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Avá

On-line version ISSN 1851-1694

Avá  no.36 Posadas  2020  Epub June 23, 2020

 

Dossier

LA ESPERA DESOBEDIENTE: ANÁLISIS DE UN CASO ETNOGRÁFICO SOBRE UNA COMUNIDAD MAPUCHE EN BARILOCHE (RÍO NEGRO)

Mariel Bleger1  2 

Valentina Stell3  4 

1CONICET

2Instituto de Investigaciones en Diversidad Cultural y Procesos del Cambio (IIDyPCa), Universidad Nacional de Río Negro (UNRN)

3CONICET

4Instituto de Investigaciones en Diversidad Cultural y Procesos del Cambio (IIDyPCa), Universidad Nacional de Río Negro (UNRN)

Resumen

La espera como categoría de análisis ha sido pensada por distintos autores como una condición impuesta sobre los grupos subordinados por parte de organismos estatales y/o entes privados. A partir de un análisis etnográfico con una comunidad mapuche de Bariloche (Río Negro), nos interesa reflexionar en este trabajo sobre lo que sucede mientras se espera una respuesta o una solución a un conflicto territorial en particular. Al visibilizar las consecuencias y los efectos negativos que tiene la espera como control y demarcación social para esta comunidad, nos proponemos, a la par, indagar las formas en que la misma también deviene en un espacio para repensar las desigualdades y las injusticias vividas. En otras palabras, dar cuenta de los modos en que la espera se transforma en una instancia de desobediencia y desujeción de las propias condiciones impuestas de subalterización.

Palabras clave Espera; Comunidad mapuche; Control estatal; Desobediencia

Abstract

Waiting as a category of analysis has been thought by different authors as a condition imposed on subordinate groups by state agencies and private entities. Based on an ethnographic analysis with a Mapuche community in Bariloche (Río Negro), in this work we are interested in reflecting on what happens while awaiting a response or solution to a particular territorial conflict. By making visible the consequences and negative effects that waiting has as a control and social demarcation for this community, we propose, at the same time, to investigate the ways in which it also becomes a space to rethink the inequalities and injustices experienced. In other words, to account for the ways in which waiting becomes an instance of disobedience and abandonment of the very conditions imposed by subalterization.

Keywords Waiting; Mapuche Community; State Control; Disobedience

INTRODUCCIÓN

El presente artículo es el resultado de una serie de reflexiones teóricas que surgen en torno al análisis de la categoría de espera en un caso etnográfico particular. A partir de un conflicto territorial que atraviesa la Lofche (comunidad) mapuche José Celestino Quijada de Bariloche (Río Negro) nos proponemos mostrar los modos de operar que tiene la imposición de una espera para esta comunidad, al mismo tiempo que analizaremos la tensión intrínseca de dicha categoría desde lo observado y trabajado en el campo.

En primer lugar, presentaremos aquellas investigaciones que han abordado a la espera como categoría analítica, y que nos han sido útiles para el desarrollo y reflexión de nuestro trabajo. Para luego de esta presentación, poder trabajar las consecuencias y los efectos de esperar en las familias mapuche Quijada mientras aguardan soluciones frente a un conflicto particular. En tercer lugar, y a la par de ciertas consecuencias negativas en la cotidianeidad de la vida comunitaria, reflexionaremos sobre las formas en que la espera también se tornó un proceso de normativización. Un mecanismo a través del cual los agentes gubernamentales—mediante sus reglas y burocracias-- fueron imponiendo las formas y los lugares hegemónicamente habilitados para reclamar y denunciar, convirtiendo a la comunidad Quijada en un sujeto colectivo de derechos legibles y audibles desde los propios marcos de estatalidad.

Por último, y enmarcados en estos suceso, trabajaremos la forma en que esta misma espera también devino un espacio de subjetivación política (Rancière, 2000). Una instancia para impugnar colectivamente los órdenes predeterminados por la narrativa discursiva del poder.

LA ESPERA COMO CATEGORÍA ANALÍTICA: ALGUNAS DISCUSIONES PREVIAS

La espera como categoría analítica fue abordada por diferentes autores. Siguiendo a Begoña Miguélez (2018), existen una serie de trabajos que la han usado de manera explícita e implícita, y que pueden dividirse en los que la espera emerge como una experiencia concreta en el marco de estructuras y formaciones sociales (Bissell, 2007; Laín Entralgo, 1984; Schwartz, 1974; Schwartz, 1975; Schweizer, 2010; Tallis, 2013); o en aquellos en los que ha quedado reducida a la consideración de un experiencia o situación intersticial (Gasparini, 1995; Gasparini, 2004); y por último, los que señalan o consideran a la espera como un no-evento (Ehn y Löfgren, 2010). En todos ellos, la espera es siempre una experiencia cargada de connotaciones negativas (Miguélez, 2018) que se da al interior de los límites interestructurales, y que producen una serie de daños o efectos asociados a la imposición de una quietud dentro del tiempo. Es decir, a una suerte de inacción de los sujetos frente a la avanzada de quienes manejan las temporalidades.

