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Avá

On-line version ISSN 1851-1694

Avá  no.36 Posadas  2020  Epub July 20, 2020

 

Dossier

LA JUSTICIA Y LA ESPERA EN UNA JURISDICCIÓN COLONIAL EN LOS MÁRGENES DE LA MONARQUÍA, SAN SALVADOR DE JUJUY

Dolores Estruch1  2  3 

M. Cecilia Oyarzábal4 

1Facultad de Filosofía y Letras UBA

2Escuela de Humanidades de la UNSAM

3CONICET

4Universidad Nacional de la Patagonia

Resumen

El ejercicio de la justicia en la sociedad colonial se constituyó en base al principio de iurisdictio, vigente en el modelo de Antiguo Régimen importado por los conquistadores. Contó también con una experiencia temporal propia del espacio americano, moldeada por las distancias y el accionar de los actores sociales. El presente trabajo se propone como una reflexión acerca de las posibilidades que habilita la espera dentro de la experiencia jurídica en dos sectores determinados: la élite y los indígenas en la puna jujeña, entre la segunda mitad del siglo XVII y la primera década del siglo siguiente.

Palabras clave Iurisdictio; Justicia; Espera; Jujuy

Abstract

In the colonial society, justice administration was established based on the iurisdictio principle, still valid in the Old Regime model, imported to América by the conquerors. It also nourished from a characteristic domestic temporal experience, shaped by long distances and by the way of acting of the social actors implied. This work is proposed as a reflection about the possibilities enabled by the waiting period for a justice sentence on two different social actors: elite members and native people, during the second half of XVII century and the first decade of the next century in the Jujuy Puna region.

Keywords Iurisdictio; Justice; Waiting period; Jujuy

INTRODUCCIÓN

En estas últimas décadas, el estudio de las sociedades coloniales y antiguo regimentales ha vuelto una mirada renovada sobre el orden jurídico a partir de categorías tan centrales como la de espacio y territorio. En el campo de la nueva historia del derecho, uno de sus principales referentes, Antonio Hespanha, ha sido en gran parte responsable de provocar “una auténtica revolución copernicana en el campo del análisis de los ordenamientos del poder” (Schaub, 1998:29) al emprender una de las más fascinantes historias sobre las relaciones entre el poder y el espacio[1]. En esa dirección, el desarrollo que ha cobrado la variable espacial en el análisis de los fenómenos jurídicos de estas sociedades pretéritas, incentivó el estudio de las relaciones entre gobierno, justicia, jurisdicción y territorio, impulsando un diálogo interdisciplinar entre la ya mencionada nueva historia del derecho, la historia política americanista, la antropología histórica y la nueva geografía (Hespanha, 1993; Barriera 2007, 2010, 2013, entre otros).

Salvo algunas excepciones (Barriera, 2013; Smietniansky, 2016; Oyarzábal, 2020), el estudio de la variable temporal implicada en el funcionamiento del orden jurídico no ha seguido la misma suerte. En tanto la experiencia temporal y las formas de computación del tiempo en la justicia colonial responden a sentidos y vivencias profundamente culturales debemos considerarlas dentro de una agenda de estudio transcultural del tiempo y de su teorización.

Cuando hablamos de la espera referida a la justicia, pensamos en una intermisión entre un problema, un conflicto que debe resolverse, y su resolución. La espera puede significar una solución anhelada o una dilación bienvenida. Constituye un impasse que, lejos de representar un “tiempo muerto”, está cargado de acciones y sentidos. Es a estos usos de la espera donde se direcciona el presente análisis. A través de la documentación, veremos cómo puede operar la espera de una resolución judicial en dos grupos definidos: la élite y los indígenas de la jurisdicción colonial de Jujuy. Se trata de dos casos que funcionan como ventanas, a partir de las cuales, nos asomamos a las prácticas y los discursos de los actores sociales que transitan un contexto de espera. No procuramos con ello, establecer patrones generales, sino establecer variables de reflexión sobre un tópico que tiene aún mucho para ofrecer al campo interdisciplinar.

Con la intención de contribuir al estudio del orden político del Antiguo Régimen, nos centraremos en un espacio apartado del Virreinato del Perú, la jurisdicción de Jujuy, para pensar la otra cara de la moneda. Es que detrás del espacio, regulando la práctica jurídica con sus distancias y proximidades, se hallan los actores sociales y el propio orden jurídico sujetos a una temporalidad que los determina, con sus esperas y urgencias. En este trabajo nos interesa hacer foco en las experiencias del tiempo dentro de la sociedad colonial jujeña atendiendo, especialmente, a las representaciones, expresiones y vivencias relativas a la espera dentro del ámbito de la justicia. Ello implica, por un lado, interrogarnos por los marcos temporales que impone la justicia en tiempos coloniales y dentro de una sociedad ubicada en un espacio alejado de los centros de poder como era la jurisdicción de San Salvador de Jujuy. Por otro, preguntarnos por la experiencia del tiempo que vivenciaron los actores sociales a lo largo de los procesos judiciales que los implicaron, revisando cómo la espera, en algunos casos, lejos de ser abrumadora e inquietante permitió afianzar determinadas estrategias, consolidar o revertir las relaciones de poder. Y, por último, plantearnos en qué medida estas “esperas” juegan en los intereses y las tramas del poder colonial en su conjunto.

Abordar la sociedad colonial de un espacio en toda su complejidad es un desafío que excede el presente trabajo. Por ello, nos abocaremos a analizar dos sectores que nos resultan por demás representativos, la elite y los indígenas, a través de los casos del pleito por el pago de diezmos del encomendero Pablo Bernárdez de Ovando y las vicisitudes que se abren a partir de la última voluntad del indio Andrés Mamani.

