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Circe de clásicos y modernos

On-line version ISSN 1851-1724

Circe clás. mod.  no.12 Santa Rosa Jan./Dec. 2008

 

La obra literaria en el tiempo

Armando J. Levoratti

[Seminario Mayor de La Plata]

Resumen: Ningún texto es un 'clásico' en el momento de ser publicado por primera vez. A los clásicos los hacen los lectores, con el paso del tiempo y con las lecturas y relecturas que se van sucediendo de una generación a otra. Pero esas lecturas no son producto del azar. Al contrario, hay en los textos que llegan a convertirse en clásicos un misterioso atractivo, que los mantiene más o menos vigentes en las distintas épocas y que les impide sufrir el desgaste de tantos otros textos que no tardan en ser olvidados. Y los lectores no son los receptores pasivos de un discurso inmutable, sino que en cada nueva lectura y en cada nueva circunstancia histórica asignan a los clásicos una significación y un valor leve o profundadamente distintos de los que habían tenido antes.

Palabras clave: Obra literaria; Clásico; Intertextualidad; Contexto.

The literary work in the time

Abstract: No text is a 'classic' when published for the first time. Classics are done by the readers through the passing of time. Though their readings and re-readings ensue from one generation to the another, they are not result of a ramdom selection. On the contrary, the texts which become classics bear a mysterious attraction that keeps them from suffering time's wearing out and being forgoten. Readers are not passive recipients of an immutable discourse. And in every new historic circumstance when a new reading is done, it assigns a significantly or just slightly different value to the classics from the original one they had.

Keywords: Literary work; Classic; Intertextuality; Context.

Un clásico es un libro que las generaciones humanas, urgidas por distintas razones, "leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad"1. Estas obras se preparan durante siglos de experiencias lingüísticas y literarias, de manera que en el momento de la creación se recogen los frutos de una maduración prolongada y compleja. Pero una vez que el texto entra en el dominio público y queda librado al infinito proceso de la lectura, es como si comenzara a crecer, superando así lo que fue en el momento de la creación. Por tanto, la génesis empírica de una obra en el tiempo histórico y en la vida de un autor es el momento más contingente y menos significativo de su duración.
Los historiadores han empezado a comprender el modo de existir ambiguo de las obras literarias. Un texto escrito existe como obra de arte en la medida en que no es un puro objeto de la historia. O dicho más precisamente: en cuanto 'realidad histórica', la obra literaria está ligada a un tiempo determinado (el tiempo de su gestación y de su nacimiento); pero en cuanto 'obra de arte', solo existe como un hecho presente y como tal se ofrece al lector. Si ella invita a ser leída, es porque contiene una sustancia que ha superado exitosamente el desgaste producido por el paso del tiempo; y si hay lectores que la vuelven a leer al cabo de los años o de los siglos, es porque han encontrado -o esperan encontrar- en ella una riqueza que la pátina del tiempo no ha conseguido borrar.
Ninguna obra puede separarse de la realidad viva y, como tal, está sometida a la ley del tiempo irreversible. Siempre queda en ella algo que la liga a su origen, y no es necesario ser un crítico literario para percibir en los textos antiguos -la Ilíada, la Eneida, la Divina Comedia, el Quijote- las huellas que les han impreso los años o los siglos. Sin embargo, la simple existencia de los libros o textos considerados clásicos hace ver que el curso del tiempo no anula el valor de las grandes obras literarias (como, en general, de las obras de arte). Lo que el tiempo hace, simplemente, es someterlas al juicio de las generaciones sucesivas, que las vuelven a consagrar o rebajan el aprecio que se les había tenido en otras épocas. En otro contexto temporal, la obra literaria puede revelar valores antes desconocidos o, por el contrario, mostrar aspectos que ya no sintonizan con la nueva sensibilidad.
Al no existir más que como presente, la obra literaria entabla con sus lectores un diálogo a través de los siglos, diverso cada vez, pero no menos auténtico en cada caso. Diferentes épocas leen la misma obra desde nuevas perspectivas y destacan o aprecian en ella aspectos diversos. Una obra considerada menor en una época determinada podrá ser juzgada fundamental en épocas futuras, o viceversa, un cambio de la sensibilidad estética puede relegar a un plano inferior obras o estilos altamente valorados en otras épocas. (La obra de El Greco constituye un caso típico en el campo de la pintura: tuvo que producirse un importante cambio de perspectiva para que sus cuadros, poco apreciados en algunas épocas, fueran reconocidos más tarde en su justo valor).

