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Avá

versão On-line ISSN 1851-1694

Avá  no.36 Posadas  2020  Epub 29-Nov-2020

 

Dossier

IMPACIENTES: ACTIVISTAS POR LA REGULACIÓN DEL USO TERAPÉUTICO DE CANNABIS

María Cecilia Díaz1  2 

1CONICET

2Instituto de Humanidades (IdH) y Centro de Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades (CIFFyH), Universidad Nacional de Córdoba

Resumen

Este artículo analiza itinerarios y dinámicas de movilización en torno a la demanda por la regulación del uso terapéutico de cannabis en Argentina desde un enfoque etnográfico. Se toma como inspiración y punto de partida el término impacientes acuñado por la activista cannábica Brenda Chignoli. Se reconstruye la emergencia del cannabis medicinal como problema público; se describen las historias convergentes de mujeres que transformaron sus experiencias de espera y desesperación a través de la búsqueda de información, el cultivo de cannabis y la conformación de redes; y se traza el despliegue territorial de las historias en circulaciones institucionales, viajes entre reuniones y modos de sensibilización. El uso de la categoría impacientes permite conocer procesos de construcción de sí que enfatizan las dimensiones de movimiento, compromiso y dedicación a una causa; y nos invita a pensar las movilizaciones políticas a través del trabajo que los activistas realizan con el tiempo, las emociones y las palabras.

Palabras clave Cannabis medicinal; Impacientes; Activismo cannábico

Abstract

This article analyzes itineraries and dynamics of mobilization around the demand for the regulation of the therapeutic use of cannabis in Argentina from an ethnographic approach. Taking as inspiration and starting point the term impatients coined by cannabis activist Brenda Chignoli, we reconstruct the emergence of medical cannabis as a public problem; we describe the convergent stories of women who transformed their experiences of waiting and despair through the search for information, cannabis cultivation and networking; and we trace the territorial deployment of the stories in institutional circulations, trips between meetings and ways of raising awareness. The use of the category impatient allows us to understand processes of self-construction that emphasize the dimensions of movement, commitment and dedication to a cause; and invites us to think about political mobilizations through the work that activists do with time, emotions and words.

Keywords Medical cannabis; Impatients; Cannabis activism

NEGARSE A ESPERAR

Desde mediados de 2015, la demanda de acceso al cannabis para uso terapéutico comenzó a emerger y se instaló en la escena pública argentina. La aparición del cannabis medicinal [1] en medios de comunicación gráficos y audiovisuales tuvo como protagonistas a madres de niños, niñas y adolescentes con dolencias para las cuales la medicina convencional no tenía una respuesta satisfactoria. Entre éstas, se destacaba la epilepsia refractaria a los tratamientos anticonvulsivantes, acompañada de trastornos como el autismo. Las historias incluyeron, además, el pronunciamiento público de unos pocos profesionales de la salud que se mostraron dispuestos a desafiar las opiniones contrarias de sus colegas, y de legisladores que presentaron proyectos de ley. En sus intervenciones, madres y médicos mencionaban el acompañamiento y asesoramiento de cannabicultores, es decir, personas dedicadas al cultivo de cannabis, quienes tenían experiencia y conocimiento sobre activismo político, cultivo de la planta y preparación de derivados (Díaz, 2019; 2020)[2].

La oportunidad de dialogar abiertamente sobre ese tema no pasó desapercibida para Brenda Chignoli[3], activista que había comenzado a emplear cannabis como una opción terapéutica complementaria a comienzos del siglo XXI, tiempo después de haber sido diagnosticada como seropositiva. Durante los primeros meses de 2016, Brenda procuró instalar esa discusión en Córdoba e impulsó reuniones con médicos infectólogos del Programa Provincial de Lucha contra el VIH/sida y ETS, cuya unidad coordinadora y ejecutora funciona en el Hospital Rawson. El objetivo era organizar instancias de formación sobre cannabis en el sector público de salud, incorporando la palabra autorizada de profesionales de la salud y las historias de usuarios terapéuticos que aportarían sus vivencias. Para Brenda, la concreción de ese proyecto implicaba desplazarse desde su casa, ubicada en las afueras de la capital, hacia el hospital, en un momento en que debía hacer reposo. Esto porque, a su colección de malos diagnósticos —como ella solía decir para referirse al VIH y la polineuropatía desmielinizante, entre otros trastornos que le provocaban fuertes dolores—, se le había sumado la lesión de un brazo en un accidente doméstico. Además, requería la búsqueda de apoyos entre organizaciones sociales, el contacto con quienes oficiarían de expositores durante la jornada, la disponibilidad de fondos, y la confección de distintos tipos de documentos. Entre estos, la escritura de una carta al director del Programa con el objetivo de resguardar a los médicos que habían protagonizado una nota en el periódico más importante de la ciudad junto a ella. En dicho artículo, que ocupaba una página entera en la edición dominical, reconocían que el uso de cannabis por parte de personas viviendo con VIH-sida ayudaba a tolerar la medicación antirretroviral y que el sistema de salud debía acompañar la decisión de los usuarios (Carreras, 2016).

Pese al malestar físico y a las dificultades económicas, Brenda había continuado trabajando incluso en su cama, por vía telefónica, desde el amanecer hasta avanzada la noche. Su ritmo era incesante. Entre febrero y marzo de 2016, las reuniones con médicos infectólogos del Programa fueron espacios en los que, además de coordinar la realización de un ateneo sobre uso terapéutico de cannabis, se habló sobre la evidencia científica disponible, los proyectos para realizar investigaciones en universidades nacionales y las vivencias de los propios cultivadores y usuarios terapéuticos. En una de esas ocasiones, Brenda se pronunció respecto de los tratamientos médicos y sostuvo: los impacientes tenemos derecho a elegir cómo vivir y cómo morir. Además de promover encuentros con profesionales de la salud, en los meses siguientes ella se reunió con legisladores y asesores con el objetivo de impulsar la elaboración de normativas que contemplaran las prácticas de cultivo y uso existentes. En una conversación con un médico durante ese periodo álgido de militancia, se expresó de manera similar: soy impaciente de que el médico me trate bien, de buscar soluciones con cannabis, con hongos… Con dinámicas de movilización semejantes, activistas cannábicos de distintos puntos del país trazaron redes que sostuvieron la problemática en la agenda política.

Este artículo se inspira en esa singular modificación que Brenda Chignoli realizó del término “pacientes”, empleado en el universo de la salud para designar a quienes solicitan asistencia médica, subvirtiendo su sentido mediante la incorporación de un prefijo de negación. En contextos como el narrado, el uso de impacientes expresaba la ausencia de paciencia en tanto virtud que sería característica de quienes saben o aceptan esperar y el malestar emocional provocado por esa espera; por oposición, implicaba asumir un rol activo y combativo ante la vulneración de derechos. Entre las situaciones que dicho término señalaba de manera crítica se incluían el maltrato, la reticencia de la mayor parte de los profesionales de la salud a acompañar y documentar el uso de terapias complementarias o alternativas en la historia clínica, la falta de ese tipo de opciones en el sistema de salud público y, más ampliamente, la criminalización del uso y cultivo de cannabis.[4]La modificación de prácticas y regulaciones vigentes en materia sanitaria y penal, y la sanción de una ley que atendiera las necesidades específicas de los usuarios terapéuticos de cannabis, tenían como horizonte el derecho a la salud y al propio cuerpo.

