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Información, cultura y sociedad

versión impresa ISSN 1514-8327versión On-line ISSN 1851-1740

Inf. cult. soc.  n.17 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jul./dic. 2007

 

El conocimiento histórico del libro y la biblioteca novohispanos: representación de las fuentes originales

The historic knowledge of new spain book and library: representation of original sources

Idalia García

Centro Universitario de Investigaciones Bibliotecológicas, Universidad Nacional Autónoma de México. Torre II de Humanidades, piso 12. Ciudad Universitaria. C.P. 04510, México, D.F. México. Correo eléctronico: pulga@cuib.unam.mx.

Resumen: El conocimiento del libro y las bibliotecas en la Nueva España es escaso, en comparación con el abundante recurso bibliográfico y documental del pasado colonial que se conserva en México. Las perspectivas historiográficas contemporáneas muestran la riqueza de información que puede obtenerse de las fuentes originales para interpretar un momento cultural en la historia. Sin embargo ese conocimiento también debería impactar en la valoración patrimonial del legado documental, para favorecer su adecuada salvaguarda, en especial si el trabajo se realiza relacionando toda la información obtenida con investigaciones precedentes para integrar una idea más completa de la realidad histórica analizada. Este trabajo esboza brevemente los enfoques utilizados en la historiografía del libro y la biblioteca en México, así como sus características y tendencias.

Palabras clave: Historia del libro; Historia de las Bibliotecas; Libros Antiguos; Inventarios de bibliotecas; México.

Abstract: The knowledge of book and libraries in New Spain is scarce in comparision with the bibliographical and documental sources preserved in Mexico of the colonial past. Contemporary historiographic perspectivesshow the information wealth that can be obtained of original sources for reconstructing one cultural moment in History. Nevertheless, this approach should also  impact in hereditary appraisal of documental legacy for proper safeguards. Specially if the work relates all information with previous researches for integrating a complete idea of historical reality analyzed. This work is a short critical exercise about the approaches employed in the historiography of book and library in Mexico, as well as its characteristics and tendencies.

Keywords: Book History; Libraries History; Rare Books; Libraries inventories; México.

Artículo recibido: 02-02-07.
Aceptado:8-10-07

Una sucesión de pequeñas voluntades consigue un gran resultado.
Charles Baudelaire

1. Introducción

La actual problemática patrimonial, presente en las instituciones mexicanas que custodian libros antiguos y documentos históricos, es un aspecto de la realidad cultural que no suele encontrarse en el conjunto de la producción científica nacional dedicada a la historia del libro y la biblioteca del período novohispano. Es una producción que fundamenta parte de sus apreciaciones en ese legado documental del pasado; en éstas se extraña la relación directa entre el objeto analizado y la realidad material del mismo. La problemática adquiere diferentes matices que afectan de forma directa a la garantía de permanencia de las fuentes originales. En esta realidad pueden agruparse aspectos del orden jurídico (leyes específicas), institucional (valor y función) y social (acceso y disfrute), en donde se distingue la cuestión sobre las formas de registro nacional de las fuentes históricas.
El registro, ya sea normalizado o derivado de una tradición institucional, conforma el soporte sobre el cual se pueden diseñar políticas culturales que permitan favorecer la permanencia de ese legado para las generaciones venideras. Sin esa información toda intención de resguardo corre el riesgo de fracasar porque se desconoce el universo documental sobre el que se pretende actuar. La falta de un adecuado registro e inventario de libros antiguos y documentos históricos, custodiados en numerosas instituciones mexicanas, también propicia deficiencias en la función social que deberían cumplir esas fuentes del pasado. En particular al papel que adquieren en la construcción de la memoria colectiva. Por eso es que la relación entre el desarrollo del conocimiento histórico y la valoración institucional de las fuentes documentales debería estar presente en la investigación especializada como una más de sus preocupaciones.
Con esta consideración se podría contribuir a la salvaguarda del patrimonio de la cultura escrita y afrontar un antiguo problema: la ubicación física de las fuentes coloniales dentro de los acervos y, a su vez, la adecuada preservación como un problema de control patrimonial. Ciertamente, apuntamos hacia la importante tarea del registro y el inventario de las fuentes conservadas como una función primordial de las instituciones de custodia. Estos instrumentos constituyen para la investigación histórica el primer tramo del camino y, por ello, la carencia o inexactitud de los datos compilados puede dificultar la localización de un documento o libro antiguo, para muchos historiadores interesados en la historia cultural de la Nueva España. 
Esta circunstancia no es rara en una institución mexicana cuando se busca un objeto ya citado con anterioridad por otra persona, tanto más si ese dato procede de una investigación realizada décadas atrás. Tal situación se presenta especialmente cuando la forma de organización documental ha sido cambiada por la institución de custodia en aras de una modernidad, sin relacionar los registros o inventarios anteriores con los que se encuentran actualmente en uso. El resultado final puede ser que el interesado no logre consultar el documento deseado, sin saber con certeza si la fuente original se ha perdido para siempre o, sin más, se encuentra en otra ubicación dentro de la misma colección. Desde esta perspectiva el problema parece simple, pero se complica con notoriedad si nos introducimos en el campo de la responsabilidad institucional de la custodia.  Es decir, en el cumplimiento de la función social y legal que se ha depositado en bibliotecas y archivos, que justifica su labor así como los presupuestos otorgados.
Esta razón es importante para el trabajo de esas instituciones, cuando se trata de entidades públicas, que responden siempre a un financiamiento del Estado y por ende a una responsabilidad social innegable. Más si se trata de la custodia de un objeto antiguo, que de un objeto moderno. El primero ha adquirido, por un proceso histórico concreto, un agregado de representación cultural. Mientras que el segundo ha sido adquirido para una función precisa, como el derecho al conocimiento y a la información. Ahora bien, en la custodia de cualquiera de los dos objetos, la finalidad social del acceso y el disfrute se representa en términos económicos al igual que la pérdida de un objeto histórico. Pero éste en realidad no puede restituirse en dinero, porque ese objeto no sólo ha adquirido valor por la información que contiene, sino también por su propia materialidad, que al final es el testimonio de su particular devenir en el tiempo. El costo de un seguro o de una valuación no puede recuperar ese objeto y su pérdida afectará de forma negativa la presencia institucional, tanto en la sociedad como en las otras instituciones de la misma naturaleza.
La ausencia de ese objeto, libro antiguo o documento histórico, siempre deja una impronta en el desarrollo del conocimiento, que se transforma en una duda razonable sobre la lectura o la interpretación anterior frente a las nuevas preguntas de investigación. Cuestión que siempre acontece con documentos o libros divulgados por trabajos anteriores, pero que no son la única posibilidad de acceso al universo de la información del pasado custodiado en bibliotecas y archivos. Toda aquella información que no ha sido beneficiaria de este interés, conforma un espacio de la comprensión histórica abierto a numerosas posibilidades y, por supuesto, interpretaciones, pero es un universo expuesto al descubrimiento ocasional o afortunado que resulta inabarcable en cualquier investigación. De ahí la importancia que tienen los instrumentos de consulta para el conocimiento histórico interesado en el análisis de la cultura libraria de una época.
Para un tema de esta naturaleza, importa identificar y conocer los libros conservados como testimonios de una sociedad, pero también interesa toda la documentación mediante la cual podría testimoniarse la presencia de esos libros en el pasado. Es una tarea que puede hacerse de manera más segura si se cuenta con un andamiaje que permita ubicar qué objetos históricos existen en determinada colección y qué características poseen. Pero ¿qué ocurre cuando nos introducimos sin este apoyo en el mundo de libros y documentos del pasado? Lo más seguro es que perdamos el norte de la travesía original durante un buen tiempo y que, al final, el resultado de la investigación no sea tan satisfactorio como hubiésemos deseado.
La descripción anterior no es tan lejana a la realidad de un país como México, en donde no se cuenta con un catálogo nacional de libros antiguos y, en donde los archivos históricos siguen midiendo su cantidad documental por kilómetros más que por unidades descritas y catalogadas. Una realidad que se confronta con importantes instituciones y prestigiosas personalidades dedicadas al desarrollo del conocimiento histórico del país. El origen de esta comprensión patrimonial parece proceder del olvido de una rica tradición bibliográfica y archivística que gradualmente se fue perdiendo. Igualmente parece fundamental en esta explicación la construcción del valor cultural sobre el testimonio escrito del pasado,  que podríamos denominar «fetichismo documental» porque otorga un valor primordial al producto del conocimiento, más que al origen del que emana: la fuente histórica.
Este mundo académico y cultural no ha mostrado una especial inclinación por la historia del libro y de las bibliotecas novohispanos, que constituyen el principal conjunto de nuestro legado bibliográfico. A diferencia de lo que ocurre en otros países, esta temática en la investigación mexicana es escasa y no se le ha dado seguimiento, lo que sumado al pobre valor patrimonial de los objetos coloca a las fuentes en una difícil situación de supervivencia. En este sentido, el conocimiento de la cultura escrita del pasado novohispano en la actualidad fundamenta sus conclusiones de forma prioritaria en repertorios bibliográficos y en estudios especializados que han trascrito documentos históricos.
Es lamentable que esta forma de recuperación no permita identificar correctamente la fuente original para investigaciones posteriores, ya que no se ha considerado la preeminencia de contrastar la información obtenida en una fuente secundaria (repertorio o guía), con el objeto material actualmente conservado (libro antiguo o documento histórico). Este posee características propias a su naturaleza y que, después de todo, siempre importa más por su representación en el patrimonio cultural de un país. No hay que olvidar que cualquier objeto histórico conservado que ha sido estudiado y, por tanto, puesto a la mirada pública, también abre una puerta no deseable al interés del mercado cultural. De ahí que siempre sea esencial la verificación de la fuente, como parte de un compromiso ético y profesional con el legado cultural de una sociedad y como una de las responsabilidades de las instituciones de custodia.

