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Avá

versión On-line ISSN 1851-1694

Avá  no.34 Posadas jun. 2019

 

ARTÍCULO

Cuerpo y socialización: entre la cárcel y el hospital psiquiátrico

 

Mercedes Rojas Machado*

*Centro de Investigaciones Sociales (CIS) del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y el Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES).

e-mail: mrojasmachado@gmail.com

Fecha de Recepción: 17/08/2018
Fecha de aceptación: 22/02/2019


RESUMEN

El presente trabajo pretende indagar la relación entre el cuerpo y los procesos de socialización dentro de un contexto específico: un servicio psiquiátrico de una cárcel de máxima seguridad en la Argentina, donde funciona un programa civil de tratamiento especializado en salud mental. Se sostiene que en este espacio aparecen formas particulares de marcar, gestionar y mostrar el cuerpo de los pacientes-internos, generando canales de cooperación y ruptura entre abordajes penitenciarios y psiquiátrico-terapéuticos. Desde una perspectiva antropológica, serán analizados contextos en los que las personas recurren a diferentes formas de tramitar su corporalidad para mostrar que el cuerpo constituye un objeto cuya definición, aparición y experimentación es relacional y polisémica; y que vincula a los protagonistas al contexto social en el que se encuentran y a los valores establecidos. Asimismo, se busca arrojar luz sobre la relación entre el cuerpo, la identidad y los procesos institucionales en el campo de la salud mental.

Palabras clave: Cuerpo; Cárcel; Salud-mental; Socialización.

ABSTRACT

The present paper intends to investigate the relationship between the body and the socialization processes within a specific context: a psychiatric service of a maximum security prison in Argentina, where a civilian treatment program specialized in mental health is implemented. It is argued that, within this space, particular ways of branding, managing and showing of the body of the inpatients emerge, creating both cooperation and rupture channels between prison and psychiatric-therapeutic approaches. From an anthropological perspective, contexts in which people resort to different ways of processing their corporeality shall be analyzed to show that the body constitutes an object whose definition, appearance and experimentation is relational and polysemic; which links the protagonists, the social context in which they find themselves and the established values. It also seeks to shed light on the relationship between the body, the identity and the institutional processes in the field of mental health.

Key words: Body; Prison; Mental-health; Socialization.


INTRODUCCIÓN

En este artículo presento una reflexión, desde la perspectiva antropológica, sobre los procesos de socialización y construcción de identidades dentro de un contexto institucional específico: un pabellón psiquiátrico-penitenciario de máxima seguridad en la República Argentina. El eje analítico está centrado en el cuerpo y su insoslayable protagonismo dentro de instituciones de encierro (sean psiquiátricas o carcelarias), en tanto articulador de formaciones subjetivas, procesos identitarios y dinámicas disciplinarias. Concretamente, realicé el estudio en un pabellón del Complejo Penitenciario Federal I de Ezeiza (Provincia de Buenos Aires), donde está en funcionamiento el Programa Interministerial de Salud Mental Argentino (PRISMA).

Se trata de una intervención civil creada en el 2011 con el propósito de dar cumplimiento a la Ley Nacional de Salud Mental Nº 26.6571 en los contextos penitenciarios de la órbita federal. La peculiaridad de este espacio radica en que en la articulación de lógicas penitenciarias y psiquiátrico-terapéuticas, se produjo un universo social específico, heterogéneo y conflictivo donde convergen distintos abordajes disciplinarios, discursos científicos y técnicos, criterios políticos y ético-profesionales. Desde entonces, una fuerza de seguridad y un organismo civil tienen a su cargo la gestión, control y tratamiento de detenidos tipificados con padecimientos psiquiátricos (Rojas Machado, 2017). Es importante destacar que no existe una categoría clasificatoria unánime para hacer referencia a estas personas. Los profesionales civiles suelen hablar de “pacientes”, los agentes penitenciarios de “internos” o “presos”; y la población alojada tiende a mostrar desplazamientos entre ambas. Por esa razón, utilizaré paciente-interno como recurso provisorio que haga referencia a quienes viven atravesados por estas dos lógicas.

Estudios clásicos sobre instituciones de encierro han indagado acerca del lugar protagónico del cuerpo en estos contextos, sean psiquiátricos o penitenciarios (Goffman, 1984; Foucault, 1999). Desde el momento de su ingreso, éste se constituye en la sede del ejercicio de poder y control de las prácticas y discursos institucionales: como la hipervigilancia a la que se los somete, las restricciones de circulación, la administración de medicación psiquiátrica, la modificación de hábitos de vestimenta y cuidado personal, etc. Junto con el encierro, constituyen formas de construir identidades a través de distintos procesos de socialización intramuros que operan ‘sobre’ y ‘desde’ los cuerpos.

La producción académica sobre el cuerpo fue introducida en el siglo XIX por la antropología, una de las primeras disciplinas que concedió un lugar privilegiado a su estudio. El presente trabajo recupera algunos aportes que iluminan la relación entre cuerpo, cultura y sociedad, evitando limitar su análisis al lugar de inscripción de los discursos sociales, atravesado por dispositivos de disciplinamiento, normalización, vigilancia y control (Foucault, 1999). Por un lado, resultaron ineludibles las investigaciones antropológicas de Lakoff (2005) y Blackman (2007) para el tratamiento del cuerpo en los discursos “psi”2; y la producción norteamericana que aborda al cuerpo como un activo proceso material y simbólico, que vincula lo social y político. Desde estas concepciones, el cuerpo es objeto de control, pero, al mismo tiempo, base de resistencias y reconstrucciones identitarias (Scheper-Hughes y Lock, 1987; Lock y Kaufert, 1998). Asimismo, los estudios sobre la experiencia del dolor, el sufrimiento o padecimientos crónicos han aportado a la visión del cuerpo como agente de esta experiencia (Good, 1994; Das, 1997; Csordas, 1994). De este modo, su importancia como objeto de indagación radica, no solamente en su carácter de encarnación del orden social, como signo de una posición específica (Boltanski, 1975); sino también como una parte fundamental del proceso de socialización donde la experiencia de los sujetos adquiere materialidad.

Csordas (1994) acuñó el concepto embodiment para hacer referencia al entrecruzamiento entre la cultura y el sujeto, entendiendo que lo corporal es aquello que surge en la articulación entre lo individual y lo colectivo, lo racional y lo emocional. Es el espacio donde la cultura es ‘encarnada’ en los individuos. Debe aclararse que el hecho de colocar la atención en el cuerpo no excluye la consideración analítica de otros aspectos (como la indagación experta sobre signos de padecimiento mental, o las trayectorias de los pacientes-internos). Por el contrario, su énfasis dentro del proceso identitario de las personas alojadas pretende dar cuenta de aquellas dinámicas que constituyen su identidad por fuera de los saberes disciplinarios y, particularmente, de la materialidad que adquiere su experiencia. Para tal fin, describo y analizo especialmente dos instancias de interacción: el proceso de admisión conformado por entrevistas a cargo del personal del PRISMA, y las relaciones entre pares que surgen dentro de las salas de alojamiento de pacientes-internos. En estas páginas pretendo mostrar que los abordajes coercitivos y terapéuticos llevados a cabo por los trabajadores civiles y penitenciarios de la institución son los que preparan los escenarios para la emergencia de corporalidades específicas en los sujetos de intervención, así como también prácticas y concepciones asociadas a los cuerpos propios y ajenos (Mantilla, 2010).