La producción de espera en instituciones estatales ha sido objeto de una literatura que, desde una perspectiva foucaultiana, reconoce que la experiencia del tiempo y la creación de indeterminación es parte constitutiva de la burocracia en tanto proceso (Hoag, 2011). Lugones (2012) analiza de manera detallada actuaciones de empleados judiciales que moldean las experiencias de incerteza e incertidumbre de los administrados al intervenir sobre sus posibilidades de circulación por los espacios tribunalicios y regular la temporalidad. Así, la gestión de prolongadas esperas en pasillos es ínsita a las prácticas administrativo-judiciales (p. 100). Auyero (2013), considera la espera como ejercicio de poder cuyos efectos son productivos en tanto recrean la subordinación política mediante la reproducción de la arbitrariedad (p. 36-37). Su formulación “pacientes del Estado” describe ese proceso de configuración —y consecuente aprendizaje— de comportamientos sumisos que tiene lugar entre los pobres en sus encuentros cotidianos y aparentemente banales con agentes estatales. Siguiendo esta línea, Pecheny (2017) propone un abordaje metodológico en “escenas de espera” con arreglo a dimensiones temporales, subjetivas, corporales y materiales, entre otras.

La consideración de esa literatura es fundamental, puesto que, siguiendo a Lopes y Heredia (2014) la participación de movimientos sociales en instancias y organismos públicos tiene como correlato, además de procesos de institucionalización, el desarrollo de saberes respecto de las ambigüedades y opacidades del campo burocrático y la producción de perfiles distintivos de activistas al interior de los colectivos. Figuraciones como las organizaciones de usuarios terapéuticos de cannabis y sus cuidadores, que se valen de experiencias biosociales compartidas por sus integrantes como recurso para la producción identitaria, la politización, la participación en debates médicos y científicos, y la demanda por derechos también se encuentran insertas en estas dinámicas (Epstein, 1995; Rabinow, 1996; Rose & Novas, 2005; Gregoric, 2012; Akrich, O’Donovan & Rabeharisoa, 2013). En ese contexto, desarrollan estrategias, formas de argumentación y visibilización que tienen como contrapunto a la noción del “paciente paciente” (Mulcahy et al., 2010) cuya valoración positiva por parte de los médicos residiría en su capacidad de acatar decisiones y, sobre todo, saber esperar.

En las iniciativas emprendidas por activistas en pos del acceso al cannabis para uso terapéutico, las consideraciones sobre el tiempo vertebraban los intereses y expectativas de quienes integraban las agrupaciones. Esto ocurría porque las enfermedades que los reunían provocaban gran sufrimiento y dolor, tanto a los afectados como a quienes se ocupaban de su cuidado —por lo general, las mujeres de la familia—, de modo que una transformación de dicha situación era considerada imperiosa. Para pensar en estos aspectos retomamos la distinción entre “tiempo familiar” y “tiempo de lucha” realizada por Vianna (2013), en tanto los sufrimientos cotidianos se entretejían con la dinámica de reuniones propia de las agrupaciones sociales, la búsqueda de alianzas con otros actores y la participación en debates y procesos legislativos que tenían sus propios ritmos y plazos.[5] En esa interrelación, las organizaciones y sus portavoces construían una temporalidad característica: la de la urgencia y la impaciencia como modo de situarse en tanto actores sociales en el mientras tanto, es decir, un lapso de duración indeterminada que se pretendía breve y que debía ser poblado de propuestas y acciones capaces de acelerar la sanción e implementación de una ley de cannabis medicinal.

Tomando como punto de apoyo la idea de impacientes, abordo el proceso de movilización en busca de una regulación para el acceso a la planta de cannabis y sus derivados en la clave del rechazo de los comportamientos obedientes asociados a la espera por parte de usuarios terapéuticos y sus cuidadores. De esta manera, la impaciencia sería un modo de señalar un malestar, y de cualificar y experimentar el tiempo. Entre activistas, esto destaca la dimensión de movimiento implicada en el compromiso y la dedicación a una causa, la superación de dificultades encontradas en el camino y la búsqueda de soluciones alternativas a través de experiencias asociativas. La transformación de la espera en actividad es comprendida, más ampliamente, como opuesta a la inacción y la desesperanza.

El análisis se apoya en el acompañamiento etnográfico de esos mundos desde 2014. Dicha pesquisa incluyó, hasta el momento, el análisis de documentos, la observación participante en reuniones, manifestaciones callejeras, audiencias públicas y seminarios sobre uso terapéutico de cannabis, como también la realización entrevistas en profundidad y conversaciones informales con activistas cannábicos. Sobre la base de esos materiales, este artículo describe, en primer lugar, la demanda de acceso al cannabis para uso terapéutico en dos contextos, considerando las modalidades de la impaciencia en los reclamos, y sus repercusiones una vez que estos involucraron a niños y niñas junto a sus familiares. A continuación, profundiza en las historias convergentes de dos activistas, Brenda y Norma, y en su construcción de redes, saberes e itinerarios a partir de las “escenas de espera” (Pecheny y Palumbo, 2017) que atravesaron. En los siguientes apartados exploramos otras actividades que se inscriben en el universo de la impaciencia activista, tales como mostrar, llevar y entrelazar historias en eventos de cannabis medicinal y reuniones informativas en el Congreso de la Nación.

(RE)EMERGENCIAS DEL USO TERAPÉUTICO DE CANNABIS

La transformación del uso terapéutico de cannabis en una cuestión que requería acciones gubernamentales rápidas se comprende una vez que consideramos el trabajo social que hilvana casos particulares en la conformación de causas políticas y, de ese modo, consagra ciertas situaciones como merecedoras de atención pública, legitimación y reconocimiento. Aquí nos referimos a los repertorios emocionales (Goodwin et al., 2001) que accionan los movimientos, en virtud de los cuales ciertos problemas sociales se vuelven problemas públicos (Guerrero Bernal et al., 2019).

Una breve incursión documental en propuestas de legislación y demandas sobre uso terapéutico nos permite observar las modificaciones que se produjeron en la formulación de la cuestión con el correr de los años. Así, dos proyectos de ley presentados en la Cámara de Diputados en los años 2005 y 2006 apuntaban a separar la tenencia de marihuana para uso terapéutico e investigación científica de las conductas penalizadas en la ley de drogas.[6] En sus fundamentos, los textos citaban estudios que hacían referencia a la utilidad del cannabis como tratamiento en cuadros de dolor, glaucoma, esclerosis múltiple y sida; en particular, el proyecto de 2005 mencionaba también un libro de la Asociación Argentina de Reducción de Daños (ARDA), organización que había generado intervenciones, publicaciones y acciones de incidencia política desde la década de 1990, buscando aminorar daños sociosanitarios de los consumos de sustancias psicoactivas. Los especialistas que se desempeñaban en ésta y otras organizaciones similares —de las que surgieron luego las asociaciones de usuarios de drogas (Corbelle, 2016)—, habían reunido evidencia científica sobre el uso de marihuana como droga de sustitución para sustancias más tóxicas, y sobre sus efectos antieméticos y estimuladores del apetito en casos de cáncer y VIH-sida (Inchaurraga, 2003).

