SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 número36O depósito legal na Argentina: análise da Ley 11.723/1933La colección Biblioteca Popular de Cultura Colombiana (1942-1952): Ampliación del público lector y fortalecimiento del campo editorial colombianos índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

  • No hay articulos citadosCitado por SciELO

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Información, cultura y sociedad

versión impresa ISSN 1514-8327versión On-line ISSN 1851-1740

Inf. cult. soc.  no.36 Ciudad Autónoma de Buenos Aires jun. 2017

 

ARTÍCULOS

El expendio de libros de viejo en la ciudad de México (1886-1930). En busca de un lugar entre pájaros, fierros y armas

Secondhand Bookstore in Mexico City (1886-1930). Looking for a Place Between Birds, Scrap and Guns

 

Sebastián Rivera Mir 

El Colegio Mexiquense, México / srivera@cmq.edu.mx

Artículo recibido: 18-10-2016
Aceptado:
17-05-2017

 


Resumen

El presente artículo explora un tema que ha llamado la atención de los historiadores, periodistas y bibliógrafos, pero escasamente ha sido motivo de investigaciones sistemáticas: el comercio de libros usados. En particular se enfoca en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, para cuestionar las visiones románticas sobre la materia. De igual modo, a través de este comercio callejero, se estudian los planteamientos y acciones ligadas a la modernización, la higiene y el desarrollo urbano impulsadas por el Estado mexicano. A nivel de fuentes se exploran archivos que no habían sido utilizados con estos objetivos. Finalmente, a través del texto se observa cómo el expendio de libros usados no estuvo aislado de los distintos procesos que afectaban a la ciudad.

Palabras clave: Libros viejos; Librerías; Historia del libro; Ciudad de México

Abstract

This article analyzes a topic which has attract the attention of historians, journalists, and librarians, but it has almost never been systematically researched: Secondhand book trade. The period of time between 1886 and 1930 is explored to criticize the romantic ways to approach this subject. Also, through the analysis of this ‘street business’, concepts like modernization, hygienic measures, and urban planning can be reviewed. For the purpose of writing this article, archives were consulted that are not specifically related to this topic, especially the Ramo Mercados of Archivo Histórico de la Ciudad de México. Finally, the article explores how secondhand books trade was linked to political, cultural and economic processes of the city.

Keywords: Secondhand books; Bookstores; History of Books; Mexico City


 

A fines del siglo XIX la ciudad de México enfrentó un proceso de crecimiento urbano que desembocó en cambios importantes para la antigua urbe colonial. Las transformaciones impactaron en la movilidad de sus habitantes, en los lugares de socialización, en las prácticas de consumo y en los espacios culturales. La circulación y difusión de impresos se incrementó gracias a las nuevas tecnologías y también a la ampliación del público lector. Sin embargo, todos estos cambios provocaron que ciertas actividades y rumbos citadinos se reacomodaran a los requerimientos de este nuevo escenario. Así, los expendedores de libros viejos debieron pugnar por encontrar un nuevo lugar, tanto espacial como simbólico, en la moderna capital mexicana1.

Este artículo busca reconstruir los movimientos de estos comerciantes por las calles, mercados y plazas de la ciudad de México durante los últimos años del siglo XIX y las primeras décadas de la siguiente centuria. Analizar la movilidad de estos expendedores sirve para comprender una parte de la historia de la ciudad, así como también para cuestionar los límites de los discursos de la época sobre la cultura, la higiene y la modernización.

De igual modo, observar a estos sujetos puede ayudarnos a vislumbrar con mayor profundidad los derroteros de la cultura impresa del periodo. Si la historia del libro en México se ha centrado fundamentalmente en el análisis bibliográfico, detenerse en estos particulares libreros es una forma de penetrar en las sinuosas relaciones entre el mundo editorial y los lectores, bibliófilos, consumidores y habitantes de la ciudad. En este sentido las librerías de viejo también permiten, quizás mejor que otros medios, vincular a los sectores populares con los distintos usos sociales y culturales que tuvo el libro, el folleto o la estampa. Hasta cierto punto la ubicación de estos expendios en los mercados, zaguanes de las vecindades y calles de la ciudad de México, permitieron una relación más estrecha entre los habitantes pobres y los productos de la industria editorial. Aunque como veremos esto requiere ser analizado con detención para evitar caer en los lugares comunes respecto a una idealizada función social de las librerías de viejo.

El arco temporal de este trabajo va de 1886 hasta 1930, aunque estas fechas no son una camisa de fuerza. El punto de partida es el año en que comenzó a funcionar el Mercado de Libros de la plaza del Ex Seminario a un costado de la Catedral. Con esto se inauguró una etapa de preocupación de las autoridades gubernamentales por regular el comercio de libros viejos y también por demostrar la modernización que estaba sufriendo el México porfirista. Mientras que el fin del periodo de estudio está marcado por el cierre del ex Mercado del Volador que se ubicaba al otro costado del Palacio Nacional. Con ello se acabó la presencia de este tipo de puestos en los mercados y portales de la plaza mayor, algo que había sido una constante desde un par de siglos atrás (Moreno Gamboa, 2009Castañeda, 2002). El fin de estos puestos precarios coincidió paradójicamente con el inicio de la edad de oro de las librerías en la ciudad de México, según algunos cronistas y libreros (Fuentes Castilla, 2012;López Casillas, 2016).

Finalmente, este artículo busca cuestionar aquellas interpretaciones que han tendido a colocar a las librerías de viejo como baluartes de la democratización del libro o aquellas que han preferido el camino de la “evocación” romántica en lugar de la mirada crítica. En este aspecto si bien encontramos una larga lista de ensayos, memorias y artículos periodísticos sobre la materia, las investigaciones sistemáticas son escasas.2 La mayoría de los trabajos que podemos mencionar, todos con un dejo de bibliofilia, han construido una noción idealizada de la labor de estas empresas. Esto obedece, en parte, a las propias inquietudes de periodistas, libreros y ensayistas, pero también a la recurrencia de fuentes asociadas a cronistas y bibliógrafos que conjuntaban su labor de difusión con su relación estrecha con la adquisición de “joyas” bibliográficas.

Esta investigación ha buscado tanto dejar a un lado la pulsión bibliofílica común en los historiadores, como también ampliar el abanico de fuentes para enfrentar el problema en cuestión.

¿Libreros o expendedores?

Para comenzar tal vez conviene recuperar los conceptos asociados a lo que hoy en la ciudad de México denominamos libreros de viejo. En primer lugar, a principios del siglo XX, estos vendedores y compradores no eran considerados libreros por los medios de comunicación ni por las autoridades de la ciudad, quienes preferían catalogarlos simplemente como expendedores de libros. Esto contrastaba con periodos anteriores, donde se llamaba librería al conjunto de libros, sin importar el espacio físico donde se vendiera, ni las condiciones de la mercancía ofertada (Moreno Gamboa, 2009). La denominación como expendedores no era casual. Este tipo de disputas por el término “librero” apuntaba a la articulación de la esfera cultural con el ámbito político y económico. En 1866, por ejemplo, un escritor anónimo se preguntaba si se podía llamar librero a quien era dueño de una librería o era mejor denominarlos especuladores que traficaban con productos ajenos. A su juicio, la palabra debía asignarse, en contra de la opinión mayoritaria, a los ciudadanos que ponían un pequeño puesto ambulante con libros usados, que llevaban la cultura sin dar sablazos a sus clientes. “La aparición de este librero en el mundo mercantil y literario ¿será un signo de barbarie o un testimonio de civilización?”, a lo que respondía tajantemente describiendo las bondades económicas y culturales de vender libros baratos (Anónimo, 1866: 1).

Esta situación fue cambiando y para fines de la década de 1920, las fuentes oficiales optan por la palabra librero para referirse a estos pequeños comerciantes. Aunque el término continuaba socialmente en disputa y hubo quienes rechazaron que los sencillos y poco higiénicos puestos de algún mercado pudieran ser atendidos por libreros, tal y como lo eran las librerías de textos nuevos, que comenzaban a abrir sus estantes al público o recurrían a elegantes vitrinas de cristal.3 Las jerarquías del medio se traslucen especialmente en las apreciaciones y prejuicios de los cronistas y periodistas del periodo.4

En este sentido, si en el umbral del siglo XX se prefería denominarles expendedores se debía precisamente a que la precariedad era la palabra central para comprender la labor de estos comerciantes. Sus experiencias prácticas se acercaron a aquellas que tuvo la mayoría de los trabajadores de la calle retratados por Mario Barbosa en su libro sobre la subsistencia y la negociación política de estos sectores sociales (Barbosa, 2008). En otras palabras, tenían escasa capacidad de ahorro, estaban sometidos a los vaivenes del control policial y a la corrupción, aprovechaban las fechas oportunas para las ventas, sus actividades se desarrollaban de forma intensiva, podían pasar de un rubro a otro sin problemas, entre otras características. Aunque a diferencia de muchos de los trabajadores de la calle, los expendedores de libros viejos utilizaron y debieron desarrollar su capacidad lectora como una de sus principales habilidades.

De todas maneras, las variables que les permitieron sobrevivir en el dinámico y riguroso entorno comercial de la capital mexicana fueron la movilidad y la creación de redes. En particular, estas condiciones los obligaron tanto a especializarse y adquirir ciertos grados mínimos de profesionalización, como al mismo tiempo agruparse en torno a algunas demandas básicas. Durante el periodo de estudio, los libreros deambularon entre los portales de la plaza mayor, el Mercado del Baratillo, el flamante Mercado de Libros Viejos ubicado en la plaza del ex Seminario, los puestos del ex Mercado del Volador y otros lugares similares. Por ejemplo, Juan López, proveniente de Oaxaca, pasó por todos estos espacios durante sus años vinculados al negocio de los libros. Inició sus actividades en un pequeño puesto semifijo en el Portal de Mercaderes, de ese lugar se movió fugazmente al Mercado del Baratillo, mientras se instalaba formalmente en una alacena del Mercado de Libros Viejos. Un poco antes del cierre de este sitio, pero ahora como librero, se estableció en el ex Mercado del Volador. En todo caso esta movilidad era relativa en comparación con los vendedores “viandantes” que estaban en constante movimiento o con los libreros tradicionales que basaban su éxito comercial en la mantención de su mismo domicilio hasta ser reconocidos por los compradores (Moreno Gamboa, 2009). Los expendedores de libros viejos se caracterizaron por situarse precisamente entre estos dos tipos de comerciantes, algunos en tránsito a establecerse definitivamente en algún lugar de la capital, mientras otros cada vez más atorados por las deudas pasaban permanentemente de rentar alguna alacena a itinerar dentro de los mercados.5 Tampoco era extraño que cambiaran de vender libros viejos, a fierros, ropa o vidrios, dependiendo de lo que tenían a su disposición.6 Así la movilidad de los expendedores poseía un cariz geográfico, pero también estaba marcada por las posibilidades de ascenso económico y social. Las pocas fotografías que se conservan de algunos de estos expendedores, nos demuestran que sus vestimentas no eran las de un habitante pobre de la ciudad, sino que trataban en la medida de lo posible de usar traje y sombrero, aunque muchas veces quedara de manifiesto que éste era el único que poseían (Imagen 1).7


Imagen 1. Librero de viejo del mercado del ex Seminario atendiendo a un par de estudiantes.