2. Acercamiento a la historiografía del libro y la biblioteca novohispanos

En los últimos tiempos el ámbito que compete al pasado de los libros y sus lectores se ha convertido en un apasionante y prometedor tema de investigación histórica prácticamente en todos los países. Como consecuencia de lo anterior se han publicado numerosos trabajos que nos informan sobre las obras del pasado y quienes las poseyeron, acercándonos a un momento cultural a través de fuentes privilegiadas. Toda esta producción bibliográfica tiene como cimiento una metodología empleada durante décadas que ha mostrado su viabilidad para conocer los aspectos que caracterizan al libro antiguo y comenzar así a delinear el impacto de ese objeto en los lectores de su tiempo. Gracias a estos esfuerzos hemos conocido la dimensión de la riqueza cultural resguardada en los fondos antiguos de las bibliotecas.
No debe extrañarnos este interés: el estudio del libro, como elemento fundamental para la transmisión de la cultura, ha suscitado siempre miradas de la investigación especializada desde distintas disciplinas. La publicación de la obra La aparición del libro (Febvre y Martin, 1962) significó, para el conocimiento de ese particular objeto, el referente pionero de todo acercamiento histórico al libro y su función social. A partir de este texto, la historia de la cultura no ha dejado de producir resultados mediante la publicación de copiosas fuentes originales como los inventarios post mortem, los registros de bibliotecas antiguas, las relaciones de comercio y otros documentos que testimonian la presencia de ciertos libros en un periodo histórico concreto. Este universo documental igualmente ha favorecido que la investigación histórica en este tema pueda crecer y diversificarse, tanto en sus apreciaciones como en sus aportaciones metodológicas.
El conjunto general de la producción científica sobre la historia del libro se inscribe así en categorías que han transitado entre el análisis sobre contenidos textuales e iconográficos de los libros antiguos, la consideración de la materialidad del libro fuera de sus contenidos para concebirlo como un objeto que se fabrica y se vende, y por tanto también se difunde y es leído por cierto público, hasta la distinción y caracterización de esos lectores que de una forma u otra reciben un texto y reaccionan ante el mismo (Choppin, 2004: 17-18). Es decir, intentamos comprender al objeto en todas las facetas que lo afectan y cómo ese objeto con características bien definidas puede impactar o modificar la cultura de una sociedad.
En varios países, además, se ha promovido la acción institucional y la formación de grupos de investigación dedicados a fomentar el conocimiento del pasado de libros y bibliotecas. Dentro de esta esfera institucional, debemos distinguir tanto al Instituto de Historia del Libro y la Lectura, en Salamanca, como al Institut d´Histoire du Livre en la École Nationale Supérieure des Sciences de l'Information et des Bibliothèques (ENSSIB) en Villeurbanne. En estos espacios se realizan eventos especializados y se producen publicaciones que nos acercan a los detalles de un mundo cultural que se aleja cada día más de las generalizaciones que caracterizaron al conocimiento histórico del libro y la biblioteca en un pasado no muy lejano.
Ciertamente, los mayores desarrollos en esta materia se han dado en Francia, Alemania, Italia, Inglaterra, los Estados Unidos y España, al igual que en algunos países de América Latina. Sin embargo, la producción de estos últimos posee un menor impacto y representación, que se puede observar en las referencias de las mismas publicaciones especializadas en donde suelen encontrarse los trabajos dedicados a esta temática. En esta tendencia, el trabajo hispánico es el que más impacta en el conocimiento sobre libros y bibliotecas novohispanos, debido a las semejanzas culturales. Sin embargo, toda esta producción internacional tampoco se ha compilado en un único instrumento como referente imprescindible para cualquier interesado en este tema particular de la historia cultural. La afirmación anterior puede observarse de forma puntual en los datos proporcionados por la Annual Bibliography of the History of Book and Libraries (BHO) y en los trabajos publicados dedicados a las bibliotecas antiguas.
Pese a lo anterior, en las últimas décadas el conocimiento histórico del mundo de la cultura escrita ha desarrollado nuevos temas de investigación en los que se puede observar la presencia de testimonios del pasado que con anterioridad no parecían tan relevantes. De esta manera «las fuentes para la historia del libro se han diversificado, ampliándose más allá de la descripción material de los impresos» (Rueda, 2006: 13). Esto representa un universo documental rico y diverso, que requiere ser abordado con metodologías historiográficas validadas por la experiencia, ya que estas nos permiten seguir un camino previamente trazado. Tal dirección no sólo nos ayuda a identificar ciertos libros, sino también a relacionarlos con diferentes bibliotecas coloniales poseídas por personajes de variados estratos sociales.
Sin embargo, la mayor parte de los estudios dedicados a estas bibliotecas se han enfocado de forma específica en funcionarios coloniales como los oidores (Barrientos Grandón, 1999 o Fernández Sotelo, 1999-2000), en miembros de la jerarquía eclesiástica como los obispos (Gómez Álvarez y Téllez Guerrero, 1997a y 1997b) y en ciertos intelectuales de la época (Herrejón Peredo, 1988). Pero este desarrollo no ha logrado consolidar a las bibliotecas del mundo novohispano como un espacio de conocimiento, por lo que siguen siendo un territorio cultural poco conocido de nuestro pasado, lo que no deja de ser interesante considerando las numerosas bibliotecas existentes en el mundo colonial, que fueron descritas por Osorio Romero (1986) en su Historia de las bibliotecas novohispanas.
Hace ya doce años, Fernández de Zamora (1994) escribía sobre la escasa producción de la historiografía bibliotecaria, pese a la profesionalización de la disciplina en los años cuarenta, época que también coincide con la profesionalización del campo de la historia, que abrirá las posibilidades para el fortalecimiento de las principales revistas especializadas en esta disciplina, como medio de comunicación académica del conocimiento histórico (Matute, 2001: 779). Sin embargo, en ambas disciplinas es manifiesto el poco interés por el estudio de las bibliotecas coloniales y por los libros antiguos (europeos y americanos) que formaron parte de esas colecciones.