Por un lado, en el contexto de las entrevistas de admisión realizadas por el equipo civil de salud, observo la aparición de expresiones corporales de sufrimiento. Se trata de una performance3 llevada a cabo por los pacientes-internos como recurso estratégico de negociación con los agentes estatales en sus contextos de interacción, apelando a una red de valoraciones afectivas y morales. El cuerpo se convierte en un objeto de saber para los profesionales, quienes buscan en él signos del padecimiento mental. Esta espectacularización del cuerpo sufriente está íntimamente relacionada con disposiciones corporales generadas a través de las prácticas de intervención, sujeción y disciplinamiento que se ejercen sobre ellos en el transcurso de sus trayectorias psiquiátrico-penitenciarias.

En contraste, las relaciones intragrupo que se producen entre pacientes-internos evidencian la presencia de apropiaciones de las categorías “psi” en combinación con prácticas y taxonomías propias de ámbitos penitenciarios y/o delictivos4, donde prevalecen expresiones corporales de fortaleza y brutalidad. A través de un conjunto de prácticas y rituales diferentes aparece también el cuerpo como proveedor de signos de enfermedad; pero en relación con corporalidades dominantes vinculadas a gestualidades habituales de ámbitos carcelarios, donde el uso de la violencia física junto con otras acciones coercitivas adquiere especial importancia. En ambos, la forma en la que la experiencia participa de la construcción identitaria está vinculada a procesos de socialización que operan sobre los cuerpos.

El cuerpo, entonces, constituye un objeto relacional y polisémico. Por un lado, porque vincula a los protagonistas, el contexto social y a los valores establecidos; por el otro, porque sus múltiples formas de emergencia están estrechamente ligadas al discurso de legitimación que le da sentido. En primer lugar, se puntualizan las características principales del ámbito bajo estudio, y se registran las prácticas disciplinarias orientadas a operar sobre los pacientes psiquiátricos detenidos, haciendo especial hincapié en la forma en la que dimensiones coercitivas y terapéuticas constituyen un continuum. Luego, se analiza cómo el cuerpo funciona como sostén de mecanismos de identificación y socialización en dos contextos diferentes: las entrevistas de admisión que realiza el personal profesional del PRISMA, y las relaciones entre pacientes-internos dentro de las salas de alojamiento, una vez que son ingresados. Finalmente, se propone dar cuenta de la importancia del cuerpo para analizar procesos de socialización en este contexto institucional peculiar.

La fundamentación empírica de este estudio se ha centrado en un trabajo de campo etnográfico (Guber, 2011) dentro del pabellón durante los meses de junio a diciembre de 2015. En aquellos meses estuve presente en distintas instancias cotidianas, tanto estructuradas (talleres, actividades de educación, reuniones de grupo), como espacios de ocio (festival de rock, partido de fútbol, entre otros). Asimismo, tuve la posibilidad de participar en las entrevistas de admisión que realiza el personal interdisciplinario del Programa, reuniones del equipo profesional del PRISMA y eventos especiales organizados por la institución. El eje del trabajo de campo fue desarrollado en los espacios específicos de tratamiento terapéutico-penitenciario, donde mi participación fue complementada con la revisión de materiales de lectura nativos (producciones de pacientes-internos y elaboraciones de profesionales en publicaciones gubernamentales), y en algunos casos, opté por el desarrollo de entrevistas en profundidad pautadas con anterioridad.

EL PRISMA

Como fue mencionado, el Programa Interministerial de Salud Mental Argentino (en adelante, PRISMA) es un abordaje civil encargado del tratamiento de detenidos con diagnósticos psiquiátricos que requieran atención especializada. Para llevar a cabo sus tareas cuentan con un equipo que ronda los sesenta profesionales, encargados de la evaluación, admisión y tratamiento de las personas alojadas. El mismo está conformado por psicólogos, psiquiatras, trabajadores sociales y enfermeros. Cada paciente-interno tiene un equipo tratante interdisciplinario asignado y cuenta con la posibilidad de solicitar asistencia por guardia psiquiátrica cuando lo requiera.

Por su parte, el Servicio Penitenciario Federal (en adelante, SPF) cuenta con personal administrativo propio, un psiquiatra, dos médicos clínicos, dos trabajadoras sociales (encargados de las áreas de educación y trabajo, ambas bajo su órbita), y el jefe de seguridad interna con todo su equipo a cargo. Sus tareas conciernen exclusivamente a funciones de vigilancia y seguridad: controlan la circulación de todas las personas dentro del pabellón, los desplazamientos de los pacientes-internos hacia los espacios de trabajo, educación o visita, realizan las requisas, vigilan las salas de alojamiento, acompañan a los profesionales a hacer la ronda de medicación, entre las principales.

Los criterios que definen (y limitan) cada uno de estos abordajes se tornan pueriles cuando se observa a la institución en funcionamiento, ya que la admisión, tratamiento y seguridad no conforman instancias autárquicas, sino que están en constante relación; dando lugar a situaciones de conflicto entre la lógica sanitaria y la penitenciaria. Éstas se hacen evidentes cuando hay episodios de violencia entre pacientes-internos, decisiones de alojamiento que involucran aspectos clínicos y requerimientos securitarios al mismo tiempo, ausencia de otros dispositivos federales adecuados para internos “conflictivos” con “padecimientos psiquiátricos” que están por fuera de los requisitos del Programa, etc.

Asimismo, los pacientes-internos tienen su peculiaridad. En términos estrictos, no son internos penitenciarios, ni pacientes psiquiátricos. Se distinguen de los primeros porque, de acuerdo a la reglamentación vigente, la suspensión de calificaciones de conducta y concepto (Decreto Nº396/1999, artículo 73) los deja por fuera de la progresividad de las penas. Es decir, tanto las sanciones como los “beneficios” del sistema carcelario tradicional quedan suspendidos para esta población. Lo mismo ocurre con las visitas conyugales (también conocidas como visitas íntimas o higiénicas) que están prohibidas para las personas alojadas en estos servicios (Ley Nº24.660, artículo 68). Por otro lado, pese a recibir un tratamiento psiquiátrico-terapéutico intensivo, no se homologan con los pacientes internados en el ámbito civil por su coexistencia con dinámicas propias del ámbito penitenciario, que colisionan con su integridad física y psíquica.

Como ha señalado un informe anual del Centro de Estudios Legales y Sociales (2013), el tratamiento de la población guarda una enorme impronta penitenciaria. A pesar del trabajo del cuerpo profesional civil a cargo del mismo, el confinamiento en las celdas debido a las dificultades de organización del espacio (personas con resguardo de integridad física, pacientes-internos de la misma sala de alojamiento con problemas de convivencia), mayores restricciones en la circulación respecto del ámbito hospitalario, y las requisas que realiza el personal penitenciario propias de un establecimiento de máxima seguridad (que no contempla el efecto que generan en personas tipificadas con diagnósticos psiquiátricos); son algunos ejemplos. Además, se suman las dificultades y procedimientos burocráticos para las visitas que han promovido prácticas de abandono.