El contexto histórico y el 'gran tiempo'

Si no pueden estudiarse las obras literarias fuera de su contexto cultural y de su propio tiempo, tampoco debe encerrarse el fenómeno literario en la sola época de su creación, es decir, en su contemporaneidad. Practicar lo primero sin tener en cuenta lo segundo es el error de los críticos que pretenden explicar la obra literaria por su contexto histórico más cercano, sin tener en cuenta que el encierro dentro de una época no permite comprender la vida de la obra en los siglos siguientes. Las grandes obras rompen los límites de su tiempo, viven en los siglos, en el 'gran tiempo', y a medida que el tiempo transcurre gozan de una vida más plena e intensa que en su propia contemporaneidad. Por eso, el intento de comprender y explicar una obra a partir de las condiciones de una sola época, es decir, a partir de los tiempos más cercanos a la fecha en que fue compuesta, nunca llega a penetrar en su significación más profunda2.
El texto no es una cosa dada: es una relación dialógica y una relación intertextual. Sus confines son evanescentes y en cada nueva relación intertextual el texto resulta ser más o menos 'otro' con respecto a su identidad ya constituida. Solo una reproducción 'mecánica' del texto (es decir, una reproducción que no lo considera como texto, como portador de un sentido que es necesario'comprender') podría dejarlo igual a sí mismo. Pero una relectura, una nueva ejecución, una nueva fruición, y hasta una simple cita, hacen de él un acontecimiento individual único, no repetido ni repetible3.
El texto oral o escrito no tiene confines perfectamente delimitados ni queda definido de una vez por todas. Cada nueva lectura lo lleva fuera de sus propios límites, lo pone en correlación con otros textos, y las relaciones intertextuales en las que llega a encontrarse lo enriquecen constantemente con nuevos sentidos. Así se va constituyendo la especificidad de las grandes obras literarias, más que por el uso singular de los elementos repetibles del código lingüístico al que pertenecen, por la cadena de textos que configuran un determinado espacio literario (espacio formado por textos anteriores, por otros que pertenecen al mismo género discursivo, y por aquellos con los que se encuentra una vez que ha sido producido)4.
El estudio histórico es, desde luego, obligatorio. Pero no abarca la plenitud del fenómeno literario, ni llega a tomar en cuenta los factores que están vinculados con la llamada 'carga de contenido de la forma'. La participación del lector es la vida del objeto literario. La obra renace en cada lectura, y la historia de la literatura tendría que ser no solamente historia de los estilos y de las maneras de escribir, sino también de las maneras de leer. Sin esta participación, el libro está cerrado y no es más que un objeto inerte en el anaquel de una biblioteca5.
En este proceso, ligado inseparablemente al paso del tiempo y a la repercusión de la obra sobre la sensibilidad de distintas épocas, las modificaciones del sentido son incesantes y es posible asistir a una lenta y progresiva metamorfosis. Como un libro no es un ente incomunicado sino el eje de innumerables relaciones posibles, la literatura es un campo plástico, siempre movedizo y siempre presente, donde se producen a cada instante las relaciones más inesperadas y los encuentros más paradójicos.
De esta afirmación, aparentemente trivial, se derivan innumerables consecuencias. El estilo de Kafka, por ejemplo, es inconfundible e individual; pero antes de él hubo otros escritos en los que pueden reconocerse algunos rasgos de su estilo6. La presencia de estas afinidades sutiles y casi secretas nos lleva a preguntar por qué los precursores de Kafka evocan a Kafka sin parecerse entre ellos. Y la respuesta es obvia: porque su único punto de convergencia se halla en la obra que vino después y que hizo ver, 'retrospectivamente', un orden y una serie de relaciones hasta entonces imperceptibles.
Por este motivo se puede afirmar sin paradojas ni exageraciones que cada gran escritor crea en cierta medida a sus propios precursores. Cuando Borges confiesa haber imaginado un determinado argumento "bajo el notorio influjo de Chesterton" y "del consejero áulico Leibniz", revela la existencia de una intertextualidad que no aparece de inmediato al lector desprevenido, pero que resulta 'notoria' al lector perspicaz, sobre todo cuando el mismo autor (como en el caso de Borges) hace notar expresamente el encuentro inusitado que se ha producido en su relato: el del filósofo Leibniz, inventor de la armonía preestablecida, y el de Chesterton, un sutil creador de historias misteriosas, que al principio parecen incluir elementos mágicos o sobrenaturales y que al final se resuelven del modo más natural7.
Al ponerse de manifiesto la continuidad subterránea y la unidad secreta que une a una obra de arte con otra de pensamiento (en el caso anterior, los cuentos fantásticos de Chesterton y los escritos filosóficos de Leibniz), se crea un nuevo 'sincronismo' entre textos literarios alejados en el tiempo y cuya relación había permanecido inadvertida. El trabajo del escritor modifica nuestra percepción del pasado, y hace ver que el tiempo literario es reversible, porque a cada momento, en forma global y simultánea, puede hacerse presente a nuestro espíritu una amplia gama de relaciones entre obras literarias alejadas en el tiempo unas de otras. Por eso se puede recorrer en distintas direcciones el tiempo de los historiadores y el espacio de los geógrafos. Aquí la causa es posterior al efecto, la 'fuente' está después, porque la fuente es en este caso una confluencia de temas o de rasgos estilísticos no producida hasta entonces. En este instante, tanto Leibniz como Borges son contemporáneos nuestros, y contemporáneos unos de otros. Más aún, la influencia de Chesterton sobre Borges no es menor que la de Borges sobre nuestra lectura de Chesterton8.