De ahí que no resulte extraña la ausencia del tema de la cultura escrita en los debates de la historiografía mexicana. Son reflexiones que han sido amplias y constantes desde comienzos del siglo XX, y en las que podemos encontrar referencias a las obras de los grandes protagonistas del conocimiento histórico, así como análisis de los temas que han interesado a los historiadores y que se reflejan en la producción académica publicada en las revistas especializadas (Vázquez, 2001: 716). Si bien el interés por el pasado colonial ha tenido siempre su importancia, sobre todo por la revalorización otorgada de la mano de Silvio Zavala en 1950, que lo despojó de su estigma oscurantista (Florescano, 1992: 14). El estudio de la cultura escrita de ese período ha sido de poco impacto en comparación con los estudios similares realizados en otras latitudes. Interesa distinguir aquella investigación que recupera fuentes originales para testimoniar las características de esa cultura, las obras que la distinguieron y los personajes que poseyeron libros, así como quienes los imprimieron o los comercializaron.
Antes de la llegada de los intelectuales del exilio español, en la historiografía mexicana existía una «consagración del mundo colonial» (Ortega y Medina, 1986), que fue desarrollada por muchos historiadores cuya herencia se encuentra en los espacios institucionales dedicados a los estudios coloniales y en la producción bibliográfica. Pero una parte importante de las apreciaciones desarrolladas sobre la cultura escrita en la Nueva España han sido en ocasiones contradictorias y generales. Un tipo de valoración que va a cambiar poco a poco con las aportaciones de Nicolás Léon, Juan B. Iguíniz, José Toribio Medina, Agustín Millares Carlo, Ignacio Mantecón, Julio Jiménez Rueda, Edmundo O´Gorman, Fernández del Castillo y Leonard Irving, entre otros. Gracias a todos estos esfuerzos se recuperaron importantes documentos conservados en archivos históricos, como el Archivo General de la Nación de México (AGN), además de renovarse el interés por libros antiguos conservados, que hasta ese período no habían sido protagonistas.
Sin embargo, ese período también se verá diluido en el tiempo sin consolidarse como un tema trascendental; tampoco generará un debate serio sobre la metodología de trabajo, sobre la naturaleza de las fuentes ni, mucho menos, sobre el problema patrimonial de las mismas. En efecto, no podemos contar con datos fiables sobre la historiografía que caracteriza al conocimiento dedicado a los libros y las bibliotecas del período novohispano, porque todavía no se ha compilado y analizado en forma puntual comparado con otros esfuerzos semejantes. Por ejemplo, sobre bibliotecas antiguas han realizado intentos por recopilar una bibliografía especialistas como Millares Carlo (1970), Solano (1985), Hernández González (1998) y Calvo (2003).
Es indudable que se trata de una tarea inevitable y necesaria que debemos realizar, ya que, como hemos mencionado, el trabajo internacional no ha logrado compilar esa producción en su totalidad. Por ejemplo, para México, la BHO integra 278 referencias publicadas entre 1962 y el 2000 relacionadas con la historia de libros y bibliotecas. Por consiguiente, una parte importante de la producción bibliográfica disponible antes de los años sesenta no está considerada y se encuentra registrada en los diversos trabajos enfocados en el estudio de las bibliotecas antiguas que se han realizado hasta la fecha. Contar con una información completa permitiría de forma más correcta determinar las características de la metodología y de las fuentes que se han empleado. Otra cosa deseable sería que esa misma bibliografía estuviera disponible a través de la red, ya que la producción se encuentra dispersa en las abundantes publicaciones especializadas, tales como libros que no siempre son de fácil acceso y disponibilidad.
Los escasos productos bibliográficos con los que contamos sobre este tema, en su gran mayoría, se deben al trabajo de historiadores. Los trabajos históricos realizados por bibliotecarios no son abundantes, sino más bien escasos. En estos últimos, analizados por Fernández de Zamora (1997), no suelen encontrarse referencias relacionadas con el trabajo de fuentes originales como libros antiguos o documentos históricos. En estas reflexiones previas, que corresponden al período novohispano, los análisis preliminares de la bibliografía nos aportan datos interesantes que debemos precisar bajo ciertas consideraciones, que tienen que ver con la evolución del conocimiento y los desarrollos metodológicos.
Estas colecciones bibliográficas comienzan a cobrar interés a partir del siglo XX, como resultado de trabajos de investigación histórica y de organización de documentos. Así este conocimiento se deriva del trabajo con documentos históricos, que mencionan o relacionan bibliotecas en el período colonial, más que en una recuperación material de los libros que conformaron esos acervos, una recuperación que, como indica Rojo Vega (1997: 195), trata de «inventarios de libros y de referencias a bibliotecas», más que a las bibliotecas mismas. Consideración que evidencia el problema del conocimiento patrimonial de los acervos, aspecto que no debemos olvidar. La importancia de la cultura escrita en la época novohispana será ejemplarmente mostrada en el trabajo histórico introductorio de la obra de José Toribio Medina (1907-1912), que se añade a los notables esfuerzos por inventariar la producción impresa a lo largo de ese período.
Como inicio de este interés, podemos citar como primeros a los trabajos realizados por Manuel Romero de Terreros, sobre las bibliotecas de Manuel Pérez de Soto (1920) y Luis Lagarto (1949). Ambas bibliotecas, ricas en varios temas del conocimiento, no impidieron que el mismo autor considerara que las bibliotecas eran «lo que más escasea en la casa colonial» y que se componían de «uno que otro tomo de asunto místico, las obras de sor María de Agreda, y cuando másDon Quijote de la Mancha, o elPasatiempode Rivadeneyra, eran en general las obras que leían nuestros abuelos» (Romero de Terreros, 1923: 134).
Los trabajos de Irving Leonard sobre el comercio (1933) y el tránsito de libros (1949) en la Nueva España, así como sobre la cultura barroca (1959), abren una puerta de posibilidades al interés por  las características de la cultura escrita en las colonias americanas. En este último trabajo, Leonard recupera la noticia sobre la biblioteca de Pérez de Soto, pero en este texto no presenta la transcripción de los libros inventariados. Con la intención de hacer un análisis más detallado, que finalmente no realizó, obtuvo una copia de ese documento de 1655 que se encuentra en el Archivo General de la Nación en el Ramo Inquisición (tomo 440) y que fue publicado por Jiménez Rueda y O'Gormann (1947). Donald G. Castanien (1951) realizó el análisis previsto, en su tesis doctoral, de la que publicó posteriormente (1954) un resumen sobre la misma biblioteca.
