INTRODUCCIÓN
Mendoza (Cuyo, Argentina) fue considerada una provincia “sin indios” desde el período colonial, dado que la población que habitaba el área bajo control español (norte y centro del actual territorio mendocino) se la consideró como tempranamente incorporada o extinta[1]. Sin embargo, tres décadas atrás, irrumpieron en la escena pública comunidades urbanas y rurales huarpes (Escolar, 2007; Saldi, 2009), pueblo originario sindicado como “típicamente cuyano”, incluso entre quienes sostienen su pasada desaparición. Iniciado el siglo XXI, y desafiando aún más toda previsibilidad, se pronunciaron en el sur provincial (departamentos de Malargüe y San Rafael) comunidades mapuches y pehuenches, esto es, adscriptas a identidades indígenas que fueron asociadas a la Patagonia argentina y la vecina República de Chile en las obras de la etnología clásica y los mapas étnicos que instituyeron (Canals Frau, 1937; Rusconi, 1962; Agüero Blanch, 1971, 2014).
Estos colectivos están formados por familias que viven en zonas rurales y urbanas e integran redes socio-parentales extensas, enlazando territorios de Chile, la provincia de Neuquén, la provincia de La Pampa y el sur de Mendoza. Los grupos institucionalizados se reúnen, a su vez, en espacios supracomunitarios: varias de las comunidades mapuches y mapuche-pehuenches se nuclean en la Organización Identidad Territorial Malalweche (OITM)[2]; otras familias están bajo la órbita de la Asociación Pehuenche y, en años recientes, se han formalizado colectivos indígenas que no adhieren hasta ahora a las organizaciones existentes. Por otro lado, desde 2016, se viene perfilando un proyecto llamado Centro Intercultural Indígena (con personas y comunidades pertenecientes a los pueblos huarpe, mapuche y quechua) concebido como espacio itinerante de encuentro y formación. También hay quienes, si bien reconocen ascendencias y/o memorias indígenas, optan por no integrarse a los grupos conformados. En el marco de sus procesos intra e intercomunitarios, estos sectores indígenas diferencian sus campos de interlocución y los actores con quienes establecen objetivos comunes, acuerdos y confrontaciones.
Cuando las personas que se declaran indígenas y demandan el ejercicio de derechos (como la autodeterminación en sus territorios y la consulta previa e informada) son aquellas vistas por décadas como “criollos” o “puesteros”, las respuestas de áreas estatales, sectores académicos y ciudadanía general oscilan entre la “corrección política” del reconocimiento[3] y el descrédito (asociado a sospechas de “inautenticidad”). En este marco, los gobiernos locales regulan, con reservas, sus gestos públicos frente a las identidades indígenas visibilizadas en sus jurisdicciones. Por ejemplo, la municipalidad de Malargüe declaró de interés la ceremonia Wüñoy Txipantu (Año Nuevo mapuche)[4], celebrada entre el 21 y el 24 de junio; disposición replicada por la Cámara de Diputados provincial. El “multiculturalismo estatal” que anida en estas acciones incide en la producción de la diversidad que promueve (Ayala Rocabado, 2007; Boccara y Ayala, 2011). En consecuencia, se moldea un orden material y representacional que revaloriza la especificidad étnico-cultural, al tiempo que confina la participación política indígena a espacios en los que el Estado renueva sus formas de validación y control (Boccara y Bolados, 2008; Bascopé, 2009; Lenton, 2010).
Como contexto político-institucional de los procesos patrimonializadores a analizar, cabe adelantar que, al comenzar el siglo XXI, el gobierno de Malargüe propuso instrumentar un plan de programas y proyectos ensamblados, Plan Estratégico Malargüe (PEM) 2020[5], dirigido a promover el “desarrollo integral” departamental con eje en la explotación turística. El plan priorizó poner en valor los atractivos naturales (áreas protegidas, lagunas, volcanes) y culturales (fiestas populares, trashumancia, tejidos en telar vertical) de áreas consideradas poco explotadas (el este y oeste). Esta planificación del sector turístico se articuló con una política de incentivo a la inversión de empresas extractivistas (mineras e hidrocarburíferas) y de fomento a las grandes obras de infraestructura (como la represa Portezuelo del Viento sobre el río Grande y el corredor bioceánico)[6]. En este escenario, las comunidades locales advierten que, para incentivar el turismo o la patrimonialización, funcionarios y empresarios describen la cordillera como un ámbito de purezas milenarias; mientras que para justificar el desembarco de consorcios presentan la zona como un desierto estéril, que debe subordinarse a los dictados del mercado mundial de “commodities”[7] (Svampa, 2012, 2016).
