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Información, cultura y sociedad

Print version ISSN 1514-8327On-line version ISSN 1851-1740

Inf. cult. soc.  no.14 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Jan./June 2006

 

Prácticas y representaciones bibliotecarias en la Biblioteca Pública de Buenos Aires: una lectura del libro de "Cargo y data" (1810-1818)*

Library practices and representations in the public library of Buenos Aires: a reading of the book  of  "Cargo y data" (1810-1818)

Alejandro E. Parada

Instituto de Investigaciones Bibliotecológicas, Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Buenos Aires. Puán 480, 4º Piso, oficina 8. C1406CQJ Buenos Aires, Argentina. Correo electrónico: aparada@filo.uba.ar

Resumen: El artículo estudia, brevemente, las prácticas de gestión bibliotecaria en la Biblioteca Pública de Buenos Aires durante el período 1810-1818. El mismo se basa en un documento existente en el Archivo General de la Nación: el "Libro de cargo y data, o de cuenta corriente de los encargados de los gastos de la Biblioteca Pública formado por el Director de ella Dr. Dn. Luis José Chorroarín en el año 1812". Gracias a esta fuente es posible rastrear la administración y los diversos procesos que permitieron administrar a ese importante establecimiento, una de las primeras creaciones de política cultural de la Revolución de Mayo. De este modo, se abordan varios tópicos de particular interés: ingresos y gastos, personal, venta de ejemplares duplicados y deteriorados, encuadernación de obras, adquisición de libros, mantenimiento edilicio, etc. Entre otras conclusiones se señala la importancia de este tipo de documentos administrativos y burocráticos para conocer la variedad de las prácticas bibliotecarias dentro del marco de la Historia de la Bibliotecología en la Argentina.

Palabras clave: Bibliotecas públicas; Usos y prácticas bibliotecarias; Historia de las bibliotecas; Gestión bibliotecaria; Biblioteca Pública de Buenos Aires- 1810-1818;  Historia cultural; Argentina; Siglo XIX.

Abstract: The article briefly studies the library management practices in the Public Library of Buenos Aires from 1810 to 1818. It is based on a document from the General Archive of the Nation: the "Libro de cargo y data, o de cuenta corriente de los encargados de los gastos de la Biblioteca Pública formado por el Director de ella Dr. Dn. Luis José Chorroarín en el año 1812". Thanks to that source it is possible to track the administration and the different processes that allowed to manage that important place, one of the first creations of cultural politics of the Revolution of May. Thus, several subjects of particular interest are seen here: incomes and expenditures; personnel; selling of duplicate or damaged material; bookbinding; book acquisition; building maintenance; etc. Among several conclusions, the relevance of this type of administrative and bureaucratic document is mentioned in order to know the variety of library practices within the framework of the Library Science History in Argentina.

Keywords: Public libraries; Library uses and practices; Library history; Library management; Public Library of Buenos Aires 1810-1818; Cultural history; Argentina; XIX Century.