Un paso previo indispensable: la lectura

Aquí es preciso insistir un poco más en la singular relación que se establece entre la obra y el lector. Sólo la lectura permite actualizar esa pura virtualidad que es el libro fuera del espíritu del lector. Escondido en un archivo o en el anaquel de una biblioteca, el texto escrito es una cosa más, tan muda e inerte como cualquier otro objeto material. Para que adquiera vida es necesario que alguien fije sus ojos en él y capte el sentido de los signos impresos en las páginas del manuscrito o del libro. Sin esa mirada que los actualiza, el contenido y el valor estético de la obra literaria permanecen puramente virtuales. La lectura (es decir, la 'actividad del lector') es el único medio que permite acceder al sentido del texto y convertir en acto lo que era una pura posibilidad creada por el escritor9.
La operación de escribir supone la del lector como su correlato dialéctico. La creación literaria encuentra su conclusión en la lectura, ya que el escritor confía a otro la tarea de completar lo que él no ha hecho más que empezar. Aunque el lector se considere superfluo, en realidad no lo es, porque la lectura es el único espacio en que la obra se afirma y dice lo que tiene que decir. Un texto es en cierta medida comparable a una sinfonía. La entidad de una composición musical no se circunscribe al momento en que es escuchada, ni es reducible a una sola ejecución. Pero aparece solamente bajo la batuta de un director y por la acción conjunta de la orquesta que la ejecuta. De manera semejante, el texto tiene existencia propia en cuanto objeto cultural: es la Ilíada, la Eneida, Hamlet o El Quijote; pero esos textos serán letra muerta hasta tanto no se encuentren con la mirada inteligente del lector que los llama a la vida.
A pesar de su aparente simplicidad, el milagro cotidiano que es la lectura configura una operación en extremo compleja. Entrevemos algo de ese sutil intercambio cuando nuestra atención se detiene sobre el acto de lectura; pero no hacemos más que entreverlo, porque haría falta una anatomía literaria para descubrir la enorme complejidad que encierra el simple acto de leer, y esa anatomía es imposible, por esta simple razón: el análisis del acto de lectura exigiría la vuelta del sujeto sobre sí mismo -es decir, un acto de introspección- y nadie puede observarse a sí mismo mientras lee. La lectura nos aparta del ambiente que nos rodea, nos sumerge de lleno en el texto, y absorbe de tal modo nuestra atención que basta la más mínima distracción para que dejemos de captar el sentido de lo que estamos leyendo. Al hacerlo vivir en cierto modo dentro de la obra, el acto de leer introduce al lector en un dominio que se desvanece a la menor intromisión de una mirada reflexiva. Es imposible, por lo tanto, desdoblar la lectura por una observación introspectiva o por una especie de narración de ella misma, sobre la que se podría volver en cualquier momento.
Entre la obra y el lector se establece toda una serie de relaciones que la palabra 'diálogo' traduce de manera insuficiente. Con nuestra propia sustancia animamos las obras de arte. Esto no quiere decir que las obras en sí mismas sean alteradas. El texto de la Divina Comedia sigue siendo el mismo que salió de la pluma de Dante. Pero hay un trato de las obras con los siglos a través de los lectores, y es deber de la crítica comprender debidamente ese diálogo. Tal investigación no nos permitirá evadirnos de nuestra propia situación: no existe un punto de vista atemporal. Pero si generaciones enteras, desde diversos puntos del horizonte temporal, han visto elevarse ante sí esas obras maestras, no carece de interés saber cómo se les ha leído en las distintas épocas.
De aquí se desprende que es necesario reconstruir la historia de las grandes obras literarias desde una doble perspectiva: no sólo la referente a sus orígenes, sino también la de su destino a través de las edades. Esa historia nos ilustrará, a un mismo tiempo, sobre las obras mismas y sobre las sucesivas generaciones de sus lectores. Por lo tanto, una verdadera historia literaria sería aquella que no se preocupa solamente de los orígenes de la obra sino de sus avatares a través del tiempo (Nisin 1962).
De esta última afirmación se sigue que un gran texto literario, para ser comprendido y apreciado realmente, tiene que ser situado tanto en el 'contexto integral' de su propia cultura como en su 'proyección a través del tiempo'.

