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Información, cultura y sociedad

versión On-line ISSN 1851-1740

Inf. cult. soc.  no.26 Ciudad Autónoma de Buenos Aires ene./jun. 2012

 

ARTÍCULOS

Bibliotecas y libros en la cultura universitaria de Córdoba durante los siglos XVII y XVIII

Libraries and Books in the University Culture of Córdoba during the 17th and 18th Centuries

 

Silvano G. A. Benito Moya

Centro de Estudios Históricos "Prof. Carlos S. A. Segreti"- Unidad Asociada a CONICET. Miguel C. del Corro 308. (5000) Córdoba, Argentina. Correo electrónico: scribalatino_ar@yahoo.com.ar

Artículo recibido: 14-11-2011.
Aceptado:
29-05-2012.

 


Resumen: Se estudia el proceso de conformación del sistema de bibliotecas universitario colonial en Córdoba (Argentina), aproximadamente entre 1609 fecha en que se estableció el Colegio Máximo jesuita y la primera década revolucionaria de 1810. Dos etapas quedan bien definidas, el período de administración jesuítica (1609-1767), caracterizado por el lento proceso de construcción de las bibliotecas y, luego de la expulsión, el período franciscano (1767-1807) en que las mismas quedaron bajo la administración de la Junta de Temporalidades. La organización física; la concepción mental de clasificar el conocimiento; los servicios que prestaban; y el rol de los bibliotecarios, son algunos de las temáticas relacionadas que se abordan.

Palabras clave: Universidad de Córdoba del Tucumán; Bibliotecas coloniales; Colegio de Monserrat; Ordenación bibliotecaria antigua; Catalogación bibliotecaria antigua.

Abstract: This is a study of the process of the development of library systems in colonial Córdoba (Argentina) from around 1609, the date in which the Jesuit Collegium Maximum was founded, to 1810 (the first decade of the Revolutionary period). Two stages of development are clearly defined, the period of Jesuit administration (1609-1767) characterized by the slow process of constructing the libraries, and later the expulsion, the Franciscan period (1797-1807) in which these orders came under the administration of the Junta de Temporalidades. The physical organization; the mental conception of the categorization of knowledge, the services that they provided and the role of librarians are some of the topics that are addressed.

Keywords: Universidad de Córdoba del Tucumán; Colonial libraries; Colegio de Monserrat; Antique methods of library organization; Antique methods of library catologing.


 

La Compañía de Jesús, desde sus inicios, ubicó al libro como el centro de toda su actividad pedagógica y pastoral. A través de él se difundió su pensamiento, su acción, su actualización, la novedad y todo lo que implicó, como orden religiosa, en la labor de expansión de la doctrina tridentina por Europa, América y el Lejano Oriente. Cuidó que sus centros mantuvieran un continuo remozamiento de sus bibliotecas y que éstas prestaran los servicios en la forma más eficiente posible, con una organización adecuada de sus fondos, con una normalización de su funcionamiento, con la confección de índices y catálogos, así como con la creación de una clasificación bibliográfica propia. Ésta, que expresaba su particular concepción del saber, fue denominada systema bibliothecae, y surgió en el siglo XVI cuando todavía las colecciones de los centros de la Compañía eran muy reducidas, pero fue pensado para el incremento de los fondos a lo largo de varias centurias (Miguel Alonso, 2006).
En las Constituciones, parte IV, capítulo 6, artículo 7, fue el propio Ignacio de Loyola, quien especificó con claridad su deseo de que se formasen bibliotecas en los centros jesuitas, señalando su interés porque fueran de uso general, atendidas por una persona de la comunidad e insistiendo en que se cuidaran.1
Fue en cumplimiento de estas disposiciones, que la Universidad de Córdoba del Tucumán-de la que los ignacianos fueron cofundadores y administradores- tuvo un importante sistema de bibliotecas relacionadas.
En 1613 el obispo franciscano Fernando de Trejo y Sanabria propuso al provincial jesuita Diego de Torres la fundación de un colegio de altos estudios, que se establecería en el propio Colegio Máximo de la orden, que existía ya desde 1609. La idea del prelado prosperó inmediatamente, ya que al año siguiente se abrieron las puertas a estudiantes externos, españoles o criollos, ajenos a la Compañía. Los estudios tuvieron carácter de un colegio-seminario hasta 1622, cuando llegaron los documentos de la erección universitaria: un breve pontificio y la real cédula ejecutoria que autorizaba su pase a Indias.
Sin duda, la gravitación de la Compañía de Jesús en torno a la formación de la cultura cordobesa fue de dimensiones considerables. La sede provincial, la administración de la universidad y el Colegio Convictorio de Nuestra Señora de Monserrat-fundado por un clérigo notable y puesto bajo la administración jesuítica en 1687-, el sistema de estancias agroganaderas generado para mantener las fundaciones, confirieron a Córdoba y a su jurisdicción una impronta de la cual difícilmente pudo desprenderse la ciudad y la campaña, a pesar de los esfuerzos de las autoridades civiles y eclesiásticas luego de la expulsión de la orden en 1767.
Después del extrañamiento, la Orden de la Regular Observancia de San Francisco se hizo cargo de la Universidad hasta enero de 1808, en que se ejecutó una real cédula que la entregaba al clero secular, que la administró hasta 1822 cuando se provincializó.
La llamada etapa franciscana se caracterizó por una fortificación del regalismo y la implantación de doctrinas galicanas y filojansenistas, acordes con la perspectiva reformista de la dinastía borbónica. La óptica ideológica de la Universidad cambió y se intentó consolidarla más aun después de la Revolución Francesa, mediante un esmerado control interno y externo de lo que se leía e impartía en las aulas, y lo que se publicaba escrito y oral para la ciudad, como el ámbito más cercano de irradiación cultural.
Con todo, el objetivo que perseguimos en este trabajo es estudiar el proceso de conformación de las bibliotecas universitarias en el período jesuita y la fortuna que siguieron los libros luego de la expulsión y posterior confiscación de los bienes de la Compañía; el paulatino, aunque laberíntico intento de los franciscanos por reconstruir las antiguas librerías; la organización y servicios que prestaban y el rol de los bibliotecarios, personajes que, sin ser profesionales, cumplieron funciones significativas en las bibliotecas del Antiguo Régimen.
Para conocer las bibliotecas de instituciones o corporaciones religiosas2 de Córdoba o las relacionadas con ellas en el período colonial, el estudio de Guillermo Furlong-a pesar del tiempo transcurrido- continúa siendo el que conserva los mejores testimonios que se conocen para acercarse a sus representaciones sociales (Furlong, 1944), aunque no se pueden dejar al margen los estudios pioneros de Luis Martínez Villada (1919) y Pablo Cabrera (1930). Los autores posteriores poco han agregado al caudal documental que éstos ya conocían, sí se ha ahondado en algunas nuevas lecturas e interpretaciones a la luz de las temáticas actuales que se investigan en historia cultural (Llamosas, 2000, 2008; Aspell y Page, 2000).
El giro cultural que vivió la historia a fines de la década de 1980 consistió en una crítica a los postulados de las ciencias humanas y comenzó a revalorizarse el papel del sujeto en detrimento de las determinaciones colectivas y de los condicionamientos sociales estructurales. Los cambios vinieron más que por una "crisis general de las ciencias sociales" o por un "cambio de paradigma"-como dice Chartier-, por la toma de distancia en las prácticas de investigación respecto de los principios de inteligibilidad que habían sido el sustento del hacer historia de las décadas precedentes.
Se abandonó la intención de explicación holística de la sociedad en pos de describir de otra forma las interrelaciones de sociabilidad y conflicto, y comenzar a considerar que no hay posibilidad de estructura sin las representaciones-contradictorias y enfrentadas- "por las cuales los individuos y los grupos dan sentido al mundo que les es propio" (Chartier, 1996: 48-49).
Roger Chartier ha propuesto una nueva mirada al campo cultural a partir de las reflexiones metodológicas que devienen de su ámbito profesional, que parte del estudio de todos los objetos que llevan a la comunicación de lo escrito-textual y morfológico- y el análisis de las prácticas, a través de las cuales, la sociedad se apropia de los bienes simbólicos generando "usos y significaciones diferenciadas".
En este plano de las investigaciones se unen algunos campos considerados independientes y sin relaciones sustanciales en los ámbitos académicos: el análisis crítico de los textos, la historia de los libros y las prácticas de apropiación de estos bienes simbólicos. Chartier se ha preguntado si ha habido una especificidad francesa al hacer Historia del Libro. La respuesta afirmativa le lleva a rescatar la vieja historia serial, que se había preocupado por la difusión del impreso en sus movimientos de crecimiento y recesión, junto a la faz hegemónica otorgada a lo social, a través del estudio de quienes creaban, fabricaban, difundían y comercializaban los libros, lo que ha permitido estudiar el desigual reparto del impreso en la sociedad. Esta peculiaridad francesa captó a todos los individuos relacionados con el libro como a un grupo socio-profesional, de allí la necesidad de conocer sus fortunas, las alianzas, la composición de sus bibliotecas particulares, la mayor o menor presencia de determinadas clases de libros en sus casas, entre otras temáticas (Chartier, 1994: 16-17).
La Historia del Libro ha entendido las oposiciones de los diversos grupos sólo a partir de las diferencias socioeconómicas, pero Chartier postula que lo cultural no está organizado por divisiones sociales construidas de antemano, ya sea a escala macroscópica como microscópica. Para él las diferencias de las costumbres culturales no se ordenan según una diferenciación social, sino por la distribución de los bienes culturales y las diferencias en las conductas. Se debería definir un campo de lo social en el que circulan textos, producción y normas culturales, a partir de los objetos, sus dispositivos y códigos. La historia cultural ha vivido de una concepción mutilada de lo social, pues postuló la clasificación socio-profesional como lo principal, olvidando que había otros principios de diferenciación también plenamente sociales que podían explicar las separaciones culturales (Chartier, 1994: 36, 52; 1996: 54). Por eso lo cuantitativo no explica de modo pleno la realidad del libro y su presencia social, sino que los estudios cualitativos son los que han venido a complementar a aquellos, pero también explican las representaciones mentales y las prácticas culturales y sociales de producción, uso, apropiación, conservación, censura y eliminación de la cultura escrita.