Artículo recibido: 15-12-05.
Aceptado: 06/04/06

La administración de una biblioteca implica un universo de prácticas y usos inmersos en la cotidianidad. El caso de la Biblioteca Pública de Buenos Aires, en este tópico, es paradigmático. En ella conviven, al menos, dos aspectos determinantes en una gestión bibliotecaria. En primer término el contexto político, cultural y económico que reconocía la necesidad de la Biblioteca Pública como agencia social. En segunda instancia la incidencia de un grupo de individuos, tanto gobernantes como administradores, que pugnaban por la creación e inauguración de un establecimiento de estas características. Finalmente, un aspecto muchas veces amorfo e incontinente: la activa participación de la ciudadanía para su apertura y desarrollo, tal como aconteció con los habitantes de Buenos Aires.
La pregunta que se presenta, casi en forma ineludible, es la siguiente: ¿cómo se administró, en su historia mínima, esta institución pionera en los actos culturales de la Revolución de Mayo? En este caso no se tomará en cuenta su gestación a partir de una elite revolucionaria o de un grupo de intelectuales vinculados al clero, más o menos capacitados. El trabajo tampoco se centrará en los grandes nombres de nuestros inicios bibliotecarios, tales como Mariano Moreno, Saturnino Segurola, ni en su alma mater: el canónigo Luis José de Chorroarín1. Además, por el momento, también dejará a un costado el contexto gregario que impulsó su definitiva apertura, respaldada, entre 1810 y 1815, por una gran cantidad de donaciones.
El propósito de la contribución es, pues, centrarse en un documento burocrático, propio de la microhistoria e inmerso en la cotidianidad de la Biblioteca a principios del siglo XIX: el Libro de cargo y data o de cuenta corriente de los encargados de los gastos de la Biblioteca Pública, formado por el Director de ella Dr. Dn. Luis José Chorroarín en el año de 1812. El manuscrito, en forma de cuaderno, se encuentra en el Archivo General de la Nación y fue organizado por Chorroarín, aunque redactado por varios bibliotecarios, como forma de control de los gastos de la Biblioteca, en donde se detallaban los ingresos y egresos durante los distintos ejercicios anuales2.
El documento, inédito en la mayor parte de su contenido, ya había llamado la atención de varios investigadores, como Ricardo Levene3 y José Luis Trenti Rocamora4. En forma complementaria, recientemente se ha estudiado el proceso del gobierno de la Biblioteca Pública de Buenos Aires durante la gestión de Manuel Moreno, tomando como punto de referencia las "Razones de gastos" de 1824 y 18265. Dentro de la línea de este último aporte, y como continuación del mismo, pero ahora abocado a la década de 1810, el objetivo del presente trabajo consiste en estudiar los usos y las prácticas administrativas de la Biblioteca en sus inicios, en aras de rescatar la vida cotidiana de este organismo desde el punto de vista de la gestión6.
El Libro de cargo y data elaborado por Luis José Chorroarín constituye un conjunto de asientos que tratan, en forma exclusiva, sobre los asuntos que motivaron los ingresos de dinero (cargo) y gastos (data) de la Biblioteca Pública de Buenos Aires durante el período 1810-1818. Lo que reviste un interés particular son las rutinas diarias que dieron sentido y forma al trabajo interno de la Biblioteca. Todo proceso de conducción participa de un doble juego de espejos imbricados: el discurso cuantitativo (la esfera de las cifras asentadas en un libro contable) y el discurso cualitativo (el ámbito de la vida diaria que se esconde bajo los guarismos circunstanciales). Así pues, bajo las consignaciones estrictamente cuantitativas, es posible (y necesario) rescatar las miradas, las actitudes y las representaciones de los hombres que las llevaron a cabo. La pregunta entonces que se plantea es la siguiente: ¿cómo era el acontecer cotidiano de la Biblioteca Pública de Buenos Aires entre los años 1810 y 1818?
Estos aspectos de la cotidianidad, en cuanto a sus características administrativas y vivenciales, se pueden analizar a partir de algunos tópicos que se desprenden del Libro de cargo y data. Ellos son, en líneas generales, los siguientes: mantenimiento edilicio, obtención de insumos, encuadernación, donaciones de dinero, carpintería y mobiliario, gastos menores, compra y venta de libros, ingresos generales, adorno del edificio, personal, entre otros muchos.
Gracias a esta tipología provisional de rubros es posible conocer, aunque sea someramente, la gestión que se llevó a cabo en esa época; un gobierno bibliotecario pautado por las necesidades, las urgencias y el ingente trabajo que implicaba llevar una institución cultural en el momento de las guerras de independencia.
La instrumentalización de la cotidianidad dentro de una entidad contempla, entre otras, una serie de tareas materiales como, por ejemplo, el mantenimiento edilicio y la obtención de insumos para el funcionamiento diario de la Biblioteca. La arquitectura y la corporeidad construida a partir de los elementos de trabajo siempre han pautado el desarrollo de las bibliotecas.
El Libro de cargo y data es una muestra aleccionadora de esta situación. El éxito de una administración, en este caso la de la Biblioteca Pública, en buena medida, dependía de la dinámica de esos elementos en apariencia menores. El estudio detallado de los esfuerzos que debieron dedicar los sucesivos directores a esas labores demuestra, sin duda, el grado de compromiso con el ejercicio de dicha dirección. A ello debe agregarse otro aspecto: la erogación de fondos para el mantenimiento y la compra de insumos no bibliográficos implicaba, en definitiva, una menor adquisición de libros. La realidad de "sostener" a una institución en sus gastos diarios se impone, inequívocamente y en muchas instancias, a sus propios objetivos culturales. Por ello es indispensable esbozar una breve selección de estas "ocupaciones" para tener un panorama de la magnitud de esas tareas muchas veces ocultas o poco conocidas.
El edificio de la Biblioteca Pública estaba ubicado en la llamada "Manzana de las Luces", en la ochava formada por las actuales Moreno y Perú7, donde funcionaría hasta 1901. En dicha casa, luego de varias refacciones, se concretó su inauguración el 16 de marzo de 1812. El estado del edificio, según la documentación existente, siempre fue precario y demandó toda clase de arreglos. Uno de los mayores problemas, además del estado de los techos, fue la falta de cerramientos adecuados. En esta instancia tanto Chorroarín como otros bibliotecarios tuvieron que solucionar la constante falta de vidrios. El primero, ya en víspera de la apertura, tuvo que erogar más de 106 pesos "en pintura, aceite de linaza, aguardiente para barniz, (y) postura de vidrios" y, dos años después, también debió ocuparse de "poner dos vidrios en una puerta y ventana".  Poco después, en el segundo semestre de 1813, el prelado oriental Dámaso Antonio Larrañaga, dio instrucciones para poner "un tablero para una ventana" que carecía del mismo. Finalmente, en este tópico de bibliotecario vidriero, le tocó el turno a Domingo Antonio Zapiola, quien en 1815 y 1816 contrató al "maestro hojalatero Prudencio Gil para la colocación "de tres vidrios que puso en una puerta" y cuatro cristales, "dos grandes, y dos chicos". El problema de los vidrios, que se planteaba con cierta recurrencia, no era ocioso, pues el frío, la humedad y el viento hacían de la Biblioteca un lugar inhóspito y poco agradable, un sitio inapropiado para los lectores.
Otro de los temas recurrente en las necesidades de la institución fue el problema de la reparación y la protección de las obras. Las pautas que definen la encuadernación se encuentran identificadas por dos aspectos aparentemente contradictorios: la necesidad de preservar los libros y su inevitable destrucción por el uso habitual. Los escuetos datos que brinda un encuadernador, al asentar la obra en la cual ha trabajado, a menudo presentan esta duda sin resolución. Puesto que una encuadernación bien puede manifestar el gusto característico del bibliófilo pero, también, en muchas ocasiones, señala al libro que se encuentra deteriorado por su lectura frecuente. Este aspecto es muy importante, ya que dicho oficio, a veces denigrado, puede indicar una práctica de la lectura. Las representaciones culturales de la encuadernación, entonces, no solo se limitan al cuidado tipográfico de carácter estético; en varias oportunidades, además,  presentan al impreso como una corporeidad devastada por su constante manipulación.
