban a citar extensos pasajes de la desgrabación de entrevistas que no incluían la parte del investigador ni se apartaban, en sus análisis, de reproducciones casi literales de lo dicho por los entrevistados. Si alguien cuestionaba estas modalidades de grabación indiscriminada y de transcripción de "bocas que hablan", como decía Esther Hermitte, se respondía que la crítica no consideraba el mérito de "estar ahí, con todo y ¡los Falcon verdes!". La defensa se esgrimía, entonces, en lo peor de la crítica que James Clifford y George Marcus estaban empezando a esgrimir acerca de una "autoridad etnográfica" heroica y vacía. Así como el nivel de compromiso militante no conlleva una buena investigación, tampoco asumir riesgos nos hace mejores intelectuales. En vez, considero que el mejor ataque a este mal uso de la etnografía reside en la discusión de sus resultados, de la articulación entre teoría y dato. Y si un proyecto de investigación dice que hará etnografía y trabajo de campo, debe justificar y explicitar esa disposición a la luz del objeto de conocimiento que propone.

Estamos de acuerdo en que la popularización de una forma, una figura, una práctica suele acarrear casos de mala praxis. Hay textos malos, superficiales, también estúpidos, pero ¿por qué tendríamos que abandonar el término etnografía para designar a todo ese género? ¿Por qué adoptar el término monografía que usaban nuestros predecesores, si suena bastante escolar y antropológicamente inespecífico? ¿No convendría, en cambio, examinar de quiénes se querían diferenciar Hermitte, Vessuri y otros en aquella época? Vuelta al principio de esta presentación: ¿acaso no pretendían contestar a la antropología del Volkerkunde y del Volkskunde que reinaba en las universidades de Buenos Aires y La Plata?

Dicho todo esto, me parece que nosotros tenemos alguna parte en esta mala praxis y en esta exageración. En un artículo verdaderamente visionario, "La generación de teoría antropológica en América Latina: silenciamientos, tensiones intrínsecas y puntos de partida" (1996), el siempre creativo y crítico colega Esteban Krotz mostraba que en el Sur usamos conceptos y autores del norte sin tener la menor idea de cuáles son sus discusiones ni cuál es la historia de los conceptos. Así, mientras examinamos y analizamos prácticas y categorías de nuestros nativos, tomamos teorías y autores descontextualizados como si se tratara de cabezas que van y vienen por nuestros programas, cuyos dictados pueden ser aplicados como si no tuvieran historia, sociedad, cultura y nación. A veces reparamos en el género pero sólo a veces. Ciertamente, agrega Krotz, el asunto no se resuelve diciendo que los antropólogos británicos fueron el brazo intelectual del colonialismo, y los norteamericanos la punta de lanza de la contrainsurgencia. Estas simplificaciones, demasiado groseras pero siempre a mano para enchastrar a otros colegas, evitan discutir a los autores y las teorías en términos de problemas de investigación concretos y de datos que avalan o no la resolución de esos problemas.

Me parece que aquí reside un posible meollo de la cuestión etnografía/trabajo de campo versus antropología/teoría. La discusión teórica ha venido ocupando un lugar cada vez más dominante, relegando al trabajo de campo a una posición que, de hecho, se comporta como fuente o cantera de datos. Si uno dice que el dato se construye, pero nunca analiza ni muestra el análisis sobre el proceso de esa construcción, difícil que el trabajo de campo abandone esa posición (y que uno sea consecuentemente "constructivista", o algo así).

Esta escisión, tan formidable como anacrónica, nos permite trabajar con la teoría deshistorizada, como si sus premisas nos bajaran igual que las tablas de la Ley. En cambio, afirmar que la teoría se suscita o se despierta en el campo, viaja y se prueba en otros espacios y otros problemas, y vuelve a nuestro campo recreada y renovada, es otra cuestión. Hay teorías que viajan lejos y hay teorías que no pasan de la cuadra; sin embargo, la vigencia de unas y otras no necesariamente tiene que ver con la verdad; pueden estar ancladas en tradiciones, compromisos político-académicos, plausibilidades de la coyuntura, figuras intelectuales, prestigio del centro académico de su nacimiento, etc.