1. Los jesuitas y las bibliotecas universitarias

Los libros que leían los estudiantes de la Universidad de Córdoba se guardaban principalmente en la Librería Grande, que fue la más voluminosa que tuvo el actual territorio argentino por muchos años, aun después de la Independencia (Furlong, 1944: 53-54). Su sección filosófica tenía dos vitrinas de honor: sobre una se leía Dr. Ang. SS. Thomæ de Aquino, y contenía las obras del Doctor Angélico y la otra, Dr. Ex. P. Francisco Suarez, donde se disponían las obras del Doctor Eximio. En una tercera vitrina honorífica estaban las obras de Ignacio de Loyola (Furlong, 1952a: 216). Durante la administración jesuítica existieron, además de la librería principal, otras que servían a los estudiantes del Colegio Máximo, Noviciado y Colegio de Monserrat. Sus libros servían para resolver dudas que se les presentaban a los alumnos en textos generalmente recomendados por los profesores (Martínez Villada, 1919: 188). Se sabe que existieron por los ex libris que se escribieron en las portadas o las falsas portadas de los libros que las conformaban-hoy custodiados en la Biblioteca Mayor de la Universidad Nacional de Córdoba.
Algunos ejemplos pueden ayudar a tener un somero panorama de esas librerías: "Es de la Libreria del Coll[egi]o Max[im]o de Cordova"; "Del Colegio R[ea]l de N[uestr]a S[eñor]a de Monserrate"; "De la Libreria [testado: del] pequeña del Collegio de Cordoba"; "Del Noviciado de Jh[esu]s de la Comp[añi]a de Jh[esu]s de Cordova".
De todos los ejemplos se colige que eran cuatro las bibliotecas institucionales o por lo menos tres, pues la referencia a "librería pequeña" quizá sea la del Noviciado de la Compañía que era de escasas dimensiones según el inventario de la Junta de Temporalidades, donde uno de los aposentos de su edificio servía de "pequeña librería"3. Luego estaba la Librería Grande, para uso indistinto de la Universidad y del Colegio Máximo, y la del Colegio de Monserrat desde su puesta en funcionamiento en 1695.
Había otras librerías de menores dimensiones en cada una de las estancias. Así leemos en algunos ex libris: "Es de la Estancia de S[a]n Ign[aci]o"; "Aplicado al Aposento del Cura de S[an]ta Cathalina. Año 1746"; "De la Estancia de los Exercicios" y "Este Libro es de la Estancia de Jesus Maria", aunque rara vez el contenido de estos libros estaba a disposición de los alumnos y profesores, salvo en el tiempo de las vacaciones.
Los libros no sólo se podían consultar, sino que parte de ellos eran prestados a domicilio, tanto a alumnos como a público en general, por lo que eran cuasi-públicas (Parada, 2003: 78). En nuestras pesquisas hemos encontrado en la portada de un libro el ex libris de propiedad del Colegio de Monserrat y, luego, la inequívoca frase: "No le prieste este, ni otro Libro à los Reyunos. Es de Mont=serrat"4. El graffito, con seguridad escrito por un alumno monserratense, hace referencia a que el bibliotecario no preste la Teología Especulativa y Moral de Marín a ningún colegial del rey-alumno del seminario conciliar-, llamados despectivamente "reyunos". Por lo tanto, su escritura es posterior al año 1756, en que los estudiantes del Seminario Conciliar de Nuestra Señora de Loreto empezaron a compartir las aulas universitarias con los monserratenses y manteístas-alumnos externos. El formato de la edición de este librito es in 8º, lo que da la pauta de su fácil ductilidad y transporte, más a propósito para ser prestado, que los tomazos in folio.
Dice Furlong que el padre provincial Rillo, en 1729, había prohibido que se llevasen en préstamo libros fuera de la estancia Santa Catalina, aunque se tratase de sacerdotes y ordenó que se hicieran las diligencias necesarias para recuperar los que hubieren salido. A nuestro juicio, quizá la prohibición se debiera a que allí se alojaba muchas veces el cronista de la orden al que se le encargaba la redacción de las memorias, cartas anuas y gestas de sus miembros. Era necesario que contara con un nutrido caudal de libros para estas empresas. Por nuestra parte, también hemos hallado en la portada de un libro de teología moral de la estancia de Jesús María la misma prohibición, esta vez hecha por el provincial Jaime Aguilar: "Ordeno, que ninguno enagene, preste, ó saque para sí, ni para otro este libro de la Estancia de Jesus Maria. Córdoba, y Febrero 11 de 1737. Jayme Aguilar [firmado]".5 Lo interesante es observar en la misma portada que, más tarde-probablemente durante el período franciscano-, otros ojos y otras manos que leyeron la orden anotaron: "aunq[u]e ordenes q[u]e no lo saquen de Jesús María ya esta sacado, metelo Jesuita". Esto, por una parte, parecería transparentar una inocente broma estudiantil al encontrarse con lo escrito por Aguilar o una aversión a los jesuitas, como las que se generaron con frecuencia en el propio clero, una vez expulsados. También nos da la pauta de que el libro había tenido otro destino, probablemente por la Junta de Temporalidades, que fue la encargada de la confiscación, adminitración y venta de los bienes de los expulsos.
A principios del siglo XVIII, los jesuitas instalaron librerías para la venta de textos científicos a los alumnos y a la población de la ciudad de Córdoba, pero durante todo el siglo anterior los procuradores que viajaban a Europa servían a particulares efectuándoles compras, estas referencias quedaron atestiguadas en las cartas anuas (Furlong, 1944: 30, 45, 77-78).6
La biblioteca universitaria nació con la fundación misma de la universidad y el número de volúmenes creció con las distanciadas remesas de libros que traían los regulares que iban a Europa o venían para el Río de la Plata y las donaciones de particulares. Furlong afirma que es posible que la biblioteca del obispo Trejo y Sanabria se haya integrado a la de la Universidad (Furlong, 1944: 29). La primera noticia puntual referida a la llegada de libros para ella es de 1628, cuando un 21 de julio la aduana seca de Córdoba examinaba veinte carretas-transportadas por el provincial de la Compañía, Nicolás Durán- en las que se encontraban doce cajones de libros, traídos por Gaspar Sobrino, recién llegado de Europa (Martínez Villada, 1919: 172).
La segunda remesa de libros que ha quedado documentada es de 1637 cuando el jesuita Juan Ferrufino portaba libros, entre muchas otras cosas, para los colegios de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba. En 1657 el procurador Simón de Ojeda regresaba de Europa con veintisiete cajones, de los cuales doce eran para Córdoba. En 1672 Cristóbal Altamirano volvía con seis cajones y otros bultos conteniendo libros y, en 1684, lo hacía otro jesuita, Diego Francisco de Altamirano, esa vez con catorce cajones (Furlong, 1944: 30-31).
El 4 de abril de 1698, la aduana de Buenos Aires examina doce cajones de libros remesados por Simón de Ojeda, esa vez provincial de la orden, debido a una autorización regia del 30 de junio de 1696 para conducir diversos efectos a "la casa de Córdoba". Desgraciadamente no ha quedado ninguna indicación de sus títulos (Martínez Villada, 1919: 177).
Las cartas anuas de 1714 a 1720 consignan con júbilo que la Librería de Córdoba novi libri accesere  se ha acrecentado con nuevos libros. Hacen referencia a los frecuentes arribos de ejemplares que la habían enriquecido7. Por ejemplo, en 1712 el jesuita Francisco Burgés, quien se había embarcado rumbo a Roma en 1703 para asistir en representación de los jesuitas del Río de la Plata a la XV Congregación General de la Orden, había traído 7 cajones desde Europa (Furlong, 1944: 48)8, y en 1717 Bartolomé Jiménez, había hecho lo propio con 9 cajones.
Las anuas de 1730-1735 dicen que el edificio del colegio de Córdoba se había terminado de construir y una parte del mismo estaba ocupado con los 700 volúmenes que el jesuita Antonio Machioni había traído a su regreso de Europa en 1737, adquisición debida a la generosidad de varias personas (Furlong, 1944: 48)9. Como el anterior, Machioni había viajado en compañía de Juan de Alzola a la XVI Congregación General. En 1748 el ignaciano Juan José Rico vuelve de Italia y España y trae 10 cajones que contenían exclusivamente libros, algunos solamente para Córdoba. Cuando partieron para Europa Pedro Arroyo y Carlos Gervasoni muchos, entre colegios, jesuitas y particulares-entre ellas el obispo del Tucumán Pedro Miguel de Argandoña- solicitaron libros que llegaron en 1753 (Furlong, 1944: 45-47). En casi todas las operaciones ejecutadas en el Río de la Plata, relativas a la importación de libros hubo textos para la Universidad y sus colegios.
Hay que mencionar que parte del caudal bibliográfico que poseyeron las bibliotecas universitarias durante la administración jesuítica se debió a donaciones de particulares como la del obispo Trejo y Sanabria o la de Ignacio Duarte y Quirós, la de este último fue el inicio de la librería del Colegio de Monserrat. Furlong agrega que el cuyano Francisco Javier Guevara al renunciar a sus bienes antes de profesar dejó 500 pesos para que el Colegio Máximo comprara libros (Furlong, 1944: 40, 46).
Por nuestra parte, hemos observado en las prolongadas pesquisas que hicimos de los libros que han sobrevivido de aquella biblioteca monserratense que algunos poseen el signo de propiedad de Duarte y Quirós, por ejemplo: "Sum, Magistri Ignatii Duarte de Quiros ab Anno 1646 Die 19 Nobembris [sic]"10 o "D[octor]i Ignatii Duarte de Quiros. Anno. 1648", en este último caso, se escribió posteriormente el ex libris institucional "Del Colleg[i]o R[ea]l de N[uest]ra S[eño]ra de Monserrate".11 Se percibe la forma particular de expresar la apropiación material y jurídica del libro que hacía Duarte y Quirós, en todos los casos encontrados unía a su título universitario y onomástico, la fecha que el libro había llegado a sus manos. Por lo visto en 1646 era aun maestro y en 1648 ya había rendido el examen de ignaciana para alcanzar el grado de doctor en teología.
La costumbre de colocar en el libro la fecha en que ingresaba a la biblioteca, unida a su ex libris, también la tenía en la Universidad. Es habitual encontrar en las portadas de los libros estos datos: "Aplicado año de 1682"12 y "Es de la Libreria del Coll[egi]o Max[im]o de Cordova"; "Es de la Libreria del C[o]l[egio] Max[im]o de la Comp[añi]a de Jh[esu]s de Cordova. Aplicado año 1730"; o "Aplicado al Convictorio de Monserrate. Año 1756"; "Es del Col[egi]o de N[uestr]a S[eñor]a de Monserrate. Año 1751", entre otros.
También hemos encontrado algunos ex libris de exalumnos que por sí o  por la familia luego de su muerte, hicieron donación de su biblioteca personal. No debe confundirse lo antedicho con los acostumbrados graffiti, que era común que los plasmaran los alumnos durante el cursado de sus carreras. Pedro José de la Torre, que llegó al título máximo de doctor en teología, se ordenó presbítero y murió demente, dejó expresada su propiedad posterior al cursado curricular en una obra que, por la temática le debió servir en su ministerio pastoral hasta su enfermedad: "Es del D[octo]r Pedro J[ose]ph de la Torre", posteriormente este nombre se tachó y se colocó "De la Biblioteca de la Universidad de Cordoba", lo que da la pauta de que la donación se hizo cuando la Universidad ya estaba en manos diferentes a las jesuitas, pues estos últimos sólo consignaban en sus ex libris a su Colegio Máximo.13
La biblioteca universitaria cordobesa poseía su sección de libros impresos y su sección de manuscritos, que eran por lo general composiciones de los mismos profesores y alumnos amanuenses o copias de libros raros, agotados, o de difícil acceso en estas latitudes. En 1767, cuando acaeció la expulsión, la biblioteca poseía aproximadamente 3000 títulos y unos 6000 volúmenes, sin que podamos precisar cuántos eran los manuscritos, Martínez Villada dijo en su época-sin citar la fuente- que serían unos 1500, cifra que consideramos algo exagerada en razón de los escasos ejemplares que supervivieron (Martínez Villada, 1919: 188).
El antiguo mobiliario de la Librería Grande no se ha conservado, tampoco iconografía que pudiera dar una imagen de cómo era-tal como el dibujo de José de Nava (1735-1817) de la Biblioteca Palafoxiana de Puebla de los Ángeles en México. Los testimonios son bastante pobres, por cierto, para el caso de Córdoba. El 27 de marzo de 1733 un hermano coadjutor escribía a otro dándole noticia del mueble para la biblioteca que se estaba construyendo en las misiones guaraníticas bajo la supervisión del jesuita bávaro José Schmidt.