En este contexto es difícil suponer en qué momento se protegieron las obras deterioradas de la Biblioteca Pública de Buenos Aires. No obstante, los requerimientos de una persona que "sepa forrar" fueron frecuentes. A lo largo del tiempo, desde 1810 hasta 1817, estas tareas de "cuidado y uso" estuvieron presentes en toda gestión bibliotecaria. Algunos ejemplos ilustran esta actividad. Por ejemplo, en 1810, don José Toribio Martínez, que acaba de donar "el Atlas de Bleau"8, dio "tres onzas de oro" para su "compostura". También la urgencia por encuadernar varios libros llevó a Chorroarín a comprar una importante cantidad "de pieles para forros de libros" por un importe de casi 130 pesos; una suma, sin duda, considerable para la época. Poco después, el propio Chorroarín justifica esa inversión con las "composturas y encuadernaciones" de diversas obras en un monto de alrededor  de 310 pesos. Empero, el arreglo de los libros tenía sus vicisitudes de costos y ganancias, pues en 1813 la dirección de la Biblioteca se vio obligada a vender "6 talifetes negros de los que se compraron para forros de libros". Evidentemente, la encuadernación, en algunos momentos, era una decisión onerosa. Todos los bibliotecarios encargados de la Biblioteca destinaron significativas sumas de dinero para preservar los impresos. Tanto Dámaso Antonio Larrañaga como Domingo Antonio Zapiola giraron fondos para este fin.
Detrás de estas reparaciones bibliográficas es necesario rescatar el nombre de algún encuadernador, tal el caso de uno varias veces citado: don Juan Nepomuceno Álvarez. Este artesano, entre las numerosas diligencias que realizó,  tuvo el honor, casi catalográfico, de encuadernar en pergamino "varios catálogos" de la institución. El "oficio o arte de forrar" nos permite conocer, entonces, la presencia y la realización de los primitivos procesos técnicos en la Biblioteca Pública de Buenos Aires; procesos que en este caso, en forma inequívoca, señalaban a la encuadernación en pergamino como una garantía para el bienestar físico de un cuaderno cuyo destino final era la consulta constante.
Pero la encuadernación requería cierto instrumental básico para su correcta realización. Los usos tipográficos se encuentran pautados por ciertos elementos que definen la identidad material del libro. En este caso, la identificación topográfica en el estante estaba dada por la necesidad de la Biblioteca de comprar "dos instrumentos para dorar las pastas y rótulos de los libros" (1813).
Indudablemente, el espacio en el cual se posiciona la encuadernación posibilita nuevas y múltiples relecturas. Muchas preguntas, propias de este tópico, aún carecen de respuesta. Por ejemplo, ¿por qué se encuadernaban ciertas obras y no otras?, ¿en qué momento se decidía su protección?; y una interrogante todavía más relevante: ¿la encuadernación señalaba un libro deteriorado por su frecuente empleo o, por el contrario, indicaba un impreso valioso que debía ser conservado y restringido en su manipulación posterior? Varios verbos definen, pues, el contexto de la encuadernación como acto y como práctica: embellecer, preservar, usar e identificar. Un conjunto de representaciones y modalidades bibliotecarias que fueron usuales en la Biblioteca Pública de Buenos Aires.
Por otra parte, las donaciones destinadas a la Biblioteca, tal como lo reflejan los documentos de la época (La Gaceta de Buenos Aires y el Libro de donaciones de la Biblioteca) fueron de dos tipos: a) legados de libros y otros impresos, y b) donaciones de dinero (aportes pecuniarios). El tema del apoyo ciudadano y popular no es un asunto menor. Las bibliotecas, a lo largo de su historia, siempre constituyeron el reflejo de las sociedades que les dieron su impronta en esa circunstancia histórica; además, todo proceso de desarrollo bibliotecario también reproduce el estado de la tecnología y de los medios de producción de una época.
La inauguración de la Biblioteca Pública de Buenos Aires no constituyó el establecimiento de una agencia social por medio de una súbita generación espontánea. La participación popular en el incremento de sus fondos impresos respondió a un largo anhelo de los ciudadanos, cuyas raíces se encuentran en el movimiento en pro de las bibliotecas públicas iniciado en Inglaterra y en Estados Unidos (Nueva Inglaterra) en el siglo XVII y XVIII y posteriormente fortalecido e impulsado por la Revolución Francesa9. A todo esto deben agregarse numerosos antecedentes locales, como el legado de la "librería" de Azamor y Ramírez para su uso público catedralicio10 y la donación de Prieto y Pulido para la apertura de una biblioteca pública conventual en el Convento de la Merced en Buenos Aires11.
Dentro de este contexto informativo, dejando de lado el estudio social y económico de las personas que brindaron distintas cantidades de dinero y que aparecen mencionadas en La Gaceta de Buenos Aires, el Libro de cargo y data nos brinda la posibilidad de conocer algunos de los legados pecuniarios, tanto en la identificación de sus donantes como en el monto de sus erogaciones.  Un breve detalle de estas contribuciones se esboza a continuación. En el año de 1811 se registraron las donaciones siguientes: Francisco de Molina ($206), José Juan Larramendi ($103), Julián de Gregorio Espinosa ($19); durante el período 1812-1813: el obispo de Buenos Aires Benito Lué y Riega ($1.030), Nicolás Anchorena ($51), el presbítero Mateo Blanco ($12), etc. Es importante destacar el compromiso de los distintos bibliotecarios de la institución, pues en numerosas ocasiones donaron parte o la totalidad de sus sueldos, tales los casos de Luis José Chorroarín, Saturnino Segurola y Dámaso Antonio Larrañaga.
El Colegio de San Carlos, siempre a instancias de Chorroarín, donó más de mil pesos para la adquisición de libros en Londres por intermedio de Manuel de Aguirre, resaltando la importancia decisiva de este organismo de enseñanza en el desarrollo de la Biblioteca. Finalmente, un ejemplo de compromiso ciudadano, síntesis del espíritu de participación gregaria que acompañó la decisión de la Primera Junta de fundar una Biblioteca: el conmovedor "donativo que hicieron los vecinos del Arroyo de la China" que remitieron, tal como lo asienta el bibliotecario Larrañaga en 1814, luego de una colecta en esa localidad, la nada desdeñable suma de 223 pesos con 7 ½ reales.
La participación del pueblo, pues, fue determinante para la apertura de la Biblioteca Pública de Buenos Aires en marzo de 1812. Sin su activa participación, el proyecto hubiera tenido muchas posibilidades de fracasar o de languidecer. Es por ello que el Primer Triunvirato decidió su inmediata apertura, ya que se había transformado, de hecho, en un reclamo generalizado de la sociedad.
Pero las prácticas de la lectura no solo las construyen los lectores. El juego de los espacios, las variaciones arquitectónicas y la elección-disposición del mobiliario también definen las distintas representaciones del mundo impreso. El ámbito de una lectura compartida con otros en voz alta, no es el mismo lugar que se elige para una lectura retirada, íntima y silenciosa. Leer un libro con finalidades de estudio o de investigación, no se parece a leer un texto con intencionalidades recreativas o de entretenimiento. De igual modo sucede con la indumentaria personal, con los muebles destinados para la Biblioteca, y con las posiciones corporales que se adoptan frente a un impreso: son elementos íntimos o formales (muchas veces institucionales) que acompañan a las distintas formas de apropiarse de la cultura tipográfica.
La construcción o la elección de "una casa de lectura", pues una biblioteca fenomenológicamente no es otra cosa, constituye una decisión que forma parte del acto de leer. Asimismo, su moblaje y la disposición de las salas, tanto como su acceso y ubicación en un centro urbano, son elementos que se forjan "adheridos" a la lectura; una acción intelectiva que no es pura abstracción en su totalidad, sino la confluencia dinámica de numerosas y complejas instancias: distribución espacial, presencia o ausencia de luminosidad, plasticidad ergonómica, sentido y peso arquitectónico, ceñimiento u holgura de la indumentaria, acomodamiento y "la impostura" del cuerpo en los muebles, etcétera.
Ante este conjunto de variables, ¿cómo se construyó, entonces, esta "morada de la lectura" denominada Biblioteca Pública de Buenos Aires? La elección del edificio fue, en un principio, azarosa. La urgencia de la Primera Junta, que veía a esta agencia como una realización cultural de la Revolución, le llevó a tomar  el edificio que "ocupaba Da. Francisco Fermosel y Ballester", tal como lo informó el administrador interino de Temporalidades12. Empero, estos ambientes no fueron suficientes; poco después, la flamante institución se extendió a "la pieza que hace esquina en los altos de ese Temporal de Cuentas para darle indispensable extensión a la Biblioteca Pública que se ha situado contigua"13.
