INTRODUCCIÓN
El grupo de adolescentes Crece desde el pie se formó en Viedma en el año 2008 a partir del asesinato de Atahualpa Martínez Vinaya —un adolescente de sectores populares perteneciente a los pueblos mapuche y aymara— en condiciones que hasta hoy no han sido esclarecidas. En ese momento, la escuela en la que estudiaba Atahualpa y la Red de adolescencia local organizaron un equipo de atención psicológica para contener a sus compañeres en el duelo. A partir de reconocer que las situaciones de violencia vividas en torno a los locales bailables y pubs de la ciudad eran el marco de fondo para comprender el crimen, les adolescentes convocaron a estudiantes de otras escuelas y discutieron sobre esas problemáticas sociales. Con el tiempo, el grupo adoptó su nombre inspirándose en la canción de Alfredo Zitarrosa y en el lema “transformar el dolor en amor y en arte”. El dolor refería a la conmoción que les generó el crimen, aun cuando la mayoría no había conocido a Atahualpa, pero también a experiencias personales atravesadas por la violencia y discriminación, que en el marco del grupo comenzaron a compartir y “sanar”. Para algunas personas de Crece —como refieren al colectivo— ese fue el ámbito en el que comenzaron a reconocerse como mapuche y, a mediados del año 2015, conformaron la comunidad Waiwen Kürrüf.
Las emociones que generó el asesinato de Atahualpa fueron fundamentales para comprender, desnaturalizar y criticar la discriminación que sufrían cotidianamente, así como también para rearticular experiencias históricas y orientar procesos de subjetivación. Al condensar, transmitir y establecer marcos interpretativos que vinculan las experiencias del presente con las del pasado, la emoción asociada al dolor movilizó entre las personas jóvenes la identificación con el pueblo mapuche y promovió la recreación de una comunidad emotiva. En el presente, estos procesos de subjetivación impulsan la restauración de la memoria colectiva, estimulan proyectos que —sin negarlo— trascienden el dolor y fortalecen el küme newen (buena energía) de ser mapuche.
Michel Foucault (1995) sostiene que la crítica es el acto de interrogar sobre las condiciones de posibilidad y legitimidad de un orden social; es decir, sobre lo que en dicho orden se vuelve visible y enunciable y que, a través de su articulación con dispositivos de poder, produce sujeciones. Al releer a Foucault, Judith Butler (2008) enfatiza que la crítica produce una des-sujeción; esto es, un movimiento que cuestiona las reglas mismas por las que el sujeto es producido y a través del cual se le plantea la posibilidad de devenir formador de sí. La subjetivación (Foucault, 1996; Deleuze, 2015) refiere entonces al plegamiento de una relación de saber y poder exterior —aquella que produce una sujeción—, en base al cual se establece una relación consigo mismo caracterizada por la ética del cuidado de sí, a lo que Foucault (1984) también llamó prácticas reflexionadas de libertad.
A partir de información relevada durante mi trabajo de campo —que incluye registros producidos entre 2015 y 2019 en conversaciones con integrantes de Crece desde el pie y familiares de Atahualpa, en actividades en reclamo de justicia por el crimen y de la comunidad Waiwen Kürruf, noticias periodísticas y blogs producidos con más cercanía al asesinato de Atahualpa— este artículo plantea un doble objetivo[1]. En primer lugar, reconstruiré el proceso de des-sujeción, subjetivación y sanación que atravesaron los jóvenes de la comunidad Waiwen Kürruf, con la intención de aportar a la discusión sobre la diversidad de formas de entramar y desentramar sentidos de pertenencia indígena. Me interesa entender cómo un acontecimiento de violencia extrema (el asesinato de Atahualpa) pudo movilizar la relectura de la violencia cotidiana —desmarcada étnicamente— como efecto del sometimiento histórico del pueblo mapuche y orientar procesos de subjetivación que exceden estas dimensiones de la experiencia social.
Por otro lado, tomando en consideración el peso de la dimensión emotiva en los relatos sobre esta historia (que se expresó tanto al recordar emociones pasadas como al experimentarlas en las acciones presentes de rememorar) analizaré el lugar que ocuparon las emociones en esos procesos. En el marco de los estudios sociales de las emociones —que enfatizan su carácter social, subjetivo, simbólico y corporal e indagan sobre los procesos de los que emergen y sobre su capacidad performativa— me pregunto: ¿Qué lugar ocuparon las emociones en la comprensión social de situaciones vividas hasta entonces como individuales e invisibilizadas públicamente y en la conformación tanto de Crece desde el pie como de la comunidad?
El artículo se organiza en dos apartados. El primero analiza el proceso de formación, delimitación como grupo y construcción de un proyecto político y estético de Crece desde el pie, en relación con una lectura propia como adolescentes de barrios populares sobre el asesinato de Atahualpa y situaciones de violencia institucional y discriminación vividas personalmente. El segundo aborda el proceso a través del cual, en el marco de Crece y de los discursos que vinculaban el asesinato de Atahualpa con su pertenencia indígena, algunes de sus integrantes vincularon esas experiencias personales con las vividas por sus familiares en otros momentos históricos, las enmarcaron como parte de experiencias del pueblo mapuche y conformaron la comunidad Waiwen kürruf.