Estas reflexiones nos llevan a hacer algunas preguntas que pueden ser muy interesantes si las trabajamos como los antropólogos solemos hacerlo con otros grupos sociales. Cómo usamos las teorías en nuestras antropologías del Sur (Krotz, 1996) implica preguntarnos cómo hacemos trabajo de campo, cómo nos insertamos en nuestros países y en otros, por qué en ciertas épocas le concedemos especial atención a algunas escuelas o autores, cómo se establecen esas atenciones y cómo se derriban. Las preguntas podrían multiplicarse, pero lo que me interesa destacar es que referirse a la teoría de esta manera significa internarse en el sentido común y el sentido político del investigador, en sus prejuicios y en sus supuestos, aún los menos visibles. El colega Marcio Goldman (2008) desarrolla este punto muy creativamente, preguntándose por qué tomamos en serio a nuestros interlocutores (informantes) cuando nos hablan de sus mundos religiosos, y no cuando nos hablan de política.

Ponderar el quehacer teórico como entramado en el trabajo de campo significaría no sólo dejar de lado la noción del método como un recetario de pasos preestablecidos. Significaría, más bien, aprender a hablar y a escribir sobre el trabajo de campo de manera teorizada y analítica. Significaría también explicarle a quienes nos financian que no hay conocimiento novedoso, interesante, útil y recíproco sino nos tomamos el tiempo para aprender a aprender, como lo hacen nuestros interlocutores. Significaría a la vez demostrar la superficialidad de los saberes que se esgrimen sin bases sólidas, sin estadías prolongadas, sin los avatares con que nuestros campos desafían nuestro sentido común etnocéntrico, sociocéntrico y, como advertía Bourdieu, logocéntrico. Significaría poner en evidencia que para publicar hay que tener algo que decir, y para tener algo que decir hay que trabajar y estudiar mucho. Si nos deshacemos de la etnografía no podremos convencer a nadie, y mucho menos a nuestros empleadores, que nuestro conocimiento es algo distinto y mejor. Y si nos vanagloriamos de una teoría sin raíces genuinas en nuestros campos y en nuestras realidades socio-políticas y académicas, tampoco podremos convencer a nuestros interlocutores cuánto y qué hemos aprendido de ellos. Finalmente, si nos regodeamos en nuestro exclusivismo antropológico nos quedaremos (otra vez) solos vestidos de retazos anecdóticos, sin nuestros colegas de otras ciencias sociales que han decidido aventurarse por estos caminos y que han venido a nosotros a pedirnos nuestra guía.

A todo esto es que llamaría yo "Experiencias Etnográficas", el lema de esta 12º Reunión de Antropologías del Mercosur, que nos tiene aquí, ejerciendo y discutiendo acerca de una disciplina aprendida de primera mano, desde la humildad con que nos imponemos conocer en términos vivenciales con la teoría, con nuestros interlocutores, desafiando el sentido común de los que opinan livianamente, desafiando el sentido común de los que dicen hacer ciencia obsesionados con la productividad, desafiando el sentido común de quienes dicen cualquier cosa apremiados por imponer sus políticas. Nosotros "estamos ahí" y seguiremos ahí, desde nuestros múltiples campos.

Experiencias etnográficas ayer, hoy y siempre. ¡Viva la Antropología!

NOTAS

** El registro audiovisual de dicha conferencia, producido por UNaM Transmedia, está disponible en el siguiente link: http://ram2017.com.ar/?p=81

1 Parte de esa materia gigantesca que involucró 9 jornadas de 3 horas cada una, en 3 tandas de 2 días, viernes y sábado por medio, fue también la literatura clásica y más reciente sobre trabajo de campo, incluyendo la autobiografía de campo Nurturing Doubt de Elmer Miller con los Qom. La idea era referirse al trabajo de campo desde las innumerables decisiones que podíamos inferir que habían tomado sus autores al conceptualizar el problema, su solución y el argumento ordenado en capítulos.

2 Esta compilación permaneció en los depósitos de la editorial Amorrortu entre 1978 (un año después de publicada) y 2016, cuando una colega, Silvina Merenson, advirtió que la editorial tenía 2000 ejemplares de un libro que considerábamos agotado.

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