Por otro lado, y también desde una concepción negativa de la espera, nos encontramos con aquellas investigaciones que la abordan como un mecanismo de dominación constitutivo de las relaciones de poder (Bourdieu, 2000; Auyero, 2013; Miguélez 2018). En esta línea, Javier Auyero (2013) señala que la espera es la forma que tiene la política estatal para regular los cuerpos, las desigualdades, las marginalidades y estructurar las relaciones sociales. Desde este último eje, entonces, nos encontramos con aquellos trabajos que han abordado las formas en que la espera se vuelve un proceso de normatividad. En otras palabras, de imposición de las normas que rigen y reproducen las estructuras organizativas de una sociedad. Por ejemplo, la espera en los diversos ámbitos institucionalizados donde los actores allí involucrados deben responder a órdenes y reglas establecidas sobre el “saber esperar bien” (Auyero 2013). En estas investigaciones serán escenarios en los que se desarrollan e imponen los modelos normativos de una ciudadanía en estado de espera, tales como los centros de salud, las escuelas, las oficinas estatales y otros espacios asociados a las esferas públicas de la cotidianeidad (Ferrero, 2003; Redko, et.al, 2006; Martínez et.al, 2012; Pascoe, et.al, 2013; Procupez, 2015; Olejarczyk, 2017)

Ahora bien, coincidimos con Miguélez (2018) en que realizar un análisis etnográfico de la espera también permite poner en valor la diversidad de formas y experiencias en las que esta se manifiesta (Hage, 2009). Esto es, en evidenciar no solo los tiempos, las formas y los lugares asignados—y por ende, los daños y las consecuencias que produce la espera como un mecanismo de regulación y de poder—, sino también los procesos políticos, subjetivos y vivenciales que se suceden en la misma cuando la espera deviene en un tiempo constructivo para la toma de conciencia de las propias condiciones impuestas.

A partir de esta sistematización y presentación, nos proponemos reflexionar a continuación la tensión intrínseca que encontramos en un proceso de esperar. La misma está constituida, por un lado, por su condición de opresión y quietud impuesta desde afuera del grupo que se encuentra esperando (la comunidad mapuche Quijada). Y por otro lado, por la posibilidad que la envuelve de ser generadora de procesos de subjetivación política en las personas mientras la espera sucede. En otras palabras, la espera como un espacio propicio para pensar con otras y otros sobre la propia historia; en un momento de denuncia de las propias condiciones de injusticia y desigualdad; y en un tiempo necesario para poder constituirse como sujetos colectivos legibles y audibles por fuera de los marcos impuestos de la estatalidad.

ETNOGRAFIANDO LA ESPERA: SOBRE NUESTRA INVESTIGACIÓN COLABORATIVA Y LA LOFCHE CELESTINO QUIJADA

En diciembre del año 2019, la defensa jurídica de la Lofche José Celestino Quijada nos solicitó al equipo GEMAS (Grupo de Estudios sobre Memorias Alterizadas y Subordinadas)[1] la colaboración en la escritura de un informe histórico antropológico—que todavía está en proceso—y la reconstrucción de las memorias sociales junto con la comunidad mapuche[2].

Como parte de nuestro trabajo, la metodología que utilizamos se basa principalmente en la etnografía colaborativa. Es decir, en la realización de trabajo de campo prolongado con el fin de producir, junto con los integrantes de las comunidades indígenas, información original acerca de sus teorías nativas y las formas en que organizan sus experiencias de ser y habitar el mundo. Desde este enfoque, entonces, entendemos que la etnografía describe e identifica los marcos significativos de interpretación en los que las relaciones, prácticas, discursos y afectos adquieren sentidos para las personas con quienes trabajamos colectivamente.

A principios de la década de 1960, José Celestino Quijada (lonko[3] de la comunidad) y su compañera de aquel entonces, Leonor Figueroa, llegan al Cerro Otto[4] para trabajar como leñeros en la zona. Allí levantan su primera ruka (casa), arman sus huertas, tienen a sus hijos y sus vidas cotidianas empiezan a estar entramadas con aquel territorio y su entorno.

Sin embargo, a partir de los años ‘90, la familia Quijada comienza a sufrir una serie de atropellos y avasallamientos por parte del Ejército argentino, organismo que se resiste y se opone al reconocimiento del territorio a favor de la comunidad y continúa a la fecha siendo el titular “oficial” del dominio de las tierras donde los Quijada soportan el riesgo permanente de ser desalojados.

A este sometimiento por parte del Ejército, se le suma un conflicto particular y actual con un lujoso barrio privado—de un grupo extranjero inversionista— que les impide a los miembros de la comunidad poder desarrollar sus vidas con normalidad transitando y habitando libremente su territorio.

Es en este último conflicto en particular que nos detendremos a continuación, para entender y analizar las implicancias y los efectos que se fueron sucediendo al interior de la comunidad mientras “esperan” una solución o respuesta al despojo y avasallamiento territorial que sufren desde hace trece años.

LA ESPERA COMO DAÑO: EFECTOS Y CONSECUENCIAS DE AGUARDAR UNA SOLUCIÓN

En el año 2007, el territorio donde habitan los Quijada quedó aislado por el proyecto de urbanización ejecutado por Arelauquen Golf & Country Club SA, perteneciente al grupo belga BURCO. Este último alambró el acceso al camino tradicionalmente utilizado por las familias de la Lof durante décadas. Contraponiéndose a los derechos y convenios internacionales que atañen a los Pueblos Originarios (art. 75 inc. 17 de la Constitución Nacional, así como la adecuación al plexo jurídico internacional y de la promulgación de leyes, decretos y ordenanzas), dicho alambrado fue realizado sin la participación, información, consulta ni el consentimiento libre, previo e informado de la comunidad en un asunto que la atañe y que tiene un interés determinante para la misma. Tal despojo eliminó el último acceso vehicular, obligando a los Quijada a ingresar a su territorio de a pie, en un trayecto que le insume dos horas y una caminata de varios kilómetros, cuando—previo a este cierre del paso tradicional—las personas podían acceder en tan solo veinte minutos y por un camino plano.