Las salas de estos edificios "capturados" para la lectura se fueron llenando, sucesivamente, de estanterías y de libros, todo ello pautado por el impulso de las numerosas donaciones populares. Si bien la necesidad de una Biblioteca Pública ya conocía numerosos antecedentes en Buenos Aires y su progresiva maduración venía de larga data, su concreción e inauguración, en el bienio 1810-1812, fue vertiginosa y planificada según las circunstancias y los avatares del momento. En cierto sentido fue una Biblioteca signada por ese exclusivo y frenético presente, destinada a morar y a hacerse en las urgencias de la falta de tiempo.  Su arquitectura, los estantes, las salas, las mesas de lectura, sus muebles, los beneficios y las restricciones de su Reglamento14, las sillas, el personal, los libros y sus lectores, respondieron a esta súbita demanda de construir un espacio de cultura ciudadana y democrática.
No obstante, su historia inaugural es apasionante y su conocimiento detallado un legado bibliotecario. Así pues, luego del edificio y del acervo bibliográfico se imponían, al menos, tres rubros fundamentales: las estanterías, las sillas, y los instrumentos propios de la escritura. La madera, en esta primera etapa de configuración material, a través de la carpintería, fue la actividad que le dio forma "topográfica" al libro. Gracias al Libro de cargo y data es posible seguir esta verdadera aventura de ebanistería en la Biblioteca. No se trataba de una tarea menor. La Junta de Mayo, en el famoso artículo titulado "Educación"15, atribuido a Mariano Moreno, había sostenido que era necesaria una suscripción "para los gastos de estantes y demás costos inevitables".  Por lo tanto, una de las prioridades más relevantes, posiblemente debido al valor de la madera, era el conjunto de las estanterías, es decir, el soporte y el contenedor material-visual del libro.
La carpintería se transformó en uno de los emprendimientos de mayor importancia durante los primeros años de la Biblioteca. Resulta imposible detallar la totalidad de esas actividades. Por ejemplo, el año 1810 se consagró, casi exclusivamente, a  dotar de estanterías al establecimiento. En esa fecha Saturnino Segurola libró varios centenares de pesos a  favor de Julián Gaistarro, quien suministró una gran cantidad de maderas. Al mismo tiempo contrató a Juan Vicente García para la confección de la mayor parte de los anaqueles. Las "tablas", en la mayoría de los casos, eran las denominadas pino "del Brasil" y, en algunas ocasiones, las maderas se utilizaban para la confección "de tiradores para cajones de estantes".
El universo de la madera, un mundo cercano y propio del libro, también estaba presente en otros aspectos de la Biblioteca. La gran cantidad de volúmenes que ya cubrían literalmente las paredes de las distintas salas, al poco tiempo, necesitaron de escaleras para llegar a ellos. En una oportunidad, Zapiola debió apelar a los servicios de García para la confección de "una escalera de manos", pues los impresos necesitaban ser ubicados en lugares de difícil acceso. En otros momentos, como en 1815, cuando se inauguró una nueva pieza, fue necesario recurrir al mismo carpintero para realizar una "escalera nueva para la pieza (primera)". En algunos casos los anaqueles no podían soportar el peso de los libros y, en 1813, el bibliotecario Larrañaga tuvo que solicitar "la compostura de (varios) estantes" .
La acumulación de tablas para la realización de muebles, en ciertos momentos, fue mayor que las necesidades de la Biblioteca y sirvió, en último caso, como forma de pago para hacer frente a otros gastos. Tal es el caso de lo que le sucedió a Chorroarín en 1811, cuando tomó la decisión de vender "doce varras (sic) de tablas de cedro entregadas al carpintero Chanteyro en pago de la mayor parte del valor de tres mesas de cedro". La presencia de un nutrido mobiliario debido tanto a las compras como a los legados fue, indudablemente, una fuente extra de ingresos, como "el importe de seis sillas inglesas sobrantes, vendidas a Rafael Saavedra", a ochos pesos cada una. La importancia de la carpintería, tal como se ha observado, estaba a la par de la adquisición de materiales bibliográficos. Una prueba de ello fue la extraordinaria cifra de más de 2.000 pesos que tuvo que desembolsar Chorroarín solo en "pagos de carpintería". En este punto la contratación de la mano de obra era fundamental, puesto que en 1811 Julián de Gregorio Espinosa donó "una onza de oro" ($19, 2 reales) con el fin de concretar "la oferta que tenía hecha de costear el trabajo de un oficial carpintero por quince días".
El ámbito de la carpintería y de los anaqueles constituye un universo relacionado con los libros y, a veces, poco o nada tenido en cuenta. Una obra sólo existe en tanto su facultad de ser usada. La capacidad de manipulación, la mano como un elemento entrañable de la lectura, forma parte del mundo tipográfico. Las obras, en una biblioteca en construcción, dependen, en última instancia, de su ubicación física sobre la madera de un estante. La carpintería y el "topos" de los anaqueles, en sentido lato, construyen al lector y le dan sentido existencial. La Biblioteca Pública de Buenos Aires construyó su edificio en torno al libro y a su necesidad de estanterías. Le dio forma de madera a la manipulación práctica del acto de tomar una obra desde el soporte de una tabla o tirante. Circunscribir la sala que albergaba a los impresos por un coto rectangular de anaqueles era, inequívocamente, una forma de forjar el amparo que genera el acto de leer. El Libro de cargo y data, en apariencia un mero registro contable, nos recuerda y patentiza el hecho de que toda Biblioteca conlleva un mundo de corporeidades, una danza de objetos que se presentan como estanterías, sillas,  mesas y, al parecer, como edificios inspirados o conquistados para ejercer la lectura.
Otro ejemplo de real interés lo constituye el "adorno" del edificio. La Biblioteca como morada de la lectura no solo se instala a "modo de texto" para ser leído y apropiado por los lectores, sino que también debe seducir a sus usuarios y participar del protocolo oficial. En este tópico es necesario recordar que la creación de la Biblioteca fue uno de los primeros actos de la Revolución de Mayo; es decir, un hecho de política cultural revolucionaria y, como tal, en los años sucesivos (aunque luego la institución declinó) constituyó un lugar donde se ejercía y mostraba la dignidad de su existencia como casa de la cultura. El bibliotecario Dámaso Antonio Larrañaga, conciente de esta situación, durante el año 1814 puso especial cuidado en adornar la casa "en los días de iluminación", esto es, en aquellas jornadas tanto civiles y militares o acaso en otras instancias, en las cuales se conmemoraba una fiesta patria. Es así como no dudó en erogar las siguientes cantidades de dinero: alrededor de 28 pesos en "veinte y dos faroles para los balcones, "un farol para la escalera principal" ($4) y, finalmente, "un adorno para la puerta principal en los días de iluminación" ($16).
La Biblioteca era un ámbito que merecía ser mostrado en toda su dignidad como un logro del pueblo y de las autoridades. En este punto, al parecer banal, se manifestaron aspectos ocultos del desarrollo bibliotecario en nuestro país: la Biblioteca no sólo debía ser un lugar para la lectura pública, sino además el centro donde el poder político había logrado concretar una realización cultural.
Sin embargo, la infraestructura de la Biblioteca Pública de Buenos Aires, concebida también como museo y gabinete, requería una serie de insumos para su correcta actividad. Aunque muchos de estos elementos son objetos "menores", su existencia nos señala el funcionamiento del establecimiento en la cotidianidad. El universo de los libros, tal como se ha observado, constituye la razón de ser de toda Biblioteca. Los materiales impresos se conforman e identifican por su íntima relación con las cosas que los rodean y les dan su último sentido. La estructura bibliotecaria posee, según la época y las técnicas imperantes en un período determinado, su propia idiosincrasia "en relación con" una gran cantidad de componentes.
A modo de ejemplo ilustrativo mencionaremos algunos de esos elementos propios de la vida diaria, tales como las llaves de la institución, el reloj que determinaba el tiempo de la lectura, los polvos para salvar la tinta, las escobas, los estuches matemáticos, los redondeles, las resmas y, casi inesperadamente, una cuchilla para los pies. Los lectores, aunque parezca poco común, suelen estar inmersos en la materialidad de los objetos que cosifican y coadyuvan a la lectura. En primer término un conjunto de utensilios característicos de muchas bibliotecas públicas del siglo XIX, tal como lo puntualizaba un artículo del Reglamento provisional para el régimen económico de la Biblioteca Pública (1812), que establecía las pautas inequívocas acerca del "concurrente" (usuario) y sus vínculos con objetos de la escritura.