El texto en su contexto histórico

En lo que respecta al primer punto, es obvia la necesidad de situar el texto en su contexto inmediato. Como ya hemos visto, cualquier escrito lleva la impronta del tiempo y las circunstancias en que fue redactado. De ahí la necesidad de prestar una cierta atención, aunque sea mínima, al momento histórico de su composición. Sin embargo, no es tarea fácil determinar con exactitud en qué punto se establecen las relaciones de los textos con sus contextos, ni es fácil decir de qué modo habría que analizarlas.
Ante todo, es indudable que las lenguas nacen y viven en el seno de una comunidad humana, y la interacción entre la lengua y la sociedad genera una vasta red de relaciones recíprocas. Sin embargo, el análisis de esas relaciones estaría condenado al fracaso si se buscaran correspondencias unívocas entre una determinada estructura social y la estructura de la lengua hablada por esa sociedad. La razón está en que no hay correspondencia ni de naturaleza ni de estructura entre los elementos constitutivos de la lengua y los elementos constitutivos de la sociedad, ya que los agrupamientos sociales no presentan analogías verdaderamente relevantes con los agrupamientos significantes de la lengua. Por eso, una mismo lengua puede ser hablada por grupos humanos heterogéneos y culturalmente muy diversificados (el uso contemporáneo del inglés es emblemático en este aspecto), sin que los regionalismos más o menos marcados impidan la comunicación entre los grupos diversos.
En tal sentido, la estructura de la lengua posee una permanencia y una identidad más allá de los cambios de la sociedad y está por encima de las diferencias individuales y culturales. De ahí la doble naturaleza, profundamente paradójica, de las distintas lenguas, que son a la vez inmanentes a los individuos y trascendentes a la sociedad.
Con el vocabulario, en cambio, no sucede lo mismo. Las palabras que lo integran nombran los objetos, las ideas y las instituciones que confieren su fisonomía y su carácter propio a una sociedad, y dan por eso mismo testimonio de la forma y de las fases de la organización social. La diversificación constante y creciente de las actividades sociales hace surgir nuevas ideas, nuevos artefactos y nuevos objetos que se incorporan al conjunto de la vida social, y el vocabulario, al enriquecerse con las palabras que designan esos objetos, registra en cierta medida los cambios sociales: algunas palabras dejan de usarse o se vuelven arcaicas; otras modifican su sentido, y otras nuevas se incorporan al léxico a medida que lo exigen el paso del tiempo y las transformaciones de la cultura.
Por este motivo se puede decir que los cambios en las lenguas no constituyen en realidad un problema lingüístico. Las causas últimas de esos cambios radican, más bien, en las fuerzas que condicionan y dirigen el proceso social y cultural. Por ser portavoz de la cultura y de la sociedad la lengua mantiene una conexión indisoluble con el mundo ideológico del hablante o del escritor. Las innovaciones son la consecuencia natural e inevitable de la incorporación de nuevos objetos, de las modificaciones de las clases sociales, de la fluctuación de las opiniones y hábitos de pensamiento, de las creencias y valoraciones que nacen o mueren de acuerdo con los vaivenes de la historia. Nuevos conceptos exigen palabras nuevas, y nuevos hechos modifican el sentido de las palabras antiguas (Malmberg 1981: 237).