El uso medicinal formaba parte de las trayectorias de quienes habían iniciado su militancia en torno al VIH y luego habían creado agrupaciones centradas en la planta de cannabis. Ese fue el caso de Brenda Chignoli, quien desarrolló conocimientos sobre el mundo de las organizaciones no gubernamentales al desempeñarse en esas redes, como también en programas e iniciativas de reducción de daños. En 2012 fundó el Movimiento Nacional Por la Normalización del Cannabis Manuel Belgrano, agrupación que organizó rondas semanales en el centro de la ciudad de Córdoba con el objetivo de informar y concientizar sobre los beneficios del cannabis para distintas enfermedades. Durante ese mismo año, se discutió la despenalización de la tenencia de drogas para consumo personal en audiencias públicas del Congreso de la Nación. Allí, Brenda narró su propia historia, presentó la perspectiva de quienes usaban cannabis terapéuticamente, y mencionó experiencias previas de puesta en común de la problemática:

Yo he participado de infinidad de reuniones con los usuarios terapéuticos y a todos nos parece lo mismo: no se nos escucha. Es decir, existimos para la prensa gráfica, existimos para algunas universidades que nos investigan, existimos para un montón de cosas, pero cuando tienen que discutir nuestras necesidades, somos silenciados en la letra, en lo que se tiene que escribir (Versión taquigráfica, 07/06/2012)

Las agrupaciones centradas en el uso terapéutico del cannabis como Manuel Belgrano y la Red de Usuarios de Cannabis Medicinal (RUCAM) reunían sobre todo a personas adultas que habían llegado a los beneficios de la planta y sus derivados en una búsqueda por terapias complementarias o alternativas a la medicina alopática. En sus intervenciones, los activistas que integraban asociaciones de reducción de daños, de usuarios de drogas y cannábicas vinculaban los reclamos de despenalización con los beneficios de la marihuana para la salud. La producción de saberes activistas sobre este tipo de uso se materializó en sitios online, emprendimientos, casos de litigio estratégico, artículos de revistas cannábicas, trabajos de investigación académicos, y también en movilizaciones y acciones en el espacio público (Díaz, 2019).[7]

La oportunidad de escucha se amplió de manera considerable para las organizaciones que surgieron a partir de 2015 y que tuvieron como actores fundamentales a niños y niñas usuarios y sus cuidadores, sobre todo mujeres que se presentaban públicamente como madres. Estas agrupaciones replicaban experiencias de movilización semejantes en otras latitudes (Oliveira, 2016; Prado et al., 2017; Rivera, 2019) y contaban con el apoyo de activistas y asociaciones cannábicas que les brindaron asesoramiento en formas de cultivo, uso de cannabis y activismo político (Díaz, 2020). Entre los principales cambios en la formulación pública del problema, se destacan las repercusiones de casos resonantes de niñas que padecían epilepsia refractaria a los tratamientos y que habían mejorado radicalmente a partir del uso de preparados con cannabis.

Configuraciones integradas por madres, usuarios, profesionales de la salud y cultivadores comenzaron a demandar al estado acciones inmediatas para que los afectados pudieran tener una mejor calidad de vida. De modo análogo a las tácticas de credibilidad empleadas por el activismo terapéutico de personas viviendo con VIH que estudia Epstein (1995: 420) —que implicaban la combinación de argumentos político-morales y epistemológicos en la demanda de ensayos clínicos representativos—, la construcción de esta causa política aunaba la expansión de posibilidades de tratamiento novedosas con el impulso de un campo de intervención e investigación que tenía como objeto el estudio del Sistema Cannabinoide Endógeno.[8] Por ese entonces, Marcelo Morante —especialista en medicina del dolor y profesor en la Universidad Nacional de La Plata—, impulsaba un proyecto de cultivo en su pueblo (General La Madrid, Provincia de Buenos Aires) con el propósito de desarrollar conocimiento científico sobre el tema.

Interesa destacar la celeridad e intensidad de ese movimiento asociativo, que entre los años 2015 y 2016 se plasmó en la emergencia de numerosos colectivos entramados en redes. Las que se volvieron más conocidas surgieron en Buenos Aires: Cannabis Medicinal Argentina (CAMEDA) y Mamá Cultiva Argentina (MCA) —a partir del apoyo brindado por Mamá Cultiva Chile—, con sus respectivas filiales en diversas ciudades del país. Los nombres de las organizaciones, además de hacer énfasis en las propiedades terapéuticas de la planta, a menudo remitían a redes más amplias y situaban las iniciativas en determinadas provincias y/o localidades.

A inicios de 2016, la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica (ANMAT) autorizó la importación de aceite de cannabis en calidad de medicamento de uso compasivo, a instancias de la familia de una usuaria terapéutica. Ante las dificultades para acceder a la planta y sus derivados, los activistas impulsaron resoluciones de los concejos deliberantes en sus lugares de residencia; en esos documentos, los municipios solicitaban al Congreso de la Nación el tratamiento de proyectos de ley presentados hasta el momento.[9] Además, participaron de la elaboración de proyectos para garantizar la incorporación del aceite en los vademécums provinciales y su cobertura por parte de las obras sociales. La sanción de la ley 27.350 de “Investigación médica y científica del uso medicinal de la planta de cannabis y sus derivados” ocurrió en marzo de 2017 como corolario de ese proceso de movilización. Las frases como “El dolor no puede esperar” y “Yo me pongo en sus zapatos” que protagonizaron las campañas online hablaban de situaciones domésticas dolorosas e invitaban a los espectadores a actuar con celeridad.

Si el uso terapéutico había surgido como tema en años anteriores, ciertamente se tornó una situación de emergencia que requería una resolución urgente cuando las demandas se tradujeron en la formulación de “responsabilidades políticas” (Guerrero Bernal et al, 2019) y en actuaciones como las reseñadas. Aquí, a mi entender, se entrecruzan ciertas modulaciones fundamentales: los nuevos usuarios terapéuticos eran niños y niñas con epilepsia y, por lo tanto, estaban exentos del estigma que recaía sobre aquellas personas cuyas dolencias se asociaban a la responsabilidad individual y la sexualidad (Duarte, 2003); por otra parte, siguiendo a Vianna y Farias (2011), debemos considerar la posición de autoridad moral de las madres y su construcción como portavoces a partir de la narración y evocación de situaciones de sufrimiento que alcanzaban a todo el grupo familiar. En sus relatos y en el posicionamiento de médicos, investigadores, legisladores y cultivadores solidarios el uso del término “cannabis” —proveniente del latín botánico— en lugar de “marihuana”; y la preferencia por la expresión cannabis medicinal, permitieron desplazar las controversias que generaba el tema del consumo recreativo y situar los debates en el universo de la ciencia y la salud.

HISTORIAS CONVERGENTES

El proceso de organización colectiva en el marco de agrupaciones de usuarios medicinales que narramos en el apartado anterior deviene de experiencias de usuarios y sus familiares en su relación con la incertidumbre que permea los diagnósticos, y el tránsito entre instituciones e instancias burocráticas (Star & Bowker, 1997; Mulcahy, 2010). En las historias convergentes que daban forma a ese activismo, las vivencias de desesperación y soledad en tanto pacientes, y la percepción de cambios concretos producidos por el uso de cannabis en cuadros clínicos de difícil manejo, por lo general crónicos, eran factores que impulsaban la búsqueda de extender e integrar redes donde se pudiera compartir información al respecto. La rápida formación de agrupaciones se entiende, entonces, si observamos los procesos de formación y construcción de sí a partir de las dimensiones de movimiento, compromiso y dedicación progresiva a una causa.