En particular, el presente artículo propone abordar dos proyectos inconclusos de patrimonialización[8], impulsados en el período 2010-2015 dentro del PEM 2020. Primero, la candidatura de los campos Llancanelo y Payún Matrú como patrimonio mundial ante la UNESCO y, en segundo lugar, la puesta en valor de un monumento histórico ‒el molino harinero de la primera gran estancia malargüina‒ en articulación con la propuesta de las comunidades mapuches de convertirlo en “espacio de la memoria” de los pueblos indígenas. Interesa poner bajo análisis estos procesos por ser intersección de actores multiescalares, conflictos territoriales de larga data y narrativas históricas cuyos sentidos se entrecruzan y oponen. Metodológicamente, la descripción analítica se desprende del trabajo etnográfico realizado durante mi investigación doctoral (entre 2013 y 2017) acerca del proceso de territorialización y reconstrucción de memorias sociales accionado por grupos mapuches, mapuche-pehuenches y pehuenches en el sur de Mendoza. Si bien, al inicio, las dinámicas suscitadas a raíz de iniciativas patrimoniales no fueron parte de mis indagaciones, el trabajo sostenido con comunidades y organizaciones indígenas, familias rurales no comunalizadas, sectores académicos y áreas gubernamentales me permitió identificar cómo los discursos y prácticas vinculados con lo que la normativa acuña como “patrimonio” (paisajes, recursos, monumentos) protagonizan buena parte de los conflictos en años recientes.
LA PAYUNIA COMO PATRIMONIO MUNDIAL, ¿PARA QUIÉN?
En relación con las políticas ambientales, Malargüe contiene, como parte del sistema provincial de áreas naturales protegidas (ANP) dependiente de la Dirección de Recursos Naturales Renovables (DRNR), zonas de reserva ambiental: Laguna Llancanelo, La Payunia, Castillos de Pincheira y Caverna de las Brujas. En 2010, a instancias de la municipalidad de Malargüe, se impulsó la propuesta de inscribir el bien “Campos Volcánicos Llancanelo y Payún Matrú, Distrito Payunia” en la Lista Indicativa de Argentina para su declaratoria como patrimonio mundial en la categoría de valor “natural” excepcional; inscripción consumada en 2011[9]. El área en cuestión abarca una superficie de 8000 km2 y tiene como núcleo las reservas Laguna Llancanelo y La Payunia. El volcán Payún Matrú, epicentro material y simbólico del lugar, atrajo miradas ajenas desde principios del siglo XIX. Su nombre oficial, según el Instituto Geográfico Nacional (IGN), es Payún Matrú; sin embargo, los antiguos viajeros y actuales pobladores lo llaman “sierras del Payén”.[10] Fue un geólogo quien cambió la denominación Payén por Payún Matrú; dado que esto último significa “barba de chivato” en idioma mapuche (mapuzungun) y el cerro más alto del área emula dicha forma. El sitio demarcado para la candidatura alberga decenas de conos volcánicos de todos los estilos eruptivos, producto de una actividad magmática dilatada y permanente en el tiempo. Según los científicos, la juventud de los últimos episodios volcánicos configuró un paisaje de aspecto lunar, como si las erupciones “hubieran ocurrido ayer” y recién se estuvieran enfriando (Llambías, 2008: 264).
Por decreto N° 1649 del año 2012, el ejecutivo municipal formó el Comité Local de Nominación Payunia Patrimonio Mundial, integrado por: tres representantes del gobierno local (de la Secretaría de Ambiente, Obras y Servicios públicos, del PEM y de la Coordinación de Proyectos Especiales) y tres representantes del gobierno provincial (uno de la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable y dos de la DRNR); todos bajo coordinación del representante del PEM. Dentro de las competencias del comité, destacaron el seguimiento de los informes del equipo científico encargado de la elaboración de un dossier respaldatorio de la nominación y la promoción de talleres participativos para la sensibilización pública. El equipo técnico-científico formado, dirigido por un representante de la Universidad Nacional de Cuyo (UNCu), contó con profesionales de varias disciplinas: geomorfología, geología, antropología, biología, comunicación, cine y fotografía. Dos versiones del dossier fueron presentadas, en 2013 y 2015, ante instancias intermedias nacionales[11] y su remisión a la esfera exterior todavía no fue consumada.
En el plano internacional, a partir de la segunda mitad del siglo XX, el “patrimonio mundial” constituye el estatus asignado por la UNESCO a lugares o creaciones del planeta incluidos en la Lista de Patrimonio Mundial, programa gestionado por un comité de Estados miembros[12], por ser considerados bienes materiales o inmateriales con valor excepcional. Tal como sostienen los análisis críticos, la concepción de patrimonio mundial se encuentra configurada por una lógica moderna occidental en la que las categorías de “totalidad” y “universalidad” devienen centrales (Lazzarato, 2017 citado en Díaz, 2019). De esta manera, el patrimonio mundial actúa como un dispositivo unificador, pues decreta la existencia de un “valor común”, y como repertorio hegemónico de criterios, valores y prácticas en danza con un conjunto de políticas globales que sostienen, material como discursivamente, patrones de apropiación y expropiación de territorios y recursos (Díaz, 2016, 2019).