Y es algo semejante lo que sucede con las personas. Todo ser humano nace en un determinado 'tiempo histórico'. Desde su nacimiento, el individuo va observando todas esas formas de vida; asimila la mayoría de ellas y repele unas cuantas. De ahí que la cronología no sea una mera denominación extrínseca, sino todo lo contrario: la fecha de una realidad humana es uno de sus atributos más esenciales. Esto trae consigo que la cifra con que se designa la fecha pasa de tener un significado aritmético a convertirse en el nombre y la noción de una realidad histórica. Para el matemático, 1400 es un número más; para el historiador sensible es una fecha pletórica de significados. Cada fecha es el nombre y la abreviatura conceptual de una figura general de la vida, constituida por el repertorio de vigencias y de usos verbales, intelectuales y morales de una sociedad.
No menos significativa es la historicidad de las obras literarias. Aunque pueda decirse que las grandes obras de arte son eternas, es preciso reconocer que la eternidad de las obras maestras es una eternidad en el tiempo. Ninguna obra se libera jamás de la historia; ninguna está despojada de toda referencia a un determinado entorno. De ahí la decisiva importancia que tiene para la exégesis y la crítica literaria (e incluso para la simple lectura) la siguiente observación de M. Bréal (1924: 300):

No se conseguiría representar el pensamiento más simple y elemental si nuestra inteligencia no viniera constantemente en auxilio de la palabra y no remediara por las ideas que saca de su propio fondo la insuficiencia de su intérprete... Hacemos gracia al lenguaje de una multitud de nociones e ideas que él pasa por alto y, en realidad, suplimos lo que creemos que expresa.

Si tan indispensable para la comunicación lingüística es comprender el significado de las palabras como tener en cuenta lo que por sabido se calla, quiere decir que lo formulado expresamente en el texto se sustenta sobre una base más amplia de elementos previos que proceden de la circunstancia. Cuando se trata de un escrito contemporáneo, el lector dispondrá de suficientes puntos de referencia para poder entenderlo desde su propia situación. Pero si entre el texto y el lector se interpone una distancia temporal o cultural más o menos extensa, será necesario cubrir la distancia explicitando los supuestos que han servido de base al escrito sin aparecer en él. Es decir, habrá que situar el texto en una determinada zona de la realidad (en el espacio y en el tiempo) y radicarlo en los supuestos que hicieron posible la comunicación en su contexto original. Todos estos factores son impersonales, porque no se explican desde el texto mismo sino desde su 'mundo', y es ese mundo el que hay que reconstruir de algún modo para que el texto resulte inteligible. Por tal motivo, la fecha y el lugar de composición de un texto (en la medida en que puedan determinarse con cierta precisión) sugieren una enorme cantidad de componentes positivos y negativos, antes de haber leído una sola línea de él.
En resumen: cada obra literaria está dotada de una organización interna y su singularidad se constituye en virtud de las relaciones estructurales de los distintos estratos y elementos semánticos y formales. Pero no por eso constituye un sistema 'totalmente autónomo', cerrado y concluso en sí mismo, cuyos distintos momentos pueden explicarse en función de las dependencias recíprocas sin necesidad de referirse a los orígenes o a las consecuencias de dicho sistema. O para decirlo todo de una vez: la afirmación del 'principio de inmanencia', si bien toma en cuenta un aspecto esencial del texto, es incapaz de abarcar el fenómeno en su totalidad10.