Brenda comenzó a emplear las inflorescencias de la planta de manera terapéutica como un último recurso para poder adherir al tratamiento antirretroviral. Ese encuentro fue propiciado por su pareja, usuario y cultivador, quien le preparó una leche con cannabis. La evaluación positiva luego de ese episodio de consumo permitió la superación de sus prejuicios respecto a la sustancia y la continuidad de la práctica:

cuando tomé esa leche, mientras la iba tomando me iba calmando el ardor, porque tenía llagas de tanto vómito. Y me abrió el apetito. Claro, al día siguiente fui a verla a mi médica y le dije ‘mirá’. Ella ya me había dado Omeprazol, Ranitidina, Milanta, qué sé yo lo que no había tomado. Y mi médica que me iba a internar en el Rawson porque yo ya estaba mal y demás. Bueno, un día trajo otro día y esos días fueron acompañados por la leche con cannabis (…) Me abrió el apetito, me calmó la gastritis, me relajó, me desestresó, me mejoró el humor. Entonces empecé a engordar, empecé a tolerar mejor los antirretro. Entonces qué pasó, por ejemplo, un cambio grande: que cuando yo tomaba los antirretrovirales los vomitaba ahí nomás y tenía que, nauseosa, volverlos a tomar. Pero con la leche con cannabis o unas secas [pitadas] antes yo no vomitaba y tenía que volver a tomar la medicación. Así empecé y no lo largué más desde ese entonces (Entrevista, 4/11/2015)[10]

La dedicación a la militancia cannábica había llegado después del uso terapéutico, de la mano de la lucha por los derechos de las personas viviendo con VIH. En un primer momento, Brenda hizo lo que ella llamaba un trabajo casero de carácter solidario, que implicaba la ayuda mutua entre personas que compartían el desconcierto ante el diagnóstico y el inicio del tratamiento médico. Esas relaciones se construían a partir de encuentros frecuentes en los hospitales, mientras aguardaban turnos para realizarse estudios o para entrar a una consulta médica. La conversación en los pasillos, esos sitios que Lugones (2012) explora en términos de amansadora —expresión coloquial que alude, por sus efectos desalentadores, a esperas obedientes— revelaba los problemas y necesidades de cada uno, y permitía tejer redes para procurar soluciones. A partir de esos tránsitos entre controles trimestrales y de los encuentros que ocurrían cuando buscaba la medicación, Brenda había hecho conocidos y también había trabado amistad con una mujer que para ese entonces llevaba más tiempo viviendo con VIH. Ella le brindó apoyo y fue una primera contención en ese momento de angustia, cuando todavía no le había informado del diagnóstico a su familia.

Los vínculos que se daban en el ámbito hospitalario se configuraban en la proximidad y la copresencia, mientras que las organizaciones no gubernamentales que trabajaban en prevención de VIH constituían una referencia que debía ser alcanzada por contactos en común. Eso ocurrió en 2004, cuando ella concurrió a un evento sobre drogas y reducción de daños que una asociación civil llamada Perspectiva Social organizaba en Radio Nacional Córdoba, en el centro de la ciudad. La posibilidad de trabajar en Perspectiva se presentó a través de la mediación de un empleado del Programa Provincial de Lucha contra el VIH-sida y ETS que era conocido de su madre. En lo sucesivo, Brenda se incorporó al mundo de las organizaciones no gubernamentales y se desempeñó en proyectos de prevención y concientización en VIH.

Como ella misma reconocía, la inclinación progresiva al activismo cannábico se dio porque “algo me faltaba y algo me incomodaba”, de modo que era necesario cambiar ese orden de cosas. Con ese fin, había montado una asesoría en salud y gestión en un consultorio desocupado de un hospital universitario. En ese espacio informaba sobre las leyes nacional y provincial de sida, tramitaba pensiones no contributivas, impulsaba denuncias por discriminación y recursos de amparo, realizaba encuestas socioeconómicas, y articulaba ayudas y subsidios con la Dirección de Emergencia Social de la provincia. También allí había comenzado a hablar sobre el cannabis como herramienta terapéutica, incluso con los médicos que le preguntaban por lo bajo, en charlas de pasillo.

Hablar de cannabis era una de sus marcas y estrategias de militancia. En sus intervenciones en público, Brenda criticaba la falta de información sobre terapias complementarias y/o alternativas en los espacios de salud, y la imposibilidad de acceder legalmente a la planta cuyo uso había transformado su vida. En charlas cotidianas, Brenda contaba sobre su experiencia y esto suponía no solo hablar de prácticas de uso y cultivo, sino de las maneras en que había conseguido superar diversas trabas burocráticas: la inclusión del cannabis en su historia clínica, la tramitación de un certificado en el Instituto Provincial de Alcoholismo y Drogadicción (IPAD) que indicaba que hacía “uso controlado de cannabis”, entre otros ejemplos.

Esa transformación y las experiencias previas de “aprendizajes inesperados” (Lopes y Heredia, 2014) en hospitales públicos, se reiteran en la trayectoria de una mujer oriunda de Catamarca a quien llamaremos Norma. Mientras navegaba en internet, ella descubrió que el cannabis podía ayudar a controlar las convulsiones en casos de epilepsia refractaria como el de su hija menor, Martina, de 14 años. Ese dato llegaba a ella luego de innumerables viajes y traslados que habían comenzado con las primeras convulsiones y el diagnóstico de Síndrome de West, cuando Martina tenía 5 meses de vida. Luego de que los médicos la desahuciaran, Norma decidió llevarla a Buenos Aires para buscar otras opciones y opiniones. En los dos hospitales pediátricos a los que acudió le enseñaron cómo cuidar a Martina, cómo estimularla para que hiciera cosas por sí sola; entre ellas, gatear. Dado que se había vuelto conocida en los pasillos y salas de espera por su presencia constante, Norma había empezado a vender alimentos allí mismo, y a cocinar y limpiar casas por encargo. La creciente autonomía de Martina fue acompañada de un proceso de autonomización personal, que por ese entonces no contaba con un trabajo formal. Así, pudo reunir fuerzas para ocuparse de la crianza de sus cuatro hijos como único sostén de su hogar. El cannabis representaba un paso más en esa dirección:

Había días que yo notaba que estaba mirando la tele mucho tiempo, veía que me pedía el teléfono mío y lograba entrar. Un día estábamos comiendo y le digo ‘¿querés más fideos?’ ‘Sí, thank you’ – me dice, ‘¿qué has dicho?’ ‘thank you’ y seguía comiendo, no me daba bola. Después no sé qué le dice a [la hermana] ‘please’ (…) Pequeñas cosas que decís ‘las dijo’. Antes ella, por ejemplo, se quemaba y decía ‘Ihhhh’ y lloraba, y gritaba. En cambio, ahora te las dice, entonces vos sabés qué es lo que siente (…) Por ejemplo, el otro día fuimos a una zapatería y me dice ‘quiero esos zapatos’ y yo quise ponerle otros y era ‘no, no, no, esos zapatos’ ‘¿Por qué?’ ‘Porque brillan’ (Entrevista, 19/11/2016)[11]

El encuentro con un extracto de cannabis, en el caso de Norma, había ocurrido gracias a la reunión científica pergeñada por Brenda y los médicos del Programa Provincial de Lucha contra el VIH/Sida y ETS. Como uno más de los numerosos viajes que había comenzado a hacer una vez que Martina empezó a ser atendida en un hospital de Córdoba, Norma decidió acudir a la jornada en compañía de uno de sus hijos mayores, mientras Martina quedaba al cuidado de su hermana. Luego de una breve charla durante el evento, se dirigió a la casa de Brenda para conversar con ella sobre el aceite. Al volver a su ciudad comenzó a armar una red con madres y padres cuyos hijos e hijas tenían enfermedades crónicas. Juntos conformaron el Movimiento Manuel Belgrano Catamarca, desprendimiento de la organización cordobesa. A la hora de contar su historia, Norma mencionaba que la lucha por la salud de su hija se había dado sobre todo en el plano de las obras sociales y la atención médica de su provincia, y hacía hincapié en los desplazamientos que había realizado para contactarse con distintas personas y construir redes.