Por lo antedicho, la conversión de un territorio en patrimonio mundial conlleva la intervención de actores multiescalares con intereses propios; lo que da lugar a un entramado en el que la patrimonialización excede, en muchos sentidos, la noción de “conservación” de la naturaleza (Díaz, 2016). En consecuencia, como propone Cristóbal Gnecco (2019), el proceso patrimonializador bien puede ser etnografiado como un haz de relaciones moldeadas por condiciones estructurales y como una estela de efectos sobre las comunidades locales y sus formas de vida. En las zonas de La Payunia y Llancanelo, no obstante la baja densidad de población, existe un arraigo sociocultural de gran antigüedad. Los puestos familiares están distribuidos en amplias extensiones, según la disponibilidad de agua y campos de pastoreo (Salgán, Peña y Tucker, 2013). La mayoría de los habitantes acopia “agua del tiempo”[13] para el consumo de humanos y animales. En términos organizativos, algunas familias se han integrado en asociaciones y cooperativas en pos de afrontar conjuntamente problemáticas compartidas. Otras, en cambio, transitan el proceso de organización como comunidades mapuches; entre estas últimas, las que habitan dentro del área en cuestión son: Kupan Kupalme, Ranquil Ko, Ñirreco y Salitral de Llancanelo.
En la segunda mitad del año 2013, las actividades de “sensibilización” acerca de los criterios de la nominación internacional –como Payunia en las Escuelas; Apadrinando Volcanes; murales públicos, etc. – fueron orientadas a diversos sectores de la población. En referencia a estas acciones, un puestero del paraje La Matancilla en La Payunia, miembro de una familia que lleva cuatro generaciones viviendo en la zona, interpelaba:
“Escuché una versión por la radio que decía que había que apadrinar volcanes o lugares o cerros. Y yo creo que los padrinos naturales de lo que es La Payunia están, pero totalmente visibles, algo que no es política, no es nada: don G. Moya y doña G. Forquera, por un lado, y la familia Forquera arriba del Payén. Los padrinos están, se puede tomar mate con ellos, se puede comer un asado con ellos” (La Matancilla, diciembre de 2013)[14].
Otra pobladora remarcaba la falta de intercambios: “hay muchos puesteros de acá de la zona que nadie los ha venido a tomar parecer (…) Yo soy nacida y criada acá en la zona y descendiente de pueblos originarios” (Toscales del Payén, diciembre de 2013).[15] En efecto, los pobladores vienen advirtiendo que esta iniciativa no solo podría mantener irresuelto un conjunto de inequidades históricas (ausencia de instituciones estatales, falta de subsidios a la ganadería, incomunicación, etc.), sino más bien profundizarlo:
muchos y sobre todo los jóvenes cuadran el mono y se van con el dolor de no poder trabajar sus campos; pero abemos [sic] personas que no vamos hacer eso y tampoco vamos a permitir que dispongan de nosotros ni de nuestras tierras como mejor les parezca (…) preguntamos por la cultura, porque llegan camionetas se bajan con filmadoras y/o máquinas fotográficas y sin pedir permiso empiezan a filmar (Nota de puesteros de La Payunia presentada al Concejo Deliberante de Malargüe, s/f).
Durante el mismo período, se realizaron talleres participativos en varios parajes rurales –Ranquil Ko, Carapacho, La Matancilla y El Cortaderal– destinados a familias y comunidades indígenas; fueron organizados por guardaparques de la DRNR y técnicos del PEM. Las preocupaciones más severas que los participantes plantearon en esos espacios se centraron, según resultados registrados por los organizadores (Talleres Participativos, 2013), en los siguientes aspectos: a) La inseguridad jurídica sobre los territorios familiares y comunitarios. A pesar de que existen leyes tendientes a regularizar esta problemática histórica[16], la falta de acceso a instrumentos legales genera una amenaza continua para la permanencia en el territorio. En este contexto, la percepción social es que la especulación inmobiliaria existente podría verse agravada a partir de la declaratoria como patrimonio mundial. b) Las economías de servicios, como el turismo, no generan oportunidades para todos. Los pobladores perciben esa explotación como algo ajeno a sus decisiones y que solo beneficia a operadores turísticos de la ciudad de Malargüe u otras regiones. c) El desarrollo de la industria extractivista genera serios pasivos ambientales sin saneamiento. La restauración de picadas, el tratamiento de tierras y lodos contaminados, entre otras, son acciones esenciales pendientes, según visiones locales, para lograr estrategias adecuadas de protección ambiental y control territorial; ante estas urgencias, las empresas petroleras y mineras no son vistas como actores comprometidos. d) El sitio patrimonial se considera una limitación a los usos tradicionales. Existe, de hecho, una problemática persistente en torno a la competencia por recursos y espacio entre la fauna silvestre protegida por la normativa ambiental y el ganado familiar[17].