"Habran en la Biblioteca mesas y asientos á proporcion del numero y capacidad de las piezas, algunos atriles, tinteros y salvaderas, reglas (,) plumas y dos estuches mathematicos: se mantendra todo con aseo y limpieza, y los concurrentes seran atendidos con prontitud y agrado. La Biblioteca ministrara tinta y arenilla (,) plumas, y los art.os expresados en el art.o anterior á los q.e quieran hacer algunos extractos ó apuntes; pero no papel, pues debera traerlo el q.e tenga necesidad de el"16.

El párrafo anterior señala un aspecto filosófico de particular interés: la biblioteca, al unir la lectura con la escritura, pugnaba por una finalidad pragmática. La gestión bibliotecaria, las autoridades y los ciudadanos, sin bien no descartaban la lectura de esparcimiento, en toda ocasión y, por los medios de comunicación existentes (bandos, periódicos, correspondencia, reglamentos internos), no dejaban de manifestar que el nuevo establecimiento estaba destinado a ser un centro educativo para la ilustración pública. Vale decir que la Biblioteca tuvo un nuevo impulso con el Iluminismo y, como tal, su finalidad era, sin duda, práctica y utilitaria. De ahí que la lectura estuviera imbricada con la escritura y sus prácticas materiales. Los concurrentes, entonces, requerían de varios elementos para llevar a cabo lo que "se esperaba de ellos": una lectura que demandaba e imponía atriles, tinteros, reglas, salvaderas, plumas, etc.
Dos ejemplos de esta temática, elegidos al azar, son los siguientes: la compra, por iniciativa de Dámaso Antonio Larrañaga, de una gran cantidad "de polvos para tinta" y, poco después, en 1815, la adquisición del bibliotecario Zapiola, por un importe de quince pesos, "de dos estuches matemáticos". El papel, que siempre tuvo un alto costo, era un asunto del cual se desligaba la institución: debía ser aportado por los lectores.
La Biblioteca, además, necesitaba de mantenimiento y limpieza general. Son elocuentes las crónicas sobre el estado calamitoso, debido al barro y a las aguas servidas, de las calles porteñas de ese entonces. Los lectores, en muchas oportunidades, arribaban al edificio impregnados por varias capas de barro en sus zapatos, por lo tanto, el industrioso Zapiola, no vaciló en solicitarle al maestro carpintero Juan Vicente García, una serie de "composturas" y, entre ellas, la infaltable "cuchilla para los pies" empotrada, al parecer, en el suelo del zaguán que daba entrada a la Biblioteca, demostrando así las insólitas asociaciones inesperadas que se presentan en la gestión de una biblioteca. A todo esto debe agregarse el polvo llevado por los vientos rioplatenses y por las constantes  refacciones del edificio, por lo que las escobas se transformaban en elementos indispensables. También a Zapiola le tocó la tarea de obtener "cuatro escobas" a dos reales y medio cada una, y asignar el salario de la persona "que barría la escalera" de entrada a la institución.
Durante la administración de Zapiola debieron atenderse otros problemas inherentes al buen funcionamiento de la casa. En primera instancia su seguridad, pues debido a una noticia del Libro de cargo y data sabemos que el portero Juan Carreto (también tuvo el cargo de "dependiente"), hacia 1816, era el responsable del cuidado del establecimiento, ya que al parecer vivía en el edificio y estaba encargado de su apertura y cierre al finalizar la jornada, pues se le abonaron dos pesos "por dos llaves que mandó hacer para la casa, y las dejó al mudarse de ella". Dentro de este pequeño muestreo de la Biblioteca en su cotidianidad, se presenta el instrumento que pautaba el curso horario: el reloj. En 1815, a poco de inaugurada la Biblioteca, dejó de funcionar y se debió apelar a los auxilios del relojero Carlos Saules para su urgente "compostura", arreglo que demandó una erogación de 17 pesos.
El Libro de cargo y data es especialmente rico tanto en la compra como en la venta de libros. El contexto en el cual se gestó la Biblioteca, en el lapso que media entre 1810 y 1812, fue tumultuoso y heterogéneo desde el punto de vista bibliográfico. El 16 de marzo de 1812, fecha de su inauguración, la institución contaba con numerosos duplicados. La presencia de ejemplares repetidos señalaba, en un primer momento, la gran cantidad de títulos que se recibieron en forma indiscriminada; y en segunda instancia, el desorden de las adquisiciones. Este tema no es un tópico menor. Los sucesivos bibliotecarios debieron enfrentarse a dos problemas muy serios: a) la ausencia de títulos importantes, b) la abundancia de libros duplicados. La solución parcial fue incorporar el producto de la venta de los libros repetidos al exiguo presupuesto, como modo de paliar la falta de ciertos títulos. Aunque el Gobierno  libró significativos montos para adquirir obras en el extranjero, tanto en Londres como en Río de Janeiro, la venta de títulos repetidos constituyó uno de los avales más importantes para mantener los gastos generales de la casa y, eventualmente, como medio para obtener nuevos libros. De modo que una de las políticas principales de la Biblioteca para colmar ciertas lagunas de la colección fue, sin duda, la organización de la venta de sus recursos impresos.
En el marco provisional del presente artículo sólo se seleccionarán unos pocos aspectos de la compra de materiales bibliográficos. Algunos de los proveedores, intermediarios y particulares de los libros adquiridos por la Biblioteca, muchos de ellos libreros, fueron: Ventura Marcó, José de Aguirre, Antonio Cándido Ferreyra, Sebastián Lezica, Ramón Vieytes, Juan Fernández, Santiago Mauricio, Saturnino Segurola, Melchor Olivera, Manuel Mota, Antonio Barros, Miguel O'Gorman, Diego Barros, Antonio Paderne, Manuel Carranza, Felipe Arana, Pedro Capdevila, Fray José Mariano del Castillo, Pablo Ortiz, Agustín Real de Azúa, R. Staples, etcétera. Lo cual demuestra, no obstante la poca disponibilidad de recursos, la inversión, en varios miles de pesos, que tuvieron a su disposición, sobre todo entre 1810 y 1812, los distintos directores y bibliotecarios de la Biblioteca Publica para la adquisición de libros.
Pero las preocupaciones de los administradores en pos de las adquisiciones bibliográficas se extendieron también a otros sectores sociales, aparentemente, poco conocidos en cuanto a sus vínculos con la cultura impresa. Dentro de la abrumadora participación masculina que ofrecía sus libros en venta a la incipiente Biblioteca, los estudios relacionados con el género poseen un caso de real interés en cuanto a la posesión de libros en el ámbito femenino. Un ejemplo de ello ocurrió en 1816 cuando doña María del Carmen Carreño vendió a la Biblioteca la "Enciclopedia Británica", nada menos que en cien pesos. Esta transacción comercial señala, al menos, dos aspectos: la existencia de una mujer propietaria (y lectora) de una notable obra de referencia, y b) su habilidad para lucrar, y obtener una suculenta suma, con la venta de la misma.
Es oportuno observar que los negocios bibliotecarios no sólo eran iniciativas externas. También dentro de la Biblioteca era posible lucrar en un marco de honestidad. En este tópico el portero Juan Carreto fue muy activo, pues en varias ocasiones se las ingenió para vender varios ejemplares a la propia Biblioteca. En 1815, como un caso ilustrativo de estas operaciones, el bibliotecario Zapiola asentó en su libro de gastos: "pagados al portero ... Carreto por un tomo, cuyo título es New Mercantile Spanish Grammar"17, la suma de  un peso con dos reales.
Por otra parte, la venta de obras duplicadas significó para la Biblioteca una importante e invalorable fuente de ingresos. El monto del dinero obtenido es elocuente; así en 1812 totalizaron 1.058 pesos y en 1813 alrededor de 1.400; cifras que se repitieron o se superaron en otros ejercicios. Una idea de la magnitud de estos montos nos la brinda el hecho de que el Gobierno había entregado a Saturnino Segurola, para los gastos generales del establecimiento en 1810, la suma de $ 2.315, 4 reales: "treinta y quatro onzas de oro recibidos de Juan Manuel Luca"; y que las partidas que recibiera en 1811 Luis José Chorroarín sumaban aproximadamente 3.240 pesos. En definitiva, la venta de los ejemplares repetidos implicaba alrededor del 50% de la partida oficial destinada a la Biblioteca.
Pero las páginas del Libro de cargo y data incluyen otros datos interesantes relacionados con las obras duplicadas. A través de ellas es posible identificar aquellos títulos que, al parecer, se encontraban difundidos, tal es el caso de la Teología moral de Alfonso María de Ligorio (en $5,4 reales) y "de una obra de Fr. Luis de Granada" ($9), ambas vendidas en 1810 y presentes en varias bibliotecas particulares durante el período hispánico.
Un ejemplo de la riqueza temática que ofrece este aspecto lo constituye el destino final de algunas obras. En ciertas ocasiones el deterioro de los libros hacía imposible su venta. Entonces la Biblioteca, antes de perderlos definitivamente sin ganancia alguna, se convertía en una especie de biblioclasta forzada. En 1810, sin duda ante la imposibilidad de su colocación en el mercado, la Biblioteca obtuvo  17 pesos por "unos libros viejos vendidos (como) cartuchos" para envolver paquetes en el comercio porteño. Luego, al año siguiente, gracias a un escueto asiento consignado por Chorroarín, sabemos que algunos de los libros que había donado el Colegio de San Carlos para el acervo bibliográfico del establecimiento, estaban en un estado ruinoso, ya que fueron vendidos por "inútiles" a 95 pesos. La magnitud de esta empresa de obras repetidas, requirió una pequeña infraestructura administrativa. Durante el período de 1815 a 1817, un dependiente de la Biblioteca, Santiago Miró, ocasionalmente ayudado por su hermano, fue el encargado de ofrecer las obras y de recaudar las ganancias, que eran liquidadas a principios de cada mes. En cierto sentido la venta de impresos duplicados operaba como un negocio librero dentro del ámbito de la Biblioteca, señalando la íntima relación entre el libro como bien cultural y como objeto de ganancia económica.
Con respecto al universo de las prácticas impresas el Libro de cargo y data es ilustrativo de la variedad de recursos y situaciones que se presentaban a menudo en la institución. Tal es el caso, por ejemplo, de una noticia que se vinculaba con el canje de obras, ya que en 1815 Salvador Cornet dio 61 pesos "en el cambio de libros"; lo que significa que también existía una instancia para el trueque de impresos.
Hay otro aspecto de la Biblioteca que define su importancia para el poder político y estatal: su presupuesto. El dinero librado refleja las posibilidades y, en consecuencia, el alcance económico disponible para que los bibliotecarios llevaran a cabo su tarea. Su interpretación, además de la gestión contable, muestra el grado de compromiso de las autoridades y de los ciudadanos. En líneas generales el clímax de participación popular se dio en el bienio 1810 -1812; a partir de esa fecha, las iniciativas tanto gubernamentales como particulares decayeron inexorablemente, en un. letargo que se extendería por un largo período, y cuyas causas deben ser analizadas, en un estudio de mayor alcance, para intentar comprender el destino de esta agencia social durante el siglo XIX. Una prioridad del Libro de cargo y data era, sin duda, asentar el detalle oficial y el origen de los ingresos. El presente cuadro establece los distintos montos recibidos por Biblioteca entre 1810 y 1818:

                                    1810            $ 2.424, 1 ¾ reales          
                                    1811            $ 4.829, 1
                                    1812            $ 6.377, 1 ½        
                                    1813            $ 3.057, 4
                                    1814            $ 2.793, 2 ½        
                                    1815            $ 3.849, 5 ½        
                                    1816            $ 2.326, 1 ½        
                                    1817            $ 2.831    
                                    1818            $  859 (hasta abril)           

Es decir, una cantidad total de aproximadamente 29.350 pesos. El origen de los mismos, descontando otras fuentes de ingresos, se consignaba del modo siguiente: "por ciento treinta y cuatro onzas de oro recibidas de D. Juan Manuel de Luca" (1810), "por mil setecientos pesos recibidos del Sr. Vocal Protector D. Miguel Azcuénaga" (1811), "por mil quinientos pesos que de orden del Gobierno me entregó el depositario D. José Riera para entregar a D. Manuel de Aguirre para compra de libros en Londres" (1812), "por seiscientos pesos que de orden del Gobierno me entregó el depositario D. José Riera para comprar libros en el Janeiro por medio de D. Antonio Cándido Ferreyra" (1813), etcétera. De modo tal que la Primera Junta y las autoridades que le siguieron trataron, dentro de sus posibilidades y múltiples urgencias, de solventar los gastos de la Biblioteca. Es oportuno destacar que los sueldos de los bibliotecarios eran abonados por el Cabildo de Buenos Aires. Por otro lado, buena parte de las demandas cotidianas, como ya se ha señalado, fueron saldadas por las ventas de libros duplicados, uno de los ingresos más importantes luego de las partidas oficiales.