Además, la comisión directiva a cargo de este barrio privado instaló--de forma ilegal--un cercado perimetral en la parte del territorio que las familias Quijada utilizaban para la cría de animales y la práctica de la agricultura; y que tiene una significación afectiva puesto que allí está el lugar que han, mediante ceremonias, elegido para que sea el eltun (cementerios) de la comunidad.

De este modo, quienes integran la familia Quijada no solo han sido corridos y reducidos de su espacio de uso tradicional, sino que también fueron obligados a sostener su economía en tierras poco aptas para el desarrollo de la agricultura y ganadería; afectando a la cría de animales de granja y a la producción de frutas y verduras que es parte del sustento diario y de las relacionalidades que la Lof establece con su entorno.

Así, por ejemplo, relataba la situación actual de la comunidad Luisa Quijada, la inan lonko[5], mientras con el equipo de investigación y su familia recorríamos el territorio:

Porque el asunto no era si es dueño fulano o mengano… no, no, no. Acá era todo campo abierto, se usaba todo. Usaba con las vacas para allá para acá. Campo abierto. En el faldeo arriba donde está la pampa, esa ahí era el trigo. Y sabes qué pena te da ver la pampa ahí. Acá tenés la ladera, el cerro así. No podes sembrar nada. Mirá las chicas dónde están sembrando ahora (Entrevista personal a Luisa Quijada, diciembre 2019)

Como se desprende del relato de Luisa, aquellos años de “campo abierto” son añorados como los tiempos en los que la circulación y la organización de la vida cotidiana no dependían de los accesos y los permisos en manos de privados. Muchas de las historias y narrativas mapuche cuentan que, luego de peregrinar varios años hasta encontrar un lugar donde poder volver a “vivir tranquilos” (Ramos, 2017), la familia que llegaba a un territorio abierto (sin alambre) hacía acuerdos de palabra y permisos con los pobladores que estuviesen habitando allí. Entre estos acuerdos, los Quijada suelen recordar los tiempos en que compartían los galpones de uso colectivo, las pampas para la agricultura, y los diferentes caminos donde los animales y los habitantes accedían libremente a estos espacios territoriales (“Acá era todo campo abierto, se usaba todo. Usaba con las vacas para allá para acá”)

Cuando Luisa hace referencia a la angustia que le produce ver las pampas donde hasta no hace mucho tiempo sembraban (“Y sabes qué pena te da ver la pampa ahí”), está también señalando la injusticia percibida al presenciar el avance cotidiano del alambre sobre sus territorios. Es que mientras la familia Quijada aguarda un acto de justicia por parte del Estado, el grupo inversor aprovecha ese tiempo para seguir profundizando el despojo, avanzando sobre el territorio y consolidando su proyecto inmobiliario: “una vez dijeron que el alambre era provisorio, pero hace trece años que el alambre está y ahora le están poniendo material. Entonces, eso no es provisorio” (Entrevista personal a Beatriz Quijada, diciembre 2019)

La espera se vuelve así en una escucha que no pareciera estar dispuesta a percibir las consecuencias directas que vive esta comunidad en sus quehaceres cotidianos. Porque, a la par de perder sus espacios de siembra y ganadería, el cierre del camino de “los Álamos”—como lo denominan los miembros de la comunidad— también produce otros daños y perjuicios:

(…) ellos cerraron ahí y ya nosotros no tenemos vida. Ahora, por ejemplo, tengo los animales que están flacos, están a la cochina miseria esos animales. ¿Por qué? Porque yo con una bolsa de 35 kg ya no me lo puedo subir para aquí arriba. A mí me da pena ver esos animales flacos. ¿Sabes lo que cuesta subir con una bolsa de 35 kg en el hombro? cuesta mucho. Nos complica el camino, porque nosotros ahora no podemos criar gallinas, ni animales (Entrevista personal a Luisa Quijada, diciembre 2019)

“El no tener vida” está señalando que lo cotidiano y lo comunitario se vio totalmente afectado y alterado, puesto que las dificultades con las que se topan hoy en día para acceder al campo traen grandes consecuencias tanto en lo económico, en lo político, como en lo social y espiritual de la Lof. En otras palabras, da cuenta de lo que implica y significa aquel acceso tradicional para los Quijada en sus formas de organizarse con el territorio y entre ellos.

“Los animales flacos”, el “no poder criar gallinas”, el desgaste del cuerpo y el cansancio de subir todos los días las bolsas para mantenerlos, son algunas de las causas que impiden la auto-subsistencia en el lugar. Una autonomía política y económica que antaño caracterizaba la vida comunitaria de sus padres, quienes como recuerdan sus hijos “llegaron a tener noventa y nueve vacunos pastando” en el territorio en el que actualmente no pueden siquiera circular.