En estos talleres, las comunidades mapuches, nucleadas en la OITM, instaron a la implementación de las herramientas de consulta indígena disponibles[18] a fin de garantizar los procesos internos de reflexión, deliberación y consenso. Al respecto, el werken (comunicador) de la OITM expresó la importancia de respetar rigurosamente, desde las etapas iniciales, las instancias de diálogo intercultural y la participación indígena en sus propios términos; lo “que no es lo mismo que los talleres informativos”, sostuvo (Ciudad de Malargüe, noviembre de 2014). Estas interpretaciones ponen de relieve la errónea sinonimia entre “participar” y “conceder”, asumida generalmente por los organismos estatales o supraestatales cuando se trata de obtener aval a sus agendas. Como expresa Marcela Díaz (2019) a propósito de la patrimonialización mundial del Qhapac Ñan (Camino Real Incaico), los talleres y acciones de “sensibilización”, en tanto estrategias pedagógicas y prospectivas sobre las comunidades, apuntan a moldear las decisiones sobre cómo manejar recursos propios desde una lógica ajena, amplificando la palabra autorizada (estatal y científica) acerca de lo que es y lo que no es el bien patrimonial.
Como parte del posicionamiento adoptado, las comunidades plasmaron su lectura en el dossier técnico-científico que, entonces, se encontraba en elaboración. Desde la perspectiva que plasmaron, La Payunia es reivindicada como territorio ancestral cuya impronta cultural excede las condiciones materiales de vida:
representa un espacio ceremonial de nuestro Pueblo, nuestros Machi -Autoridad Espiritual- y nuestras Pillancuche -Autoridad Filosófica- utilizaban el lugar para realizar distintos ritos de sanación y fortalecimiento de su mismo Newen -fuerza-; y así consolidar un equilibrio armonioso entre los Che -personas- y nuestra Wall Mapu -Territorio (A.A. V.V., 2013a:5. Cursivas en el original).
En relación al acervo de saberes e identificaciones recreado por la permanencia ininterrumpida, expresan que:
La toponimia es el resultado de la construcción y desarrollo de un conocimiento profundo del territorio (…) Desarrollar la vida cotidiana en este Territorio ha sido el fruto de una relación estrecha con el Wajmapu -Territorio en todas sus dimensiones- y de una relación espiritual con Kimún -conocimientos- y de uso responsable. Este Kimún es espiritual-cultural, empírico (…) como así también este es hoy fuente de derechos. En este sentido el Fvta Payun Mapu Meu [Payunia] fue y es un lugar de observación: de la mapu -Tierra de abajo (a través de la lava, los volcanes)-, de la wente mapu -espacio de la biosfera- y de la wenu mapu -tierra de arriba o cielo (AA.VV., 2013a:6-7. Cursivas en el original).
Frente a las experiencias y significados heterogéneos de quienes habitan el territorio, los agentes estatales esgrimen que la institución de un sitio patrimonial, sustentado por valores vulcanológicos en este caso, ofrece la oportunidad de aunar políticas de distintos niveles en pos de un desarrollo con gestión participativa. Esta retórica se repite en otros contextos, como lo ilustran las palabras de un funcionario municipal de Malargüe quien, al ser consultado por diversas posibilidades de desarrollo territorial, explicó que la clave es dar lugar a los muchos “interesados”:
Apuntamos a lo que dice el Plan Estratégico (…) hemos logrado cosas muy interesantes, que es por ejemplo tener petróleo en Laguna de Llancanelo[19], que es una reserva provincial… y en Payunia también… en las áreas de reserva no se puede, pero en las áreas circundantes (…). También eso a nosotros nos permite porque tenemos una extensión geográfica muy grande (…) nosotros hoy nos permite tener quizás el oeste con lugares muy lindos y que quizás no están alcanzados por los mapeos de los cateos mineros, por ejemplo. Y tenemos como muy marcado, por ejemplo, nuestra zona de agricultura está acá en la parte norte, el petróleo está al sur…digo, y la verdad es que no es que compiten, para nosotros el objetivo es que se complementen (…) están zonificadas [las actividades] diríamos, eso creo que es el ánimo del ordenamiento territorial, zonificar (Cuidad de Malargüe, junio de 2015).
El testimonio condensa nociones que están reificadas en los discursos oficiales sobre desarrollo y sobre patrimonio: por un lado, se plantea como viable la distribución equitativa de oportunidades y recursos para todos; por otro lado, se reconoce la avanzada de empresas extractivas con intereses de rentabilidad y la prioridad que estos agentes con poder inversor representan dentro del plan gubernamental. Asimismo, se postula la segregación espacial de actividades económicas como una “gracia” departamental a aprovechar y como elemento constitutivo de la identidad estatal y ciudadana de Malargüe. En este punto, resuenan los estudios que advierten sobre la proliferación de “nuevos patrimonios”, dentro de modelos de desarrollo y ordenamiento territorial acordes al mercado transnacional, que ensamblan sus principios con los intereses de las industrias extractivas y las grandes obras de infraestructura energética y vial (Jofré, 2019).