El verdadero alcance de la crítica histórica

Antes de entrar de lleno en el tema propuesto conviene tener presente, para mayor claridad, la necesidad de establecer una distinción entre la 'investigación históricocrítica' y la 'apreciación estimativa'. Ambas pueden ir juntas, y por regla general la interacción resulta enriquecedora. Pero una y otra cumplen funciones distintas, y el análisis de la experiencia estética muestra que en el acceso a la obra literaria (y al arte en general) la función esencial corresponde a la apreciación estimativa. Por importante y útil que sea, la investigación histórica acerca del autor, el ambiente, las influencias y las circunstancias externas que contribuyeron a la composición de la obra cumple una función subordinada.
La información histórica, en efecto, ayuda a apreciar mejor la obra literaria en la medida en que aclara ciertos conceptos vertidos en ella, explica el significado de palabras u objetos que ya no se usan, llama la atención sobre ciertas alusiones más o menos veladas, o interpreta las costumbres y creencias del lugar y la época a que se refiere el texto. Pero ocurre muchas veces que el estudio de esas cuestiones absorbe de tal modo el interés del investigador histórico que pronto se olvida o se pierde de vista lo esencial: que la apreciación de la obra misma es el fin a cuya realización deben someterse, en calidad de medio, los estudios históricos. Más aún, puede suceder incluso que la investigación histórica, perseguida sin otro interés que la investigación en sí misma, se detenga en pormenores y profundice en detalles que guardan poca o ninguna relación con el juicio sobre el valor y el verdadero significado de la obra.
Señalar esta circunstancia no significa menospreciar el mérito y la utilidad de tales estudios, sobre todo cuando se trata de textos antiguos. Pero también es preciso reconocer que la mirada inteligente de un simple lector puede encontrar en una obra literaria, antes de toda pericia y de todo despliegue de erudición, cosas que no prevén las teorías ni los métodos. La investigación erudita puede ser útil, pero no basta para establecer el hecho artístico. La intuición, en tales casos, suple ventajosamente las insuficiencias de la erudición.