© 88238 SECRETARÍA DE CULTURA.INAH.SINAFO.FN.MÉXICO.Reproducción autorizada por el Instituto Nacional de Antropología.

La construcción de redes si bien es difícil pesquisar, ya que no llegaron a establecer organizaciones formales como en años posteriores (en la década de 1930 funcionó la Asociación de Libreros de México), podemos verla a través de dos tipos de documentos particulares. Por un lado, algunos expedientes de donaciones y canjes con instituciones públicas reflejan el fluido contacto entre los distintos sujetos implicados en la difusión del libro. En este aspecto, quedan en evidencia relaciones asimétricas con clientes que pertenecían a las clases acomodadas de la ciudad y con algunos altos funcionarios gubernamentales.8 Estos contactos en algunas ocasiones iban más allá de nexos meramente comerciales, y podían transformarse en relaciones de amistad o en vínculos culturales.9 Por otra parte, encontramos las solicitudes que levantaron los expendedores de manera colectiva frente a las autoridades de la ciudad. En este caso, los requerimientos buscaron mejorar las condiciones financieras de sus propios negocios. El 30 de abril de 1886, un grupo de arrendatarios de las alacenas del Mercado de Libros Viejos, a menos de un mes de su inauguración, solicitó la reducción de la renta, ya que antes de pensar en vender, debían rematar obras a ínfimos precios para juntar el dinero de la cuota.10 El Ayuntamiento finalmente rebajó el precio de la renta de 34 a 25 centavos diarios. Ahora bien, estas peticiones también evidencian la movilidad de estos sujetos y las dificultades que enfrentaban los expendedores de libros para agruparse a fines del siglo XIX. Tal era la volatilidad que, a una petición de ocho comerciantes, cuando llegó la respuesta de las autoridades un año después, sólo tres se encontraban todavía en el mismo mercado.11 Si seguimos los padrones de estos lugares podemos ver que esta situación fluctuante se mantuvo por lo menos hasta la primera década del siglo XX.

Por supuesto, la precariedad también era algo que unos pocos fueron sorteando con mayor facilidad y lograron tener varios puestos en distintos mercados.12 O incluso, libreros, en el sentido estratificado del término, aprovecharon las condiciones de los nuevos espacios comerciales para buscar instalar alguna sucursal de sus propias librerías. Francisco Abadiano, proveniente de una familia de libreros del siglo XIX13, se instaló en las alacenas del mercado de libros de Seminario. Mientras que la viuda de Arturo Gualdi14, María Hernández también optó por llevar parte de su negocio a dicho lugar.15 En estos casos debemos considerar una variable muy relevante al momento de pensar el comercio de libros viejos. Durante el periodo, las librerías aunque vendían en mayor medida artículos nuevos, también conformaban su catálogo con aquellos libros de “lance”, o sea, usados, descontinuados o antiguos.16 La Librería Porrúa y la Librería Robredo que surgieron en estos años y que se proyectaron a lo largo de todo el siglo XX, se caracterizaron precisamente por ofrecer una combinación de libros nuevos, viejos y aquellos para coleccionistas.17 Por otro lado, “extrañamente”, muchas veces libros nuevos, recién puestos en circulación, aparecían entre las ofertas de los expendedores de libros viejos.18

Los casos de Abadiano y Hernández también nos pueden ayudar a vislumbrar el capital que podían manejar estos expendios. Por ejemplo, en 1908, cuando la alacena que Abadiano ocupaba en el mercado de libros viejos fue desalojada por falta de pago, las autoridades policiales hicieron un inventario que contempló: “1.200 volúmenes, de distintas obras, desempastadas y viejos, en cuatro cajones de madera, cuatro figuras de yeso, representaciones del calendario azteca e ídolos, dos cepillos de carpintero, dos repisas, dos formones, una cafetera de porcelana, un martillo de palo, dos candados de hierro, dos repisas con felpa y un desatornillador”.19 Aunque esto no correspondía a todos los bienes del reconocido librero, si nos permite hacernos una idea de la cantidad de mercancía que manejaban los expendedores de este lugar en particular.

El caso de María Hernández es similar. Cuando en 1917 decidió solicitar licencia para su local, esta vez en el núm. 5 de la primera calle de Gral. Jesús Carranza (cerca del mercado de Tepito), el inspector de bazares, Alfonso Espino, avaluó su capital entre 800 y 900 pesos.20 Aunque en este caso, Hernández se presentaba como la viuda de Gualdi y convenció al funcionario de que por ignorancia no poseía los permisos necesarios para vender libros viejos. Por supuesto, este tipo de argumentación era común durante el periodo y aún más en un espacio comercial mayoritariamente masculino.

Por su parte, José Curiel, quien comenzaba a ser reconocido en el ámbito librero, en 1918 amplió sus negocios instalando una compra-venta de libros y fierros viejos en Avenida de la Paz núm. 38. En este local según el inspector de bazares del Ayuntamiento, el capital que se movía era de aproximadamente 50 pesos.21 Entre 1910 y 1921 Curiel había pasado de arrendar una alacena en el mercado de libros viejos a tener a su cargo ocho de las 23 existentes.22

De todas maneras, las condiciones por las que atravesaban los expendedores de libros ubicados en los mercados, en las vecindades y en las calles de la ciudad de México, no coincidían exactamente con el bienestar que presentaban los casos recién reseñados. A diferencia de la situación descrita por Liliana Guiot de la Garza para los libreros del periodo previo, estos expendedores de libros viejos, dentro de su heterogeneidad, no gozaron de una vida lujosa ni de un prestigio social a toda prueba (Guiot de la Garza, 2003).

En 1908, un periodista le preguntaba a José Loaria:

-¿Y el negocio es bueno?

- Bueno, precisamente, no; da apenas para comer, pero sigue uno aquí, porque ya le tiene cariño. Además, matamos el aburrimiento leyendo trozos de todos los libros, y con esto vamos aprendiendo cosas.23

Este expendedor llevaba desde 1869 dedicado a la compra y venta de libros viejos, casi 40 años. Y sobre él, Luis González Obregón escribió: “[…]proveedor caritativo de estudiantes y bibliófilos pobres, pues como ellos siempre fue pobre” (Carreño, 1957: 7).

Los mercados y la modernización

Hasta el momento hemos mencionado algunos lugares en los cuales se realizaba este tipo de comercio. A estos espacios podríamos añadir el Portal del Águila de Oro, La Lagunilla, el Mercado Hidalgo, la Plaza de Mixcalco, entre otros (Paredes Mendoza, 1986: 159). Sin lugar a dudas los expendios de libros estaban situados en los rumbos del consumo citadino, así como en los lugares de tránsito hacia las estaciones de trenes y tranvías (Mapa No. 1). Junto a los artículos de primera necesidad, como hortalizas, frutas y pulque, se podía encontrar la oferta de libros, folletos, estampas, cromos e incluso partituras musicales. La compraventa de publicaciones y artículos usados era una de las principales actividades realizadas en las calles de la ciudad de México.24

Mapa 1. Los espacios del libro en la ciudad de México
Fuente: Plano de la Ciudad de México, 1899-1990. Compañía litográfica y tipográfica sa Antigua Casa Montauriol, Mapoteca Orozco y Berra. Elaborado en LANSE, El Colegio Mexiquense, A.C., 2017.

En este contexto, el 1 de abril de 1886 se inauguró el Mercado de Libros Viejos junto a la Catedral, en lo que era el terreno del antiguo Seminario, ahora convertido en un paseo público. Detrás de este cambio estaba el proyecto de modernización porfirista, que combinaba elementos de orden liberal con propuestas del positivismo.25 Por un lado, esta modificación urbana cumplía con el orden que debía tener una metrópoli moderna, mientras que abrir un espacio a la cultura impresa también impulsaba el progreso nacional a través de la lectura. Por estos motivos relevantes se entiende que en su proyección original el nuevo mercado retomaría la estructura del Pabellón de México utilizado en la Exposición Internacional de Nueva Orleans de 1884 (el actual quiosco morisco de Santa María la Ribera).26

Pero como muchos de los planes de modernización de las autoridades de la ciudad, los proyectos se conjugaban con las condiciones económicas y políticas reales y el resultado fue una nave de fierro y madera con 23 alacenas disponibles. Además, para ahorrar espacio y costos, los expendedores de libros compartirían las dependencias con los vendedores de pájaros. Los vecinos de la zona se quejaron de inmediato. La construcción no sólo dañaba el “ornato” al interrumpir el jardín que se había construido en el lugar del ex seminario, sino que “[…] nada propicio es que al lado de la maravillosa obra arquitectónica de la Catedral y tan cerca del Palacio Nacional se ostente un mercado de tan poca utilidad como belleza”.27

Los espacios del libro en la ciudad de México

La precaria construcción de madera y fierro ni siquiera cumplía con las condiciones mínimas para alojar a los libreros. Los alerones del techo eran demasiado cortos, por lo que la lluvia o el sol daban directamente a la mercancía. Esto había significado que de las 23 alacenas solamente nueve se encontraran arrendadas apenas un mes después de su inauguración.28 Esto consolidaba aún más los argumentos de los vecinos de la zona, quienes argüían que con el cambio de locación nadie se vería perjudicado, “...pues entendemos que desde que se erigió ese mercado con poco o nada ha sido beneficiado el erario municipal”.29

Ante todas estas quejas, las autoridades de la ciudad tampoco optaban por defender sus propias decisiones. Al contrario, el 28 de junio de 1887, la Comisión de mercados del Ayuntamiento respondió a los quejosos: “La poco meditada construcción del pequeño mercado de libros existente en el Seminario ha dado resultados contraproducentes a su objeto y a los fondos municipales”.30 Sin embargo, la dependencia solo accedió a alargar los alerones del techo (esto puede verse en la imagen No. 2) y rechazó mover la estructura de lugar a menos que los propios vecinos financiaran la relocalización.31


Imagen No. 2. Alacenas del mercado de Libros del ex Seminario a principios de la década de 1920.

© 88239 SECRETARÍA DE CULTURA.INAH.SINAFO.FN.MÉXICO.Reproducción autorizada por el Instituto Nacional de Antropología.