Además de desmentir los argumentos “armoniosos”, que ocultan de modo flagrante las desigualdades respecto de lugares y beneficios asignados a los diversos sectores, interesa advertir los sentidos distintivos que se actualizan al momento de (des)marcar los territorios y sus inscripciones en tramas de relaciones históricas. Por un lado, el cuerpo del dossier científico describe una zona prístina, signada por su adversidad natural: “no hay ríos permanentes y el agua es un factor limitante, estos rasgos lo transforman en una región casi deshabitada, por lo cual el paisaje, la flora y la fauna se mantienen sin modificaciones” (AA.VV., 2013b:127). Asimismo, los discursos sociales describen habitantes tan exotizados como el entorno: “esa familia vive en la base del Payún desde 1916… ellos juntan agua del tiempo en los techos y la gente usa las mismas aguadas que los animales… cazan guanacos y choiques, viven muy agreste” (Ciudad de Malargüe, febrero 2016). Por su parte, los miembros de comunidades locales destacan que la exposición a condiciones extremas ‒escasez hídrica, intensas nevadas, lectura de rastros‒ es signo positivamente valorado de “sangre indígena”. Además, las familias marcan afectivamente, como parte de sus memorias reconstruidas[20], que volcanes como el Payún Matrú sirvieron de refugio para los antepasados que huían hacia el oeste ante la avanzada del Ejército argentino de fines del siglo XIX.
En efecto, la demanda de consulta e intervención en las decisiones de manejo de un área como La Payunia y Llancanelo por parte de familias y comunidades no aspira solo al ejercicio de derechos o la reversión de obstáculos estructurales, sino también (especialmente) al reconocimiento del bagaje cognitivo y experiencial con el que la población local concibe sus pautas y ritmos vitales. Como fue visto, los puesteros, incluso sin adscribir a las identidades socio-étnicas disponibles, explican quiénes son y qué hacen en función de un “régimen de representación de la diferencia y la mismidad” (Escobar, 2010:27). Así, todos los habitantes coinciden en signar como valor positivo la autoctonía en rincones de vida que, según lógicas ajenas, se vuelven cotizables. En el caso de los colectivos indígenas, estos epitomizan dicha autoctonía y preexistencia en una fortalecida ancestralidad mapuche. En pocas palabras, la patrimonialización mundial es un dispositivo que pretende trasplantar lugares-tiempos singulares a una matriz globalizante; lo que redunda en una omisión de los múltiples significados que encierran los territorios vividos, como de las relaciones de poder pasadas y contemporáneas que los configuran. Más aún, al considerar que las gestiones de la declaratoria están interrumpidas desde 2016 (en coincidencia con el recambio partidario en la conducción nacional, provincial y municipal), es dable inferir lo infértil de las iniciativas que carecen de sostén en las comunidades sobre las que se imponen.
PATRIMONIO HISTÓRICO NACIONAL: VOCES Y DESENCUENTROS
Los restos materiales son elementos a los que se les confiere, generalmente con mayor intensidad que a las representaciones, el poder de evocar el pasado (Berliner, 2007). Este carácter suele imprimir a la materialidad heredada un tenor de autenticidad; que queda exacerbado cuando voces expertas lo convalidan. Ello implica que los artefactos aumentan sus posibilidades de “memorabilidad” si logran instalarse como hitos en las versiones eruditas u oficiales de la narrativa histórica. En esta sección, busco explorar el campo inestable de consensos y conflictos que se perfila cuando un monumento, acuñado como “patrimonio nacional”, es resignificado por grupos indígenas al ritmo de la restauración de sus propias memorias sobre pasados violentos (en una reflexión más amplia sobre su identidad y su experiencia histórica). Si el patrimonio está, desde su origen, ligado a las construcciones de identidad y soberanía estatales, el proceso suscitado alrededor del molino harinero permite analizar las representaciones, apropiaciones y jerarquizaciones que dialogan y confrontan a partir de la intención municipal de gestionarlo como bien multifuncional en articulación con sujetos políticos largamente invisibilizados, cuyas revisiones públicas del pasado se abren paso con inusitada vitalidad.
En la órbita de la municipalidad de Malargüe funciona, desde 2006, el Centro Regional de Investigación y Desarrollo Cultural (CRIDC), que nuclea varias áreas técnico-profesionales dedicadas a la investigación y protección del patrimonio local. En 2007, comenzaron los trabajos orientados a la puesta en valor de sitios históricos del área urbana de Malargüe con el fin de integrarlos en la oferta turística del departamento. Considerando que ciertos sitios contaban con declaratoria patrimonial (provincial o nacional), se priorizó el abordaje de estos bienes, en particular los edificios que datan de la fundación moderna de la localidad (segunda mitad del siglo XIX). El área que más atención recibió, en esta clave, fue el llamado “Complejo Orteguino” de la estancia Cañada Colorada; compuesto por un casco central, los grandes corrales de piedra, la capilla y el molino (Salgán, Saua y Ovando, 2007). En la década de 1870, una ley provincial de poblamiento concedió al político y militar Rufino Ortega el usufructo de extensos campos, donde erigió el enclave agropecuario más importante de aquel momento. Hacia 1880, Cañada Colorada estaba en auge y, si bien se dedicaba sobre todo a la ganadería, albergó grandes cultivos de alfalfa y trigo; lo que propició la construcción de un molino harinero, hoy “molino histórico”, que abastecía a Malargüe, San Rafael y Chile.
