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Información, cultura y sociedad

On-line version ISSN 1851-1740

Inf. cult. soc.  no.24 Ciudad Autónoma de Buenos Aires Jan./June 2011

 

EDITORIAL

Reflexiones para construir un puente entre generaciones

Reflections to build a bridge between generations

 

Susana Romanos de Tiratel

Directora Instituto de Investigaciones Bibliotecológicas

 

En estos últimos meses me he dedicado a ordenar mi biblioteca y mis archivos de trabajo, que reunían tanto documentos de apoyo a la enseñanza como a la investigación, acumulados en los pasados 30 años, con varios propósitos, uno de los cuales fue separar definitivamente materiales desactualizados o que dejaron de ser útiles en función de mis actividades actuales.
Desde el principio, me impuse analizar cuanto pasaba por mis manos con una mirada neutra y prescindente de cuestiones ligadas con la emotividad. Luego de dos meses, aun no he terminado, pero esta prolongada y, en más de una ocasión, estresante actividad, me ha brindado elementos de reflexión que desearía compartir con los lectores de Información, cultura y sociedad.
El primer problema que me interesa abordar es si la vocación permanece cuando las condiciones de realización cambian en forma drástica y a un ritmo acelerado, mutaciones basadas, como es el caso de la Bibliotecología y la Documentación, en forma predominante pero no excluyente, en aspectos tecnológicos y operativos. Este cuestionamiento se me planteó cuando me pregunté ¿si hoy tuviera que optar por una carrera, optaría por la Bibliotecología?  Lo que me llevó a otro interrogante: ¿por qué, hace tres décadas, elegí estudiar Bibliotecología? y más aun, ¿la o las razones que me llevaron a decidirme, serían válidas en el presente?
La raíz de mi problema vocacional -como muchas personas dudé mucho y cambié de carrera varias veces- estribó siempre en que tuve dos inquietudes encontradas y, en muchos sentidos, opuestas. Por un lado, mi inclinación por las Humanidades, sobre todo, por la Literatura y por la Historia pero, por el otro, una necesidad muy fuerte de ayudar a los demás de un modo concreto, pragmático, en el aquí y ahora, de comprometer mis potencialidades para servir a otras personas que podrían beneficiarse con mi conocimiento, cuestión que no veía tan clara si solo me dedicaba a investigar en alguna disciplina humanística. Por otra parte,  la enseñanza en esos campos ofrece cupos muy limitados en la Universidad y para la escuela media hay que tener habilidades de las que, en mi opinión, carecía.
Ante esa disyuntiva, cuando, luego de pasados unos años, me decidí a regresar a la Universidad para completar mis estudios, me pareció que la Bibliotecología ofrecía una buena síntesis, en el sentido de composición de un todo superador por la reunión de sus partes: Ciencias del Hombre más servicio. Por otra parte, no podía dejar de regodearme con el disfrute que siempre tuvo para mí, como lectora, el contacto con las bibliotecas: ese silencio poblado de murmullos casi inaudibles, esa sensación de personas leyendo una al lado de la otra, cada cual con su formación, sus expectativas, su necesidad de conocer más, de aprender, de pasar un buen momento, de emocionarse con otras mentes que se esforzaron por dejar esas huellas en el camino de la humanidad para que alguien, en algún momento, en otro lugar, pudiera seguir el rastro, rehacer el camino y encontrar ese tesoro recóndito que echará algo de luz a su búsqueda existencial. Además, el mundo de los libros -dentro o fuera del dispositivo cultural-biblioteca-  fue, aun antes de que aprendiera a leer, un cosmos deslumbrante, más real que el mundo cotidiano, donde pude volar, navegar, hundirme en las entrañas de la tierra, aprender a querer a los lobos, temblar con los fríos polares, conocer islas ignotas, enamorarme, llorar, reír y penar porque había llegado a la última página. Hace tres décadas, no imaginé siquiera el mundo de las computadoras primero y el de Internet más tarde, ni analicé si mis habilidades e inclinaciones coincidían con las que debe tener alguien para desempeñarse profesionalmente bien en un trabajo donde la tecnología informática tuviera un gran peso y una densidad espesa, y no lo hice porque no creí en ningún momento que fuera necesario, así como, presupongo, los bibliotecarios de décadas anteriores nunca pensaron que ser buen mecanógrafo era un requisito limitante para elegir su profesión.
Así las cosas, mis profesores no me defraudaron, es más, en muchos sentidos, superaron mis expectativas, me abrieron horizontes nuevos. Podría decirse que solidificaron y extendieron sensaciones vagas e imprecisas, profundizaron la concepción de ese tributo humano a la memoria que son las bibliotecas, debatieron sobre la brecha que parecía (solo parecía) haber abierto la Documentación. Señalaron derroteros, demarcaron territorios mientras yo empezaba a trabajar como estudiante avanzada primero y como bibliotecaria después en distintos tipos de bibliotecas. Ahora bien, ¿cuáles eran mis inquietudes en aquellos días? Las primeras, acrecentar las colecciones, luego ordenarlas, catalogar y clasificar la información contenida en los ítems para que pudiera recuperarse de un modo preciso y confiable, con el mínimo margen de error aceptable y, aunque poco se hablara al respecto, resolver el gran problema de la duplicación de la ficha principal, para poder acceder a través de las entradas secundarias. Que si el mimeógrafo, que si la simple duplicación mecanográfica manual, que si la máquina de escribir eléctrica con memoria... La pesadilla de los errores y de su corrección: borrar, volver a empezar. Por eso, cinco sentidos eran pocos, había que desarrollar uno más, el de una atención sin fallas ni claudicaciones. Y luego, la pasión del servicio. Siempre me pareció que nuestro trabajo era como la luna, con dos caras, una oscura, escondida, recoleta: los servicios técnicos y la otra, luminosa, energética, agotadora: los servicios al público. Ambas girando alrededor del lector para que, con sus demandas, sus frustraciones, sus satisfacciones, sus agradecimientos y sus enojos nos mantuviera en nuestra órbita con su fuerza de gravedad.
La alternativa académica, por la que opté al principio de la década de 1990, me alejó de la práctica profesional y desplazó mis fuerzas y mi dedicación hacia la docencia universitaria y la investigación, actividad que me alejó del ejercicio directo pero que me obligó a estar permanentemente actualizada en relación con los recursos de información digitales. De este modo vi aparecer y eclipsarse en menos de una década a los CD-ROM; vi crecer y desarrollarse con una fuerza impetuosa a los servicios bibliográficos informatizados, empezando con el paradigmático Dialog (hoy gerenciado por ProQuest) y su provisión de acceso en línea antes de Internet; me asombré con la introducción de la red de redes sin la Web y con ella; intervine en los debates sobre la digitalización; analicé las bases de datos de texto completo, los paquetes armados por distribuidores/vendedores de información, casi sin intervención de los bibliotecarios, uniformando las colecciones digitales en forma arrolladora; me preocupé con la aceptación acrítica del mecanismo mediante el cual las bibliotecas (profesionales y usuarios) solo accederán a la información mientras paguen la suscripción pero dejarán de poseerla cuando ya no lo hagan; me introduje en el tema de las licencias y, muy a mi pesar, traté de adquirir una nueva pericia agregada a muchas otras: la legal; busqué asignarle peso y valor a la referencia a distancia, diacrónica o sincrónica, facilitada por las telecomunicaciones; navegué a través de las páginas Web institucionales de las bibliotecas con sus catálogos en línea; y el año pasado, con los docentes de Fuentes de Información Especializadas elaboramos una ficha de cátedra sobre las redes sociales: Facebook, Twiter, Blogs, etc. y su creciente influencia en nuestro quehacer.
Es factible que me esté olvidando de algo importante dentro de la especialización Fuentes y servicios de información, pero he separado de ese tumulto enumerativo un tema que me acompaña desde los inicios de mi formación: la revista científica, en soporte papel primero, digitalizada luego, conservando ambas presentaciones o renunciando a una de ellas, nacida solo digital, pero aun así, todavía, uno de los vehículos más importantes de lo que se llamó, en las décadas de 1970 y 1980, ciclo de transferencia de la información especializada y hoy, con más acierto, se denomina ciclo de la comunicación científica ¿De qué modo ligar algunas de las funciones más importantes de la investigación: la difusión de sus hallazgos, la publicidad de los mismos, la aceptación del escrutinio de los pares con el gran negocio de la industria de la información? La respuesta vino de la mano de algunos científicos de los países centrales, que decidieron no conformarse con las leyes del mercado, ni resignarse a depender de aquellos que lucran con el fruto de su producción. Sobre tradiciones ya existentes, como la circulación de los pre-impresos en Física, decidieron que los derechos morales del copyright iban más allá del simple derecho a la integridad del texto y a la atribución correcta de la autoría, les permitían, además, disponer libremente de sus contenidos para permitir el acceso gratuito al resto de la sociedad. También, me dejó sin aliento ver la asimetría en el comportamiento de los integrantes del mercado informativo comercial y su rapidez para aprovechar los documentos científicos en acceso abierto integrándolos a sus bases de datos pagas, sin que hubiera contrapartida por el uso financiero de la producción científica open acces, sino, una vez más, obteniendo beneficios mediante la adulación al ego irracional del investigador: está en acceso libre pero en una base de datos de x importante proveedor.
Los chinos tienen un deseo cuando nace un hijo, piden que tenga una vida interesante. Profesionalmente, al menos, ese afán, en mi caso y en el de otros colegas de mi edad o aun más jóvenes, se ha cumplido. A esta altura de mis reflexiones contestaría los interrogantes planteados al inicio con un sí algo dudoso. Y creo que las hesitaciones se generan porque siento que pertenezco a otra generación, con una concepción diferente de los valores profesionales, de las razones para ser bibliotecario, de la biblioteca, del apropiado acercamiento a los usuarios, de la idea y del uso de las técnicas profesionales, del debido abordaje a la informática, de la relación con el poder del que se depende (administrativa, política), de la concepción de gestión (y/o vida en la oficina), de los vínculos con las asociaciones profesionales y cómo se las concibe, de la relación con el trabajo (fuerte compromiso, distancia, separación estanca con la vida personal); a lo que se agregan las formas de compromiso personal fuera del campo de las bibliotecas, las posiciones políticas y las concepciones generales del Estado y del servicio público1.
Podríamos preguntarnos qué es lo que separa y tipifica a las diferentes generaciones profesionales, creo que un rasgo determinante que deja marcas profundas son sus estudios y las circunstancias históricas imperantes cuando ingresaron a la profesión. Ambos factores, formación y ambiente socio-económico y político, contribuyen a fijar ciertas marcas distintivas en la construcción de las identidades profesionales. Son los componentes presentes en los encuentros informales: ¿te acuerdas de tal o cual profesor, de lo que decía, de sus muletillas, de lo que nos enseñó, etc.? O ¿te acuerdas del ambiente que se vivía en tal o cual institución cuando ingresé, en la época de la dictadura, y cómo cambió a partir de 1984? O cuando yo me inicié a los jefes se los trataba de usted, o tomábamos el té haciendo turnos para no descuidar la atención al público, etc., etc. Pero también envidio, en las nuevas generaciones, su pericia y naturalidad para lidiar con la herramienta informática, su valiente arrogancia para defender sus puntos de vista pero, en unas pocas circunstancias, me incomoda su falta de urbanidad y su, a veces, escaso reconocimiento del valor de la experiencia, de lo que aun podemos transmitirles. Sin embargo, deseo presuponer y plantear ciertos acuerdos que pueden unir a los profesionales de diferentes edades y que me permiten afirmar, con menos dudas, que sí, que volvería a elegir esta profesión.
En lo primero que deberíamos acordar es en que los bibliotecarios estamos, en primer lugar, inmersos en un movimiento político. En el curso de los próximos años en nuestro país, en consonancia con los valores e ideales de la democracia, la profesión tendrá que enfrentar la necesidad de elaborar una legislación apropiada para las bibliotecas y el libro y deberá trabajar en una ley específica que regule mejor el depósito legal. De este modo, afirmaremos nuestra convicción de que el Estado debe desempeñar plenamente su papel en la implementación de políticas públicas al servicio de la distribución igualitaria del saber, de la difusión de la cultura y de la conservación de su patrimonio. Las nuevas generaciones deberán trabajar intensamente en la descentralización que dé más poder a las comunidades locales, con sus propias características culturales, intelectuales y lingüísticas, sin dejar por ello de transferirles las competencias desarrolladas por el Estado en las grandes concentraciones urbanas. En ese contexto, las bibliotecas dependerán, a menudo, de nuevos actores políticos: consejos electos de las comunas, de los partidos, de las provincias o de las universidades. Esta proximidad a las instancias de decisión, esta integración en el seno de una colectividad ofrece a los bibliotecarios numerosas ventajas. Pero también entraña su parte de riesgo, peligro tanto mayor cuando se carece de un dispositivo legislativo y reglamentario sólido: la tentación de ciertos funcionarios electos de intervenir en el contenido mismo de las colecciones de la biblioteca, el repliegue sobre sí de cada estructura cuando la cooperación documental es, más que nunca, indispensable, la dificultad para el Estado de impulsar políticas nacionales en un paisaje fragmentado.
Otro punto de acuerdo es el que afirma que es preciso hablar de revolución digital antes que de movimiento o de evolución. Cualquier información o documento pueden presentarse en forma digital y así, desmaterializados, circular en las redes ignorando las fronteras. Una misma técnica permite reproducir el sonido, el texto y la imagen y hace posible su combinación dentro de un documento, calificado entonces de multimedia. El usuario puede acceder directamente a esta información sin recurrir a la mediación obligada de la biblioteca. Para los bibliotecarios los motivos de desconcierto son múltiples: el nivel de informatización aún modesto de las bibliotecas de ciertas localidades puede marginalizarlas; deben aprender a gestionar flujos de información en lugar de objetos aprehensibles; ante la importancia de los intereses económicos en juego, las bibliotecas pueden sentirse sumergidas y menospreciadas en las negociaciones de naturaleza jurídica y económica; la uniformidad de las técnicas empleadas puede conducir a la negación de la diversidad cultural, intelectual y lingüística ya mencionada. Pero una vez que pase el primer efecto sorpresa, se tendrá conciencia de que la biblioteca digital no significa la muerte del lugar físico biblioteca sino, por el contrario, la existencia de una presupone la de la otra. En los Estados Unidos, uno de los lugares del mundo donde las redes de bibliotecas están más desarrolladas, se construyen por año 200.000 m2 de superficie para bibliotecas. Por supuesto, nuevos desafíos en la arquitectura de los espacios esperan de la experticia del bibliotecario y de su larga experiencia.
He dejado para terminar el principal reto que nos desafía a todos: la formación profesional de los bibliotecarios. La cuestión de saber qué profesionales deben ser preparados, o sea, qué formaciones implementar, es, evidentemente, capital. Bertrand Calenge ha planteado ciertas propuestas que podrían tomarse en cuenta: atribuir la mayor importancia a la cuestión de los públicos; abordar del modo más completo el medioambiente de las bibliotecas; estudiar la constitución de las colecciones menos como un ordenamiento y más como una confrontación de saberes y hablar en términos de manojos de acceso; abordar los valores profesionales y la deontología; incorporar las técnicas bibliotecarias en su versión mundializada, lo que permitiría, por fin, volver a lo fundamental (Calenge, 2004). En nuestro ámbito específico, agreguemos a esto la historia de los bibliotecarios argentinos y latinoamericanos, historia aún por escribirse, dado que carecemos tanto de grandes tratados de conjunto como de obras especializadas. No tenemos una historia simple y práctica de las herramientas, de las técnicas bibliotecológicas y de los servicios al público que permitiría a las generaciones sucesivas comprender las prácticas instaladas, lo que no implica, por supuesto, que nada deba cambiar. Lo que sucede es que los mayores hemos tenido la suerte de ver evolucionar los soportes a lo largo de nuestra carrera, cosa que no se enseña a los más jóvenes, por lo cual estos poseen un saber truncado.