Por eso-le decía- saldrá cosa buena, que quizás y sin quizás, no habrá cosa semejante en todo este Reino: pues por su adorno de molduras, florones, hasta cabezas de Ángeles, y columnas con capiteles, parece un retablo. Dichos estantes se acabarán este mes, y luego emprenderá la mesa y los asientos, y todo está hecho con primor. La semana pasada [...] fui a ver la obra. Es como digo, cosa buena. Los carpinteros serán como treinta o treinta y seis (Furlong, 1944: 52-53; Rípodas Ardanaz, 1999: 256).

Es de pensar, entonces, que el mobiliario de la biblioteca de la Universidad de Córdoba debió ser majestuoso y pleno de colores, como los retablos barrocos que se pueden apreciar de manufactura indígena de las misiones guaraníticas.14
Sobre la ordenación que seguían los volúmenes en los estantes no hemos encontrado documentación, pero suponemos que debían seguir la regla general de ser ubicados por tamaños. Los infolios en la parte inferior del estante, cuarto en la parte central y octavo o dieciseisavo en la parte superior. La razón era de orden físico, los libros más livianos arriba y los más pesados abajo, lo que equilibraba la estantería, además que reuniéndolos por tamaños se aprovechaba en gran medida el espacio (Miguel Alonso, 2006).

2. Reformas borbónicas y la fortuna de las bibliotecas universitarias

Acaecida la expulsión de los jesuitas, sus bienes-incluidas sus voluminosas librerías de la ciudad y de las estancias- quedaron en manos del sargento mayor Francisco Fabro, encargado del cumplimiento de la orden regia en Córdoba y, luego, de la Junta Municipal de Temporalidades.
En 1771 se lo acusó del robo de varios objetos pertenecientes a las temporalidades, entre ellos libros. A raíz de esto la Junta, bajo la presidencia de Cayetano Terán Quevedo, nombra al diputado Fernando de Arce para que concurra y se ocupe de la remoción e inventario de los libros que habían pertenecido a los jesuitas.15 En agosto el gobernador de Buenos Aires y presidente de la Junta General de Temporalidades, Juan José de Vértiz y Salcedo, escribía preocupado a Terán Quevedo para que apurase la indagación sobre las denuncias que había recibido Francisco Fabro, así éste tenía tiempo de responder a los cargos, antes de su retorno a Buenos Aires, como tenía previsto realizarlo.16
Fabro al enfrentar el tribunal que lo acusaba no pudo probar la falsedad de las denuncias contra su persona; se desdice en dos oportunidades sobre el total de volúmenes de los que se hizo cargo; en otras, confiesa haber vendido libros y que otros vecinos habían robado libros. Tras la indagatoria se procedió a embargar sus bienes y en el inventario aparecieron libros de indudable procedencia de las librerías de la Compañía, en total 21 títulos distribuidos en 64 volúmenes. Ante la requisitoria del escribano, Fabro respondió que los había comprado "como muchos individuos, y que no se entienda que los ha sustraydo" (Llamosas, 1999).
Es evidente el infortunio que tuvieron las valiosas librerías de la Universidad. Fabro había usado los libros y tantos otros bienes de los expulsos, para su beneficio personal. Resultaba verdadero lo manifestado por Don Miguel de Learte Navarro, quien decía que Fabro "a tenido libros para vender y surtir de ellos a toda la ciudad de Córdoba". Este comerciante había trabajado con los jesuitas ayudando en la Procuraduría de Provincia y tenía un pariente entre los expulsos; a él le habían embargado su tienda luego de la expulsión por considerarla parte de los bienes de los jesuitas.17              
Mientras tanto Fernando Arce se excusó de realizar el inventario para el que lo habían designado, cuando constató que muchos libros estaban en latín y renunció por no ser individuo apto para la tarea. El 27 de junio de 1771 había declarado haber comenzado a inspeccionar una de las librerías de los jesuitas y había hallado los libros "todos revueltos y hechos un montón, tanto que sólo pudiera evacuarse la entrega de ellos contando las piezas y expresando sus tamaños", también expresaba que se debía proceder con total arreglo pues creía que podían faltar muchos de ellos "y tal vez las mejores obras [y] fuera fácil el levantar la especie de que los que los reciben subrogaron en lugar de los buenos otros inservibles y de poco monto".18
En noviembre de ese año Vértiz, obedeciendo órdenes regias de profundas reformas19, solicitó a Terán Quevedo que remitiese a Buenos Aires un índice de los libros de las bibliotecas de la Universidad. El mismo debía comprender autores, tratados, años y lugares de sus impresiones, teniendo especial cuidado con los diccionarios y gramáticas de lenguas indígenas. La orden declara que todo se hace "para procurar cumplir el encargo de S. M. de recoger los libros de doctrina relajada que los Regulares expulsos defendían y enseñaban".20
Por esta circunstancia es que la Junta en el mes de noviembre decidió proponer a las distintas órdenes religiosas de la ciudad, que diputaran a un individuo capacitado para desempeñar "el real encargo".21 La tarea comenzó el 10 de diciembre de 1771 cuando la Junta de Temporalidades ordenó un índice general de todas las librerías, concluido el mismo, se sacaría uno de los libros de "doctrinas relaxadas" y otro de las gramáticas de lenguas indígenas.22
Se emplearon dos años en terminar el índice, siendo esporádico el tiempo que se trabajó en él, pues al parecer los encargados abandonaban por momentos la tarea. En medio de su realización y a fines de diciembre de 1771 el alcalde de primer voto cesó en su designación y se volvieron a nombrar nuevos miembros en julio de 1772.23 Finalmente, la Junta de Temporalidades ofreció una remuneración al Lic. José Manuel Martínez y a Dalmacio Vélez-padre del célebre jurisconsulto- para su conclusión, que finalizó en diciembre de 1773.24
Aunque no se haya podido encontrar el índice, Martínez informa cual fue la metodología seguida: los libros en cuarta y en octava se ordenaron por tamaños siguiendo las letras del abecedario antes de pasarlos al índice. Éste se estructuró en tres cuerpos diferentes por tamaño de las obras, o sea, debían ser tres índices uno por cada uno de los tamaños considerados25. No se había innovado nada en los sistemas de catalogación de la época, pues en las estanterías se ordenaban por tamaños y así se sacó el inventario que no contabilizó los libros de la Procuraduría de Provincia, ni los del noviciado, ni los de las estancias.
En junio de 1772 la Junta Municipal de Temporalidades acordó entregar la librería para uso de la Universidad, así se ahorraría el sueldo que se le pagaba a la persona encargada de su custodia. La aprobación de la Junta Provincial no se hizo esperar y, en agosto de ese año, el gobernador Vértiz lo informaba satisfactoriamente a Luis Cabral, el nuevo presidente de la junta cordobesa. Además, exponía que conocía la representación hecha por el rector Fr. Pedro Nolasco Barrientes de que se restituyeran los libros a la casa de altos estudios, pues no era "posible la pública enseñanza sin el auxilio de una Bibliotheca correspondiente". Por esto deducimos que hasta esa fecha la corporación funcionaba sin la biblioteca y los franciscanos habían puesto a disposición de ella la de su convento, para que alumnos y profesores la utilizaran. Vértiz solicitó que se resolviera la entrega de la librería, previo dictamen de los cabildos secular y eclesiástico.26
Aunque sólo tengamos el informe del cabildo secular de marzo de 1774, la opinión de ambos fue positiva. Se recomendó que luego de haberse separado los libros de autores jesuitas que sostenían el probabilismo y su versión degradada, el laxismo, el cuerpo principal fuera entregado a la Universidad para su biblioteca "común y general" y alguna parte al Colegio de Monserrat y al Seminario de Loreto. Los libros de devoción y mística se darían a los monasterios femeninos de la ciudad-Santa Catalina de Sena y San José-; las obras duplicadas referidas a medicina, al Hospital San Roque-a cargo de los padres betlemitas-, y el resto de la biblioteca se vendería para con el dinero obtenido pagar a los que realizaban el inventario.27
La orden fue sólo inclusiva de la Librería Grande y la del Colegio de Monserrat que se entregaron en 1777, no así la del noviciado, pues en diciembre de 1779 la Junta Municipal acordó solicitar autorización para entregarla a la Universidad. El presidente informaba que para acondicionarla se habían comisionado los más diversos eclesiásticos no habiéndose logrado ningún efecto alentador, pues los libros seguían hechos un montón, y como se había acordado pagarles con los duplicados que se encontraran, seguramente ese "desfalco" perjudicaría a la Universidad.28 El trámite de entrega se apresuró pues, auque la Junta Provincial demoraba la resolución, Vértiz comunicó que se debía destinar el edificio del noviciado-contiguo al Colegio Máximo- para residencia y curia episcopal del recién llegado obispo del Tucumán Fr. José Antonio de San Alberto. Como los libros ocupaban una de las habitaciones principales del edificio, se acordó pasarlos a la Universidad y ordenarlos separados de la biblioteca general, sacándose inventario de los cuerpos de libros "por clase y tamaño", un elemento más que confirma la forma habitual de elaborar este tipo de instrumentos descriptivos: el material de sus encuadernaciones y su formato.29
Es importante destacar que, a pesar del desgajamiento que sufrió de la gran biblioteca jesuítica de Córdoba, la Universidad durante la regencia franciscana se preocupó de incrementarla. Los libros preferidos que se incorporaron, fueron de neto corte regalista como sucedería con varias obras que empezarían a contener algunas bibliotecas particulares, como lo muestra el inventario de la del obispo Moscoso-1788- donde no falta Campomanes y su Tratado de amortización y el famoso canonista rigorista Van Spen, que tanto atrajo a los cordobeses universitarios. La búsqueda de la excelencia y fina erudición se completa con los egregios trabajos de Flores, Calmet y Montfauçon (Martínez Villada, 1919: 185).
La entrega de la biblioteca a la Universidad no encerraba para las temporalidades un deseo de manuficencia o de "piedad regia", como se gustaba invocar frecuentemente, sino que los libros se habían puesto a la venta y no se había encontrado postor, por ello significaban una carga y erogaciones en sueldos para quienes debían velar por su custodia. No obstante, además del latrocinio legal o encubierto, se realizaron algunas ventas. Desde Buenos Aires se autorizó, por ejemplo, en 1805 que se le vendiera al franciscano Fr. José Joaquín Pacheco los libros que quisiera al precio de tasación para el convento de Tucumán (Martínez Villada, 1919: 185).30
De todos modos, no se piense que la Universidad había recuperado su biblioteca, una opinión calificada de la época como la del obispo San Alberto en 1783 demuestra el verdadero estado y desorden con que se entregaron los libros, pues "aunque se le aplicó [a la corporación] la Librería que fue de los exjesuitas, se entregó en el estado en que vemos sin obra útil, y completa, y sin el menor orden, ni concierto".31
Los avatares de la fortuna siguieron a los libros de las antiguas librerías jesuíticas cuando en 1807 el ministro de Real Hacienda comisionó al ingeniero voluntario Juan Manuel López a trasladarlos desde la Universidad y depositarlos en el convento de Santo Domingo. El recibo que extendió el prior Francisco Sosa, en ese momento es interesante por los detalles que brinda. Se recibieron 3.524 volúmenes infolios y de a cuarta y 1.561 volúmenes en octavo mayor y menor. El recibo elogia una Biblia recibida en depósito "en papel marca mayor, pasta de tafilete encarnado en 10 tomos" y un Atlas en cinco tomos en papel marca mayor "encuadernación a la olandesa". También se recibió parte del mobiliario como estanterías y "una mesa de cinco varas de largo, una y media de ancho con cuatro cajones toda de cedro y los pies a quebracho tornados (sic)".32 Probablemente, esta fuera la mesa que informaba su tallado en las misiones aquel hermano coadjutor jesuita.
Un nuevo cambio se produjo para el desgraciado itinerario de estos libros. Luego de la Revolución de Mayo de 1810, el gobierno central decidió embargar los bienes de los contrarrevolucionarios cordobeses y confiscar sus bibliotecas para ser conducidas a Buenos Aires y servir para la fundación de la Biblioteca Pública de esa ciudad, junto con otros fondos porteños. Allí fueron los libros de las bibliotecas jesuíticas (Fraschini, 2005: 6).33
Luis José Chorroarín, en el puesto de bibliotecario de la Biblioteca Pública de Buenos Aires, solicitó el envío de las obras, algunas seleccionadas y pedidas especialmente. Además se solicitaba desde Buenos Aires que el mobiliario que le había servido de sostén potencial y actual en el convento dominico se hiciese evaluar para enajenarse.34
Los libros volvieron a ser inventariados por José Manuel Vélez, quien recibió por retribución a su trabajo 110 títulos, algunos en varios tomos. Finalmente salieron en tres remesas para Buenos Aires, la última de las cuales lo hizo en mayo de 1811.35
Posteriormente, en 1812, el maestro en artes José Bruno de la Cerda y Luque fue nombrado por el claustro de la Universidad Mayor de Córdoba "colector de rentas" y solicitó al gobierno central en Buenos Aires que se le concediera a la corporación los restos de los libros y estantes que no habían marchado a esa capital y habían quedado en el convento dominico de Córdoba. Ese mismo año desde la ciudad porteña se autorizó lo solicitado y también se extendió la "aplicación de esta gracia" a todas la obras de temporalidades que en lo sucesivo estuvieran extraviadas, las que se deberían entregar al rector.36
En octubre de 1812 el gobierno central daba órdenes a los administradores de temporalidades de Jujuy, Salta, Tucumán, Santiago del Estero, Catamarca y La Rioja, para que remitiesen una nota circunstanciada de los libros de los jesuitas que tuvieran en su poder y su estado de conservación "p[ar]a deducir p[o]r estas noticias si hay algunos aplicables a la Biblioteca" de Buenos Aires. En la misma fecha se comunicaba al rector de la Universidad que podía contar con todos los libros de temporalidades del Tucumán, que resultaran desechados para la Biblioteca Pública de Buenos Aires (Fraschini, 2005: 8).
La Universidad Mayor de San Carlos y Nuestra Señora de Monserrat -fundada así a partir de la real cédula del 1º de diciembre de 1800 y ejecutada en enero de 1808- designó nuevamente en lo concerniente al traslado y pesquisa de libros al licenciado José Manuel Vélez. Es interesante lo que informaba respecto del orden que se les había dado a los libros en el traslado de 1807, del nuevo "desorden" que había luego de haberse extraído los libros que se pedían desde Buenos Aires.