ENCONTRARSE EN TORNO AL DOLOR Y LA BRONCA CRECE DESDE EL PIE
“Siempre me emociono cuando hablo de Ata”, dijo Taiana mientras se secaba las lágrimas la primera vez que nos juntamos (Taiana Quinteros, comunicación personal, 27 de abril de 2016)[2]. Ella y Atahualpa Martínez Vinaya fueron compañeres en la escuela secundaria. El tiempo transcurrido, que parecía no haber atenuado la fuerza emotiva de esas experiencias, se volvía palpable en que ella ya no era una “piba” que se vestía “con visera”, sino una mujer mapuche aprendiendo sobre la espiritualidad y el lawen[3] de su pueblo (comunicación personal, 14 de junio de 2017). Sus palabras para hablar del asesinato de Atahualpa volvían a las emociones expresadas apenas después de su muerte por sus familiares, amigos y amigas, y docentes, registradas en notas periodísticas de ese momento: “dolor”, “pesar”, “desconcierto”, “clamor”, “multitud que lloraba”, “emoción incontenible” (Eliaschev, 2008; Diario Río Negro, 09/07/2008). Las anécdotas sobre Atahualpa como un adolescente que llevaba a la escuela en bici a un amigo con dificultades para caminar, que participó de una toma de terrenos para ayudar a que su hermana y sobrino tuvieran una casa, o que soñaba estudiar medicina en Cuba para trabajar en la Línea Sur de Río Negro, contrastan en los relatos con la violencia que sufrió[4].
“A esa edad también es re fuerte hablar de la muerte, es hablar de ¡no sé! Hablar de eso… es muy fuerte […] Estábamos atravesados por la muerte de Atahualpa, corta”, me contó Inti sobre ese momento (Inti Aranea, comunicación personal, 25 de enero de 2017). Inti y sus hermanas, que también formaron parte de Crece desde el pie, acompañaron a su papá en la lucha del pueblo mapuche desde la infancia. Para Inti Crece fue un ámbito en el que empezar a construir un lugar propio en esa pertenencia. Las emociones, de acuerdo con Michelle Rosaldo (1984), son interpretaciones corporizadas que involucran la subjetividad y, en este caso, permiten dimensionar el carácter emocional de la reacción de les jóvenes frente al crimen. Como señala Myriam Jimeno (2008), la expresión del dolor conecta dimensiones emotivas y cognitivas, a través de las que se comprenden e interpretan las experiencias de violencia. Encontrarse compartiendo esas emociones frente a la muerte de Ata, tal como le llaman, les llevó a reconocerse como adolescentes de sectores populares diferenciándose de otros sectores sociales, y a darles sentidos colectivos a experiencias de violencia y discriminación que hasta entonces eran conceptualizadas como individuales o desestimadas por su carácter corporal. El comentario de Inti sobre lo fuerte de esas emociones pone en relieve que comprenderlas implica no sólo darles sentido, sino reconocer su intensidad y su capacidad para impulsar y orientar acciones (Rosaldo, 1989). Las emociones asociadas al dolor impulsaron la conformación del colectivo, que movilizó críticas contra la idea de que la discriminación que vivían era “natural” (Crece desde el pie, 2008b) y sostuvo sus demandas y presencia públicamente a través de distintas intervenciones.
En el blog de Crece desde el pie cuentan que en una de las primeras reuniones realizaron una lluvia de ideas y plasmaron en afiches aquello que consideraban como “causa de la violencia, sus consecuencias e ideas sobre cómo abordarlas” (Crece desde el pie, 2008b). En la síntesis de la actividad se mencionan como causas la desigualdad social y el aislamiento, tanto de los barrios como entre adolescentes, la estigmatización hacia las personas jóvenes en ámbitos como la calle o el boliche, la falta de educación, la mercantilización, la corrupción y el sostenimiento de redes de delito en los ámbitos de diversión, la falta de cariño y de esperanza y la naturalización de dichas desigualdades. Las actividades que desarrollaron en las reuniones les permitieron interpretar de manera colectiva el asesinato de Atahualpa y las situaciones cotidianas de discriminación que vivían. Al ponerlas en común reconocieron que no eran experiencias individuales ni aisladas, sino que las compartían por ocupar la misma posición subalterna.
La policía y la escuela son las instituciones que más reiteradamente aparecen marcando experiencias de sujeción en sus relatos y documentos[5]. La policía ejercía violencia a partir de prácticas discriminatorias basadas en estereotipos de criminalidad asociados a criterios racializados[6], a determinadas zonas de la ciudad por las que circulaban, o a usar determinada ropa. Taiana identificó al fenotipo —la “portación de rostro”— como uno de los indicadores utilizados por la policía: “En esa parte de mi adolescencia al menos, la policía era como, el negrito primero, y después la ropa también. Pero capaz era un laburador, no sé, del norte, y ya, porque era morocho, se lo frenaba” (comunicación personal, 14 de junio de 2017).