Con el desafío de realizar un aporte específicamente antropológico al conocimiento de la justicia hispano colonial, recurrimos al trabajo con fuentes documentales abordadas desde la perspectiva interdisciplinaria de la antropología histórica[2]. De esta forma, trabajamos en la conformación de un acercamiento etnográfico que nos permita analizar contextos histórica y culturalmente situados (Comaroff y Comaroff, 1992) que difieren de los del investigador, atendiendo a repertorios de prácticas y discursos del pasado a través del análisis de la documentación. Nos interesa remarcar que entendemos que el trabajo con fuentes documentales no inhabilita la posibilidad de adoptar una perspectiva etnográfica, en tanto se trata de un abordaje que se extiende más allá del alcance del ojo empírico y su espíritu inquisitivo puede llevarnos también a “hacer” etnografía en los archivos (Comaroff y Comaroff, 1992). Provistos de nuestros documentos, construyendo nuestro propio archivo buscamos ejercitar una manera de hacer inteligibles actos, vidas y sistemas de representación que difieren de los nuestros, en una suerte de Antropología Histórica de l’Ancien Régime. Así, recuperando expresiones y categorías temporales nativas[3] y considerando cómo éstas se articulan con las prácticas concretas de los actores y con los marcos temporales en los que desarrollan los expedientes, avanzaremos con el análisis de nuestros documentos.

Nos identificamos, entonces, con la propuesta de una antropología histórica que apunte a situar esos “fragmentos etnográficos”, producto de nuestro trabajo en los repositorios, dentro de sus contextos para así analizarlos como procesos de construcción recíproca, tanto de los actores como de las condiciones u ordenamientos sociales que posibilitaban y constreñían sus acciones (Comaroff y Comaroff, 1992). En función de lograr una comprensión de estos “fragmentos” al insertarlos en la estructura en la que cobran sentido, buscamos abordar los documentos en un constante pasaje del texto al contexto, de lo micro a lo macro. Y mantener siempre un diálogo con el marco situacional específico (las circunstancias concretas de producción de los discursos y la acción social), como con aquel más amplio donde deben ser considerados los acontecimientos históricos y las normativas (morales y legales) vigentes (Lorandi, 2008). Este será, sin duda, un ejercicio que demande atender a las diferencias entre los cuadros de referencia de acuerdo con los cuales las sociedades organizan las acciones y pensamientos (de Certeau, 1993).

Entendemos que, en todo caso, lo que hacemos a partir del trabajo de archivo es desentrañar un conjunto históricamente desplegado de significados en acción, que son tanto materiales y simbólicos, como sociales y estéticos, buscando ejercitar una manera de hacer inteligibles actos, vidas y sistemas de representación que difieren de los nuestros. Y en este mismo ejercicio analítico narramos lo no-familiar al tiempo que desnaturalizamos y confrontamos los límites de nuestra propia epistemología. A lo largo de estas páginas buscamos direccionarnos hacia ese lugar, probando trabar una suerte de intercambio con las representaciones que los actores sociales tenían de su mundo al contraponerlas con las nuestras, sin dejar de explicitar las limitaciones e incongruencias que surgen en ese ejercicio de traducción que evita reducir ambiguas categorías “nativas” por otras “científicas”.

El análisis de los expedientes judiciales supone el rescate de las voces y prácticas de los actores sociales entre el sinfín de argumentos y formulismos que lo componen. Estas voces atravesadas, en general, por estrategias cruzadas y mediadas, cuando se trata de casos que involucran a indígenas, por lenguaraces, dejan -no obstante- un campo feraz para reconocer cómo se pudo habitar la espera dentro de los procesos de resolución judicial. Todo ello, claro está, debe verse en el contexto de la sociedad colonial donde están inmersos. Para ello, trazaremos a continuación las principales variables que la caracterizan.

LA SOCIEDAD COLONIAL DE JUJUY

El mundo que estudiamos se comprendía como un conjunto, un todo interdependiente, donde -lejos de cualquier sesgo individualista- cada uno de los cuerpos sociales asumía funciones diferenciadas (Hespanha, 1989). Esta aseveración es aplicable a las diversas formas de la sociedad. Entre ellas podemos pensar la separación racial. Un proceso signado por la conquista determinaría, previsiblemente, a quienes encabezaron las huestes triunfantes, un lugar de privilegio. Aquellos españoles denominados “beneméritos de la conquista” (Presta, 2000:60) en la cima de la sociedad colonial, serían los principales beneficiarios de mercedes de indios y encomiendas.

Los indígenas, por su parte, constituirán el gran grupo de mano de obra sobre el cual se asentaría el dominio colonial. Su particularidad está fuertemente vinculada a la justicia, ya que su status jurídico determinará buena parte de la legitimidad discursiva del dominio colonial. En las primeras décadas del siglo XVI, superadas las discusiones jurídico- teológicas acerca de la humanidad de los “naturales” de América, se estableció que éstos eran vasallos libres y como tales sujetos de derecho. Tal libertad, sin embargo, contaría con limitaciones estructurales. Bartolomé Clavero refiere este proceso como “la concurrencia para su caso entre un trío de viejos estados, de status previamente acuñados: el estado de rústico, el estado de persona miserable y el estado de menor” (1994:12-13). Tales rasgos, que pasaron a ser constitutivos del indígena colonial, suponían su desconocimiento de la cultura jurídica letrada, asumían su incapacidad para desenvolverse socialmente (Solórzano Pereira, 1703) y la necesidad permanente de ser tutelados, agencia que quedaba en manos de la Corona y el poder eclesiástico.