como después de la face de inventarios, no hubiese suficientes estantes, para acomodar según el orden, que allí se refiere, se pusieron muchos de ellos assí grandes, como pequeños, unos sobre otros, ocupándose varios cajones de estantes, de á dos, y tres ileras, del modo dicho, y sobre esto, con las extracciones, de los que se pedían para la capital, se perdió el orden. En este estado, se presentó por referido Administrador, la Librería, y recibí por inventario, los condenados, y éstos, faltaron, lo que se dicen en la Planilla de abajo, y los demás recibí en globo, y de éstos, no se puede saber si faltan, o no, hasta que se arreglen todos, los que no se puede verificar por ahora, por estar rebueltos.37

Vemos un modo circunstancial, apresurado, de ordenar una biblioteca ante la falta de mobiliario. Los libros siguen agrupándose por tamaños, apilados para ocupar la mayor parte del espacio del cajón, de forma independiente al orden que seguían en su inventario. Cuando se extrajeron los solicitados por los porteños -evidentemente con premura y poco cuidado- las obras quedaron nuevamente revueltas. Deja entrever que los libros jesuíticos "condenados" por la real cédula de 1772, estaban ordenados en estante aparte en la habitación del convento de predicadores y que cuando fue con el inventario ya no estaban.
El administrador interino de Temporalidades Francisco Enríquez Peña, pidió un listado pormenorizado de lo entregado a la Universidad y de él resultaron cuarenta y tres obras de escasísimo valor científico para la Universidad de entonces.38
El pormenorizado relato de los avatares que siguieron las obras de las antiguas librerías de la Universidad, ha tenido por objeto mostrar cómo nace una biblioteca y cómo se dispersa para formar otras. Se trata de un verdadero organismo vivo que se construye conforme a un paradigma intelectual dominante transformándose continuamente.
La fortuna de los libros, es una palabra que tomamos prestada de un sugerente título de Elisa Ruiz (1988) pero, escrita por el gramático Terentiano Mauro (II AD) "habent sua fata libelli"39, refleja su acontecer histórico, la memoria que permanece de la que queda silenciada, la que queda en la historia y la que desaparece. Es la biografía de una biblioteca institucional que, para sorpresa de muchos, prácticamente estuvo inactiva la mayor parte de la administración franciscana y secular de la Universidad. Un recorrido cronológico puede dar un panorama del problema, porque la expulsión fue en 1767 y ese mismo año se reabrieron las clases universitarias; se recuperó la biblioteca-sumamente diezmada- en 1777, pero hasta 1783 los libros estaban sin orden a juzgar por las palabras de San Alberto; en 1807 se volvió a privar a la corporación de los libros y en 1813 recibió un pequeño y reducidísimo grupo de 43 títulos. Bruno de la Cerda decía en 1812 que la Universidad carecía de libros para la instrucción de sus jóvenes, por eso sólo la librería del convento de franciscanos-limitada como toda biblioteca conventual- sirvió a los requerimientos educativos de la Universidad como a las eventuales compras que se realizaron.
La contienda cultural que se vio con más fuerza desde la segunda mitad del siglo XVIII entre Córdoba y Buenos Aires, de la primacía cultural de una que la perdía y la otra que la construía y envidiaba, puede verse a través de los diversos avatares que jalonan su trayectoria vital. En Ensayo, el deán Funes sentenció: "su destroso empezó bien presto á indicar la falta de dueño", algo que la sabiduría popular define con el refrán "el que se fue a Sevilla perdió su silla".

4. El orden de los libros40

Cuando en 1771-luego de la orden de Vértiz de separar de las librerías jesuíticas las obras probabilistas-, la comisión designada por la Junta Municipal de Temporalidades pidió a Fernando Fabro que les presentase el índice o protocolo de la librería que llevaban los jesuitas para facilitar su trabajo, éste se excusó diciendo que no lo hallaba y "en caso que lo haia deberá estar interpelado en el cuerpo de las Librerías sin q[u]e se hubiesse advertido".41
Fabro tenía ya denuncias de haber sustraído objetos de las temporalidades-entre ellos libros-, y probablemente no quiso que se supiera cuantos eran al comparar el instrumento descriptivo con los faltantes. Tal vez, el índice estaba efectivamente extraviado, aunque no se tenga noticia de su posterior hallazgo para la realización de ese inventario. Lo cierto es que los contemporáneos tenían noticia acerca de su existencia.
En 1920 Pablo Cabrera lo desempolvó en el Archivo de la Catedral de Córdoba y, posteriormente, por gestiones del rector de la Universidad Dr. José Ortiz y Herrera, se colocó en la secretaría general donde, hasta el presente, se custodia en una de sus dependencias, la Biblioteca Mayor de la Universidad Nacional de Córdoba. En 1944 Guillermo Furlong abogaba por la publicación de este Índice y comparaba su edición con eximias publicaciones de su tiempo (Furlong, 1944: 50-51). Este trabajo tan anhelado, se ha realizado felizmente en 2005, bajo la dirección de Alfredo Fraschini.42
El Index Librorum Collegii Maximi Cordubensis terminado en 1757 y aumentado hasta la expulsión de los jesuitas a medida que la Librería Grande "aplicaba" más obras a sus anaqueles, se divide en tres tomos o índices encuadernados en un volumen con tapas de pergamino blando. El primero, contiene las obras ordenadas alfabéticamente por el nombre de pila de los autores, con indicación de la cantidad de tomos que las componen y el número del cajón de la biblioteca en que es posible localizarlas. El segundo, con un bello título en capitales epigráficas, recrea a los autores ordenados por sus apellidos, seguidos por sus títulos o dignidades y luego por sus nombres. Es curioso ver como el título de "Don", en latín "Dominus" no se le coloca a cualquier nombre, sino a un verdadero consagrado de las letras o a quienes efectivamente lo fueron por privilegio regio. Los apellidos compuestos se desglosan y se colocan en la respectiva letra, para que puedan ser identificados por cualquiera de las dos o tres entradas. El tercer tomo ayuda en la búsqueda por títulos de las obras en forma abreviada, seguidos por el nombre y apellido de sus autores.
Es interesante rescatar que cuando se hace referencia a las lumbreras de la Compañía de Jesús como Santo Tomás de Aquino, San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier y Francisco Suárez, se abandona para sus nombres la escritura bastarda española y aparecen en letras capitales epigráficas de gran módulo. Esta forma gráfica de destacar algún nombre es una constante en la mayoría de los libros manuscritos de la Universidad, como se puede constatar en otros.
El tomo I da algunas indicaciones particulares respecto de la ordenación física, pues advierte que con frecuencia la indicación del estante falta y ello se debe a dos causas "o porq[ue], aunq[ue] està aplicado à la Librería no ha entrado todavía en ella, ô porq[ue] aunq[ue] ha entrado, se ha perdido, ô â lo menos no se halla"43, en el tomo III se advierte que ese índice se ha hecho "de nuevo in totum". Estas advertencias dan la pauta de un instrumento descriptivo anterior que sirvió de base para la confección del que ha llegado a nosotros pues ¿cómo sabían la falta del libro en el anaquel-por pérdida o préstamo- sin un registro previo?, además, son muchísimos los libros que carecen de la indicación del anaquel como para confiar solamente en la memoria. Si el libro estaba "aplicado" pero aún no había entrado ¿cómo se sabía de su existencia sin un inventario que lo registrara? La mención que se ha hecho "de nuevo" es clara al respecto, señala que hubo un instrumento anterior.
Una vez, la signatura topográfica está reemplazada por la referencia "super mensam Bibliothecæ" (Fraschini, 2005: 15). Todo da idea del orden de los libros en los anaqueles, pero también sobre la mesa de lectura para una obra de referencia frecuente como el Calepinus.44
La búsqueda se facilitaba, además, por los tres índices onomásticos y de títulos, por una ordenación alfabética interna en cada uno de ellos, con sucesivas subdivisiones con letras capitales epigráficas destacadas que facilitan la búsqueda dentro del abecedario principal, por ejemplo: B ante A; B ante E; B ante I; B ante L y así sucesivamente. Cuando el primer nombre de pila del autor vg. "Ioannes" coincide con el primero de un segundo autor, se ordenaba por las primeras letras de su segundo nombre o en su defecto el apellido.
En las advertencias del índice de títulos se declara una división por materias que interiormente no se sigue estrictamente, pues los libros se alfabetizan por títulos y sólo cuando éstos incluyen en su enunciado la materia objeto se enumeran los tratados por autor:

Por haver muchos titulos, y obras de asuntos semejantes, todos estos se ponen debaxo de un mismo titulo vg. Debaxo del Titulo de Theologia Moralis estan todos los q[ue] han escrito Suma de Moral entera, allí se encontrará el Author q[ue] se busca citando la pagina del primer Índice, donde està con su titulo expresso.45