Lilén contó que también fue en Crece que pudo “entender por qué te perseguía la policía, porqué estaban siempre atrás de los pibes con gorrita” (comunicación personal, 12 de julio de 2018). Para ella, las situaciones de discriminación más fuertes ocurrieron en la escuela, después de que su familia se mudara a Viedma desde Maquinchao[7]. Recordó que en el jardín y la primaria “la pasé muy mal”. En la adolescencia dejó la secundaria por un tiempo, hasta que se sumó a Crece donde contó: “Encontré que yo era igual que los otros chicos, que había otros tan raros como yo”. La palabra “raro”, con la carga de valor negativa que implica, se define —tal como argumentó Ruth Benedict (1934) sobre la categoría anormal— en oposición a aquello definido socialmente como normal. Las palabras de Lilén expresan la posición subordinada en la que estas instituciones colocaron a quienes integraban el grupo, en base a su aspecto y/o lugar de procedencia, desde la imagen hegemónica de ciudadanía.
En las reuniones de Crece, a las emociones vinculadas al dolor se fueron sumando las de enojo, “impotencia” y “bronca” por las desigualdades que vivían. En el relato de Inti, pertenecer al “barrio” explicaba las experiencias comunes:
La mayoría éramos del barrio y a todos nos habían parado en el boliche, nos había parado la policía, a un hermano, a un amigo. Todos estábamos atravesados por esa violencia ¿no? Toda la sociedad, ¿no? A casi todos nos había, habíamos sentido eso, por lo menos en algún momento ¿no? Y esa impotencia de no, de no hacer nada, no sé, yo me acuerdo de cuando tenía dieciocho años y por eso, me paraba la policía y no sé, sentía miedo, sentía… un montón de cosas sentís. ¡Bronca! Te daban ganas de, es violencia no, que genera más violencia también (comunicación personal, 25 de enero de 2017).
Aunque Inti habla de que toda la sociedad está atravesada por esas experiencias, quienes participaban de Crece las compartían porque eran “del barrio”. El barrio aquí representa un espacio urbano marcado y delimitado, de pertenencia y sujeción de la clase trabajadora más empobrecida, en contraste con “el centro”, caracterizado por la actividad comercial y la presencia de instituciones de gobierno —municipal, provincial y nacional— y su correlato de supuesta universalidad y neutralidad[8].
Lilén dijo que encontrarse en Crece con “otros raros” no fue casual, sino que tuvo que ver con que “Ata era uno igual a nosotros” (comunicación personal, 12 de julio de 2018). Lo “igual” de ese nosotros se fue delimitando desde el comienzo en torno a dos clivajes: la edad y la clase social —categoría que en los relatos no remite solo al nivel de ingresos económicos, sino en la que confluyen los diacríticos racializados mencionados—. Estos procesos de diferenciación se explicitaron aún más en el propio accionar como grupo. Por un lado, discutieron con jóvenes que reprodujeron el discurso hegemónico del “algo habrá hecho”[9] sobre Atahualpa, como contó Sebastián, otro integrante de Crece:
Nos tocó estar en el debate —con chicos de otras escuelas— y sentir la forma de discriminación de ellos a nosotros. Porque nosotros dijimos, bueno, no importa, vinimos a aprender cosas nuevas, y después aprovechamos a invitarlos a una marcha y repartirles los papeles a ellos. A los dos segundos los abollaban y los tiraban. Y nosotros decíamos…pendejos de qué se las vienen a dar, que tienen plata y no quieren ayudar ni ir a una marcha. También escuchamos decir, ‘lo mataron por boliviano’, o ‘algo habrá hecho’, o ‘lo mataron porque estaba en la toma de tierras del 30 de marzo’, o porque ‘estaba tomando un terreno’ o porque ‘vivía en ese barrio’. Eso también lo escuchamos de chicos (Cabral, 2008).
El uso del término “pendejo” y la expresión “de qué se las vienen a dar” señalan el rechazo y enojo que les generó esa respuesta. Las emociones —siguiendo a Sara Ahmed (2004)— articulan y desarticulan colectivos, fronteras y materialidades, al circular en el marco de economías performativas. “Pendejo” da cuenta de cómo en esa situación, el enojo orientó la construcción de una frontera que diferenció grupos de jóvenes: quienes se movilizaron por justicia y quienes abollaron los volantes. Explicaron esa frontera como resultado de una diferencia de nivel socioeconómico entre adolescentes que sintieron como propia la lucha por Atahualpa y quienes “tienen plata”. Esto les llevó a construir un posicionamiento de clase, que coincidía con la que le adscribían a Atahualpa: un joven de “sectores populares”[10].