Esto no sólo grafica la inexistencia de un proyecto integral de planeación urbana, sino también, confirma que los cambios se debieron a propuestas de corto plazo dependientes de las autoridades de turno (Rodríguez Kuri, 1996). Uno de los expendedores explicaba años después la aparición del mercado con las siguientes palabras:

Un día […] un empleado de la policía se resbaló con una cáscara de fruta; se quejó con don Francisco Díaz de León, que era regidor de mercados y entonces el Presidente del Ayuntamiento acordó que fuera desalojado el lugar […] Conseguimos que se nos permitiera quedarnos en este lugar, para lo cual se mandó construir este cobertizo.32

De todas maneras, el tránsito de estos vendedores, que tradicionalmente se instalaban en los portales y otros lugares de la plaza mayor, al nuevo Mercado de Libros Viejos fue lento y dejó a varios de ellos en el camino. De igual modo provocó una escisión importante entre los impresores y los expendedores de libros.33 Ambos grupos habían compartido espacios desde hace mucho tiempo y esto los había ayudado a crear proyectos editoriales en conjunto, pero una vez inaugurado el mercado específico, esta relación se cortó. Quizás por esta razón, solo a fines de la década de 1920, encontramos el resurgir de la figura del “librero editor” entre estos comerciantes.

Pero esta concentración también provocó un problema en la relación de los bibliófilos con sus antiguos proveedores. Si antes los buscadores de joyas bibliográficas habían aprovechado el desorden y en muchos casos el desconocimiento de los propios expendedores, ahora que se encontraban todos reunidos era más difícil comprar libros valiosos a precios módicos. En algunos casos estas quejas se volvieron un lamento sobre la decadencia que había llegado al mundo de los libros, mientras que en otras ocasiones los cronistas aprovecharon para burlarse un poco de la insatisfacción de los apesadumbrados buscadores de incunables o ediciones dieciochescas. Así lo hicieron Prantl y Groso en su guía de la ciudad de México34. Ahora los bibliófilos de pura raza, en lugar de biblias ilustradas o clásicos griegos, sólo encontraban:

Libros de texto para las escuelas, novelones sensacionales, librillos vistosos y por lo común sandios cuando no infestados de pornografía, folletos y libracos de cuentos verdes, y producciones asquerosas de plumas libertinas, obras truncas y multitud de impresos y de estampas y fotografías sin valor ni atractivo, resto despreciado de las bibliotecas, eso es todo lo que ahora se compra y vende en el Mercado de Libros... ¡Con razón están de pésame los bibliófilos! (Prantl y Groso, 1901: 905-906).35

En este punto conviene detenerse un instante en la valoración social de los libros. Si bien su relación con la cultura y con la educación, posicionó al libro como una herramienta civilizatoria primordial, las apreciaciones sobre este dispositivo se esparcían en una amplia gama de posibilidades. Por un lado, tenemos a los bibliófilos y coleccionistas,36 pero en el extremo opuesto, la calidad de las producciones era cuestionada por los sectores conservadores de la sociedad que llegaron a plantear la existencia de un exceso de libros.37 La revista El abogado cristiano incluso equiparó a los empresarios del juego, a los taberneros, a los droguistas, con los “traficantes de libros viejos”.38

Las perspectivas modernizadoras, en ocasiones, también desdeñaron la presencia de estos productos, no por carecer de importancia educativa, erudita o filológica, sino por no encuadrarse en los planes del progreso. “[…] con propagar libros viejos no hacen otra cosa que nutrir a los pueblos con ideas arcaicas que llevan dos o tres siglos de atraso, cerrando al mismo tiempo el paso a las ideas y lenguajes modernos”39, señalaba un texto publicado por El correo español. Este periódico pertenecía al también librero José Porrúa.

En este mismo sentido es interesante la velocidad con que los artificios de la modernización podían caer en las manos de la obsolescencia (Hiriart, 1982). En 1886, en su inauguración, se destacaba el cariz modernizador de las nuevas alacenas de libros viejos. Sin embargo, casi veinte años después, en 1908, se cuestionaba su carácter retrogrado: “El estado actual del mercado aludido, con sus alacenas viejas y polvorosas, viene a ser un lunar en el centro de la ciudad, que en pocos años se ha modernizado, quedando solamente aquel vestigio de las pasadas épocas, inadecuado a los tiempos actuales”.40 Las épocas pasadas ya no implicaban los remotos tiempos coloniales, sino sólo un par de décadas atrás. La madera y el fierro debía ser reemplazado por cristales que dotaran al comercio de la elegancia de los nuevos tiempos. Esta aceleración modernizadora que valoraba por sobre todo lo nuevo, contrastaba con las dinámicas que imponía la venta libros viejos.

Entre la crisis y la higiene

Coincidentemente con las crisis que atravesó la ciudad en la fase armada de la revolución, desde 1914 comenzaron a aparecer sistemáticamente en los padrones oficiales, vendedores de libros establecidos en el ex Mercado del Volador.41 Según la revisión de estos censos, que deben tomarse como una referencia matizada pues estaban asociados al cobro de impuestos por lo que evadirlos era común, el número de expendedores va aumentando progresivamente desde esa fecha y hasta finales de la década de 1920.42 Este incremento sostenido (ver el cuadro no. 1), posiblemente se debió a que la crisis revolucionaria puso en circulación una mayor cantidad de libros provenientes de familias con problemas financieros que optaron por deshacerse de ellos o que les fueron arrebatados en medio de la violencia; a las propias carencias de los vendedores orillados a buscar nuevos negocios en un contexto de desabasto; y finalmente a la necesidad de libros para los estudiantes en medio de los problemas del mercado editorial dependiente de España, pero sin las condiciones locales para establecer un producción propia.43


Cuadro 1. Expendios de libros viejos en el ex Mercado del Volador

Fuente: AHCM, Fondo Ayuntamiento, Serie rastros y mercados, Padrones, vols. 3750 y 3269 y FondoDepartamento del Distrito Federal, DDF, Serie obras públicas, caja 24, exp. 1292

Los problemas económicos de los habitantes de ciudad, sin duda, fueron un aliciente para la compra y venta de libros viejos, especialmente los libros de texto. Aunque las prioridades podían no sólo ser la obtención de los insumos necesarios para estudiar, al contrario:

El estudiante come muy pocas veces y no cena nunca. Cuando llega algún pariente de la provincia o vende un texto en las alacenas de libros viejos en el Volador o en el jardín del Seminario, entonces se dice con cierto escándalo: ¿Ya estás enterado, chico? Fulano de tal está armado: tiene veinte reales.44

En un texto escrito por Gerardo Murillo, más conocido como Dr. Atl, se recupera una experiencia similar a la de estos “estudiantes armados”. Aunque en este caso fue él quien al obtener un poco de dinero y pasando por el zaguán de una vecindad vio unos libros a la venta. Entre los ejemplares maltratados y sucios se encontraban Aritmética práctica, Geografía de México, Diccionario alemán-español y La Biblia. El artista negoció la venta de este último: “¿Cuánto? -dije al librero un hombrecillo flaco y mugroso-. Dos pesos -me dijo-. No hombre, ni todos los libros que usted tiene valen dos pesos. Le doy 50 centavos”.45 El Dr. Atl aprovechó la oportunidad que generaba la complicada condición económica de la ciudad. También en este caso podemos observar los problemas que este comercio manifestaba a ojos de los contemporáneos. Por un lado, tenemos la poca higiene envuelta en estas prácticas de consumo y, por otra parte, el hecho de que la mayoría de los libros a la venta correspondía a textos de estudio.46

Desde las escuelas se trataba de evitar esta situación realizando inventarios detallados de los escasos libros existentes en sus bibliotecas, enfatizando las condiciones en las que se encontraban (Meníndez Martínez, 2004). La expansión de los estudiantes en las aulas, presionaba la capacidad del Estado y las editoriales privadas, para dotar con los libros necesarios a cada institución, por lo que se precisaba utilizar al máximo los ejemplares disponibles47.

Por su parte, las autoridades de la ciudad percibieron este tipo de situaciones y trataron de regular el comercio en mercados y en las calles de la ciudad de México. A mediados de 1916 el gobernador del Distrito Federal, César López de Lara, dictó un reglamento que prohibía la compra y venta de libros y fierros viejos. El objetivo de estas disposiciones eran directamente evitar que las “[…] operaciones de compra-venta de aquellos libros que sirven de texto para las Escuelas Oficiales”.48 En el caso de los fierros viejos, se pretendía que los artesanos y obreros no vendieran sus herramientas. En última instancia se destacaba el carácter “moralizador” de las medidas, pues de ese modo los estudiantes no interrumpirían sus actividades.

En el caso de las situaciones poco higiénicas asociadas al comercio de libros viejos, el desafío implicaba mayores esfuerzos. Si partimos desde una óptica general, durante el periodo se asociaron prácticas denominadas incivilizadas con problemas higiénicos. Para los expendedores de libros, dedicados a intercambiar dispositivos culturales, la comunión de ambas tramas se realizó de una forma mucho menos mecánica que en otros productos, como por ejemplo el pulque, la carne u otros alimentos. Aunque esto no significó que se hicieran diferencias mayores con aquellos bienes que ya habían sido “usados”. Si como ya vimos se les ponía en el mismo compartimiento que los fierros viejos, de igual modo se declaraba que: “Es notorio el peligro que hay en hacer uso no sólo del considerable número de piezas de ropa, sino también de muebles y libros viejos que diariamente se ponen a la venta y pasan de mano a mano, dejando a su paso los gérmenes de enfermedades peligrosas”.49 Este texto estaba asociado a una moción realizada por el Ayuntamiento al Consejo Superior de Salubridad, para poner un sello a las piezas usadas que estuvieran desinfectadas y listas para su venta.