En ambas historias observamos puntos en común. Destacamos el desarrollo de conocimientos sobre dolencias y sus formas de tratamiento que se producían en los hospitales, en diálogo con médicos y también con personas que atravesaban situaciones de vida similares. En segundo lugar, la llegada del cannabis como una opción que valía la pena intentar en momentos críticos —en el caso de Brenda, antes de una internación; en el de Martina, luego de años de crisis convulsivas imparables— y por medio de usuarios y/o cultivadores con conocimientos sobre la planta y la producción de derivados. Por último, la apreciación de los cambios ocurridos en las personas afectadas y en sus familiares aparecía como estímulo para emprender acciones transformadoras en asociaciones que desarrollaban cultivos, creaban espacios de diálogo sobre cepas, dosis y preparados, y procuraban reunirse con legisladores y asesores. Como me decía Norma: es importante que las mamás se conozcan para que puedan salir adelante, para que podamos contenernos unas a otras.

En su pesquisa sobre acciones políticas realizadas por familiares de víctimas de violencia policial en Rio de Janeiro, Vianna (2013) observa que el tiempo es objeto de gran parte del trabajo social y simbólico de los militantes. Ello porque al lidiar de manera rutinaria con dilaciones, reiteraciones de trámites y cambios de última hora de audiencias programadas, los movimientos colocan la espera y sus modos de enfrentarla en un plano de actividad, “como parte de la propia lucha” (p. 415). Aquí podríamos agregar que ese rechazo de la espera se configuraba como parte constitutiva de las historias personales de militancia. En los relatos, el “tiempo familiar” y el “tiempo de lucha” (Vianna, 2013) aparecían entrelazados de maneras complejas: era frecuente que Brenda y Norma mencionaran todo aquello que habían resignado para dedicarse a la causa y que, al mismo tiempo, cifraran su vida en su movilización permanente. Sus itinerarios de politización se construían a partir de condiciones materiales de existencia que incluían numerosos traslados entre provincias y entre sus hogares y los hospitales donde buscaban atención médica. A esto se añadían las circulaciones institucionales; la producción de documentación en el marco de experiencias asociativas; la exploración de alternativas terapéuticas y la distribución de tareas de cuidado al interior de la familia. Siguiendo nuevamente a Vianna (2014:15), los derechos en tanto “formas de construcción y posicionamiento de sujetos morales y políticos” pueden ser analizados en su despliegue en la vida cotidiana, mostrando de otro modo la magnitud de las movilizaciones activistas.

LLEVAR HISTORIAS Y CONTACTARSE

En las secciones anteriores aparecieron, una y otra vez, instancias de encuentro como reuniones, seminarios y jornadas informativas. En la introducción y en las historias de Brenda y Norma, los eventos sobre uso terapéutico de cannabis constituían un objetivo a desarrollar y una oportunidad para informarse y conocer a otras personas que atravesaban situaciones similares. Entre 2016 y 2017, las demandas de acceso al cannabis para uso medicinal se consolidaron gracias a eventos realizados en distintas localidades, en los que cooperaba una amplia red de actores. Esta red incluía a asociaciones cannábicas, agrupaciones de usuarios terapéuticos y sus familiares; funcionarios públicos que brindaban apoyo a través de su presencia y de recursos que ponían a disposición de los organizadores, cannabicultores, profesionales de la salud, abogados e investigadores de las ciencias biomédicas.

Esas jornadas tenían una duración de entre 2 y 4 horas, y se llevaban a cabo durante los fines de semana en espacios de gran tamaño como salones de conferencias o polideportivos. La grilla de expositores tenía una estructura doble que distinguía, de un lado, las presentaciones de profesionales y, del otro, los testimonios. Las exposiciones a cargo de especialistas versaban sobre resultados preliminares de investigaciones propias, experiencias de cultivo o reseñas de avances regionales y mundiales con relación a la temática. Las historias de vida de quienes brindaban su testimonio estaban marcadas por situaciones de sufrimiento a causa de una enfermedad y describían cambios rotundos a partir del uso de derivados del cannabis. Ambas modalidades de participación reunían el conocimiento científico y el conocimiento empírico sobre la planta: el primero ofrecía legitimación mediante la autoridad de la ciencia, mientras que el segundo brindaba a los asistentes pruebas concretas de las generalizaciones escuchadas. Dado que se trataba de casos locales o que habían aparecido en los medios de comunicación, esas historias eran conocidas por la mayor parte de los asistentes y contribuían a la legitimación de la demanda por medio de su inscripción en una trama de relaciones sociales y afectos.[12]

Los eventos contaron con un grupo relativamente estable de disertantes y configuraron una cadena que reunía a expositores y públicos en sus sucesivos traslados. Podemos pensar esas actividades cooperativas como esfuerzos epistémicos tendientes a la creación de una red multidisciplinaria de expertos y de enfoques sobre un problema particular (Akrich et al., 2013: 7); y también en tanto fenómenos liminares que ponen en juego actos voluntarios y obligaciones de cuño moral, de manera análoga a las peregrinaciones religiosas (Turner, 2008: 162). En este sentido, para los activistas, la dedicación a distintas tareas en el marco de seminarios y jornadas se fundamentaba en la necesidad de socializar la información, educar y divulgar acerca de las propiedades terapéuticas del cannabis. Para una agrupación, realizar una convocatoria y convertir a su ciudad en sede implicaba montar una grilla de oradores —que, recordemos, estaban en circulación y tenían fechas reservadas— y cubrir la mayor parte de los gastos. Esto se hacía, por ejemplo, a través de fiestas u otras actividades para recaudar fondos, y de gestiones para lograr declaraciones de interés y apoyos municipales y/o provinciales. Además de pagar pasajes, las agrupaciones anfitrionas se ocupaban de proveer alojamiento para los expositores que viajaban a las jornadas. Las actividades previas comprendían también la difusión en redes sociales y el diálogo con medios locales en ruedas de prensa. A partir del interés que cada evento despertaba, las agrupaciones se veían obligadas a reforzar sus modelos o dispositivos solidarios, generando más reuniones y espacios de capacitación.

Así, la causa del cannabis medicinal se hacía en desplazamientos reiterados que creaban circuitos y puntos de convergencia con formatos similares. Con todo, las experiencias de dolor tornaban difusos los bordes de esos encuentros y generaban situaciones imprevistas en su desarrollo. Esas historias aparecían de manera permanente, incluso en el primer segmento, dado que, cuando contaban acerca del modo en que habían llegado al cannabis, los profesionales se referían a padecimientos que afectaban a sus familiares y pacientes (Morante & Morante, 2017). De manera complementaria, los viajes como los que realizaba Norma eran frecuentes: a cada lugar donde se celebraba un evento acudían personas desde lejos con la esperanza de encontrar información de primera mano sobre cannabis.

Los relatos de ese tenor se multiplicaban e incluso irrumpían en el fluir de los eventos. Así, por ejemplo, en una ocasión, una reunión científica se detuvo por unos minutos a causa de gritos que provenían desde afuera del salón. En medio del desconcierto generalizado, una mujer tomó la palabra y se identificó como médica de un niño autista con episodios de autoagresión severa que se encontraba afuera en compañía de su madre; mientras describía el caso, mostraba a la audiencia los papeles con la historia clínica. En otro seminario, uno de los médicos expositores propuso que los minutos finales fueran destinados a preguntas generales sobre cannabis y no a casos particulares porque, de lo contrario, sería muy duro de escuchar. A pesar de ese pedido, el intervalo de preguntas se volvió rápidamente un espacio donde se presentaron situaciones desesperadas y apremiantes. Por los intersticios de la grilla programada se colaban las historias que narraban experiencias cotidianas de dolor y sufrimiento, y que dejaban entrever que la presencia de las personas allí se engarzaba con múltiples acciones anteriores y también con otras proyectadas hacia el futuro.