Por otro lado, la profusión de referencias a las categorías de edad —“adolescentes”, “chicos” o “jóvenes”— en notas, entrevistas y relatos sobre Crece da cuenta de que sus integrantes también construyeron un posicionamiento y fueron interpelados en relación a ese clivaje[11]. En primer lugar, fue central la interpelación desde la Red de Adolescenciade Viedma[12], que de acuerdo a Cristina Cabral (2006) ha orientado su política hacia niñes y adolescentes desde el paradigma de “protección integral de derechos”, en tensión con el paradigma de “situación irregular” —basado en su definición como “menores” y en ese sentido carentes—[13]. Desde la Red se interpeló al grupo como “adolescente” y se acompañaron sus orientaciones y proyectos. En segundo lugar, a fines de la década del dos mil, y como parte de la reconfiguración de la participación política en Argentina posterior a la crisis del 2001, las prácticas de alterización y criminalización de jóvenes convivían con un discurso hegemónico —enmarcado en el proyecto político kirchnerista— que se posicionaba como de “vuelta a la política” y caracterizaba a la juventud como agente de cambio (Vázquez, 2012). Si bien Crece desde el pie no se alineó a este proyecto, sí se vio interpelado por los discursos sobre la juventud como actor político.
Desde Crece organizaron y coordinaron actividades en escuelas y desarrollaron proyectos artísticos y participaron en reuniones de las comisiones de seguridad y niñez y adolescencia del Concejo Deliberante de Viedma. Las representaciones públicas sobre el grupo cambiaron cuando empezaron a intervenir en la discusión política local sobre la seguridad y “la noche”. En las reuniones del Concejo de Seguridad, los concejales desvalorizaron su argumentación vinculándola a la edad. Leroy, otro integrante de Crece, lo explicó en la entrevista antes citada (Cabral 2008): “Nos tomaron el pelo, se tomaron las cosas a la ligera, como que era, nada, cosa de chicos”. Sebastián dijo que le dio “bronca”, porque él le estaba hablando a un concejal “de la policía, del abuso de poder… le hablaba serio y el hombre se paró y se fue”. Mientras que en relación a las actividades artísticas el grupo generó adhesiones al asociar la emoción al compromiso y a valores positivos, cuando buscaron intervenir en la política local en torno a la seguridad en el ambiente nocturno esa emocionalidad fue asociada a la irracionalidad y, a su vez, minimizada y valorizada negativamente como “cosa de chicos”.
Inti contó que al intentar desnaturalizar la violencia cotidiana de la que eran objeto se encontraron con “el aparato que hay abajo”, configurado en sus descripciones por relaciones de complicidad y asociación entre dueños de boliches y de medios de comunicación, políticos y operadores de redes de corrupción e ilegalidad. En las traducciones de los trabajos de Foucault (2006), aparato suele ser utilizado como sinónimo de dispositivo, término con el que este autor refiere a las articulaciones entre las prácticas de ver y de decir (saber) y las prácticas de poder. Esta categoría permite analizar en el aparato del que habló Inti, la articulación entre los discursos de verdad (referidos entre otros aspectos a que la inseguridad la producen “pibes” de los barrios definidos como “raros” y peligrosos) y las relaciones de poder productoras de sujeciones, que les posicionaban como “chicos” frente a personas adultas y concejales. A través de la visibilización de este aparato —que operaba desde boliches, medios de comunicación, la escuela y la policía— explicaron el asesinato de Atahualpa y sus propias experiencias de discriminación. De acuerdo con Butler, la posibilidad de ver y criticar un dispositivo emerge bajo ciertas condiciones:
Una se interroga sobre los límites de los modos de saber porque ya se ha tropezado con una crisis en el interior del campo epistemológico que habita. Las categorías mediante las cuales se ordena la vida social producen una cierta incoherencia o ámbitos enteros en los que no se puede hablar. Es desde esta condición y a través de una rasgadura en el tejido de nuestra red epistemológica que la práctica de la crítica surge, con la conciencia de que ya ningún discurso es adecuado o de que nuestros discursos reinantes han producido un impás (2008:3).
Entiendo que el asesinato de Atahualpa fue esa crisis, esa “rasgadura en el tejido” a partir de la que quienes formaron Crece empezaron a preguntarse cómo les ubicaban en esas posiciones y a cuestionar los discursos y relaciones de poder que las producían. A la vez que desde las economías afectivas dominantes se les posicionó como parte de un colectivo que no encajaba en el estereotipo del ciudadano argentino, las emociones sobre esa discriminación orientaron su organización, cuestionamiento público y delimitación en relación a otros grupos.
Al vincular colectivamente experiencias corporales, sociales y de conocimiento, la expresión de emociones legitimó al cuerpo como dimensión desde la que comprender y comunicar aquello que era negado en el plano discursivo: que se les tratara como “raros” en la escuela, o bien que les persiguiera y detuviera la policía. No casualmente, sus intervenciones fueron desde el teatro, la música y otras formas de expresión artística. “Restituir el habla” para dar testimonio sobre vivencias dolorosas permite a quienes las vivieron reposicionarse como sujetos políticos y constituir una comunidad emotiva en contextos de violencia y sufrimiento social (Das, 2008; Jimeno, 2008). La frase que sintetiza la apuesta política de Crece desde el pie describe ese recorrido: “Transformar el dolor en amor y en arte”.