Este tipo de discurso gubernamental se reforzaba debido a la inquietud de los medios de comunicación. En la prensa aparecían casos alarmantes de enfermedades que se podían transmitir si los libros viejos no eran desinfectados de manera correcta.50 El Diario del Hogar explicaba que: “Recientemente se han practicado minuciosas observaciones en este sentido, que han venido a revelar la frecuencia con que se transmite la tuberculosis por medio de aquellos impresos que han pertenecido a personas atacadas de tan terrible enfermedad”.51 El problema era la dificultad de desinfectar este tipo de objetos, sin utilizar líquidos, por lo que la discusión sobre el mejor método se mantuvo a través de las páginas del periódico y entre las autoridades de gobierno.52

Estos impulsos higienistas también involucraron prácticas sociales y no faltaron en la prensa consejos que debían seguir los interesados para mantener la limpieza de sus impresos. El mismo Diario del Hogar recomendaba pasar por las páginas de grabados, libros y otros textos, que hubieran sido descuidados por sus dueños anteriores, una papa cortada con una débil solución de cloruro de cal.53

Pero los problemas generados por los expendedores de libros viejos podían incluso ir un poco más allá en la relación entre suciedad e incivilización. En algunos casos se les implicó directamente como “propagadores de la inmoralidad”. Esto se debía a que no era extraño que entre los impresos ofertados hubiera más de alguno que estuviera reñido con lo que las autoridades consideraban aceptable. El caso de Juan López, y sus estampas liberales y anticlericales, es destacado por la mayoría de los cronistas (Estrada, 1935). Sin embargo, en ocasiones esto podía cruzar las líneas de lo político y pasar directamente a lo judicial.54 Este fue el caso cuando Damián Alcocer encontró en posesión de sus hijos varias “fotografías inmorales”, por lo que presentó una denuncia en los tribunales. El juez encarceló a los expendedores implicados, y además cateó sus alacenas, encontrando más de cincuenta libros y otros impresos que consideró inmorales.55

Los discursos en contra de la venta de libros usados muchas veces no se detenían en la mercancía ni en los expendedores, sino que apuntaban directamente a la infraestructura que lo cobijaba. El Mercado de Libros Viejos, como vimos, fue criticado desde un comienzo. Sin embargo, no era el único que generaba cuestionamientos. Quizás el ex Mercado del Volador fue uno de los que más acaparó estas críticas. En esos años este lugar era la construcción inconclusa de un bazar, que las autoridades porfiristas habían tratado de establecer en reemplazo del antiguo mercado incendiado en 1870. De ese modo el espacio comercial combinaba una serie de puestos establecidos, que pagaban entre 15 y 30 centavos diarios, con otros comerciantes semifijos, que colocaban precarias mantas sobre el suelo para ofrecer su mercancía. En este terreno era común encontrar la venta de artículos ilegales, robados o falsificaciones. De hecho, las autoridades policiales regularmente visitaban el lugar en busca de armas y parque que iban a vender los soldados.56 También fue el espacio privilegiado para distribuir libros prohibidos, ya fuera aquellos considerados obscenos (la pornografía era un género de profusa difusión en el periodo57) o peor aún, las publicaciones católicas que atacaban al Estado posrevolucionario en el contexto de la Guerra Cristera. Cuando en 1927 se prohibió Lucha de razas. Pieles rojas contra blancos, los diablos negros del Río Grande, por denigrar a México, los agentes del Departamento Confidencial de la Secretaría de Gobernación recorrieron el ex Volador para advertir a los expendedores.58 En total once puestos fueron apercibidos de la prohibición.

Aunque, evidentemente, no todas las actividades librescas que se realizaban en su interior eran de carácter ilegal. De hecho, a fines del siglo XIX, la Sociedad Científica Antonio Alzate había pedido al Ayuntamiento uno de los locales del ex mercado, con el fin de instalar una biblioteca. Esta solicitud apelaba a las ideas ilustradas y de progreso de las autoridades citadinas, para poner un acervo de mil obras que podrían ser consultadas por los mercantes. 59  De igual modo, en este periodo en estos locales también se instalaron otras bibliotecas particulares, de agrupaciones e incluso archivos de dependencias gubernamentales.60 Mientras las frutas y las hortalizas comenzaban a ser cada vez menos comunes, los libros y otros elementos culturales, se volvían menos ajenos a este lugar de comercio.

El problema nacional

Fernando Benítez en un texto sobre los problemas culturales de México hace un énfasis importante en la aciaga labor de los libreros de viejo del primer tercio del siglo XX. Los acusa de vender importantes colecciones a algunas universidades de Estados Unidos, a la Biblioteca del Congreso y a otras instituciones del país vecino (Benítez, 1988). Por supuesto, esta labor se realizó, según él, con el contubernio de los funcionarios públicos, especialmente con quienes laboraban en la Biblioteca Nacional. Se detiene Benítez en la labor de Nicolás León, quien a su juicio simbolizaba las contradicciones mexicanas, ya que mientras se dedicaba a vender ejemplares al extranjero, también: “Amaba los libros viejos, se creyó patriota, contribuyó a la bibliografía mexicana” (Benítez, 1988: 100-101).

Entre quienes comerciaron libros, manuscritos y hojas sueltas, con las bibliotecas de Estados Unidos, encontramos a los principales libreros del periodo. El acervo del ya mencionado Francisco Abadiano, quien había comprado a mediados del siglo XIX la Biblioteca del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco61, fue vendido al coleccionista Adolph Sutro y hoy conforma parte de la Sutro Library de San Francisco (Zahar Vergara, 1995: 53). Algo similar ocurrió con los libros que llegó a tener en su poder Agustín Orortiz, quien inició sus actividades en el Mercado de Libros Viejos del ex Seminario y llegó a ser uno de los principales libreros de la capital. En el caso de la Librería Robredo, su dedicación a este tipo de comercio la llevó a imprimir catálogos especializados en inglés. Por ejemplo, en 1932 entregó un folleto en una reunión de la American Assotiation for Advancement of Science realizada en la Universidad de Tulane en Luisiana. En este catálogo se ofertan libros en idiomas indígenas editados durante el periodo colonial. El más antiguo corresponde a un “vocabulario de la lengua mixteca” del siglo XVI, que alcanzaba el valor de 500 dólares, incluyendo gastos de envío.62 En este aspecto, los procesos vinculados al libro antiguo se relacionan con otros tipos de mercados que habían comenzado a desarrollarse en Estados Unidos en torno a objetos “coleccionables” mexicanos. La arqueología había levantado la codicia al otro lado de la frontera a partir del saqueo de algunos sitios prehispánicos, entre ellos Chichen Itza; mientras que el arte nacional comenzaba lentamente a crear estructuras de intercambios cuyos caminos conducían directamente a los museos y galerías neoyorkinas (Palacios, 2012Saborit, 2012).63 Pero este tipo de relación comercial impactó no sólo en la creación de mercados e intermediarios, sino directamente en el fortalecimiento de las disciplinas y ámbitos culturales que se relacionaban con estas temáticas, en desmedro del desarrollo local mexicano64. De hecho, para Guillermo Palacios analizar estos casos es también reconstruir “[…] los meandros de un proceso de State-Building en el campo de la ciencia y del prestigio internacional de la academia estadounidense” (Palacios, 2012: 113).

Esta situación había sido en su momento reseñada con énfasis por Genaro Estrada, quien a partir de sus funciones en el Estado mexicano intentó desarrollar acciones para contrarrestar este problema (Estrada, 1935). De ese modo puede explicarse en parte la vinculación especial que se desarrolló entre la diplomacia y la bibliografía mexicana, especialmente cuando Estrada dirigió la Secretaría de Relaciones Exteriores.65

Si bien falta investigar con detalle cómo se dieron estos procesos de compra y venta (Fernández de Córdoba, 1955 y 1956), a mediados de la década de 1910, desde la dirección de la Biblioteca Nacional también la situación generada por la violencia revolucionaria era evaluada con pesimismo. “De las bibliotecas particulares, del clero o de emigrados políticos, que contienen o contenían obras valiosísimas, se substraen libros de inestimable valor que han sido vendidos a ínfimos precios”66, exponía en 1916 un informe del subdirector de la Biblioteca Nacional, Antonio Martínez de Castro. Lo mismo sucedía en las dependencias de la entidad, incapaz de hacer frente a los ladrones. Además, se carecía de catálogos e inventarios que pudieran dar cuenta de la magnitud de la perdida de bibliografía durante el periodo. Los comerciantes de libros viejos eran inculpados por el funcionario como los principales receptadores de estos bienes pertenecientes al país.

Para evitar esta situación, Martínez de Castro propuso obligar a todos los expendedores de libros a realizar inventarios, depositándolos en notarías públicas, además de entregar aquellos ejemplares considerados propiedad nacional.67 De igual modo se solicitaría a los cónsules que investigaran si las bibliotecas extranjeras poseían algún material de propiedad nacional y de ser así, exigieran su devolución.

De todas maneras, conviene matizar el panorama. No solo porque muchas veces simplemente no había compradores locales para los acervos ofertados por los libreros, sino porque estos también desarrollaron una estrecha relación con los organismos estatales, y en especial con la Biblioteca Nacional. Por ejemplo, si volvemos a Francisco Abadiano o a Agustín Orortiz, encontramos varios expedientes relativos a los canjes de “joyas bibliográficas” que realizaron con dicha entidad.68 Abadiano en alguna ocasión cambió dos ejemplares de Bibliografía mexicana del siglo XVIII, por Installations d’éclairage électrique de Emile Piazzoli. De ese modo, se nutría el repertorio de la Biblioteca Nacional con libros que se relacionaban con las necesidades prácticas del proyecto modernizador porfiriano. Pero por supuesto, en el nuevo contexto nacionalista que se abría a partir de la década de 1920, ese tipo de prácticas fueron asociadas a la corrupción del régimen anterior.

La posrevolución y los libros viejos

Pese a todos los problemas descritos, los consumidores y bibliófilos no dejaron de merodear en los expendios de libros. De tal modo que incluso la inauguración en 1924, de “El Murciélago, puesto de libros antiguos, raros y curiosos en El Volador”, se convirtió en un acontecimiento social y vanguardista. A la apertura de este local, propiedad de Felipe Teixidor, acudieron entre otros, Genaro Estrada, Pablo González Casanova y el especialista en el arte mexicano, Manuel Toussaint.

A diferencia del Mercado de Libros Viejos, las descripciones sobre los libreros en el ex Volador no son pocas. Varios cronistas nos dejaron relatos románticos acerca de las actividades que se desarrollaban en este lugar. Ubicado donde hoy en día se encuentra la Suprema Corte de Justicia de la Nación, a unos pasos del Zócalo, conjugaba los expendios de libros con los puestos de antigüedades y especialmente, con la venta de fierros viejos. Sigamos por ejemplo las palabras de Genaro Estrada, quien junto con su labor diplomática también desarrolló una profunda actividad en torno al libro mexicano. En este lugar, los domingos eran días especiales. Las tiendas abrían a las 8 de la mañana. Primero desfilaban los expertos anticuarios buscando las novedades a buen precio. Después comenzaban a llegar los compradores y visitantes, para concluir la mañana con un grupo de contertulios que aprovechaban el paseo más para socializar y conversar sobre libros que para hacer alguna compra. Estrada advierte la vivacidad de este espacio:

Los domingos, las librerías se extienden en mesas anexas, en las cuales se amontonan las colecciones de La Ilustración Francesa, los argumentos de óperas y los folletos sobre agricultura, industria y comercio […] Los anaqueles, el mostrador, los pilares, todo es aprovechado en las barracas de los libreros, para la exhibición de muestras y enseñas. Sobre el muro exterior, cordeles paralelos sostienen bandas de las materias más disímiles […] Prendidos a un cordel, en el que se sostienen con pinzas de madera para ropa, están los cuadernos de La Novela Semanal. En hilera, sobre el mostrador, autores españoles y mexicanos […] luego, unos tomos de Darío, de las obras completas, con autógrafo del niño Rubén Darío Sánchez y, destacando su nota naranja, otros de la colección La Cultura Argentina (Estrada, 2004: 146-147).