Mientras los años transcurren los daños se incrementan, y su estar en el territorio se ve afectado cada vez más por distintas aristas y dimensiones. Por un lado, se suma la problemática con las que se topan los y las integrantes de la comunidad cuando necesitan acudir a un servicio tan básico y fundamental como es, por ejemplo, la asistencia médica de una ambulancia o la presencia de los bomberos en el lugar: “Acá si se corta alguien con la motosierra se va a morir desangrado porque no te dejan pasar” (Entrevista personal a Luisa Quijada, diciembre 2019). Por otro lado, el lonko, que tiene 103 años de edad, tampoco puede volver a su territorio porque le implicaría emprender una caminata por la montaña de más de tres horas: “mi papito no puede ir, pero si tuviera el paso acá le darían la alegría a mi padre de llegar a donde él vivió por muchos años” (Entrevista personal a Luisa Quijada, diciembre 2019). Mismo motivo por el cual los niños y niñas han perdido la regularidad en la escuela:

Acá siempre hubo un camino, salíamos para ir a la escuela y volvíamos. O mi papá salía a buscar la mercadería por ahí también. Ahora está todo cerrado. Y así como tus hijos tienen el derecho de estudiar, el mismo derecho tienen los míos (entrevista personal a Beatriz Quijada, diciembre 2019)

Cuando Beatriz Quijada denuncia que “ahora está todo cerrado” y que por ende su hija no puede ir a estudiar-- un derecho que, como ella lo señala, deberían tener todos los niños y niñas por igual— está, al mismo tiempo, haciendo una doble reflexión. En primer lugar, una reflexión que expone la condición de desigualdad y marginalidad a la que se ven expuestas. Señalando que no tendrían los mismos derechos que el resto de los ciudadanos. (“así como tus hijos tienen el derecho de estudiar, el mismo derecho tienen los míos”).

Y en segundo lugar, una reflexión que visibiliza un uso del espacio territorial de forma autónoma y tradicional (“Acá siempre hubo un camino, salíamos para ir a la escuela y volvíamos. O mi papá salía a buscar la mercadería por ahí también”). Una autonomía que se vio interrumpida, y un manejo del territorio que, paradójicamente y como veremos a continuación, se vuelve requisito necesario para demostrar públicamente que son una comunidad mapuche, y para que sus reclamos y denuncias entren en el plano de lo audible y legible desde los lenguajes de contienda estatal (Roseberry, 1994)

Entendemos, por lo tanto, que todos estos años de espera son un tiempo cargado de fuertes experiencias de subordinación, despojos de sus derechos, y desconocimiento de sus formas de habitar y de ser mapuche en el territorio. Pero además, la espera también se volvió en mecanismo de dominación y regulación de sus tiempos, de sus prácticas y de los lugares a ocupar desde las lógicas hegemónicas de estatalidad.

LA ESPERA COMO NORMA: LOS PASOS A SEGUIR PARA UN “BUEN ESPERAR”

Según el sociólogo Auyero (2013) la espera es uno de los mecanismos de regulación de los sujetos y sus cuerpos. En ella, el “saber esperar” es uno de los requisitos necesarios para no sufrir consecuencias peores a la espera misma, y este último no solo va a estar sobredeterminado por el lugar social en el que la persona o grupo aguarda, sino que, además, va a ser determinante para el acontecer del contexto social específico en el que la misma transcurre.

Fue, entonces, desde este escenario del “saber esperar” que las familias Quijada se vieron obligadas a cumplir con una serie de trámites burocráticos y pasos impuestos desde la lógica estatal. Desde el momento en que Arelauquen avanzó sobre el territorio, las familias Quijada debieron notificar a los representantes legales del grupo inversionista BURCO sobre los daños y perjuicios que este hecho les ha traído a sus vidas cotidianas, así como también tuvieron que mandar cartas y notas a los diferentes organismos estatales y gubernamentales para que intervengan en el conflicto.

Durante nuestro primer encuentro con las mujeres de la comunidad, una de ellas nos acercó una carpeta que contenía una gran cantidad de: “papeles que fuimos juntando todo este tiempo, está todo ahí. Las cartas, la carpeta, las respuestas de Arelauquen, las no respuestas, guardo todo” (entrevista personal a Luisa Quijada, diciembre 2019).

En todas estas cartas, y en sus diferentes lenguajes, los Quijada dan por sentado que “desde siempre están en ese territorio”, que “les cerraron el camino” sin previa consulta ni consentimiento, que el lonko es una persona reconocida por varios pobladores de Bariloche, entre muchos otros recuerdos que evidencian la ocupación tradicional de la Lof en el lugar. Sin embargo, ninguna de estas afirmaciones fueron pruebas suficientes ni para el Estado ni para Ejército ni para los inversionistas privados. Por el contrario, estas apreciaciones fueron retocadas en un lenguaje que funcionó como una suerte de corset preestablecido para definir los criterios aceptados de etnicidad y los tiempos que debían aguardar para la obtención de una respuesta.

Entre la cantidad de cartas escritas, encontramos desde notas al coordinador general de la ley 26.160[6] de la provincia de Río Negro-- donde le solicitan su intervención e inmediata puesta en marcha del relevamiento territorial por amenazas y problemas generados por intereses inmobiliarios—hasta manuscritos a las autoridades municipales y provinciales buscando una posible solución al reclamo. En una de estas tantas notas, la comunidad denunciaba lo siguiente:

hasta hace aproximadamente dos años atrás comenzaron los problemas. Esta gente, supuestamente patrocinada y/o bajo órdenes de la firma, comenzó con un dudoso e irregular corrimiento de los alambrados sobre nuestro territorio. Por otro lado, comenzaron con las amenazas a nuestra familia, e incluso con la agresión física de dos de nosotros. Cada vez que salíamos del lugar a trabajar o a realizar trámites, ellos venían y corrían el alambre, realizando trabajos hasta que alguno de nosotros regresábamos al lugar (Nota N° 2324 enviada por la comunidad Quijada en enero del 2010)

La cantidad de papeles recopilados muestran la negociación permanente entre las propias cartas manuscritas por la comunidad contando sus urgencias y necesidades, y aquellas cartas realizadas con asesoramiento legal (con un lenguaje específico) ordenando esas urgencias en los tiempos que el poder considera más apropiado para ser tratado. Sin embargo, y en todas ellas, existe una clara intención de mostrar los daños sufridos desde que el grupo inversor llegó al lugar: “comenzaron los problemas”, “comenzó con un dudoso e irregular corrimiento de los alambrados”, “comenzaron con las amenazas a nuestra familia”.