El trabajo de crítica impugna la propia base ontológica que establece cuál existencia es posible y cuál no, y en qué términos, a través de un movimiento de des-sujeción respecto a los aparatos criticados. A partir de reconocer estas experiencias compartidas de sujeción, quienes formaron Crece desde el pie construyeron un lugar común en el que comenzaron a explorar otras formas de identificarse, ya no impuestas, sino autodefinidas. Una vez más, y de distintas formas, Atahualpa marcó el camino. En el próximo apartado analizaré cómo el orgullo que —según quienes lo conocían— sentía por pertenecer a los pueblos aymara y mapuche orientó el “proceso de identidad” que llevó a varias personas de Crece[14] a reconocerse y/o a reafirmar su pertenencia mapuche articulándola con las experiencias en torno a las que se habían ido delimitando como adolescentes de sectores populares.
LEVANTARSE COMO MAPUCHE CRECE DESDE EL PIE
“La vida de Ata tuvo un propósito” dijo Lilén (comunicación personal, 12 de julio de 2018). “No fue en vano”, dijo Taiana, y explicó: “Marici wew significa ‘uno se cae y diez nos levantamos’. Y yo digo que bueno, empezar a poder verlo desde ahí también, que nos ha guiado hasta acá de cierta forma” (comunicación personal, 14 de junio de 2017). El deíctico “acá” alude al proceso que la llevó junto a otras personas a reconocerse como mapuche en su paso por Crece y a movilizarse políticamente a partir de dicha auto adscripción. El proceso de reconocimiento que estaba viviendo Atahualpa cuando lo mataron les “guio” para encarar el propio, en el que retomaron experiencias previas transmitidas por integrantes de la Red de adolescencia, por la familia de Atahualpa y, en algunos casos, vividas personalmente en su infancia al acompañar a familiares en espacios como la CTA Autónoma y el Consejo Asesor Indígena.
En este apartado analizo cómo, desde la elaboración colectiva del dolor, varias personas que participaban en Crece enmarcaron el asesinato de Atahualpa y las situaciones de discriminación descriptas previamente como parte de la historia del pueblo mapuche, marcada por el genocidio[15] perpetrado por el Estado durante la “Conquista del desierto” a fines del siglo XIX, y su posterior incorporación como “otro interno” a la sociedad nacional. La organización de la comunidad fue resultado de procesos de subjetivación que involucraron vínculos con sus ancestros, en el marco de la relacionalidad mapuche.
La pertenencia de Atahualpa a los pueblos aymara y mapuche ocupa un lugar central en las descripciones de sus familiares. Su mamá Julieta recordaba que Ata invitaba a sus amigos a participar en actividades en las que se ponía de manifiesto la aboriginalidad:
Un año les dijo a los amigos que fueran [al festejo de Inti Raymi]. Salieron todos bien vestiditos y se fueron para el centro cultural. Y a los amigos no les gustó mucho, le decían “esas son cosas de indios”, y lo cargaban porque le gustaban esas cosas. A él le gustaba ir y vender las entradas, y ver a la gente que iba. Otra vez se enteró de que iba a tocar Rubén Patagonia, que le encantaba, yo le había regalado un CD y lo escuchaba siempre. Entonces me dijo, “mamá, yo quiero ir a verlo, y quiero invitar a un amigo”. En ese momento la entrada salía como si te dijera hoy cincuenta pesos, entonces invitó a cuatro amigos, y fueron todos. Era en el centro cultural, que era la primera vez que iba. Y a los amigos no les gustó tampoco, decían que era aburrido, que Rubén Patagonia era un indio. Y a él le gustaban esas cosas, y trataba de compartir eso con los amigos. Pero para los amigos él era medio raro (Julieta Vinaya, comunicación personal, 21 de junio de 2016).
Como Lilén al recordar su experiencia escolar, Julieta usó la palabra “raro” para referirse a cómo veían a Atahualpa sus amigos, explicitando que para ellos esa rareza se vinculaba con hacer “cosas de indios” —con la carga valorativa negativa que la expresión implica—. Desde chico Atahualpa vivió experiencias que su familia vinculaba con los pueblos mapuche y aymara: había acompañado a su papá a actividades del Consejo Asesor Indígena[16], pasaba los veranos en el campo de su tío en la Línea Sur y viajó a Bolivia a conocer el lugar de procedencia de su familia materna.