La importancia del cuerpo, en sus formas de aparición y significación, es ineludible. Mantilla (2009 y 2010), en su estudio etnográfico sobre las internaciones psiquiátricas en el ámbito civil, da cuenta del proceso a través del cual los cuerpos de los pacientes son marcados en las instituciones, y cómo éstos se constituyen en sede del ejercicio de poder y control de los discursos y prácticas “psi”. El primer tratamiento que reciben es básicamente corporal: administración de medicación (a veces a través de inyecciones intramusculares), las contenciones físicas, la modificación de hábitos y el encierro; son sólo algunas de las instancias en que el cuerpo es gestionado en la hospitalización psiquiátrica. Teniendo en cuenta el contexto penitenciario observé que, desde su ingreso en la institución, los cuerpos de los pacientes-internos son objeto de técnicas, que producen una relación de continuidad entre dinámicas terapéuticas y punitivas (Rojas Machado, 2017). Razón por la cual me pregunto ¿Qué especificidad tienen las relaciones así producidas dentro del pabellón psiquiátrico?

Cuando hablo de cuerpo como articulador de formaciones, quiero destacar su rol dentro de los procesos de socialización, en la construcción de identidades y de las relaciones sociales en general; y no exclusivamente en su carácter de símbolo o metáfora del orden social. Para ello me serviré de algunas situaciones etnográficas, a fin de mostrar las distintas formas de su aparición y sus respectivos contextos de significación.

EL CUERPO SUFRIENTE: LAS ENTREVISTAS DE ADMISIÓN

Con la creación del PRISMA se establecieron criterios de admisión basados en la consideración de una sintomatología médico-psiquiátrica sistematizada en una serie de cuadros clínicos estandarizados en nomencladores internacionales: El Sistema de Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE 10) y el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM IV). Los profesionales solían enfatizar que las decisiones de ingreso estaban basadas en saberes clínicos de carácter “objetivo”, en consonancia con las particularidades del ámbito penitenciario, y con el propósito de “no confundir trastornos mentales con el impacto de la cárcel en la subjetividad”, según manifestaba la coordinadora del Programa. Los criterios expertos incluían a personas privadas de libertad por la aplicación de una medida de seguridad curativa regulada en el artículo 34 del Código Penal5, diagnósticos psiquiátricos ligados a trastornos psicóticos agudos y transitorios, elevado riesgo de suicidio (incluyendo episodios depresivos graves), cuadros clasificados como excitación psicomotriz, esquizofrenia y/o trastorno de ideas delirantes persistentes, trastornos mentales severos y discapacidad intelectual tipificada por dicha institución como “retraso mental moderado, grave y/o profundo”. Quedaban excluidos aquellos ingresos por ideación suicida (sin tentativa ni planificación), trastorno de la personalidad, desórdenes vinculados al consumo de sustancias psicoactivas, y retraso mental leve.

La permanencia en el campo me permitió observar cómo los profesionales del PRISMA se encontraban con dificultades para determinar quiénes debían estar dentro del dispositivo. Su preocupación hizo que lleguen, incluso, a construir una herramienta para “medir y detectar” la simulación en las entrevistas de admisión, motivados por la presunción de que era muy común “hacerse pasar por loco para tener mejores condiciones de alojamiento penitenciario, o el acceso a los fármacos”. Esta herramienta recibió el nombre de “Protocolo de Evaluación de Simulación” y fue utilizada por miembros del equipo durante un breve lapso de tiempo6, cuyos fundamentos se encuentran publicados en la Revista Neuropsicología, Neuropsiquiatría y Neurociencia (Bertone et al., 2012). A pesar de la estandarización de estas definiciones, fue inevitable observar la intromisión de reglas, disposiciones y valoraciones morales que se adecúan al contexto penitenciario en el que se encuentran. Razón por la cual sostengo que los pacientes-internos no son resultado únicamente de saberes expertos, ni pueden definirse únicamente por las características psicopatológicas de los sujetos; sino a través de procesos en los que intervienen los actores, muchas veces guiados por un saber situacional y práctico en el que intervienen imperativos morales7.

Los nuevos ingresos eran evaluados con previa derivación judicial o penitenciaria (únicamente por profesionales de la salud: psiquiatras y psicólogos penitenciarios), y arribaban al Servicio de Evaluación, Diagnóstico y Estabilización (en adelante, SEDE), donde eran re-evaluados a través de un conjunto de entrevistas e instancias de observación permanente. Este espacio era ocupado por personas derivadas por signos de “inestabilidad emocional” y pacientes-internos que requiriesen ser compensados clínicamente. Durante un mínimo de 72 horas el equipo interdisciplinario del Programa debía elaborar un diagnóstico sobre el “paciente” y determinar la pertinencia de su incorporación al dispositivo de tratamiento. El procedimiento estaba pautado de esa manera para realizar un seguimiento exhaustivo y adecuado de la evolución de estas personas, evitando tomar decisiones focalizando en episodios mentales que pudieran ser transitorios.

Los profesionales solían afirmar que tomaban estas precauciones para realizar intervenciones pertinentes dentro del SPF, evitando psiquiatrizar conflictos que pudieran surgir durante el cumplimiento de una pena. Era habitual, también, escuchar sobre simulaciones en demandas de tratamiento terapéutico para “evitar la crudeza de la cárcel común”8, “personas que buscan argumentos para tramitar la inimputabilidad”, o derivaciones penitenciarias de internos conflictivos que el SPF quiere sacar de sus pabellones, sin criterios asociados a un padecimiento mental.

Asimismo, y durante los días de evaluación, estos profesionales consideraban que debían menguar los prejuicios que tenían muchos pacientes sobre el pabellón del PRISMA y detectar a quienes buscaban beneficios. En efecto, para muchos pacientes-internos había resultado difícil prestar consentimiento para su traslado a este pabellón9. Los estigmas de la locura aparecían en sus relatos destacando el miedo y el desagrado que sintieron al tener que compartir espacios con los “locos”, los gritos por las noches, la sangre en las paredes de los consultorios (siempre presentes), los cuerpos cortados, las llamadas intempestivas a la guardia en las madrugadas, las rondas de medicación, los rostros adormecidos por el consumo de psicofármacos, son las situaciones más mencionadas. Es por eso que, para muchos, el ingreso era un hecho vergonzoso, y los primeros días estaban signados por el miedo, la aversión y un profundo sentimiento de diferenciación.