Por ese continuo surgir de las historias, los eventos se extendían o interrumpían. Para los familiares de personas con distintas patologías, los minutos previos y posteriores a las exposiciones y los intervalos recreaban las oportunidades abiertas por los pasillos hospitalarios en una escala muchísimo mayor. Así, aprovechaban esos momentos para conversar entre sí e intentar aproximarse a los oradores con la finalidad de comentarles sobre su situación particular o solicitar su contacto. De este modo, la negativa a esperar se manifestaba también a través de la acción de llevar y contar las historias personales y familiares, y generar articulaciones con otros en situaciones similares.

Los seminarios y jornadas propiciaron la formación de colectivos que luego aparecían generando otros eventos e instancias de reunión; integrándose en el proceso de movilización y construcción del uso medicinal de cannabis como problema público en tanto condición objetiva que mostraba la magnitud de la problemática y el desborde de los canales de divulgación creados por las organizaciones. Los activistas establecieron redes de relaciones que contactaban a quienes los consultaban con profesionales de la salud dispuestos a interiorizarse en el acompañamiento de terapias cannábicas y con cultivadores solidarios que no solo proveían los derivados, sino que asesoraban en técnicas de cultivo y producción de extractos. En tramas semejantes, algunas organizaciones cultivaban de manera colectiva y brindaban talleres donde replicaban esas enseñanzas. Nótese además que la demanda de aceite de cannabis excedía los dispositivos de ayuda, contención, y cuidado que habían sido diseñados a partir de ese trabajo en común, del mismo modo en que los relatos en primera persona excedían el formato pautado de los eventos.

MOSTRAR Y SENSIBILIZAR

La peregrinación de activistas por seminarios se complementó con la visita reiterada a órganos legislativos con el objetivo de concretar reuniones con funcionarios y asesores. Durante el año 2016, esas instancias representaron oportunidades para profundizar el trabajo microscópico de incidencia en pos de la regulación del uso terapéutico de cannabis. A veces las reuniones surgían de repente, lo que obligaba a estar en permanente movimiento y comunicación entre sí.

El trabajo colaborativo entre activistas, legisladores y asesores se plasmaba en proyectos de ley y en un conjunto de actividades que contornaban esos textos, tales como notas periodísticas, redacción de documentos y cartas, divulgación de imágenes fotográficas de los actores en redes sociales y más reuniones para delinear los pasos siguientes. Ese ciclo de actividades incluía otras tantas esperas como, por ejemplo, la salida de diputados y legisladores de encuentros que se habían prolongado más de lo estipulado y que formaban parte de su agenda. Era frecuente, entonces, que muchas reuniones comenzaran solo con los asesores, quienes se ocupaban de recabar información para redactar propuestas normativas y también organizaban la red de personas convocadas.

Para acudir a dichos espacios los activistas preveían la participación de un abanico de actores considerado representativo y distribuían la toma de la palabra de acuerdo con los roles que asumiría cada uno. En los encuentros relevados solían presentarse madres de usuarios terapéuticos, cultivadores que producían extractos de manera solidaria y representantes de agrupaciones. Algunas intervenciones se orientaban más hacia lo político, concreto y conciso, mientras que otras hablaban sobre experiencias de uso en primera persona (Díaz, 2019). Tal tipo de formato era resultado del aprendizaje desarrollado en la propia reiteración de los encuentros.

Formando parte de ese andar incesante, las audiencias públicas y reuniones de comisiones en el Congreso de la Nación fueron momentos donde la participación de activistas adquirió gran visibilidad.[13] La mayor parte de los proyectos de ley para regular la investigación y el acceso al cannabis con fines medicinales fueron girados –esto es, remitidos para su discusión– a las comisiones de Seguridad Interior, Acción Social y Salud Pública y Legislación Penal. Acompañé a Brenda en dos de esas reuniones que tuvieron lugar en una sala del Edificio Anexo del Congreso de la Nación, en Buenos Aires. Ella, al igual que otros activistas que formaban parte de agrupaciones cannábicas surgidas en años anteriores, conocía esas salas porque había participado en los debates por la despenalización del consumo personal.

De manera similar a los eventos y las reuniones en despachos y oficinas, las reuniones informativas incluyeron presentaciones de especialistas, integrantes de agrupaciones, familiares y usuarios, además de la palabra de funcionarios. En una de éstas, realizada en octubre de 2016, las historias que aparecieron de manera preponderante —por medio de la inclusión en una lista de oradores cuya confección estuvo a cargo de legisladores y sus asesores— fueron protagonizadas por madres. Sus intervenciones insertaban el debate parlamentario de los proyectos ya presentados en una larga historia de lucha y esperas que era preciso atravesar, y en la urgencia de dolencias que se manifestaban y requerían acciones en el presente. Aunque la militancia implicaba tejer alianzas y plegarse a los tiempos de la actividad política, los tiempos de los padecimientos, vividos en la cotidianeidad, eran integrados en las apelaciones y demandas:

Cuando estaba en casa, pensando cómo sería esta nueva reunión informativa sobre cannabis medicinal, pensaba y me decía a mí misma: una reunión más, una de las tantas que ya se sucedieron este año ante ustedes, señores legisladores, y pensé cómo y qué decirles. Cómo hacer para que comprendan ustedes, tan distantes de mi dolor, del dolor de una familia como tantas, que día a día, al levantarse, no se mira al espejo, sino que tiene que mirarse y mira el dolor, el sufrimiento; mira a un hijo sacudiéndose por convulsiones varias veces al día, a un hijo que no camina, que no habla, que se lastima o está ausente por su autismo. Mira a un hijo quizás doblarse de dolor y casi sin fuerzas porque el cáncer le está ganando la batalla. Allí comprendo que esta realidad siempre nos hace diferentes del resto de la sociedad. Es ahí que me pregunto: ustedes, legisladores, ¿recorrieron como tantos de nosotros los pasillos de los hospitales? ¿Sabrán de lo que estamos hablando? ¿Y saben? La respuesta cae por su propio peso: es un rotundo y contundente “no”. “No”, porque si no, a esta altura no estaríamos hablando de una posible ley; ya se estaría aplicando una ley para el uso del cannabis medicinal. (Registro de campo, 13/10/2016)

Cualquier persona que tenga un familiar con discapacidad sabe que estamos a merced de nuestros familiares discapacitados. Entonces plantearnos que van a investigar, lo celebramos; decirnos que todos vamos a estar dentro de esa investigación, es mentira. Decirnos que van a producir variedades de aceite para toda esa cantidad de gente, bueno, asumo que van a plantar toda la provincia de Córdoba. Nosotras, con nuestros cultivos, con nuestras plantas, compartiendo y haciendo un cultivo cooperativo, comunitario y aprendiendo de las madres chilenas que tienen toda la teoría y de los hermosos cultivadores argentinos que tienen toda la práctica, aprendimos. (…) Nosotras no venimos a pedir que nos solucionen un problema o que nos traigan laboratorios que fabriquen cosas. Estamos abiertas a que eso pase y entendemos que va a ocurrir. Nos parece fabuloso. Pero nuestros hijos tienen las convulsiones hoy y los moretones, mi hija los tiene hoy. No puede estar esperando a la fase 1, la fase 2, la fase 3 o la fase 4; porque, para nosotras, esta es una fitoterapia complementaria a lo que ya hacemos. Es un extracto de una planta. Es lo más natural que le dimos a nuestros hijos en años; es lo mejor, lo más eficiente, lo más seguro que le dimos. Lo dijo la doctora: es una sustancia segura. ¡Es una planta! (Registro de campo, 13/10/2016).

