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Información, cultura y sociedad

versión On-line ISSN 1851-1740

Inf. cult. soc.  no.31 Ciudad Autónoma de Buenos Aires dic. 2014

 

ARTÍCULOS

Antecedentes del derecho de autor en México: legislación peninsular, indiana y criolla

Antecedents of Copyright in Mexico: Peninsular, Indian and Creole Legislation

 

Ariel Antonio Morán Reyes

Instituto de Investigaciones Bibliotecológicas y de Información, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) / a.moran@comunidad.unam.mx

Artículo recibido: 5-03-2014.
Aceptado: 29-04-2014

 


Resumen

El objetivo principal de este artículo es exponer los orígenes de la legislación autoral mexicana en sus tres dimensiones jurídicas: la peninsular, la indiana y la criolla. Además, se busca analizar y comparar las coincidencias y discrepancias entre las resoluciones legales abocadas a la garantía del derecho de autor halladas en disposiciones como la Recopilación de Leyes de Indias y otras coetáneas, y algunas del régimen jurídico contemporáneo, ya sea por influencias o por similitudes en el desarrollo.

Palabras clave: Derecho de autor; Depósito legal; Control bibliográfico nacional; Legislación bibliotecaria

Abstract

The main objective of this article is to expose the origins of the Mexican copyright's law in its three legal dimensions: Peninsular, Indian and Creole. In addition, it seeks to analyze and compare the similarities and differences between legal rulings dedicated to guarantee intellectual property provisions as found in the Collection of Laws of the Indies, and some of the contemporary legal system, either by influences or by similarities in development.

Keywords: Copyright; Legal Deposit; National Bibliographic Control; Library Legislation


 

 Justamente entonces, cuando ha dejado de pertenecer al autor y al editor, el libro se halla expuesto a las humillaciones más grandes o a los más elevados homenajes.
Vicente Quirarte: Los aliados del libro

 

Introducción

El estudio de la legislación sobre las quehaceres concretos que rodean a los documentos (creación, confección, difusión, comercio, lectura), resulta relevante no sólo porque en ellos se expone el marco legal de los procesos que encierran a los escritos, sino que, a través del estudio del incumplimiento de estas normativas, se pueden dilucidar las vicisitudes del libro de forma integral, al analizar precisamente las causas de esta transgresión, por ejemplo, lo vertido en las reseñas de confiscación.
El presente documento presenta los antecedentes del derecho de autor en México hallados en la legislación indiana, tanto en la peninsular como en la criolla. Además, presenta, a partir de la investigación documental, un análisis conceptual y comparativo entre aquellas similitudes encontradas, ya sea por efecto de influencias manifiestas o por semejanzas en el devenir histórico. De esta manera, el estudio de algunas prácticas sociales parece ser capaz de revelar, entre grupos distanciados desde hace mucho tiempo, parentescos insospechados, ya sea por diferencias políticas o culturales. Como lo asentó Miguel Macedo, el derecho mexicano "es de plena filiación española y, por lo mismo, europea" (1931: 13).
Las primeras muestras de protección a la propiedad literaria para documentos impresos, a través de medidas de control bibliográfico en la América Hispánica, tienen sus antecedentes en las normativas castellanas de finales del siglo XV y de principios del siglo XVI. También con el establecimiento paulatino de los índices o rúbricas, en los cuales se asentaban todas las digresiones concernientes a los testimonios manifestados de un hecho, regularmente sobre un negocio o compromiso contractual. Existieron muchas clases de "actos testificados" en las funciones de los fedatarios públicos, entre las cuales destacan  las capitulaciones, compromisos, permutas, codicilos y, sobre todo, las procuras.
Empero, existieron disposiciones legales con mucha mayor presencia y resolución jurídica en la organización política del régimen hispano, entre las cuales destacan las Leyes de las Cortes de Toro, las Leyes de Madrid, además de algunas Pragmáticas reales, impregnadas todas ellas del proyecto y propósitos de los Reyes Católicos y de la Reina Juana, tal es así, que dichos preceptos marcaron los primeros años del siglo XVI, época denominada por estudiosos como Alicia Perales como de "represión bibliográfica" (Perales Ojeda, 2002: 28).
Algunos de los sucesores reales también aplicaron dicha política de restricción para la impresión de libros. En 1554, el emperador Carlos I aportó un elemento determinante para concebir al depósito legal actual, en el cual reside el antecedente del derecho de autor, y consiste en que al documento registrado "ninguna cosa se pueda añadir o alterar en la impresión" (Eguízabal, 1879: 8).

La legislación peninsular

Durante la etapa en la que las tierras mexicanas estuvieron sometidas al yugo español, y a su particular contexto jurídico in albis, el derechos de autor estaba contemplado en lo que podría denominarse un cierto tipo de control bibliográfico con algunas características propias del depósito legal, pero que, más allá de ser una obligación contraída al momento de producir un documento, fungía también como una garantía a la propiedad literaria de los autores.
Una referencia que busca establecer un antecedente primario, procede de las pesquisas de Jesús García Pérez, quien menciona:

En el contexto de México al referirnos al derecho de autor hay que aclarar que éste tiene sus antecedentes en el depósito legal, el cual se instituyó con el propósito de controlar las obras que se editaban en la época colonial y constituía el medio para garantizar la propiedad intelectual de esa época. Así, el depósito legal y diversos ordenamientos jurídicos como las constituciones de 1814, 1822 y 1846, y los códigos civiles de 1870 y 1928, enmarcan las pautas y orígenes de lo que hoy se denomina en México Ley Federal de Derecho de Autor.
Con base en lo precedente se puede precisar que fue en 1716, cuando Felipe V, en España, con la Real Cédula del 15 de octubre concedió a la Biblioteca Real el privilegio de recibir un ejemplar de cuántos libros y papeles se imprimiesen. Esta disposición se reitera y confirma en años posteriores, así, en 1761 se insiste en que los impresores deben entregar un ejemplar de todo lo que impriman, y deberán hacerlo antes de poner a la venta la obra o anunciarse en la Gaceta (García Pérez, 2009: 282). 

Lo primero que se hace apremiante aclarar es que esto no es del todo correcto, ya que existen fechas mucho más anteriores a este antecedente, tanto para la legislación indiana como para la castellana, en cuanto a una disposición para un depósito legal. Los antecedentes para un depósito legal en la Nueva España datan de mediados del siglo XVII, como se mostrará más adelante, casi cien años antes a lo arriba señalado.
Para el contexto castellano, el antecedente de legislación autoral más importante se remonta a 1502, soslayando las arcaicas disposiciones del siglo XV, cuando la Corona solicitó se entregaran algunos ejemplares de cada impreso, aunque en realidad lo que se procuraba era el control de la elaboración de libros y la limitación de su difusión masiva, por lo que también se comenzaron a expedir permisos y privilegios, conformándose, a su vez, una eficiente relación de impresores con licencia. Los privilegios suponían la consecución de una licencia administrativa, es decir, que otorgaban la permisividad para imprimir a una persona, institución o sociedad, con explícita exclusividad con respecto a ciertas obras durante algún tiempo, el cual podía extenderse a herederos. Empero, la licencia como tal -a diferencia del privilegio- no contemplaba la mencionada exclusividad, sino la mera autorización para imprimir. La obligación de remitir los ejemplares a las autoridades atañía a todos los que hubieran manifestado la solicitud de la licencia o privilegio, en cualquier reino o territorio del imperio, tomando en cuenta que las licencias podían proceder de autoridades civiles o religiosas (Pedraza Gracia, 2008: 170). Sin embargo, para ese entonces:

[…] no existe un privilegio que cubra toda España. Esta concesión de exclusiva de edición que tiene el poseedor de un privilegio abarca sólo un reino o un conjunto de reinos. Todo privilegio es una concesión del rey, que la realiza directamente en los reinos de Castilla o para el conjunto de reinos de la Corona de Aragón, mientras que en los demás reinos, en cada uno de los que componen la Corona de Aragón y en el de Navarra es concedido en nombre del rey por el respectivo virrey (Moll Roqueta, 1996: 28).