Visto en perspectiva y dado el interés que Leonard mostró por la figura de Carlos de Sigüenza y Góngora, al que dedicó varias publicaciones, resulta llamativo que no haya puesto su atención en la biblioteca de este personaje novohispano, de la que tenemos ciertas noticias. En este mismo período, no debemos olvidar el trabajo de recuperación documental realizado por O´Gorman (1939), dedicado a las bibliotecas y a las librerías coloniales,  una aportación que sigue siendo un referente invaluable en este tema.
Precisamente en la  década de los cuarenta, el interés temático comienza a volcarse hacia los inventarios de bibliotecas particulares (Chevalier, 1976: 31), que serán transcritos y publicados, pero también a relacionados, como lo muestra el trabajo de Torre Revello (1940). Pero en México esas mismas características no tendrán el mismo impacto y, por lo tanto, los resultados de la  investigación histórica seguirán siendo escasos en cuanto a la representación de las fuentes originales. La cultura escrita en el período de la colonia hispano-americana tendrá en los trabajos de Guillermo Lohmann Villena una de las primeras representaciones de estudio sobre los libros españoles en América (1944), línea de investigación que sigue el sendero marcado por Rodríguez Marín (1911); trabajo que volvió a publicarse con correcciones en 1953.
Este importante ciclo podemos decir que se cierra con los trabajos de Trens (1954, 1955 y 1957), sobre la biblioteca de la Real y Pontificia Universidad de México, y con el de Arciniega (1955), enfocado en el tema de las prohibiciones de libros en América, y de Burrus (1955), dedicado a describir con detalle los instrumentos de investigación disponibles en España. Entre la década de los sesenta y los setenta, la preocupación por el conocimiento de libros y bibliotecas en la Nueva España seguirá presente en los trabajos de Kropfinger Von Kügelgen (1973), Roberto Moreno de los Arcos (1978), Pérez de Colosia y Gil San Juan (1979) y Wagner (1979).
El tema histórico, a partir de 1980, volverá a ser de interés, aunque seguirá siendo limitada la recuperación de fuentes originales y la reflexión metodológica que fundamenta el conocimiento histórico de la cultura escrita. Así, encontraremos los trabajos de Mathes (1981) sobre libros novohispanos y sobre la biblioteca de Santa Cruz de Tlatelolco (1982), la importante recuperación documental de Fernández del Castillo (1982) y, especialmente en 1983, con el proyecto «Historia de las Bibliotecas», que dio lugar a una serie de volúmenes de historia de las colecciones bibliotecarias como un esfuerzo institucional que congregó a diversos historiadores, en el que se inserta la obra de Osorio Romero (1986) ya mencionada. Un interés de tales dimensiones no ha vuelto a repetirse, en particular porque la intención de estos trabajos era la divulgación. Si bien no se puede decir que esos trabajos crearan escuela en las preocupaciones históricas, lo cierto es que en este período encontramos importantes aportaciones de la mano de Moreno de los Arcos (1986), los trabajos ya citados de Herrejón Peredo (1988) y Osorio Romero (1986), que recuperan y analizan inventarios de bibliotecas, así como trabajos generales sobre libros novohispanos como los de Martínez (1986), Torre Villar (1987) y nuevamente Mathes (1988).
A partir de 1990, el tema sigue siendo interesante y la producción presenta tres cambios sustanciales que podemos identificar. El primero radica en el interés por presentar la transcripción o el análisis de un inventario de biblioteca (como ejemplos se encuentran los trabajos de Gómez Álvarez y Téllez Guerrero (1997a y 1997b), Fernández Sotelo (1999-2000). Como un intento de recuperación de los libros conservados de un personaje relevante el trabajo de Salazar Ibargüen (2001), y sobre el uso de los libros en Castañeda (1993). El segundo es la preocupación por temas históricos concretos en donde se aprecian influencias metodológicas extranjeras, como en los textos dedicados a la imprenta novohispana de Grañen Porrúa (1991), Chocano Mena (1995), y Castañeda (1997). También en este período, encontramos los trabajos sobre libros y bibliotecas de Trabulse (1993) y Ramos Soriano (1994); además, particularmente sobre la cultura escrita en Nueva España, encontramos a González Rodríguez (1997) y Suárez Argüello (2004).
El tercer cambio, y el más sustancial, se dio a partir de la introducción de las lecturas de Roger Chartier (1995, 2000 y 2005), que favorecen una reflexión metodológica sobre el trabajo realizado y sus características, como se evidencia en las obras de González (1999) y Ostolaza Elizonso (2002). Estas aportaciones también cambian los enfoques de acercamiento al libro impreso, para transitar de su forma material y posesión, hacia las prácticas de la lectura y su apropiación. (González Sánchez, 1999: 29). Una evolución que ha sido analizada por Castillo Gómez y Sáez (1994) y tendrá, como su mejor exponente en México, los libros coordinados por Carmen Castañeda en 2002 y en 2004. Empero, este cambio de orientación dejará de lado la recuperación de los inventarios de bibliotecas particulares e institucionales del período novohispano, para dar mayor importancia a los libros y a las bibliotecas decimonónicas.
Pese a que Matute (2004: 337) considera que actualmente la metodología histórica no ofrece problemas y que la exhaustividad es característica en el examen de las fuentes, en donde priva el rigor, lo cierto es que, en la comprensión de libros y lecturas en México, hemos realizado un salto sin cubrir una cuota necesaria de conocimiento. Hablamos del proceso acumulativo de recuperación de fuentes para el conocimiento de la cultura escrita novohispana. Pero sin ese escalón ¿cómo podemos comprender las características de esa cultura del libro? Hace tiempo que las categorías generales del conocimiento histórico  (como historia política, historia social o historia de las ideas) han dado paso a temas más concretos que abren un espectro de posibilidades de investigación, entre los que se encuentran los libros, y que son el resultado de intereses compartidos entre disciplinas (Ponce Leiva y Amadori, 2006).
De esta manera se ha abierto un campo de trabajo, rico y variado, que muestra una dinámica cultural de mayor impacto en las bibliotecas de la época colonial, tanto particulares, si eran laicos, como institucionales, si eran el resultado de las actividades de alguna orden religiosa. El conocimiento de estas colecciones permite acabar con las apreciaciones sobre una cultura novohispana parca y pobre (Trabulse, 1993: 8), para dar lugar a nuevas preguntas que nos permitan comprender y valorar los restos de ese pasado que aún se conservan en las bibliotecas contemporáneas.