Conclusiones

Resulta complejo interpretar en la perspectiva actual el Libro de cargo y data, reconstruir el esfuerzo que se oculta bajo sus escuetos asientos contables y no experimentar un particular entusiasmo por la labor realizada por los primeros bibliotecarios que llevaron adelante los pasos iniciales de la Biblioteca Pública de Buenos Aires.
En el momento de señalar algunas conclusiones sobre esta primera lectura de carácter provisional, se ha intentado rescatar aquellos aspectos más interesantes para comprender nuestro desarrollo bibliotecario en ese entonces.
En primer lugar señalar, nuevamente, que la inauguración de la Biblioteca no fue un invento de la Revolución de Mayo sino, por el contrario, el resultado de un largo proceso cuyas raíces se encuentran tanto el período hispánico como en numerosas influencias extranjeras contemporáneas. Constituyó, además, más que una evolución continua, una necesidad social impostergable. La presencia de una agencia de estas características estaba, inequívocamente, en "el ambiente" de la sociedad de ese período. La novedad que instala la Revolución de Mayo fue, sin duda, la decisión de llevar a cabo una empresa cultural desde el ámbito del gobierno desplazando, de este modo, la preeminencia que hasta el momento había tenido la Iglesia en la organización de las bibliotecas. No obstante, es necesario reparar que los hombres más idóneos para materializar este "anhelo bibliotecario" provenían de las filas religiosas, tales como Fray Cayetano Rodríguez, Luis José Chorroarín, Saturnino Segurola, y Dámaso Antonio Larrañaga. De ahí que el proceso de gestión bibliotecaria deba estudiarse a la luz del pensamiento tradicional hispánico en convivencia (a veces en pugna) con el cambio revolucionario. No debe descartarse, entonces, en los primeros tiempos de la Biblioteca, la existencia de dos mundos: el de la tradición y el del cambio.
En segundo lugar, uno de los aspectos más interesantes de la Biblioteca: el interés mancomunado, tanto de los ciudadanos como de las autoridades, en el momento de su inauguración, despierta admiración. En esta instancia radica una de sus originalidades más significativas. La Biblioteca fue un fenómeno de participación popular desconocido hasta entonces. Su concreción se debió, inexorablemente, a la intervención del pueblo con constantes donaciones de libros y dinero. Las iniciativas individuales, por otra parte, fueron determinantes en nuestra historia bibliotecaria.  Basta recordar que el 23 de septiembre de 1870 Domingo Faustino Sarmiento promulgó la Ley no. 419, "Ley de Protección de Bibliotecas Populares", donde retomaba la idea del esfuerzo común entre el gobierno y los ciudadanos para garantizar el desarrollo de las bibliotecas. De modo tal que la participación popular en nuestra primera Biblioteca Pública fue un acontecimiento cuya fertilidad se extendió en el tiempo y que, ciertamente, constituye un fenómeno que aún debe estudiarse con mayor detenimiento.
En tercer lugar, y como consecuencia de lo anterior, una particularidad acaso negativa o, al menos, que instala una restricción. La concreción de la Biblioteca Pública, tal como aconteció en Estados Unidos y Europa a lo largo del siglo XIX, es un esfuerzo que demanda una presencia estatal perseverante y de larga duración, pues el impulso de los individuos suele ser fundamental en los inicios de esa agencia social, pero luego, una vez pasado el entusiasmo original y la novedad, el apoyo particular tiende a declinar y debe ser retomado por una activa participación del Estado. Lamentablemente, en muchos períodos de nuestra historia cultural, la Biblioteca Pública sufrió tanto del decaimiento ciudadano como del de las autoridades gobernantes.
Finalmente, es importante reparar en la notable importancia de un documento como el Libro de cargo y data o de cuenta corriente de los encargados de los gastos de la Biblioteca Pública, ya que este registro original permite conocer en detalle el funcionamiento cotidiano de una agencia cultural creada por la Junta de Mayo; bajo sus escuetas y sobrias páginas contables se encuentra el universo administrativo de la Biblioteca.  Gracias, pues, a sus asientos surge una variedad de tópicos de compleja pero apasionante identificación, tales como la venta y compra de libros, el detalle de las obras repetidas, los ingresos y egresos presupuestarios, las adquisiciones en el exterior,  el personal y sus salarios, el mantenimiento y adorno del edificio, el afán sostenido por dotar a la institución de un adecuado mobiliario, los utensilios que garantizaban y apoyaban al mundo de la lectura y la escritura, la inevitable y agotadora tarea de las estanterías, la limpieza, la necesidad constante de la encuadernación, los gastos menores, la urgencia de vidrios y cerramientos, etcétera. A todo esto es fundamental agregar un aspecto admirativo y conmovedor: la dedicación, hasta la extenuación, de muchos de sus bibliotecarios, como el caso paradigmático y aleccionador de Luis José Chorroarín.
El Libro de cargo y data, en definitiva, dentro de este marco historiográfico, es en una herramienta fundamental e imprescindible para reconstruir y conocer, todavía en forma parcial, la variedad de las prácticas bibliotecarias en los comienzos de la Historia de la Bibliotecología en la Argentina.

* Una versión abreviada de este trabajo se presentó en "Artes, Ciencias y Letras en la América Colonial: Simposio Internacional sobre Cultura Colonial americana", organizado por la Biblioteca Nacional de la República Argentina y el Proyecto de Investigación PICT REDES 2000-00019 de la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica (Buenos Aires, 23-25 de noviembre de 2005). Asimismo, la presente investigación constituye un adelanto del proyecto de doctorado del autor.

Notas

1 Para una cronología detallada de los primeros directores de la Biblioteca, véase: Torre Revello, José. 1943. Biblioteca Nacional de la República Argentina. En Revista de la Asociación Cultural de Bibliotécnicos. Año 2, no. 5, 15-17.

2 Archivo General de la Nación (Argentina). Sala III, 37-3-23. Las citas no especificadas, en lo sucesivo, se refieren al presente documento.

3 Levene, Ricardo. 1938. El fundador de la Biblioteca Pública de Buenos Aires: estudio histórico sobre la fundación y formación de la Biblioteca Pública en 1810 hasta su apertura en marzo de 1812.  Buenos Aires: Ministerio de Justicia e Instrucción Pública. (Documento No. 37). p. 152-161.

4 Trenti Rocamora, José Luis. 1998. La moneda cuando la Revolución de Mayo. En Los días de Mayo, coord. Alberto David Leiva. San Isidro: Academia de Ciencias y Artes de San Isidro. Vol. 2. p. 145-153; Trenti Rocamora, José Luis. 1998. Primeros libros comprados por la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. En Revista Argentina de Bibliotecología. No.1, 57-64; Trenti Rocamora, José Luis 1997. El negro de la Biblioteca. En Nuestras Letras: publicación independiente sobre la Biblioteca Nacional". No. 1, 1. (también en: Trenti Rocamora, José Luis. 2000. Qué hacer con mi libro. 5 ed. Buenos Aires:  Dunken. p. 69-73).