Aquí nuevamente, se entrelazaban el “tiempo familiar” y el “tiempo de lucha” (Vianna, 2013). Las exposiciones de usuarios terapéuticos y sus familiares hacían referencia al cuerpo, a medicaciones y diagnósticos, y los cambios observados a partir del uso de cannabis eran explicados en su relación con la experiencia personal y colectiva, tanto del grupo familiar como del grupo de activistas. Los profesionales de la salud cuyas intervenciones apoyaban eran aquellos que tenían una relación estrecha con los movimientos y que estaban al cuidado de algunos de los casos allí mencionados. De hecho, durante las horas que duró el encuentro, ocurrieron numerosas interrupciones porque los activistas reclamaban precisiones a aquellos oradores convocados por los diputados del oficialismo —la coalición Cambiemos—, que impulsaban proyectos centrados en la investigación. Estos profesionales sostenían que faltaba evidencia científica o que la regulación debía limitarse a la realización de estudios clínicos, lo que se traducía en un incremento de la espera por una regulación acorde a las demandas de acceso de usuarios y organizaciones.

Así, los pedidos para que las comisiones culminaran su trabajo y la discusión pudiera darse en la Cámara de Diputados aparecían fundamentados en las vivencias cotidianas en torno a una enfermedad y los riesgos que implicaba cultivar en un contexto de criminalización de dicha práctica. Las presentaciones reconstruían, entonces, el mientras tanto como lapso poblado de incertidumbre y cansancio, pero también de luchas y movimiento incesante dirigido hacia la regulación como horizonte.

En la reunión de octubre sobre la que nos detuvimos en este apartado, las intervenciones de las madres fueron acompañadas por la proyección de videos en una tela colocada en el salón. El material audiovisual mostraba a sus hijos antes y después del tratamiento con cannabis, permitiendo ver los indicios de mejoría que ellas habían mencionado en sus exposiciones. Reactualizando una antigua antinomia entre emoción y razón (Goodwin et al., 2001), algunos diputados expresaron que, si bien las historias eran conmovedoras, la política debía estar basada en otros argumentos.[14] Los funcionarios que se mostraron dispuestos a colaborar para mantener el tema en agenda consideraban, en cambio, que la sensibilización podía allanar el camino al cambio social y cultural. Para ese propósito, tan importante como construir una causa política era dar a conocer testimonios a través de imágenes.

ENTRE DESESPERACIÓN Y ESPERANZA

En las secciones anteriores hemos visto que las maneras de apelar y argumentar en favor del acceso al cannabis para uso medicinal recuperaban historias de dolor y desesperación asociadas a la espera, y mostraban su transformación en historias de lucha y experiencias colectivas que enfatizaban su carácter impaciente.

La aprobación e implementación de la ley 27.350 continuó lo establecido por la ANMAT (2016), que había limitado la importación de la sustancia para casos de epilepsia refractaria y, en lo sucesivo, circunscribió el acceso a quienes se anotaran en un registro de pacientes y familiares en el marco de ensayos clínicos (art. 8). El día de su aprobación, el 29 de marzo de 2017, mientras las redes que componían el movimiento cannábico celebraban en Buenos Aires, agentes policiales ingresaron al cultivo colectivo que Brenda cuidaba en Córdoba. Como consecuencia de esa irrupción, fueron demorados su hijo y otros dos jóvenes que se encontraban allí. La policía, además, se apropió de las plantas y los aceites que eran de uso terapéutico y que abastecían la red de usuarios y familiares integrada, entre otros, por Norma. Ambos procesos, el legislativo y el judicial, siguieron su curso e implicaron apoyos y acciones de distinta índole.

En este sentido, los cambios normativos no pusieron fin al mientras tanto del que hablaban los activistas, sino que condujeron a una redefinición de sus estrategias y recorridos. Con la sanción, se abrió un laberinto de oficinas y contactos nuevos en la órbita de la autoridad de aplicación de la ley —el Ministerio de Salud— y se volvió posible la emergencia de otras formaciones que reunían a cultivadores, usuarios y profesionales de la salud y la ciencia en torno a la investigación, la divulgación y la incidencia política. Las iniciativas activistas continuaron en la demanda por una reglamentación que contemplara las prácticas de autocultivo, cultivo solidario y cultivo colectivo de cannabis que formaban parte de las articulaciones realizadas hasta entonces. Entre otros desenvolvimientos que no puedo desarrollar aquí, la especialización entre cannabicultores favoreció un reconocimiento de sí mismos como trabajadores y productores cannábicos.

A lo largo de este trabajo, la expresión impaciente que Brenda empleaba para hablar de sí misma y de otros en una situación similar a la suya, fue el puntapié que permitió mostrar cómo los itinerarios de activismo estaban marcados fuertemente por el rechazo de una actitud obediente de espera y, en cambio, colocaban el acento en la búsqueda de alternativas ante experiencias de dolor e injusticia. Esto se hacía de diversos modos, en los que se entretejían la vida cotidiana y la acción pública de los activistas: la construcción del uso terapéutico como una situación de carácter urgente a través de la multiplicación de asociaciones que se visibilizaban principalmente como colectivos de usuarios terapéuticos y madres; la conversión de los tránsitos por distintas instituciones en aprendizajes y recursos para la creación de redes que reunían a usuarios, familiares, científicos, cultivadores y médicos; los viajes y desplazamientos para participar de jornadas informativas, audiencias públicas y reuniones con legisladores y asesores; la transformación de la propia vivencia en un testimonio que formaba parte de una causa política más amplia pero que, con todo, mantenía su particularidad.

La atención puesta en el término impacientes, con sus resonancias y potencias, invita a conocer un entramado de acciones, historias e itinerarios activistas, y a pensar las movilizaciones políticas a través del trabajo que sus protagonistas realizan con el tiempo, las emociones y las palabras.

Agradecimientos

Este artículo emerge del acompañamiento de iniciativas activistas de Brenda Chignoli y su familia, como también de integrantes del Movimiento Nacional Por la Normalización del Cannabis Manuel Belgrano y la Asociación Edith Moreno Cogollos Córdoba. En esos itinerarios conocí a miembros de diversas organizaciones sociales que luchan por la regulación integral del cannabis. A todos ellos mi profundo agradecimiento y reconocimiento. La investigación de doctorado fue realizada en el marco del Programa de Pós-Graduação em Antropología Social, Museu Nacional, Universidade Federal do Rio de Janeiro (PPGAS-MN/UFRJ) entre 2014 y 2018, bajo la orientación de Luiz Fernando Días Duarte y Gustavo Blázquez. Durante esos años conté con una beca de estudios de la Coordenação de Aperfeiçoamento de Pessoal de Nível Superior (CAPES). Actualmente me desempeño como becaria de posdoctorado del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), con lugar de trabajo en el Instituto de Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba. Agradezco la lectura generosa de María Gabriela Lugones y las sugerencias realizadas por quienes evaluaron una primera versión del texto.

REFERENCIAS

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[1]En este trabajo opté por colocar los términos provenientes del trabajo de campo en itálica y las citas bibliográficas entre comillas. Algunas reflexiones vertidas aquí fueron desarrolladas en otros lugares desde ángulos diferentes (Díaz, 2019; 2020; 2016).