Desde el comienzo del reclamo de justicia esa pertenencia se puso de manifiesto en banderas, afiches y producciones artísticas creadas por sus familiares, amigos y conocidos, a la vez que fue vinculada con su asesinato y con la impunidad en torno al caso. Así se expresan estas relaciones en un mural que pintó en un lugar céntrico de la ciudad de Viedma la Comisión Justicia por Atahualpa[17] y en el siguiente poema publicado en el blog “Justicia por Ata”:
Nos han enseñado a callar/ y en el silencio se diluye la verdad, la verdad que nos lleva a la justicia, la que nos ayuda a cambiar. /La verdad que hoy buscamos en los ojos de Atahualpa, que nos mira desde cada afiche pegado en su ciudad. /La verdad que pedimos a nuestros antepasados, gente de la tierra y el sol, gente exterminada por hambre de poder, pueblos sabios que hoy nos guían (Blog Justicia por Atahualpa, 2008).
Tanto el poema como el mural relacionaron la situación de injusticia que vivió Atahualpa con su pertenencia indígena y la historia de dominación estatal hacia los pueblos originarios. En el mural, el retrato de Atahualpa se mostraba sobre el fondo de los emblemas (la Wenufoye mapuche y la Wiphala aymara), enmarcado por el título “queremos la verdad”. En el poema, la búsqueda de la verdad no refiere sólo a comprender el presente —es decir las circunstancias del asesinato de Atahualpa—, sino que se vincula con el pasado y con la verdad de los pueblos originarios, relativa tanto a las experiencias de dominación colonial como a las formas de vida propias silenciadas por ellas. La lucha contra el silenciamiento no refiere así sólo al presente y a este caso, sino a un proceso histórico colectivo.
Los discursos sobre la pertenencia indígena de Atahualpa proveyeron a quienes participaban de Crece de una narrativa desde la que explicar el caso y vincular experiencias personales con la violencia estructural hacia los pueblos originarios. En nuestra primera conversación sobre Atahualpa, Taiana explicó que “ese proceso [el de reclamo por el esclarecimiento del asesinato] y el proceso de identidad, como yo le digo, comenzaron casi al mismo tiempo. Son procesos distintos pero que fueron en paralelo” (comunicación personal, 27 de abril de 2016). Años después, mientras hablaba sobre los pewma que ha recibido en el marco de la espiritualidad mapuche, me contó que soñó con él la noche en que fue asesinado: “Ese fue el sueño que me trajo hasta acá” (comunicación personal, 26 de septiembre de 2019). Compartir con algunas personas de Crece ese sueño la llevó a conocer cómo las personas mapuche interpretan los pewma[18], a reinterpretar sueños previos desde ese marco y a comenzar una “búsqueda” identitaria (comunicación personal, 26 de septiembre de 2019). Ese proceso auto adscriptivo se relacionó con experiencias personales previas, pero adquirió ese sentido a partir de compartirlas en el grupo.
En una de las marchas por el aniversario del asesinato de Atahualpa, Lilén definió a Crece con las siguientes palabras: “Es un grupo que buscó transformar todo este dolor en amor y en arte […] Significó todos estos años, por lo menos en nosotros, el transformarnos, de la gente que camina todos los años en las marchas de Ata, conocer más de nuestra población […] Fue reconocimiento de uno, del que tenés al lado, de tu identidad” (comunicación personal, 15 de junio de 2018). En su relato “transformar” remite a más de un sentido: a la frase a través de la que se define Crece desde el pie (transformar el dolor en amor y en arte), a las emociones asociadas al dolor por la violencia que sufrió Atahualpa —que son revividas en las marchas— y también a los cambios en la subjetividad, a los que sintetiza con las palabras “reconocimiento” e “identidad”. La continuidad de las transformaciones en estos planos no fue aleatoria, sino que da cuenta de una articulación entre esas experiencias.
Estas articulaciones de sentidos tienen similitudes con las que Laura Kropff (2008) analizó entre jóvenes mapuche de otras ciudades de Río Negro a principios del siglo XXI. A través de diferenciarse tanto de otros grupos de jóvenes como de otros sectores del movimiento mapuche, esas personas conectaron vivencias como habitantes de las periferias urbanas con la historia de su pueblo y construyeron un posicionamiento propio, condensado en neologismos como “mapurbe” —propuesto inicialmente por David Añiñir Guilitraro—“mapunky” y “mapuheavy”. No casualmente, sus emociones coinciden en términos generales con las expresadas por las personas citadas en este trabajo: bronca, miedo, dolor, “fuerte” (Kropff, 2018).
Taiana explicó que encontrar que tenían historias familiares similares fue posible porque “de alguna manera estábamos en la misma búsqueda” (comunicación personal, 27 de abril de 2016). Esa búsqueda y las historias con las que se habían ido encontrando se expresaron en uno de los trawn (parlamento) en el que comenzaron a formarse como comunidad. Cuando Lilén se presentó vinculó su recorrido personal con la historia de su abuela:
Desde hace unos años empecé a recorrer el camino de reconocerme, con la ayuda y la compañía de los peñi [señalando al resto], y tengo la alegría de que en este tiempo mi hermano me esté acompañando y haya decidido participar en esto. Y es algo muy fuerte porque nosotros tenemos una abuela en Maquinchao, que desde chiquitos nos dábamos cuenta que hablaba la lengua, pero cuando lo hacía no la dejaban, o nos sacaban de ahí, porque tenían miedo, o vergüenza, de que se supiera (comunicación personal, 26 de julio de 2015).