En la interpretación de historiadores locales (Maza, 1991; Vera de Grasso, 1993), la propiedad orteguina fue erigida, provechosamente, en una época en que era clave consolidar el modelo de privatización de la tierra y la territorialidad estatal en el sur provincial. Lo que, en general, las versiones historiográficas han soslayado fue la incorporación masiva de prisioneros indígenas capturados en las campañas militares de la llamada “Conquista del Desierto” (1879-1885) como mano de obra servil en dichos enclaves. Al respecto, en años recientes, los estudios críticos sobre la incorporación forzada de indígenas a las sociedades nacional y provincial (Delrio y Escolar, 2009; Escolar, 2012; Escolar y Saldi, 2018) han puesto de relieve los mecanismos de inserción de los contingentes en contextos socio-económicos ajenos, la (des)marcación étnica de la que fueron objeto y las nuevas relaciones de poder en las que fueron inscriptos. Así es que estos análisis visibilizan cómo las divisiones militares mendocinas trasladaron a la provincia familias indígenas que fueron desmembradas y repartidas en localidades rurales y de la capital. El principal responsable de esta logística fue Ortega y sus propiedades –como las estancias Cañada Colorada en Malargüe, Mosmota en Santa Rosa y Rodeo del Medio en el departamento homónimo– fueron parte de una red de centros de confinamiento y trabajo indígena servil (Escolar, 2012; Escolar y Saldi, 2018).
Ahora bien, en el siglo XX y como objeto de una memoria oficial, el molino harinero originó un derrotero de disposiciones cambiantes según los “climas de época”. En 1962, a pedido de la Comisión Nacional de Museos y de Monumentos y Lugares Históricos (dependiente del Ministerio de Educación y Justicia), se declaró mediante decreto presidencial su carácter de “Monumento Histórico Nacional” por constituir expresión “de la ‘guerra’ que ‘devolvió’ a la civilización ‘inhóspitas’ extensiones del sur argentino” (Decreto N° 8.807. Las comillas me pertenecen). La letra de esta norma sugiere que el edificio fue apropiado como representación de la “avanzada civilizatoria”, estrechamente asociada al proyecto modernizador del país. Es decir, en ella queda plasmada la vinculación entre patrimonialización y celebración de un imaginario nacional moderno. Pocas iniciativas se sucedieron desde entonces hasta que, en la década de 1980, se activaron trámites para la restauración del monumento; lo que generó dictámenes de la Subcomisión de Monumentos y Lugares Históricos del Ministerio de Cultura y Educación a favor de la protección del inmueble y su utilización con fines culturales.
En el año 1995, se inició una primera remodelación; empero, al poco tiempo, el edificio mostró deterioros que dieron paso a una reparación más exhaustiva. Así, ya en la primera década del siglo XXI, comenzó otra etapa de restauración en la que intervino un equipo interdisciplinario compuesto por arquitectos, arqueólogos y habitantes interesados en aportar sus memorias. El evento oficial de inauguración del molino fue el 25 de mayo del año 2012. En años posteriores, varias producciones municipales destacaron que la reapertura del edificio posibilitó reflexionar sobre “un Malargüe diverso, plural e interétnico, compuesto por pueblos originarios, mestizos, criollos, inmigrantes chilenos y toda la diversidad de aquella época” (CRIDC, s/f). Estas representaciones sostenidas por la gestión pública ‒en las que se vislumbra lo que Patricia Ayala Rocabado (2007) refiere como la recuperación del pasado indígena en tanto parte del pasado estatal‒ se alinean con la resonancia adquirida por el proceso de visibilización indígena, en Malargüe como en la provincia de Mendoza; el cual principalmente interpela la imagen de “sociedad blanca y criolla” que instalaron las elites locales. A su vez, varios artículos periodísticos mencionaron la intención de incorporar el monumento al circuito “turístico-histórico-patrimonial” del departamento[21]; lo que quedó evidenciado al montarse en sus instalaciones una exposición de dinosaurios en el 2013 o al planificarse, en los últimos tres años, la creación de un circuito peatonal en torno al molino según una narrativa de los procesos productivos de la vieja estancia y la construcción de un centro de interpretación para visitantes (AA.VV., 2018).
La visión del patrimonio ligada al mercado turístico es característica de los procesos de patrimonialización ‒que conlleva lo que Prats llamó “política de espectacularizacion y comercialización del patrimonio” (2000:128)‒, por lo que suele ser enfatizado en los planes gubernamentales que la gestión patrimonial es una oportunidad de inserción económica para sectores marginados del mercado (Boccara y Ayala, 2011) y una usina de fortalecimiento de una supuesta idiosincrasia local. En resumidas cuentas, la visión municipal vislumbra una variedad de funciones para el bien, cristalizada en la planificación de “muestras temáticas sin uso de los muros, talleres artísticos y culturales, poca cantidad de público en su interior, un lugar para transferencia de conocimientos y como espacio de la memoria de los pueblos originarios” (Diario Los Andes, s/f). No obstante, el desplazamiento desde una política de negación/silencio a una política de reconocimiento/celebración de la diversidad no implica asumir las reivindicaciones en los mismos términos que el activismo indígena las postula; sobre todo cuando las disputas patrimoniales en las que intervienen las comunidades y organizaciones se disocian, deliberadamente o no, de las desigualdades y expoliaciones históricas en las que se inscriben y en las que adquieren su real magnitud.