La iurisdictio en tanto potestad de “decir derecho” constituía un atributo por el cual sus titulares eran detentores de la facultad de establecer normas y dirimir pleitos. Entre ellos, el Cabildo, como núcleo político de la ciudad, constituyó un sujeto corporativo con facultades de gobierno para decidir sobre los destinos políticos y económicos de todo el territorio que queda bajo su jurisdicción. Así, en esta sociedad, la justicia quedaba alternativamente bajo la injerencia de diversos órdenes: la Corona, la órbita eclesiástica, el Cabildo hasta el ámbito doméstico, en tanto la ley era permeable a la mirada de los jueces o la costumbre (Tau Anzoátegui, 2001; Agüero, 2008; Zamora 2017; Garriga, 2019). Esta cultura jurídica que tenía un carácter agregativo y maleable debe verse en el contexto de la “práctica de justicia” (Barriera & Tío Vallejo, 2012:23) abriendo nuestra mirada a las condiciones materiales que la hacían posible y a quienes recurrían a ella.

Dentro del Virreinato del Perú, la Gobernación del Tucumán, Juríes y Diaguitas quedaba bajo la jurisdicción de la Audiencia de Charcas con sede en la ciudad de La Plata, de menor jerarquía que la Audiencia Pretorial situada en Lima y presidida por el Virrey (Tau Anzoátegui y Martiré, 1996). Sin embargo, lejos de entender el ordenamiento del poder colonial como el montaje de un sistema jerárquico, centralizado y perfectamente articulado “desde arriba”, lo entendemos como una construcción paulatina, gradual y por momentos errática de los espacios institucionales americanos (Barriera, 2003, 2009; Garriga, 2004; Agüero, 2007, 2013, entre otros). En este sentido, lo que debería ser una burocracia tejida por una red de instituciones transmisoras de la voluntad regia, en realidad se encontraba fuertemente mediatizada por el protagonismo que tuvieron los conflictos y juegos de poder, las vinculaciones sociales y una serie de coyunturas locales que vienen a demostrar el grado de autonomía que asumieron los actores locales frente a lo que se suponía debía ser un poder centralizado que no dejaba margen alguno para confeccionar el diagrama jurisdiccional colonial (Agüero, 2008, 2013; Lorandi, 2008).

En 1593 se concretó la última fundación dentro de la provincia del Tucumán, Juríes y Diaguitas: San Salvador de Jujuy, ciudad establecida tras varios intentos frustrados por una pertinaz resistencia indígena. Poblar es crear un núcleo institucional que necesariamente es expresión de justicia terrenal y divina, síntesis de “urbis et civitas”, la expresión física de la ciudad y su atributo social en tanto cuerpo político (Barriera, 2013b:49). Tal acto implicaba dotar de base jurídica al núcleo poblacional estableciendo el punto de partida para la configuración de un ámbito institucional desde donde se ejercerían las potestades corporativas. Éstas encontraban su expresión en el Cabildo, a partir del desempeño de sus Alcaldes Ordinarios, quienes tenían la potestad concedida por el soberano para administrar justicia en primera instancia (Tau Anzoátegui y Martiré, 1996; Agüero, 2008).

Se hace preciso destacar una particularidad respecto a las tradicionales funciones del Cabildo de Jujuy, principalmente porque la Puna jujeña será el espacio en el que se desarrollarán los dos casos que analizaremos en este trabajo. La Puna de Jujuy, rica en minerales y sujeta a la jurisdicción jujeña contó a partir de 1595 con un Corregidor para el valle de Omaguaca que, en la segunda década del siglo XVII, se convertiría en Teniente de Gobernador y Justicia Mayor con asiento en el pueblo de Rinconada, cargos que asumirían funciones de justicia que incluían las referidas a la minería. Estos magistrados designados por la Gobernación del Tucumán, en sucesivas alianzas con los encomenderos de Casabindo y Cochinoca, provocaron constantes conflictos jurisdiccionales con el Cabildo de la ciudad (Palomeque, 2006; Sica, 2006; 2014; Albeck y Palomeque, 2009; Estruch, 2013, 2014, 2017)[4].

El recorte de un espacio jurisdiccional en la Puna de Jujuy originalmente creado para la defensa de territorio y de sus riquezas mineras ante los avances de Charcas y Lípez también estuvo motivado por las “muchas leguas” que separan la Puna de la ciudad de Jujuy y de su Cabildo. Distancia que se presentaba como un factor que impedía la llegada de “la mano de la justicia”, al tiempo que reforzaba el reclamo de su administración local (Becerra y Estruch, 2011; Estruch, 2013, 2014, 2017). En tanto el espacio es la otra cara de la moneda del tiempo, debemos prestar atención a esta distancia que separa a la Puna de Jujuy de la ciudad desde donde se ejercían las potestades corporativas de un Cabildo con la potestad para administrar justicia en primera instancia a lo largo de “dichos términos y jurisdicción de la ciudad”.

DIÓCESIS, DIEZMOS Y HACIENDA

En este apartado nos centraremos en el extenso pleito que, a lo largo de la segunda mitad del siglo XVII, involucró al tarijeño Pablo Bernardez de Ovando y a otros vecinos de la Puna. Luego de haberse avecindado en la jurisdicción de Jujuy en 1647 (Zanolli, 2005, 2016) este originario de Tarija se instaló en la estancia de San Francisco de Aycate (Yavi) en la Puna jujeña. Un espacio que en los documentos de la época suele describirse como la “raya del Tucumán”, por haber sido el límite entre la gobernación tucumana -que comprendía a la jurisdicción de Jujuy- y Charcas. Debemos tener en cuenta que si bien las posesiones y negocios de Ovando se habían extendido en un amplio radio “desde el corazón mismo de la villa de Tarija junto a la plaza” (Madrazo, 1982: 34), su “casa poblada” estaba en la mismísima franja que, imprecisa y conflictivamente, dividía el Tucumán de Charcas. Es en esa clave que debemos leer cómo este flamante vecino de Jujuy -y por ende del Tucumán- debió atravesar un litigio por el pago de diezmos en el que, de manera conjunta con otros estancieros de la Puna, se buscó dirimir cuál era la jurisdicción eclesiástica en la que estaban comprendidas las haciendas de “la raya”. Esta extensa disputa judicial que se prolongó más de 30 años, se expresó en un pleito por linderos entre el Arzobispado de Charcas y su sede sufragánea, el Obispado del Tucumán, en el que quedó involucrada la estancia de Ovando[5].