La historia de Lilén y su familia no es un caso aislado, sino que en ese mismo trawn y en otros se fueron compartiendo relatos similares. Emociones como estas son compartidas en distintas prácticas de la memoria del pueblo mapuche, como por ejemplo en los relatos sobre cómo se vivieron las prácticas genocidas de la “Conquista del desierto” y el período posterior de peregrinajes y reestructuración de vínculos, que suelen ser nombrados como “historias tristes” (Delrio y Ramos, 2011). Las emociones marcan muchas veces los tonos de los relatos sobre la historia familiar y también los silencios y las interrupciones en su transmisión. En estos contextos, los sentidos sobre el pasado se transmiten no sólo a través de palabras, sino también mediante actividades —narrar, compartir pewma y obras artísticas—, silencios, prácticas corporales y recuerdos que aparecen como fragmentarios, incompletos o perdidos (ver entre otros Ramos y Rodríguez, 2020).
Tal como ocurre en el poema y el mural sobre Atahualpa —que yuxtaponen el silencio y la violencia ejercida hacia él en tanto individuo y como miembro de un pueblo originario—, en los procesos de transformación mencionados por Lilén, el dolor conectó sus experiencias personales y las memorias familiares. Jimeno (2008) caracteriza a las experiencias dolorosas como interpretaciones en las que se transmiten sentidos compartidos por un grupo y denomina configuración emotiva a las claves de sentido, énfasis y acentos en la historia que un grupo social construye. Las emociones asociadas al dolor y la tristeza son claves para la configuración emotiva que compone marcos interpretativos del pasado compartidos por los colectivos mapuche, además de ser aspectos de las experiencias pasadas que se transmiten en el presente. De acuerdo con Walter Benjamin (2005, 2007) y la relectura que de él hace John Mc Cole (1993), una imagen dialéctica refiere al establecimiento —contingente— de una constelación entre imágenes del pasado y del presente. A través de un índice histórico que señala el contexto al que pertenecen y en el que son legibles las imágenes, ambos momentos se iluminan mutuamente, hacen visibles conexiones que antes no lo eran y crean nuevos sentidos. En el caso analizado, el dolor operó como un índice histórico que orientó las interpretaciones tanto del pasado como del presente, posibilitó vincular representaciones de ambos momentos e iluminó sentidos que no eran legibles previamente.
Años después, Lilén reflexionó sobre el peso y los sentidos del dolor en las experiencias de personas mapuche. Sostuvo entonces: “Todos tenemos historias muy dolorosas, todos la pasamos muy mal, pero también hay que valorar lo bueno, como compartir con tus hermanos, que tu mamá te cuente cuando era chica y vivía en el campo, que tu abuela teja, que vuelva a hablar la lengua” (comunicación personal, 12 de julio de 2018). Poder explicar ese dolor —que ella inicialmente vivió en la escuela, pero que más tarde vinculó con la prohibición hacia su abuela de hablar mapuzungun— como parte de una experiencia colectiva ayudó a sanar y a encontrarle sentidos afirmativos a ser mapuche. Sanar no era olvidar esa emoción sino, por el contrario, darle un sentido histórico compartido como pueblo para a partir de allí recuperar recuerdos, prácticas y vínculos. Su definición de este proceso como “sanar” se vincula con los procesos de constitución como sujetos políticos de quienes han sufrido violencia a través de acciones descriptas como recuperar el habla, dar testimonio, rehabitar, elaborar o resignificar, que según Das (2008) se basan en que la expresión pública de dolor compromete e involucra a quien lo atestigua.
La decisión de organizarse como comunidad fue resultado de un camino transitado en ese proceso de subjetivación orientado por los pewma, los consejos de las personas mayores, la participación en ceremonias y la búsqueda y adopción de la espiritualidad mapuche. En el trawn de formación de la comunidad antes mencionado, Taiana, Inti y Lilén definieron ese momento como parte de un proceso que involucra al pueblo mapuche, pero también como resultado de un proceso personal de “reencontrarse”, “renacer” o “florecer” (comunicación personal, 26 de julio de 2015). Tiempo después, Inti recordó ese momento y su relación con Crece con las siguientes palabras: “Cuando se conforma la comunidad nos da otro espacio, un espacio como más concreto. O sea, no más concreto, sino con unas raíces que venían de hace miles de años. Y para nosotros fue mucho más fácil, porque era empezar a… creo yo ¿no? Analizándolo ahora es como mucho más fácil avanzar teniendo un piso” (comunicación personal, 25 de enero de 2017). Las “raíces” referían no sólo a un anclaje espacial, sino temporal y ancestral, en cuya construcción intervinieron las diferentes temporalidades de las trayectorias que se encontraban: las propias, las de las generaciones mayores en sus familias y las de los ancestros.