[2]Entre los derivados se incluían tinturas, extractos y, en menor medida, cremas de uso tópico. La tintura es una preparación farmacológica que consiste en una solución extractiva, preparada en este caso con materia vegetal y alcohol. El extracto remite al producto espeso que se obtiene luego de evaporar una disolución de sustancias vegetales. Se le llamaba “aceite de cannabis” o “aceite” al extracto o a una dilución de éste en aceite de oliva o de coco.

[3]En las textualizaciones respecto del activismo cannábico nombro expresamente a Brenda Chignoli, quien falleció en mayo de 2019, porque me solicitó que así lo hiciera y me dio su autorización. En esta oportunidad, la referencia resulta crucial porque el texto se basa en una de sus nociones y se apoya en intervenciones que forman parte de su activismo político. Los otros nombres propios han sido modificados, respetando los acuerdos previos con las personas entrevistadas.

[4]La ley 23.737 del Código Penal, sancionada en 1989 y en vigencia durante la realización de mi trabajo de campo, penalizaba la comercialización, siembra y almacenamiento de plantas, semillas, precursores químicos o materias primas para la producción de estupefacientes (art. 5°), la tenencia para uso personal y la tenencia simple (art. 14°).

[5]Siguiendo una línea analítica semejante y a partir de una investigación realizada en Río de Janeiro, Brasil, Nelvo (2019) aborda el trabajo del tiempo y en el tiempo realizado por Gal, madre de un usuario terapéutico, y para ello describe sus recorridos reiterados en busca de acceder por vía judicial a un medicamento elaborado a base de cannabis. Como apunta el autor, esos procedimientos administrativos se entretejen con narrativas de vida y de lucha en las que aparecen, una y otra vez, innumerables dolores y sufrimientos.

[6]Un antecedente de los proyectos citados se encuentra en el proyecto 3003-D-2003 que habilitaba el uso de cannabinoides para investigación, prescripción y control de síntomas.

[7]De hecho, la Marcha Mundial de la Marihuana, cuya primera edición argentina hacia inicios del siglo XXI fue promovida por la Asociación de Reducción de Daños de Argentina (ARDA) y la Red Argentina en Defensa de los Derechos de los Usuarios de Drogas (RADDUD), incluyó entre sus consignas: “defendamos la investigación científica sobre los usos terapéuticos del cannabis, ayudemos a los enfermos que requieren el uso terapéutico de la marihuana”. Sobre los orígenes del activismo de usuarios de drogas y el activismo cannábico, con foco en dinámicas asociativas entre organizaciones de Buenos Aires, véase Corbelle (2016) y Sclani Horrac (2014).

[8]El Sistema Cannabinoide Endógeno (ECS, por sus siglas en inglés) es un sistema complejo que regula la homeostasis del organismo y que se descubrió hacia fines de la década de 1980. A grandes rasgos, comprende receptores y cannabinoides internos que actúan como neuromoduladores. Desde las ciencias biomédicas, la existencia de este sistema permite explicar los efectos producidos por los componentes de la planta de cannabis en el cuerpo humano. Entre los fitocannabinoides, los más conocidos e investigados son el tetrahidrocannabinol (THC) y el cannabidiol (CBD). Cfr. Peyraube y Bouso, 2015.

[9]Un decreto del Concejo Deliberante de Villa Gesell incluía en sus considerandos la historia de la niña cuyo caso se había vuelto conocido a través de los medios de comunicación: “Que en nuestra ciudad vive una niña de 3 años de edad (…) que gracias a la lucha de su familia, ha logrado después de un difícil peregrinar, contar con la aprobación del ANMAT, la autorización para importar el ACEITE DE CANNABIS para el tratamiento de su enfermedad convulsivante, autorización que debe tramitar cada vez que debe adquirir la mencionada medicina;” (…) Que el caso y los logros de la familia de (…) ha tenido repercusión nacional, incluyendo una exposición de la mamá en el Congreso Nacional.” (Resolución 4198, 18/04/2016; el destacado es mío).

[10]Cuando realizamos la primera entrevista, en noviembre de 2015, Brenda tenía 52 años. En la década de 1990 había trabajado como administrativa en el Colegio Médico de Córdoba, de modo que estaba familiarizada con el universo de gestión de la salud. Tenía tres hijos varones y el menor vivía con ella en una pequeña casa ubicada en las afueras de la ciudad de Córdoba. Por ese entonces, ella recibía una pensión no contributiva y su compañero vendía muebles que hacía con pallets reciclados. Las argumentaciones construidas aquí se basan en una pequeña parte de la militancia de Brenda, quien participaba en distintos movimientos sociales y situaba al cannabis entre otras plantas de poder.

[11]Cuando hicimos la entrevista, en noviembre de 2016, Norma tenía 50 años. En el pasado había trabajado en una fábrica y luego en cooperativas. En ese momento contaba con una pensión que le permitía dedicar tiempo al cuidado de sus hijas menores, Celeste y Martina.

[12]Entre los seminarios y jornadas a los que asistí acompañando a Brenda, menciono los siguientes: Seminario Internacional de Cannabis Medicinal (General La Madrid, abril de 2016), 1° Reunión Científica: “El rol del cannabis en la práctica médica” (Córdoba, abril de 2016), Jornadas Patagónicas de Cannabis Medicinal, Industrial y Legislación (Neuquén, mayo de 2016), 2° Reunión Científica de Cannabis Medicinal: “Cannabinoides, preparados, usos, legislación y actualidad” (Córdoba, mayo de 2016), 1° Seminario de Cannabis Medicinal del NOA “Educar, informar, aprender: Cannabis medicinal en Argentina y en el mundo, actualidad y futuro” (Santiago del Estero, junio de 2016), Seminario de Cannabis Medicinal (Rosario, julio de 2016), Jornada Internacional de Cannabis Medicinal (septiembre de 2016), Jornada de Cannabis Medicinal (Catamarca, noviembre de 2016).

[13]De acuerdo con el reglamento de la Cámara de Diputados de la Nación, es potestad de las comisiones la convocatoria a audiencias públicas y debates virtuales con la finalidad de conocer la opinión de la ciudadanía sobre temáticas que sean asuntos de su competencia (art. 114 bis). Las comisiones, ya sean especiales o permanentes, son espacios de trabajo donde participan legisladores, asesores y personal de planta en la discusión sobre proyectos de ley. Por lo tanto, las reuniones forman parte de su funcionamiento regular. Durante el año 2016, asistí a una audiencia convocada por diputados nacionales del Partido Obrero con motivo de la presentación de un proyecto de ley (16/05/2016) y a una reunión plenaria de las comisiones de Seguridad Interior, Acción Social y Salud Pública y Legislación Penal (13/10/2016); en ambas ocasiones, Brenda participó como oradora.

[14]Esa postura crítica respecto de las emociones era compartida por algunos activistas que, sin que ello significara una disminución en su apoyo a usuarios terapéuticos y sus familiares, sostenían que la construcción de una causa política debía ceñirse al lenguaje de los derechos humanos y las libertades individuales.

[15]En noviembre de 2020 el decreto 883/20 reglamentó nuevamente la ley y transformó las condiciones de acceso al cannabis para uso terapéutico. En adelante, esta disposición y la resolución 800/21 del Ministerio de Salud, establecieron el acceso al cultivo de cannabis para usuarios, terceros, familiares y organizaciones de la sociedad civil, mediante su inscripción en el sistema del Registro del Programa de Cannabis Medicinal (REPROCANN). Aunque no puedo ocuparme de estas normativas, corresponde mencionar que indican la continuidad de las movilizaciones incesantes descritas aquí.

Recibido: 07 de Junio de 2020; Aprobado: 29 de Noviembre de 2020