Esta descripción detallada evidencia no sólo la bibliofilia de Estrada, sino que también proyecta una sensación positiva sobre el estado de los libros y la lectura en México. Los primeros años del régimen posrevolucionario permitían al futuro secretario de Relaciones Exteriores plantear un panorama favorable. En este sentido, es necesario mencionar el esfuerzo vasconcelista para comprender el desarrollo de las librerías de viejo, ya que fue quizás uno de los planes estatales importantes respecto a la expansión de la lectura y del consumo de libros.

La década de conflicto armado había impactado en los procesos culturales mexicanos, limitando o impulsando algunas prácticas (Saborit, 2008). Pero a comienzos de los años 20, retomando algunos elementos ya esbozados en los procesos previos (Cervantes y Valero, 2016), la Secretaría de Educación Pública financió una serie de proyectos que ampliaron no solo la cantidad de lectores, sino que fortalecieron los distintos aspectos del mundo del libro. Desde las imprentas hasta los escritores, pasando por las editoriales y especialmente por los centros de estudio, se vieron beneficiados con estas medidas (Marsiske, 2013Garciadiego, 2015). Según Fernando Peñalosa, la cantidad de librerías en México pasó de 80 en 1912 a cerca de 200 en 1925. Mientras que en la ciudad de México en particular de 17 pasaron a 39, sin contar las más de treinta editoriales que también vendían libros (Peñalosa, 1957). Los libreros de viejo abrevaron de estos procesos69, no sólo aumentando sus acervos, sino que expandiendo la cantidad de clientes potenciales, incluso algunas entidades como la Librería Cicerón, la Librería el Volador o la Librería Navarro, apuntaron directamente a producir libros de texto para el creciente mercado.

Un dato relevante de esta nueva etapa en la historia de la educación mexicana, analizado por Laura Giraudo, es precisamente la continuidad con el periodo porfirista en algunos aspectos. En términos concretos, esta autora propone que se publicaron pocos libros de texto nuevos y que se mantuvo el uso de aquellos aprobados en años previos. Solo después de 1929 comenzó a notarse un cambio relevante en el material que utilizaban las escuelas. “Por lo que se refiere a los libros de historia, se reeditó la Historia patria, de Justo Sierra, y en la década de los veinte se siguieron usando textos como La evolución del pueblo mexicano, de José María Bonilla; La patria mexicana, de Gregorio Torres Quintero y Elementos de historia general y de historia patria, de Longinos Cadena”, explica Giraudo (2004: 310). Esto favorecía el comercio de los libreros de viejo, ya que por un lado las reformas ampliaban la cobertura educativa, pero por otra parte al no sustituir los antiguos libros de texto ni aumentar los tirajes disponibles, crecía la demanda sobre los productos que dichos comerciantes ofertaban.70 Por otra parte, las propuestas vasconcelistas también se buscaban una mayor apertura por parte de los maestros a sobrepasar los límites de los libros de texto, y estos significaba necesariamente recurrir a otras lecturas posibles, a otros libros no disponibles en las bibliotecas escolares, lo que significaba que los padres y madres de familia debían buscar alternativas económicas (Rockwell, 2004).

Estos procesos contribuyeron de igual modo a que los circuitos de los consumidores de libros viejos comenzaran también a diversificarse. Si el bibliófilo apenas abandonaba el Zócalo de la ciudad, otros rumbos comerciales fueron preferidos por compradores menos exigentes. El cajón de Garambullo a la salida de la Escuela Nacional Preparatoria se concentraba en mercancías para los estudiantes. El mercado Martínez de la Torre y la Merced eran frecuentados por los sectores populares de la ciudad y, sucesivamente, algunos expendedores de libros usados trataron de instalarse en ellos, aunque sin éxito. Con mayor fortuna corrieron los que eligieron La Lagunilla como espacio de venta. En este mercado las tiendas eran precarias y los expendedores estables se mezclaban con las personas que obligadas por necesidades coyunturales ofrecían todo tipo de artefactos y antigüedades. Nuevamente las descripciones nos conducen al día domingo, pues como buen ritual de consumo, la compra de libros también tiene sus momentos y pautas.

En este mercado, difícilmente transitable los domingos en que de todas partes de la ciudad acuden compradores, hay varios libreros que tienden sus mercancías sobre modestos papales, y que acaso ignorándolo, prestan un gran servicio realizando libros que muchas veces no se encuentran ya en las librerías. Una necesidad urgente, una deuda inaplazable, obligan a los dueños de libros a venderlos por precios mínimos en los puestos de viejo. Y a ellos acuden estudiantes pobres para ver si encuentran el texto de medicina que les hace falta, o el de álgebra, o el libro de versos que no es posible localizar en ningún otro sitio de México.71

De todas maneras, los bibliófilos veían este nuevo espacio con desazón y se lamentaban que los libros estuvieran en el suelo. Artemio del Valle Arispe llegó a expresar que: “Cuando existían las Cadenas de Catedral entonces sí se podía decir que teníamos librerías de viejo; ahora no hay nada. Pura hojarasca…”.72 Tal era la carencia que Alfredo Cardona Peña dice que cuando el bibliófilo Rodolfo Concha Campos, reveló que en la Villa de Guadalupe había una librería de “joyitas místicas”, los buscadores de tesoros bibliográficos enfilaron hacia la basílica, como si fuera una procesión (Cardona Peña, 1956).

El final de una época

En 1924 el Mercado de Libros Viejos finalmente desapareció. Desde principios de siglo aparecían regularmente en la prensa noticias que lo confirmaban.73 Aunque como hemos visto, el problema tenía que ver con los conceptos de higiene o de modernización, también había una variable estética que los periódicos destacaban regularmente. “No hay cosa más indigna que el tal mercado. Esa parte del centro de México, apenas si estaría bien en alguna población de provincia”74, destacaba un periódico capitalino. De hecho, una de las dependencias gubernamentales más activas en este proceso de cierre fue la Dirección General de Bellas Artes, a través de la Inspección de Monumentos Históricos.75

Uno de los problemas era la relocalización de los vendedores. En 1918 se planteó la posibilidad de moverlos al Jardín Morelos, al costado norte de la Alameda.76 Sin embargo, la incapacidad de tomar una decisión al respecto se mantuvo inalterada por algunos años más. En parte, esto se debía a la poca claridad respecto a qué organismo de gobierno tenía las atribuciones necesarias para llevar a cabo el cierre del quiosco. Así, por ejemplo, el subsecretario de Obras Públicas le preguntaba a la Dirección General de Bellas Artes y ésta a la Inspección de Monumentos Históricos.77 Mientras en la estructura del gobierno de la ciudad, el Secretario General del Ayuntamiento no sabía bajo qué normativa había sido aprobada la construcción de estos puestos. El encargado de licencias de esta entidad reconocía que no había ningún documento que autorizara su funcionamiento.78 En este contexto el 31 de octubre de 1922 el Ayuntamiento tomó la decisión de retirar las alacenas y cerrar definitivamente este mercado.79

Una situación parecida afectó al ex Mercado del Volador. Desde 1929 las autoridades comenzaron a anunciar su cierre definitivo, algo que sólo sucedió en 1932. Sin embargo, los libreros instalados en este lugar comenzaron rápidamente a buscar nuevos espacios.

A esas alturas, la especialización de algunos, sumado a la ampliación de sus acervos, implicó que un pequeño estanquillo en un mercado no fuera suficiente.80 Se requería la solidez de un lugar para las incipientes maquinarias de las librerías-editoriales, pero también la estabilidad climática para las bodegas y aunque fuera un espacio pequeño para las reuniones de colaboradores y dependientes. Mientras unos pasaron sus locales a establecimientos sólidos en la calle Seminario, otros se mudaron hacia Puente de Alvarado, a Hidalgo o San Cosme, calles que conectaban los barrios residenciales con el centro de la ciudad y por las cuales se desplazaban numerosos transeúntes. Aquellos que no habían disfrutado de las bonazas de los últimos años de la década, debieron continuar en la precariedad incrementando el número de libreros instalados en la Lagunilla.

Finalmente, la calle Donceles, cercana tanto a la Universidad Nacional, ahora autónoma, como a la Escuela Nacional Preparatoria, también comenzó lentamente a recibir a los libreros de viejo. En esta última, Nicolás Casillas se instaló a mediados de la década de 1930, dando paso a unas de las familias más importantes en el rubro actualmente. De ese modo esta calle, que había sido conocida por sus actividades productivas como muebles o cordobanes durante el virreinato y el siglo XIX, comenzó a concentrar a las librerías de viejo de la ciudad de México.81

Palabras finales

Contradictoriamente, lo interesante de la ubicación de la mayoría de los precarios expendios de libros era su concentración en el Zócalo capitalino. Aunque pasaron por casi todos sus vértices, se esforzaron por mantenerse cerca del centro político y administrativo del país, mientras, como ha mostrado Mario Barbosa, los mercados iban creando sus propios rumbos, cada vez más alejados de este espacio político-administrativo. De hecho, una vez que cerró definitivamente el Ex Mercado del Volador, algunos decidieron establecerse en la calle Seminario (las librerías Navarro, Cicerón y El Volador), a unos pasos del Palacio Nacional, pero esta vez en los edificios solidos que miraban hacia la Catedral. Por supuesto, esta persistencia en el Zócalo se relaciona con los consumidores, muchos de ellos miembros de la administración pública o estudiantes preparatorianos o universitarios. Pero esta no era su única explicación. El diario La patria en 1886 era enfático en señalar que cualquier expulsión de los libreros y expendedores fuera de la Plaza Mayor, ya fuera de los portales, de las cadenas o de los mercados, sería considerada como un destierro y una maquinación.82 El peso simbólico de los libros, asociados al centro político, al Palacio Nacional, correspondía al valor central que determinados actores del periodo asignaban a la cultura impresa, como reflejo directo de las capacidades políticas del régimen.

La irrupción de una todavía precaria sociedad de masas a comienzos de 1930, comenzó a descentrar estas apreciaciones, expandió la lectura, multiplicó la producción editorial, potenció el comercio de libros, folletos y otros impresos. Sin embargo, esta ampliación de la cultura impresa, también modificó las representaciones que las elites en el poder dieron a este tipo de productos culturales. Si antes servían para establecer las diferencias entre quienes a través de su dominio tenían derecho a gobernar y quienes no, los cambios implicaron el colapso de dicha capacidad para discriminar. Los libros democratizados, accesibles a las amplias mayorías, eran una muestra de que el poder también podría en algún momento democratizarse. Por este motivo, ahora resultaba inconveniente para las autoridades locales que los expendedores de libros se encontraran rodeando el Palacio Nacional. Pronto se abriría una nueva etapa de intervención estatal en el mercado de los impresos, la cual fue denominada, desde el mismo régimen: la edad de oro del libro en México. De ese modo, se borraba de la memoria el dinamismo que los periodos previos habían tenido al respecto.