La intervención de las autoridades se precisa, sucintamente, en la concesión de privilegios, licencias, la estipulación de tasas, la aprobación o la censura de libros. A pesar de lo dicho anteriormente, ante la inexistencia de privilegios con cobertura superior, puede decirse que sí hubieron prohibiciones de carácter general, como la Pragmática de 1558, sobre la impresión y libros, la cual hace un llamamiento, a título de Felipe II, a "las autoridades de todas las ciudades, villas y lugares de los nuestros reynos y señoríos, e a cada vno e qualquier de vos en vuestros lugares e jurisdicciones, e a otras qualesquier personas a quien lo contenido en esta nuestra carta toca e atañe" (Reyes Gómez, 2000: 799). De igual forma aunque los privilegios y licencias los otorgaba el monarca, la autorización para la impresión la podían conceder en su nombre otras autoridades, como lo exponen Moll y Pedraza.
Este tipo de control bibliográfico de alguna manera salvaguardaba el derecho de autor, quedando establecido de facto este aspecto en la lista que se entregaba, además de los respectivos ejemplares, ya que, aunado al nombre de la imprenta, lugar de establecimiento y su propietario o editor financiero, se asentaban los datos de los autores y el título de las obras, cuyo contenido también debía ser aprobado.
Esta forma primaria de control bibliográfico mantiene una similitud muy particular a lo que en la actualidad se realiza en México, por supuesto con sus salvedades, con el constituido Registro Público del Derecho de Autor (RPDA), ya que estas formas de registro siguen mostrando formas de control de responsabilidad. Durante la inscripción al mismo debe expresarse:

[…] el nombre del autor y, en su caso, la fecha de su muerte, nacionalidad y domicilio, el título de la obra, la fecha de divulgación, si es una obra por encargo y el titular del derecho patrimonial. Para registrar una obra escrita bajo seudónimo, se acompañarán a la solicitud en sobre cerrado los datos de identificación del autor, bajo la responsabilidad del solicitante del registro (Ley Federal del Derecho de Autor, 2003: 6 y 27).

La similitud no radica solamente en el cúmulo de datos vertidos en el registro y en las formas de obtenerlos, sino en cuanto a las figuras jurídicas que intervienen en el mismo, además de la  protección a los titulares de los derechos morales, conexos y patrimoniales. En el caso de los privilegios, también podían ser transmitidos o cedidos, como en cualquier trámite comercial o negocio. Si bien, en la actualidad el fedatario competente ya no es propiamente un notario, sí se mantienen las formas del protocolo fedatario que tan profusamente ha descrito la documentación notarial, como la hechura de los formularios, su actuación y competencia en la esfera de actividades privadas y el sistema de consulta de protocolos con índices, para la recuperación de datos. El primer nexo que se hace presente en la construcción de una argumentación de la pervivencia de estas formas jurídicas, es la aplicación -tanto en la metrópoli como en las Capitanías Americanas- de un mismo criterio en materia de relaciones de propiedad. Es decir, ya que el derecho castellano era quien determinaba las directrices del derecho privado, tanto civil como mercantil, tanto en la Península como en las Indias americanas, este fue por mucho tiempo la única normatividad que subsistió en las antiguas colonias.
Específicamente, a través de la historia de la legislación autoral en la América Hispánica, son los individuos que detentan el derecho a explotar la obra quienes han tenido la personalidad jurídica para registrar la obra. Anteriormente, eran los dueños de los talleres de impresión con licencia los que realizaban el asiento en la relación de libros entregados a las autoridades revisoras -como el Consejo de Indias o el de Castilla- ostentando los títulos que editaban. En la actualidad, los que llevan a cabo la inscripción en el Registro Público mexicano son, igualmente, los mismos titulares de los derechos patrimoniales, denominados legalmente "representantes del registro", que, según la tendencia industrial actual, casi siempre es la casa editorial, a pesar de que el titular original del derecho patrimonial es el autor.
Los titulares de los derechos patrimoniales debían cumplir también, como garantía, con el "pago de derechos", es decir las obligaciones contravenidas por el goce y beneficio de explotación. A partir de 1548, todos aquellos que habían obtenido por parte de los autores la cesión de derechos (para poder comerciar los títulos) debían pagar ciertos impuestos, y dicho pago garantizaba la permanencia de los privilegios; en este contexto ya se hablaba de un "provecho universal" ligado a los privilegios de las obras. Entre los impuestos a liberar estaban el de la avería, para el mantenimiento de los navíos que escoltaban a los galeones que transportaban los libros y otras mercancías. No obstante, los libros estaban liberados del impuesto aduanero del almojarifazgo y, a partir de 1591, también de la alcabala (Reyes Gómez, 2000: 790-791).
Lo anterior refiere a la responsabilidad de los impresores, que en estos días también se ven contemplados en nuestra legislación, en cuanto a los derechos conexos. Así, se observa que quien ha registrado la obra, obteniendo la garantía al derecho autoral, es la persona que ostenta el derecho a publicar y distribuir el documento, o sea el editor, y no el autor como tal, ya que al parecer "la función autor se borra" y a lo sumo sirve para "bautizar la propiedad de un discurso" (Foucault, 1999: 340).
Frente a lo anterior, Foucault da constancia y enfatiza puntualmente esta subordinación:

En esta indiferencia se afirma el principio ético, el más fundamental tal vez, de la escritura contemporánea. La desaparición del autor se ha convertido en un tema ya cotidiano. Pero lo esencial no es constatar una vez más su desaparición; hay que repetir, como lugar vacío -a la vez indiferente y coactivo-, los emplazamientos en donde ejerce esta función (Foulcault, 1999: 329-330).

Al respecto, Chartier arguye que:

Ya sea que borre al autor o que lo deje para otros, la historia del libro ha sido practicada como si sus técnicas y sus descubrimientos no fueran pertinentes para la historia de los productores de textos, o como si ésta estuviera despojada de toda importancia para la comprensión de las obras. Sin embargo, estos últimos años se ha observado el regreso del autor (Chartier, 2000: 42).

No obstante el primer antecedente expuesto, como barrunto de una "legislación autoral" (como lo es la referida Pragmática de Toledo de 1502), fueron las Leyes de las Cortes de Toro. Si se toma en cuenta que fue de las primeras legislaciones sobre el tema de control bibliográfico con garantía autoral en España, es de resaltar que tuvieran mucho más presencia en el espíritu de las leyes indianas que otras con vigencia perenne, sobre todo por la influencia en resoluciones legales posteriores. Las ochenta y tres Leyes de Toro fueron diseñadas, igual que sus antecesoras, por los Reyes Católicos, aunque en las fuentes se señala que hubo una mayor presencia y voluntad en el contenido de la reina, "Su Magestad" Isabel I de Castilla. El tenor del documento presenta finos rasgos, muy particulares e interesantes, sobre todo desde el punto de vista bibliográfico. Además de tratar las noticias referentes al procedimiento administrativo seguido para conceder a una figura particular el derecho de edición de un texto oficial, el documento trata la praxis de la publicación y la edición.


Gráfico 1. Portada de Las leyes de Toro glosadas: Utilis et aurea glosa domini Didaci Castelli doctoris iuris cefarei et Romani, Edición de 1553, de la casa del impresor Guillermo de Millis, en la ciudad de Medina del Campo (Fuente: Google Books: http://books.google.com.mx/books?id=HiRFAAAAcAAJ&printsec=frontcover&hl=es&source=gbs_ge_summary_r&cad=0#v=onepage&q&f=false).

Las Leyes de Toro llegaron a complementar a las ya coexistentes Leyes de Madrid, y digo que las complementaron porque la propia Reina Católica reconoció la falta de jurispericia en su conformación y esbozo. La clara insatisfacción de doña Isabel ante el resultado obtenido se debió, principalmente, a que nunca alcanzó a divisar el resultado concreto por el cual se crearon, que era grosso modo el proyecto de una sociedad establecida a partir de una organizada entidad jurídica procedente de la Corona.

La legislación indiana

Al cúmulo de resoluciones legislativas y costumbres jurídicas que imperaron en Castilla -núcleo del espíritu del nacionalismo español-, se le denominó "legislación castellana", y su vigor se aplicó hasta la consolidación del Estado español. De este modo, la "legislación indiana" fue el sistema jurídico que se instauró de forma oficial en las Indias de la América Hispánica durante los siglos XVI, XVII y XVIII, extendiéndose al siglo XIX en Cuba, Puerto Rico y las Filipinas. Por lo anterior, es de suma importancia establecer las partes constitutivas del sistema jurídico indiano y el grado de aplicabilidad y supletoriedad de las leyes castellanas en la América Hispánica. Entonces, la legislación indiana comprendía:

  • Las Siete Partidas, de Alfonso X el Sabio
  • El Ordenamiento de Alcalá de Henares, de Alfonso XI de Castilla
  • Las Leyes de las Cortes de Toro
  • La Novísima Recopilación de leyes de Castilla, de Felipe II 
  • La Política Indiana
  • La Recopilación de leyes de los Reynos de Indias

Todas las normativas legales que no fueron incluidas en la Recopilación no fueron derogadas como tal, sino que el sistema jurídico español partía del móvil en que solamente se derogaban las partes de la ley anterior que se opusieran a la nueva, pero lo demás quedaba aún en vigor. Por ejemplo, las Leyes de Toro, con su espíritu conciliar, reproducen o intentan reproducir, con ciertas modificaciones, los preceptos del Ordenamiento de Alcalá, los Fueros Municipales de Castilla, el Fuero Real y las Siete Partidas alfonsinas.
Hasta este punto, recalco que es importante tener una amplia visión del sistema jurídico indiano para dimensionar la postura de la figura del autor en los gobiernos virreinales americanos, puesto que:

[…] está vinculada al sistema jurídico e institucional que rodea, determina y articula el universo de los discursos; no se ejerce uniformemente y del mismo modo sobre todos los discursos, en todas las épocas o en todas las formas de civilización (Foucault, 1999: 343).

Tanto las Leyes de Indias como las diversas legislaciones con aplicación exclusiva en la metrópoli, tuvieron en realidad otros fines primordiales al momento de aplicarse para determinar la titularidad de los impresos. Es decir, aunque sirvieron indirectamente como providencias para conformar un prolijo patrimonio documental -que sirvió al mismo tiempo para producir un cambio cualitativo en la historia cultural e intelectual, y para constituir un eficiente registro para proteger la propiedad literaria, esto es, la titularidad moral-, en realidad estaban orientadas hacia otros cometidos.
Hay que precisar, también, que en el siglo XVI los teólogos, moralistas y juristas españoles se encargaron de discurrir sobre lo que eran la ley y el derecho, a saber, que la ley no es el derecho sino cierta razón del derecho o, mejor dicho, la causa del derecho. También elucubraron sobre la gobernabilidad de las Indias y los alcances de su legitimidad. Esto se encontraba muy presente en la mente de los magni hispani encargados de dar tratamiento al derecho castellano e indiano en el siglo XVI, como Francisco de Suárez, Domingo de Soto, Vázquez de Menchaca, el obispo de Córdoba, Palacios Ruvios, o Gregorio López. Estos últimos dos, fueron redactores de las Leyes de Toro, en las cuales intentaron plasmar un sistema jurídico conciliar que no se perdiera en los "vericuetos sinuosos" de la jurisprudencia.
La relación entre el derecho indiano y el derecho castellano que se presenta en ese texto -por ejemplo, a través de las Leyes de Indias y las Leyes de las Cortes de Toro- no es arbitraria, ya que esta se ve explicitada en la ley III, título I, libro II del tomo I de la Recopilación, donde se especifica que en caso preciso de aplicar necesaria jurisprudencia, por alguna laguna del texto legal, se proceda según lo siguiente:

Ordenamos y mandamos que en todos los casos, negocios y pleytos en que no estuviere decidido, ni declarado lo que se debe proveer por las leyes de esta Recopilación, o por Cédulas, Provisiones, ú Ordenanzas dadas, y no revocadas para las Indias y las que por nuestra órden se despacharen, se guarden las leyes conforme á las de Toro, así en quanto a la substancia, resolución y decisión de los casos, negocios y pleytos, así como á la forma y orden de substanciar (1791: 218).

Esto resulta interesante, ya que el documento insta a que, al momento de interpretar las partes poco claras de las Leyes de Indias, en lugar de remitir a la Novísima Recopilación de leyes de Castilla, de 1567, se remita a las de Toro, de 1505. La razón se puede deber a que las Leyes de Toro fueron diseñadas, precisamente, con una tónica unificadora, para convenir y uniformar los criterios de las Siete Partidas y las leyes locales del Fuero Real.



Gráfico 2. Tomo I e índice General de la Recopilación de leyes de los Reynos de las Indias, mandadas imprimir y publicar por la Magestad católica del rey don Cárlos II, Nuestro Señor. Edición de 1791, impresa en Madrid, en la casa de la viuda de Don Joaquín Ibarra (Fuente: Documento digitalizado por el Archivo Histórico de la Universidad de Guanajuato).

También se hace necesario señalar que la Primera Ley de las de Toro, a su vez, confiere carácter supletorio, en caso de indeterminación, a la versión glosada de Gregorio López de las Siete Partidas, por lo que, al parecer, dicha Primera Ley sólo funge como premisa para sobrevenir la variedad de criterios y para remitir al mencionado código medieval, considerado supletorio al momento de encontrar poca llaneza en los escritos, el cual tuvo plena aplicación en tierras americanas para regular las relaciones de particular a particular (Vallet de Goystisolo, 1998: 73-75).
Otro punto necesario de precisar es hasta qué punto el derecho castellano quedó integrado al derecho indiano, o sea, si se aplicó cabalmente o no en estas tierras. Los registros muestran que ambos tuvieron plena aplicabilidad en América: el indiano, se aplicó con su singularidad local, como un ius propium, y el castellano, con un carácter supletorio, como un ius comune. Beatriz Bernal aduce que la legislación indiana no solo abarcó a las normas especialmente promulgadas para las Indias sino que "también a las normas de derecho castellano que se aplicaron como supletorias, sobre todo en materia de derecho privado" (Bernal Gómez, 1998: 91-100), o sea, a los procesos de certificación de los actos celebrados entre particulares para el control y gestión de la propiedad (Ots Capdequí, 1943: 90).
Alicia Perales menciona que la legislación indiana no contemplaba a las disposiciones virreinales, ya que referían a jurisdicciones específicas y a ordenanzas con aplicación local (2002: 28). No obstante, Beatriz Bernal arguye que la legislación indiana sí contempló tanto a las normas promulgadas en España para las Indias, como a las dictadas en los territorios americanos por sus autoridades delegadas, aunque dichas disposiciones locales no debían extenderse a otras provincias. De hecho, Bernal denomina derecho indiano peninsular a las normas para América emanadas de España y derecho indiano criollo a las ordenanzas virreinales (Diccionario Jurídico, 1987: t. II: 993-995 y 961-963).
Si bien el sistema jurídico indiano se componía de: a) las leyes vigentes en forma exclusiva para los virreinatos, b) la legislación para todas las Indias y c) la legislación castellana, fueron, precisamente, estas últimas las que se encargaron de normar el régimen de propiedad en el ámbito civil y mercantil en la Nueva España, así como en el resto de la América Española.