5 Parada, Alejandro E. 2003-2004. Gestión, vida cotidiana y prácticas bibliotecarias en la Biblioteca Pública de Buenos Aires: un estudio a partir de las "Razones de gastos" de 1824 y 1826. En Litterae. Cuadernos sobre Cultura Escrita, Madrid, Universidad Carlos III. No. 3-4, 225-257.

6  Para una  bibliografía detallada sobre de la Biblioteca Pública de Buenos Aires son de particular interés las contribuciones siguientes: Acevedo, Hugo. 1992. Reseña histórica de la Biblioteca Nacional de la República Argentina. En Boletín de la Asociación Española de Archiveros, Bibliotecarios, Museólogos y Documentalistas (ANABAD). Vol.42, no. 3-4,13-35. (2ª edición, Asociación de Bibliotecas Nacionales de Iberoamérica (ABINIA), coords. José G. Moreno de Alba y Elsa M. Ramírez Leyva. 1995. Historia de las bibliotecas nacionales de Iberoamérica: pasado y presente. México: UNAM. p. 3-24); Actis, Francisco C. (s.f.).  Algo de lo que hizo el clero por Mariano Moreno y la Biblioteca Pública de Buenos Aires. Buenos Aires: Difusión; Groussac, Paul. 1893. Prefacio. En Catálogo metódico de la Biblioteca Nacional seguido de una tabla alfabética de autores. Tomo primero. Ciencias y artes. Buenos Aires: Biblioteca Nacional. p. V-XCIX; Lucero, A. L. 1910. Nuestras bibliotecas desde 1810. Buenos Aires: Imprenta Coni; Manzo, Ana Inés. 1961. Mayo y los orígenes de la Biblioteca Nacional. En Algunos aspectos de la cultura literaria de Mayo. La Plata: Universidad Nacional de la Plata, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. p. 161-185; Merlo, Juan Carlos. 1993-1994. Historia de la Biblioteca Nacional. En Biblioteca. Vol. 1, no. 1-4, 56-59, 72-57, 76-80 y 74-77; Palcos, Alberto. 1936. La cultura pública y los comienzos de la Biblioteca Nacional. En su La visión de Rivadavia: ensayo sobre Rivadavia y su época hasta la caída del Triunvirato. Buenos Aires: El Ateneo. p. 208-212; Parada, Alejandro E. De la biblioteca particular a la biblioteca pública: libros, lectores y pensamiento bibliotecario en los orígenes de la Biblioteca Pública de Buenos Aires, 1779-1812. Buenos Aires: Instituto de Investigaciones Bibliotecológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 2002. 200 p.; Piaggio, Agustín. 1912. El clero y la Biblioteca Pública. En su Influencia del clero en la independencia Argentina (1810-1820).Barcelona: Gili. p. 175-198; Sabor Riera, María Ángeles. 1974. La Biblioteca Pública de Buenos Aires. En su Contribución al estudio histórico del desarrollo de los servicios bibliotecarios de la Argentina en el siglo XIX.Resistencia: Universidad Nacional del Nordeste, Secretaría de Coordinación Popular y Extensión Universitaria, Dirección de Bibliotecas. Vol. 1. p. 26-50; Salas, Horacio. 1997. De libros y bibliotecas. En Biblioteca Nacional.Buenos Aires: M. Zago. p. 27-87; Sarmiento, Nicanor. 1930. Historia del libro y de las bibliotecas argentinas.Buenos Aires: Impr. Veggia; Sierra, Vicente D. 1939. El fundador de la Biblioteca Pública de Buenos Aires. Buenos Aires. 48 p.; (Trelles, Manuel Ricardo). 1879. La Biblioteca de Buenos Aires. En Revista de la Biblioteca Pública de Buenos Aires. Vol.1, 458-510; Trenti Rocamora, José Luis. 1997. Aportes para la historia de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires y para una lista de sus publicaciones. En Boletín de la Sociedad de Estudios Bibliográficos Argentinos. No.4, 51-90.

7 Vilardi, Julián A. 1939. La Manzana de las Luces y el Colegio Nacional de Buenos Aires.  Buenos Aires: Academia Literaria del Plata. p. 34; Torre Revello, José. 1943. Biblioteca Nacional de la República Argentina. En Revista de la Asociación Cultural de Bibliotécnicos. Año 2, no. 5, 12.

8 Blaeu, Joannis, edit. 1648-1672. Atlas mayor, sino cosmographia ( y geographia) blaviana en las quales exactamente se describe la Tierra, el Mar y el Cielo. Amstelaedami. 9 vol. Inf.

9 Shera, Jesse H. 1965. Foundations of the Public Library: the Origins of the Public Library Movement in New England, 1629-1855. North Haven, Connecticut: The Shoe String Press. 308 p.; Riberette. Pierre. 1970. Les bibliothèques françaises pendant la Révolution (1789-1795): recherches sur un essai de catalogue collectif.Paris: Bibliothèque Nationale. 156 p.; Parada, Alejandro E. 2000. El reglamento provisional para el régimen económico de la Biblioteca Pública de la capital de las Provincias Unidas del Río de la Plata (1812). En Investigaciones y Ensayos. No. 50, 413-416.

10 Rípodas Ardanaz, Daisy. 1982. El obispo Azamor y Ramírez: tradición cristiana y modernidad. Buenos Aires: Universidad de Buenos Aires. p. 122-123; Rípodas Ardanaz, Daisy. 1994. La biblioteca del obispo Azamor y Ramírez: 1788-1796. Buenos Aires:  PRHISCO-CONICET. 199 p.

11 Levene, Ricardo. 1950. Fundación de una biblioteca pública en el convento de la Merced de Buenos Aires durante la época hispánica en 1794. En Humanidades. Tomo. 32, 27-51; Parada, Alejandro E. 2002. De la biblioteca particular a la biblioteca pública: libros, lectores y pensamiento bibliotecario en los orígenes de la Biblioteca Pública de Buenos Aires, 1779-1812. Buenos Aires: Instituto de Investigaciones Bibliotecológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. p. 37-44.

12 Revista de la Biblioteca Pública de Buenos Aires. 1879. Tomo 1,  465-466.

13 Revista de la Biblioteca Pública de Buenos Aires. 1879. Tomo 1,  470-471.

14 Parada, Alejandro E. 2000. El reglamento provisional para el régimen económico de la Biblioteca Pública de la capital de las Provincias Unidas del Río de la Plata (1812). En Investigaciones y Ensayos. No. 50, 433-438.

15 Gazeta de Buenos Ayres, 13 de septiembre de 1810.

16 Parada, Alejandro E. 2000. El reglamento provisional para el régimen económico de la Biblioteca Pública de la capital de las Provincias Unidas del Río de la Plata (1812). En Investigaciones y Ensayos. No. 50, 434.

17 Feraud, F. G. 1809.  A New Mercantile Spanish Grammar, in five parts. London. in-4º.

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