En su clásico texto, Pierre Nora (2008 [1984]) plantea que los “lugares de memoria” oficialmente instituidos condensan significaciones propias de una política (y un imaginario) nacional que prescribe aquello que debe recordarse. Otros autores también repararon en la memoria objetivada en artefactos culturales como objetos, imágenes, edificios (Halbwachs, 2004 [1925] citado en Ramos, 2011). Nora (2002) también advirtió sobre lo que interpretaba como un cambio en la relación de los Estados nacionales y los grupos sociales con el pasado; fenómeno que asocia a la “aceleración y a la democratización de la historia”. Dicha democratización remite, según el autor, a la emergencia de memorias de grupos para los que la revisión histórica es parte de una afirmación identitaria que involucra la reivindicación de pasados confiscados (Nora, 2002 citado en Mendlovic Pasol, 2014).
Sin duda, la restauración física y apertura de un monumento como el molino reeditan un diálogo social por el significado prevaleciente del artefacto. En un contexto de activismo indígena, en que los pasados confiscados pueden ser públicamente revisados, los edificios conspicuos del origen moderno son reapropiados como soporte de memorias que cuestionan las explicaciones teleológicas y apologéticas de la misión civilizatoria. En este sentido, en octubre de 2012, la OITM presentó un proyecto de ordenanza al Concejo Deliberante de Malargüe, proponiendo la creación del Espacio de la Memoria e Identidad de los Pueblos Originarios en el molino y predio circundante, así como el funcionamiento de una mesa de gestión intercultural para el sitio. Entre sus fundamentos, la pieza establecía:
Que la experiencia histórica en el Molino como en el resto de los sitios que componen el complejo “La Orteguina” (casco principal, corrales, etc.) remite al sometimiento y sufrimiento de ancianos, ancianas, mujeres, hombres, niños y niñas pertenecientes a sociedades preexistentes al Estado nacional ‒en particular al Pueblo Mapuche‒ que, habiendo sido diezmados y privados de su libertad por el accionar de la IV División de Expedición al “Desierto”, fueron incorporados como mano de obra servil en las propiedades de Rufino Ortega y de familias acaudaladas de la ciudad de Mendoza (Proyecto de la OITM, 2012. Comillas en el original).
Asimismo, el Espacio de la Memoria ideado por las comunidades planteaba como objetivos: 1) instalar diálogos y debates para comprender el exterminio y el saqueo sistemático de los territorios indígenas; 2) difundir los derechos indígenas consagrados, promoviendo la participación ciudadana; 3) investigar y recuperar la historia del territorio.[22] Esta iniciativa no alcanzó instrumentación ni aprobación, si bien hasta hoy los representantes indígenas han procurado que no pierda estado parlamentario. Más allá de las decisiones en suspenso, contrasta la multifuncionalidad concebida para el molino por parte de las áreas municipales y el plan presentado por la organización indígena, encaminado al manejo del sitio como exclusivo “espacio de la memoria” para divulgación pedagogía y política de las experiencias de violencia y despojo a él asociadas (es decir, la historia de sometimiento del pueblo mapuche) y para promoción de los derechos indígenas consagrados.
Pues bien, la fijación de sentidos a un monumento supone un afán de definición que entra en conflicto con una narrativa histórica que, para algunos grupos, continúa viva y no puede “sellarse” en interpretaciones o verdades últimas. Esto involucra luchas sociales que, aunque dirimen significados ligados al pasado, suponen sujetos activos en el campo político del presente y comprometidos con proyectos futuros (Jelin y Langland, 2003 en Schindel, 2009). Como fue expuesto, en el molino malargüino se interceptan los vaivenes de la patrimonialización oficial con procesos de memorialización abiertos, en los que grupos alterizados resemantizan su pasado y aspiran a plasmar sus interpretaciones en la arena pública; acciones que generan, a todas luces, incidencias políticas. Podría decirse, con Estela Schindel, que esto distingue las prácticas de memorialización ancladas en cierto sitio de los “lugares de memoria” de Nora. Si en la experiencia europea que este analiza, aquellos se sostienen en tradiciones de memoria medianamente estables; en los países latinoamericanos, la voluntad de consagrar sitios a la memoria colectiva revela un carácter de denuncia imprescriptible y se dirige a influir en políticas públicas concretas (Schindel, 2009:67).