Por supuesto, esto no implicó que autoridades o gobernantes decidieran abrir los libros y leerlos. Se trataba más bien de vigilar, de supervisar, y con excepciones, de castigar a quien rompiera los límites de lo que se podía editar, vender, imprimir. En este nuevo contexto los libreros de viejo debieron volver a pugnar por un lugar, aunque esta vez fuera de los perímetros de poder estatal. Pero eso es otra historia.

Notas

1 Los cambios que se dieron en la ciudad durante la última década del siglo XIX y las primeras de la siguiente centuria han sido prolíficamente estudiados dada la importancia que tuvieron en la configuración urbana y política de la capital. Ver por ejemplo los libros de Tenorio-Trillo (2013) y Beezley (2010), que nos dan una mirada multidisciplinaria y que recuperan muchas de las discusiones historiográficas sobre estos temas. En el ámbito de la historia del libro y la lectura los estudios han tendido a focalizarse en la etapa inicial del porfiriato, dejando vacíos importantes en las primeras décadas del siglo XX. Algunas de las principales compilaciones al respecto son paradigmáticas (Castañeda, 2002; Speckman y Clark de Lara. 2005). En este ámbito, una excepción interesante es el trabajo que se ha realizado en torno a los libros de texto, especialmente gracias, por un lado, al seminario Libros escolares mexicanos, siglos XVIII, XIX y XX, coordinado por Luz Elena Galván Lafarga, y por otra parte, a los seminarios y publicaciones realizados en torno a la historia de la educación, impulsados desde El Colegio de México. Sin embargo, una mirada general sobre la producción editorial y su comercialización, es aún una tarea pendiente para los especialistas en la materia (Cervantes y Valero, 2016).

2 Uno de los pocos textos que estudian las librerías durante el siglo XX es el de Zahar Vergara (1995).

3 Sobre los cambios que enfrentaron las librerías durante estos años, además de ver el texto de Juana Zahar Vergara, podemos recurrir a la biografía de Francisco Gamoneda, uno de los principales actores en el proceso de modernización del rubro, en Coronado (2012).

4 Ver por ejemplo las apreciaciones de Luis González Obregón en Carreño (1957).

5 He preferido no recurrir a la diada formalidad/informalidad, pues los expendedores de libros rebasaron recurrentemente los límites de estos conceptos.

6 Luz Martínez, instalada en el Mercado del Baratillo, en marzo de 1893 vendía libros viejos, mientras que en julio la encontramos comerciando vidrio. Ver “Padrón del Mercado del Baratillo” (1893), en Archivo Histórico de la Ciudad de México (AHCM), Fondo Ayuntamiento, Serie rastros y mercados, vol. 3750, exp. 2.

7 La inserción social de los libreros era diversa. Por ejemplo, Fernando Chávez era además de expendedor de libros, subteniente reservista del Ejército. Ver “Importante Consejo de Guerra”, en Diario del Hogar, 3 de julio de 1902, p. 3.

8 Genaro Estrada o Nicolás León son sólo un par de ejemplos de esta situación.

9 Ver algunas descripciones en Carreño (1957, pp. 7 y ss)

10 “Antonio Calderón y socios piden se les reduzca a la mitad la cuota impuesta a las Alacenas que ocupan el Mercado de libros” (1886), en AHCM, Fondo Ayuntamiento, Serie mercados y rastros, vol. 3737, exp. 955.

11 “Miguel Molina y socios piden se les rebaje la cuota que pagan por las alacenas del mercado de libros” (1888-1891), en AHCM, Fondo Ayuntamiento, Serie mercados y rastros, vol. 3738, exp. 995.

12 En el caso del Mercado de Libros Viejos, en 1921 sólo cinco comerciantes controlaban sus 23 alacenas.

13 Juana Zahar Vergara señala que Francisco Abadiano murió en 1883. Tal vez el homónimo mencionado sea algún pariente de cercano, ya que he encontrado su presencia en diversos expedientes hasta 1909 (Zahar Vergara, 1995, p. 53). Ver también Guiot de la Garza (2003).

14 Según Genaro Estrada, este librero fue uno de los más reconocidos de la segunda mitad del siglo XIX (Estrada, 1935, p. 48).

15 Algunos libreros que aprovecharon de instalarse en el Mercado de Libros Viejos, optaron por contratar a alguien que atendiera el puesto.

16 Tampoco era extraño que vendieran otro tipo de artículos, como antigüedades, novedades científicas o ropa usada. Por esta razón no me parece necesario realizar mayores diferencias entre las distintas categorías de libros. Si nos situamos en el libro como objeto de estudio, estas divisiones son fundamentales, pero al tomar como base su circulación a través de librerías de viejo las diferencias tendían a borrarse al interior de las alacenas.

17 Si observamos el directorio publicado en la Guía general descriptiva de la República Mexicana, de las 35 librerías establecidas en la ciudad en 1899, son varias las que comerciaban libros viejos. Aunque sólo una lo explícita como parte de su estrategia publicitaria (Figueroa, 1899, pp. 702-703). Este tipo de guías es útil como referencia para observar el desarrollo de las librerías en un sentido amplio, aunque aportan muy poca información sobre el comercio de libros viejos.

18 Esta situación sospechosa llamó la atención del exiliado español Juan Rejano y sin decirlo se refería a la circulación de piratería a través de estas librerías (Rejano, 2000).

19 “El subdirector de ramos municipales, solicita se manden desocupar por medio de la policía la alacena o puesto del mercado de libros del señor Francisco Abadiano, cuyo puesto hace tiempo se encuentra cerrado” (1908), en AHCM, Fondo Ayuntamiento, Serie mercados, vol. 1734, exp. 705, f. 8.

20 “María H. Viuda de Gualdi se le concede permiso para expendio de libros viejos” (1917), en AHCM, Fondo Ayuntamiento, Serie licencias varias, vol. 3114, exp. 10958.

21 “José Curiel pide permiso para poner un pequeño negocio de compra y venta de libros y fierros viejos” (1918), en AHCM, Fondo Ayuntamiento, Serie licencias varias, vol. 3147, exp. 16167.

22 La rentabilidad de las alacenas parece haber pasado por muy buenos tiempos durante las primeras décadas del siglo XX. Por ejemplo, Enrique García, uno de los expendedores, en una solicitud de un socio proponía una ganancia neta de 60 pesos mensuales a quien estuviera dispuesto a invertir 500 pesos. Aunque esto pudo no concretarse, por lo menos la propuesta estaba dentro de los marcos de lo verosímil. Ver “Avisos de ocasión”, en El Imparcial, 8 de julio de 1908, p. 6.

23 “Los libreros de viejo se van”, en El Imparcial, 27 de junio de 1908, p. 4. Otra forma de “matar el aburrimiento” utilizada por los expendedores era jugar ajedrez, algo que le costó la cárcel a Isidro Torres, Eduardo Robert, Carlos Quiroz y Ángel Villarreal, en 1907. Ver “Jugadores”, en El tiempo, 1 de junio de 1907, p. 3.

24 A estas actividades además debemos agregar según Mario Barbosa, la compraventa de ropa, comida, bebidas, la prestación de servicios, las diversiones públicas, entre otras. Barbosa, El trabajo, p. 78.

25 El mercado fue denominado oficialmente Sor Juana Inés de la Cruz, aunque se le llamó popularmente de Las cadenas, como se conoció a este sitio durante todo el siglo XIX. En este lugar tradicionalmente se habían reunido los vendedores de libros usados.

26 “Sobre el proyecto para establecer un kiosco para los libreros” (1885), en AHCM, Fondo Ayuntamiento, Serie Fincas Mercados, vol. 1101, exp. 27.

27 “Los vecinos de la plaza del Seminario piden se traslade el mercado de libros a otro lugar céntrico” (1887), en AHCM, Fondo Ayuntamiento, Serie mercados y rastros, vol. 3737, exp. 985, f. 1-1v. Sobre el desarrollo de esta zona ver, Sánchez Reyes (2009, pp. 22-46).

28 “Mercado de Libros Viejos” (1886), en AHCM, Fondo Ayuntamiento, Serie mercados y rastros, vol. 3737, exp. 959. Un año después, los expendedores insistían: “[...] en la estación de las secas con un sol que solo la necesidad nos hace soportar, y en la de las aguas buscando a donde resguardarnos de la más insignificante lluvia”, en “Miguel Molina y socios piden se les rebaje la cuota que pagan por las alacenas del mercado de libros” (1888-1891), en AHCM, Fondo Ayuntamiento, Serie mercados y rastros, vol. 3738, exp. 995, f. 1. Aunque no lo manifestaron esta exposición a las inclemencias del tiempo también podía relacionarse con las condiciones de salud de los libreros. Ver “Cuatro muertos de tifo”, en La voz de México, 10 de mayo de 1888, p. 3.

29 “Los vecinos de la plaza del Seminario piden se traslade el mercado de libros a otro lugar céntrico” (1887), en AHCM, Fondo Ayuntamiento, Serie mercados y rastros, vol. 3737, exp. 985, f. 1.

30 “Los vecinos de la plaza del Seminario piden se traslade el mercado de libros a otro lugar céntrico” (1887), en AHCM, Fondo Ayuntamiento, Serie mercados y rastros, vol. 3737, exp. 985, f. 2.

31 Al parecer los cambios en la estructura dieron resultados, ya que el padrón de 1888 evidencia que de las 23 alacenas sólo había una desocupada. Aunque tres de ellas, ahora se destinaban a la venta de mercería. Posteriormente, estas se utilizaron para vender aguas frescas. “Mercado de libros. Plazuela del Ex seminario” (1888), en AHCM, Fondo Ayuntamiento, Serie rastros y mercados, vol. 3750, exp. 10.

32 “Los libreros de viejo se van”, en El Imparcial, 27 de junio de 1908, p. 4.

33 Hacia 1885, contamos con Ramón Cueva, con una imprenta en un zaguán y una librería en el número 42 del Portal de Mercaderes. En el de Los Agustinos estaban Juan López, José Meléndez, Jesús Herrera, Eusebio Aedo y Concepción Díaz. Mientras que en el de la Fruta tenía su puesto Toribio López. En 1893 aún se mantenían en los portales, Sanabria, Manuel Vivas, Francisco Acevedo y Catarino Chávez. Ver “Portales”, en AHCM, Fondo Ayuntamiento, Serie rastros y mercados, padrones, vol. 3750, exp. 23.

34 Sobre las guías de viajero y su desarrollo en la ciudad de México ver Corvera Poire (2005).

35 Prantl y Groso, La ciudad de México, novísima guía universal de la capital de la República Mexicana, 1901, pp. 905-906. La versión romántica de los buscadores de joyas bibliográficas en “La bibliomanía”, en Biblos, 27 de diciembre de 1919, tomo I, núm. 50, p. 2-3.