Eso no debe llevar a que se piense que se han seguido las clasificaciones por materia, que otros jesuitas han propuesto para sus bibliotecas y que influyeron en la forma de catalogar las entradas por materias, como la Bibliotheca selecta, qua agitur de ratione studiorum in historia, in disciplinis, in salute omnium procuranda (Romae, Typographia Apostolica,1593) del jesuita italiano Antonio Possevino; o Illustrius scriptorum religionis Societatis Jesu catalogus (Antuerpiae, ex Officina Plantiniana, 1680) del jesuita español Pedro de Ribadeneyra; o las tan mentadas Musei sive bibliothecae tam privatae quam publicae extructio, instructio, cura, usus libri IV (Lugduni, 1635) de Claude Clément y Systema bibliothecae Collegii parisiensis Societatis Jesu (1678), publicado en forma anónima por el bibliotecario del Colegio de Clermont de París el jesuita Jean Garnier (Miguel Alonso, 2006).
De todas esas obras, sólo poseía la Librería Grande de Córdoba la de Ribadeneyra. Es posible que, no obstante no tener a mano los ejemplos canonizados, la experiencia de estos hombres fuera sólida, avanzado ya el siglo XVIII. Esto fue posible por la consulta que habían realizado como estudiantes en bibliotecas europeas. Quienes hicieron el que estudiamos aquí, copiaron, seguramente, el modelo de catálogo de la biblioteca del colegio en que habían estudiado o al que habían sido destinados. En esos instrumentos descriptivos estaba presente el espíritu de los catálogos modélicos mencionados, en cuanto al orden de los libros.
La principal característica por la que se escribieron esos "manuales"-en algunos casos- fue para adoptar una clasificación temática común a todas las bibliotecas de la Compañía de Jesús y una disposición más o menos similar de cómo instalar y agrupar los libros en los recintos, pero poco de esa clasificación del conocimiento se ve en el Index quizá, porque como era una biblioteca pequeña, no se necesitaba un esquema tan complejo si se la comparaba con otros centros ignacianos americanos como México o Lima, o los europeos.
Si pensamos que las bibliotecas medievales y renacentistas no conocieron estos instrumentos mediadores entre el libro y el lector, porque al ser pequeñas sólo hacía falta la memoria del bibliotecario, se puede entender que este catálogo fuese exhaustivo en cuanto a la búsqueda y localización sin complicadas clasificaciones. Fue la invención de la imprenta la que provocó un incremento desmesurado de las bibliotecas y desde temprano se necesitó idear estos mediadores. El bibliotecario siguió siendo el intermediario, pero ayudaron a "objetivar" su memoria.
Quizá haya alguna influencia de la obra de Ribadeneyra en la elaboración del Index, justamente por poseerla la biblioteca, amén de ser sumamente simple lo que este jesuita proponía en sus bio-bibliografías, que estaban ordenadas alfabéticamente por el nombre de sus autores y contaba con un índice para la búsqueda por apellido y un índice de materias (Miguel Alonso, 2006). Algo de todo esto se ve en el Index Librorum de la Universidad de Córdoba del Tucumán.
Es de destacar que las signaturas topográficas de los volúmenes no se escribían en los lomos, ni en las tapas, y menos en el interior de los libros. En los muchos tomos que hemos examinado, a lo largo de nuestras diversas pesquisas, solamente hemos encontrado uno con una indicación que alude a su ubicación física: "Es de la Libreria de la Comp[añi]a de Jh[esu]s del Colleg[i]o Max[im]o de Cordova. Cajon, ô, n[umer]o 29"46, lo que no quita que pueda haber muchos más, pero la regla general parece haber sido no colocar en el libro su ubicación.

5. El bibliotecario

Después de la portada del primer tomo del Index se indican las "Reglas del Bibliotecario"-Regulæ Bibliothecarii-, que se componen de nueve disposiciones que debe tener en cuenta para el recinto, los libros y los usuarios. Daisy Rípodas Ardanaz las resume y explica: el bibliotecario es el responsable tanto de la custodia, ordenamiento y buena conservación de los libros, como del servicio de estos a los lectores. Maneja las llaves del local; ubica físicamente los libros en los sectores temáticos indicados por inscripciones en los anaqueles; los coloca para que el título de cada uno pueda ser fácilmente detectado por la vista; lleva un catálogo dividido por materias; vigila que se barra el piso del recinto, se quite el polvo de los libros en días determinados y se cuide que la humedad no los dañe. Mediante la consulta del Index librorum prohibitorum no debe dejar para el uso común aquellos libros condenados; posibilita la lectura de los demás dentro de la biblioteca y realiza préstamos en la casa o fuera de ella, previa licencia de un superior anotándolos en un registro, procurando su devolución dentro de los ocho días para los que sean de uso frecuente (Rípodas Ardanaz, 1999: 250).
Nada indica que esta normativa se llevara al pie de la letra en las bibliotecas cordobesas jesuíticas. Estos reglamentos bibliotecarios que reproduce la primera página del Índice no hacen otra cosa que transcribir-con algunos matices, pues faltan las números 9,10 y 11- las Regulae Praefecti Bibliothecae contenidas en las Regulae Societatis Iesus, que buscaban normalizar las funciones y procedimientos de los cargos en lo interno de la orden, entre ellos, el de bibliotecario o prefecto de la biblioteca en todos las residencias y colegios.
Para Aurora Miguel Alonso, el espíritu de estos reglamentos es claramente restrictivo en cuanto a la facilidad de acceso al fondo y sostiene que el espíritu de la Compañía desde su fundación fue que el acceso a la información debía estar mediatizado por la autoridad eclesiástica, para salvaguarda de la ortodoxia católica (Miguel Alonso, 2006).
A nuestro juicio, lo que quiere representar este texto, al inicio del catálogo que describe el contenido del fondo, es una manifestación de intención en pos de esa homogeneización de los fondos de las bibliotecas de la Compañía-donde recorriendo diversos inventarios y catálogos se puede tener una idea de un grupo importante de estratégicos autores, presentes en todos, sean pequeños, medianos o grandes- en una búsqueda de un "lector universal" de cuño jesuítico a través de sus centros de enseñanza; fiel, claro está, al espíritu tridentino del que la Compañía era la principal empresaria.
No obstante, muchas recomendaciones de estos reglamentos sí se cumplieron, como los registros que se debían llevar para los libros; la presencia en el Index de libros sin la signatura topográfica muestra que se sabía de su existencia por otro registro, que sería tal vez uno de préstamo, como pedían las reglas del bibliotecario. Además, es evidente que este tipo de auxiliar descriptivo era para el uso exclusivo del bibliotecario, porque no se hace distinción entre los libros prohibidos y los que no lo están. Hay presencia de libros de corte filojansenista-muy combatidos por la Compañía- que están anotados y con su ubicación física como la Historia Eclesiástica de Natal Alejandro.
Se sigue al pie de la letra, aparentemente, la regla número uno: "que la Biblioteca tenga un índice de libros prohibidos para que (el bibliotecario) observe que por casualidad no haya alguno de los prohibidos entre ellos o de aquellos cuyo uso no debe ser común".47
La biblioteca posee en sus estantes la última edición del Index librorum prohibitorum al momento de la redacción del instrumento descriptivo que analizamos en 1757. Se trata de la edición de 1747 de Francisco Pérez del Prado, en cuya composición habían tomado parte los jesuitas José Cassani y José Carrasco y había sido director de la edición el primero de ellos.
Además del cumplimiento a la letra de estos reglamentos bibliotecarios, la actualidad del índice se debe también a que en Córdoba durante gran parte del siglo XVII y XVIII fueron jesuitas los comisarios nombrados por el Santo Oficio.
Salvo el texto de las regulæ bibliothecarii, no hemos encontrado prácticamente mención al quehacer de éste, ni de quienes lo ejercían, tanto en el período de administración jesuítica como en el franciscano. Un solo texto a fines del siglo XVIII hace referencia, suponemos a la biblioteca del Colegio de Monserrat, donde ejercía el cargo un alumno potosino Agustín Muñoz, según lo que anotara de él en 1788 el rector48. Si diversos cargos dentro del gobierno de ese colegio lo ejercían alumnos, incluso el puesto de secretario de la Universidad en algunos períodos, sería plausible pensar que por la falta de fondos a fines de ese siglo fueran los alumnos quienes sirvieran los libros una vez expulsados los jesuitas, porque antes con seguridad lo haría uno de sus filas.
La próxima mención de la figura del bibliotecario es de 1818, cuando la biblioteca universitaria se reabre y se hace pública, por la gestión del entonces gobernador intendente Dr. Manuel Antonio Castro, quien nombra director de la misma al presbítero José Gabriel Castro. Ese año el cabildo de la ciudad recibió un pedido del gobernador para que auxiliase a la reciente fundación con dinero o libros. Se resolvió, entonces, destinar cien pesos de la tercera parte de las herencias transversales acordadas al municipio para nombrar un ayudante auxiliar del director. Así, lo agradecía el vicerrector de la Universidad Joaquín Pérez el 27 de noviembre de 1818 y, a continuación, el cabildo leía el nombramiento hecho por el poder ejecutivo provincial en la persona del Lic. José Manuel Vélez, como segundo bibliotecario49, personaje que finalmente había logrado su objetivo de permanecer entre los libros de los antiguos jesuitas.
Vélez representa uno de esos casos de amor por los libros, pues estuvo siempre en torno a los avatares de la colección universitaria. Al igual que él, otros, del siglo XVIII cordobés debieron leer las lecturas más variadas. Estos universitarios eran sutilmente lectores cultos, pues estaban inmersos en la cultura que su siglo les ofrecía y esa vorágine los envolvía de tal manera que agigantaba sus ideas, sus emociones, sus proyectos.

6. Conclusiones

El sistema de bibliotecas institucionales que la Compañía de Jesús construyó paulatinamente se componía de tres fondos, la de su Colegio Máximo, la del Noviciado y la del Colegio de Monserrat, en ese orden de antigüedad en su conformación. Todas sirvieron al uso de los estudiantes universitarios, además de las que guardaban las estancias durante el período de vacaciones estivales-la más voluminosa estaba en la estancia de Santa Catalina, justamente porque allí residieron varios cronistas de la orden.
¿Cómo se acrecentó el patrimonio librario de estas bibliotecas? Fundamentalmente, a través de remesas de libros que traían los propios jesuitas cuando eran enviados con encargos especiales de la orden a Europa-asistencia a las congregaciones generales, procuradores para iniciar y mover trámites en la corte, entre otros-. No sólo traían libros para sus bibliotecas institucionales, sino también para particulares. Otra forma de incremento patrimonial se hizo por donaciones de bibliotecas privadas-algunos exalumnos y prelados- o por dinero que los postulantes donaban al ingresar a la Compañía.
La supervivencia del libro manuscrito, posterior a la invención y expansión de la imprenta, que en Europa ha dado lugar a muchísimas comunicaciones académicas, se dio puntualmente en estas tierras, donde la circulación del libro impreso era, sin lugar a dudas, de menores dimensiones que en el Viejo Mundo. La llamada Librería Grande universitaria, poseía una sección de estos, muchos de ellos eran trabajos de los profesores de las cátedras o la copia de libros raros o de difícil acceso pero, sin duda, de mucha consulta. Todos ellos también contribuían a engrosar los fondos.
Algunos libros se prestaban a domicilio, por lo que eran cuasi-públicas. También había un sector de ventas de textos a particulares -varios alumnos y exalumnos- de los que los jesuitas traían o encargaban en cada viaje.
Existieron algunas prácticas poco convencionales como enajenar libros por algunos ignacianos sin autorización de las jerarquías o sustraerlos de las bibliotecas sin devolverlos prontamente, lo que dio lugar a varias disposiciones prohibiendo y censurando esas costumbres. Algunas prohibiciones se escribían en las propias portadas de los libros para ser leídas durante la consulta y no alegar luego ignorancia.
La expulsión de la Compañía de Jesús significó un profundo cambio ideológico en la Universidad y sus colegios satélites, nuevas concepciones acerca de la relación de los súbditos con el soberano y las instituciones de la monarquía vinieron a ocupar su espacio en las cátedras. La primera manifestación, en lo que a la fortuna de las bibliotecas se refiere, fue la desmembración de los fondos originales jesuíticos que, en muchos casos, fueron a conformar otros. Pero, prima facie se contemplaron las mayores vilezas humanas, ya que los libros fueron descuidados, rotos, hurtados y vendidos ilegalmente, por muchos de los funcionarios que debían velar por su guarda y conservación.
Desde la perspectiva de la cultura escrita, la primera manifestación tangible del reformismo borbónico, además de la expulsión y de que la corporación fuera entregada a los franciscanos para su administración -quienes aseguraron la implementación del plan monárquico- fue el pedido del gobernador de Buenos Aires-vicepatrón de la Universidad- de que se confeccionara una lista de los libros jesuitas que sostuvieran la doctrina del probabilismo y la manera particular ignaciana de abordar la teología política que ahora se buscaba desterrar y remitiesen lista y libros a Buenos Aires. Importante es destacar que, si bien separados de la consulta, los libros para 1807 todavía no habían salido de Córdoba.
Igualmente se pedía separar los libros de gramáticas y vocabularios indígenas por dos motivos principales, uno para que sirviesen a los nuevos doctrineros a los que se les había entregado las misiones jesuíticas y, segundo, para que se hiciese probablemente inspección del contenido ideológico que a través de ellos se impartía-los jesuitas habían sido acusados de fomentar rebeliones indígenas después de la firma del Tratado de Madrid en 1750, en que siete misiones españolas habían pasado a territorio portugués.
Existió un denodado esfuerzo y gestiones por parte de los franciscanos, para que los libros de las antiguas librerías, en manos ahora de la Junta de Temporalidades, volvieran al uso de la Universidad. Del estudio pormenorizado del iter de los libros se concluye que, prácticamente, durante toda la administración franciscana de la Universidad y los colegios no tuvieron a disposición lo que quedó de las bibliotecas, la única que debieron poder consultar los alumnos fue la biblioteca conventual de los seráficos. No obstante, los franciscanos continuaron comprando obras-acordes a los nuevos vientos regalistas y rigoristas que corrían- para incrementar o intentar reconstruir una biblioteca universitaria.
En cuanto a la ordenación física y conceptual de los fondos y a los instrumentos descriptivos, se sabe que los libros eran ordenados por tamaños como era la usanza en la mayoría de las bibliotecas de la Edad Moderna, los más grandes abajo y en forma horizontal, con los títulos de los lomos colocados para la lectura y los más pequeños arriba, para la estabilidad de los cajones, de acuerdo con los principios de la gravedad.
También para realizar los inventarios se los ordenaba por tamaños y luego, internamente, por abecedario, lo cual era una costumbre difundida en Córdoba. Las signaturas topográficas de los volúmenes no se escribían ni en los lomos, ni en las tapas o en el interior de los libros, sólo estaban indicadas en un índice.
El Index de los libros, como instrumento descriptivo, se terminó de hacer en 1757 y luego se aumentó con las entradas de nuevos libros hasta el extrañamiento de la Compañía. Este trabajo ha mostrado que se hizo sobre la base de otro, posiblemente de similar organización, que existía previamente. El mismo no siguió particularmente la disposición de las obras clásicas de los jesuitas, en base a las cuales se organizaron casi todas las bibliotecas de sus establecimientos, pues de todas ellas sólo el Illustrius scriptorum religionis Societatis Jesu catalogus de Ribadeneyra estaba en los anaqueles. De todos modos, es difícil determinar la influencia de la obra de este bibliotecario en el systema bibliothecæ cordobés, porque la misma es muy simple, al igual que la organización del índice universitario. Nos inclinamos a pensar que los ignacianos que elaboraron el instrumento descriptivo de 1757, reprodujeron el sistema que aprendieron o consultaron en las bibliotecas de sus colegios de formación europeos, seguramente muchos de los cuales estaban inspirados en las lumbreras bibliotecarias de la orden.
Sobre la función del bibliotecario las fuentes callan y sólo nos dejan entrever indicios. Creemos que durante la administración jesuita un miembro de la orden era quien estaba a cargo de las bibliotecas. Luego de la expulsión, por razones de presupuesto y por lo diezmada que estaba la antigua librería, eran los propios alumnos, designados por el rector, quienes hacían las veces y servían la información.
El Index en su portada tiene una serie de recomendaciones que debe tener el bibliotecario, que no difieren de las que se estilaba poner para todos los colegios y residencias de la orden jesuita. Pensamos que era más bien una carta de intención a fin de homogeneizar el trabajo bibliotecario y que no debía llevarse al pie de la letra en la práctica.
El espíritu de la normativa era restrictivo para la accesibilidad del fondo, pues se debía salvaguardar la ortodoxia. Por eso, el auxiliar descriptivo era para el uso exclusivo del bibliotecario porque no se hace distinción entre los libros prohibidos y los que no lo estaban.
Con todo, se ha pretendido esbozar las representaciones y las prácticas en un sistema de bibliotecas de Antiguo Régimen en el Tucumán colonial.

Notas

Nos hemos servido de la edición de la Cuarta Parte Principal de las Constituciones, que se incluyó bajo el título "Constituciones de la Compañía de Jesús" en (Constituciones, 1944: 37-73), que fueron a su vez tomadas de la edición madrileña bilingüe de 1892, Constitutiones Societatis Jesu latinæ et hispanicæ cum earum declarationibus.

2  Usaremos para este trabajo la terminología, producto de la clasificación de bibliotecas coloniales, que ofrece Alejandro E. Parada (2003).

3  Archivo Histórico de la Provincia de Córdoba "Mons. Pablo Cabrera" (AHPC), Temporalidades, tomo único, f.5r.

4  Juan Marín (1654-1725), Theologia speculative et moralis, Venetiis (Venecia), Ex Tipographia Balleoniana, 1720.

5  Claude Lacroix (1652-1714), Theologia moralis antehac ex probatis Auctoribus breviter concinnata a R[everendo] P[atre] Hermano Busembaum S. I... Editio a mendis fere innumeris, Venetiis (Venecia), apud Nicolaum Pezzana (Nicola Pezzana), 1719.

6  Se han consultado las Cartas Anuas cuyas traducciones y transcripciones manuscritas, realizadas por el P. Carlos Leonhardt, se conservan en el Archivo y Biblioteca del Colegio del Salvador en Buenos Aires. Ellas corresponden a los años 1652; 1658-1660; 1659-1662; 1663-1666; 1667-1669; 1672-1675; 1681-1692; 1682-1688; 1689-1700; 1714-1720; 1720-1730; 1730-1735; 1735-1743; 1750-1756 y 1756-1762, y las ediciones documentales siguientes: 1609-1614 y 1615-1637 (Leonhardt, 1927); 1637-1639 (Maeder, 1984); 1632-1634 (Maeder, 1990); 1641-1643 (Maeder, 1996); 1644 (Maeder, 2000); 1645-1646 y 1647-1649 (Maeder, 2007).

7  Cartas Anuas de 1714-1720, s/f.

8  Furlong comete aquí un error cronológico al indicar el año de la remesa (1711). Luego en su obra Nacimiento y desarrollo de la Filosofía en el Río de la Plata (1536-1810), p. 163, consigna que Burgés pisó tierras platenses el 8 de abril de 1712.

9  En la página 45 Furlong habla de 1731, y en la citada, 1737, para el regreso de Machioni.

10 Martino Bonacina (1585-1631), Opera omnia recens in tres tomos distributa, Antuerpiæ (Amberes), apud Iacobum Meursium (Jacques Meursius), 1635.