Extracto de mapa del Sur de Charcas confeccionado en la primera mitad del siglo XVII. Se resaltan los puntos de interés tanto de uno como del otro lado de la línea doble punteada que señala los límites del obispado de Tucumán (Fuente: Mapa La province de Potosí dans le Haut-Pérou. Colección Klaproth GE DD 2983 (4). Biblioteca Nacional de París Imagen cedida por Ventura y Oliveto.

Fue hacia mediados del año 1652 cuando Juan Gregorio Corzo, arrendatario de diezmos “de la provincia de los Chichas, Arzobispado de los Charcas”, hizo una presentación ante el cura de Talina dando cuenta de que no había podido cobrar los diezmos de la estancia de Ovando y de sus vecinos, quienes aducían haberlos pagado a la jurisdicción del Tucumán. Así, el litigio se desarrolló en una doble dirección. Por un lado, se trató de una disputa sobre las tierras y su deslinde, cumpliendo con las características asociadas a un pleito “por linderos”, y, por otra parte, se expresó en la disputa por el producto que de las mismas tierras derivaba: las rentas decimales.

Los años que corrieron a lo largo del pleito se expresan en una sucesión de peticiones, autos, e intervención de diferentes “justicias” como también, en las decisiones que los hacendados de “la raya del Tucumán” fueron adoptando ante la falta de definiciones respecto a dónde debían pagar sus deudas. Atento a ello, entendemos que estos expedientes se vuelven una ventana para aproximarnos a las nociones de la espera dentro de un litigio que desarrolló a lo largo de tres décadas, como así también para delinear el orden jurídico de una sociedad colonial en los márgenes de la monarquía.

El litigio que atravesó Pablo Bernardez de Ovando involucró a dos jurisdicciones eclesiásticas que pretendían los diezmos de un mismo territorio, como la actuación de dos de sus primos, que oficiaron en él de manera enfrentada. Su primo Pedro Ortiz de Zárate, cura vicario y juez eclesiástico y de diezmos de la ciudad de Jujuy, era quien estaba encargado de cobrar los diezmos a favor del Tucumán. Mientras que otro primo, Don Domingo Lazarte y Ovando, como “presbítero cura vicario y juez eclesiástico del pueblo de Talina y comisario de la Santa Cruzada”[6], era quien tenía orden y comisión del juzgado eclesiástico metropolitano de La Plata para cobrar los diezmos adeudados, en este caso, a favor de Charcas.

Tal como podemos imaginar, a lo largo del siglo XVII, y de manera más marcada en espacios marginales de la monarquía como era Jujuy, los oficios de justicia eran ocupados por hombres pertenecientes al grupo de familias que componían las pequeñas elites que acumulaban la propiedad de la tierra, el comercio y el control sobre los indígenas encomendados, asegurándose su acceso a la estructura de poder a través de la formación de grupos de parentesco y vínculos políticos. Más que exigírseles un saber jurídico, se confiaba en la “honorabilidad y prudencia” de estos magistrados, por lo que lejos de contar con ilustres doctores, el ejercicio de la justicia quedaba en manos de los encomenderos y mercaderes. Al igual que en el resto de las ciudades del Tucumán, la cultura jurídica de los “notables”, si bien era abreviada, los mantenía familiarizados con los procedimientos judiciales hispanos y con un sentido general de lo justo y del delito, que compartían con sus colegas de los tribunales superiores (Faberman, 2003). Sus prácticas jurídicas convivían con el carácter estamental de una justicia que funcionaba como instrumento de conservación del orden social, así como con el lugar protagónico que tenía “la costumbre” para regular y abarcar todo el procedimiento judicial, determinando un orden casuista que iba en desmedro de la mera aplicación de un sistema normativo sistemático (Tau Anzoátegui, 1992).

Si bien los oficios se concentraban en este pequeño grupo de individuos, y la Puna de Jujuy era un “paraje desierto y aislado” donde, por ejemplo, la ausencia de la figura del escribano era moneda corriente (Becerra y Estruch, 2011), advertimos que la constelación de oficios coloniales que intervinieron a lo largo del pleito dilatando su resolución expresa no sólo un síntoma de la organización institucional del Jujuy colonial -producto de su historia de gran complejidad jurisdiccional (Estruch, 2017)-, sino una condición propia del orden jurídico de Antiguo Régimen. Es este uno de los rasgos que debemos ponderar al momento de analizar la espera en la justicia colonial.

A lo largo de las fojas encontramos que, además de la actuación de los ya mencionados jueces eclesiásticos y de diezmos, este litigio involucró a los alcaldes del Cabildo de Jujuy, como a los Tenientes de la Puna quienes a lo largo del XVII, tal como mencionamos en el anterior apartado, lograron acaparar potestad para administrar justicia en el marco de un abierto enfrentamiento con la sala capitular de Jujuy. En sociedades donde la administración de la justicia debe entenderse como un ejercicio descentrado en el que competencias múltiples y superpuestas se ponían en juego debemos considerar cómo, a su vez, estos magistrados multiplicaban su autoridad delegando parte de su potestad de juzgar, notificar o peticionar a través del nombramiento de una serie de jueces de comisión. Todo esto funcionaba dando elasticidad a un sistema de administración de la justicia que siempre guardaba la opción de crear ad hoc nuevas instancias.

En este sentido, no nos debe llamar la atención que a este conjunto de justicias se le sumasen una serie de actores “intermedios” que recorrían el espacio “moviendo” expedientes, cobrando rentas, etc. Así es que, en pleno desarrollo del pleito, encontramos a Juan Gregorio Corzo, arrendatario de diezmos “de la provincia de los Chichas, Arzobispado de los Charcas”, enviando en comisión a la estancia de Ovando a Ignacio de Vargas no solo a fin de “recoger los quesos, lana y ganados que le tocan de diezmo de los ocho años que dice que pagará”[7], sino también exigiéndole a Ovando que con estos productos despachase el expediente por medio de aquel juez de comisión. Debemos detenernos en estos pequeños hechos significativos que nos ofrecen los documentos para analizar este -como otros- repertorios de prácticas del pasado y acercarnos así a modos de “hacer justicia” ciertamente distantes de nuestras experiencias contemporáneas. Aguardar el arribo a la Puna de un comisionado al que se le debía entregar -con los 400 quesos y 283 vellones de lana- un expediente que iba y venía entre justicias enfrentadas es un interesante aspecto para abordar la espera desde el punto de vista de los actores involucrados en este pleito. Así nos podremos preguntar aspectos tan básicos como qué valor le daban a aquellos papeles, en tanto documentos, pero también en tanto objetos, los habitantes de aquellos parajes distantes. De esta manera, elementos como el tiempo y las condiciones materiales de una cultura judicial (Argouse y Soliva Sánchez, 2020), comienzan a ser valorados en el análisis de una sociedad al margen de los grandes centros virreinales.

Otro punto de partida para este ejercicio de extrañamiento reside en considerar una cultura en la que la administración de la justicia estaba estrechamente ligada al conocimiento “de la tierra”. A lo largo del expediente queda claro cómo las autoridades de Charcas le advierten a Ovando que “no se puede tomar final resolución, a menos que viendo por vista de ojos los parajes de dichas haciendas y esto se reserva para cuando su ilustrísima vaya a dicho su obispado”. En este sentido, si atendemos a la definición que da el Diccionario de Autoridades de la Real Academia Española del término “Visita”, podemos deducir que su significado estaba asociado a:

El acto de jurisdicción, con que algún juez ú prelado se informa del proceder de los ministros inferiores, ú de los súbditos, ú del estado de las cosas en los distritos de su jurisdicción, passando personalmente a reconocerlo, ú enviando en su nombre a quien lo execute (1739:499).

La referencia a la “vista de ojos” nos lleva a considerar esta definición de época en la que el “acto de jurisdicción” implica que el juez recorría los distintos grados de una cadena de poderes decrecientes, de jurisdicciones de radio diverso, con la tarea de imponer “el derecho”, informándose personalmente sobre el estado de cosas “de la tierra” (Garriga, 1991). Es en ese marco que debemos interrogarnos por la espera de la resolución de un conflicto que exigía la presencia in situ de las autoridades, a fin de resolver el conflicto entre las jurisdicciones de Charcas y el Tucumán.

Sin embargo, los tiempos de la dilación, de la espera e incertidumbre a lo largo de las tres décadas en las que se prolongó el pleito se combinan con acciones tendientes a imprimir un ritmo acelerado a su resolución. La necesidad de acortar los tiempos de un litigio tan “dilatado” responde a la necesidad de asegurar una de las fuentes de ingresos de las arcas del poder colonial. Aquí una categoría nativa como la de “apremio” aparece mostrando diferentes momentos en los que Ovando fue presionado por ambas partes a pagar los diezmos bajo amenaza de ser excomulgado. Si bien es desde el Arzobispado de Charcas desde donde efectivamente se manda a despachar “mandamiento de apremio” contra Ovando para su excomunión, otros elementos complejizan el proceso y nos muestran las particularidades de un orden jurídico en donde la resolución de conflictos articulaba elementos del campo religioso y de la justicia secular (Agüero, 2009).

En nuestro caso encontramos una aparente “intromisión” de autoridades civiles a lo largo de este litigio entre un arzobispado y un obispado, lo que vuelve a este proceso más sinuoso y complejo. No solo era necesario que las justicias civiles y eclesiásticas se apersonaran en aquellos parajes para hacer justicia, sino que también era preciso elevar e involucrar en dicha tarea a autoridades seculares de la envergadura del Virrey, o el Gobernador, en tanto “habiendo diferencia alguna entre dos iglesias conozca y determine de ella el patrón y así es forzoso que estos autos se eleven al señor gobernador de esta provincia, que es el administrador del patronazgo real”[8]. Esta alusión al rol de la Corona en su función de máximo árbitro jurisdiccional (Agüero, 2009) deja al descubierto cómo al no participar como nativos de las divisiones y dominios de la sociedad estudiada, advertimos el carácter histórico, contingente y difuso tanto de sus delimitaciones como de las nuestras. Así nos embarcamos en la lectura de un expediente que nos aproxima a sentidos de la espera dentro de un litigio que corre por carriles tan dilatados como inesperados, llegando incluso al mismísimo Consejo de Indias (Estruch, 2017).

Los diferentes pedidos de nulidad, los reclamos por intromisiones de magistrados, así como la cantidad de “justicias” de diversos signos y rangos con la potestad de “decir el derecho” que intervienen en el pleito abren extensos paréntesis en la causa, habilitando que los diferentes actores desplieguen una suerte de estrategias en un tiempo que dista de ser un “tiempo muerto”. Así, el Cabildo de Jujuy traslada los bienes a la ciudad mientras se aguarda la resolución del litigio y Ovando da señales de alianza con las autoridades jujeñas mientras formaliza su lealtad y construye su vecindad en dicha jurisdicción (Estruch, 2017). La pregunta entonces que aquí se nos formula es cuánto de aquella espera o dilación de la justicia era parte de una serie de engranajes necesarios a la hora de gobernar territorios que de ninguna manera constituían espacios homogéneos desde el punto de vista político, jurídico, poblacional, económico, militar y religioso (Lempérière, 2004). Esa misma delegación de esta potestad de hacer justicia que involucró a una plantilla de magistrados en una geografía dilatada y marginal como lo era la puna de Jujuy, sin dudas también permitió la consolidación de prácticas y derechos de autorregulación, como de desarrollos normativos que pasaron a integrar el conjunto de capacidades políticas de los actores allí involucrados.