No obstante, muchos afirmaron que, con el tiempo, se sintieron a gusto reconociendo los “beneficios” de haber permanecido. El pabellón del PRISMA suponía para ellos un espacio diferencial respecto de la cárcel común (ámbito que, generalmente, ya conocían por detenciones previas). Entre los aspectos que destacaban se encuentra el atento y permanente acompañamiento de sus equipos terapéuticos, la dedicación con la que los profesionales se ocupaban de sus casos, de la revinculación con sus familias, y el conjunto de actividades culturales que proponían (talleres de radio, cine, coro, revista, percusión, entre otros) para mitigar el daño del encierro y generar momentos en los que ellos podían “no sentirse presos por unas horas”, como señalaron varios pacientes-internos durante nuestras entrevistas.

También señalaron el control que ejercía el personal civil sobre los agentes penitenciarios en el respeto por los derechos humanos y la integridad física de los detenidos. Tanto publicaciones emitidas por miembros del programa (Izaguirre y Alcoba, 2013) como informes de organizaciones civiles y el hecho de compartir el trato de los internos con equipos civiles de tratamiento, limita al personal de seguridad el abanico de estrategias disponibles para imponer mecanismos de punición y castigo establecidos por fuera de la ley y las reglamentaciones que organizan oficialmente la vida intramuros (Daroqui, 2002; Míguez, 2007; Vázquez Acuña, 2007): prácticas de aislamiento, administración abusiva de medicación psicofarmacológica, maltratos físicos y psicológicos de distinta intensidad, restricción de acceso a espacios de esparcimiento y/o recreación, limitación de las comunicaciones (visitas, llamadas telefónicas, etc.). Estas particularidades dotaban al pabellón de características únicas, desde la perspectiva de los pacientes-internos.

Los profesionales eran conscientes de que estos estigmas y beneficios podían interpelar a aquellas personas derivadas al SEDE para ser ingresadas al dispositivo de tratamiento. Uno de los objetivos de la entrevista estaba vinculado con dilucidar de qué manera estas ideas sobre el pabellón condicionaban a quienes debían evaluar. El cuerpo de las personas aparecía en la instancia de admisión como un objeto de bosquejo e intervención por parte de los profesionales civiles, en su intento por responder adecuadamente demandas genuinas de tratamiento.

También debe aclararse que la admisión en sí misma excede los objetivos de este trabajo, centrado en la exploración de la dimensión corporal en la socialización de pacientes-internos. En otro trabajo (Rojas Machado, 2017) describí y analicé otros contextos y situaciones en las que la manifestación verbal y corporal de sufrimiento no resulta suficiente para generar una intervención directa o inmediata por parte de los agentes estatales. En esta oportunidad procuré analizar y describir una “performance del sufrimiento” que habilita el uso de estrategias y recursos por parte de los pacientes para dar entidad a sus experiencias. Frente a la ausencia de indicadores biológicos más precisos (Aguiar, 2004; Ortega, 2006), sus cuerpos aparecen como la constancia más asequible del padecimiento.

Durante este proceso de evaluación, las personas permanecían en una reducida celda vigilada con tres camas para varones y un baño, y una sala considerablemente más pequeña con dos camas y un baño para las mujeres. Ambas habitaciones contaban con cámaras de monitoreo permanentes. Es importante mencionar que mientras estuviesen alojados en el SEDE, no accedían a otras partes del penal, exceptuando pequeños intervalos de tiempo donde se les permitía estar en el patio. El encierro y el estado del lugar donde debían permanecer era un escenario difícil de tolerar10. A pesar de tratarse de una instancia de admisión y de que solía trasladarse a estas personas hacia otro establecimiento penitenciario con posterioridad a las entrevistas, desde el momento en el que ingresaban y eran alojados en el SEDE aguardando el dictamen, se los trataba como “pacientes”.

La puerta de ingreso era un momento liminal (Turner, 1988) que impactaba sobre la definición normativa de estas personas y las formas de intervención profesional y disciplinaria de las que eran objeto. Esto no era únicamente observable en el discurso de los profesionales, sino también en las prácticas de terapia, tratamiento y medicación farmacológica que recibían. Los profesionales civiles esperaban que colaborasen con las normas del pabellón: que se dispusieran a los espacios terapéuticos, que adoptasen el uso de la palabra como vehículo de comprensión de sus trayectorias, que no se resistieran a la administración de psicofármacos, que “respetasen el tratamiento ajeno”, que se despojasen de conductas “tumberas” traídas de sus pabellones de origen (como cobro de protección, uso de facas, relaciones de reciprocidad con agentes penitenciarios). Aunque en primera instancia su identidad, en tanto “paciente psiquiátrico”, estaba determinada por la ocupación de estos espacios, luego intervenían otros procesos interacción que coadyuvaban a constituir los criterios que definían a quienes “debían” y “merecían” ser incorporados al dispositivo de tratamiento.

En términos generales, la evidencia indica que la admisión es un proceso social complejo en el que intervienen condiciones de diversa índole. En primer lugar, aparece el rol de los discursos psi, característicos del ámbito de las internaciones psiquiátricas y abordajes psiquiátrico-terapéuticos, los que pueden definirse como sistemas culturales (Rhodes, 1996) que involucran un conjunto heterogéneo de prácticas y saberes. Mantilla (2008, 2010) sostiene que por su intermedio suele definirse, clasificarse y otorgarse sentido a las experiencias de las personas; pero dentro del contexto de la internación psiquiátrica, éstas son transformadas en enfermedades, padecimientos o trastornos mentales.

Entonces, el proceso de admisión está constituido por un conjunto de situaciones interpretativas a las que apelan los profesionales de la salud mental para significar relatos y observaciones (Mantilla, 2011:4), hacer inteligible, explicar y justificar la conducta general de estas personas, y su situación clínica, mental, emocional y penal. Esta situación está especialmente condicionada por la ausencia de marcadores biológicos para su debido diagnóstico (Aguiar, 2004; Ortega, 2006). Por lo general, la diagnosis implica la tarea de trasladar comportamientos específicos al lenguaje de la psiquiatría y del psicoanálisis. Tal como señala Mantilla (2010), ésta expresa la capacidad performativa de los discursos psi, por medio de la búsqueda de signos capaces de ser patologizados, donde el cuerpo ocupa un lugar protagónico.

La admisión, entonces, asume una forma específica en el contexto penitenciario en el que se encuentran los actores, dando lugar a una relación de continuidad entre imágenes carcelarias y criterios clínicos y terapéuticos (Rojas Machado, 2017). Sostengo que los saberes expertos que definen la pertinencia de admisión de los pacientes-internos son afectados por requerimientos propios de la institución penitenciaria. A pesar de que en la asignación de responsabilidades que definen al equipo civil como el decisor de los pacientes alojados, pude observar la intromisión de requerimientos de la institución penitenciaria permeando estos criterios y orientando la práctica clínica. La demanda del SPF ante la dificultad de alojar algunos perfiles de detenidos, la escasez de dispositivos penitenciarios para asistir demandas generales de salud mental, la relación específica que genera el cuerpo profesional con el paciente a evaluar en términos de empatía o rechazo, dan lugar al escenario cotidiano donde se determina la decisión de admisión. Los valores y las moralidades operan como organizadores de criterios “psi”, permitiendo que las clasificaciones psiquiátricas y delictivas se plieguen en la evaluación, evidenciando las tensiones que se producen en el cuerpo civil al estar inserto en la estructura penitenciaria. Es por ello que no pretendo indagar la aplicación de las categorías diagnósticas desde un cuestionamiento de su práctica profesional, sino dar cuenta de los factores exógenos a los discursos psi que intervienen en la admisión y que permiten comprender el ámbito híbrido en el que se encuentran los actores. A tal fin, se evocan situaciones etnográficas que evidencian la aparición de estos factores, donde la corporalidad conforma un objeto de indagación profesional ineludible.