3. El libro antiguo como fuente para la investigación histórica

Pese a la dispersión de la producción bibliográfica dedicada a la historia del libro y la biblioteca novohispanos, podría decirse que es un tema de investigación en México, que no ha alcanzado un desarrollo suficiente. En nuestra opinión porque no ha logrado consolidar el valor de la fuente original para las aportaciones de la investigación especializada y, al tiempo, la comprensión de la adecuada salvaguarda institucional. Por otra parte, existen notables ejemplos de investigación que buscan reconstruir las bibliotecas del pasado mediante el empleo de fuentes documentales originales. La mayor parte de ellos  emplean como fuente los inventarios post mortem o la declaración de bienes, y solamente consideran una colección bibliográfica como rica cuando se registran más de 500 obras (Fernández Sotelo, 1999-2000: 95).
Desde esa perspectiva, parece más adecuada la clasificación de Infantes (1997: 282-284), porque considera tanto el número de libros relacionados como el tipo de obras que se registran. Desde cualquier matiz, las cifras recuperadas sólo constituyen un enfoque aproximado a la cultura libraria, pero una consideración necesaria. Sin embargo, esa misma comprensión no adquiere significado sin una interpretación que sea capaz de relacionar los objetos culturales y su valor (Darnton, 1993: 180). Aparentemente, este desarrollo del conocimiento consolida un valor patrimonial del objeto bibliográfico, que adquiere cada vez mayor fuerza frente a otros objetos culturales de distinta naturaleza. Así, en este inmenso legado, el libro antiguo puede adquirir ciudadanía propia, aunque esta condición no es siempre tan afortunada como lo parece.
Este es el caso del libro antiguo, que sin las aportaciones de la historiografía francesa no habría cobrado fascinación para abundantes investigaciones interesadas en conocer las formas de pensamiento de generaciones pasadas. Sin embargo, esta investigación «no es realizable sin una amplia documentación, proveniente de fuentes dispersas y que hay que poner en consonancia unas con otras» (Delumeau, 1996: 18), de forma tal que ese importante elemento cultural del período novohispano no logra consolidarse como un campo propio de conocimiento, ni en la historia ni, mucho menos, en la bibliotecología que se desarrolla en México. De ahí que sea indispensable y necesario analizar las tendencias metodológicas en un universo tan complejo como lo es el de las bibliotecas novohispanas, porque nos ayudarían a comprender incluso las formas en que ese pasado librario ha sido interpretado.
En este sentido, el conocimiento sobre las colecciones bibliográficas del periodo novohispano puede separarse entre los que emplean fuentes originales en paralelo con las fuentes secundarias y las investigaciones desarrolladas que recuperan solamente la documentación original a través de fuentes secundarias. Este tipo de trabajos han centrado su desarrollo en el mero uso de los repertorios bibliográficos de Medina, Paula Andrade o Beristain de Souza, entre otros. En esta forma de trabajo, se manifiesta una ausencia de las fuentes originales, los libros antiguos, que se introducen en la construcción del argumento a través de las referencias de otros y no de la consulta directa con el material conservado. Es decir que, en la identificación de los libros en circulación durante el periodo analizado, no se suele contrastar la  información con los propios libros, dando lugar en ocasiones a interpretaciones erróneas.
De esta manera, el raquítico conocimiento de la estructura material de los libros antiguos no ha permitido que la investigación histórica desarrollada en México considere que un libro podría ser sólo variante de una edición y por tanto ofrecer información distinta de los otros relacionados. A su vez, esta forma de trabajo no ha posibilitado relacionar el estudio de la fuente bibliográfica con otro tipo de fuentes históricas para completar el conocimiento librario de este período. No habría que olvidar que esos libros han mostrado su relevancia para definir e identificar algunas características de las formas de pensamiento de una sociedad.
Pero su desconocimiento no sólo se debe a la falta de interés de los investigadores, sino también a una realidad institucional de los fondos antiguos y de los archivos históricos, que no cuentan con instrumentos fiables y precisos para el control y la consulta de la documentación conservada. La precaria preferencia temática resulta más llamativa al considerar las ricas colecciones de libros antiguos que actualmente se conservan en el territorio nacional, que sin duda son un reflejo fiel de la cultura escrita en la época.
El libro antiguo puede distinguirse como una documentación esencial para el conocimiento de las características culturales de una época, ya que contiene documentación relativa a su propia composición. Por ejemplo, con el análisis de los preliminares del libro antiguo se puede relacionar otro tipo de fuentes históricas que ayudan a delinear las obras en circulación y, cómo estas, contribuyeron a definir las características culturales de un momento histórico. Otra aportación semejante es el estudio de las anotaciones manuscritas que algunos de estos libros poseen, entre otros elementos históricos que testimonian la historicidad del objeto y documentan la procedencia.
Lo anterior significa que todo acercamiento al libro y a la biblioteca en la Nueva España debería, cuando menos, esbozar el universo social, político, económico y cultural en que se insertan, para poder explicar los usos sociales de ambos objetos con mejores elementos.  Así, esos objetos deben juzgarse y entenderse en términos del clima intelectual de una época en la que participan. Esta es la cuestión que nos parece fundamental distinguir y que creemos es la cuota pendiente de conocimiento. Desde este punto de vista, es imprescindible conocer cuántos son los inventarios novohispanos, particulares e institucionales, que aún se conservan, de qué tipo de fuente se trata, qué proceso le dio origen (v. gr. inventario post mortem, legado, temporalidades, etcétera) y, también, cuáles son las características del registro. Estos datos son tan valiosos como el número de obras registradas, que sólo indican los libros que se tenían en un período determinado.
Esta condición, como afirma Álvarez Santaló (1982: 166), no es suficiente para determinar los valores personales, profesionales, o estamentales del poseedor, por no considerar el entorno educativo del sujeto, que es el que en gran parte condiciona el tipo de libros adquiridos. De ahí que no sea extraño preguntarse sobre la falta de conocimiento preciso de las bibliotecas institucionales de la Nueva España, que en su gran mayoría son las denominadas conventuales, por estar relacionadas con la actividad de las órdenes mendicantes. Desde el libro de Osorio Romero (1986), no se ha realizado otra revisión sobre esas bibliotecas que aporte nuevos datos a los ya divulgados. En contraparte, sí se han realizado trabajos históricos sobre colegios y establecimientos novohispanos dedicados a la educación; tarea en la que siempre se han requerido libros.