MINAS, TRIBUTO Y HERENCIA

La Puna, aquel paraje inhóspito, de extrema aridez y situado por encima de los 3000 m.s.n.m., pero de un subsuelo pródigo en minerales, será también el escenario del siguiente pleito que analizaremos. A instancias de ello, resulta interesante retomar algunas líneas ya trazadas, fundamentalmente lo que vincula la posibilidad de administración de justicia con el conocimiento de la tierra, una tierra extensa y accidentada, como la que nos ocupa. Yavi y Rinconada, distan unos 300 km de la ciudad de San Salvador de Jujuy, distancia que se recorría sólo en parte por la quebrada trazada por el Río Grande donde se asentaban la mayor parte los pueblos de indios. Aquí las noticias acerca de la necesidad de intervención de la justicia, el viaje de los Alcaldes o los Jueces Comisionarios, el trajinar de los documentos, dilataba los tiempos de espera, moldeando el ejercicio de la justicia con un ritmo propio.

Al referirnos a la espera dentro de la experiencia de justicia y preocuparnos por los modos en que ésta podía ser experimentada por los indígenas, debemos pensar en una serie de variables diferenciales. La mayoría de los indígenas vivían en pueblos alejados de los centros de justicia, especialmente, la Audiencia y el Cabildo. Si bien los casos más simples se podían resolver en la órbita de la comunidad a través del Curaca, el Gobernador o el Alcalde Indígena o bien en alguna modalidad propia, sin apelar a la justicia colonial, la mayoría de los pleitos debían recaer en la esfera externa, la de la ciudad de españoles.

En ese caso, el acto judicial iba a estar signado por la distancia geográfica a la que ya nos referimos y a la distancia que se establece entre agentes de justicia e indígenas que detentaban bagajes culturales diferentes. En este sentido, a los agentes de justicia que ya hemos mencionado, debemos sumar el lenguaraz, aquella persona que oficiaba de intérprete entre el castellano, el quechua u otra lengua indígena. En algunos casos, también, hemos observado la presencia de quipus que hacen su aparición en el acto jurídico y que son interpretados por los presentes (aunque en esos casos no se consigne tal intervención como una especialidad) (Oyarzábal, 2020). Lo cierto es que la búsqueda de lenguaraces fiables constituía otro de los pasos que debía sortear la justicia y que se sumaban al tiempo de la espera.

Previsiblemente, en el juego de intereses que se debaten en un expediente judicial, el anhelo por la resolución presentará diferentes signos. En el caso indígena observamos que la injerencia de la justicia no era siempre del interés exclusivo de éstos. El siguiente caso nos ayudará a pensar esta variable.

En agosto de 1707, en el pueblo de Rinconada del Oro, el indio Andrés Mamani dictaba su última voluntad[9]. Su testamento no constituía sólo la expresión piadosa de quien abandonaba este mundo: un valioso patrimonio y una larga cadena de transacciones quedaban asentados en el papel. Mamani era acreedor y deudor de indígenas y españoles, arrendatario de tierras y dueño de una importante heredad en ganado. Era también el beneficiario de una veta de mineral en el asiento de San Joseph, en la Puna, cercano al pueblo desde el cual dictaba su última voluntad. Andrés Mamani era viudo, no tenía hijos, ni dejó constancia de heredero alguno. Para concluir el testamento, nombró por albacea a otro indígena, Pedro Raco, ante dos testigos españoles.

El 18 de diciembre de ese mismo año, el Cabildo jujeño, envía a Esteban de Maidana Altamirano como juez de comisión al asiento mineral de San Joseph a fin de regularizar la situación de la labor. Desde la muerte de Mamani el albacea había estado usufructuando la veta, hecho que la justicia debía rever[10]. En principio, Maidana Altamirano señala una serie de variables que –a su entender- estuvieron por fuera de la justicia. Según su criterio, considera que Andrés Mamani había dictado testamento “sin autoridad de ningún juez competente ni testigos suficientes” lo que lo lleva a dudar de su veracidad. Y viendo que “dichos yndios querían sacar y trabajar en ella sin los órdenes necesarios hice dicho embargo”[11].

La veta es entregada en depósito a otro español, Jacinto Pérez Hordijuela, en tanto llegue disposición desde el Cabildo de San Salvador de Jujuy, a donde ha viajado –por su parte- Pedro Raco, a fin de procurar que se hagan valer sus supuestos derechos.

La necesidad de conocimiento de la tierra se refuerza en el mandato del Cabildo jujeño que disponía que el juez de comisión también tuviera el encargo de comprobar los hechos en el terreno, corroborar si la información que había recibido la justicia era fidedigna y, muy especialmente, asegurar el metálico que correspondía a la Corona: el quinto real que consistía, al menos, en unas cinco onzas de oro. Se especifica que lo actuado debe darse a conocer ante los estantes y habitantes del asiento mineral “para que llegue a noticia de todos y ninguno alegue ignorancia”.

El segundo día de 1708 el juez comisionario se encuentra, una vez más, en el asiento mineral de San Joseph donde da a conocer la necesidad de cobrar el quinto real “so pena de pedimento de bienes y seis años de presidio en Esteco si fuere español y si fuere indio penas de embargados todos sus bienes muebles y raíces y (…) de no ser así y cien azotes como se acostumbra”[12].

Esta cultura jurídica, atravesada por la oralidad, precisaba reforzar la acción de imposición de su dictamen. Esto que el Cabildo graficaba en la frase de que “ninguno alegue ignorancia”, es una muestra de ello. Siguiendo en la misma línea, Maidana Altamirano recalca la trascendencia de su comisión en los siguientes términos: “hice notorio a todos los que se hallaron presentes”, subrayando el fin último su presencia en el lugar a través de la fórmula: “no les sirva de ignorancia dicha publicación”[13]. La justicia de la ciudad de españoles, la justicia colonial se hace presente en el espacio indígena y refuerza la profundidad de la medida, su alcance tiene que atravesar también las barreras étnicas y por ello el paso subsiguiente es “y di a entender a los indios en lengua quechua con un intérprete que se nombra del dicho mineral”[14]. Finalmente, el 14 de enero, la mina es cedida al español Jerónimo de Figueroa.