Una mañana llegó un “paciente” por derivación de los profesionales de otro establecimiento del SPF, por mostrar “fuertes signos de depresión y un potencial riesgo de suicidio”. Entró tímidamente y se sentó frente a nosotros: una psiquiatra, una psicóloga, un trabajador social y yo. Era un joven delgado, morocho y con postura llamativamente encorvada. Apenas se sentó, nos saludó con una tenue sonrisa que delataba años de ausencia de atención médica y odontológica, y algunos efectos que la pasta base tienen sobre las encías y dentaduras. Durante la entrevista, se mostró angustiado, insistió en la constancia de fantasías suicidas, en el enorme sufrimiento que sentía y el deseo de hacerse daño o causarse dolor físico. Más de una vez mostró las heridas de sus muñecas, piernas y antebrazo. Contó con detalle su infancia, el recuerdo de haber pasado hambre, de su madre alcoholizada todas las mañanas, de su padre ausente, de sus hermanos chiquitos con considerables carencias de cuidado. Habló de la necesidad de consumir pasta base para olvidar “al menos por un ratito la miseria de la vida”. Gesticulaba mucho e insistía en mostrar sus marcas, cortes realizados hacía pocos días, sobre otras líneas ya blancas que permanecían en su piel pero que evidenciaban mayor antigüedad.

La forma en la que se expresaba era recurrente dentro del SEDE, y hacía visible la forma de ubicar al cuerpo dentro de esta situación: la frecuencia de exaltación del dolor, la insistencia en mostrar las marcas del cuerpo, las dentaduras deterioradas, la extrema delgadez; se exponían como testimonio de relaciones sociales encarnadas, de su contexto socioeconómico, afectivo, de su historia de consumo de sustancias. Como señala Bourdieu (1999), el orden social se inscribe en el cuerpo y se presenta como una experiencia ineludible. La corporización del padecimiento se evidenciaba en los pacientes-internos a través de la escenificación de sus cuerpos en las interacciones con el equipo civil, de sus formas de expresión mediante “autoagresiones” (en particular cortes en el cuerpo), consecuencia de las disposiciones generadas por las prácticas de intervención, sujeción y disciplinamiento que se ejercieron sobre ellos en el transcurso de sus trayectorias psiquiátricas y delictivas. Ello no significa que las dinámicas de intervención generen de forma automática un particular manejo del cuerpo, sino que en tanto prácticas continuas e insistentes van delineando ciertas formas de ser y estar en el mundo donde es muy posible que el cuerpo adquiera centralidad en los relatos sobre su propia historia y su experiencia identitaria.

Los cortes autoinfringidos son recurrentes dentro en la experiencia de encierro carcelario, con fines tanto instrumentales como expresivos (Míguez, 2002; Epele, 2010). En efecto, podemos recuperar la noción ‘maussiana’ de flow utilizada por Míguez (2002) en su estudio sobre corporalidades de jóvenes delincuentes. Este concepto implica que ciertas prácticas o técnicas son incorporadas en la cotidianidad y se vuelven, en gran medida, automáticas. El flow se adquiere mediante un prolongado período, en donde la técnica corporal es aprehendida, adquiriendo espontaneidad y naturalidad. Dentro del ámbito hospitalario, Mantilla (2008, 2009 y 2011) analiza la transformación de las subjetividades que entran en contacto con el mundo psiquiátrico a través de la modulación de las emociones y sus cuerpos. Algunos pacientes después de un tiempo de internación, comienzan a llevar adelante una serie de prácticas como “cortarse” o pedir refuerzos de medicación, que dan cuenta de la incorporación de actitudes y formas de expresión comunes al interior de la institución. Aparece una forma espontánea de modular el cuerpo, de tener y ser en el cuerpo, algunas veces de manera instrumental, y otras expresivas.

Las escenas del SEDE también muestran cómo el personal profesional busca signos de padecimiento psiquiátrico y vulnerabilidad en expresiones corporales, donde intentan dilucidar la veracidad del sufrimiento, la profundidad de sus expresiones de dolor. Muchas veces, incluso, se muestran permeables a modelar los criterios con personas que consideran demasiado débiles para “sobrevivir en la cárcel”. Estos casos solían conllevar un cálculo de disponibilidad de camas y duración de sus estadías, como vemos en el discurso de una psiquiatra del equipo: “Este paciente necesita solamente veinte días para salir en libertad, es medio tontito, pero no tiene criterio específico para estar acá. A mí la verdad es que me da mucha pena, es muy débil, tiene mucho miedo y muy pocos recursos simbólicos… lo dejaría acá hasta que salga, lugar por ahora tenemos” (Psicóloga, SEDE, julio de 2015).

Esta forma de ubicar la corporalidad, de llevar a cabo una performance de sufrimiento que se traduce en manifestaciones corporales específicas (cortes, gritos, temblores, etc.), se inserta dentro de un conjunto de normas implícitas que regulan la vida intramuros de la institución a la que pertenecen; Fassin (2015, 2016) asegura que se ha producido en los últimos decenios una reconfiguración de la gestión de, lo que él llama, la exclusión y la precariedad. De acuerdo con el autor, los sentimientos morales han penetrado como nunca antes en la esfera pública donde el sufrimiento aparece como un nuevo léxico que justifica las prácticas de asistencia. Los afectos y los valores morales se pliegan en el discurso político del mundo contemporáneo, donde los funcionarios (sin un criterio uniforme mediante) movilizan representaciones que definen y justifican a quienes se ayuda, asiste, trata. La decisión de otorgar o no una ayuda funciona como un proceso de subjetivación impuesto a “los pobres” en el cual éstos se construyen como sujetos de asistencia, al mismo tiempo que da cuenta de la exposición del sufrimiento como un nuevo recurso de apelación a la voluntad del Estado nacional.

En el SEDE, vemos cómo el cuerpo de los pacientes-internos es puesto en escena y en palabras por actores que no tienen sino esa única verdad para hacerse valer en el contexto de una admisión psiquiátrica. El cuerpo, enfermo o sufrido, es dotado de una suerte de reconocimiento social que en última instancia intenta hacerse valer cuando los otros fundamentos de legitimidad parecieran haber sido agotados. Los profesionales escrutan esas marcas, las buscan en el cuerpo y en la expresividad del paciente, indagan sobre el sufrimiento, a veces lo patologizan, otras veces lo consideran “impostado”, y algunas “insuficiente” para la incorporación en el Programa. En función de estos criterios muchas veces definen una admisión. Esto no supone un juicio de valor, sino hacer visibles y comprensibles aspectos que forman parte de la práctica cotidiana de estos trabajadores de la salud, comprender en contexto el proceso decisorio.