Por último, ahondando en la experiencia intersubjetiva de huellas que iluminan el presente a partir de revelaciones sobre el pasado, adquiere utilidad analítica el concepto de “aura” de Walter Benjamin (2014 [1931]). Para este autor, el aura constituye una trama fugaz, una atmósfera respirable mientras ‒o precisamente porque‒ se desvanece. El modo aurático estampa un encanto que absorbe al observador; de ahí que dote al objeto con un “valor de culto” o una autoridad mistificante. En la materialidad antigua, su aura consiste en la unicidad entre esta y la densidad histórica que parece irradiar; así es que su autenticidad se basa no solo en su testimonio del origen, sino en el rango de contextos por los que ha atravesado. Conversando sobre su participación en una ceremonia comunitaria ocurrida en el molino, una integrante de la comunidad Ranquil Ko compartió un testimonio en el que tiene eco la noción de estampa aurática; evocando su vivencia fugaz, exhortante y, al mismo tiempo, reveladora:
Porque ahí nomás estando en el molino yo sentí que pasaron tantas cosas, que ahora… ahí se hizo la ceremonia, atrás del molino Rufino Ortega, pero es algo como ellos dicen [otros integrantes del pueblo mapuche] y uno lo siente así, porque pasaron muchas cosas ahí con los indios, pensé cuando los tenían ahí y ellos hicieron eso, esas paredes, todo eso lo construyeron ellos, quién sabe... Entonces por ahí uno siente y empieza a entender, como que de años y años una pertenece a esas mismas costumbres, aunque una las hizo sin saber, ni sabía a lo mejor, porque pasó el tiempo, ¿pero por qué las heredamos, de dónde, ¿no? Venían de la misma parte [silencio]. Sino que todo se fue quedando muy, como que calladito un tiempo…y ahora es bueno saber (Ciudad de Malargüe, abril de 2015).
Propuesto como “espacio de la memoria” por la agencia indígena, el molino revela su poder político y simbólico por ser materialidad asociada a una experiencia violenta y traumática (heredada, imaginada, reconstruida), ofreciendo un vínculo con los antepasados que inspiran la movilización del presente. En torno al edificio, la evocación del sufrimiento grupal opera como conciencia de identidad distintiva, aunque con contenidos imprecisos, incluso al punto de que representaciones antes acalladas ‒como la “servidumbre indígena intramuros”‒ sustituyan otras identificaciones menos agraviantes o estigmatizantes. En este devenir, nuevos acentos pasan a ser acogidos y algunos aún permanecen inaudibles.
PALABRAS FINALES
Como sugiere Stuart Hall (2005), solo es preciso el discurrir del tiempo o los reveses de la historia para constatar que los supuestos que rigen las burocracias y prácticas en torno al patrimonio son históricamente específicos y, por ende, sujetos a negociación, revisión e impugnación. Las declaratorias de patrimonios, en el ámbito que sea, constituyen actos de poder; es decir, toda inscripción y/o decisión de manejo emerge de procesos conflictivos ‒cuyas dimensiones son políticas, económicas, culturales‒ preexistentes y posteriores a las acciones patrimonializadoras específicas. En los términos de Mónica Lacarrieu (2013), el patrimonio resulta un campo político desde el cual es posible definir ‒y disputar‒ proyectos, así como administrar ‒e interpelar‒ moralidades, subjetividades y prácticas.
Para la perspectiva estatal y empresarial, la patrimonialización mundial propaga una serie de beneficios, que van desde el reconocimiento externo hasta la reactivación económica, pasando por una combinación redituable de zonas “protegidas” y “sacrificadas” según los intereses del mercado global. Además, dicha clasificación sobreimprime, problemáticamente, una forma de propiedad hegemónica, que trae consigo intervenciones financieras y técnicas, sobre derechos y soberanías de comunidades locales. Es por ello que se ha concebido a la multiplicación de patrimonios mundiales como una “nueva forma de colonización” (Boccara y Ayala, 2011); lo cual concita, como vimos, una gama de resistencias por parte de los afectados. Por su parte, respecto de las lógicas de apropiación del monumento histórico nacional, vale destacar que, para las comunidades mapuches, la perdurabilidad del molino harinero como testimonio (aún transformado) de la violencia estatal perpetrada permite que esta ingrese al mundo de “lo comunicable”, desde marcos de interpretación alternativos y críticos (académicos y militantes).
Recuperar entonces la proposición del patrimonio como horizonte en el que se inscriben luchas sociales (no como cosa o evento con definiciones naturalizadas) habilita un análisis de las relaciones de poder, históricamente configuradas, que están implicadas en la facultad de definir algo como “patrimonio” o de disputar para que ciertas cosas no sean así consagradas (Smith, 2011). Esto es, nos predispone a comprender no solo lo que ha sido recordado, sino también lo que ha sido olvidado y para qué. Como muestran los casos tratados, el patrimonio remite indefectiblemente a procesos de imposición y resistencia en torno a las memorias e identidades que pueden ser públicamente transmitidas, apropiadas o revisadas. De ahí que resulte preciso abordar cualquier proceso patrimonializador en relación con su capacidad de ratificar o trastocar lugares sociales y valores hegemónicamente custodiados.