El tiempo transcurrido entre la muerte de Andrés Mamani y la resolución judicial (primero provisoria, después definitiva) es utilizado por los hombres que trabajan la mina en su propio provecho. Del otro lado, el interés del Cabildo estaba en una pronta resolución para que –justamente- ese usufructo se legalice y la Corona reciba lo que le corresponde. Como mencionamos, el difunto no ha dejado herederos, por lo que se dispone que sus bienes pasen a dominio regio. En este sentido, el enviado del Cabildo encuentra unas treinta cabezas de ganado “habiendo dejado Andrés Mamani, cincuenta y cinco”[15]. Este “usufructo de la espera” por parte de los indígenas, atenta contra las arcas de la Corona, y, en última instancia con el interés colonial. Evidentemente, esto no constituye una excepción, recordemos que en el caso antes presentado los bienes muebles se trasladan a la sede del Cabildo para que queden a resguardo en el lapso de la resolución. Como vimos, en el pleito por la herencia de Andrés Mamani, se comisiona a Maidana Altamirano a informar las disposiciones, a evitar la ignorancia (presunta o efectiva). El desconocimiento -en la misma tónica que la espera- es el lapso donde el dictamen emanado desde el poder no se cumple, donde se abre una posibilidad de malversar bienes o tributos.

Si bien, como mencionamos, las autoridades del pueblo de indios tienen poder de resolución en conflictos menores, la justicia penal es atributo exclusivo de las autoridades coloniales (Oyarzábal, 2020) como lo es este caso, no signado por su gravedad pero sí por su peso económico. En un contexto de dominación como el que nos ocupa, la justicia española decide en última instancia sobre el accionar indígena. La espera constituye el lapso en el que el indígena aguarda esa imposición. En este caso, podemos detectar tres etapas que aguardar. En primer lugar, el tiempo en que la comitiva de justicia no ha llegado al pueblo de indios, un espacio incierto, abierto. Una vez que se ha dado el arribo de ésta, comienza el proceso de examen de testigos, de pruebas hasta que se llega a una resolución. Y en este último paso, inclusive, el indígena debe someterse a otra espera: recién cuando se cumplen todas las formalidades en castellano, un intérprete se dirigirá a ellos en quechua.

El fin de la espera implica la imposición de las cargas tributarias, la llegada de un nuevo “amo”, la posibilidad de castigo. El uso de la justicia por parte de los indígenas, si bien pudo suponer acciones de resistencia o estrategias de supervivencia en el contexto de la dominación colonial, tácitamente admitía esa autoridad y al hacerlo, la legitimaba (Poloni Simard, 2005; Cunill y Llanes, 2017). En el contexto del pueblo de indios, o un asiento minero alejado de la ciudad de españoles, el tiempo que para la justicia implicaba sortear las distancias era un paréntesis en que la autoridad colonial se ausentaba. Era el turno de hablar sin precisar intérpretes, de caminar, sin sentirse observado. En medio de litigios como los que vimos, constituía el lapso donde trabajar el mineral sin la exigencia del tributo, de usufructuar el ganado por fuera de las leyes de la Corona. Así, la espera se puede experimentar fuera del tiempo colonial. Una ilusión que, indudablemente, termina rota con la llegada del Juez Comisionario y su comitiva. La última palabra la tiene el conquistador por lo que el fin de la espera termina resolviéndose como un atributo de poder, refrendando el sistema en su conjunto.

CONCLUSIONES

A lo largo de estas páginas buscamos acercarnos, desde nuestro trabajo en los archivos, a las experiencias del tiempo y de la espera que experimentaron hombres y mujeres que se vieron involucrados en litigios de hace más de tres siglos en una jurisdicción en los márgenes de la monarquía hispana como era el Jujuy colonial. En ese camino, fuimos abordando dos grandes cuestiones. En primer lugar, delineamos algunas características de una sociedad en la que la iurisdictio, en tanto potestad de “decir el derecho” estableciendo normas o administrando justicia, era la clave para entender la naturaleza del poder político: un poder político plural, disgregado, flexible. Este se manifestaba como la lectura y declaración de un orden jurídico asumido como ya existente, el cual debía ser mantenido dando a cada quien lo que le correspondía (Garriga, 2004), fundamento del corporativismo que fundaba esta sociedad.

Tal como advertimos a lo largo del trabajo con nuestros documentos, para el mantenimiento de aquel orden se postulaban diversas autoridades dotadas de iurisdictio (Agüero, 2013a). Lo cual nos enfrentó a una cultura política totalmente distinta a la estatalista, donde la condición de existencia de una multiplicidad de centros de poder político residía justamente en la potestad de diversos agentes de estatuir normas y administrar justicia. Fue necesario comprender ese marco para aproximarnos a una sociedad en la que lejos de toparnos con una burocracia tejida por una red de canales transmisores de la voluntad regia, lo que quedaba en realidad al descubierto era una justicia que nos mostraba el alto grado de autonomía que asumieron los actores locales y las estrategias de las que se sirvieron para atravesar aquellos procesos en los que se vieron involucrados. La multiplicidad de instancias de justicia debió sumar posibilidades de demandas, revisiones y recorridos burocráticos que dilataron los tiempos de espera, modelando el vínculo de la sociedad con la justicia.