11 Juan de Lugo, card. (1583-1660), Disputationes de Iustitia et Iure... Editio novissima a mendis expurgata, Lugduni (Lyon), sumpt[ibus] Philippi Borde, Laurentii Arnaud, et Claudii Rigaud (Philippe Borde, Laurent Arnaud y Claude Rigaud), 1646 (tomo I). Hay dos ejemplares de esta edición en la biblioteca.

12 Dudosa lectura del año. El papel está muy calado por insectos xilófagos. Paul Laymann (1574-1635), Theologia moralis quinque libros complectens. Editio novissima, prioribus emendatior, Lugduni (Lyon), sumptibus Ioannis Baptistæ Bourlier, et Laurentii Aubin (Jean Baptiste Bourlier y Laurent Aubin), 1674.

13 Concilia Limana, Constitutiones Synodales et alia utilia monumenta, quibus Beatus Toribius, Archiepiscopus limanus, Ecclesias Peruani Imperii mirifice illustravit. Nunc denuò exarata studio et diligentia. D[octo]ris D[omini] Francisci de Montalvo, hispalensis, Ordinis Sancti Antonii, Romæ (Roma), ex typographia Iosephi Vannacii (José Vanacci), 1684.

14 Daisy Rípodas Ardanaz dice que la biblioteca del Colegio del Salvador, que los jesuitas tenían en Buenos Aires, contaba con estantes de madera tallados con coronamientos, mesa, sillas y dos escaleras de mano.

15 Colección documental "Mons. Dr. Pablo Cabrera", Biblioteca Central "Elma Kolhmeyer de Estrabou", Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba. Ex Instituto de Estudios Americanistas (IEA), documentos nº/s. 2689 y 2587.

16 Ibid., documento nº 2609.

17 José Manuel Peramás, "Diario del Destierro o La expulsión de los Jesuitas de América en tiempo de Carlos III", núm. 57 (Furlong, 1952b).

18 IEA, Colección documental "Mons. Dr. Pablo Cabrera", documento nº 2754.

19 No hemos podido encontrar la real cédula que obedeció Vértiz, sí una reiteración de la disposición real salió el 6 de mayo de 1772.

20 IEA, Colección documental "Mons. Dr. Pablo Cabrera", documento nº 2616.

21 Así, por los dominicos, el vicario in capite y prior Fr. Feliciano Cabrera designó a Fr. Ignacio Morales; por los franciscanos, el guardián Fr. Antonio López eligió a Fr. Joseph Blas Agüero que era lector jubilado, examinador y consultor del Santo Oficio y definidor; por los mercedarios, el comendador Fr. Pedro Nolasco Melga­rejo nombró a Fr. José Faustino Alvarez; por el clero diocesano, el provisor y vicario del obispado Dr. José Javier Sarmiento nombró al Dr. José Antonio Moyano; y por la Junta de Temporalidades, el elegido fue Francis­co Javier de la Torre. Todos juraron conforme a lo prevenido en la carta circular del 29 de julio de 1767, de los merce­darios hizo el juramento Fr. José Domingo Moyano que era lector y maestro de novicios, por encontrarse Fr. José Faustino Álvarez ausente. Todos los presentes incluidos el alcalde de primer voto José Benito Acosta y el encargado de ejecución de la expulsión sargento mayor Fernando Fabro se comprometían a asistir todos los días desde 8 a 10 por la mañana y luego de 4 a 6 horas por la tarde, hasta la conclusión del trabajo. IEA, Colección documental "Mons. Dr. Pablo Cabrera", documento nº 2759.

22 Ibid.

23 Por los dominicos se nombra al lector Fr. José Rodríguez; por los franciscanos al padre regente Fr. José Dill, lector jubilado; por los mercedarios siguió Fr. José Faustino Álvarez; por el clero secular siguió el Dr. José Antonio Moyano y, por parte de la junta se nombra al Don Dalmacio Vélez (padre de Dalmacio Vélez Sarsfield), ofreciéndosele pagar por trabajo. Ibid.

24 IEA, Colección documental "Mons. Dr. Pablo Cabrera", documento nº 2766.

25 Ibid.

26 IEA, Colección documental "Mons. Dr. Pablo Cabrera", documento nº 2629.

27 Archivo General e Histórico de la Universidad Nacional de Córdoba (AGHUNC), Colección P. Zenón Bustos, lib. 2, leg. 9. Acta capitular del 02/03/1774.

28 IEA, Colección documental "Mons. Dr. Pablo Cabrera", documento nº 9038.

29 IEA, Colección documental "Mons. Dr. Pablo Cabrera", documento nº 9043.

30 IEA, Colección documental "Mons. Dr. Pablo Cabrera", documento nº 2783.

31 "Constituciones redactadas por el Illmo. Obispo Fray José Antonio de San Alberto" (1784), tít. XV, const. 136, en (Constituciones, 1944).

32 IEA, Colección documental "Mons. Dr. Pablo Cabrera", documento nº 2786.

33 Fraschini transcribe el decreto en su estudio preliminar. No coincidimos con la hipótesis del autor-que no aporta ninguna evidencia documental- de que el deán Funes y Fr. Cayetano Rodríguez tuvieron que ver en el asesoramiento, beneplácito y gestión para que la antigua librería jesuítica se llevara a Buenos Aires (p. 7); tampoco con la afirmación de que el deán apresuró el traslado de los libros a la capital porteña para que los jesuitas "cercanos a posiciones conservadoras" [¿?] "no volvieran a reunirse con sus libros, piezas fundamentales en la posible recuperación de su antiguo esplendor" (p. 7). El autor de este estudio preliminar ignora el beneplácito, agradecimiento y contactos permanentes que los Funes-Ambrosio y Gregorio- continuaron teniendo con algunos maestros jesuitas a través de la distancia y de un fluido epistolario, parte del cual publicó en 1920 Pedro Grenón. También desconoce la enjundia que expresa Gregorio Funes para la labor educativa y pastoral de los jesuitas en su Ensayo, o las palabras elogiosas para la orden ignaciana que intercambiaba con su hermano Ambrosio en el epistolario que publicó la revista Atlántida en 1911. Justamente en este último -mantenido con su hermano cuando Gregorio estaba en Buenos Aires desde 1810 hasta la cercanía de su muerte- en el que se trataron los temas más secretos y se pasaron los consejos más delicados en temas políticos, hubiera quedado evidencia sobre un tema baladí, por entonces, como el traslado de la biblioteca a Buenos Aires. Recordamos aquí algunas palabras de Gregorio Funes en su Ensayo sobre la vieja biblioteca jesuítica: "entre otras pérdidas no es la menos importante la de la famosa biblioteca que poseía el Colegio Grande. Su destrozo empezó bien presto á indicar la falta de dueño".

34 IEA, Colección documental "Mons. Dr. Pablo Cabrera", documento nº/s. 655, 2673 y 9053.

35 IEA, Colección documental "Mons. Dr. Pablo Cabrera", documento nº 2674.

36 IEA, Colección documental "Mons. Dr. Pablo Cabrera", documento nº/s. 3817 y 100.

37 IEA, Colección documental "Mons. Dr. Pablo Cabrera", documento nº 2788.

38 IEA, Colección documental "Mons. Dr. Pablo Cabrera", documento nº 2676 y 2788.

39 Los librillos tienen su destino.

40 Tomamos este título ordo librorum de Conrad Gesner quien fue el primero que lo usó en su Bibliotheca universalis (1545), (Burke, 2002: 124).

41 IEA, Colección documental "Mons. Dr. Pablo Cabrera", documento nº 2759.

42 Aunque disentimos con algunas hipótesis que el autor sostiene en su estudio preliminar, el trabajo es un invalorable aporte, fruto de mucha paciencia y esmero en la reconstrucción del elenco de libros de la biblioteca jesuítica. Leer también la recensión de este trabajo realizada por Esteban Llamosas (2005: 503-506). La temática del Index dio lugar a una publicación anterior, en cuyo "Apéndice" se reproduce el mismo, trabajo realizado por Esteban Llamosas (Aspell y Page, 2000: 145-245). Para la consulta de este elenco leer previamente su recensión (Rípodas Ardanaz, 2002: 309-314).

43 Index Librorum Bibliothecae Collegii Maximi Cordvbensis Societatis Iesv, edición al cuidado de Alfredo Fraschini, Tomus Primus: Index Avthorum Opervmque, Advertencias (p. 137).

44 Ambrosio Calepino (1435-1511) fue un erudito italiano que escribió un diccionario muy citado en la Edad Moderna sobre siete lenguas y las diferentes combinaciones.

45 Index Librorum..., volumen II, p. 615.

46 Juan de la Santísima Trinidad, Suplemento de el Crisol Theologico Moral en que por abecedario se suplen los vocablos, y materias que se echan menos en los dos tomos de dicho Crisol. Compuesto por... En Madrid, por Blas de Villanueva, 1711.

47 Indicem librorum prohibitorum Bibliotheca habeat, ut videat, ne fortè ullus sit, inter eos ex prohibitis aut a eiis quorum usus communis esse non debet. Index Librorum..., volumen I, p. 135.

48 ACM, Libro pribado..., cit, p. 21.

49 Archivo Municial de Córdoba, Actas Capitulares. Libro Cuadragésimo Noveno, Córdoba, 1968, pp. 149, 156 y 160. Actas capitulares de los días 4 de septiembre, 3 y 27 de noviembre de 1818.

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