Al mismo tiempo, cada una de estas denuncias visibiliza una fuerte postura de resistir “pacíficamente” a pesar de los avasallamientos impuestos y las violencias vividas (“comenzaron con la agresión física de dos de nosotros”). En este camino, la comunidad—y en contraposición al accionar de los representantes de Arelauquen—entendió que para poder acceder a un acto de justicia, debieron, primero, aguardar respuestas y acciones judiciales que se enmarquen en el plano de la ley.

No obstante, y a pesar de estos trece años de cumplimiento de cada uno de los pasos burocráticos impuestos, la comunidad nunca tuvo una respuesta o acción favorable. Por el contrario, la única contestación recibida fue por parte del apoderado de los inversionistas donde no solo niega la existencia del camino tradicional, sino que, además, desconoce el legítimo derecho que tienen los Quijada de circular por el territorio que habitan tradicionalmente desde la década del 60:

(…) no le consta a esta parte, de hecho nunca lo hemos visto, la existencia de un camino que “desde siempre” transcurra a través de nuestra propiedad, como tampoco le consta que fuera lugar de residencia de comunidad alguna o persona alguna (carta a la comunidad Quijada por parte del apoderado del Golf country Club, noviembre 2010)

La manera en que se remarca y parafrasea las expresiones utilizadas con regularidad por la comunidad por parte del apoderado de Arelauquen (el “desde siempre” o “comunidad alguna”) da cuenta de la lectura que vienen realizado de los reclamos, así como también de la decisión de no responderles en tiempo y forma. La idea de que en una sola nota el apoderado pueda negar la presencia de un camino que divide Arelauquen en dos, habla de cierto grado de impunidad y de la administración y percepción distinta de los tiempos y las urgencias.

Por otro lado, tal desconocimiento y negación también expone un clásico manejo por parte de los capitales privados hacia las demandas que encaran la mayoría de las Lof mapuche en la Patagonia. Maniobras tales como la instalación y corrimientos de los alambrados, acciones fraudulentas en complicidad de los agentes estatales, y una diversidad de prácticas de discriminación y violencias son las narrativas compartidas por los y las indígenas en sus experiencias de despojo y usurpación de sus territorios.

A este avasallamiento por parte de Arelauquen, se le suma el menosprecio e indiferencia de los organismos estatales que no solo dilatan los tiempos e imponen una espera, sino que también estructuran las normas y los pasos de un contrato social, que los y las integrantes de la comunidad se ven obligados a cumplir y acatar si quieren recibir una “solución”, una “respuesta” o mínimamente un “diálogo satisfactorio” que aborde sus reclamos y denuncias.

En este sentido, el aguardar un acto de justicia, un diálogo o la apertura del camino tradicional ya no es una demanda puntual que realizan los Quijada, sino más bien es una experiencia cotidiana donde inevitablemente debieron apropiarse y aprender los lenguajes de la burocracia estatal para dirimir y resolver sus problemas.

Como lo cuentan muchas comunidades mapuche que se encuentran atravesando instancias de conflicto, el “juntar los papeles en carpetas” se vuelve una práctica recurrente que deja ver la realidad desigual a la que se ven expuestos aquellos grupos que deciden reclamar y demandar los atropellos sufridos. En este camino, las vías burocráticas son los lugares impuestos de un “buen accionar”, y, por ende de un “buen esperar” si se quiere actuar dentro de los marcos reguladores de la ley.

Es sabido que en los últimos años ha aumentado el escenario represivo y discriminatorio contra algunas comunidades y militantes mapuche en la zona de norpatagonia[7], diferenciando una suerte de buen mapuche y mal mapuche según la óptica estatal. Se ha invertido mucho tiempo en la reproducción de un discurso que divide quienes “saben esperar y accionar” versus aquellas comunidades “violentas e impacientes”. En este juego de interpelaciones y etiquetas impuestas, aquellos grupos y militantes indígenas que rompen con la espera, y que entienden que sus reclamos no van a ser oídos por un Estado cómplice de los despojos y que históricamente los oprimió, se vuelven rápidamente en sujetos de sospechas (“falsos mapuche”) o en grupos “terroristas” incapaces de dialogar. En cambio, aquellos grupos que, atrapados en los tiempos y requerimientos de la ley, deciden enmarcar sus reclamos en el marco de la estatalidad, se tornan en los eternos marginados por un Estado que los ubica en el último lugar de prioridad.

En este escenario impuesto de normas, aquellos grupos que quieren ser percibidos y oídos por los lenguajes de contienda deben, primero, negociar sus formas de aparición. Para ello, entonces, fue necesario que los Quijada se constituyan como una “comunidad indígena”:

Hemos construido la “Comunidad Mapuche José Celestino Quijada”, encontrándonos actualmente abocados en reunir y completar la documentación requerida para la entrega de la personería jurídica comunitaria indígena y en diversas acciones reivindicatorias de nuestros derechos ante organismos públicos y privados de esta ciudad (carta de la Comunidad Quijada al CO. De. Ci, enero de 2011)

Entendiendo que previo a esta suerte de “receta burocrática” los Quijada eran personas ni siquiera imaginables como querellantes, la inversión de más de trece años en “en reunir y completar la documentación requerida” para devenir en un sujeto colectivo de derecho estatalmente reconocido—con su “correspondiente personería jurídica”— es parte de un proceso de normativización. Es decir, un mecanismo de regulación e instauración de ciertas prácticas y obligaciones en donde el Estado se presenta como amparando a las personas mapuche siempre y cuando estas cobren legitimidad bajo las estructuras legales impuestas.