No obstante, en la mayoría de esos trabajos dedicados a la cultura escrita no se observa un empleo de métodos cuantitativos, que sí han sido utilizados por otros historiadores de la cultura para estudiar la historia del libro. Las investigaciones realizadas en otras latitudes se han enfocado, más que en el estudio de las grandes obras, en las tendencias dentro de las formas de producción de los libros y, más puntual, en los hábitos de la lectura en los diferentes estamentos de una sociedad específica (Burke, 1999: 79-80). Como se había mencionado, esta tendencia es la que mayor impacto ha tenido en los últimos tiempos en México, a través de las lecturas de Chartier y de su concepción de la «apropiación» como una forma de uso de los productos culturales. Se trata de un esfuerzo que ha comenzado a dar resultados de investigación interesantes, pero en los que se nota la ausencia de una parte representativa de los textos de Henri-Jean Martin (1987, 1999a, 1999b, y 2000). 
Un buen ejemplo de esta aparente desconexión en la historia cultural son los cuatro números publicados por la revista Artes de México (58, 65, 70 y 76), entre el 2003 y 2005, dedicados a diversos aspectos en la vida de los jesuitas novohispanos. Resulta interesante que esa publicación no haya incluido ni un solo texto dedicado en forma exclusiva a las bibliotecas jesuíticas, que fueron las colecciones más ricas de la época. Por esta razón, resulta obligatorio indagar cuántos de esos inventarios conservados se han estudiado y publicado. Por citar un ejemplo, Castañeda (1993: 39) indica que sobre las bibliotecas coloniales de Guadalajara se han trabajado dieciséis inventarios de bibliotecas y uno de librería, pero no hace referencia a la producción bibliográfica en la que se encuentran esos estudios.
Un inventario de fuentes se hace cada vez más necesario, porque además mostraría cuántas de las mismas han sido localizadas y citadas, pero no trabajadas. De ahí que también sea revelador conocer la metodología con la que se ha abordado el estudio de esas fuentes, para lo cual se debe saber si se trata de la transcripción del documento histórico o de un tratamiento más general del mismo. En el primer caso, igualmente interesa clarificar si el investigador ha identificado las obras registradas en el documento, porque esa identificación sirve para realizar otras posteriores y, si tal identificación se ha realizado con datos de catálogos modernos de bibliotecas o en repertorios bibliográficos.
Esta condición particular nos permite definir asimismo si esas obras todavía se conservan y si poseen alguna evidencia histórica que permita relacionar ambas fuentes históricas, porque no todos los repertorios modernos indican dónde se conserva una obra registrada. Este es uno de los puntos nodales que también estamos dejando al descubierto en el conocimiento histórico de las bibliotecas novohispanas. Es decir, la identificación precisa de todos los libros antiguos que conservamos en las colecciones modernas, de los que sabemos con certeza que poseen evidencias históricas que podrían relacionarlos con ciertas bibliotecas particulares o institucionales.
En la actualidad, México no cuenta con un catálogo colectivo de impresos antiguos, pese a que han existido múltiples intenciones por concretarlo. Por cierto, existen intentos institucionales en sumo grado loables que ya se están realizando con esta intención, pero los resultados obtenidos a la fecha deben analizarse con precisión desde las perspectivas de la bibliografía material y de la catalogación descriptiva. Tal análisis se debería realizar con la finalidad de establecer que los libros se han registrado e identificado correctamente sin ninguna posibilidad de error.
Varios historiadores de la cultura escrita han mencionado la considerable aportación de la bibliografía material para el conocimiento de libros y bibliotecas del pasado, en especial después de que Donald McKenzie (1991) redefiniera la bibliografía como una forma de la historia cultural que debía preocuparse por estudiar las formas materiales de los libros, porque también impactaban en la actitud de los lectores (Burke, 2006: 90). Pero esta disciplina no ha sido aplicada ni ha propiciado una reflexión seria en nuestro país. Es más: la revisión de los trabajos realizados en esta materia muestra como tendencia característica la omisión cardinal, en el andamiaje bibliográfico que los soporta, de los textos clásicos de la bibliografía material, como el de Moll Roqueta (1985), por citar uno. En algunos casos, también se ha podido comprobar que la identificación de un libro antiguo es errónea, creando una referencia distinta para una obra previamente identificada (García, 2006).
Por otro lado, la bibliografía material y la catalogación descriptiva para impresos antiguos no forman parte de la formación profesional de los bibliotecarios en ninguna de las escuelas de la especialidad que existen en el país. Este particular conocimiento se ha ido cubriendo con cursos especiales de formación continua desde 1999, normalmente relacionados con colecciones bibliográficas importantes como la Lafragua en Puebla o la Armando Olivares en Guanajuato. Pero esa misma formación no ha generado un debate serio sobre la aplicación de la norma internacional ISBD (A) para la realización de los catálogos colectivos o institucionales. Una norma de esta naturaleza no puede aplicarse sin más, sino que requiere un basamento de conocimiento orientado en forma particular al proceso de producción de la imprenta de tipos móviles, para poder comprender las características de la estructura material y formal de los impresos antiguos. Es indudable que este conocimiento no puede cubrirse con un mero repaso general sobre la historia de los libros o con un mero glosario.
Toda información registrada constituye parte de la representación del valor cultural y patrimonial de un libro antiguo o de un documento histórico, por lo que, si no se hace en forma correcta, tampoco se puede garantizar plenamente a la investigación futura la recuperación de una fuente concreta. En el caso específico de los libros, esa deficiencia puede imposibilitar la localización correcta de todos los ejemplares de una edición conservados, cosa que sin duda ayudaría a enriquecer los trabajos de investigación histórica. De ahí, como indicábamos, la trascendencia de indicar cuál es el libro o documento que se ha consultado, cuanto más si se hace hincapié en alguna de sus características materiales o históricas. Por esta razón, de carácter patrimonial, es primordial documentar con precisión la fuente original empleada, indicando la institución que la custodia y los datos de ubicación. En definitiva, esta información contribuiría a mejorar el conocimiento histórico de las bibliotecas novohispanas de las que esos libros formaban parte.