Cuando se habla de formación en general, se la asocia con uno de los tres grandes obstáculos que conspiran contra la modernización de las bibliotecas: la toma de conciencia todavía insuficiente de los responsables políticos, la insuficiencia del financiamiento público y, por fin, la ausencia, en ciertos casos y lugares, de una formación bibliotecaria de calidad junto con la incapacidad de algunos de evolucionar en su práctica profesional. Por el contrario, a lo largo de mi carrera he podido constatar que es la competencia profesional de los bibliotecarios, el conocimiento que tienen de sus lectores, su capacidad para proponer opciones claras y fundamentadas a sus autoridades los que contribuyen en gran medida al progreso de las bibliotecas en la Argentina. En el seno de nuestra profesión aparecen oficios nuevos, las competencias tradicionales (identificar y seleccionar documentos, catalogarlos, clasificarlos, conservarlos y difundirlos) son re-investidas en el nuevo contexto de la aparición de recursos digitales. El anuncio periódico de la desaparición de los bibliotecarios y de las bibliotecas como consecuencia de que la búsqueda y el acceso a la información son posibles en la red, delante de una computadora, sin mediación alguna, me parece reposar paradójicamente sobre una visión pasatista de nuestra profesión: el bibliotecario solo es un intermediario pasivo, un guardián obsesivo y celoso, un nuevo Caronte a quien se debe pagar tributo para acceder a los libros. Equivaldría a decir que el bibliotecario no representa ningún rol activo en la transmisión del conocimiento. Más que nunca tenemos necesidad de bibliotecarios para alimentar de contenidos, para seleccionar informaciones pertinentes, para ir por delante de los usuarios, para ocupar el espacio social completo de la biblioteca, en el lugar y a distancia, para relacionar las colecciones de una región, de un país, de América Latina, del mundo. Será necesario encontrar su lugar en los circuitos de la producción y de la difusión de la información y de la documentación mediante el desarrollo de las capacidades para abordar las cuestiones económicas y jurídicas como, por ejemplo, el modo de negociar licencias de uso colectivo o de constituir centrales de compra de documentos digitales.
Este editorial no es únicamente el epílogo de una vida académica venturosa, plena de realizaciones personales, poblada de unos pocos fideles que cuentan tanto en mi cotidianidad, es más bien un puente tendido, sin barreras ni obstáculos, a los contactos entre generaciones, una reafirmación del texto que escribí hace ya 18 años, La función del bibliotecario en la sociedad del futuro, cuando todavía el tapiz de mi existencia estaba casi completo (Romanos de Tiratel, 1993). No nos definen ni nos identifican las técnicas, sí nuestra función de intermediarios activos entre una mente que ha registrado, en cualquier soporte, lo que ofrece a los demás y otra que busca porque necesita esos contenidos, no importa para qué, ni cómo, ni cuándo. Un saber ser expresado en el simple ¿en qué puedo ayudarlo?, vivificado por el agradecimiento y enaltecido por el cumplimiento de un valor profesional representado en la apertura y en la accesibilidad, porque el saber que contienen las bibliotecas, aun las privadas, constituye un bien común. Fuimos exitosos frente al desafío de la cultura impresa y, frente a la cultura digital, no parece arcaico seguir sosteniendo ciertos ejes permanentes: preservar el patrimonio y la memoria, conciliar lo local con lo universal, asegurar el acceso de todos al conocimiento y al descubrimiento.

Nota

Enumeración extraída de una encuesta reproducida en un artículo de Lahary, Dominique. 2005. La fossé des générations. En Bulletin des bibliothèques de France. Vol. 50, no. 3, 30-45.         [ Links ]

Referencias bibliográficas

1. Calenge, Bertrand, dir. 2004. Bibliothécaire, quel métier. Paris: Cercle de la librairie.         [ Links ]

2. Romanos de Tiratel, Susana. 1993. La función del bibliotecario en la sociedad del futuro. Reunión Nacional de Bibliotecarios (27: Buenos Aires: 13-17 abril 1993). Buenos Aires: ABGRA.         [ Links ]

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