Por lo tanto, y enmarcada en esta normativización, la espera se vuelve un doble mecanismo de demarcamiento y control por parte de los organismos estatales. Demarcación, en tanto son algunas personas pertenecientes a estratos sociales o étnicos quienes se ven, la mayoría de las veces, expuestos a transitar los caminos sinuosos de una espera y sus tiempo manejado por otros. Y, al hacerlo, comienzan a ser señalados por el sistema como “aquellos plausibles de ser pacientes”. Mecanismo de control, en tanto la espera se transforma en una frontera invisible entre quienes esperan y quienes imponen el tiempo propio, estableciendo las normas, las reglas y las formas que controlan y estructuran la movilidad (Grossberg, 1992) de algunos grupos en detrimento de otros.

LA ESPERA COMO DESUJECIÓN: CUANDO EL “HARTAZGO” DEVIENE EN DESOBEDIENCIA

No bastó con que la Lof Quijada cumpla con todos y cada uno de los requerimientos y trámites burocráticos. El Estado—representado en sus múltiples estratos, oficinas y agentes—continuó estipulando un ir y venir de pasos, de abogados y de requisitos que se debieron seguir cumpliendo:

se perdió una carpeta hace no sé cuántos años. Cuatro veces hemos pedido la constatación, todavía estamos en veremos (…) nos dijo que nos iba a llamar, pero acá estamos, sin ninguna noticia de nada. (Luisa Quijada en Wall kintun TV, marzo 2019)

Como lo vimos anteriormente, la acción de seguir con todas estas burocracias y respetar sus temporalidades abona la idea de un “buen esperar”. Sin embargo, y como lo veremos a continuación, cuando este tiempo de espera empieza a evidenciar ciertas maniobras y a dilatar cada vez más los tiempos, comienzan a surgir otros topes, malestares e incomodidades que se despliegan alrededor del “saber esperar”:

Estamos aburridos de mandar notas, lo único que hacen es mentirnos, llevan años mintiéndonos. A mí ya no me importa, ya estoy jugada, aunque sea con mi vida, ya no me importa, yo quiero la servidumbre de paso[8]. Hay alguien que pueda tocar a Arelauquen? Hasta aquí no ha habido nadie que le diga algo (…) esto ya no da para más. (Luisa Quijada en Wall kintun TV, marzo 2019)

El aguardar una respuesta, una acción o la apertura del acceso tradicional dejó de ser solo un reclamo o una demanda para devenir en una profunda experiencia de injusticia. Las expresiones de los miembros de la comunidad (“estamos aburridos de mandar notas”, “ya no me importa nada”, “esto ya no da para más”) exponen los límites a la espera impuesta y dan cuenta de la forma en que estos enojos y malestares se transforman en las desobediencias hacia la gubernamentalidad (Butler 2008). Es decir, se tornan denuncias que ya no pueden esperar más porque no son solo urgentes, sino también necesarias para el desarrollo y la reproducción de la vida comunitaria: “No nos dejan vivir (…) hace más de doce años que nos tienen encerrados y ya nos torturaron demasiado, muchos años…” (Luisa Quijada en Wall kintun TV, marzo 2019)

Decir “basta” o poner el tope de “hasta acá” ubica a los Quijada en algo más arriesgado que encontrar insostenible el tiempo de espera o una determinada exigencia. Es, tal como lo señala Ana Ramos (2017), exponerse a los discursos y prácticas acusatorias de ilegalidad, delincuencia o ilegitimidad: “Públicamente les digo, yo no le tengo miedo a nada, ni a nadie, aunque me maten en la mitad de la pampa, ya no me importa nada, quiero el paso” (Luisa Quijada en Wall kintun TV, marzo 2019)

Sin embargo, y más allá de estas exposiciones y vulnerabilidades, la desobediencia es para la comunidad Quijada una forma de luchar para desarmar las desigualdades, para resistir a las injusticias y para rechazar los lugares relegados:

No tenemos luz porque nos sacaron todo el plano de la Comunidad y no la podemos solicitar. Tienen que darnos nuestro lugar, hace poco vino un agrimensor y midió, pero todo quedó igual. Lo único que hicieron después de que hicimos una denuncia pública fue poner a la policía de día y de noche. Nos pusieron la policía en la puerta de la ruka. No nos quieren entregar la parte de la tierra que es nuestra y tampoco nos quieren dar la servidumbre de paso. Compraron una parte y alambraron todo. Nos cierran el paso, no nos dejan vivir. Ellos son los dueños y, sólo porque tienen plata, cierran donde se les canta. Si va un pobre y hace un terrenito de 20×20, lo tratan de usurpador y los ricos qué? Nosotros no tenemos que callarnos la boca ni ser pisoteados. Hace años que nos vienen pisoteando y humillando para que nos cansemos y nos quiten nuestras tierras. Somos once hermanos los que nacimos aquí. ¿Por qué nos tienen que correr? (Integrante de la Lof en Revista Al Margen abril 2019)

Ya no se trata, por lo tanto, de reclamar justicia ante tantas violencias, abusos de poder y malos accionar de Arelauquen. Se trata también de denunciar y terminar con un control estatal que lo único que hizo fue reproducir sus propias lógicas de marginalidad y exclusión social.