En su reflexión, no sólo intervenían las personas allí presentes o aquellas con las que tenían vínculos de filiación biológica, con los que suele asociarse la idea de comunidad desde criterios hegemónicos. Como ha desarrollado Janet Carsten (2007), el concepto de relacionalidad alude a la construcción de vínculos de parentesco y sentidos de pertenencia común que no se basan necesaria ni exclusivamente en la filiación biológica, sino que implican procesos de familiarización desde memorias y experiencias compartidas. La relacionalidad entre integrantes del pueblo mapuche involucra no sólo a personas humanas, sino a los ngen, o fuerzas del territorio, y a los kwifike che, los ancestros, que tampoco son necesariamente aquellos con quienes se comparten vínculos biológicos (ver entre otros Ramos, 2008). Como comentó Inti, la creación de la comunidad no implicó sólo a las personas presentes físicamente en los trawn, sino a los ancestros cuyas historias e intervención en el presente a través de los pewma y las ceremonias le daban un piso histórico y espiritual como pueblo al recrearse en esos términos.
Maurice Halbwachs (2004) sostuvo que se recuerda siempre colectivamente y que crear marcos interpretativos compartidos sobre aquello que se recuerda promueve la formación y fortalecimiento de vínculos grupales. Para quienes integraban Crece desde el pie, la delimitación misma del grupo se vio transformada en la medida en que pasaron a reconocerse como parte de un pueblo con una memoria común, en el contexto de procesos de subjetivación movilizados a partir de la muerte de Atahualpa. Compartir ese proyecto hizo posible recordar historias familiares y enmarcar el dolor y la discriminación sufrida personalmente en un proceso histórico de sometimiento del pueblo mapuche. Sanar colectivamente esas experiencias implicó construir vínculos grupales con otras “raíces” e involucrar a otros actores que se expresaron en la conformación de Waiwen Kürruf.
PALABRAS FINALES: NO HAY REVOLUCIONES TEMPRANAS, CRECEN DESDE EL PIE
Con la frase citada en el título de este trabajo, Taiana resumió la trayectoria recorrida desde el asesinato de Atahualpa a la creación de la comunidad, que en parte he reconstruido aquí. Los relatos de sus integrantes sobre Crece desde el pie dan cuenta de que las actividades que desarrollaron implicaban criticar los discursos hegemónicos que les ubicaban en el lugar de raros. La expresión peyorativa de que lo que hacían eran “cosas de chicos” toma sentido como acción que apuntaba a desarticular su crítica. A partir de crear el grupo no sólo criticaron ese aparato, sino que orientaron una búsqueda sobre quiénes podían ser y qué podían hacer. Esa búsqueda compartida, a la que caractericé como un movimiento de subjetivación, les llevó por diversos caminos vinculados a experiencias previas. Para Inti, Taiana y Lilén, al igual que para otras personas que participaron en Crece, esas experiencias se vincularon con sentidos sobre el pasado transmitidos en sus familias a través de emociones que coincidían con las que les habían llevado a encontrarse entre sí. Como parte de un proceso de sanación descripto como “florecer”, resignificaron esas emociones y articularon relacionalidades con “raíces” que les daban “un piso”. Fue desde esas articulaciones de sentidos que conformaron la comunidad Waiwen Kürruf.
Este recorrido estuvo marcado por la fuerza de ciertos condicionamientos —como la clase, la edad, y en algunos casos la pertenencia étnica, asociada a la racialización— para inscribir experiencias desiguales atravesadas por la violencia. Fue a partir de su crítica que se orientó un movimiento de subjetivación, a través de un trabajo e involucramiento afectivo, y de modos que excedieron a esos procesos de sujeción. Las emociones no constituyeron en este recorrido un dato de color, sino que fueron centrales en cada uno de estos pasos, tanto para comprender como para orientar acciones. Narrar el dolor y las vivencias en torno a las experiencias de violencia fue un aspecto central desde el que constituirse como sujetos políticos y configurar lazos de comunidad. En este caso, las emociones también orientaron la articulación de sentidos de pertenencia y transmisión de memorias como parte del pueblo mapuche.
La frase que da nombre a este apartado no sólo es un verso de la canción de la que tomó el nombre el grupo, sino que en una entrevista se la describió como uno de sus slogans (Medín, 2010). Allí, ante la pregunta por su sentido, Lighuen, hermana de Inti, explicó que las revoluciones tienen que ver “con el cambio que cada uno puede realizar desde el lugar en que vive”. Los cambios que produjeron desde Crece desde el pie fueron vitales para sus protagonistas y también en términos sociales. En la medida en que experiencias de violencia como las que relataron y vincularon con las vividas por familiares y ancestros mapuche sigan siendo definidas hegemónicamente como “naturales”, sanar continúa siendo un camino complejo, crítico y profundamente político.