La vida de las palabras en el marco social

Tómese, por ejemplo, el caso del libro. Un libro es un objeto material, ocupa un lugar en el espacio, tiene un valor económico y marca con un cierto número de signos su comienzo y su fin. Pero en el libro hay citas de otros textos, unas veces explícitas y otras veces disimuladas o encubiertas; hay también alusiones, evocaciones y reminiscencias, de manera que la obra contenida en el libro forma parte de un conjunto más vasto. Sus márgenes son fluctuantes, más amplios o más estrechos; pero todo texto entabla múltiples relaciones con otros textos y con la cultura en general, de manera que sería impropio decir que esas vinculaciones más o menos perceptibles no pueden ser objeto de estudio y no pueden contribuir a una mejor comprensión del texto.
Además (y aquí se vuelve a encontrar una idea que Bajtín ha expresado repetidamente), el signo verbal no pertenece a una sola persona ni a una sola voz. La vida de las palabras consiste en pasar de boca en boca, de un contexto a otro, de una generación a otra, y en el curso de este trayecto ellas no olvidan el camino recorrido, ni pueden desprenderse por completo de los contextos en los que estuvieron alguna vez. Los miembros de una comunidad lingüística no reciben signos verbales neutros, libres de intenciones y de connotaciones, sino palabras habitadas por las voces de los demás. El niño recoge la palabra de la boca de otros, llena del eco de otras voces, y esa palabra llega a su contexto desde otro contexto, penetrado también de otras intenciones y cargado de otras resonancias.
Por otra parte, es el medio social el que crea las palabras: él las carga de significados, de connotaciones y de valores determinados, y ese mismo ambiente social, en virtud de la presión que ejerce sobre los miembros que lo integran, no cesa de controlar, definir y modificar el comportamiento lingüístico de los hablantes. De ahí que una de las funciones de los estudios literarios consista en descubrir el vínculo estrecho que une a la obra con la historia de la cultura.
Bastarían estas observaciones para mostrar que el ideal de una 'poesía completamente pura' no es más que un concepto límite, o la transposición al plano de las esencias de una forma abstracta que ningún poeta sería capaz de trasladar sin contaminación al plano de la existencia real. Ninguna obra de arte encarna enteramente la esencia del arte; ningún poema puede realizar en forma pura la esencia de la poesía. Las artes son una parte bien delimitada pero no desprendida de la condición humana. Por lo tanto, será siempre vano (a pesar de ciertos logros parciales) el intento de llevar la forma estética pura del plano ideal al plano de la realidad concreta.
En el caso particular de la literatura, la raíz de esta imposibilidad está en el lenguaje, que no puede liberarse de los valores semánticos adheridos a él. De manera semejante, es un mero ideal la apreciación estética pura, y lo será siempre, mientras la lleven a cabo seres humanos que viven en el espacio y en el tiempo.

Notas

1 Definición de Jorge Luis Borges en su ensayo Sobre los clásicos.

2 Las obras literarias, dice Bajtín, han influido siempre en la marcha de la historia. La literatura es una de las potencias primigenias de la historia. Esto es evidente de las grandes civilizaciones (Egipto, Mesopotamia, Grecia, Roma), y lo es también en los pueblos llamados primitivos, gracias a la tradición oral.

3 "Las obras que más nos apasionan -dice Octavio Paz- son aquellas que se transforman indefinidamente; los poemas que amamos son mecanismos de significaciones sucesivas -una arquitectura que sin cesar se deshace y se rehace- un organismo en perpetua rotación... El poema no significa pero engendra significaciones: es el lenguaje en su forma más pura."

4 Cfr., por ejemplo, el famoso comienzo del libro de M. Foucault Las palabras y las cosas: "Este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude, al leerlo, todo lo familiar al pensamiento..."

5 En los tiempos de Montaigne, dice G. Genette, leer era un diálogo, si no igual, por lo menos fraterno; desde Saint-Beuve y Freud, es una operación indiscreta, como la del que escucha sin ser visto, del que mira por el ojo de llave o del que pretende arrancar una confesión por la fuerza. Saint-Beuve puso la totalidad de sus dotes creadoras al servicio de la crítica literaria, que así dejó de ser un oficio de segundo orden para convertirse, gracias a él, en un género literario con plenos derechos. Él no quería ser un cronista sino un escultor; pretendía 'componer' la imagen del autor elegido. Por eso consideraba insuficientes las búsquedas documentales y la capacidad analítica, ya que para lograr la unidad sintética del 'retrato' también eran necesarias la intuición del poeta y el don de 'simpatía'. La crítica, así entendida, iba más allá del texto, hacia la persona del escritor: era una crítica de personalidades, no de libros, lo cual presuponía que el texto no era un fin en sí mismo y que descubrir al autor era más importante que desentrañar un significado. Llevado por esta curiosidad, Saint-Beuve incursionó deliberadamente en el terreno histórico: trató de situar a Lamartine "en la historia del sentimiento religioso" y a La Rochefoucault "en la historia de la lengua y de la literatura clásica", y su nuevo modo de enfocar a Mme. de Sévigné, a La Fontaine, o a Racine ayudó a sacudir el polvo que envolvía a esos viejos clásicos y a devolverles algo de juventud. Los críticos de Saint-Beuve le reprochan, sin embargo, que no siempre alcanzó el anhelado conocimiento objetivo de la personalidad íntima de los autores, ni fue verdaderamente el naturalista de los espíritus que pretendía ser. Las 'lecturas psicoanalíticas', por su parte, cuentan con una base teórica más consistente y abarcan un campo de exploración más extenso. Ya el punto de partida tiene implicaciones críticas: muchos lectores, en efecto, se ciñen al 'yo consciente' y así creen interrogar al 'sujeto'. Pero si en la creación artística actúan los mismos mecanismos que en el sueño (desplazamiento, condensación, dramatización y representación), la creación literaria, lo mismo que las ensoñaciones, tiene un sentido y es la realización de un deseo reprimido inconfeso. Por lo tanto, la interpretación de los sueños (Traumdeutung) puede servir de paradigma a toda interpretación, dado que el sueño es el paradigma de todas las astucias del deseo.