En este camino, los topes que los Quijada ponen en sus afirmaciones públicas a tantos años de espera inauguran nuevas preguntas y reflexiones sobre el accionar burocrático (“No tenemos luz”. “Nos pusieron la policía en la puerta de la ruka”, “Hace años que nos vienen pisoteando y humillando”). Y al hacerlo, dejan entrever el orden imperante de la legalidad estatal. Aquella que, siguiendo a Jacques Rancière (1996) señala y estructura la distribución y el ordenamiento de la sociedad entre los sujetos legítimos de ser contados y escuchados; y los que no entran o habitan en los espacios como sujetos existentes—donde sus cuerpos no son contados y sus discursos son meros ruidos imposibles de escuchar (Rancière 1996). Son, entonces, todas estas desigualdades vividas las que los llevan a impugnar esta aparente igualdad ante la ley: “si hacemos algo, nos denuncian. Si mi hermano pasa por el alambre, le tiran tiros. ¿Por qué a Arelauquen no le pueden hacer cumplir la ley?” (Beatriz Quijada en Wall kintun TV marzo 2019)

Así, los “por qué” (¿Por qué nos tienen que correr? ¿Por qué a Arelauquen no le pueden hacer cumplir la ley?”) marcan otro tipo de posicionamiento político como comunidad mapuche (“… son nuestras tierras. Somos once hermanos los que nacimos aquí”) y un cambio discursivo que ya no pone el acento en el consensuar, sino que busca señalar los límite del “saber esperar” impuesto (“Nosotros no tenemos que callarnos la boca ni ser pisoteados”). Un cambio en las formas de expresarse y presentarse donde las injusticias empiezan a permear sus “buenas voluntades” y las denuncias comienzan a exponer las realidades sociales: “Ellos son los dueños y, solo porque tienen plata, cierran donde se les canta. Un pobre hace un terrenito de 20×20, lo tratan de usurpador ¿y los ricos qué?”.

Ahora bien, coincidimos con Lawrence Grossberg (1992) en que denunciar y tener claridad respecto a los roles y estratos sociales que cada quien se ve obligado a desarrollar en su vida cotidiana no es lo mismo que luchar en términos de cambiar las propias condiciones de existencia. En este sentido, no toda lucha es siempre resistencia-- la cual requiere de un antagonismo específico--ni toda resistencia es siempre una oposición--que involucra un desafío activo y explícito hacia alguna estructura de poder. Sin embargo, entendemos que son estos lugares los que empiezan a motivar las desobediencias (Butler 2008) de la comunidad para con el control gubernamental. Prácticas de “desujeción” (Foucault 2003) que llevan a los Quijada a identificarse como sujetos audibles y legibles desde lugares impensados por los lenguajes de la contienda estatal: “Desde hace más de doce años que nos tienen encerrados, ya nos torturaron demasiado. ¿Por qué? Porque solo somos Quijada. ¿Qué es lo que les pasa? ¿Nosotros somos qué? ¿Somos perros?” (Luisa Quijada en Wall kintun TV, marzo 2019)

El repensar los propios lugares de subalteridad (¿Nosotros somos qué? ¿Somos perros?) habilita a los integrantes de la comunidad a iniciar un proceso de subjetivación política. Esto es, a transformar un reclamo puntual en una demanda entramada en desigualdades y denuncias históricas del pueblo mapuche:

Desde 1962 que estaba mi papá acá. Nosotros no nos vamos a callar la boca porque tenemos derechos (…) Llevamos años presentando notas y nos miran. Siempre están jugando con nosotros, nadie hace nada. (…) no podemos seguir como encerrados. Esto es un abuso, un atropello (Integrante de la Lof en Revista Al Margen abril 2019)

La desobediencia, por lo tanto, habilita una construcción política de sí mismos como sujetos “sin parte” que no solo no están siendo incluidos en los marcos igualitarios de la ley (“No nos vamos a callar porque tenemos derecho”), sino también que sobrevienen independientemente de la desigual distribución de los repartos y los lugares sociales (“están jugando con nosotros”, “esto es un abuso, un atropello).

Por otro lado, entendemos que el proceso de subjetivación política también va produciendo una serie de plegamientos y replegamientos al interior de la comunidad. Donde, al actualizar sus memorias e hilvanar sus propias historias con las de sus padres y abuelos, comienzan a entramarse las experiencias de injusticias vividas desde otros afectos, relacionalidades y sentidos:

El padre de mi mamá hablaba la lengua y le hablaba a mi hermano cuando tenía dos años. Y la mamá sabe qué hacía? no los dejaba hablar porque eso fue lo que le metieron en la cabeza toda la vida. Porque a la mamá del Viejito Francisco la habían encerrado los wigka (los blancos). Toda esa historia anterior… que para que las indias no se escapen le pelaban la planta de los pies. Mi mamá mucho no nos quería contar, de la época esa, pero sabemos que a esa abuela la tuvieron ahí, y que ahí tuvo sus hijos. Y eso te da miedo, desconfianza porque desde chicos no dijeron que a nosotros nos mataban si nosotros hablábamos la lengua. (Entrevista personal a Luisa Quijada, diciembre 2019).

Entendemos que el “encierro” funciona aquí como una metáfora que aglutina las diferentes injusticias y atropellos vividos: los abuelos y abuelas fueron privados de su libertad en la época de las campañas militares del SXIX contra los Pueblos Indígena (“la habían encerrado los wigka. Toda esa historia anterior”), así como ellos y sus padres, en la actualidad, están privados de sus derechos territoriales (hace doce años que Arelaquen nos tienen encerrados). El “hasta acá”, por lo tanto, instaura un nuevo lugar en la trayectoria comunitaria de los Quijada. Un antes y un después de tantos abusos, avasallamientos y sufrimientos.