Entre las formas de aparición de los cuerpos, se hace presente el vínculo que se establece in situ entre el cuerpo de profesionales y el paciente, la relación de empatía o rechazo, la confianza o desconfianza en su expresividad. La apelación al sufrimiento y la vulnerabilidad aparece en pos de lo que Fassin denomina una economía moral de la ilegitimidad en la cual, sumisos a relaciones de poder, “los dominados” llegan a utilizar su cuerpo como única fuente de derechos (Fassin, 2003:9). Como fue mencionado previamente, son los profesionales del PRISMA aquellos expertos que legitiman estas disposiciones y les asignan (o no) un criterio de veracidad, en el intento de responder adecuadamente a las demandas de tratamiento genuinas de las personas derivadas y teniendo en consideración la escasa disponibilidad de plazas de alojamiento.

CUERPOS FUERTES: LA SALAS DE ALOJAMIENTO

Si el pabellón del PRISMA es un espacio híbrido y liminal –donde confluyen prácticas, imaginarios y disposiciones asociadas a la cárcel y al hospital psiquiátrico–, las salas de alojamiento son el único espacio donde los pacientes-internos permanecen la mayor parte de su tiempo sin la proximidad de autoridades (SPF o PRISMA). Por cuestiones de seguridad, los miembros del SPF controlan, vigilan y habilitan la circulación en aquellos espacios. Los profesionales solamente ingresan con un enfermero y un agente para las rondas de medicación dos veces por día, bajo el supuesto de que el Servicio debe acompañar la administración de psicofármacos. Eso implica la existencia de una convergencia entre ambos abordajes durante esta tarea, pero con la implicancia de ser únicamente el personal del Servicio quien puede controlar y acceder libremente a ese espacio. Eso supone la prevalencia de situaciones más habituales al ámbito penitenciario.

En efecto, muchos pacientes-internos se refieren a las salas casi exclusivamente con terminología de la cárcel, como manifestó uno de ellos durante una entrevista: “esto es un hospital, ok, todo muy lindo. Pero la verdad es que las salas son bien tumba, ahí pasan otras cosas y está bien. Se juegan otros valores” (Paciente-interno, septiembre de 2015). La frontera de la sala de alojamiento es, para los pacientes-internos, la frontera entre la cárcel y el hospital.

De acuerdo con las descripciones nativas y elaboraciones académicas (Míguez, 2008), en los espacios de la prisión se observan relaciones de poder entre internos, donde algunas personas ejercen violencia y dominación física sobre otras. Estos “capos del pabellón” hacen posible la regulación de los vínculos al interior de la población alojada. Estas personas cuentan con capacidad y legitimidad para imponer las normas y valores a sus compañeros, pero ésta es siempre dinámica y permanentemente negociada.

Al respecto, mantuve fluidas conversaciones con pacientes-internos, penitenciarios y profesionales del Programa acerca de las prácticas dentro de las salas de alojamiento frente a nuevas incorporaciones. Sabiendo que cada una de ellas tiene su jerarquía y su ordenamiento interno, cada ingreso podría suponer una amenaza a quienes detentan el poder de coacción y liderazgo frente a sus pares. Una vez escuché a un paciente-interno hablar con el coordinador de un taller cultural sobre “el nuevito”.

“Bueno este pibe, Lucho, entró la semana pasada. Se hace el primario11 pero no habla como primario, yo no le creo, tiene bastante claro como es el temita de la cárcel. De todos modos, y como para que vaya sabiendo cómo viene la mano acá, con Nico ya le hicimos el bautismo; lo atamos de pies y manos y lo dejamos en el fondo de la sala un rato largo, ahí no llegan las cámaras de seguridad. Se asustó bastante pero fue necesario, tenía que saber cómo eran las cosas acá, estábamos hablando de algo personal con Nico y él se quedaba ahí mirando y escuchando todo, había que poner límites y ver también cómo reacciona, loco no está, debe estar acá por drogas” (Paciente-interno, agosto de 2015).

Los “capos del pabellón” tienen y a veces detentan, la capacidad y legitimidad circunstancial para imponer las normas y valores que rigen el espacio. Como fue dicho, un nuevo ingreso implica una potencial amenaza a estas jerarquías y al ordenamiento interno, a quienes detentan el poder de coacción y liderazgo frente a sus pares. El relato surgido en el taller, sumado a otras conversaciones con pacientes-internos, me hicieron notar la regularidad del “bautismo al nuevo”. No hubo una única versión, sino que convivieron varias de manera complementaria. En todas ellas, se trata de una práctica sumamente normada, con fronteras y participantes claramente definidos y con una temporalidad particular, donde los cuerpos adquieren un rol protagónico.

En su versión más extendida, se espera la llegada de la noche donde el tránsito del pabellón es más tranquilo, quedan del PRISMA únicamente los profesionales de guardia (un total de tres personas), y el personal de vigilancia del SPF. De acuerdo con sus relatos, antes del horario en el que deben confinarse a sus celdas individuales se reúnen todos los detenidos en el centro de la sala. Hay en este “bautismo” un carácter espectacular ineludible. El pabellón psiquiátrico cuenta con dos salas de alojamiento, con capacidad para treinta personas cada una. En las puertas de ingreso hay tres agentes penitenciarios de manera permanente, encargados de controlar la circulación. En el perímetro de la sala se distribuyen las celdas individuales y en el centro encontramos el espacio compartido, un área rectangular con una cocina (provista con un anafe, microondas, lavado), un televisor y, frente a éste, la disposición de mesas y sillas de plástico blanco. Los pacientes-internos permanecen encerrados dentro de sus celdas desde las 22.00 horas hasta que comienzan las actividades matutinas en el establecimiento, a esta práctica se la denomina “engome”. Fuera de estos horarios, pueden disponer de la sala escogiendo espacios compartidos o permanecer en sus habitaciones.

El nuevo es tomado por sorpresa por los internos que ejercen liderazgo dentro de la sala (por lo general no son más de tres personas), se le coloca una mordaza y es atado de pies y manos con algo de brutalidad. Suele ser arrastrado hasta el fondo de la sala, con el propósito de depositarlo en un rincón no monitoreado por las cámaras de seguridad (lo que ellos denominan “el punto muerto de la vigilancia”12). Al resto de los concurrentes acompaña a este desplazamiento, les es permitido emitir algunos insultos, ofensas o dispensar un golpe leve. Una vez en el suelo empiezan algunos golpes (enfatizan que “nunca son muchos”) o insultos que ahora solo pueden provenir de quienes están a cargo del procedimiento. En ese momento observan las reacciones de estas personas, sus capacidades físicas, sus signos de vulnerabilidad. Es decir, es una instancia que se propone sostener las relaciones de poder existentes, pero al mismo tiempo constatar las capacidades de los ingresantes, la posibilidad comprender la situación, imponerse y/o defenderse. En función de ello modulan la magnitud de la agresividad física que se le impone al ingresante, especialmente cuando se encuentran con personas que presentan signos marcados de retraso cognitivo o exceso de medicación psiquiátrica, poco control sobre el propio cuerpo y reducidas capacidades de habla. Se observan también las marcas del cuerpo, los tatuajes y los cortes.