Es por ello que debemos incluir en nuestro análisis un tipo de distancia judicial de la que nos habla Barriera al referirse a la “distancia procesal” para así tener presente toda la duración del proceso judicial de principio a fin. Ello nos lleva a recuperar una distancia vinculada a

plazos de prescripción, plazos para realizar cada diligencia –notificaciones, pases, citaciones–, plazos para proceder a una denuncia, pero también con el valor del recuerdo y de la memoria en el testimonio –tanto en su dimensión negativa (el paso del tiempo empaña el recuerdo) como positiva (la persona de más edad en la comunidad puede constituir la transmisión de lo «inmemorial») (2013:139).

En segundo lugar, al leer nuestros expedientes coloniales advertimos que si bien siempre queda muy claro el paso del tiempo -en tanto nos encontramos ante papeles amarillentos, tintas desgastadas y escrituras que provocan una clara sensación de extrañamiento-, es bastante menos común que lo percibamos en el plano de los actores que estamos siguiendo a lo largo de los pleitos.

Sustraer el factor temporal del funcionamiento de la justicia colonial nos lleva al error de interpretarla en los términos que lo hicieron los hombres y mujeres de aquella época: como un orden trascendente que tomaba curso de manera irreversible y, por ende indisponible. Punto que se asemejar bastante a la crítica hace a los modelos antropológicos que no tienen en cuenta el elemento temporal (Fabien, 2019). Así, una de las razones por las que tales modelos no pueden dar cuenta de las situaciones específicas que representan, es porque, justamente, en ellos el tiempo ha sido sustraído.

El esquema de una relación de parentesco, (o) de una cadena de regalos (…) hace ver a estas actividades como puntos en una cadena reversible de acontecimientos y procesos, y las consecuencias de cada momento y cada acción aparecen como predecibles. En la vida cotidiana las cosas son muy diferentes (…) El que la acción se dirija hacia un punto particular tiene distintos significados y puede llevar a consecuencias que, desde el punto de vista de quien actúa, son muy distintas (Vargas Cetina, 2007).

Entendemos que lejos de seguir las vías institucionales y unívocas de un centro de poder, la justicia colonial se asemejaba, más que a una cadena de acontecimientos, a una serie de círculos superpuestos en donde las acciones, los acontecimientos y procesos distaban de ser predecibles o predeterminados. Reponer el factor tiempo al estudio de la administración de la justicia colonial nos permite detenernos en la acción y sentidos que esos sujetos adjudican a sus decisiones, acercándonos a sus incertidumbres -señal de que la vida social estaba llena de imprevistos-, como a sus estrategias -señal de que las normas y los tiempos eran susceptibles de ser manipulados.

En este sentido, podemos empezar por preguntarnos cuáles eran los tiempos implicados en aquellos procesos y cómo esos tiempos pudieron justificar ciertas relaciones de poder, así como también manipularse, lejos de ser preestablecidos “desde arriba” por autoridades tan distantes como omnipresentes. La espera puede ser inmovilizante y opresiva. Bien lo sabía esa víctima de la espera, Don Diego de Zama, aquel personaje de la obra de Di Benedetto que aguardaba en un puesto de frontera la carta del Rey con un pase que nunca llegaba. Pero también puede ser el espacio de la maniobra y de la trama.

Agradecimientos

“A las víctimas de la espera”. Zama. Antonio Di Benedetto

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[1]En su minuciosa reconstrucción de la arquitectura global de los poderes jurisdiccionales del Portugal del siglo XVII, Hespanha (1989) retomó las discusiones dadas en el ámbito de la Nueva Geografía para preguntarse por las proyecciones espaciales de determinadas matrices básicas de la organización del poder en sociedades no estatales.

[2]La antropología histórica constituye un espacio de frontera, situado en una intersección entre los ámbitos de la Antropología y de la Historia. Y a pesar de ser un “terreno solo recientemente roturado” (Viazzo; 2003: 50), existe un cierto consenso en torno a una identidad disciplinar asociada al estudio de los cambios que se producen tanto en la estructura como en la conducta de los actores sociales a lo largo de períodos prolongados (Comaroff y Comaroff, 1992; Lorandi y Wilde 2000).

[3]Con categorías temporales nativas nos referimos a representaciones que aparecen recurrentemente en el discurso de los actores que analizamos a partir de la documentación y que “establecen distinciones y acciones entre las cosas del mundo que ellos conocen y manejan” (Rockwell; 2009:80).

[4]El concepto de “comunicación política” (Amadori; 2020:66) nos permite arribar a una lectura más compleja de las relaciones entre la sala capitular de Jujuy y los “tenientes de la Puna”, al reparar en el fenómeno de la construcción discursiva dentro de espacios marginales del mundo hispánico, predominantemente legos, como era la jurisdicción colonial de Jujuy. Al mismo tiempo, este concepto nos recuerda que aquellas comunicaciones se libraban bajo diversas disputas de poder mantenidas por las parcialidades de la élite local, cuyas facciones contaban con individuos que dominaban de manera desigual los elementos de la cultura jurídica.

[5]La documentación producida por este pleito por linderos entre el Arzobispado de Charcas y su sede sufragánea del Tucumán da cuenta de la extensión del conflicto en tanto consta de dos expedientes que abarcan el período 1652-1674.

[6]Archivo Nacional y Biblioteca Nacional de Bolivia (en adelante: ANBN). EC. 25, 1674. f 44.

[7]ANBN. EC. 5, 1667. F. 3.

[8]ANBN. EC. 25, 1674, f. 2.

[9]Archivo de Tribunales de Jujuy (en adelante ATJ), carpeta 26, legajo 815.

[10]ATJ, carpeta 26, legajo 806.

[11]ATJ, carpeta 26, legajo 806, 1 v.

[12]ATJ, carpeta 26, legajo 815, 1 v.

[13]ATJ, carpeta 26, legajo 815, 2 r.

[14]ATJ, carpeta 26, legajo 815, 2 r.

[15]ATJ, carpeta 26, legajo 815, 2 v.

Recibido: 15 de Abril de 2020; Aprobado: 20 de Julio de 2020