Tal como advertimos al comienzo de este trabajo, la espera está compuesta por una tensión intrínseca a sí misma que responde a las ideas de daño y norma. Incluso cuando se reflexiona sobre la misma como una suerte de condición impuesta, consideramos que hay poco análisis realizado en pensar a la espera como una instancia de desujeción. Esto es, la posibilidad de accionar desde las propias y heredadas trayectorias históricas de subordinación y un punto final al accionar de las burocracias que caracterizan al control estatal. En el caso de la Lof Quijada la espera se transformó en un espacio habilitado para pensarse desde sus propias narrativas como comunidad mapuche. En otras palabras, en un proceso en donde los consejos heredados y las memorias transmitidas están empezando a ser “oídas” desde los propios marcos de legibilidad como Pueblo.

PALABRAS FINALES: COSECHAR LA SIEMBRA DE LA ESPERA

Este artículo surge en la mitad de un proceso de reconstrucción de memorias y disputas judiciales sobre la historia y el territorio de la comunidad Quijada. Sin embargo, ambas autoras entendimos la importancia de hacer prevalecer la urgencia de una reflexión sobre la espera. En parte porque esta sigue transcurriendo y continúa atravesando nuestros intercambios con el campo.

Durante las conversaciones mantenidas con los integrantes de la comunidad Quijada, la espera se volvió tópico de muchas charlas compartidas. Había que esperar respuesta de funcionarios, de abogados, de medios de comunicación, de junta interna del country Arelauquen, de colegas que iniciaban nuevas entrevistas, del clima que dificultan los accesos al lugar. La espera, entonces, se volvió parte de una experiencia cotidiana para esta comunidad y para nosotras mientras trabajábamos y acompañamos distintos procesos. Una experiencia con fuertes consecuencias y efectos negativos en la vida comunitaria de la Lof: la pérdida de parte del territorio, de la autonomía y de sus derechos.

Como fue demostrado, el aguardar casi trece años a una respuesta o una solución al conflicto por el acceso tradicional es un claro ejemplo de un mecanismo de dominación estatal. Un momento de demarcación y control que fue expulsando a los miembros de la comunidad a los márgenes de un orden social que pregona una supuesta igualdad de sus sujetos ante la ley.

Así, hemos demostrado que la espera como normativización se vuelve un proceso social que estructura las jerarquías sociales en base a las diferentes posiciones que ocupa cada grupo en esa sociedad. En esta jerarquización, hemos visto que la distribución del tiempo de espera se correspondió con el lugar que la Lof Quijada ocupa dentro del escenario social. En otras palabras, entendemos que la disparidad de posibilidades, velocidades y recursos puestos al servicio de una pronta o tardía resolución indudablemente estuvo permeado porque la querella está compuesta por una comunidad mapuche.

No obstante, hemos querido mostrar también que la espera, atravesada por estas grandes desigualdades, lejos está de aparecer como un tiempo quieto o “pasivo” para la comunidad. Por el contrario, devino en territorio fértil para cosechar las injusticias pasadas y revertir los avasallamientos presentes. Un espacio propicio para la desujeción de las condiciones impuestas y para la desobediencia de las lógicas de la gubernamentalidad. La espera, por lo tanto, inició un proceso de subjetivación política de la comunidad mapuche, un proceso que habilita la denuncia de los atropellos vividos y visibiliza los reclamos no oídos desde los marcos de la legalidad.

REFERENCIAS

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[1]Ambas autoras del presente artículo formamos parte del grupo de investigación GEMAS. Este colectivo se conformó en el año 2008 y, desde entonces, se ha dedicado--entre otras cosas-- a la reconstrucción de los procesos históricos desde la perspectiva de las memorias subordinadas de los Pueblos Indígenas.

[2]Este informe histórico antropológico se encuentra en proceso de realización por un equipo conformado por: Dra. Ana Margarita Ramos, Dra. Valentina Stella, Lic. Mariel Bleger, Lic. Kaia Santisteban, Lic. Malena Pell Richards, Dra. Marcela Tomás, Lic. Lorena Cardin.

[3]Autoridad política de la comunidad.

[4]Cerro ubicado en las cercanías del casco céntrico de Bariloche.

[5]La persona que le sigue al lonko en su autoridad política.

[6]Esta ley fue sancionada en el año 2006 con el objetivo de relevar los territorios de las comunidades indígenas de la Argentina.

[7]Durante el año 2017 se han vuelto de carácter púbico la desaparición y asesinato de Santiago Maldonado mientras acompañaba un recuperación territorial mapuche en la Pu Lof en Resistencia en (Cushamen, Chubut). O el asesinato por la espalda del joven mapuche Rafael Nahuel durante un operativo a cargo de fuerzas policiales a la Lof Lafken Winku Mapu (Bariloche, Río Negro). Así como la persecución política de referentes en la lucha por la defensa del buen vivir como la weichafe Moira Millan de la Lof Pillan Mawiza (Chubut)

[8]Históricamente se ha llamado “paso de servidumbre”, a los caminos que por ley muchos terrenos privados deben dejar para que los vecinos del lugar puedan circular. Se denominó así porque antiguamente se le pedía a los sirvientes que no utilizarán el mismo camino que los dueños de las estancias. Así es como llama, tanto la Comunidad Quijada como los abogados de Arelauquen al camino en disputa.

Recibido: 23 de Abril de 2020; Aprobado: 23 de Junio de 2020