Gráfico 3. Edición de 1555 de las Siete Partidas, glosadas por Gregorio López. Edición a cargo de Andrea Portonariis, impresor real (Fuente: Fondo Reservado de la Biblioteca "Samuel Ramos", Facultad de Filosofía y Letras, UNAM).


Gráfico 4. Prólogo de las Siete Partidas perteneciente a una edición de 1491 (Fuente: Documento digitalizado por el Fondo Antiguo de la Biblioteca Central de la UNAM: http://132.248.9.32:8080/fondoantiguo4/1206482-653022/ JPEG/Index.html).

Aparentemente, a pesar de que las Siete Partidas fueron un importante código medieval, e inclusive para muchos la obra más importante de su época (al menos para la Europa Occidental), puede parecer un cuerpo legal muy distante y obsoleto con respecto a la realidad americana. Sin embargo, contrario a esta percepción, el espíritu de este código fue la composición sustancial del derecho civil en la Nueva España. La razón: la carencia de una tradición general de privilegios y exenciones, a diferencia de España. En América, tuvo una aplicación y vigencia prácticamente sin resistencia, caso muy diferente a la metrópoli, en la que se tenía un fuerte arraigo por los fueros. Dado que en las Indias, en la esfera del derecho civil, no existían en pleno los fueros, hubo una aceptación mucho más favorable.
La relación entre la legislación indiana y la castellana es importante en demasía, entre otras cosas, porque a partir del hecho de que ambas constituían al sistema jurídico indiano, es posible hablar del imperium ultramarinum de España, que era un proyecto con fines de evangelización y no sólo de índole política, discurrido ampliamente por los humanistas españoles del siglo XVI. Empero, con la incursión de leyes castellanas en territorio americano en materia de derecho privado, esto se sobrepasó.
En un principio, durante el siglo XVI, se pretendió controlar la producción y distribución de las obras impresas a través de leyes de control y sujeción;  luego, en el Siglo de Oro, con la Política Indiana, se buscó conformar un corpus patrimonial que tuviera como epicentro del control bibliográfico a la Biblioteca del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial (Burke, 2000: 119; Tau Anzoátegui, 1989: 356-357); finalmente, en el siglo XVIII, con los gobiernos del despotismo ilustrado, comenzaron las primeras muestras de una plena legislación autoral, donde los autores por fin podían gozar de razonables beneficios económicos por la venta de sus obras (Solórzano Pereira, 1979).


Gráfico 5. Edición de 1831 de las Novísima Recopilación de Leyes de España, a cargo del impresor Mariano Galván Rivera (Fuente: Biblioteca del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM).


Gráfico 6. Portada arquitectónica de la Política Indiana, de 1647. Impresor Diego Díaz de la Carrera (Fuente: REDUNAM, versión electrónica).

Anteriormente, los autores debían cubrir farragosos requisitos tan solo para obtener la mera permisividad de impresión, aunque, cabe decirlo, con Felipe II se dio una época insospechada de cierta obtención de provecho por parte de los autores que marcó precedentes, ya que se les permitió recibir el ocho por ciento de la venta de sus obras. Muchas de estas disposiciones tuvieron cierta vigencia entre los sucesores reales. A partir de las políticas de Felipe II, se fueron conformando algunas modalidades de relaciones contractuales entre el impresor y el autor, las cuales fueron considerando cada vez, con mucha mayor presencia, al autor. Muchas de estas constituían robustos acuerdos para la impresión en los que, principalmente, se detallaban de manera profusa aspectos técnicos, económicos y, sobre todo,  jurídicos, lo que los definía fuera de la tónica fiduciaria, como en el caso de las concordias de impresión. Para estas modalidades, básicamente, se pueden señalar tres escenarios:

  1. El autor obtenía cierta cantidad de dinero y/o un determinado número de ejemplares  a cambio del privilegio otorgado para la impresión y la venta de la obra, o sea que no existía riesgo económico, pero sí un bajo beneficio inmediato, como sucedía en el proceso de compraventa.
  2. Con diferentes criterios de posesión y repartición, el editor y el tipógrafo se distribuían los beneficios de las obras de la venta fácil y esto quedaba asentado en una capitulación; cuando este mismo acuerdo se daba entre el autor y el editor, se concertaba otro tipo de trámite, es decir, una comanda o una contracarta. Por su mayor grado de intervención, el editor era quien establecía las condiciones.
  3. El autor se hacía cargo de los costos acarreados por el proceso de impresión, así que la gestión y distribución eran parte de su competencia, por lo que se acordaba de forma abierta con el impresor, ante la presencia de un notario, las condiciones de la cantidad del precio y la impresión. En este escenario se podía obtener un beneficio mayor, aunque la situación era precaria (Pérez Pastor, 1897: 363-371).

En las tres modalidades, como resultado de la búsqueda de garantía, podían estar presentes personas neutrales que atestiguaran el contrato. Sin embargo, en las dos primeras modalidades, el precio era estipulado por el monarca, y en la tercera modalidad, el autor aceptaba el consabido riesgo económico, pero a su vez el potencial beneficio. A partir de 1762, con Carlos III, quedó más que establecida esta modalidad. De manera formal, se determinó que el precio fuera acordado entre el autor y el editor, ya que "siendo la libertad en todo comercio madre de la abundancia, lo será también en este de los libros" (Eguízabal, 1879: 25).
Otra forma de protección para la autoría, consistía en fungir como mozo de cámara de alguna autoridad cristiana o como consejero de algún gobernante o heredero, quienes, por gozar de fidedignidad, podían ofrecer financiamiento, amparo y protección a los entregados a las letras y artes. Muchas revisiones y escrutinios de los escritos culminaban no con la prohibición sino el patrocinio de la impresión. Las obras patrocinadas se dedicaban a los benefactores, indistintamente del tipo de documento, o estos las adquirían una vez terminadas. Muchos impresos, como catecismos, fueron cedidos por completo con dedicatoria al monarca, algunas veces con la idea de conseguir una distribución mucho más conveniente y para el beneficio colectivo. El problema era que al suscitarse el óbito del protector fenecía también el amparo, sobre todo si no quedaba constancia de alguna cláusula testamentaria, con alguna indicación o vínculo de mayorazgo hacia sus sucesores y descendientes, en la cual se dictara la toma y cuidado de los libros.
A partir del siglo XVIII, las legislaciones indianas se impregnaron progresivamente de una visión mucho más manifiesta de salvaguarda y garantía jurídica hacia los derechos individuales. Particularmente, en la Nueva España, en 1787, apareció la Recopilación Sumaria de los Autos Acordados de la Real Audiencia y Sala de Crimen de esta Nueva España y Provincias de su superior Gobierno, de la mano del oidor de la Audiencia de México, Eusebio Ventura Beleña, la cual ocupó un lugar preponderante entre los jurisconsultos del derecho civil de la época.
Existen múltiples referencias a agentes con personalidad jurídica encargados de hacer valer las nuevas disposiciones de garantía a la propiedad intelectual. La principal figura garante de estos actos civiles era el notario, a quien se le confirieron nuevas atribuciones, con plena facultad del rey para fungir como fedatario público. Éste comenzó a acreditar la autenticidad del proceso de escriturado de un documento, dando constancia del hecho, además de responsabilizarse de su correcta custodia. La creación de la responsabilidad competente del notario y las acciones de salvaguarda para el derecho de autor fueron parte de las pocas enmendaduras favorables para la garantía jurídica de los derechos y para la gestión del derruido aparato administrativo español. A partir de los estudios de los protocolos notariales, que son fuentes de documentación, se ha enriquecido mucho más el estudio del libro y su entorno, los cuales, según algunos autores, son los que más cantidad y calidad de datos han aportado a este rubro (Pedraza Gracia, 2001: 79-103).
El liberalismo y la economía política trajeron consigo, además de la emancipación y la disertación de un libre desarrollo, la garantía del ejercicio individual en la organización política del estado, pero sobre todo el propósito de que la sociedad aprovechara plenamente la fuerza creadora del espíritu humano, es decir, a partir de entonces el autor comenzó a ser concebido como "la noción del momento fuerte de individualización en la historia de las ideas" (Foucault, 1999: 333).
Para algunos investigadores contemporáneos, la "universalidad" se opone a las limitaciones sociales, ya que es la acción de "fusionar la propia forma de existencia, en razón de unificar todas las demás formas en el reconocimiento de igualdad" (García Aguilar, 1999: 105). Dicha universalidad y su tendencia, parecen borrar de cierta manera las limitaciones del corpus de cada cultura. Para el liberalismo político -que tanto aportó para configurar una legislación autoral-, y en concreto para John Locke, esta "infinitud" corresponde a nuestro reconocimiento de la imposibilidad de limitar, en el hecho o en la imaginación, en la extensión espacial y temporal (Locke, 1984: 125-130). Sin embargo, el filósofo de Wrington también reconoce la acción de "substanciar" -como también lo enuncia en términos jurídicos la legislación indiana-, es decir, la imposibilidad de percibir o entender por qué algunas cualidades se congregan en grupos separados.
Antes de la inserción de las ideas del liberalismo en la vida pública, se hace difícil, de forma normativa, establecer un derecho de autor como tal, a excepción de ciertos atisbos liberalescos en la política de Felipe II, ya que al hablar de "derechos", y para tal efecto, tendría que estar implícita una resolución abierta, con aplicación general, que permita un reconocimiento y retribución razonable al factor creativo del autor. Antes de que se pudiera hablar de facultades inherentes a todos los hombres, estas fueron en un principio concesiones individuales. Luego, a partir de la emancipación de la figura individual, estos atisbos fueron cobrando poco a poco un carácter extensivo, hasta conseguir el reconocimiento de la igualdad, en un sentido teórico y jurídico, gracias a lo cual las disposiciones naturales de los hombres encontraron amplias posibilidades de acentuarse.
Sin embargo, las dichas pocas muestras que hubieron no pueden ser consideradas propiamente como derechos, sino como privilegios particulares, trámites de carácter comercial. Es así que para esta época, al referirse a las disposiciones jurídicas del depósito legal con esta tendencia, es mucho más fidedigno hablar de una cierta garantía del derecho de autor en el sentido de la titularidad y el cumplimiento de contingencias legales con respecto al contenido de la obra, ya que al proteger el monopolio devengado del privilegio y castigar al que lo contraviniera, la autoridad garantizaba la propiedad y su consabido beneficio. Además, estos privilegios eran concedidos como una gracia del monarca y se circunscribían a un periodo determinado y a un territorio específico, y aunado a esto debía existir una petición manifiesta por parte del detentor del legítimo derecho. De acuerdo con el contrato, podía ser este el autor, el editor o los herederos. 
Ante la legislación indiana, el derecho de autor era concebida no como un garantía moral del autor o como el consiguiente beneficio que reconociera su inventiva, sino que dicha titularidad sólo ligaba de manera inalienable al autor con la consabida responsabilidad del contenido, esto es, las sanciones resultantes de las revisiones y escrutinios de la oficialía. Por ejemplo, en la confección de un grabado, se veían involucrados el "inventor", el grabador y quien financiaba el documento. De estos tres agentes interventores, el creador intelectual del grabado era muchas veces relegado tras la función del artesano y el financiador, ya que para tales efectos "el nombre del inventor no sirve" (Foucault, 1999: 340).
Sin embargo, Foucault enfatiza que a partir de la época del simbolista Stéphane Mallarmé -segunda mitad del siglo XIX- "la desaparición del autor es un acontecimiento que no cesa, se encuentra sometida al bloqueo trascendental" (336). Esto quiere decir que aunque el liberalismo logró reposicionar al autor frente a su obra, jamás se consiguió que este obtuviera mayores ganancias y derechos sobre la misma que el editor. Pedraza opina que "la intencionalidad de  imprimir una obra no tiene que tener su origen necesariamente en el autor de la obra, sino en la persona que tiene el derecho de reproducirla, el editor, y cuando es el autor el que inicia el proceso, lo hace actuando, en efecto, como editor" (Pedraza Gracia, 2008: 124-126). Con respecto a la postura del autor, Roger Chartier opina que:

[…] no se trata de una restauración de la figura romántica, soberbia y solitaria, del soberano autor, cuya intención (primera o última) encierra la significación de la obra y cuya biografía preside la escritura en una transparente inmediatez. El autor, tal como regresa en la historia o en la sociología literaria, es a la vez dependiente y está forzado (Chartier, 2000: 44).

La legislación criolla

Para este apartado es importante retomar como premisa la referencia de García Pérez -que es un autor que ha trabajado la derecho de autor como línea de investigación-, en la que se menciona que el derecho de autor tiene sus antecedentes en el depósito legal instituido en 1716, turnando un ejemplar al El Escorial, que fungía como la biblioteca central de todo el imperio. Este dato refleja el tratamiento general que se le da a esta referencia, ya que frecuentemente se establece, de manera errónea, que el antecedente primario de las prácticas de garantía autoral pulula en las legislaciones dieciochescas (Ramírez Aguirre, 1985: 203-211).
Si bien la Recopilación de leyes de Indias se editó en 1680 y luego se reeditó en los estertores del XVIII, hay que tener presente que es un trabajo jurisconsulto que compendia y une los ordenamientos legales emanados de la Corona Española para regir a los pueblos de América, y contiene ordenamientos de fechas muy anteriores a su publicación, que oscilan a lo largo del siglo XVII y parte del XVIII, por lo que hay que decir que ya desde el Siglo de Oro se habían establecido las prácticas del depósito legal. Anteriormente se mencionaron algunos precedentes de la protección de la titularidad de las obras en las resoluciones emanadas por Felipe II, que permitían que los autores gozaran de ciertos beneficios económicos. Pero, específicamente, se puede establecer que el más añejo antecedente para el depósito legal es muy anterior al señalado y referido por García Pérez (2009: 282) y otros autores como Perales Ojeda (2002: 28-29).
La entrega de ejemplares a una biblioteca con la finalidad de incrementar sus fondos se estableció en 1619 (aunque la formalidad para este trámite llegaría hasta 1713), de la voluntad de Felipe III, con una Real Cédula, inspirada por la petición del bibliotecario de El Escorial, fray Antonio Mauricio, en la cual se tenía que entregar un ejemplar a la biblioteca del Monasterio de El Escorial, otro al presidente del Consejo de Castilla o al de Indias -más un ejemplar a cada miembro del Consejo-, y uno más para el secretario de Gobierno y para el de Cámara, los cuales debían estar encuadernados:

En la villa de Madrid a doce días del mes de henero de mil y seiscientos y diez y nueve años los Señores del Consejo de Su Mgd. mandaron de aquí adelante de todos los libros que se imprimieran en este Reyno y fuera del de que se viniera a pedir licencia y tassa al Consejo como se da a su Sa Ill.ma del Sr. Presidente uno para cada uno de los dichos señores otro se dé assimesmo a Su Magestad otro para su Librería Real que tiene en el monasterio de S. Lorenzo el Real y así lo proveyeron y mandaron (Antolín Pajares, 1921: 65).

Existen momentos posteriores en que la oficialía requirió la comparecencia y la entrega de ejemplares, pero no como un depósito legal, sino que estuvieron encaminados a la revisión y control de los contenidos, así como a la obtención de regalías para la Corona por concepto de retribución por intervención en el proceso del libro. La Recopilación de leyes de los Reynos de las Indias señala, sobre estas disposiciones reales, lo siguiente:

Mandamos a los Vireyes y Presidentes que no concedan licencias para imprimir libros en sus distritos y jurisdicciones, de qualquier materia, ó calidad que séan, sin preceder la censura, comforme está dispuesto y se acostumbra, y con calidad que luego sean impresos, entregaran los Autores ó Impresores veinte libros de cada género, y pongan particular cuidado en remitirlos á nuestros Secretarios que sirven en el Consejo de Indias, para que se repartan entre los del Consejo (1791: 217).

La entrega de ejemplares, con miras a la revisión y escrutinio, tenía aspectos rescatables. La intención primaria no era precisamente la de salvaguardar la titularidad y la inventiva de los escritos, sin embargo, existían ciertas ventajas. Pedraza Gracia señala esto puntualmente: "Antes de proceder a la impresión era preciso confeccionar copias de la obra con objeto de cubrir determinadas contingencias. Una de ellas, en absoluto despreciable, era la preservación de la obra" (2008: 118-119).
Lo que hay que señalar es que ninguna de estas normativas contempla como objetivo primordial, como tal, el garantizar los derechos de autoría con un depósito legal, por el contrario, el principal cometido era el interés regalista de la Corona. Estos derechos llegarían a consolidarse, como ya se dijo, hasta el siglo XVIII, con la difusión las ideas liberales y, entre otras cosas, con la creación del Archivo de Indias, en Sevilla, que fue instituido para albergar a los documentos americanos, en un momento en que lo que se perseguía, desde Felipe IV, era la reubicación de muchos escritos esparcidos. No hay que olvidar, como lo señala el mismo Pedraza, que "durante mucho tiempo, la biblioteca y el archivo se encontraron unidos. Esta documentación se constituye, por tanto, en fuente esencial para el estudio histórico del desarrollo de la biblioteconomía y la archivística" (2008: 31).
Lo que se perseguía en un primer plano era normar los contenidos vertidos a la sociedad, sesgando aquellos que atentaran contra los intereses e incolumidad del Estado. Llevar un organizado registro de la información de impresores y títulos servía para colaborar con el control de la Corona, pero también para la salvaguarda de los autores, y a los privilegios de los titulares de las obvenciones patrimoniales y de las prerrogativas conexas. Esto se hacía imponiendo límites a la masificación, especialmente, de aquellos que trataran de temas litúrgicos y teológicos o de vicisitudes sobre las Indias, pero al mismo tiempo se buscaba promover, solo en ciertos estratos, los libros normativos, que eran aquellos que lograban enajenar con su lectura y que conformaban la vida y pensamiento de la sociedad, aunque también estaban los de enseñanza y los organizativos.
Si en España las limitaciones dictadas por la Corona estaban muy presentes, en la Nueva España fueron aún más severas. De entrada, el papel que se usaba para imprimir era espeso, escaso y, por ende, más caro, y a esto hay agregar el hecho de que para imprimir y luego distribuir libros en la Nueva España e Indias era imperioso contar con la concesión del privilegio, aunado a que la mayor parte de las leyes civiles privilegiaban a los peninsulares y relegaban a los criollos a pocas y parcas oportunidades de impresión, sobre todo aquellos que trataran de temas litúrgicos.
Los privilegios eran algunas de estas disposiciones que tenían carácter general para toda la América Hispánica, por su tónica panegírica, y otras únicamente se aplicaban para la Nueva España, por un tenor que apelaba a las costumbres. Un ejemplo de estas consideraciones locales recae en el proceso de publicación de la obra de fray Bernardino de Sahagún, conocida también como Códice Florentino (por hallarse en la Biblioteca de Florencia), pues fue juzgada como inapropiada con argumentaciones sumamente endebles:

Por algunas cartas que se nos han escripto de esas provincias, habemos entendido que Fray Bernardino de Sahagún, ha compuesto una historia Universal de las cosas más señaladas de esa Nueva España, la cual es una computación muy copiosa de todos los ritos, ceremonias e idolatrías que los indios usaban en su infidelidad, repartida en doce libros y en lengua mexicana; y aunque se entiende que el celo del dicho Fr. Bernardino había sido bueno, y con deseo que su trabajo sea de fruto, ha parecido que no conviene que este libro se imprima ni ande de ninguna manera en esas partes, por algunas causas de consideración (Reyes Gómez, 2000: 821).

El derecho de autor en el México independiente

Mientras Europa se veía salpicada por las ideas de pensadores como Locke (1984) o Kant (1978),  con obras cumbre del liberalismo, la nación mexicana vivó una época de incertidumbre, y esto se acentúo con la ostensible crisis del aparato administrativo e instituciones de la Península y de los virreinatos, pues se sobrevinieron una serie de políticas de inconmensurable efecto. A principios del siglo XVIII, dado que el régimen de propiedad estaba más que dominado por la corrupción y el cacicazgo, la nueva dinastía de los Borbón tuvo que emprender ideas con nuevos bríos para evitar que se siguiera alterando el incólume orden de las instituciones sociales españolas. Como ejemplo están la transformación de las intendencias  y la constitución del Tribunal de la Acordada, la desaparición de las encomiendas y el reforzamiento de la Hacienda Pública al crear un sistema fiscal autónomo para el Reino de la Nueva España, lo que aumentó la renta pública además de que se liberalizaron los trámites comerciales y mercantiles, pero solo en un alcance interno. Sin embargo, la Corona seguía entorpeciendo y truncando el progreso del virreinato, manteniendo bajo sujeción al gobierno colonial, sustituyendo a los criollos con puestos en el poder por peninsulares y creando vínculos directos para la recaudación de impuestos. 
Thomas Malthus, economista inglés de la época -primera autoridad en cuestiones de población y distribución de la riqueza- y uno de los padres de la economía política, realiza en 1798 un juicioso examen sobre el bienestar de la sociedad occidental, y señala sobre el régimen indiano lo siguiente:

No creo que pueda haberse dado casos de colonias peor dirigidas que las españolas de Méjico, Perú y Quito. La tiranía, la superstición y los vicios de la madre patria fueron introducidos con gran abundancia en sus colonias. La Corona exigía impuestos exorbitantes. Las más arbitrarias restricciones fueron impuestas a su comercio. Y los gobernantes no se quedaban atrás en su rapiña y exacciones, tanto en beneficio propio como en el de su señor. Sin embargo, pese a todas estas dificultades, la población en estas colonias creció rápidamente […] Se dice que Méjico tiene actualmente cien mil habitantes, lo cual, incluso descontando la exageración de los autores españoles, representa una población cinco veces mayor que la que tenía en tiempos de Moctezuma (Malthus, 1983: 86-87).

Tras la expoliación sufrida en la nación mexicana, que era la Capitanía General más preciada para los españoles, se produjo un turgente clima de búsqueda de la emancipación, la cual logró recalcarse con la deposición de la estirpe de los Borbón a manos de las huestes de Napoleón. Y para acentuar este ambiente habrá que considerar también la expulsión de los jesuitas (salvo excepciones como José Lucas Anaya) quienes eran los maestros de la nación, lo que descolló la bullente exaltación del nacionalismo criollo. A pesar de que el virrey Iturrigaray intentó constreñir está situación al conformar una Junta de Gobierno, como un intento restitución de una figura jurídica legítima, no se pudo controlar el cauce de las conjuras por la independencia y la autonomía.
Con la independencia se dictaron nuevas directrices que intentaban redefinir el vínculo con el pasado cercano, es decir, la redefinición de los conceptos de patria y nación: la patria ya no es más el minúsculo lugar de origen, sino el territorio comprendido por la república; la nación ya no es más el grupo social unido por la lengua, la etnia y un pasado compartido, sino el conjunto de los ciudadanos que conviven en el territorio. Bajo este clima es que podemos encontrar un precedente importantísimo para el caso de México, en cuanto a la protección del derecho de autor, sin embargo, si deseamos situar el momento formal de instauración de una legislación que proteja al derecho de autor, la encontraremos luego de los primeros diez años de vida independiente.
Para todas las legislaciones sucedáneas en materia autoral, se debe tener muy cuenta a las resoluciones de las Cortes de Cádiz -empapadas de influencia francesa-, mismas que tuvieron cierta jurisdicción sobre la Nueva España en concordancia con el sistema de la legislación indiana. Estas mantuvieron una pertinaz vigencia en el territorio nacional hasta mediados del siglo XIX, además de que marcaron la trayectoria para el reconocimiento a las creaciones de los autores (Fernández de Zamora, 1986: 71-72). Fue en 1813, cuando las Cortes de Cádiz difundieron un decreto que contenía las reglas para proteger el derecho de autor de los escritores coetáneos, mismo que establecía que sólo el autor podía explotar las obras de su creación mientras viviera, y que a su muerte sus herederos podrían hacerlo también durante un término no mayor a diez años. Además de esto, se sentaron las bases de lo que era el dominio público y lo que podía considerarse usurpación de propiedad ajena.
Cuando México hubo alcanzado su independencia, en 1821, el autonombrado emperador, Agustín de Iturbide, decidió que "por necesidad" debía continuar vigente la legislación española, ya que "la Nación no estaba preparada para sustituirla por otra adecuada a la nueva forma de Gobierno y las instituciones políticas bajo las cuales debía ser regida" (Mercado, 1857: 620). La re-adopción del marco jurídico español que planteaba Iturbide era sumamente amplia (por no decir íntegra y cabal), ya que abarcaba a: los Decretos de las Cortes de España y Reales Cédulas, la Ordenanzas Generales de Correos, Marina, Intendencias y Minería, las Ordenanzas de Bilbao, las Leyes de Indias, Novísima Recopilación de Leyes de Castilla, las Leyes de Toro, las Ordenanzas Reales de Castilla, el Ordenamiento de Alcalá, el Fuero Real, las Siete Partidas, entre otros.
Tras la obligada renuncia y posterior fusilamiento de Iturbide, y por iniciativa de periodistas insurgentes como Carlos María de Bustamante y Andrés Quintana Roo, se conformó un nueva Constitución, como resultado de los trabajos de los miembros del Congreso, en su mayoría centralista. El nuevo Congreso Constituyente pareció interesarse en ver por la cultura y sus consabidos beneficios para la sociedad, así es que decidieron "promover la ilustración asegurando por tiempo limitado derechos exclusivos a los autores por sus respectivas obras" (Herrera Meza, 1992: 29).
Una vez sopesados los sucesos prósperos y adversos de la primera década de vida independiente, y con la expulsión de los últimos españoles a manos de Guerrero, comenzaron a gestarse, no obstante el clima de inestabilidad, algunas disposiciones legales que protegían la propiedad intelectual, como la Ley del 7 de mayo de 1832 en la que, se facultaba a los funcionarios competentes a dar privilegios hasta por diez años, como se dictaba en las leyes de Cádiz, "siendo esta la primera ley en que se reconoció ya como un derecho la propiedad intelectual, que antes sólo se había tenido como una gracia del soberano" (Macedo, 1931: 251).
México tuvo que soportar aún los excesos de la dictadura de Santa Anna, sin embargo, esta última disposición tuvo una vigencia de casi 40 años, hasta la creación de la Dirección General de Derechos de Autor. En 1856, al año siguiente de la deposición de Santa Anna, el naciente sistema jurídico mexicano "rompe" con la tradición española de los privilegios sobre la propiedad, tanto para la industrial como para los derechos de autor. No obstante, en la Constitución  1856, y en la actual y vigente de 1917, a pesar de que se prohíbe el monopolio, se sigue manejando el arcaico término de privilegio.
En los años sucesivos, la nación mexicana se vio crispada por levantamientos armados que obligaron a reorganizar las instituciones sociales. Las afrentas entre liberales y conservadores provocaron posteriormente un reajuste de los códigos legales en México. Destacan la lucha por la supresión de fueros eclesiásticos y la supremacía civil, a cargo de José María Luis Mora y el posterior intento de un Código Civil, en 1841, por parte de Manuel de la Peña y Peña.
Los liberales, por un lado, buscaron romper con todos los "moldes" heredados por España, inclusive con los criterios religiosos que se anteponían muchas veces a la ley, y que -aducían los liberales- tenían al país sumido en crisis, por lo que se proponían asumir en pleno el Código Napoleónico; por el otro lado, los conservadores intentaron mantener y nutrir a las leyes e instituciones que se mantenían desde el sistema virreinal. El político e historiador Lucas Alamán, opinó en el diario El Tiempo, que "los males de México se derivan de nuestros primeros legisladores, ya que dictaron normas que no coincidían con la realidad imperante" (Reyes Heroles, 1958, t. II: x), esto en 1846. Al respecto, sería interesante revisar la opinión que Alamán expresa sobre las bibliotecas, como formas de enmendar y resarcir la hechura social (Alamán, 1985, p. 23-45).
En el mismo año, 1846, hemos de considerar al Decreto del gobierno sobre el establecimiento de una Biblioteca Nacional, como el primer y formal antecedente del depósito legal, lo cual implica un requisito legal de derecho autoral. El depósito legal fue formalmente instituido con el Decreto de 1846,expedido por el general José Mariano de Salas, para establecer precisamente una institución que se encargara del depósito legal (Lira, 1994: 8).
Los artículos de dicho decreto que tocan el tema que nos apremia, o sea el derecho de autor, son el tercero y cuarto, recopilados por el ministro de Comercio Dublán y Manuel Lozano, que dicen:

3. En lo sucesivo, de todas las obras y periódicos que se publiquen en el Distrito Federal y Territorios, se pasará un ejemplar a la biblioteca [...]
4. Se invitará a los Excmos. Sres. Gobernadores de los Estados, a que practiquen lo mismo con las publicaciones que se hagan en estos (Dublán y Lozano, 1876, vol. V: 226).

De igual forma, en 1846, a cargo del mismo Mariano de Salas, se establece el derecho de autor. En el artículo 14 del Decreto del gobierno sobre propiedad literaria. Diciembre3 de 1846, se establece que para gozar los derechos patrimoniales mediante la adquisición de la propiedad literaria, es necesario que antes el autor deposite "dos ejemplares de su obra en el  Ministerio de Instrucción Pública de los cuales uno se quedará en el archivo, y otro se destinará a la Biblioteca Nacional" (Dublán y Lozano, 1876, vol. V: 228). Dicha ley fue modificada en 1868 y luego derogada en 1871, ya que se incluyó un apartado al respecto en el Código Civil, haciendo extensiva su protección a las artes gráficas, ya que se pedía entregar a la Escuela de Bellas Artes, -institución turnada a proteger la titularidad de las obras-, dibujos, diseños o planos con su debida descripción bibliográfica, con lo cual se comenzó a conformar un acervo artístico nacional. Sin embargo, en 1884, influenciada por la Ley de Propiedad Intelectual española de 1879, se restituyó la Ley de Propiedad Autoral. Ese mismo año, se cristalizó al fin el proyecto de una Biblioteca Nacional en forma, el día 2 de abril.
A pesar de los decretos anteriores, durante la gestión de Manuel González, se dejó casi de lado el tema de la protección al derecho de autor por el de las patentes, ya que el gobierno se avocó al proyecto de multiplicación de las inversiones y de promoción de los productos mexicanos en los mercados del extranjero, como se hizo, por ejemplo, con el establecimiento de una exposición permanente en París para fomentar mercancías provenientes de actividades primarias como la agricultura o la minería (Dublán y Lozano, 1886, vol. XVII: 51-74). Una muestra de esto fue la Ley de Contribución para el Distrito Federal. Esta interesante disposición planteaba diferentes estrategias para el pago de inmuebles, giros comerciales y actividades profesionales, que entre otros procedimientos, para garantizar la tributación de las patentes registradas ofrecía a cambio la protección de las mismas, al momento de asentarse en el registro oficial.
Por lo tanto, para la propiedad industrial, la figura legal de la "inventiva" recaía en quien devengara los gastos que resultaran de la patente y no en quien  propiamente ostentara la titularidad. Esto refleja que la concepción de una legislación plenamente autoral era aún muy inconsistente, además de que era modificada o suprimida constantemente. Para encontrar resquicios de legalidad y protección que alcanzaran a cubrir una cierta salvaguarda para la inventiva del ciudadano "creador", se tenía que buscar cobijo en resoluciones legales de otra índole, por ejemplo, en materia hacendaria, educativa, política o de desarrollo social, las cuales expresaban, no tanto los derechos sino las obligaciones de la titularidad, por lo que los derechos quedaban estipulados como consecuencia del cumplimiento.
Para 1868, se crea la figura de la institución garante del derecho de autor, la Dirección General de Derechos de Autor (DGDA), que se encargó de conformar un fondo documental, que servía entre otras cosas, además de la preservación bibliográfica y protección de la autoría del documento, para la consulta de información de fuentes primarias. Aurelio de los Reyes detalla el contenido del fondo de la DGDA, el cual se comenzó a formar desde 1867, y estuvo integrado por documentos que reflejan el momento de transición a la modernidad y las vicisitudes de la vida cotidiana mexicana:

[…] etiquetas de cigarro, de refrescos, de conservas, obras de teatro frívolo y dramático, partituras y libros impresos, manuscritos o mecanuscritos de autores importantes o desconocidos, calcomanías, carteles, argumentos cinematográficos, pequeños folletos con oraciones y piezas teatrales representadas por titiriteros ambulantes, proyectos de edificios notables, estaciones ferrocarrileras, fotografías de la Ciudad de México, y de ciudades del interior, de tipos populares, de artistas teatrales y cinematográficos, de políticos y personajes destacados; números sueltos de revistas y periódicos, etc. (Reyes, 1981/2: 41).

Estos documentos se encontraban protegidos bajo el amparo del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública y luego por la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes. Hoy día, tras un exhaustivo rastreo de este corpus documental, se puede precisar que algunos de sus componentes se encuentran dispersos en los acervos del Archivo General de la Nación y en algunas unidades de información de la Universidad Nacional Autónoma de México, como la Biblioteca Nacional en el Instituto de Investigaciones Bibliográficas, la Academia de San Carlos (unidad especializada a cargo de la Escuela Nacional de Artes Plásticas), la Dirección General del Patrimonio Universitario, en la Ciudad de la Investigación, y en la propia Filmoteca de la UNAM.
También se hace necesario precisar que aunque históricamente puede manejarse a la DGDA como un antecedente directo del Instituto Nacional de Derechos de Autor (INDAUTOR), este último no cumple a cabalidad las funciones de aquella DGDA; para una muestra, el INDAUTOR no recopila como tal los documentos a los que procura protección, solamente se encarga del registro de los mismos, y mucho menos permite la consulta general de los mismos a los usuarios ni otro tipo de atribuciones ya que no conserva copias, aunque si cuenta con un acervo histórico, y entre sus funciones está la de mantenerlo actualizado, esto, según el artículo 210 de la Ley Federal de Derechos de Autor (2003: 27-28 y 37-38). Hoy día el fondo disperso de la DGDA sirve de fuente de consulta histórica sobre el periodo porfirista. Lo más cercano a las funciones de la DGDA recae en algunas atribuciones del RPDA del INDAUTOR, ya que "inscribe, cuando proceda, las obras y documentos que le sean presentados" y "proporciona la información de las inscripciones", es decir, proporciona la información del registro de inscripción no la información propiamente dicha, o sea el documento como tal, ya que ni siquiera se requisita su presentación y entrega. (Ley Federal de Derechos de Autor, 2003: 29).
Muchas de estas funciones formalmente terminaron al desaparecer la DGDA, en 1932, sin embargo, paulatinamente, varias de sus competencias, como el institucionalizar un control bibliográfico orientado a la garantía de la propiedad autoral, fueron complementadas por las disposiciones reglamentarias de depósito legal y canje de la Biblioteca Nacional  -establecidas por el ilustre bibliotecario José María Vigil en 1885-, y  por el Instituto Bibliográfico Mexicano, fundado en 1899 por el mismo Vigil, dependiente de la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes, al igual que la DGDA.
La instancia legal que continuó con los últimos esfuerzos de la DGDA fue el Archivo General de la Nación, específicamente con el Fondo de la Propiedad Artística y Literaria. Este fondo actualmente está conformado por libros, partituras de obras musicales y guiones para trabajos cinematográficos de la época posrevolucionaria. Su colección originaria se compone principalmente de las obras registradas y expedientes depositados en la DGDA. La pervivencia de esta institución, a través de su fondo, como se puede observar, sigue contribuyendo al cultivo intelectual de la sociedad mexicana, además de ser un reflejo de ella misma, en un México muy distinto.

Conclusiones

Al hacer una atenta revisión sobre el devenir histórico de las diversas resoluciones legales que de una u otra forma se han encargado de garantizar la titularidad del documento en nuestro país, se puede evidenciar que, de manera progresiva, el papel del autor ha ido cobrando su justa dimensión en relación con la obra a lo largo del tiempo. La protección del autor tuvo que evolucionar de una concesión privativa y local, como el privilegio y la licencia, al principio de reconocimiento de igualdad generalizado.
Gran parte de los diversos códigos internacionales que actualmente rigen el derecho autoral concitan su espíritu en la actividad intelectual del siglo XVIII, centuria en la que se avanza en la configuración de una legislación autoral, pues es en estos años cuando el autor puede vender su obra genuinamente como "suya", ya que puede estipular el precio en convenio con la figura del editor, además de  que puede garantizar la protección de su autoría en un acto público y escriturado. Sin embargo, para que esto sucediera, los cambios se tenían que suscitar precisamente en la raigambre social, pues -como lo señala Foucault- esto es una "característica del modo de existencia, circulación y funcionamiento de ciertos discursos en el interior de una sociedad".
La legislación autoral mexicana de hoy tiene muchos de sus orígenes en resoluciones legislativas del régimen español, las cuales influyeron en la conformación de la actual por un lento desprendimiento de aquellas, entre otras cosas, además de que esto aletargó su de por sí larga vigencia.
Aunque en los primeros años de nuestra vida como nación independiente sufrimos ciertos traspiés en la administración de nuestra propia autonomía, fue a través de expurgar paulatinamente la herencia jurídica española como se fue conformando una legislación autoral adecuada a los procesos de modernización del país, durante la época de la República Restaurada.
Si bien durante la gestión porfirista se conformó un importante y turgente fondo de documentos, que es reflejo de la vida cotidiana de aquel periodo, hoy día la institución a cargo de la salvaguarda del derecho de autor no cuenta con la facultad de conformar un patrimonio de las características de aquel fondo, hoy disperso. Si bien el Instituto Nacional del Derecho de Autor cuenta con un acervo histórico, este tiene características y procedimientos de gestión de otra índole.
Una legislación que se precie de gozar de plena solvencia para los tiempos actuales debe ser aquella que de manera inalienable contemple la relación entre la obra y el autor. Para tal efecto, la obra debe estar contemplada de manera integral en su estructura, en su arquitectura, en su forma intrínseca y en el juego de sus relaciones internas. Pero, por supuesto, en cualquier contemplación sobre lo que es una obra, está la del autor, y para ser considerado plenamente como tal, este debe ser "el que ha escrito o compuesto algo", pero dentro de un sistema jurídico que lo reconozca y constate su titularidad.

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