La confrontación de estos datos que nos conducen a un documento o libro histórico citado además ayuda a tomar conciencia del riesgo de pérdida. Es cierto que todas las instituciones que custodian libros y documentos históricos, sean públicas o privadas, están expuestas al robo de su riqueza cultural. Por esa condición es inevitable relacionar el empleo de una fuente histórica con su custodia institucional y con la responsabilidad que esta adquiere con ello. Entre los casos ocurridos y más sonados de esta situación nacional, se encuentran la sustracción, en 1996, de parte del manuscrito de Fray Junípero Serra que se conserva en el AGN o la subasta de fondos bibliográficos de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística realizada por la casa Morton en 2005. Estos desagradables casos evidencian que no se ha tomado plena conciencia de esta responsabilidad patrimonial sobre la preservación de las fuentes originales conservadas (García, 2000), ni por parte del grupo de investigadores que las utilizan, ni por parte de los bibliotecarios o los archiveros que las custodian.
Como muestra de la afirmación anterior, puede mencionarse el escaso impacto que ha tenido en los grupos académicos esas lamentables situaciones del pasado, que sin duda afectan la realización de su trabajo. La todavía enorme riqueza documental y bibliográfica heredada que no ha sido estudiada, recuperada o documentada es un indicio más de la falta de valoración patrimonial que debemos considerar en el futuro. De ahí que un inventario de las fuentes que afectan al conocimiento del libro y de las bibliotecas en el territorio novohispano también ayude a reflexionar por que todos los estudios realizados no han logrado modificar sensiblemente el problema real de los acervos históricos en México. Es una realidad que deja pendiente esa misma revalorización de la historia colonial que Silvio Zavala nos ha dejado como testamento, ya que una de sus más importantes aportaciones fue precisamente instituir un mayor rigor para establecer los hechos históricos mediante un manejo acucioso de las fuentes originales (Florescano, 1992: 8).
Para el lector de estas líneas, un panorama tan árido tendría que estar equivocado al recordar la nominación de la Biblioteca Palafoxiana como Memoria del Mundo en 2005. En realidad, son pocas las bibliotecas y los archivos con fuentes históricas en México que cuentan con los recursos suficientes para garantizar, por un lado, el acceso y las condiciones para la investigación especializada y, por otro, los que permiten asegurar la preservación de los objetos a largo plazo. El problema es mucho más grave que una mera explicación de deficiencia institucional, porque involucra aspectos de orden legal, cultural y social. El más triste ejemplo de lo anterior puede observarse en la Biblioteca Nacional de México (BNM) y en el Archivo General de la Nación, (AGN) para lo que pueden visitarse las páginas electrónicas correspondientes. En donde se podrá observar que el legado bibliográfico no refleja con claridad el valor institucional.
Desde esta perspectiva, sabemos que la valoración del objeto bibliográfico y documental, en su justa dimensión, requiere de forma ineludible del concierto de la propia investigación. Este trabajo es el que favorece la divulgación social  de la riqueza de los acervos y de la importancia de su conservación. Hoy en día, parte de esa socialización se realiza por medios electrónicos, que permiten poner a disposición pública imágenes de objetos patrimoniales y también información académica publicada. La digitalización del patrimonio en México padece de esquizofrenia: por un lado, no se ponen imágenes de calidad y representatividad desde las propias instituciones de custodia y,  por el otro, se participa en proyectos internacionales con esta tendencia y característica (Grupo de Investigación en Políticas Culturales del Seminario de Digitalización del Patrimonio, 2005).
En esta línea, volvamos al caso de la BNM, que no ofrece este tipo de información en su propia página de la red, pero que sí participa con objetos digitales en la Biblioteca Virtual Cervantes, a la que por cierto no remite desde su propio espacio institucional. Del mismo modo, existen importantes esfuerzos en el país que buscan favorecer el acceso digital a recursos patrimoniales, que deben citarse, como el portal Colecciones Mexicanas o el software CIText (Consulta de Imágenes Textuales) creado por la biblioteca de la Universidad de las Américas-Puebla. Pero ambos esfuerzos no han tenido un impacto institucional o social que se refleje directamente en el aumento de los recursos disponibles en la red del patrimonio bibliográfico mexicano.
Por su parte, la disposición electrónica de la producción académica es un terreno que están cubriendo cada vez más numerosas revistas especializadas, que lo hacen desde sus propias páginas institucionales o en proyectos concretos como la Red de Revistas Científicas de América Latina y el Caribe, España y Portugal (REDALYC). Pero si nuevamente miramos hacia las dos instituciones nacionales, ninguna de las dos ofrece directamente el acceso a sus importantes publicaciones: el Boletín de la Biblioteca Nacional de México yel Boletín del Archivo General de la Nación. Máxime en lo que se refiere a la información histórica de sus primeros tiempos, que constituye un acervo de información documental sumamente importante.
La trascendencia de estos trabajos en el Boletín de la BNM ha sido señalada por Castro (2001) y los del Boletín del AGN por Torre Villar (2001). Esta última publicación fue digitalizada incluyendo los años 1930-1976, en formato DVD, realizado en colaboración con la Fundación Tavera en 2002, interesante decisión que parece no haber considerado la realidad tecnológica de la sociedad mexicana y de las instituciones públicas del país, donde se realiza la mayor parte de la investigación histórica. Un instrumento con esas características reduce su campo de difusión y su impacto en el desarrollo del conocimiento.
La producción histórica ha aumentado en gran medida desde la década de 1980, pero no ha logrado cubrir todos los temas que se refieren a la cultura escrita y deja importantes vetas abiertas para la investigación, como las cuestiones relacionadas con la cultura de la Nueva España (Serrano Álvarez, 2002: 105), un conocimiento necesario para comprender y valorar el pasado librario que, como escribió Arciniegas (1955: 201), citar el número y el tipo de libros trasladados de Europa a la Nueva España con el ánimo de refutar otras opiniones sobre el mismo tema, no debería ser objeto de una mera erudición.
Por eso creemos que la investigación especializada y el control patrimonial de las instituciones no son, aunque así lo parezca, mundos confrontados. Ambas actividades se requieren mutuamente para el cumplimiento de sus funciones sociales y para garantizar a la sociedad que su herencia bibliográfica y documental se conserva allí donde fue consultada y en las mejores condiciones posibles para su preservación futura. Además, sin esta básica ecuación no es posible validar, acrecentar o desmentir en forma adecuada las conclusiones de la investigación histórica sobre las bibliotecas novohispanas. Un diálogo sensato entre ambos intereses nos permitiría comprender de que forma nos estamos acercando al conocimiento de la cultura libraria de ese pasado y, así, perfilar el impacto que tiene o debería tener ese acercamiento en la valoración y la representación de las fuentes originales.