6 Cfr. "Kafka y sus precursores", el ensayo de Jorge Luis Borges incluido en Otras inquisiciones.

7 Ningún artista puede reinventar el arte a partir de la nada absoluta. Por nueva que sea su producción artística, debe tener en cuenta el arte de sus antecesores, aunque más no sea para negarlo. Una cierta ruptura es por supuesto indispensable, porque de lo contrario las obras de arte serían puros reflejos y no alcanzarían a tener vida propia. La mera imitación, el plagio, el bricolage literario o el pastiche (a no ser que se realicen con una determinada finalidad estética, como en el Ulises de James Joyce) son pseudoformas artísticas que ignoran el gesto vivo y libre, el salto a lo desconocido, e incurren fácilmente en la caricatura. Tales obras no han nacido realmente, no se han independizado ni han llegado a tener vida propia. Pero la originalidad a toda costa -la originalidad demasiado ostensible y en cierta medida egoísta- produce casi sin excepción monstruos de vida frágil.

8 De hecho, el aprecio de Borges por la obra de Chesterton produjo un renovado interés por los relatos del gran escritor inglés.

9 Es imposible fijar los ojos sobre una obra literaria como si fuera una simple cosa. Aun antes de leer la primera línea, la decisión de leer a Quevedo o a Verlaine supone ya todo un mundo: un mínimo de información sobre el contenido y la época de sus obras, una orientación hacia ciertos valores ideológicos o literarios, y hasta una cierta complicidad: la obra cuenta con la acogida del lector, que promete entregarse a la acción del texto. Un poema se anima, y hasta se podría decir que 'existe', cada vez que somos capaces de hacerlo revivir 'en acto'. La lectura, obviamente, no extrae el poema de la pura nada; pero lo saca de la 'cuasi nada', del puro posible donde el libro material lo mantiene, en espera de la mirada que lo llame a la vida.

10 El análisis semiótico intenta descubrir los mecanismos que producen el sentido de un texto. El sentido es considerado como un efecto o resultado producido por el juego de relaciones entre los elementos significantes. Al buscar las condiciones internas del significado, su análisis es 'inmanente'. Por lo tanto, la tarea que la semiótica se asigna prescinde de la relación que el texto quiere establecer con un referente externo y no intenta reconstruir la génesis o la historia del mismo. Tampoco interesan directamente al semiólogo el autor del texto, la época en que fue compuesto o las exigencias a las que trató de responder. Acerca del principio de inmanencia en lingüística estructural y en semiótica, véase mi artículo en Revista Bíblica 46 (1984: 79ss.); cfr. también Aichele (1997).

Bibliografía citada

AICHELE, G. (1997). Sign, Text, Scripture. Semiotics and the Bible. Sheffield Academic Press.         [ Links ]

BRÉAL, M. (1924). Mélanges de littérature et de linguistique. París.         [ Links ]

LEVORATTI, A. J. (1984). "Exégesis y análisis semiótico de los textos bíblicos" en Revista Bíblica 46.         [ Links ]

NISIN, A. (1962). La literatura y el lector. Buenos Aires: Editorial Nova.         [ Links ]

MALMBERG, B. (Ed.) (1981). La lengua y el hombre. Introducción a los problemas generales de la lingüística. Madrid: Istmo.         [ Links ]

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