Finalmente, luego de dejarlo un rato atado y amordazado en soledad, es desatado y dejado en el centro de la sala. A partir de ese momento, se da por finalizado el nuevo ingreso y la rutina de la sala es recuperada de inmediato, hasta que los agentes penitenciarios ingresan en la sala para “engomar” a todos los pacientes en sus celdas hasta el día siguiente.

La antropología ha sido un terreno fértil de elaboraciones sobre el análisis de prácticas rituales y ceremoniales, dando lugar a categorías analíticas que permiten pensar a este “bautismo” como una práctica ritual y normativa. Principalmente, Víctor Turner, para quien estas celebraciones podían pensarse como fases específicas de procesos sociales más amplios, por los que los grupos e individuos comienzan a ajustarse a cambios internos, y a adaptarse a su entorno. El símbolo ritual se convierte, entonces, en un factor de la acción social, una fuerza positiva en un campo de actividad (Turner, 1980:22). En tal sentido, es para los primarios el umbral de socialización con sus compañeros del pabellón, cuyo tema principal es la prevención de conflictos relacionados con las relaciones de poder entre internos. Todo ingreso supone la amenaza de un reacomodamiento, un conflicto de intereses. Por lo tanto, el principal objetivo de esta práctica tiene que ver con el adiestramiento del ingresante, su ubicación dentro de la estructura presente de relaciones. El relato sobre “el nuevito” como necesidad de “poner límites y ver cómo reacciona” moviliza símbolos rituales: se refieren a lo que es normativo dentro de sus espacios, general y característico del ámbito que comparten, destacando su importancia como práctica de dominación y control social.

Desde los trabajos de Bloch (1989 y 1992) y Álvarez (2001) sobre rituales funerarios podemos pensar la vinculación de estas prácticas con la persistencia de una ideología jerárquica que privilegia una “lógica masculina agresiva” (Álvarez, 2001:49-73). En la dispensación de golpes y el requerimiento de tolerarlos tienen lugar directrices heteronormativas ligadas a la relación entre la masculinidad, el poder y la capacidad de acción violenta en tanto generadora de respeto. Podríamos pensar este ritual de ingreso como una performance en el sentido que ha utilizado Goffman (1971), participantes que ponen en funcionamiento un enorme aparato de indagación de información, expectativas, decisiones, prácticas defensivas y protectivas al servicio de su presentación ante los demás. El ritual de ingreso asume sin lugar a dudas una dimensión que interroga a quien se le aplica, se lo “testea un poco”, a ver “si está realmente loco”, “si es retrasado, si tiene que estar acá o si es un refugiado”13, como argumentaban muchos. Por medio de estas prácticas rituales se opera sobre los cuerpos y se conmemoran roles, relaciones e identidades etc. Las múltiples versiones sobre este procedimiento muestran matices, y algunas excepciones; pero suelen tener una estructura común en las narrativas. Es una forma de dilucidar “qué tan acostumbrados están a la lógica tumbera y qué capacidades tienen para darse cuenta de quién manda” (Paciente-interno, agosto de 2015). El diagnóstico psiquiátrico aplicado por el equipo profesional es indagado por sus nuevos compañeros de pabellón, del mismo modo que se averigua la cercanía de estas personas con las prácticas asociadas a la cárcel, produciéndose excepciones: “Cuando entra uno nuevo hay que ver cómo fue que llegó; cuando ves que se le cae la baba, que no se puede defender, que ni puede hablar ya está, no hay nada que hacer”, dijo uno de los pacientes-internos entrevistados.

Estos rituales buscan generar efectos normativos y disciplinadores en los ingresantes a través de demostraciones flagrantes de masculinidad (Álvarez, 2001), y muchas veces dan nacimiento a nuevos liderazgos, desplazamientos de autoridad entre pacientes-internos, lo que supone cambios profundos en la estructura de las relaciones dentro de las salas. Lo que resulta relevante es la lectura contextual y dinámica de los cuerpos de estos pacientes-internos, cuya vulnerabilidad o fortaleza es modulada de acuerdo a situaciones específicas de interacción. Sin embargo, en las salas de alojamiento se despliega lo que es un ritual que opera sobre lógicas corporales penitenciarias, que reinserta aspectos ligados al padecimiento mental, colocándolo al servicio del funcionamiento del grupo y del ordenamiento jerárquico.

CONCLUSIONES

El análisis de dos formas de mostrar y experimentar el cuerpo por parte de los pacientes-internos del pabellón psiquiátrico de la cárcel de Ezeiza permite analizar aspectos claves de la socialización dentro de la institución, y brindar algunos elementos que hacen a su especificidad. Especificidad en la que se encuentran y separan, de forma constante y superpuesta elementos propios de los ámbitos penitenciarios y psiquiátricos, que genera una particular dinámica en el funcionamiento cotidiano del pabellón. Su carácter híbrido y liminal refleja la aparición de dos configuraciones corporales que, de acuerdo a contextos y situaciones específicas, dan lugar a desplazamientos en las imágenes corporales e identitarias de los pacientes-internos.

La relación entre identidad y experiencia aparece en vinculación directa con procesos de socialización de los pacientes-internos en el ingreso al pabellón psiquiátrico y en las salas de alojamiento, donde el cuerpo asume un rol protagónico. En primer lugar, hemos visto las condiciones de confinamiento de estas personas, las principales características de los abordajes coercitivos y terapéuticos de los que son objeto (en términos de vigilancia, segregación, medicación y tratamiento de sus cuerpos). Sostuve que las prácticas llevadas a cabo por los trabajadores civiles son las que preparan los escenarios para la emergencia de corporalidades donde prima la performance del sufrimiento, apelando a toda una economía moral y afectiva de asistencia estatal. En ésta, la expresividad, la dramatización, los cortes en el cuerpo, definen un tipo de espectáculo que les permite a estos pacientes interactuar con los profesionales, como una forma aprendida en sus trayectorias psiquiátricas y penitenciarias. A través de estos recursos intentan transmitir sus necesidades y angustias y/o intervenir en las decisiones de admisión que deben tomar los profesionales.

En el SEDE, éstos toman el cuerpo como objeto de saber, buscan en él los signos del padecimiento mental en pos de otorgar una respuesta adecuada a la situación de las personas evaluadas, y a su demanda de tratamiento terapéutico (teniendo en cuenta, como fue dicho, la ausencia de marcadores biológicos indiscutibles que definan al padecimiento mental como tal).