36 Ver por ejemplo, González Peña, Carlos, “Los libros viejos”, en El mundo ilustrado, 28 de marzo de 1909, año XVI, tomo I, núm. 13, p. 718. Para hacernos una idea del tipo de acercamiento que fue común al hablar de este tipo de comercio, este autor concluye su relato con la frase: “Solo vosotros no moriréis, y otros seguirán a vosotros en la peregrinación errante, o quedarán olvidados en las polvosas alacenas, ¡oh pobre, dolientes libros viejos!”.

37 Andrenio, “Exceso de libros”, en El abogado cristiano, 26 de noviembre de 1914, p. 741. Este texto, escrito para el contexto español, fue aplicado a la realidad mexicana por esta revista cristiana.

38 González, Fausto, “Sociología. La rapacidad en acción”, en El abogado cristiano, 5 de septiembre de 1918, p. 578.

39 Arnó de Villafranca, Pedro, Sin título, en El correo español, 20 de julio de 1907, p. 1.

40 “Los libreros de viejo se van”, en El Imparcial, 27 de junio de 1908, p. 4. Una mirada diferente en la prensa del periodo en “Un rincón de historia metropolitana. La plaza mayor de la ciudad de México”, en El tiempo, 15 de abril de 1910, p. 5.

41 Esto coincide con el análisis que realiza Barbosa a partir de los registros de licencias. A su juicio, “[…] a partir de 1914 hubo un punto de quiebre en la situación social de los pobladores de la capital que favoreció el aumento desmedido de las actividades de venta callejera”, en Barbosa, El trabajo, p. 155.

42 También hay referencias que mencionan la existencia de la compra y venta de libros en el ex Volador un par de años antes. Ver “Estudiantes armados”, en La opinión, 7 de agosto de 1913, p. 6. Una revisión de la historia de este lugar en Victoria (1991).

43 Ver una revisión general sobre estas temáticas en Brito Ocampo (2012, pp. 13-32). También es relevante mencionar que esta situación cuestiona la idea de la década armada como un espacio culturalmente opaco. Sin embargo, tampoco me parece que debemos caer en el otro extremo de pensar este momento, como una “explosión de creatividad” como propone Antonio Saborit (2008).

44 “Estudiantes armados”, en La opinión, 7 de agosto de 1913, p. 6.

45 Dr. Atl, Gentes profanas en el convento, México: Editorial Botas, 1950, p. 38, citado en Zahar Vergara (1995, p. 63).

46 Aunque esto no era un problema nuevo para las autoridades. Por ejemplo, en 1898, cuando se “perdieron” unos libros de la Escuela Nacional Preparatoria, su director comisionó a varios empleados para que los buscaran en los expendios de libros viejos. Finalmente, uno de los ejemplares apareció en la librería de Agustín Orortiz. Ver “Robo a la Escuela Preparatoria”, en El tiempo, 28 de octubre de 1898, p. 3. En estos casos, los expendedores argumentaban que es imposible saber si un libro es robado, sobre todo por la práctica común de los dueños de los ejemplares de mandar a una segunda persona a venderles el libro, por vergüenza.

47 Entre 1910 y 1921 la población de la ciudad pasó de 470 mil a 615 mil habitantes, y en ese mismo lapso la alfabetización subió de 65 a 73 por ciento. El conflicto armado desplazó a habitantes de provincia hacia ciudad de México y esto también presionó su estructura educativa. Ver el censo de 1921 (Departamento de Estadística Nacional. 1928).

48 “Queda prohibida la compra-venta de fierros y libros viejos”, en El pueblo, 23 de junio de 1916, p. 3. También es interesante que en estas mismas fechas se estableciera el Reglamento para los vendedores ambulantes de impresos, una de las primeras normativas en regular el trabajo en las calles durante el periodo revolucionario. Ver Barbosa (2008).

49 “Asunto de interés general”, en El correo español, 7 de marzo de 1903, p. 2.

50 Una nota de prensa destacaba que estos peligros acechaban aún más de cerca a los expendedores: “Desde que se estableció el mercado de libros han muerto de tifo cuatro libreros de viejo que alquilaban alacenas y vivían mañana y tarde en el lugar, recibiendo por reflexión los rayos solares. El miedo se ha posesionado de los comerciantes”, en “Cuatro muertos de tifo”, en La voz de México, 10 de mayo de 1888, p. 3.

51 “Desinfección de libros usados”, en Diario del Hogar, 20 de septiembre de 1903, p. 2.

52 De todas maneras, las autoridades visitaban los expendios para ver que cumplieran con los requerimientos de higiene. Ver “José Curiel pide permiso para poner un pequeño negocio de compra y venta de libros y fierros viejos” (1918), en AHCM, Fondo Ayuntamiento, Serie licencias varias, vol. 3147, exp. 16167.

53 “La limpieza de un libro”, en Diario del Hogar, 1 de mayo de 1904, p. 2.

54 “Librería exhibe tarjetas postales obscenas” (1909), en AHCM, Fondo Ayuntamiento, Serie vías públicas, vol. 1975, exp. 244.

55 “Los propagadores de la inmoralidad. Aprehensión de libreros”, en El tiempo, 19 de febrero de 1901, p. 2.

56 “Investigación en el mercado de ``El Volador`` en donde locatarios venden armas y parque” (1925), en Archivo General de la Nación de México (AGN), Fondo Investigaciones Políticas y Sociales (DGIPS), caja 251, exp. 18.

57 “¿Qué se lee en México?”, en La Voz de México, 13 de octubre de 1938, p. 5 Ver también el temario del primer congreso nacional de policía de 1929, donde una de las preocupaciones era el control de los libros e impresos pornográficos, en Policía del Departamento del Distrito Federal (1929).

58 “Lucha de razas. Pieles rojas contra blancos, los diablos negros del Río Grande. Se impide la venta de esa novela editada por la casa Atlante de Barcelona” (1927), en AGN, Fondo DGIPS, caja 32, exp. 4.

59 “La Sociedad Científica Antonio Alzate pide se le conceda un local en el edificio del ex mercado del volador para establecer esa sociedad” (1896), en AHCM, Fondo Ayuntamiento, Serie mercados y rastros, vol. 3738, exp. 1091.

60 “Juan B. Calderón pide en arrendamiento un local en el Ex-mercado del Volador para archivo y biblioteca de la Sociedad Farmacéutica Mexicana”, en AHCM, Fondo Ayuntamiento, Serie mercados y rastros, vol. 3739, exp. 1094.

61 A pesar de que las leyes de desamortización habían establecido el paso de estos bienes eclesiásticos a “[…] museos, liceos, bibliotecas y otros establecimientos públicos” (Soberanes, 2000, p. 79).

62 Librería Pedro Robredo, Mexicana Rariora. Special Catalogue of Spanish Book on Mexican and North American Indian Languages, México: Jesús Tovar y Portillo, 1932.

63 Agradezco por estas referencias a la investigadora María Dolores Lorenzo.

64 La investigadora de la UNAM, Idalia García, titula uno de sus textos “Con el alma herida”, para referirse a la pérdida del patrimonio bibliográfico mexicano. En este artículo la autora recorre brevemente la legislación relacionada con este tema y los problemas relacionados con su aplicación. Ver García (2017).

65 Por ejemplo, la Secretaría solicitó a un librero de viejo, el posteriormente reconocido Felipe Teixidor, que realizara boletines bibliográficos. Ver Secretaría de Relaciones Exteriores (1932).

66 “Proyecto para conservar el tesoro bibliográfico de México”, en Boletín de la Biblioteca Nacional, 1 de octubre de 1916, vol. IX, núm. 4, p. 163.

67 “Proyecto para conservar el tesoro bibliográfico de México”, en Boletín de la Biblioteca Nacional, 1 de octubre de 1916, vol. IX, núm. 4, p.163-164.

68 “Francisco Abadiano pide canje de libros” (1903), en AGN, Fondo Instrucción Pública y Bellas Artes (IPBA), caja 35, exp. 21; “Agustín Ortiz [Orortiz] pide canje de libros” (1902), en AGN, Fondo IPBA, caja 5, exp. 20; “Canje de libros con Agustín Crostiz [Orortiz]” (1906), AGN, Fondo IPBA, caja 36, exp. 19.

69 Un aspecto muy relevante es algo que esbozan Cervantes y Valero (2016) en su análisis de la colección Cvltvra. A su juicio, en este periodo se dio el tránsito a nivel popular de lectores que pasaron del folletín o pasquines al libro impreso. Esto posiblemente potenció aún más las ventas de libreros de viejo.

70 Es interesante que los pocos trabajos sobre libros de textos que se detienen en sus circuitos de comercialización no mencionan la función que pudieron tener los libreros de viejo en este ámbito.

71 “¿Qué se lee en México?”, en La Voz de México, 13 de octubre de 1938, p. 5.

72 Artemio del Valle Arizpe citado en Cardona Peña (1956, p. 83).

73 Ver “Los libreros de viejo se van”, en El Imparcial, 27 de junio de 1908, p. 4; “Se proyecta una gran mejora en el centro de la capital”, en La Iberia. Diario de la mañana, 7 de agosto de 1908, p. 1; “Entrevista con el Jefe Técnico de la Dirección de Obras Públicas”, en Diario del Hogar, 14 de noviembre de 1914, pp. 1 y 4; “El ayuntamiento y el descanso dominical en México”, en El pueblo, 22 de enero de 1918, p. 8.

74 “Se proyecta una gran mejora en el centro de la capital”, en La Iberia. Diario de la mañana, 7 de agosto de 1908, p. 1.

75 “El subsecretario de Comunicaciones y Obras Públicas informa que se dan gratuitamente las indicaciones de la Dirección General sobre el mercado de libros viejos en la plaza del seminario”, en AGN, Fondo IPBA, caja 119, exp. 76.

76 “El ayuntamiento y el descanso dominical en México”, en El pueblo, 22 de enero de 1918, p. 8.

77 “El subsecretario de Comunicaciones y Obras Públicas informa que se dan gratuitamente las indicaciones de la Dirección General sobre el mercado de libros viejos en la plaza del seminario”, en AGN, Fondo IPBA, caja 119, exp. 76.

78 “Se informa que no obra ningún antecedente de licencia que ampare los expendios de libros viejos en el costado oriente de la Catedral” (1922), en AHCM, Fondo Ayuntamiento - Licencias diversas, vol. 3173, exp. 360.

79 Humberto Musacchio (2002, p. 38) señala que esto se llevó a cabo finalmente en 1924.

80 Los catálogos de libros de ocasión ofrecidos por la Librería Porrúa son un claro ejemplo de la expansión de este tipo de comercio, además de su especialización y sus vínculos internacionales. En algunos casos esta librería llegó a repartir catálogos por materias. Uno publicado en 1928 ofrecía cerca de 2500 libros usados sobre derecho y filosofía. Ver Catálogo de la Librería Porrúa Hnos. Obras de derecho y de ciencias filosóficas (1928). El ejemplar consultado podía comprarse a su vez en la casa editorial y librería de Gerardo Sisniega.