4. Conclusiones

Es insensato pensar que podemos hacer conclusiones puntuales sobre este tema de conocimiento histórico y no contribuir a las miradas reduccionistas que construyen una realidad dislocada del universo cultural novohispano. Por el contrario, estamos convencidos de que todavía se pueden hacer nuevas preguntas si utilizamos el material antiguo conservado en las bibliotecas y los archivos contemporáneos de México, y recuperamos todos los documentos ya publicados. En este momento, en que se ha consolidado el proceso de profesionalización de los historiadores iniciado hace tres décadas, puede y debe promoverse la participación de los bibliotecarios en la realización de trabajos históricos.
Lo anterior se explica porque ambas disciplinas requieren introducir en su porvenir un análisis sensato sobre su participación intelectual en la generación y en la difusión de los conocimientos adquiridos. Ahora más que nunca, esa reflexión debería convertir a ese mismo conocimiento en un «propulsor de sus transformaciones y agente generador de una nueva cultura» (Meneses Linares, 2002). También los resultados de las investigaciones realizadas deberían considerar la imperante tarea de socializar el conocimiento adquirido para transformar la valoración cultural que actualmente se tiene de libros y documentos.
Conjugar reflexiones sobre la historia del libro como las de Darnton (1990), sobre la historiografía colonial como las de Fernández Sotelo (1998) y sobre la lectura como Prat Serdeño (2003), por citar ejemplos relacionados, nos permiten asegurar una construcción más sólida para el conocimiento de las bibliotecas novohispanas. Tenemos la certeza de que una gran parte de la información recuperada de los archivos históricos y la que todavía está pendiente, hace mención de ciertos libros en un período determinado. La cuestión es si podemos relacionar de manera más directa esos datos históricos con los libros que ahora conservamos. Es una tarea difícil, pero no imposible. En definitiva, se trata de un proyecto que debe definirse a largo plazo, en forma interdisciplinaria e interinstitucional, y con la permanente preocupación de transmitir la estafeta a las nuevas generaciones.
En otros países, el conocimiento histórico puede recuperar un impreso antiguo con los datos básicos para su identificación (autor, título y pie de imprenta), porque existe una custodia y registro de la fuente original, acorde con su valor cultural y patrimonial, que técnicamente garantiza la recuperación del objeto original sin mayores problemas. A diferencia de esto, nosotros todavía no hemos considerado la conveniencia de identificar e informar donde se custodia la fuente histórica empleada en la investigación. Es indudable que debemos revisar las fuentes sobre las que se apoyan los trabajos de investigación dedicados a libros y bibliotecas novohispanos, para determinar el impacto que adquiere el libro antiguo en este tipo de conocimiento. Esto también nos conduciría al análisis de las metodologías de registro bibliográfico de los libros que empleamos, para dar una oportunidad a la bibliografía como parte de la historia cultural.

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