En las salas de alojamiento aparecen otras disposiciones corporales donde los pacientes-internos alojados incorporan y reinterpretan las clasificaciones “psi” para la regulación de sus relaciones al interior del pabellón, pero en vinculación con una ideología jerárquica que privilegia una “lógica masculina agresiva” sobre los cuerpos. En ella se destaca el suministro de golpes y el requerimiento de tolerarlos como una directriz heteronormativa ligada a la relación entre la masculinidad, el poder y la capacidad de acción violenta en tanto generadora de respeto. Aquí también se ubica al cuerpo como objeto de saber, en tanto proveedor de signos de enfermedad (movilidad, habla, capacidad defensiva, entre las principales); pero con el contraste de corporalidades dominantes vinculadas a gestualidades propias de ámbitos penitenciarios. Estas prácticas definen el ordenamiento interno de las salas, combinando lógicas de socialización psiquiátricas y delictivas.

En ambos casos, hay un proceso de espectacularización de los cuerpos como consecuencia de disposiciones generadas a través de las prácticas de intervención, sujeción y disciplinamiento que se ejercen sobre ellos en el transcurso de su paso por instituciones de encierro. En ambos, el cuerpo es objeto y símbolo a la vez. La forma en la que se manifiesta in situ depende de contextos que se presentan espacial y disciplinariamente diferenciados, pese a las permeabilidades observadas. Es por ello que el cuerpo constituye un objeto cuya definición, aparición y experimentación es relacional y polisémica.

Entre el SEDE y las salas de alojamiento se observan corporalidades que vinculan a los actores, al ámbito en el que se encuentran y a los valores (y moralidades) establecidos. Asimismo, los datos aquí presentados, pretenden arrojar luz sobre la relación entre el cuerpo, la identidad y los procesos institucionales en el campo de la salud mental, y contribuir a los estudios antropológicos sobre del cuerpo.

NOTAS

1 Promulgada en el 2010, esta normativa conforma un cambio en el abordaje de la salud mental considerándola una problemática multideterminada por factores económicos, sociales, culturales, biológicos, psicológicos e incluso históricos (y no simplemente en términos de enfermedad). Identifica al “padeciente mental” como una persona en situación de vulnerabilidad psicosocial, que precisa acciones concretas del Estado. Desde esta perspectiva, toma en consideración los derechos fundamentales de estas personas y su derecho a recibir intervenciones terapéuticas lo menos invasivas posible.

2 Estas categorías provienen de discursos “psi”, definidos como sistemas culturales (Rhodes, 1996) que involucran un conjunto heterogéneo de prácticas y saberes psiquiátricos y psicoanalíticos. Sostiene Mantilla (2010) que por intermedio de ellos suele definirse, clasificarse y dar sentido a las experiencias de las personas; pero dentro del contexto de la internación psiquiátrica, estas experiencias son transformadas en enfermedades, padecimientos o trastornos mentales.

3 Utilizo el término performance de acuerdo con la apropiación del concepto por parte de Javier Auyero: “Inspirándome en Goffman y en Taylor, entiendo la performance como un conjunto de prácticas mediante las cuales los actores se presentan a sí mismos y su actividad en dramatización de sus padecimientos, la expresión corporizada de sus sufrimientos y el uso de la amenaza y la advertencia, modifican las dinámicas de interacción entre profesionales y pacientes” (Auyero, 2001: 135).

4 Me refiero a las taxonomías tumberas, entendidas como un sistema de clasificaciones de carácter performativo que ordena, circunscribe y hace inteligible la vida social en ámbitos ligados al conflicto con la ley penal, definiendo así lo aceptable/no aceptable en un contexto específico (Míguez, 2008:106).

5 Este artículo declara que no son punibles quienes no hayan estado en condiciones de comprender la criminalidad del acto o dirigir sus acciones, sea por insuficiencia de sus facultades, por alteraciones morbosas de las mismas o por su estado de inconciencia, error o ignorancia. En caso de enajenación, el tribunal podrá ordenar su reclusión en un manicomio, del que no saldrá sino por resolución judicial, con audiencia del ministerio público y previo dictamen de peritos que declaren desaparecido el peligro de que el enfermo se dañe a sí mismo o a los demás.  

6 De acuerdo con muchos profesionales entrevistados, la excesiva codificación de signos de padecimiento mental restringía demasiado el alcance del Programa. Enfatizaban que en el período en el que fue utilizado, llegaron a tener la mitad de las camas vacías. En la tesis de maestría he desarrollado de qué modo repercute la disponibilidad de espacio de alojamiento en la flexibilización/ rigidez de los criterios disciplinarios (Rojas Machado, 2017: 91-93).

7 Se recurre a la admisión para comprender una forma de manejo corporal llevada a cabo por los pacientes-internos, por lo que el proceso global del que forman parte para su constitución como tales excede ampliamente los objetivos de este trabajo. Sobre este tema puede consultarse Rojas Machado (2017), donde se analiza el conjunto heterogéneo de prácticas y discursos que empiezan en el SEDE (Servicio de Evaluación, Diagnóstico y Estabilización) y en las áreas administrativas del Servicio Penitenciario Federal, para finalizar luego en las salas de alojamiento, donde colectivamente se definen también sus criterios de membresía.  

8 Cuando los actores se refieren a “cárcel común” lo hacen en referencia a todos los establecimientos penitenciarios del SPF que se encuentran por fuera del dispositivo de salud mental. Es decir, espacios carcelarios sin la interferencia de agentes estatales civiles.

9 “La internación involuntaria de una persona debe concebirse como recurso terapéutico excepcional en caso de que no sean posibles los abordajes ambulatorios, y sólo podrá realizarse cuando a criterio del equipo de salud mediare situación de riesgo cierto e inminente para sí o para terceros” (Ley Nacional de Salud Mental Nº26.657, art. 20).

10 En el mes de septiembre de 2016, una comitiva del Sistema de Coordinación y Seguimiento de Control Judicial de Unidades Carcelarias visitó el pabellón con el propósito de monitorear el sector de pacientes con afecciones de salud mental. En Evaluación había tres personas en condiciones que fueron consideradas no adecuadas (hacinamiento, inundación parcial, falta de agua para beber y elementos de higiene) conforme los estándares internacionales mínimos exigidos para personas en estado de doble vulnerabilidad. Las autoridades del Complejo dispusieron el traslado inmediato de los tres internos y se dispuso la clausura provisoria del SEDE hasta tanto se realicen las reformas necesarias conforme los estándares de Derechos Humanos nacionales e internacionales.

11 Se denomina primario al interno penitenciario que se encuentra llevando a cabo su primera detención.

12 La sala de alojamiento es el único lugar en el que están sin la presencia de agentes o profesionales de salud, lo que les permite algunas licencias. Una de ellas es el conocimiento de las “zonas negras” de las cámaras de seguridad, conocimiento práctico transmitido “de preso a preso” sobre las áreas de la sala que no pueden ser vigiladas ni monitoreadas por el Servicio.

13 El refugiado es una categoría nativa que hace referencia a quienes ingresan al PRISMA sin un criterio clínico, quienes recurren al servicio psiquiátrico para escapar de la cárcel común. Sobre estas personas son admitidas expresiones de violencia que causan rechazo en general, como la delación frente al cuerpo de profesionales civiles en caso de que se aprovechen de ellos, el robo de medicación psiquiátrica, el cobro de protección (en algunos casos), entre los ejemplos más mencionados.  

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