81 Este proceso de centralización también ha afectado de diversas maneras a otras ciudades mexicanas, así encontramos la calle López Cotilla de Guadalajara. Lo mismo sucede en la calle Matamoros de Aguascalientes, donde los libreros ofrecen incluso ejemplares del siglo XVIII. En Querétaro, entre las calles de Ezequiel Montes y Pasteur, se han establecido siete librerías de viejo, algunas oriundas del lugar, otras instaladas por antiguos libreros de la ciudad de México.

82 “Triunfos del periodismo”, en La patria, 10 de febrero de 1886, p. 2.

Referencias bibliográficas

1. Anónimo. 1866. Los libreros. En La orquesta. 21 de febrero, p. 1. Texto incluido en Castañón Rodríguez, Jesús, sel. 1960. Los escritores y los libros. México: Secretaría de Hacienda y Crédito Público. p. 89-91.         [ Links ]

2. Barbosa, Mario. 2008. El trabajo en las calles. Subsistencia y negociación política en la ciudad de México a comienzos del siglo XX. México: El Colegio de México – Universidad Autónoma Metropolitana – Cuajimalpa.

3. Beezley, William. 2010. Judas en el Jockey Club y otros episodios del México porfiriano. San Luis: Colegio de San Luis Potosí         [ Links ].

4. Benítez, Fernando. 1988. El libro de los desastres. México: Ediciones Era.         [ Links ]

5. Brito Ocampo, Sofía. 2012. El libro en México, 1900-1950. En Anuario de Bibliotecología. Vol. 1, no. 1, 13-32.         [ Links ]

6. Cardona Peña, Alfredo. 1956. Crónica de México. México: Antigua Librería Robredo.         [ Links ]

7. Carreño, Alberto María, ed. 1957. La biblioteca de don Luis González Obregón, según carta inédita de él mismo a don Genaro Estrada. En Boletín de la Biblioteca Nacional de México. Tomo VIII, no. 2, abril junio, 3-15.         [ Links ]

8. Castañeda, Carmen, coord. 2002. Del autor al lector. México: Ciesas – Miguel Ángel Porrúa.

9. Catálogo de la Librería Porrúa Hnos. Obras de derecho y de ciencias filosóficas. 1928. México. Tip. J. L. Muñoz.         [ Links ]

10. Cervantes, Freja y Pedro Valero. 2016. La colección Cvltura y los fundamentos de la edición mexicana moderna (1916-1923). En Colección Cvltvra. Selección de Buenos autores, antiguos y modernos. Edición conmemorativa. México: Juan Pablos Editor.         [ Links ]

11. Coronado, Xavier F. 2012. Gamoneda. Bibliógrafo. Librerías, archivos y bibliotecas. México: Fondo de Cultura Económica.         [ Links ]

12. Corvera Poire, Marcela. 2005. Las guías de forasteros en el México del siglo XIX. En Speckman, Elisa y Belem Clark de Lara. La república de las letras: Publicaciones periódicas y otros impresos. México: Universidad Nacional Autónoma de México.         [ Links ]

13. Departamento de Estadística Nacional. 1928. Resumen del censo general de habitantes del 30 de noviembre de 1921. México: Talleres Gráficos de la Nación.         [ Links ]

14. Dr. Atl. 1950. Gentes profanas en el convento. México: Editorial Botas.<http://www.senado.gob.mx/BMO/pdfs/biblioteca_digital/ensayos/ensayosVIII.pdf> [Consulta 1 mayo 2017].         [ Links ]

15. Estrada, Genaro. 1935. 200 notas de bibliografía mexicana. México: Secretaría de Relaciones Exteriores.         [ Links ]

16. Estrada, Genaro. 2004. Pedro Galín. En Estrada, Genaro. Obras completas: Poesía, narrativa, prosa varia, crítica, arte, vol. 1. México: Siglo XXI Editores. p. 146-147.         [ Links ]

17. Fernández de Córdoba, Joaquín. 1955 y 1956. Nuestros tesoros bibliográficos en los Estados Unidos. En Historia Mexicana, no. 5, 124-160 y no. 6, 129-160.         [ Links ]

18. Figueroa Doménech, J. 1899. Guía general descriptiva de la República Mexicana. México: Ramón de S. N. Araluce.         [ Links ]

19. Fuentes Castilla, Enrique. 2012. Antigua Madero librería: el arte de un oficio. México: La caja de cerillos ediciones.         [ Links ]

20. García, Idalia. 2012. Con el alma herida: el debate de los bienes bibliográficos en México. En BID. Textos universitaris de biblioteconomia i documentació, no. 28, junio.<http://bid.ub.edu/28/garcia2.htm#Nota3> [Consulta 1 mayo 2017].         [ Links ]

21. Garciadiego, Javier. 2015. Vasconcelos y los libros. En Garciadiego, Javier. Autores, editoriales, instituciones y libros. Estudios de historia intelectual. México: El Colegio de México.         [ Links ]

22. Giraudo, Laura. 2004. Lectores campesinos, maestros indígenas y bibliotecas rurales. Puebla y Veracruz (1920-1930). En Castañeda, Carmen, Luz Elena Galván Lafarga y Lucía Martínez Moctezuma, coord. Lecturas y lectores en la historia de México. México: Ciesas – Universidad Autónoma del Estado de Morelos – El Colegio de Michoacán.

23. Guiot de la Garza, Liliana. 2003. El competido mundo de la lectura: librerías y gabinetes de lectura en la ciudad de México, 1821-1855. En Suárez de la Torre, Laura, coord. Constructores de un cambio cultural: impresores-editores y libreros en la ciudad de México, 1830-1855. México: Instituto Mora.         [ Links ]

24. Hiriart, Hugo. 1982. El universo de Posada. Estética de la obsolescencia. México: Secretaría de Educación Pública - Martín Casillas.         [ Links ]

25. Librería Pedro Robredo. 1932. Mexicana rariora. Special catalogue of Spanish Book on Mexican and North American Indian Languages. México: Jesús Tovar y Portillo.         [ Links ]

26. López Casillas, Mercurio. 2016. Libreros. Crónica de la compraventa de libros en la Ciudad de México. México: Conaculta.         [ Links ]

27. Marsiske, Renate. 2013. Ecos de la primera Feria del Libro del Palacio de Minería y el proyecto editorial vasconcelista. En Perfiles educativos. Vol. 35, no. 142, 188-201.         [ Links ]

28. Meníndez Martínez, Rosalía. 2004. Libros de texto de historia utilizados en las escuelas primarias de la ciudad de México (1877-1911). En Castañeda, Carmen, Luz Elena Galván Lafarga y Lucía Martínez Moctezuma, coord. Lecturas y lectores en la historia de México. México: Ciesas – Universidad Autónoma del Estado de Morelos – El Colegio de Michoacán.

29. Moreno Gamboa, Olivia. 2009. Hacia una tipología de libreros de la ciudad de México (1700-1778). En Estudios de Historia Novohispana. No. 40, enero-junio, 121-146.         [ Links ]

30. Musacchio, Humberto. 2002. Urbe fugitiva. México: Rayo en el agua.         [ Links ]

31. Palacios, Guillermo. 2012. Los bostonians, Yucatán y los primeros rumbos de la arqueología americanista estadounidense. En Historia Mexicana. Vol. LXII, no. 1, 105-193.         [ Links ]

32. Paredes Mendoza, José María. 1986. Algunas notas de bibliografía mexicana. En Relaciones. Vol. VII, no. 27, 159.         [ Links ]

33. Peñalosa, Fernando. 1957. The Mexican Book Industry. New York: The Scarecrow Press.         [ Links ]

34. Policía del Departamento del Distrito Federal. 1929. Congreso nacional de policía. México: sin editorial.         [ Links ]

35. Prantl, Adolfo y José L. Groso. 1901. La ciudad de México, novísima guía universal de la capital de la República Mexicana. México: Librería Madrileña.         [ Links ]

36. “¿Qué se lee en México?” 1938. En La Voz de México, 13 de octubre de 1938, p. 5.

37. Rejano, Juan. 2000. Anatomía de las librerías de viejo. En Rejano, Juan. La esfinge mestiza. Crónica menor de México. Córdoba: Diputación de Córdoba.         [ Links ]

38. Rockwell, Elsie. 2004. Entre la vida y los libros: prácticas de lectura en las escuelas de la Malintzi a principios del siglo XX. En Castañeda, Carmen, Luz Elena Galván Lafarga y Lucía Martínez Moctezuma, coord. Lecturas y lectores en la historia de México. México: Ciesas – Universidad Autónoma del Estado de Morelos – El Colegio de Michoacán.

39. Rodríguez Kuri, Ariel. 1996. La experiencia olvidada. El Ayuntamiento de México: política y gobierno, 1876-1912. México: El Colegio de México/Universidad Autónoma Metropolitana – Azcapotzalco.

40. Saborit, Antonio. 2008. El trabajo literario y el presente inmediato: escritores y artistas en la década armada. En Fernández Perera, Manuel, ed. La literatura mexicana del siglo XX. Xalapa: Fondo de Cultura Económica – Conaculta – Universidad Veracruzana

41. Saborit, Antonio. 2012. El traslado de Marius de Zayas a Nueva York. En Acevedo, Esther, coord. Hacia otra historia del arte en México. La fabricación del arte nacional a debate (1920-1950), tomo III. México: Conaculta.         [ Links ]

42. Sánchez Reyes, Gabriela. 2009. Origen y desarrollo de la Plaza del Seminario. Ciudad de México. En Boletín de monumentos históricos. No. 17, septiembre – diciembre, 22-46.

43. Secretaría de Relaciones Exteriores. 1932. Anuario bibliográfico mexicano de 1931. México: Secretaría de Relaciones Exteriores.         [ Links ]

44. Soberanes, José Luis. 2000. Los bienes eclesiásticos en la historia constitucional de México. México: Universidad Nacional Autónoma de México.         [ Links ]

45. Speckman, Elisa y Belem Clark de Lara. 2005. La república de las letras: Publicaciones periódicas y otros impresos. México: Universidad Nacional Autónoma de México.         [ Links ]

46. Tenorio-Trillo, Mauricio. 2013. I speak of the city. Mexico city at the turn of the twentieth century. Chicago: University Of Chicago Press.         [ Links ]

47. Victoria, José Guadalupe. 1991. Breve historia de lo que ya no es. La Plaza del Volador. En Solís, Felipe y David Morales. Rescate de un rescate. México: INAH.         [ Links ]

48. Zahar Vergara, Juana. 1995. Historia de las librerías de la ciudad de México. Una evocación. México: UNAM.         [ Links ]

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons